10

Sumna

«¿Cómo podría uno describir la terrible majestad de la Guerra Santa? Ya entonces, antes de los baños de sangre, contemplarla era a la vez temible y maravilloso; una gran bestia cuyas extremidades estaban compuestas de naciones enteras —Galeoth, Thunyerus, Ce Tydonn, Conriya, Alto Ainon y el Nansurium—, y los Chapiteles Escarlatas como las fauces del dragón, nada menos. Desde los días del Imperio Ceneiano o el Antiguo Norte, el mundo no había presenciado una reunión así. Pese a estar contaminada por la política, era una cosa sobrecogedora.»

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Mediados de invierno, año del Colmillo 4111, Sumna

Esmenet siguió caminando incluso después de que cayera la noche, ebria por la pura imposibilidad de hacerlo. En varias ocasiones, incluso se puso a correr por los campos oscuros; sus pies se agitaban sobre la hierba helada y extendía los brazos mientras giraba bajo el Clavo del Cielo.

El frío era implacable como el hierro; los espacios, infinitos. La oscuridad era gélida, como si hubiera sido rasgada de la vista y el olfato con la cuchilla del invierno. Era tan distinta de la húmeda oscuridad de Sumna, donde las sensaciones cargadas de tinta lo manchaban todo. Allí, bajo el frío y la oscuridad, el pergamino del mundo estaba en blanco. Allí, al parecer, era donde empezaba todo.

Saboreó ese pensamiento, pero también se estremeció. En una ocasión, Achamian le había dicho que el Consulto creía lo mismo.

Finalmente, a medida que la noche se aclaraba, recuperó la sobriedad. Se recordó a sí misma los arduos días que tenía por delante, las temibles intenciones que la movían.

Achamian estaba siendo observado.

No podía pensar en eso sin acordarse de aquella noche con el desconocido. A veces se sentía asqueada y veía la completa oscuridad de su semen cada vez que parpadeaba. Otras veces sentía mucho frío, revisaba y evaluaba cada palabra dicha, cada punzante clímax, con la falta de pasión de un recaudador de impuestos. Le resultaba difícil creer que hubiese sido esa zorra, esa mujer traicionera, adulterada…

Pero lo había sido.

No era su traición lo que le avergonzaba. Sabía que Achamian no se lo tendría en cuenta. No; lo que le hacía sentir vergüenza era lo que había sentido, no lo que había hecho.

Algunas prostitutas despreciaban tanto lo que hacían que buscaban el dolor y el castigo cada vez que se iban a la cama. Esmenet, sin embargo, era de las que podían reírse, de vez en cuando, del hecho de que le pagaran para que les complaciera. El placer de ellos era también el suyo, independientemente de quién la acariciara.

Pero no aquella noche. El placer había sido el más intenso que había experimentado jamás. Lo había sentido. Lo había gritado. La había hecho vibrar. Pero no lo había poseído. Le había dejado una marca en su cuerpo. Y le avergonzaba hasta el punto de sentir ira.

Con frecuencia se humedecía al pensar en el abdomen de aquel hombre contra su estómago. A veces se sonrojaba y se tensaba al pensar en sus orgasmos. Quienquiera que fuese, fuera lo que fuese, había hecho cautivo su cuerpo, se había apoderado de lo que era suyo y lo había rehecho no a su propia imagen, sino a la imagen de lo que él quería que ella fuera. Infinitamente receptiva. Infinitamente dócil. Infinitamente agradecida.

Pero donde su cuerpo andaba a tientas, su intelecto comprendía. Se dio cuenta en seguida de que si el extraño la conocía a ella, conocía a Inrau. Y si conocía a Inrau, era simplemente imposible que la causa de su muerte hubiera sido el suicidio. Ésa era la razón por la que debía encontrar a Achamian. La posibilidad de que Inrau se hubiera suicidado le había destrozado.

—¿Y si es verdad, Esmi? ¿Y si se suicidó?

—No lo hizo. Ya basta, Akka. Por favor.

—¡Se suicidó! ¡Oh, dulces Dioses! ¡Lo percibo! Le obligué a ponerse en una situación en la que lo único que podía hacer era traicionar: o Maithanet, o yo. ¿No lo ves, Esmi? ¡Le obligué a enfrentar a un amor con otro!

—Estás borracho. Y siempre que lo estás tus miedos se apoderan de ti.

—Dulces Dioses… Le he matado.

Qué huecas habían sido sus palabras tranquilizadoras: inexpresivas parrafadas nacidas de una paciencia que flaqueaba debido a la indemostrable sospecha de que se castigaba a sí mismo para conseguir que ella sintiera pena por él. ¿Por qué se había mostrado tan fría, tan egoísta? En un momento dado, se había sorprendido a sí misma maldiciendo a Inrau, echándole la culpa de la partida de Achamian. ¿Cómo podía haber pensado una cosa así?

Pero eso iba a cambiar. Muchas cosas iban a cambiar.

De algún modo, increíblemente, formaba parte de lo que quiera que estuviese sucediendo. Iba a ser su igual.

«No lo mataste, mi amor. ¡Lo sé!»

Y también sabía quién le había matado. El desconocido podía ser de cualquiera de las Escuelas, pero por alguna razón sabía que no era así. Lo que ella había experimentado estaba más allá de los Tres Mares.

El Consulto. Habían matado a Inrau y la habían violado a ella.

El Consulto.

Pese a lo aterradora que era esa intuición, resultaba también excitante. Nadie, ni siquiera Achamian, había visto al Consulto en siglos. Y sin embargo, ella… Pero no pensó en eso demasiado, porque cuando lo hacía, empezaba a sentirse… afortunada. Y no podía soportarlo, así que se decía que viajaba por Achamian. Y en ciertos momentos de descuido, se veía a sí misma como un personaje de Las Sagas, como Ginsil o Ysilka, una esposa mortalmente atrapada en las maquinaciones de su marido. Al parecer, el camino que tenía ante ella cantaría con un furtivo encanto, como si unos testigos ocultos de su heroísmo observaran cada paso que daba.

Se estremeció bajo su capa. Su aliento se acumulaba ante ella. Caminó, cavilando sobre la gélida esperanza que acompañaba a tantas mañanas invernales. La luz del amanecer tardaba en llegar.

A media mañana, pasó ante un hostal de carretera, donde descansó un rato con la esperanza de unirse a un pequeño grupo de caminantes que se había reunido en sus patios. Dos ancianos, con las espaldas dobladas bajo inmensos fardos de frutos secos, esperaban con ella. A juzgar por su entrecejo fruncido, Esmenet pensó que habían visto su tatuaje en el dorso de su mano izquierda. Todo el mundo, al parecer, sabía que Sumna imprimía una marca a sus zorras.

Cuando el grupo finalmente emprendió el camino, lo siguió tan discretamente como le fue posible. Un pequeño cuadro de sacerdotes de piel azul, devotos de Jukan, lideraban la partida; cantaban en voz baja himnos y hacían sonar los platillos que llevaban en los dedos. Algunos se unieron a su canto, pero la mayoría permanecía en silencio, caminando con dificultades, susurrando quedamente. Esmenet vio que uno de los ancianos hablaba con el conductor de un carro. El transportista se giró y la miró con esa expresión vacía que había visto con frecuencia: la mirada de uno que anhela aquello a lo que debe resistirse. Apartó la mirada cuando ella sonrió. Sabía que tarde o temprano aquel hombre se inventaría el modo accidental de hablar con ella.

Y en ese momento, ella tendría que tomar una decisión.

Pero entonces, una tira de su sandalia izquierda se rompió. Logró anudar los extremos para seguir utilizándola, pero le pinchaba y le rozaba la piel bajo sus calcetines de lana. Se le reventaron las ampollas y no tardó en cojear. Maldijo al transportista por no darse prisa. Maldijo de todo corazón la ley que impedía que las mujeres llevaran botas en el Nansurium. Poco después, el nudo cedió, y aunque lo intentó denodadamente, no consiguió repararlo.

El grupo se alejaba por el camino y se iba haciendo cada vez más pequeño.

Metió la sandalia en la bolsa y empezó a caminar sin ella. Casi inmediatamente, dejó de sentir el pie. Después de veinte pasos, se le hizo el primer agujero en el calcetín. Algo más tarde, su calcetín era poco más que una falda hecha jirones alrededor de su tobillo. Ya casi saltaba a la pata coja más rato que andaba, y con frecuencia tenía que detenerse para frotarse la suela del pie para calentársela. No veía ni rastro de los demás. Tras ella, vislumbró un distante grupo de hombres. Parecían llevar una manada de animales… o de caballos de guerra.

