8

Momemn

«Los reyes nunca mienten. Exigen al mundo que esté equivocado.»

Proverbio conriyano

«Cuando realmente aprehendemos a los Dioses, dice el sabio Nilnameshi, los reconocemos no como dioses sino como ladrones. Esto es una de las blasfemias más sensatas, puesto que siempre vemos al rey que nos engaña, pero nunca al ladrón.»

Olekaros, Confesiones

Otoño, año del Colmillo 4110, norte de la estepa de Jiunati

Yursalka, de los utemot, se despertó dando un respingo.

Un ruido de alguna clase…

El fuego estaba apagado. Todo era negrura. La lluvia repiqueteaba contra los muros invisibles de su yaksh. Una de sus esposas gimió y tiró de las sábanas.

Entonces, lo volvió a oír. Un golpecito contra la entrada oculta.

—¿Ogatha? —susurró con voz ronca.

Uno de sus hijos menores se había marchado con toda tranquilidad la tarde anterior, pero no había regresado. Habían dado por hecho que el chico había sido sorprendido por la lluvia, que volvería cuando cesara. Ogatha lo había hecho anteriormente. En cualquier caso, Yursalka estaba asustado.

Siempre por ahí, ese chico.

—¿Oggie?

Nada.

Otro golpecito.

Más curioso que alarmado, sacó las piernas de debajo de las sábanas y se arrastró desnudo hasta su sable. Estaba seguro de que se trataba de Oggie jugando, pero eran tiempos difíciles para los utemot. Uno nunca sabía.

Vio el parpadeo de un rayo a través de una juntura del techo cónico. Por un instante, el agua que goteaba le pareció azogue. El trueno subsiguiente le dejó los oídos zumbando.

Después otro golpecito. Se puso tenso. Con cuidado, avanzó entre sus esposas y sus hijos y se detuvo ante la entrada del yaksh. El niño era travieso, razón por la cual Yursalka lo adoraba tanto, pero tirar piedras contra el yaksh de su padre en mitad de la noche… ¿Era eso una travesura?

¿O malicia?

Cerró la mano alrededor de la empuñadura de la espada. Tembló. Fuera, caía una gélida lluvia otoñal. Más rayos silenciosos, seguidos de truenos que martilleaban el aire.

Desató la portezuela; después, lentamente, la apartó a un lado con el sable. No veía nada. El sonido pastoso de la lluvia en el fango y los charcos lo inundaba todo. El rugido le recordó a Kiyuth.

Se agachó bajo la cortina de lluvia, apretando los dientes para que no le castañetearan. Los dedos de sus pies se cerraron sobre una de las piedras que había entre el fango. Se arrodilló, la cogió, pero apenas veía nada. Se dio cuenta de que no era una piedra, sino un trozo de cecina, quizá incluso un pedazo de espárrago silvestre.

De nuevo, el parpadeo de un rayo.

Por un instante, lo único que pudo hacer fue protegerse de la luz. Lo comprendió con el temblor del trueno.

Un trozo del dedo de un niño… Lo que tenía en la mano era el dedo de un niño.

«¿Oggie?»

Maldiciendo, tiró el dedo y escudriñó frenéticamente la oscuridad que lo rodeaba. Ira, pena y terror fueron superados por la incredulidad.

«Esto no está sucediendo.»

Una blancura incandescente partió el cielo, y por un instante, vio todo el mundo: el horizonte desolado, la extensión de los pastos distantes, los yaksh circundantes de sus parientes, y la larga figura detenida a no más de diez metros de distancia, observando…

—Asesino —dijo Yursalka como aturdido—. ¡Asesino!

Oyó pasos chapoteando sobre el barro.

—Encontré a tu hijo caminando por la estepa —dijo la odiada voz—, así que te lo he traído.

Algo, una col, le impactó en el pecho. Un miedo desacostumbrado se apoderó de él.

—E–Estás vivo —farfulló—. Estoy t–tan aliviado. ¡Todos estamos m–muy aliviados!

Más rayos, y Yursalka le vio, como un inmenso espectro, tan salvaje y elemental como el trueno y la lluvia.

