Sumna
«Y el rey nohombre gritó palabras hirientes: "Ahora a mí debes confesar, ¡por los muertos que por encima de ti rondan!". Y el Emisario respondió, siempre cauteloso: "Somos la raza de la carne, somos la raza de los amantes".» |
Balada de los inchoroi, antigua canción popular kuniúrica |
Principios de invierno, año del Colmillo 4110, Sumna
—¿Volverás la semana que viene? —preguntó Esmenet a Psammatus mientras observaba cómo se ponía la túnica blanca de seda por la cabeza y la hacía descender por su estómago y sobre su todavía refulgente falo. Ella estaba sentada desnuda en la cama, con las sábanas amontonadas sobre las rodillas.
Psammatus se detuvo mientras se alisaba las arrugas con una expresión ausente. La miró con lástima.
—Me temo que ésta va a ser mi última visita, Esmi.
Esmenet asintió.
—Has encontrado a otra, a otra más joven.
—Lo siento, Esmi.
—No, no lo sientas. Las putas no somos tan ingenuas como para llorar como las esposas.
Psammatus sonrió, pero no respondió. Esmenet observó cómo recogía su toga y sus vestiduras doradas y blancas. Había algo emocionante y reverente en su forma de vestir. Hasta se detuvo para besar los colmillos dorados que decoraban cada una de las anchas mangas. Echaría de menos a Psammatus, echaría de menos su esbelto cabello plateado y su rostro paternal. Quizá incluso echara de menos el modo como la tomaba. «Me estoy convirtiendo en una vieja zorra —pensó—. Una razón más para que Akka me abandone.»
Inrau estaba muerto, y Achamian se había ido de Sumna convertido en un hombre roto. Después de todos esos días, todavía contenía la respiración al recordar su partida. Le había rogado que se la llevara con él. Al final, hasta había llorado y se había puesto de rodillas:
—¡Por favor, Akka! ¡Te necesito!
Pero ella sabía que era mentira, y el perplejo resentimiento de los ojos de Achamian significaba que él también. Ella era una prostituta y las prostitutas se insensibilizaban ante los hombres, ante todos los hombres, por pura necesidad. No. Por mucho que temiera perder a Achamian, lo que más temía era la perspectiva de volver a su vieja vida, a la incesante sucesión de miradas hambrientas y angustiadas, y semen derramado. ¡Quería las Escuelas! ¡Las Grandes Facciones! Necesitaba a Achamian, sí, pero deseaba todavía más su vida.
Y ésa era la ironía que la dejaba sin aliento: que mientras disfrutaba de esa nueva vida con Achamian, había sido incapaz de renunciar a la antigua.
—Dices que me quieres —le había gritado Achamian—, pero a pesar de eso aceptas clientes. ¡Dime por qué, Esmi! ¿Por qué?
«Porque sabía que me dejarías. Y todos me dejáis… Todos los que quiero.»
—Esmi —estaba diciendo Psammatus—. Esmi, por favor, no llores. Volveré la semana que viene. Te lo prometo.
Ella negó con la cabeza y se secó las lágrimas de los ojos. No dijo nada.
«¡Llorando por un hombre! ¡Soy más fuerte que esto!»
Psammatus se sentó junto a ella para atarse las sandalias. Parecía pensativo, hasta asustado. Esmenet sabía que los hombres como Psammatus acudían a las putas tanto para escapar de pasiones incómodas como para saturarse de ellas.
—¿Has oído hablar de un joven sacerdote llamado Inrau? —preguntó, esperando a la vez tranquilizarle y retener un patético pedazo de su vida con Achamian.
—Sí, la verdad es que sí —respondió Psammatus, con el perfil sorprendido y aliviado—. Es el que dicen que se suicidó.
Lo mismo que decían los otros. Las noticias de la muerte de Inrau habían provocado un gran escándalo en la Hagerna.
—Suicidio. ¿Estás seguro de eso? —«¿Y si es cierto? ¿Qué harás en ese caso, Akka?»
—Estoy seguro de que es lo que dicen.
Se giró, le dedicó una mirada sombría y le pasó un dedo por la mejilla. Después, se puso en pie y se abrochó la túnica azul, la que utilizaba para esconder sus vestiduras.
—Deja la puerta abierta, por favor —dijo Esmenet.
Él asintió.
—Encantado, Esmi.
—Encantada.
Bajo las crecientes sombras del atardecer, Esmenet se tumbó desnuda sobre las sábanas y se adormeció un rato pensando en un arrepentimiento tras otro. La muerte de Inrau. La huida de Achamian. Y como siempre, su hija… Cuando abrió los ojos, una figura oscurecía la puerta. Alguien esperaba.
—¿Quién eres? —le preguntó ella cansinamente.