Rogó por que fuera lo primero.

La ruta que ella seguía era el Camino Kariano, una reliquia del Imperio Ceneiano que, sin embargo, el Emperador mantenía en buen estado. Atravesaba en línea recta la provincia de Massentia, que en verano la gente llamaba La Dorada debido a sus inacabables campos de grano. El problema con el Camino Kariano era que se adentraba en lo más profundo de las llanuras Kyranae en lugar de dirigirse directamente hacia Momemn. Más de mil años antes, había unido Sumna con la antigua Cenei. Entonces era mantenido sólo por el servicio que prestaba a Massentia, y a Esmenet le habían dicho que se convertía en una pradera después de cruzarse con el más importante Camino Pon, que llevaba a Momemn.

Pese a su rodeo por el interior, Esmenet había optado por el Camino Kariano después de pensarlo mucho. A pesar de que no podía permitirse comprar mapas ni habría sabido cómo interpretarlos, y a pesar de que nunca antes había salido de Sumna, poseía un íntimo conocimiento de ése y muchos otros caminos.

Todas las prostitutas clasificaban a sus clientes en función de sus gustos. A algunas les gustaban altos; a otras, bajos. Algunas tenían preferencia por los sacerdotes, con sus manos dubitativas y sin callos, mientras que otras tenían preferencia por los soldados y su burda confianza. Pero Esmenet siempre había preferido la experiencia. Los que habían sufrido, habían vencido, habían visto cosas lejanas o asombrosas, ésos eran los hombres que ella prefería.

Cuando era más joven, se había acostado con hombres como ésos y había pensado: «Ahora formo parte de todo lo que han visto. Ahora soy más de lo que era». Cuando, después, los acribillaba a preguntas, lo hacía tanto para descubrir los detalles de su enriquecimiento como por pura curiosidad. Se marchaban con menos plata y menos semen, pero ella se había convencido a sí misma de que se llevaban una parte de ella consigo; que ella se expandía de algún modo; que ella, Esmenet, moraba en los ojos que observaban y guerreaban con el mundo.

Muchas personas le habían quitado de la cabeza esa creencia. Estaba la vieja puta, Pirasha, que se habría muerto de hambre de no haber sido por la generosidad de Esmenet.

—No, querida —le había dicho en una ocasión—. Cuando las mujeres meten la mano en los bolsillos de los hombres, lo único que están haciendo es recuperar lo que les ha sido robado.

Después había sido el gallardo soldado de caballería Kidruhil, al que Esmenet había creído amar, que acudió a ella por segunda vez sin recordar la primera.

—Debes estar equivocada —había exclamado—. ¡Recordaría una belleza como la tuya!

Luego había dado a luz a su hija.

Recordaba haber pensado, no mucho después de que naciera su hija, que el parto había significado el fin de su vana ilusión. Entonces sabía, sin embargo, que simplemente marcaba la transición de una serie de autoengaños a otra. La muerte de una hija; eso marcaba el fin de las vanas ilusiones. Meter las pequeñas prendas en un fardo, dárselo a la mujer embarazada del piso de abajo, decir palabras amables para aliviar su —¡su!— vergüenza…

Muchas insensateces habían muerto con su hija, y mucha amargura había nacido. Pero Esmenet no era, como algunos, proclive al rencor. Aunque sabía que la denigraba, seguía permitiéndose su ansia de historias del mundo, y seguía valorando por encima de todo a los mejores narradores. Los rodeaba con sus piernas alegremente. Simulaba excitarse por su ardor, y en ocasiones, dado el curioso modo como la simulación se tornaba realidad, se excitaba. Después, a medida que sus intereses se retiraban al oscuro mundo del que procedían, se volvían impenetrables. Hasta los clientes más amables parecían peligrosos. Había descubierto que muchos hombres albergaban un vacío de alguna clase, un lugar del que sólo podían dar cuenta a otros hombres.

Entonces, empezaba la seducción real.

—Dime —susurraba ella en ocasiones—, ¿qué has visto que haga de ti más…, más que los otros hombres?

A la mayoría, la pregunta les parecía divertida. Otros se quedaban perplejos, preocupados, indiferentes o incluso ofendidos. Unos pocos, Achamian entre ellos, la consideraban fascinante. Pero todos ellos respondían. Los hombres necesitaban ser más. Esmenet había decidido que ésa era la razón por la que tantos de ellos apostaban: buscaban dinero, sin duda, pero también anhelaban una demostración, un signo de que el mundo, los Dioses, el futuro —alguien— les diferenciaba por alguna razón.

Así que le contaban historias, miles con el transcurso de los años. Se sonreían de sus narraciones, pensando que la emocionaban como sucedía cuando ella era joven, con sólo hacerle saber con quién acababa de acostarse. Y con una excepción, ninguno sospechaba que a ella no le importaba en absoluto lo que sus historias dijeran de ellos y sí lo que sus historias decían del mundo.

Achamian lo había comprendido.

—¿Haces esto con todos tus clientes? —le preguntó en una ocasión sin previo aviso.

A ella no le sorprendió. Otros le habían preguntado lo mismo.

—Me reconforta saber que mis hombres son algo más que una polla.

Una media verdad. Pero como era de esperar, Achamian se mostró escéptico y frunció el entrecejo.

—Es una pena —dijo.

Eso la había herido a pesar de que no tenía ni idea de lo que significaba.

—¿Qué es una pena?

—Que no seas un hombre —respondió—. Si fueras un hombre, no necesitarías convertir en maestros a todos los que te utilizan.

Esmenet había llorado en sus brazos esa noche.

Pero había proseguido con sus estudios y había llegado muy lejos a través de los ojos de otros.

Ésa era la razón por la que sabía que Massentia era segura; que a pesar de su mayor longitud, los Caminos Kariano y Pon eran una ruta mucho más segura para una mujer solitaria que uno de los caminos más directos que bordeaban la costa. Y ésa era también la razón por la que sabía que era mejor caminar junto a otros viajeros para que los que se cruzaran con ella dieran por hecho que era una de ellos.

Y ésa era la razón por la que le asustaba tanto su sandalia rota. Antes, ebria de franqueza y pura osadía, se había sentido aliviada por su soledad. Pero entonces jugaba en contra de ella. Se sentía expuesta, como si tras las copas de los árboles se ocultaran arqueros que esperaran vislumbrar su mano tatuada, oír una palabra susurrada o algún otro motivo inevitable para intervenir.

El camino descendía en pendiente, y Esmenet avanzó cojeando como pudo. Una creciente sensación de desesperanza no hizo sino aumentar el dolor que sentía en el pie descalzo. ¿Cómo iba a caminar hasta Momemn así? ¿Cuántas veces le habían dicho que viajar con seguridad era cuestión de preparación? Cada doloroso paso parecía una reprimenda.

El Camino Kariano descendía gradualmente ante ella entre marjales poco profundos y cruzaba después lo que parecía un riachuelo antes de adentrarse en las oscuras colinas que cercaban el horizonte. Sobresaliendo por entre grupos de árboles sin hojas, un acueducto ceneiano en ruinas, a escasa distancia, se desmoronaba en pequeños campos llenos de escombros de los que los locales habían saqueado las piedras. Caminillos de fango se ovillaban en las cumbres más lejanas, bordeaban campos en barbecho y desaparecían en las extensiones en pendiente de bosque. Pero lo que despertaba la esperanza y la atención de Esmenet eran los edificios rústicos que se apiñaban junto al puente: una aldea de la que salían unas delgadas líneas de humo hacia el cielo gris.

Tenía un poco de dinero. De sobra para reparar su sandalia.

Se reprendió por sus recelos a medida que se acercaba a la aldea. Había oído decir que una de las cosas que caracterizaban Massentia era el hecho de que poseía pocas de las grandes plantaciones que dominaban el Imperio. Massentia era una tierra de pequeños propietarios rurales y artesanos: francos, honestos, orgullosos, o al menos eso había oído decir.

Pero recordaba el modo como esos hombres fruncían el entrecejo cuando la veían sentada en su ventana, en Sumna.