—Algunas cosas rotas —dijo la voz crispada desde la oscuridad— nunca pueden arreglarse.

Yursalka aulló y salió corriendo hacia adelante, a la vez que blandía el sable dibujando un gran arco. Pero unas extremidades de hierro le cogieron en la oscuridad. Algo explotó en su cara. La espada se deslizó de sus dedos insensibles. Una mano lo estranguló, y golpeó un antebrazo hecho de piedra. Sintió que los dedos de sus pies hacían surcos en el barro. Tuvo arcadas. Notó algo afilado formando un arco en su ingle. Sintió una corriente húmeda en la entrepierna, la extraña sensación de que le estaban vaciando.

Resbaló, se golpeó contra el fango y se retorció sobre sus entrañas.

«Estoy muerto.»

Un breve revoloteo de luz blanca, y Yursalka le vio acuclillándose junto a él; vio unos ojos perturbados y una sonrisa famélica. Después, todo se tornó negro.

—¿Quién soy? —preguntó la oscuridad.

—Cna…, Cnaiur —dijo entre jadeos—. Hombre–asesino… El m–más violento de los hombres…

Recibió una bofetada con la mano abierta, como si fuera un esclavo.

—No. Soy tu final. Ante tus ojos, pasaré a tu descendencia por el cuchillo. Descuartizaré tu cadáver y se lo daré de comer a los perros. Tus huesos los reduciré a polvo y los lanzaré al viento. Liquidaré a los que digan tu nombre o el nombre de tus padres, hasta que Yursalka se convierta en una palabra tan carente de sentido como el balbuceo de un bebé. ¡Te haré desaparecer, borraré todo rastro de ti! El camino de tu vida ha llegado hasta mí y no sigue más adelante. ¡Soy tu final, tu completa desaparición!

Entonces, una luz de antorcha y una conmoción inundaron la oscuridad. ¡Habían oído sus gritos! Vio pies descalzos y calzados pisar el barro, oyó a hombres maldecir y gruñir. Observó cómo su hermano menor daba vueltas con el pecho descubierto sobre el fango; vio a su último primo vivo caer de rodillas, y después dar tumbos como un borracho en un charco.

—¡Soy tu caudillo! —bramó Cnaiur—. ¡Desafíame o sé testigo de mi justicia! ¡De todos modos, se hará justicia!

Sorprendentemente insensible, Yursalka giró la cabeza sobre el barro y vio a más y más utemot reuniéndose a su alrededor. Las antorchas chisporroteaban y siseaban bajo la lluvia, y su luz naranja se teñía de blanco por las ocasionales ráfagas de rayos. Vio a una de sus esposas, envuelta solamente por la piel de oso que su padre le había regalado, observando, horrorizada, el lugar en el que yacía. Caminó dando tumbos hacia él, con el rostro ausente. Cnaiur la golpeó con la fuerza con que se golpea a un hombre. Se le deslizó la piel y cayó inerte y desnuda a los pies de su caudillo. Parecía tan fría.

—¡Este hombre —rugió Cnaiur— ha traicionado a sus parientes en el campo de batalla!

—¡Para liberarnos! —consiguió gritar Yursalka—. ¡Para liberar a los utemot de tu yugo, de tu depravación!

—¡Habéis oído su confesión! ¡Su vida y la vida de todas sus pertenencias quedan confiscadas!

—No… —Yursalka tosió, pero la insensibilidad le estaba reclamando.

¿Qué había de justicia en eso? Había traicionado a su caudillo, sí, pero por honor. Cnaiur había traicionado a su caudillo, su padre, ¡por el amor de otro hombre! ¡Por un extranjero que podía decir palabras mortales! ¿Dónde estaba la justicia en eso?

Cnaiur extendió los brazos como si fuera a forcejear con el cielo tormentoso.

—Soy Cnaiur urs Skiotha, el–que–destroza–caballos–y–hombres, caudillo de los utemot, ¡y he regresado de entre los muertos! ¿Quién osa disputarme mi juicio?