Se aclaró la garganta. Sin mediar palabra, el hombre se dirigió al lado de la cama. Era alto, casi escultural, y llevaba un abrigo negro como el carbón sobre una pechera plateada y una túnica negra de damasco arrugado. «Un nuevo cliente —pensó ella, mirándole a la cara con la inocencia de los que se acaban de despertar—. Y guapo, además.»
—Doce talentos —dijo ella, incorporándose entre las sábanas—, o media moneda de plata si…
Le dio una bofetada. Muy fuerte. La cabeza le salió rebotada hacia atrás y hacia un lado. Se cayó de la cama de cara.
El hombre soltó una carcajada.
—No eres una puta de doce talentos. Seguro que no.
Con los oídos zumbando, Esmenet se puso en cuclillas y apoyó la espalda contra la pared.
El hombre se sentó en el extremo de la tosca cama y empezó a quitarse los guantes de cuero dedo por dedo.
—Es una cuestión de etiqueta. Uno nunca debería empezar una relación con mentiras, puta. Se establece un desafortunado precedente.
—¿Tenemos una relación? —preguntó ella sin aliento. Tenía insensible todo el lado izquierdo de la cara.
—Por persona interpuesta, pero sí.
Los ojos del hombre se detuvieron en sus pechos antes de parpadear y dirigirse hacia sus muslos. Esmenet abrió las rodillas un poco más, como si fuera un accidente debido al cansancio.
—¿Y de quién se trata? —preguntó ella. El corazón le martilleaba en el pecho.
El hombre le miró debajo del ombligo con la desvergüenza de un propietario de esclavos.
—Un Maestro del Mandato —elevó la mirada como si saliera de una ensoñación— llamado Drusas Achamian.
«Akka. Sabías que esto sucedería.»
—Le conozco —dijo con precaución, reprimiendo la necesidad de preguntarle una vez más al hombre quién era.
«No hagas preguntas. La ignorancia es la vida.»
—¿Qué quieres saber? —dijo en su lugar. Separó más las rodillas y abrió totalmente las piernas.
«Sé la puta…»
—Todo —respondió el hombre. Sus gruesos labios formaron una sonrisa—. Quiero saberlo todo y conocer a todas las personas que ha conocido.
—Te costará dinero —dijo ella, tratando de tranquilizar su voz—. Ambas cosas te costarán dinero.
«Debes venderle.»
—¿Por qué no me sorprende? ¡Ah, negocios! Hace que todo sea tan directo, ¿no te parece? —Murmuró algo entre dientes mientras rebuscaba en su monedero—. Aquí están… Once talentos de cobre. Seis por traicionar tu cuerpo y cinco por traicionar al Maestro. —Una sonrisa salvaje—. Una justa tasación del relativo valor de ambas cosas, ¿no crees?
—Media moneda de plata, al menos —dijo ella—. Por cada cosa.
«Haz negocio… Sé la puta.»
—¡Qué presunción! —respondió, hundiendo dos pálidos dedos en su monedero—. ¿Qué tal una de éstas?
Miró el refulgente oro con una franca avidez.
—Servirá —dijo, con la boca seca.
El hombre sonrió.
—Ya me lo imaginaba.
La moneda desapareció, y él empezó a desvestirse mientras observaba con una asilvestrada franqueza cómo ella se apresuraba a encender unas velas contra la oscuridad del atardecer.
Llegado el momento, su proximidad tuvo un elemento animal, un olor o una calidez que le hablaba directamente al cuerpo de ella. Él le acarició el pecho izquierdo con una mano fuerte y encallecida, y toda ilusión que Esmenet hubiera tenido de valerse de la lujuria de aquel hombre como arma se evaporó. Su presencia era abrumadora. Cuando él la posó en la cama, ella temió que fuera a derretirse.
«Sé complaciente…»
El hombre se arrodilló ante ella y, sin ningún esfuerzo, tiró de sus caderas alzadas y sus piernas abiertas alrededor de sus muslos. Y ella se encontró deseando el momento que había temido. Él estaba dentro de ella. Ella gritó. «¿Qué me está haciendo? ¿Qué está haciendo?»
Empezó a moverse. El dominio que aquel hombre tenía sobre el cuerpo de ella era inhumano. En seguida, un jadeo se fundió con el siguiente. Cuando él la acariciaba, su piel era como agua, viva, con temblores que cruzaban su cuerpo de arriba abajo. Empezó a retorcerse, a apretarse contra él desesperada, gimiendo entre los dientes apretados, ebria de un éxtasis de pesadilla. A través de sus ojos doloridos, el hombre parecía ser su centro ardiente; se fundía en su interior, la cubría de un desgarramiento tras otro, un empujón tras otro. Constantemente, él la llevaba al resonante límite del clímax, pero entonces se detenía y le hacía preguntas, preguntas infinitas…
—¿Y qué dijo exactamente Inrau acerca de Maithanet?