—Los hombres que son dueños de su trabajo —le dijo en una ocasión la vieja Pirasha— creen que también son dueños de la verdad. —Y la verdad no era amable con las putas.

Esmenet se maldijo por preocuparse. Todo el mundo decía que Massentia era segura.

Se adentró renqueando en lo que le pareció un atestado y humilde mercado, y escudriñó las casuchas y fachadas circundantes en busca de un zapatero remendón. Como no encontró ninguno, olisqueó el aire en busca de alguna señal del aceite de pescado con que los curtidores empapaban sus pieles. Lo único que en realidad necesitaba era una tira de piel. Pasó junto a montones de arcilla que se derretía; después cuatro cabañas de alfareros intercomunicadas. En una, un anciano trabajaba en su torno a pesar del frío; modelaba las curvas de la arcilla con los pulgares. La boca de un horno resplandecía tras él. Su tos, que sonó como el borboteo del barro, la estremeció.

Se preguntó ociosamente si la aldea estaba apestada.

Un grupo de cinco niños que holgazaneaban frente a la entrada de un establo la miró. El mayor, o al menos el más alto, la observaba con una franca admiración. Si hubiera tenido los ojos parejos habría sido guapo. Recordaba a uno de sus clientes diciéndole que era difícil encontrar niños guapos en aldeas como aquéllas, porque con frecuencia eran vendidos a viajeros ricos. Esmenet se preguntó si jamás habían hecho una oferta por ese chico.

Sonrió mientras él se dirigía hacia ella con paso decidido. «Quizá él…»

—¿Eres una puta? —le preguntó sin rodeos.

Esmenet sólo se lo pudo quedar mirando con una mezcla de sorpresa e ira.

—¡Lo es! ¡Lo es! —gritó otro niño—. ¡De Sumna! ¡Por eso esconde la mano!

Oyó una serie de maldiciones propias de un soldado.

—Anda y que te zurzan —le espetó ella—, pequeño idiota.

El niño sonrió, y Esmenet se dio cuenta inmediatamente de que era uno de ellos: hombres que se creían más el ladrido de un perro que las palabras de una mujer.

—Déjame ver tu mano.

Algo en su voz la desconcertó.

—¿No tienes tenderetes que limpiar? —«Esclavo», transmitió burlonamente su tono.

La despreocupada ferocidad de su mirada se endureció y se convirtió en otra cosa. Cuando le cogió la mano, ella le dio una bofetada. El niño retrocedió dando tumbos, sorprendido.

Recuperándose, se agachó.

—Es una puta —les dijo a sus compañeros en un tono socarrón, como si las verdades desafortunadas comportaran desafortunadas consecuencias. Se puso en pie haciendo girar una sucia piedra entre los dedos—. Una puta adúltera.

Pasó un momento cargado de nerviosismo. Los cuatro vacilaron. Estaban en una especie de antesala, y lo sabían aunque no comprendieran su significado. En lugar de enardecerlos con palabras, el guapo le tiró la piedra.

Esmenet se agachó y la esquivó. Pero los demás estaban poniéndose en cuclillas para recoger sus propios proyectiles.

Empezaron a apedrearla. Ella les maldijo levantando los brazos. La gruesa lana de su capa impedía que le hicieran daño de verdad.

—¡Cabrones! —gritó.

Se detuvieron, acobardados y divertidos al mismo tiempo por su ferocidad. Uno de los niños, el gordo, soltó una risotada cuando ella se agachó para hacerse con unas cuantas piedras. Le dio a él en primer lugar, justo encima de la ceja izquierda, y le abrió las carnes. El niño cayó de rodillas y se puso a llorar. Los otros se lo quedaron mirando, estupefactos. Se había derramado sangre.

Alzó otra piedra con la mano derecha con la esperanza de que se agacharan y se fueran corriendo. De niña, antes de que su cuerpo le despertara otras vocaciones, había trabajado en los muelles; se ganaba el pan o unas monedas de cobre tirando piedras a las gaviotas que hurgaban entre la mercancía. Y era muy buena.

Pero el alto golpeó primero, lanzándole un puñado de barro a la cara. La mayor parte de él no la alcanzó —el idiota lo había arrojado como si su brazo estuviera hecho de cuerda—, pero la arenilla la cegó momentáneamente. Se frotó los ojos que frenesí. Después, una explosión en su oído hizo que se tambaleara. Otra piedra le dio en los dedos…

¿Qué estaba pasando?

—¡Basta! ¡Basta! —bramó una voz ronca—. ¿Qué estáis haciendo, niños?

El niño gordo todavía lloraba. Esmenet parpadeó sintiendo un escozor en los ojos y vio a un anciano con vestiduras Shriah manchadas que alzó un puño como el extremo de un fémur entre los niños.

—¡Apedreándola! —gritó el instigador casi guapo—. ¡Es una puta! —Los otros le secundaron con entusiasmo.

El viejo sacerdote los intimidó un instante y después se giró hacia ella. Entonces le veía claramente: las manchas de la vejez, la ruin joroba de quien ha gritado ante innumerables rostros. Tenía los ojos morados de frío.

—¿Es eso cierto?

Le agarró la mano con una fuerza terrible y escudriñó el tatuaje. La miró a la cara.

—¿Eres una sacerdotisa? —ladró—. ¿Una sirviente de Gierra?

Esmenet era consciente de que ya conocía la respuesta, que sólo le hacía la pregunta por una perversa necesidad de humillar e instruir. Mirándole a sus empañados ojos, comprendió de repente el peligro.

Dulce Sejenus…

—S–sí —tartamudeó.

—¡Mentirosa! Es la marca de una puta —gritó, retorciéndole la mano ante su cara como si tratara de meterle comida en la boca—. ¡La marca de una puta!

—Ya no soy puta —protestó.

—¡Mentirosa! ¡Mentirosa!

Un frío repentino descendió sobre Esmenet. Le honró con una falsa sonrisa y después le disputó la posesión de su mano. El viejo idiota farfulló algo y retrocedió dando tumbos. Vislumbró brevemente a la gente que se había reunido; miró de soslayo, cáusticamente, a los niños, y después se giró de nuevo hacia el camino.

—¡No te vayas! —aulló el viejo sacerdote—. ¡No te vayas!

Ella siguió andando con toda la dignidad que pudo reunir.

—No permitáis que una puta viva —recitó el viejo sacerdote— porque ella ha hecho de su útero una fosa.

Esmenet se detuvo.

—No permitáis que una puta respire —prosiguió el sacerdote en un tono entonces jubiloso— porque se burla de la semilla de los justos. Apedreadla para que vuestra mano no se vea tentada…

Esmenet se dio la vuelta.

—¡Basta! —explotó.

Silencio estupefacto.

—¡Estoy maldita! —gritó—. ¿No lo ves? ¡Ya estoy muerta! ¿No es eso suficiente?

Demasiados ojos la miraron. Se dio la vuelta y siguió renqueando hacia el Camino Kariano.

—¡Puta! —gritó alguien.

Algo se partió contra la base de su cráneo. Cayó de rodillas. Otra piedra le magulló el hombro. Se levantó protegiéndose con las manos, tambaleándose, tratando de caminar rápidamente. Pero los niños estaban correteando a su alrededor y la bombardeaban con sus piedras pequeñas y erosionadas por el río. Entonces, vio al alto en un extremo de su campo visual; levantaba con esfuerzo algo del tamaño de su mano. Esmenet se encogió. El impacto le cerró la boca bruscamente; se tambaleó y perdió el equilibrio. Cayó sobre el frío barro, se puso de cuatro patas, levantó una rodilla del suelo. Una pequeña piedra le impactó en la mejilla y llenó su ojo izquierdo de afiladas lágrimas. Después se levantó y anduvo tan bien como pudo.

Durante ese tiempo, todo le había parecido aterradoramente posible. Necesitaba irse de allí cuanto antes. Las piedras no eran más que ráfagas de lluvia y viento, obstáculos impersonales.

Entonces estaba llorando incontrolablemente.

—¡Basta! —gimió—. ¡Dejadme en paz!

—¡Puta! —bramó el sacerdote.

Una multitud mucho mayor se había reunido en torno a ella. Se burlaban de ella y se inclinaban sobre la grava llena de fango.

Un golpe paralizante cerca de la columna vertebral. Los hombros sacudiéndose hacia atrás. Una mano involuntaria levantándose. Una explosión en la sien. Después en el suelo de nuevo. Escupiendo arenilla.