La lluvia siguió cayendo. Con la salvedad de algunas miradas de terror y sobrecogimiento, nadie osaba enfrentarse a aquel hombre loco. Entonces, una mujer, la mestiza norsirai que Cnaiur había tomado por esposa, irrumpió de entre el resto y se arrojó a sus brazos, llorando descontroladamente. Le golpeó con poca fuerza el pecho, gimiendo algo incomprensible. Por un momento, Cnaiur la abrazó con fuerza, después la apartó.

—Soy yo, Anissi —dijo él con una ternura avergonzada—. Estoy entero.

Entonces, se apartó de ella para mirar a Yursalka, un demonio a la luz de las antorchas, una aparición iluminada por el rayo.

Las esposas y los hijos de Yursalka se habían reunido a su alrededor, llorando. Yursalka sintió blandos muslos bajo su cabeza y el revoloteo de cálidas manos sobre la cara y el pecho. Pero sólo podía mirar la figura voraz de su caudillo. Observó cómo cogía a su hija más joven por el pelo y sofocaba su grito con el hierro afilado. Durante un espeluznante momento, se quedó prendida en su hoja, y Cnaiur la agitó como una muñeca ensartada. Las esposas de Yursalka gritaban y se encogían de miedo. Alzándose sobre ellas, el caudillo de los utemot agitó su espada una y otra vez, hasta que todas dieron tumbos y se estremecieron en el barro. Sólo quedaba Omiri, la hija coja de Xunnurit, con la que Yursalka se había casado la primavera anterior, que lloraba y se agarraba a su marido. Cnaiur la cogió con la mano que tenía libre y la levantó por la nuca. Su boca se movía como la de un pez para formar un grito silencioso.

—¿Es éste el coño malnacido de Xunnurit? —gruñó.

—Sí —dijo Yursalka entre jadeos.

Cnaiur la arrojó como un trapo al fango.

—Vive para ver nuestra diversión. Después, sufrirá los pecados de su padre.

Rodeado de sus familiares muertos o moribundos, Yursalka observó cómo Cnaiur se enrollaba sus intestinos, como si fueran una cuerda, alrededor del brazo cubierto de cicatrices. Vislumbró los ojos insensibles de los miembros de su tribu, sabedor de que no harían nada.

No porque temieran a su demente caudillo, sino porque era como tenía que ser.

Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Momemn

Desde la declaración de la Guerra Santa un año y medio antes, incalculables miles de hombres se habían reunido alrededor de las murallas de Momemn. Entre los bien situados en el interior de los Mil Templos, había rumores de la consternación del Shriah, que según se decía, no había previsto una respuesta tan abrumadora a su llamamiento. En particular, no había pensado que tantos hombres y mujeres de las castas inferiores hicieran suya la causa del Colmillo. Eran habituales los rumores de hombres libres que vendían a sus mujeres como esclavas para comprar un pasaje a Momemn. Se comentaba que un cortador viudo de la ciudad de Meigeiri había llegado a ahogar a sus dos hijos para no venderlos a los traficantes de esclavos. Cuando lo arrastraron ante el magistrado eclesiástico local, supuestamente afirmó que los había «mandado por adelantado» a Shimeh.

Historias semejantes empañaban todos los informes enviados a Sumna, tanto que se convirtieron más en un motivo de asco que de alarma en el aparato del Shriah. Lo que les inquietaba eran las anécdotas, infrecuentes al principio, de atrocidades cometidas por o contra los Hombres del Colmillo. Junto a la costa de Conriya, una pequeña borrasca había matado a más de novecientos peregrinos de las castas inferiores, a los que se habían prometido pasajes en barcos no aptos para la navegación. Al norte, una cohorte de filibusteros galeoth que hacían ostentación del Colmillo había destruido no menos de diecisiete aldeas a lo largo de su marcha hacia el sur. No dejaron ningún testigo, y sólo fueron descubiertos cuando trataron de vender los efectos personales de Arnyalsa, un afamado sacerdote misionero, en un mercado de Sumna. Siguiendo órdenes de Maithanet, un grupo de Caballeros Shriah había rodeado el campamento y los había matado a todos.