—No pares…, por favor.
—¿Qué dijo?
«Dile la verdad.»
Ella recordaba haber tratado de acercar la cara de ese hombre a la suya, susurrando.
—Bésame…, bésame.
Recordaba su grueso pecho apretado contra sus senos, y haber temblado, haberse desmoronado debajo de él como si fuera de arena.
Recordaba haberse quedado tendida con él, inmóvil y sudorosa, jadeando en busca de aire, sintiendo los fuertes latidos del corazón del hombre en su miembro, su menor movimiento como un rayo entre sus muslos, una felicidad agónica que la hizo sollozar y rugir con un salvaje abandono.
Y recordaba haber respondido sus preguntas con la urgencia de unas caderas que se sacuden. «¡Cualquier cosa! ¡Te daría cualquier cosa!»
Cuando ella llegó finalmente al clímax, se sintió como si la hubieran lanzado por un precipicio y oyó sus propios gemidos roncos en la distancia, estridentes contra el retumbante rugido de dragón del hombre.
Entonces, él se apartó, y ella se sintió saqueada; los miembros le temblaban, tenía la piel insensibilizada y cubierta de un sudor frío. Dos de las velas se habían consumido, pero una luz grisácea iluminaba la habitación. «¿Cuánto tiempo?»
Él estaba de pie, con su perfil divino refulgiendo bajo el resplandor de la vela que quedaba.
—Se está haciendo de día —dijo él.
La moneda de oro revoloteó en su mano y cautivó a Esmenet con su brillo. La sostuvo encima de ella y dejó que se deslizara entre sus dedos. Cayó en uno de los charcos pegajosos de su estómago. Bajó la mirada y reprimió un grito horrorizado.
Su semen era negro.
—Cállate —dijo, recogiendo su ropa—. No le digas ni una palabra de esto a nadie. ¿Lo entiendes, zorra?
—Lo entiendo —logró decir. Se le saltaban las lágrimas. «¿Qué he hecho?»
Se quedó mirando la moneda y el perfil del Emperador que había en ella, distante y dorado sobre su aterciopelado vello púbico y la superficie de su piel desnuda, piel enhebrada y manchada con una brea brillante. La bilis le ascendió hasta el velo del paladar. La habitación se llenó de luz. «Está abriendo las contraventanas.» Pero cuando levantó la mirada, ya había desaparecido. Oyó el árido batir de alas desapareciendo en el amanecer.
Una bocanada de frío aire matutino entró en la habitación y disolvió el olor de un celo inhumano. «Pero él olía a mirra.»
Esmenet se dio la vuelta en la cama y vomitó en el suelo.
Pasó un tiempo antes de que pudiera lavarse, vestirse y salir de la habitación. Cuando llegó tropezando a la calle, sabía que no podría volver jamás. Soportó el acre contacto de los demás —el distrito de la clientela estaba junto al siempre atestado Mercado Ecosiumo— sintiéndose sorprendentemente viva bajo las miradas y los sonidos de su ciudad: herreros martilleando; el grito de un hombre tuerto proclamando el poder curativo de sus productos de azufre; otro hombre gritando los nombres de sus carnes; los discordantes gritos de los arrieros que azotaban a sus bestias hasta que éstas bramaban. Sonidos incesantes. Y un maremágnum de olores: piedra seca estival, incienso, el atractivo aroma de carne asándose, heces y humo; olor de humo en todas partes.
Un fresco vigor matinal animaba el mercado, y Esmenet pasó entre la multitud como una sombra cansada. Le dolía todo el cuerpo, hasta la médula, y caminar le resultaba penoso. Cogió su moneda de oro con fuerza y se la cambió de vez en cuando de mano para secarse el sudor de las palmas. Observaba de un modo ausente las cosas y a la gente: una ánfora rota que derramaba aceite sobre la estera de un mercader; unas jóvenes esclavas galeoth negociando con la muchedumbre con la mirada gacha y cestos tejidos de grano sobre la cabeza; un perro ojeroso, alerta, observando entre un bosque de piernas abriéndose y cerrándose; el borroso perfil de Junriuma alzándose en la distancia. Observaba y pensaba: «Sumna».
Amaba su ciudad, pero tenía que escapar.
Achamian le había dicho que aquello podía suceder; que si Inrau había sido en verdad asesinado, quizá acudieran a ella hombres que lo buscaran a él.
—Si eso sucede, Esmi, hagas lo que hagas, no preguntes. Es mejor que no sepas nada, ¿lo comprendes? La ignorancia es la vida… Sé complaciente. Sé una zorra de principio a fin. Negocia como negocian las zorras. Y por encima de todo, Esmi, debes venderme. Debes decirles todo lo que sabes. Y decirles la verdad, porque probablemente ya conozcan buena parte de ella. Haz esto y sobrevivirás.