«¡Basta! ¡Por favor!»

¿Era ésa su voz?

Pequeña, afilada, contra su frente. Brazos arriba. Encogiéndose como un perro.

«Por favor. Alguien.»

El sonido del trueno. Después, una gran sombra emborronando el cielo. Entre lágrimas y dedos, alzó la mirada y vio el venoso estómago de un caballo y, más arriba, un jinete mirándola. Guapo, de labios gruesos. Grandes ojos marrones furiosos y preocupados a la vez.

Un Caballero Shriah.

Las piedras se habían detenido. Esmenet lloriqueaba entre sus manos manchadas de barro.

—¿Quién ha empezado todo esto? —restalló una voz.

—¡Aquí! —rugió el sacerdote—. Este asun…

El Caballero Shriah se inclinó hacia adelante y le golpeó con un puño cubierto de malla.

—¡Ponedlo en pie! —ordenó a los demás—. Ahora.

Tres hombres corrieron a ayudar al sacerdote a levantarse. De los labios temblorosos le salía un hilillo de sangre y saliva. Se le escapó un solo sollozo, como una tos, y miró a su alrededor con un aturdido terror.

—¡N–no tienes ninguna autoridad! —gritó.

—¿Autoridad? —dijo riéndose—. ¿Quieres que discutamos acerca de la autoridad?

Mientras el Caballero Shriah acosaba al sacerdote, Esmenet se puso trabajosamente en pie. Se secó la sangre y las lágrimas de la cara y se frotó las manchas de barro de su capa de lana. El corazón le latía en los oídos, y en dos ocasiones temió que iba a desvanecerse por falta de aire. Estuvo a punto de vencerla la necesidad de gritar, pero no de miedo o dolor, sino de incredulidad y pura indignación. ¿Cómo podía haber ocurrido? ¿Qué había sucedido?

Vislumbró al Caballero Shriah pegando una vez más al sacerdote, y se maldijo por estremecerse. ¿Por qué debía compadecer a ese obsceno ingrato? Respiró profundamente. Se secó más lágrimas ardientes. Se serenó.

Con las manos cerradas ante sí, se giró hacia el niño que había empezado aquello. Lo miró con todo el odio que fue capaz de reunir; después separó su dedo meñique de los demás para que se moviera como un pequeño falo. Bajó la mirada para asegurarse de que él se daba cuenta, y luego le sonrió siniestramente. El niño empalideció.

El niño miró al Caballero Shriah, asustado e inquieto; después a sus amigos, que también se habían percatado del gesto burlón de Esmenet. Dos de ellos sonrieron a su pesar, y uno, poseído por esa extraña e inquietante capacidad de los niños para conspirar con aquéllos a los que acaban de atormentar, gritó.

—¡Es verdad!

—Venga —le dijo el Caballero Shriah a Esmenet, ofreciéndole una mano—. Ya he llenado mi cupo de idiotas provincianos.

—¿Quién eres? —dijo ella entre jadeos, de nuevo abrumada por las lágrimas.

—Curtias Sarcellus —dijo el hombre con calidez—, Primer Caballero–Comandante de los Caballeros Shriah.

Ella levantó el brazo, y él tomó su mano tatuada.

Hombres del Colmillo se apresuraban por entre la oscuridad; figuras altas, la mayoría en sombras con la salvedad del raro brillo del hierro. Tirando de su mula, Achamian corrió hacia ellos. Sus ojos brillantes sólo mostraron por él un interés pasajero, y supuso que se habían acostumbrado a los extranjeros.

El viaje preocupaba a Achamian. Nunca antes se había abierto paso por un campamento como aquél. Cada fogata que rodeaba le parecía un mundo lleno de su propia diversión o desesperación. Oyó fragmentos de conversación transportados por el aire, vislumbró combativos rostros al otro lado del fuego. Caminaba entre esos grupos, parte de una sombría procesión. En dos ocasiones, escaló colinas que se alzaban a la altura necesaria para ver el río Phayus y sus congestionadas llanuras aluviales. En ambas ocasiones se quedó paralizado de miedo. Brillantes fuegos salpicaban la distancia: los más cercanos, poblando la oscuridad con vislumbres de tela y hombres belicosos; los más lejanos, formando constelaciones que refulgían por las laderas. Años antes había presenciado una representación ainonia en un anfiteatro cercano a Carythusal, y le había sorprendido el contraste entre los oscuros espectadores y los iluminados actores en el escenario. Allí, al parecer, había mil representaciones como aquéllas. Tantos hombres, tan lejos de casa. Allí podría sondear la verdadera medida del poder de Maithanet.

«¡Qué multitud! ¿Cómo podemos fracasar?»

Pensó en esa idea —«podemos»—, durante un rato.

Al oeste, discernió el tortuoso trazado de las murallas de Momemn, sus gigantescas torres coronadas por el resplandor de las antorchas. Torció hacia ellas. El suelo cada vez estaba más pelado y lleno de gente a medida que se acercaban. Desafiando la luz de unas cuantas hogueras conriyanas, preguntó dónde podía encontrar el contingente de Attrempus. Cruzó una pasarela que chirriaba por encima de las aguas estancadas de un canal. Finalmente, encontró el campamento de su viejo amigo Krijates Xinemus, el Mariscal de Attrempus.

Aunque Achamian reconoció inmediatamente a Xinemus, se detuvo en la oscuridad, fuera de la luz del fuego, para observarle. Proyas le había dicho en una ocasión que él y Xinemus se parecían mucho, como, según dijo, «un hermano fuerte y otro débil». Obviamente, Proyas nunca había pensado que esa comparación pudiera ofender a su viejo tutor. Como muchos hombres arrogantes, Proyas creía que sus insultos eran una prolongación de su honestidad.

Sosteniendo un cuenco de vino, Xinemus estaba sentado ante una pequeña hoguera, hablando en voz baja con tres oficiales de alto rango. Bajo la rojiza luz del fuego, parecía cansado, como si hablara de algún asunto cuya resolución escapara de sus atribuciones. Se rascó, ausente, la piel muerta que, como sabía Achamian, cubría perpetuamente sus orejas; después, de forma inexplicable, se giró y miró hacia la oscuridad, hacia Achamian.

El Mariscal de Attrempus frunció el entrecejo.

—Muéstrate, amigo —gritó.

Por alguna razón, Achamian se quedó sin palabras.

En ese momento, los otros también le estaban mirando. Oyó cómo uno de ellos, Dinchases, murmuraba algo sobre los espectros. El hombre a su derecha, Zenkappa, hizo la señal del Colmillo.

—Eso no es un espectro —dijo Xinemus poniéndose en pie. Agachó la cabeza como si estuviera mirando a través de la niebla—. ¿Achamian?

—Si no estuvieras aquí —dijo el tercer oficial, Iryssas, a Xinemus—, habría jurado que eras tú…

Mirando de soslayo a Iryssas, Xinemus, repentinamente, se echó a correr hacia Achamian con una expresión de alegría desconcertada.

—¿Drusas Achamian? ¿Akka?

El aliento regresó al fin a los labios de Achamian.

—Hola, Zin.

—¡Akka! —gritó el Mariscal, cogiéndole entre sus brazos como a un saco.

—Mariscal.

—Hueles como un culo, amigo —dijo Xinemus riéndose, y lo apartó de él—. ¡Apestas!

—Han sido días duros —dijo el hechicero.

—No tengas miedo. Serán todavía más duros.

Tras asegurarle que había mandado a los esclavos a la cama, Ximenus le ayudó con el equipaje, hizo que se encargaran de su mula y le echó una mano para montar su maltrecha tienda. Habían pasado años desde que Achamian había visto por última vez al Mariscal de Attrempus, y a pesar de que había creído que su amistad sería inmune al paso del tiempo, su conversación fue torpe al principio. En general, hablaron de trivialidades: el tiempo, el temperamento de su mula. Cuando uno de los dos mencionaba algo más importante, una inexplicable timidez obligaba al otro a darle una respuesta evasiva.

—¿Cómo estás? —le preguntó finalmente Xinemus.

—Tan bien como cabría esperar.