También estaba la historia de Nrezza Basirullas, el Rey de Cironj y quizá el hombre más rico de los Tres Mares. Cuando varios miles de tydonnios que habían contratado sus barcos no le pagaron lo acordado, los mandó a la isla de Pharixas, un viejo bastión pirata del Rey Rauschang de Thunyerus, y les exigió que tomaran por asalto la isla a modo de pago. Y así lo hicieron, y con desenfreno. Murieron miles de inocentes, inocentes inrithi.

Se decía que Maithanet había llorado al recibir esas noticias. Inmediatamente puso la Casa Nrezza bajo la censura Shriah, que anulaba todas las obligaciones, comerciales y de otra naturaleza, con Barisullas, sus hijos y sus representantes. La censura fue rápidamente revocada, con todo, cuando quedó claro que sin los barcos cironji la Guerra Santa tardaría muchos meses más en organizarse. Antes de que se pusiera punto final al fiasco, Barisullas incluso obtuvo reparaciones en forma de concesiones comerciales Shriah por parte de los Mil Templos. Se rumoreaba que el Emperador de Nansur mandó sus felicitaciones personales al astuto Rey cironji.

Pero ninguno de esos incidentes ocasionó nada parecido al revuelo provocado por la marcha de lo que acabó siendo llamado la Guerra Santa Vulgar. Cuando la noticia de que los primeros Grandes Nombres en llegar habían capitulado ante Ikurei Xerius III y habían firmado el Solemne Contrato fue conocida en Sumna, se produjo una gran preocupación por la posibilidad de que sucediera algo que hubiera que lamentar. Pero sin la ayuda de los hechiceros, las súplicas de Maithanet —que ensalzaban las virtudes de la paciencia y aludían funestamente a las consecuencias de un desafío— no llegaron a Momemn hasta días después de la partida de Calmemunis, Tharschilka, Kumrezzer y la inmensa multitud que los seguía.

Maithanet estaba molesto. En los puertos de todos los Tres Mares, los grandes contingentes patrocinados por el Estado estaban finalmente preparándose para embarcar. Gothyelk, el Conde de Agansanor, ya había zarpado con cientos de siervos tydonnios y sus cortes, más de cincuenta mil hombres entrenados y disciplinados. La formación de la Guerra Santa, según calculaban los consejeros del Shriah, estaría lista en el plazo de unos pocos meses. En total, los Hombres del Colmillo tenían que ser más de trescientos mil, suficientes para asegurarse la completa destrucción de los infieles. La prematura marcha de los que ya se habían reunido allí supuso un desastre sin paliativos, aunque la mayor parte de ellos fueran chusma.

Se despacharon mensajes frenéticamente, implorando a los señores que esperaran a los demás, pero Calmemunis, en particular, era un hombre testarudo. Cuando Gotian, el Gran Maestro de los Caballeros Shriah, le interceptó con el llamamiento de Maithanet, el Palatino de Kanampurea, al parecer, dijo: «Es muy triste ver que el propio Shriah duda».

La confusión y la tragedia, en lugar de la fanfarria, habían caracterizado la partida de la Guerra Santa Vulgar de Momemn. Como sólo una minoría de los allí reunidos estaban relacionados con alguno de los Grandes Nombres, las huestes no tenían un líder claro; en realidad, carecían de toda organización. En consecuencia, se produjeron varios disturbios cuando la soldadesca nansur empezó a distribuir los suministros, y entre cuatrocientos y quinientos de los fieles fueron asesinados.

Calmemunis, dicho sea en su honor, actuó rápidamente, y con la ayuda de los galeoth de Tharschilka, sus conriyanos pudieron imponer orden a las masas. Las provisiones del Emperador fueron distribuidas con un mínimo de justicia. Las disputas que pervivieron se arreglaron mediante la espada, y la Guerra Santa Vulgar estuvo lista para marchar.