—Pero ¿por qué?
—Porque los espías estiman por encima de todo un alma débil y negociadora, Esmi. Te dejarán en paz por si puedes resultar útil. Oculta tu fuerza y sobrevivirás.
—Pero ¿qué hay de ti, Akka? ¿Y si les digo algo que puedan utilizar para hacerte daño?
—Soy un Maestro, Esmi —le había respondido—, un Maestro del Mandato.
Finalmente, a través de una pantalla de transeúntes, vio a una niña pequeña detenida con los pies descalzos bajo la polvorienta luz del sol. Serviría. La niña observaba con sus grandes ojos marrones cómo Esmenet se acercaba, demasiado cautelosa para devolverle la sonrisa. Se apretó un palo contra el pecho de su raído vestido.
«Sobreviví, Akka. Y no sobreviví.»
Esmenet se agachó junto a la niña y la dejó estupefacta con el talento de oro.
—Toma —dijo, depositándolo sobre las pequeñas palmas de sus manos.
«Se parece tanto a mi hija.»
Solo a lomos de una mula, Achamian estaba descendiendo por el valle de Sudica. Había elegido ese itinerario entre Sumna y Momemn por casualidad, o al menos eso había creído, con la sola esperanza de evitar las muy cultivadas tierras más cercanas a la costa. Hacía mucho tiempo que Sudica estaba despoblada. En ella no había más que pastores, sus rebaños de ovejas y ruinas.
El día era claro y sorprendentemente cálido. Nansur no era un país seco, pero tenía tal carácter que a Achamian siempre le hacía pensar en un país seco. Sus habitantes se concentraban con gran densidad alrededor de los ríos y las costas, y emigraban de las grandes extensiones de tierra que resultaban inhóspitas a causa de su vulnerabilidad ante los scylvendios.
Sudica era un lugar así. Achamian había leído que, en los tiempos de Kyraneas, había sido una de las grandes provincias, cuna de dinastías de generales y dirigentes. Ahora no había más que ovejas y piedras medio enterradas. Estuviera en el país en que estuviera, a Achamian siempre le parecía que trataría de buscar lugares como aquéllos, lugares que dormían, que soñaban en tiempos antiguos. Era una costumbre que compartía con muchos de los integrantes del Mandato, una profunda obsesión por los monumentos de palabras o piedras condenados; tan profunda que con frecuencia se encontraban caminando entre ruinas o recorriendo la biblioteca de un anfitrión culto sin saber por qué. Eso les había convertido en los cronistas de los Tres Mares. Para ellos, pasear entre muros derruidos y columnas destruidas, o entre las palabras de un tratado antiguo, era en cierto sentido viajar en paz con sus recuerdos, ser un hombre en lugar de dos.
Uno de los monumentos más famosos de Sudica era la fortaleza–templo en ruinas de Batathent. Achamian tardó un buen rato en ascender las colinas y cruzar las tierras cubiertas de matorrales antes de situarse bajo su sombra. Los inmensos muros derruidos se desmenuzaban y se convertían en grava. Obviamente, aquel lugar había sido asaltado a lo largo de los años por su granítica y brillante piedra caliza. Lo único que quedaba del interior del templo eran las hileras de inmensas columnas, demasiado imponentes para ser derruidas y arrastradas a la costa. Batathent había sido uno de los pocos baluartes que habían sobrevivido al colapso de Kyraneas durante el Primer Apocalipsis, un santuario para los que huían de las partidas de scylvendios y sranc que los perseguían. Una mano protectora cerrada alrededor de la frágil luz de la civilización.
Achamian paseó por el lugar, turbado por la conjunción de la piedra antigua y sus propios conocimientos. Regresó a su mula sólo cuando la creciente oscuridad le hizo temer que no encontraría el camino de vuelta.
Esa noche desplegó su esterilla y durmió bajo las columnas. Encontró un triste consuelo en el modo como la luz del sol se demoraba en la piedra gélida.
Soñó con ese día en que todos los niños nacieron muertos, ese día en que el Consulto, derrotado y devuelto a las negras murallas de Golgotterath por los nohombres y los antiguos norsirai, trajo el vacío, absoluto y terrible, al mundo: Mog–Pharau, el No Dios. En su sueño, Achamian vio cómo un momento de gloria tras otro se apagaba en los ojos angustiados de Seswatha. Y se despertó, como siempre se despertaba, siendo testigo del fin del mundo.