A Achamian, todo le parecía horriblemente irreal, tanto que casi había esperado que Xinemus le llamara Seswatha. Su amistad con Xinemus había nacido en la lejana corte conriyana. Reunirse con ese hombre allí, estando en una misión, le avergonzaba como se avergüenza quien es sorprendido, si no mintiendo, sí en circunstancias que, con el tiempo, le acabarán convirtiendo en un mentiroso. Achamian se encontró atormentándose, preguntándose qué le había contado a Xinemus de sus misiones anteriores. ¿Había sido sincero? ¿O había sucumbido a la necesidad juvenil de parecer más de lo que era?

¿Le dije que era un idiota acabado?

—¡Ah, contigo, Akka!, uno nunca sabe qué puede esperarse.

—¿Así que los otros están contigo? —preguntó, aunque conocía la respuesta—. ¿Zenkappa? ¿Dinchases?

Otro miedo le asaltó. Xinemus era un hombre piadoso, uno de los más piadosos que Achamian había conocido jamás. En Conriya, Achamian había sido un tutor que además resultaba ser un Maestro. Pero allí era, lisa y llanamente, un Maestro. Allí, en mitad de la Guerra Santa, ¡nada menos!, no se pasaría por alto su sacrilegio. ¿Cuánto iba a tolerarle Xinemus? «Quizá —pensó Achamian—, esto sea un error.» Quizá debería haber acampado en otra parte, solo.

—No por mucho tiempo —respondió Xinemus—. Les he despedido.

—No es necesario…

Xinemus alzó un nudo bajo la débil luz del fuego.

—¿Y los Sueños?

—¿Qué pasa con ellos?

—En una ocasión me dijiste que tenían muchos altibajos, que a veces algunos detalles cambiaban y que habías decidido tomar nota de ellos con la esperanza de descifrarlos.

El hecho de que Xinemus recordara eso le inquietó.

—Dime —dijo en un patoso intento de cambiar de tema—, ¿dónde están los Chapiteles Escarlatas?

Ximenus sonrió.

—Precisamente estaba pensando en cuándo ibas a preguntármelo… En algún lugar al sur de aquí, en una de las casas de campo del Emperador, o al menos eso me han dicho. —Le dio un golpe a una estaca de madera y maldijo cuando se golpeó el pulgar—. ¿Estás preocupado por ellos?

—Sería un estúpido si no lo estuviera.

—¿Tanto codician vuestros conocimientos?

—Sí. La Gnosis es hierro para su bronce…, aunque dudo que intenten algo en mitad de la Guerra Santa.

Que una Escuela de blasfemos formara parte de la Guerra Santa ya resultaba incomprensible para los inrithi. Que pusieran de manifiesto su blasfemia por tal de conseguir sus propios y misteriosos objetivos hubiera resultado intolerable.

—¿Es ésa la razón por la que ellos… te han mandado aquí?

Xinemus raramente se refería al Mandato por su nombre. Eran siempre «ellos».

—¿Para vigilar a los Chapiteles Escarlatas? En parte, supongo. Pero por supuesto —una imagen de Inrau cruzó su mente— hay otros motivos. Siempre hay otros motivos.

«¿Quién te mató?»

Por alguna razón, la mirada de Xinemus se había perdido en la oscuridad.

—¿Qué pasa, Akka? ¿Qué ha sucedido?

Achamian le miró las manos. Quería decirle a Xinemus, quería explicarle sus absurdas sospechas sobre el Shriah, contarle las extrañas circunstancias que habían rodeado la muerte de Inrau. Sin duda, confiaba en ese hombre como en ningún otro, miembro o no del Mandato. Pero la historia le parecía demasiado larga, demasiado tortuosa y demasiado contaminada por sus propios errores y debilidades para compartirla. A Esmenet podía contársela, pero ella era una zorra. Desvergonzado.

—Muy bien —dijo Achamian jovialmente, tirando de las cuerdas—. Al menos me protegerá de la lluvia.

Xilmenus le escudriñó un instante sin mediar palabra. Por suerte, no insistió en el tema.

Se unieron a los tres otros hombres que estaban alrededor del fuego de Xinemus. Dos eran capitanes de la guarnición de Attrempus, coetáneos de su Mariscal con el rostro curtido. El oficial mayor, Dinchases —o Dench el Sangriento, como le llamaban— había estado con Xinemus desde el momento en que Achamian había conocido al Mariscal. El menor, Zenkappa, era un esclavo nilnameshi que Xinemus había heredado de su padre y después había liberado por su valor en el campo de batalla. Ambos, por lo que Achamian sabía, eran buenos hombres. El tercero, Iryssas, era el hijo menor del único tío vivo de Xinemus y, si Achamian no se confundía, mayordomo de la Casa Krijates.

Pero ninguno de ellos saludó su llegada. O bien estaban demasiado borrachos, o bien demasiado absortos en su conversación. Dinchases, al parecer, estaba contando una historia.

—… Entonces el grande, el thunyerio…

—Malditos estúpidos, ¿os acordáis de Achamian? —gritó Xinemus—. ¿Drusas Achamian?

Secándose los ojos y conteniendo las risas, los tres hombres se giraron para mirarle. Zenkappa sonrió y levantó su cuenco. Dinchases, sin embargo, le miró exhaustivamente, e Iryssas lo hizo con abierta hostilidad.

Dinchases vio el entrecejo fruncido de Xinemus y alzó de mala gana su cuenco. Tanto él como Zenkappa inclinaron la cabeza y luego derramaron una libación.

—Bienvenido, Achamian —dijo Zenkappa con genuina calidez.

Achamian imaginó que, como liberto, quizá tenía menos problemas con los parias. Dinchases e Iryssas, sin embargo, eran de casta noble; Iryssas de una de mucho rango.

—Veo que has montado tu tienda —señaló Iryssas con tono despreocupado. Tenía el aspecto cauteloso y perspicaz de un borracho peligroso.

Achamian no dijo nada.

—Así que supongo que tendré que resignarme a tu presencia, ¿eh, Achamian?

Achamian le miró directamente a los ojos y se maldijo a sí mismo por tragar saliva.

—Supongo que sí.

Xinemus miró de soslayo a su joven primo.

—Los Chapiteles Escarlatas forman parte de la Guerra Santa, Iryssas. Deberías darle la bienvenida a Achamian. Yo lo hago.

Achamian había sido testimonio de innumerables conversaciones como aquélla. El fiel tratando de racionalizar su amistad con hechiceros. El racionamiento siempre era el mismo: «Son útiles…».

—Quizá tengas razón, primo. Enemigos de nuestros enemigos, ¿eh?

Los conriyanos eran celosos de sus odios. Después de siglos de refriegas con el Alto Ainon y los Chapiteles Escarlatas, habían acabado apreciando, aunque fuera a regañadientes, al Mandato. En demasía, dirían los sacerdotes. Pero de todas las Escuelas, sólo el Mandato, poseedora de la Gnosis del Antiguo Norte, estaba a la altura de los Chapiteles Escarlatas.

Iryssas levantó su vaso y lo vació sobre el polvo, junto a sus pies.

—Que los Dioses beban a placer, Drusas Achamian. Que celebren a uno que es maldito…

Imprecando, Xinemus le dio una patada al fuego. Una nube de chispas y cenizas envolvieron a Iryssas. Cayó de espaldas, gritando, golpeándose instintivamente el pelo y la barba. Xinemus se deslizó tras él.

—¿Qué has dicho? ¿Qué has dicho? —rugió.

Pese a ser de una constitución un poco más delgada que Iryssas, Xinemus lo puso de rodillas como si fuera un niño, y le reprendió con maldiciones y bofetones con la palma de la mano. Dinchases dirigió una mirada de disculpa a Achamian.

—No pensamos como él —dijo con picardía—. Estamos completamente borrachos.

A Zenkappa aquello le pareció demasiado divertido como para permanecer sentado. Se giró sobre el suelo y desapareció en las sombras tras su tronco, aullando una carcajada.

Hasta Iryssas se rió, aunque con el recato de una esposa dominada por su marido.

—¡Basta! —le gritó a Xinemus—. ¡Me disculparé! ¡Me disculparé!

Sorprendido tanto por la insolencia de Iryssas como por la violencia de la respuesta de Xinemus, Achamian observaba, boquiabierto. Después se dio cuenta de que nunca antes había visto a Xinemus en compañía de sus soldados.