Los ciudadanos de Momemn llenaron las murallas de la ciudad para ver la partida de los Hombres del Colmillo. Muchos abuchearon a los peregrinos, que hacía mucho tiempo que se habían ganado el desprecio de sus anfitriones. La mayoría, sin embargo, permaneció en silencio, observando cómo los infinitos campos de humanidad marchaban penosamente hacia el horizonte meridional. Vieron innumerables carros atestados con posesiones; las mujeres y los niños caminando con la mirada apagada a través del polvo; los perros haciendo cabriolas alrededor de innumerables pies, e infinitos miles de pobres hombres de las castas inferiores, con el rostro endurecido, pero llevando sólo martillos, piquetas o azadas. El propio Emperador observó el espectáculo desde las cumbres lacadas de las puertas del flanco sur. Según se rumoreaba, se le oyó decir que la visión de tantos ermitaños, pedigüeños y prostitutas le dio ganas de vomitar, pero que ya le había dado a la vulgar plebe su cena.

A pesar de que las huestes no podían recorrer más de diez millas al día, los Grandes Nombres estaban, por lo general, satisfechos de su avance. A juzgar por las cifras, la Guerra Santa Vulgar creó el caos a lo largo de la costa. Esclavos rurales veían a hombres extraños desfilando a través de los campos, un puñado de hombres inofensivos que pronto serían seguidos por miles. Cultivos enteros fueron pisoteados; huertos y arboledas arrasados. Pero con la comida del Emperador en el estómago, los Hombres del Colmillo fueron todo lo disciplinados que cabía esperar. Los incidentes de violaciones y robos fueron tan infrecuentes que los Grandes Nombres pudieron impartir justicia, y lo que es más importante, pudieron seguir simulando que lideraban un ejército.

Cuando cruzaron la frontera y se adentraron en la provincia de Anserca, sin embargo, los peregrinos se habían convertido plenamente en bandidos. Compañías de fanáticos recorrieron el campo ansercano; en gran medida, limitaron sus estragos a las cosechas y el ganado, pero a veces recurrieron a los saqueos y las matanzas. La ciudad de Nabathra, famosa por sus mercados de lana, fue saqueada. Cuando unidades nansur bajo el mando del general Martemus, que había recibido la orden de seguir de cerca a la Guerra Santa Vulgar, trataron de contener a los Hombres del Colmillo, estallaron muchos campos de batalla. Al principio pareció que el general, pese a que sólo tenía dos columnas a su disposición, podría controlar la situación. Pero el peso de las cifras y la ferocidad de los galeoth de Tharschilka le obligaron a retirarse al norte y, en última instancia, a guarecerse tras las murallas de Gielgath.

Calmemunis hizo pública una declaración en la que culpaba al Emperador; aseguraba que Xerius III había emitido un edicto mediante el que negaba provisiones a los Hombres del Colmillo, en directa contradicción con sus anteriores promesas. En realidad, sin embargo, los edictos habían sido emitidos por Maithanet, que había esperado que su acción detuviera la marcha de las huestes hacia el sur y le diera el tiempo suficiente para convencerlas de que regresaran a Momemn.

Con los Hombres del Colmillo ralentizados por la necesidad de forraje, Maithanet lanzó más edictos: uno rescindía la remisión Shriah anteriormente extendida a todos los que se habían unido a la causa del Colmillo; otro, castigaba a Calmemunis, Tharschilka y Kumrezzer con la censura Shriah; y un tercero amenazaba a todos los que seguían a esos Grandes Nombres con lo mismo. Estas noticias, sumadas a la reacción contra el derramamiento de sangre de los días anteriores, detuvieron la Guerra Santa Vulgar.

Durante un tiempo, hasta Tharschilka flaqueó en su intento, y pareció cierto que el grueso de la Guerra Santa Vulgar regresaría a Momemn. Pero entonces Calmemunis recibió la noticia de que un convoy de provisiones imperiales, al parecer con destino a la fortaleza fronteriza de Asgilioch, había caído milagrosamente en manos de su pueblo. Convencido de que era una señal de Dios, reunió a los señores y a los líderes espontáneos de la Guerra Santa Vulgar y les dirigió palabras incendiarias. Les pidió que se detuvieran y que juzgaran por sí mismos la rectitud de su empeño. Les recordó que el Shriah era un hombre, y que como todos los hombres cometía errores de juicio de vez en cuando.