Se lavó el pelo y la barba en un riachuelo cercano, se aderezó con aceites y después regresó a su modesto campamento. No sólo lloraba por Inrau, sino por la pérdida de su antigua confianza. Numerosas averiguaciones le habían llevado a los laberínticos aposentos de los Mil Templos sin ningún resultado. Sus conversaciones con distintos miembros del Aparato Shriah dominaban sus pensamientos, y en esos recuerdos los sacerdotes parecían todavía más altos y delgados, como el mimbre. Muchos de esos hombres habían sido desconcertantemente cortantes y se aferraban con terquedad a la explicación oficial de la muerte de Inrau: suicidio. Achamian sabía que había sido estúpido ofrecerles oro a cambio de la verdad. ¿En qué estaba pensando? Había más oro en los cuencos en los que bebían anpoi del que él jamás sería capaz de reunir. Era un pordiosero ante la riqueza de los Mil Templos, ante el poder de Maithanet.
Desde que había sabido de la muerte de Inrau, Achamian se había movido como si no comprendiera nada, poseído por el mismo encogimiento interior que había sentido de niño, cuando su padre le pedía que le llevara la cuerda que utilizaba para sus azotainas. «Trae la cuerda», decía aquella voz crispada, y empezaba la ceremonia: labios temblorosos, manos convulsas mientras se cerraban alrededor de aquel cáñamo cruel…
Si Inrau en verdad se había suicidado, entonces Achamian sería su asesino.
«Trae la cuerda, Akka. Tráela ahora mismo.»
Se había sentido aliviado cuando el Mandato le había ordenado que viajara a Momemn y se uniera a la Guerra Santa. Con la pérdida de Inrau, Nautzera y otros miembros del Quorum habían abandonado sus oscuras esperanzas de infiltrarse en los Mil Templos. Entonces querían que observara una vez más a los Chapiteles Escarlatas. Por mucho que le irritara la ironía de la orden, no discutió. Había llegado el momento de dar un paso adelante. Sumna no hizo más que confirmar una conclusión para la que no estaba preparado. Hasta Esmenet empezó a ponerle nervioso. Miradas burlonas y cosméticos baratos. La espera infinita mientras ella complacía a otros hombres. Con la misma facilidad con que incitaba a su cuerpo, su lengua le enfriaba los pensamientos con una vacilante pulcritud. Pero a pesar de todo, le dolía pensar en ella, en el gusto de su piel, en su perfume amargo.
Los hechiceros no estaban acostumbrados a las mujeres. Sus misterios eran de una clase inferior y debían ser despreciados por los hombres instruidos. Pero el misterio de esa mujer, su ramera sumni, despertaba en su interior más miedo que desdén. Miedo y deseo. Pero ¿por qué? Después de la muerte de Inrau, lo que más necesitaba era una distracción, y ella se había negado una y otra vez a ser esa distracción. Más bien al contrario. Le preguntaba por los detalles del día y discutía —más para sus adentros que con él— el significado de cada hecho insignificante que le contaba. Sus conspiraciones eran tan impertinentes como absurdas.
Una noche él así se lo dijo con la sola esperanza de que se callara un rato. Ella se detuvo, pero cuando habló, lo hizo con un hastío que sobrepasó con mucho al suyo, con el tono de quien ha visto su honestidad herida por la mezquindad del otro.
—Sólo estoy jugando, Achamian… Pero en los juegos hay algo de verdad.
Se había quedado tendido en la oscuridad, consumido por la agitación, sintiendo que si pudiera desenmarañar sus heridas como ella, se desmoronaría convertido en polvo. «Esto no es un juego. Inrau está muerto. ¡Muerto!»
¿Por qué ella no se daba cuenta… de lo que él necesitaba que fuera? ¿Por qué no podía dejar de acostarse con otros hombres? ¿No tenía él oro suficiente con el que mantenerla?
—¿Tú también, Drusas Achamian? —le había gritado una vez, cuando él le había ofrecido dinero—. ¡No pienso ser tu puta! —Esas palabras le habían provocado la euforia y la desolación a la vez.
En una ocasión, al regresar a la casa de vecinos y no encontrarla sentada en la ventana, se había atrevido a subir a la puerta movido por una ignominiosa curiosidad. «¿Cómo es con los demás? ¿Es con ellos igual que conmigo?» Había oído sus gemidos bajo un cuerpo jadeante; había oído cómo su cama crujía al ritmo de unos gruñidos ensordecedores. Y le pareció que se le detenía el corazón. Piel de gallina y los oídos zumbando.
Había colocado las insensibilizadas puntas de sus dedos en la puerta. Allí, al otro lado… Allí estaba ella, su Esmi, con las piernas envueltas alrededor de otro hombre, con los senos refulgiendo del sudor de otro. Recordó que se había estremecido cuando ella había llegado al clímax, y que había pensado: «¡Ese grito es mío! ¡Mío!».
Pero él no la poseía. Quizá por primera vez lo había comprendido. A pesar de ello, pensó: «Inrau está muerto, Esmi. Eres lo único que me queda».
Recordaba haber oído que el hombre salía del interior de ella.