Iryssas se arrastró de nuevo a su asiento, con la cabeza ladeada y la barba negra manchada de ceniza. Sonriendo y frunciendo el entrecejo a la vez, se inclinó sobre su taburete de acampada hacia Achamian. Estaba haciéndole una reverencia, según advirtió Achamian, pero era demasiado perezoso para levantar el culo del asiento.

—Lo siento —dijo, mirando a Achamian con una sinceridad desconcertada—. Y me gustas, Achamian, a pesar de ser —lanzó una mirada esquiva a su señor y primo— un maldito hechicero.

Zenkappa empezó a aullar de nuevo. A su pesar, Achamian sonrió y le devolvió la reverencia. Se dio cuenta de que Iryssas era uno de esos hombres cuyos odios eran demasiado antojadizos para adoptar la fijeza de una obsesión. Podía despreciar y abrazar sucesivamente y sin malicia. Los hombres así, como había descubierto Achamian, eran el espejo de la integridad o la depravación de sus señores.

—¡Maldito idiota! —gritó Xinemus a Iryssas—. ¡Mira tus ojos! Más bizcos que el culo de un mono.

Más paroxismos de risa siguieron. Esa vez, a Achamian su hilaridad le resultó irresistible.

Pero se rió mucho más que los otros, llorando como si estuviera poseído por un demonio. Lágrimas de alivio cayeron por sus mejillas. ¿Cuánto tiempo hacía?

Los otros se fueron silenciando y observaron cómo él trataba de recobrar la compostura.

—Hacía demasiado tiempo —logró decir al fin Achamian. La respiración le tembló al exhalar. Sus lágrimas de repente le herían.

—Hacía demasiado tiempo, Akka —dijo Xinemus, poniéndole una mano amistosa sobre el hombro—. Pero has vuelto y, por una noche, estás libre de las artimañas de los hombres maquinadores. Puedes beber en paz.

Esa noche durmió irregularmente. Por alguna razón, el exceso de alcohol intensificaba y a la vez amortiguaba los Sueños. El modo como se transformaban en el siguiente los hacía parecer menos inmediatos, más oníricos, pero las pasiones que los acompañaban… eran, en el mejor de los casos, insoportables. Con la bebida, se tornaban locos de sufrimiento.

Ya estaba despierto cuando Paata, uno de los esclavos personales de Xinemus, llegó con un bol de agua limpia. Mientras se lavaba, Xinemus metió su rostro sonriente por entre las portezuelas y le retó a una partida de benjuka.

Poco después, Achamian se encontró sentado con las piernas cruzadas sobre una esterilla de paja ante Xinemus, estudiando el tablero dorado de benjuka que había entre ellos. Un dosel combado les protegía del sol, que refulgía con tanta intensidad que el campamento a su alrededor parecía, a pesar del frío, un bazar en mitad del desierto. «Lo único que falta —pensó Achamian— son los camellos.» Si bien la mayoría de los que pasaban por allí eran conriyanos de la corte de Xinemus, vio toda clase de inrithi: galeoth desnudos de cintura para arriba y pintados para una especie de festival que, aparentemente, confundía el invierno con el verano; thunyerios portando la malla de hierro negro de la que nunca parecían desprenderse, e incluso un noble ainonio, cuyos elaborados ropajes parecían totalmente ridículos entre el maremágnum de telas manchadas de grasa, pedazos de madera y barracones irregulares.

—Resulta difícil de creer, ¿verdad? —dijo Xinemus, refiriéndose aparentemente al número de los inrithi.

Achamian se encogió de hombros.

—Sí y no… Yo estaba en la Hagerna cuando Maithanet declaró la Guerra Santa. A veces me pregunto si Maithanet llamó a los Tres Mares o los Tres Mares llamaron a Maithanet.

—¿Estabas en la Hagerna? —le preguntó Xinemus. Su expresión se había oscurecido.

—Sí. —«Hasta conocí a vuestro Shriah…»

Xinemus soltó una risotada con la mirada bravucona que utilizaba para expresar desaprobación.

—Tú mueves, Akka.

Achamian buscó el rostro de Xinemus, pero el Mariscal parecía totalmente absorto en las geometrías de piezas y posibilidades que había sobre el tablero. Achamian había aceptado echar una partida sabiendo que eso alejaría a los demás y, por tanto, le permitiría decirle a Xinemus lo que había sucedido en Sumna. Pero se había olvidado de que el benjuka sacaba en ambos lo peor que llevaban dentro. Cada vez que jugaban a benjuka, se peleaban como dos eunucos de harén.

El benjuka era una reliquia, un superviviente del fin del mundo. Había sido jugado en las cortes de Tryse, Atrithau y Mehtsonc antes del Apocalipsis, y había sido estudiado en los jardines de Carythusal, Nenciphon y entonces Momemn. Pero lo que hacía especial al benjuka no era su edad. En términos generales, había una inquietante afinidad entre los juegos y la vida, y en ninguna parte esa afinidad era más sorprendente, o más perturbadora, que en el benjuka.

Como la vida, los juegos estaban gobernados por las reglas. Pero a diferencia de la vida, los juegos se encontraban completamente definidos por esas reglas. Las reglas eran el juego, y si uno jugaba rigiéndose por reglas distintas, simplemente estaba jugando a otro juego. Como un marco fijo de reglas determinaba el significado de todos los movimientos en tanto que movimientos, los juegos poseían una claridad que hacía que la vida pareciera, por comparación, una reyerta de borrachos. Las convenciones eran indudables; los cambios, seguros; sólo el resultado era oculto.

La astucia del benjuka consistía en la ausencia de un marco determinado. En lugar de aportar una base inmutable, las reglas del benjuka no eran sino otro movimiento dentro del juego, otra pieza más que mover. Y eso hacía del benjuka la imagen misma de la vida, un juego de desconcertantes complejidades y sutilezas casi poéticas. Otros juegos podían ser descritos como patrones cambiantes de piezas y resultados del lanzamiento de las fichas numeradas, pero el benjuka daba pie a historias, y todo cuanto poseyera historia poseía la estructura misma del mundo. Se decía que algunos habían hundido la cabeza en el tablero de benjuka y la habían levantado convertidos en profetas.

Achamian no estaba entre ellos.

Estudió el tablero y se frotó las manos para calentárselas. Xinemus le provocó con una desagradable risotada.

—Eres siempre tan adusto cuando juegas al benjuka.

—Es un juego espantoso.

—Sólo dices eso porque te cuesta demasiado esfuerzo.

—No. Lo digo porque pierdo.

Pero Xinemus tenía razón. El Abenjukala, el texto clásico sobre el benjuka de los tiempos ceneianos, empezaba: «Así como los juegos miden los límites del intelecto, el benjuka mide los límites del alma». Las complejidades del benjuka eran tales que un jugador nunca podía dominar intelectualmente el tablero y, por lo tanto, forzar a otro a ceder. El benjuka, como decía el anónimo autor, era como el amor. Uno nunca podía imponerle a otro el amor. Cuanto más trataba uno de atraparlo, más escurridizo se volvía. El benjuka, asimismo, castigaba el corazón codicioso. Si otros juegos exigían una laboriosa astucia, el benjuka exigía algo más. Sabiduría, quizá.

Con un aire de disgusto, Achamian movió la única piedra que tenía entre sus piezas plateadas, el sustituto de una pieza robada, o al menos eso decía Xinemus, por uno de sus esclavos. Otro agravio. Si bien las piezas no eran nada más que la forma en que eran utilizadas, la piedra empobrecía su juego de alguna forma, rompía el ruin encanto de un juego de fichas completo.

«¿Por qué me toca a mí la piedra?»

—Si estuvieras borracho —dijo Ximenus, respondiendo a su movimiento con decisión—, entendería que hicieras eso.

¿Cómo podía hacer bromas? Achamian se quedó mirando el dibujo del tablero y se dio cuenta de que las reglas habían cambiado una vez más, esa vez desastrosamente. Buscó alguna opción, pero no vio ninguna.

Xinemus esbozó una sonrisa vencedora y empezó a cortarse las uñas con un cuchillo.

—Proyas se sentirá igual —dijo— cuando finalmente llegue. —Algo en su tono hizo que Achamian levantara la mirada.

—¿Por qué?

—Has oído hablar del reciente desastre.

—¿Qué desastre?

—La Guerra Santa Vulgar ha sido destruida.

—¿Qué?