—El ardor ha desaparecido del corazón de nuestro bendito Shriah —dijo—. Ha olvidado la sagrada gloria de lo que estamos haciendo. ¡Pero tened en cuenta, hermanos, que cuando asaltemos las puertas de Shimeh, cuando entreguemos la cabeza del Padirajah en un saco, él se acordará de ella! ¡Nos halagará por haber mantenido nuestra resolución cuando su corazón dudó!

Pese a que varios miles desertaron y, en última instancia, regresaron a la capital imperial, la mayor parte de la Guerra Santa Vulgar siguió adelante, entonces del todo inmune a las exhortaciones del Shriah. Grupos de forajidos se dispersaron por la provincia, mientras que el cuerpo principal siguió hacia el sur, fragmentándose todavía más. Las casas de campo de las castas nobles fueron saqueadas. Numerosas aldeas fueron pasadas a fuego; los hombres masacrados, las mujeres violadas. Las ciudades amuralladas que se negaban a abrir sus puertas fueron asaltadas.

Finalmente, los Hombres del Colmillo se encontraron al pie de las montañas Uñaras, que durante mucho tiempo habían sido el baluarte de las ciudades de la llanura Kyranae. De algún modo, lograron recuperarse y reorganizarse al pie de las murallas de Asgilioch, la antigua fortaleza kyraneana que los nansur llamaban Los Rompedores por haber detenido tres invasiones fanim anteriores.

Durante dos días, las puertas de la fortaleza permanecieron cerradas ante ellos. Entonces, Prophilas, el comandante de la guarnición imperial, cursó una invitación a cenar a los Grandes Nombres y otros nobles. Calmemunis exigió rehenes, y cuando los recibió, aceptó la invitación. Con Tharschilka, Kumrezzer y varios miembros de la pequeña nobleza, entró a Asgilioch y fue hecho prisionero inmediatamente. Prophilas hizo pública una orden del Shriah y les informó respetuosamente de que serían retenidos de forma indefinida a menos que ordenaran a la Guerra Santa Vulgar que se disolviera y regresara a Momemn. Como se negaron, trató de razonar con ellos, y les aseguró que no tenían ninguna esperanza de imponerse a los kianene, que eran tan astutos y despiadados como los scylvendios en el campo de batalla.

—Aunque dirigierais un verdadero ejército —les dijo—, no apostaría por vosotros. Al parecer, lideráis una migración de mujeres, niños y esclavos. Os lo ruego, ¡ceded!

Calmemunis, sin embargo, respondió con carcajadas. Reconoció que, músculo por músculo, arma por arma, no era probable que la Guerra Santa Vulgar pudiera enfrentarse en igualdad de condiciones con el ejército del Padirajah. Pero afirmó que eso no tenía la menor importancia, porque el Último Profeta había mostrado que la fragilidad, cuando estaba investida de razón, era invencible.

—Hemos dejado Sumna y el Shriah atrás —dijo—. A cada paso que damos estamos más cerca de la sagrada Shimeh. ¡A cada paso que damos estamos más cerca del paraíso! Procede con cautela, Prophilas, pues Inri Sejenus dice: «¡Desgracia para aquél que obstruya el Camino!».

Prophilas liberó a Calmemunis y los demás Grandes Nombres antes de la puesta de sol.

Al día siguiente, miles y miles de personas se congregaron en el valle que había al pie de las torres de Asgilioch. Una suave lluvia cayó sobre ellos. Se encendieron cientos de hogueras para el sacrificio; los cadáveres de las víctimas fueron apilados en altos montones. Los acólitos cubrieron con barro los cuerpos desnudos y aullaron sus incomprensibles cánticos. Las mujeres cantaron dulces himnos mientras sus maridos afilaban las armas —piquetas, guadañas, viejas espadas y mazos— que habían reunido. Los niños perseguían a los perros entre la muchedumbre. Muchos de los guerreros que había entre ellos —conriyanos, galeoth y aiononios que habían marchado con los Grandes Nombres— los miraban con consternación, como a una banda de leprosos que escalaban los pasos de montaña tratando de ser los primeros en poner los pies en tierra de infieles. Las montañas Uñaras no eran imponentes; eran más una mezcla de escarpaduras y llanuras de piedra desnuda que una verdadera cordillera. Pero tras ellas, los tambores llamaban a hombres oscuros con ojos de leopardo a rendir culto a Fane. Tras ellas, los inrithi eran destripados y colgados de los árboles. Para los creyentes, las Uñaras eran el final de la tierra.