—¡Hummm! —había gemido Esmi—. ¡Ah, Callustras!, estás terriblemente bien dotado para ser un viejo soldado. ¿Qué haría yo sin esa gruesa polla que tienes, eh?
—Estoy seguro de que encontrarías muchas para saciar tu coño, querida —había respondido el hombre.
—Sólo unas migajas. Tú, en cambio, eres un banquete.
—Dime, Esmi, ¿quién es ese hombre que estaba aquí la última vez que vine? ¿Otra migaja?
Achamian había puesto la mejilla húmeda contra la puerta. Frío, una angustia sin aliento.
Esmi se había reído.
—¿Aquí? No me acuerdo.
Achamian casi había oído al hombre sonriendo y negando con la cabeza.
—Zorra tonta —había dicho—. Hablo en serio. El modo como me miró cuando crucé la puerta… Casi esperaba que me asaltara de camino a los barracones.
—Hablaré con él. Se pone… celoso.
—¿Celoso de una puta?
—Callustras, ese monedero tuyo está tan lleno… ¿Estás seguro de que no quieres gastar un poco más?
—Me temo que ya me lo he gastado todo… Pero quizá si lo agitas un poco caiga algo.
Un momento de silencio entrecortado. El débil sonido de un cachete.
Esmi había susurrado algo a duras penas audible, pero Achamian estaba seguro de lo que había oído.
—No te preocupes por tu monedero, Callustras. Pero hazme eso otra vez…
Se había sentido contaminado, como si contemplar algo obsceno le convirtiera a él en un hombre obsceno.
«Sólo está interpretando el papel de puta —había tratado de recordarse—, tal como yo interpreto el de espía.» La única diferencia era que ella resultaba mucho mejor intérprete. Humor coqueto, honestidad venal, apetito desnudo, todas esas cosas que atenuaban la vergüenza de un hombre por derramar semen a cambio de dinero. Tenía talento.
—Me uno a ellos en todos los sentidos —había admitido en una ocasión—. Me estoy haciendo vieja, Akka, y no hay nada más patético que una puta vieja y muerta de hambre. —En su voz había un temor real.
Achamian se había acostado con un sinfín de prostitutas en innumerables ciudades a lo largo de los años, así que ¿por qué era Esmenet tan distinta? Había acudido a ella, en primera instancia, por sus hermosos muslos de chico y su suave piel. Había vuelto porque era muy buena, porque bromeaba y deseaba del modo como lo hacía con Callustras, quienquiera que fuese. Pero en algún momento había llegado a conocer a la mujer más allá de sus piernas abiertas. ¿Y qué era lo que había descubierto? ¿De quién se había enamorado?
Esmenet, la Zorra de Sumna.
Con frecuencia, en su imaginación, ella era inexplicablemente delgada y fiera, azotada por la lluvia y los vientos, oscurecida por el balanceo de las ramas del bosque; esa mujer que en una ocasión había levantado su mano hacia el sol, manteniéndola allí para que él viera cómo la luz se mecía en su palma, y le había dicho que la verdad era aire, era cielo y sólo podía ser anhelada, nunca tocada por los miembros y los dedos de un hombre. Él había sido incapaz de decirle la profundidad con que le afectaban sus cavilaciones, que se revolvían como cosas vivas en el pozo de su alma y reunían piedras a su alrededor.
Una bandada de gorriones surgió de un viejo roble en un barranco cercano, y Achamian se sobresaltó.
«El arrepentimiento —pensó, recordando un viejo proverbio shiradi—, hace del corazón un leproso.»
Con una palabra hechicera encendió una hoguera y se preparó el agua para el té de la mañana. Mientras esperaba a que el agua hirviera, estudió sus aledaños: los cercanos pilares de Bathanet alzándose hacia el sol matinal; los solitarios árboles, oscuros sobre la maleza y la hierba muerta, que se batían al viento. Escuchó los silbidos y los chisporroteos amortiguados de su pequeña hoguera. Cuando alargó el brazo para coger el agua hirviendo, se dio cuenta de que las manos le temblaban como si fueran presa de la parálisis. ¿Era a causa del frío?
«¿Qué me está pasando?»
«Las circunstancias», se dijo. Se había visto superado por las circunstancias. Con una repentina resolución, dejó el agua a un lado y empezó a hurgar en su escaso equipaje. Sacó su tinta, su pluma y una sola hoja de pergamino. Sentado con las piernas cruzadas sobre su esterilla, humedeció la pluma.
En el centro del margen izquierdo, escribió:
MAITHANET
Sin duda, el corazón del misterio. El Shriah que podía ver a los Escogidos. El asesino de Inrau, quizá. A la derecha, anotó:
GUERRA SANTA
El martillo de Maithanet y el destino de Achamian. Debajo de eso, cerca de la base de la hoja, escribió:
SHIMEH
El objetivo de la Guerra Santa de Maithanet. ¿Podía ser tan sencillo? ¿Liberar la ciudad del Ultimo Profeta del yugo de los fanim? Los objetivos declarados por los hombres astutos raramente eran los verdaderos. Trazó una línea a la derecha de Shimeh y apuntó:
LOS CISHAURIM
¿Desafortunadas víctimas de la Guerra Santa de Maithanet o, de algún modo, cómplices?