Achamian había oído rumores acerca de la Guerra Santa Vulgar antes de partir de Sumna. Semanas atrás, antes de la llegada del grueso de la Guerra Santa, un buen número de señores de Galeoth, Conriya y el Alto Ainon habían decidido marchar contra los infieles por sí mismos. El mote de vulgar se lo habían impuesto debido a las huestes de parias sin señor que los siguieron. A Achamian nunca se le había ocurrido preguntar cómo le iba. «Ha empezado. El derramamiento de sangre ha empezado.»

—En las llanuras de Mengedda —prosiguió Xinemus—. El infiel Sapatishah, Skaurus, mandó las cabezas embalsamadas de Tharschilka, Kumrezzer y Calmemunis al Emperador como aviso.

—¿Calmemunis? ¿Te refieres al primo de Proyas?

—¡Un idiota arrogante y testarudo! Le rogué que no marchara, Akka. Razoné, grité, incluso me humillé, ¡me rebajé como un estúpido!, pero el perro no me escuchó.

Achamian había coincidido en una ocasión con Calmemunis en la corte del padre de Proyas. Un engreimiento escandaloso sumado a la estupidez, Suficiente para que Achamian hiciera un gesto de dolor.

—Aparte de pensar que el Dios en Persona le había llamado, ¿por qué crees que se marchó?

—Porque sabía que una vez que llegara Proyas, él sería poco más que un perrito faldero adulador. Nunca le ha perdonado a Proyas el incidente de Paremti.

—¿La batalla de Paremti? ¿Qué sucedió?

—¿No lo sabes? Había olvidado el mucho tiempo que hacía, viejo amigo. Tengo muchos cotilleos que contarte.

—Más tarde —dijo Achamian—. Dime qué pasó en Paremti.

—Proyas hizo que azotaran a Calmemunis.

—¿Que le azotaran? —Eso preocupó profundamente a Achamian. ¿Tanto había cambiado su viejo estudiante?—. ¿Por cobardía?

Como si compartiera la preocupación de Achamian, el rostro de Xinemus se oscureció.

—No. Por impiedad.

—Estás bromeando. ¿Proyas hizo que un igual fuera azotado por impiedad? ¿Hasta dónde ha llegado su fanatismo, Zin?

—Demasiado lejos —dijo Xinemus rápidamente, como si estuviera avergonzado por su señor—. Pero sólo por un instante. Me decepcionó muchísimo, Akka. Me rompió el corazón que el divino niño al que tú y yo enseñamos se hubiera convertido en un hombre de semejantes… extremos.

Proyas había sido un niño divino. Durante los cuatro años que había pasado como tutor de la corte en la capital conriyana de Aoknyssus, Achamian se había enamorado del niño, incluso más que de su legendaria madre. Dulces recuerdos. Paseando a través de vestíbulos iluminados por el sol y a lo largo de oscuros senderos del jardín, habían hablado de historia, lógica y matemáticas, y él había respondido a una inacabable catarata de preguntas.

—¿Maestro Achamian? ¿Adónde han ido todos los dragones?

—Los dragones están en nuestro interior, joven Proyas. En tu interior.

El entrecejo fruncido. Las manos apretadas de frustración. Pero otra respuesta indirecta de su tutor.

—¿Así que ya no hay más dragones en el mundo, maestro Achamian?

—Tú estás en el mundo, Proyas, ¿no es así?

Xinemus había sido maestro de esgrima de Proyas al mismo tiempo, y habían llegado a respetarse gracias a sus periódicas riñas por el niño. Si Achamian amaba al Príncipe, Xinemus —que cultivaba la devoción que necesitaría para servir al niño como rey— le amaba más, tanto que cuando Xinemus vislumbró la influencia del tutor en el pupilo, invitó a Achamian a su casa de campo en el mar Meneanor.

—Has hecho sabio a un niño —le había dicho Xinemus, tratando de explicar su extraordinaria oferta. Raramente los miembros de las castas nobles ejercían de anfitriones de hechiceros.

—Tú le has hecho peligroso —respondió Achamian.

Habían encontrado su amistad en algún lugar de las risas que siguieron.

—¿Fanático por un tiempo? —preguntó entonces Achamian—. ¿Significa eso que recuperó la compostura?

Xinemus hizo una mueca, rascándose, ausente, el lado de la nariz.

—Más o menos. La Guerra Santa y su relación con Maithanet han reavivado su celo, pero ahora es más sabio, más paciente, más tolerante con la debilidad.

—Tus lecciones, imagino. ¿Qué le hiciste?

—Le pegué hasta que sangró.

Achamian se rió.

—Lo digo en serio. Después de Paremti me marché de la corte indignado. Pasé el invierno en Attrempus. Acudió a mí, sólo…

—¿Para implorarte perdón?

Xinemus hizo una mueca.

—Es lo que era de esperar, pero no. Viajó hasta allí para reprenderme.

El Mariscal negó con la cabeza y sonrió. Achamian sabía por qué: ya de niño, Proyas había sido proclive a simpáticos excesos. Recorrer a solas doscientas millas únicamente para echar una bronca era algo que sólo Proyas podía hacer.

—Me acusó de abandonarle en un momento de necesidad. Calmemunis y su gente habían presentado cargos contra él, tanto en los tribunales eclesiásticos como ante el Rey, y por un tiempo las cosas parecieron ir por mal camino, si bien nunca estuvo realmente en peligro.

—Obviamente, sabes que sólo estaba buscando tu aprobación —dijo Achamian, suprimiendo una punzada de envidia—. Siempre te ha adorado, ya lo sabes, a su modo… ¿Tú qué hiciste?

—Escuché cómo despotricaba con toda la paciencia que fui capaz de reunir. Después le llevé al patio interior y le tiré una espada de entrenamiento. «¿Quieres castigarme?», le dije. «Castígame, pues.» —Xinemus sonrió mientras Achamian se reía a carcajadas.

—De niño era tenaz, Akka, pero ahora es totalmente implacable. Se negó a ceder. Le podría haber dejado inconsciente y él se hubiera vuelto a poner en pie, empapado de sangre y nieve. Cada vez le decía: «Te he entrenado tan bien como he sabido, mi Príncipe, pero a pesar de todo sigues perdiendo». Entonces él se abalanzaba sobre mí, gritando como un poseso.

A la mañana siguiente no dijo nada y me evitó como si tuviera la peste. Pero por la tarde me buscó fuera, con el rostro magullado como el de una manzana. «Lo entiendo», dijo. Le pregunté: «¿Qué es lo que entiendes?». «Tu lección», respondió. «Entiendo tu lección.» «¿Y de qué lección se trata?», le dije. Y me respondió: «Que me he olvidado de aprender. Que la vida es la lección de Dios, y que a pesar de que nos comprometamos a enseñar a hombres impíos, debemos estar dispuestos a aprender de ellos también».

Achamian miró a su amigo con un cándido temor.

—¿Era eso lo que pretendías enseñarle?

Xinemus frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

—No. Sólo quería que se tragara su arrogancia. Pero me pareció bien, así que solamente le dije: «Muy bien, mi Príncipe, muy bien». Y asentí sabiamente como se hace cuando estás de acuerdo con alguien a quien no consideras tan listo como tú.

Achamian sonrió y asintió.

Xinemus estalló en carcajadas.

—De todos modos, Proyas no ha repetido lo de Paremti desde entonces. Y cuando regresó a Aoknyssus, se ofreció a compensar a Calmemunis recibiendo el mismo número de latigazos en la corte de su padre.

—¿Y Calmemunis aceptó? Estoy seguro de que ese hombre no es tan estúpido.

—¡Oh!, el muy zoquete aceptó y azotó a Nersei Proyas ante los ojos del Rey y la corte. Y ésa es la razón real por la que Calmemunis nunca perdonó a Proyas. Acabó a latigazos con los últimos jirones de honor que le quedaban. Cuando se dio cuenta de ello, sostuvo que Proyas le había engañado.

—Así que crees que ésa es la razón por la que Calmemunis insistió en liderar la Guerra Santa Vulgar.

Xinemus asintió con tristeza.

—Ésa es la razón por la que él y otros cien mil están muertos.

Las grandes catástrofes eran con frecuencia provocadas por cosas pequeñas como ésa. La intolerancia de un príncipe y la estupidez de un noble arrogante. Pero ¿dónde estaban esos hechos? ¿Estaban en alguna parte de esos distantes campos de la muerte?