Trazó otra línea a partir de ahí hacia Guerra Santa, en el centro, y se detuvo para escribir:
LOS CHAPITELES ESCARLATAS
Al menos el motivo de las Escuelas estaba claro: la destrucción de los cishaurim. Pero como Esmenet había señalado, ¿cómo sabía Maithanet de su guerra secreta contra los cishaurim?
Contempló por un instante su escritura, observando cómo la tinta se achataba al secarse. Por si acaso, escribió:
EL EMPERADOR
junto a Guerra Santa. En Sumna se rumoreaba con insistencia que el Emperador trataba de comprometer la Guerra Santa, de transformarla en un instrumento de reconquista imperial. Aunque a Achamian le importaba poco si la dinastía Ikurei lo lograba o no, sin duda sería una importante variable en el álgebra de esos acontecimientos.
Y entonces, en el extremo superior derecho, escribió:
EL CONSULTO
Un nombre como una pizca de sal en el agua pura. Significaba tantas cosas: el Apocalipsis, la hilaridad y el desdén con el que las Grandes Facciones contemplaban el Mandato. ¿Dónde estaban? ¿Tenían siquiera un lugar en aquella página?
Estudió el mapa un momento, probando el té entre el vapor ascendente. Percibió el calor en el estómago y le ayudó a hacer frente al frío matinal. «Estoy olvidando algo», pensó. Olvidando…
La mano le tembló al escribir:
INRAU
bajo Maithanet. «¿Te mató él, querido muchacho, o lo hice yo?»
Achamian se sacudió esos pensamientos. No le pagaba ningún respeto a Inrau llorándole, y mucho menos regodeándose en la autocompasión. No había nada que vengar. Si había que hacer alguna reparación, estaba allí, en algún lugar de esa página. «No soy su padre. Debo ser lo que soy: un espía.» Achamian hacía esos mapas con frecuencia, no porque le preocupara la posibilidad de olvidar algo, sino porque le preocupaba que se le pudiera pasar algo por alto. Le parecía que visualizar las conexiones siempre permitía vislumbrar nuevas conexiones posibles. Además, ese simple ejercicio había demostrado ser, con frecuencia, una guía valiosa para sus indagaciones en el pasado. La diferencia crucial en ese caso, sin embargo, era que en lugar de escribir el nombre de individuos y sus conexiones con algún mezquino objetivo, en ese mapa aparecían las Grandes Facciones y sus conexiones con una Guerra Santa. La escala de ese misterio, lo que estaba en juego, excedía con mucho cualquier cosa a la que se hubiera enfrentado con anterioridad…, aparte de sus sueños.
Aguantó la respiración.
«¿Un preludio al Segundo Apocalipsis? ¿Era posible?»
La mirada de Achamian regresó a El Consulto, aislado en una esquina, y entonces se dio cuenta de que su mapa ya había arrojado su primer dividendo. Si el Consulto seguía todavía en los Tres Mares, tenía que tener alguna suerte de conexión. Era imposible que se mantuvieran al margen en unos tiempos tan épicos. ¿Dónde, pues, se escondían?
Inexorablemente, su mirada regresó a:
MAITHANET
Achamian le dio otro sorbo a su té. «¿Quién eres, amigo? ¿Cómo puedo descubrir quién eres?»
Quizá debería regresar a Sumna. Quizá podría arreglar las cosas con Esmenet, ver si ella perdonaba a un idiota su frágil orgullo. Al menos podría asegurarse de que ella…
Achamian dejó rápidamente su maltrecha taza, cogió su pluma y escribió:
PROYAS
entre Maithanet y Guerra Santa. ¿Por qué no había pensado en eso antes?
Después de encontrar a Proyas en los escalones, debajo del Shriah, Achamian había sabido que el Príncipe Coronado se había convertido en uno de los pocos confidentes de Maithanet. Eso no le había sorprendido. En los años posteriores a la tutela de Achamian, Proyas se había obsesionado con la devoción. A diferencia de Inrau, que se había comprometido con los Mil Templos para servir del mejor modo posible, Proyas había abrazado el Colmillo y el Último Profeta para juzgar del mejor modo posible, o al menos eso pensaba Achamian. El recuerdo de la última carta de Proyas, la que había puesto punto final a su ya lacónica correspondencia, todavía le escocía.
«"¿Sabes qué me duele más cuando pienso en ti, viejo profesor? No el hecho de que fueras un blasfemo, sino el pensamiento de que en el pasado amé a un blasfemo."»
¿Cómo se recuperaba uno de palabras tan severas? Pero tenía que hacerlo, sabía Achamian, y por razones que eran a la vez las mejores y las peores. Tenía que salvar el abismo entre ellos, no porque todavía quisiera a Proyas —los hombres extraordinarios con frecuencia imponían ese amor—, sino porque necesitaba abrirse camino hacia Maithanet. Necesitaba respuestas, para tranquilizar su corazón y, quizá, también para salvar el mundo.
Cómo se reiría Proyas si le dijera eso… ¡Con razón en los Tres Mares creían que el Mandato estaba loco!
Achamian se puso en pie y vertió el resto del té sobre el sibilante fuego. Miró en su mapa las conexiones una vez más y caviló sobre los amplios espacios en blanco que quedaban en su papiro, y de un modo ocioso se preguntó cómo podría llenarlos.
Levantó el campamento, cargó la mula y reemprendió su solitario viaje. Sudica se extendía sin demarcaciones: más colinas, más tierra pedregosa.
Esmenet caminó en la penumbra con los demás; el corazón le latía con fuerza. Sentía la tambaleante inmensidad de la Puerta de Pieles que se alzaba sobre ella, como si fuera un martillo que el destino hubiera estado sosteniendo durante mil años a la espera de su huida. Vislumbró los rostros que le rodeaban, pero sólo vio cansancio y aburrimiento. Para ellos, abandonar la ciudad carecía de novedad. Imaginó que esa gente escapaba de Sumna cada día.
Por un absurdo instante, le tuvo miedo a su miedo. Si escapar de Sumna no significaba nada, ¿significaba eso que todo el mundo era una cárcel?
De repente, tuvo que parpadear para contener las lágrimas bajo la luz del sol. Se detuvo, mirando de reojo las descomunales torres marrones. Después, miró a su alrededor; respirando profundamente, ignoró las maldiciones de los que estaban tras ella. Los soldados holgazaneaban a ambos lados de las fauces oscuras de la puerta, observando a los que entraban en la ciudad pero sin hacer preguntas. Gente a pie, en carros, a caballo, bullía a su alrededor. A ambos lados de la calle, una escasa colonia de comerciantes voceaba sus mercancías con la esperanza de obtener algún beneficio de los hambrientos vagabundos.
Entonces, vio lo que antes había sido solamente una borrosa banda en el horizonte, apareciendo aquí y allá entre el atestado perímetro de las murallas de Sumna: el campo, con una palidez invernal y extendiéndose infinitamente en la distancia. Y vio el sol, el sol de última hora de la tarde, impregnando la tierra como si fuera agua.
Un transportista restalló su látigo junto a su oreja, y ella se apartó. Un carro, tirado por un endeble buey, crujió a su lado. El cochero le dedicó una sonrisa sin dientes.
Vislumbró el tatuaje verdoso que tenía en el dorso de su mano izquierda. La marca de su tribu. El Signo de Gierra, si bien ella no era sacerdotisa. El Aparato Shriah insistía en que todas las rameras se tatuaran parodias de los tatuajes sagrados que llevaban las prostitutas del templo. Nadie sabía por qué. «Para engañarse y creer que los Dioses son engañados», supuso Esmenet. Allí le pareció algo distinto, sin muros, sin la amenaza de la Ley Shriah.
Pensó en la posibilidad de llamar al transportista, pero mientras el carro se alejaba su mirada se vio atraída por el camino, que trazaba una perfecta línea a través del paisaje roto, como cemento entre ladrillos agrietados.
«Dulce Gierra, ¿qué estoy haciendo?»
Camino abierto. Achamian le había dicho en una ocasión que era como una cuerda alrededor del cuello, que le asfixiaba a uno si no seguía. A punto estuvo de desear sentirlo así ella en ese momento. Así comprendería qué era ser arrastrado hacia alguna destinación. Pero a ella le parecía como una larga caída, perfectamente vertical, además. Con sólo mirar hacia abajo, se mareó.
«¡Idiota! ¡Es sólo un camino!»
Había ensayado su plan mil veces. ¿Por qué tener miedo entonces?
No era una esposa. Llevaba el monedero entre las piernas. De camino a Momemn, como decían los soldados, vendería melocotones. Quizá los hombres se interpusieran entre las mujeres y los Dioses, pero tenían hambre como las bestias.
El camino sería agradable. En última instancia, encontraría la Guerra Santa. Y en la Guerra Santa encontraría a Achamian. Le cogería por las mejillas y le besaría; finalmente se convertiría en una compañera de viaje.
Entonces, le contaría lo que había sucedido, le hablaría del peligro.
Respiró hondamente. Percibió el polvo y el frío.
Empezó a andar con las piernas tan ligeras que podría haberse puesto a bailar.
Pronto sería oscuro.