«Cien mil muertos…»

Achamian bajó la mirada hacia el tablero de benjuka. Por algún motivo, vio al instante el movimiento que debía hacer. Como si le sorprendiera que Achamian quisiera seguir jugando, Xinemus observó cómo recolocaba una pieza aparentemente irrelevante.

«Cien mil muertos. ¿Es eso también un movimiento?»

—Diablo astuto —siseó Xinemus, estudiando el tablero. Al cabo de un instante de duda, hizo su movimiento de respuesta.

Achamian se dio cuenta de que era un error. En un instante de irreflexión, Xinemus había acabado totalmente con la ventaja de que disponía. «¿Por qué ahora lo veo tan claro?»

Benjuka. Dos hombres. Dos objetivos distintos. Un resultado. ¿Quién determinaba ese resultado? ¿El vencedor? Pero las verdaderas victorias eran tan infrecuentes…, tan infrecuentes en el tablero de benjuka como en la vida. Con mas frecuencia el resultado era un difícil compromiso. Pero ¿un compromiso negociado por quién? ¿Por nadie?

Achamian pensó que pronto la verdadera Guerra Santa marcharía desde Momemn, cruzaría la fértil provincia de Anserca y después se adentraría en tierras hostiles. Durante todo ese tiempo, la perspectiva de la campaña había parecido una abstracción, un simple movimiento que, sin embargo, todavía no podía ser contrarrestado. «Pero esto no es un juego. La Guerra Santa marchará y, de modo inevitable, morirán miles y miles de personas.»

Tantos hombres. Tantos objetivos enfrentados. Y sólo un resultado. ¿Cuál sería el resultado? ¿Y quién lo negociaría?

¿Nadie?

Esa idea aterrorizó a Achamian. De repente, la Guerra Santa parecía una apuesta loca, una tirada de dados contra un futuro totalmente negro. Las vidas de innumerables miles —incluido Achamian— por la distante Shimeh. ¿Cómo podía cualquier recompensa compensar una apuesta como ésa?

—Cien mil muertos —prosiguió Xinemus, aparentemente inconsciente de la gravedad de su posición en el tablero—. Un puñado de ellos, hombres que conozco. Y para empeorar las cosas, el Emperador ha explotado rápidamente nuestra consternación. Nos ha pedido que aprendamos del error de la Guerra Santa Vulgar.

—¿Que consistió en…? —preguntó Achamian, todavía distraído por el tablero.

—La locura de marchar sin Ikurei Conphas.

Achamian levantó la mirada.

—Pero creía que el Emperador había dado provisiones a Calmemunis y los demás, que les había posibilitado precisamente que marcharan.

—Así es. Pero ha prometido dar provisiones a cualquiera que firme su maldito Solemne Contrato.

—Así que Calmemunis y los demás firmaron… —En Sumna había dudas al respecto.

—¿Por qué no? Esos hombres no le dan la menor importancia a su palabra. ¿Por qué no prometer que devolverían todas las tierras conquistadas al Emperador si tu promesa no vale nada?

—Pero sin duda —insistió Achamian— Calmemunis y los demás debieron detectar el plan del Emperador. Ikurei Xerius sabe perfectamente que los Grandes Nombres no le cederán nada. El Solemne Contrato es solamente un pretexto, algo para evitar la Censura Shriah cuando él ordene a Conphas que vuelva a hacerse con las conquistas de la Guerra Santa.

—Sí, pero te olvidas de la razón por la que Calmemunis marchó, Akka. No marchó por la Remisión Shriah o por la gloria del Ultimo Profeta, ni siquiera para forjarse un reino a su medida, por cierto. No. Calmemunis tenía el corazón de un ladrón. Marchó para negarle a Proyas la posibilidad de alcanzar la gloria.

Inmóvil por un repentino pensamiento, Achamian se detuvo para escudriñar a su amigo.

—Pero tú…, tú sí marchas por el Último Profeta. ¿Cómo te hacen sentir esas venganzas y esos objetivos materiales?

Por un instante, Xinemus pareció desconcertado.

—Por supuesto —dijo lentamente—. Debería estar indignado. Pero supongo que esperaba que sucediera esto. Para serte franco, me preocupa más lo que vaya a pensar Proyas.

—¿Por qué?

—Sin duda, las noticias del desastre le horrorizarán. Pero todos estos cómputos y ésta politiquería… —Xinemus dudó, como si estuviera ensayando en silencio algo que había pensado durante mucho tiempo, pero no había dicho nunca—. Yo estaba entre los primeros que llegaron aquí, Akka, mandado por Proyas para coordinar a todos los conriyanos que vinieron después. He formado parte de la Guerra Santa desde que se levantó el primero de los pabellones bajo las murallas de Momemn. Sé que la mayoría de los que andan por aquí son hombres píos. Y todos ellos han oído hablar de Nersei Proyas y del respeto que Maithanet siente por él. Todos ellos, hasta los Grandes Nombres como Gothyelk o Saubon, están preparados para seguirle. Buena parte de lo que suceda en este juego con el Emperador dependerá de la respuesta de Proyas…

—Y Proyas es con frecuencia poco práctico —concluyó Achamian—. Temes que este juego con el Emperador despierte a Proyas el Juez en lugar de a Proyas el Táctico.

—Exactamente. En estos momentos, la Guerra Santa es rehén del Emperador. Se niega a proveernos más allá de nuestras necesidades diarias a menos que aceptemos la firma del contrato. Por supuesto, Maithanet puede exigirle que provea a la Guerra Santa bajo amenaza de la Censura Shriah, pero ahora parece que incluso él tiene dudas. La destrucción de la Guerra Santa Vulgar le ha convencido de que estamos condenados a menos que marchemos con Ikurei Conphas. Los kianene han enseñado los dientes y parece que la fe a solas no será suficiente para derrotarlos. ¿Quién mejor para pilotarnos a través de esos bancos de arena que el gran Exalto–General que ha aplastado a los scylvendios? Pero ni siquiera un Shriah tan poderoso como Maithanet puede obligar a un Emperador a que mande a su único heredero contra los infieles. Y, por supuesto, el Emperador no mandará a Conphas a menos que los Grandes Nombres firmen el Solemne Contrato.

—Recuérdame —dijo Achamian, irónicamente— que nunca me cruce en el camino del Emperador.

—Es un maníaco —espetó Xinemus—, un maníaco astuto. Y a menos que Proyas sea capaz de ser más hábil que él, todos nosotros estaremos vertiendo sangre por Ikurei Xerius III y no por Inri Sejenus.

Por alguna razón, el nombre del Último Profeta le recordó a Achamian el frío. Se quedó mirando, absorto, las geometrías de plata y ónice del tablero de benjuka. Se inclinó hacia adelante, cogió la pequeña piedra erosionada por las aguas que había utilizado para sustituir una pieza que faltaba y la lanzó hacia el deslumbrante polvo, más allá de su toldo. De repente, el juego le pareció infantil.

—¿De modo que te rindes? —le preguntó Xinemus. Parecía decepcionado; todavía creía que podía ganar.

—No tengo ninguna posibilidad —respondió Achamian, pensando en Proyas y no en el benjuka.

El Príncipe llegaría convertido en un hombre sitiado, y Achamian no quería acosarlo todavía más; no quería decirle que su adorado Shriah tenía entre manos un aciago juego.

Pese a la penumbra invernal, el interior del pabellón era cálido. Esmenet se incorporó y se abrazó las rodillas entre los brazos. ¿Quién podía pensar que cabalgar hacía que las piernas dolieran tanto?

—Estás pensando en otra persona —dijo Sarcellus.

«Su voz es tan distinta —pensó—. Tan segura.»

—Sí —dijo.

—El Maestro del Mandato, supongo.

Sorpresa. Pero entonces recordó haberle dicho…

—¿Y qué? —le preguntó ella.

Él sonrió, y como siempre ella se sintió a la vez contenta e inquieta. ¿Tenía algo que ver con sus dientes, quizá? ¿O con sus labios?

—Exactamente —dijo él—. Los Maestros del Mandato son idiotas. Todo el mundo en los Tres Mares lo sabe… ¿Sabes lo que los nilnameshi dicen de las mujeres que aman a idiotas?

Esmenet se giró y le miró con una expresión lánguida.

—No. ¿Qué dicen los nilnameshi?

—Que cuando duermen, no sueñan.

Sarcellus la apretó suavemente contra su almohada.