Dejó de llover. Rayos de luz solar atravesaron las nubes. Cantando himnos, con lágrimas de alegría en los ojos, los primeros Hombres del Colmillo empezaron a ascender por las montañas. La sagrada Shimeh, según creían, debía de estar al otro lado del horizonte. Siempre justo al otro lado.

Cuando las noticias de que la Guerra Santa Vulgar se había adentrado en tierra de infieles llegaron a Sumna, Maithanet despidió a su corte y se retiró a sus aposentos. Sus sirvientes impidieron el paso a todos los que quisieron acercarse a él y les informaron de que el santo Shriah estaba rezando y ayunando, y que así lo haría hasta que conociera el destino de la primera y díscola mitad de la Guerra Santa.

Skeaos hizo la mayor reverencia que el jnan permitía.

—El Emperador me ha pedido que te muestre el camino a la Cámara Privada, Exalto–General. El ainonio ha llegado —dijo.

Conphas levantó la mirada de su escritura y dejó su pluma en el cuerno de tinta.

—¿Ya? Dijeron que sería mañana.

—Un viejo truco, señor. Los Chapiteles Escarlatas también recurren a los viejos trucos.

Los Chapiteles Escarlatas. Conphas a punto había estado de soltar un silbido al pensar en ello. La más poderosa Escuela de los Tres Mares, que se disponía a hacer suya la Guerra Santa… Conphas siempre había tenido el aprecio de un experto por las grandes incoherencias de la vida. Absurdidades como ésa eran un manjar para él.

La mañana anterior había anunciado la presencia de cientos de galeras y buques de guerra amarrados en la desembocadura del río Phayus. Los Chapiteles Escarlatas, la corte del Rey–Regente y más de una docena de Palatinos–Gobernadores, así como legiones de soldados de infantería de las castas inferiores, habían estado desembarcando desde entonces. Al parecer, todo el Alto Ainon había acudido a unirse a la Guerra Santa.

El Emperador estaba exultante. Desde la partida de la Guerra Santa Vulgar, hacía semanas, habían llegado más de diez mil soldados thunyerios, bajo el Príncipe Skaiyelt, el hijo del infame Rey Rauschang, y al menos cuatro veces esa cantidad de tydonnios bajo Gothyelk, el belicoso Conde de Agansanor. Por desgracia, ambos hombres se habían mostrado inmunes a los encantos de su tío, violentamente inmunes. Cuando se le presentó el Solemne Contrato, el Príncipe Skaiyelt escrutó la corte imperial con sus desconcertantes ojos azules y, después, sin mediar palabra, se marchó de palacio. El viejo Gothyelk le había dado una patada al atril y había llamado a su tío, o bien «infiel castrado», o bien «maricón degenerado», dependiendo del traductor al que se le preguntara. La arrogancia de los bárbaros, especialmente de los bárbaros norsirai, era insondable.

Pero su tío tenía más esperanzas puestas en los ainonios. Eran ketyai, como los nansur, y como los nansur eran un pueblo antiguo y comercial. Los ainonios eran civilizados pese a su arcaica devoción por las barbas.

Conphas escudriñó a Skeaos.

—¿Crees que lo han hecho a propósito? ¿Para cogernos con el pie cambiado?

Agitó el pergamino al aire para que se secara y se lo dio para que fuera enviado. Eran órdenes a Martemus de que retomara las patrullas al sur de Momemn.

—Es lo que yo haría —respondió con franqueza Skeaos—. Si uno va acaparando pequeñas ventajas…

Conphas asintió. El Primer Consejero había parafraseado un famoso pasaje de El comercio de las almas, el clásico tratado de filosofía política de Ajencis. Por un instante, a Conphas le pareció extraño que Skeaos y él tuvieran que despreciarse tanto. En ausencia de su tío, compartían una peculiar comprensión de las cosas, como si, al igual que los hijos competitivos de padres abusivos, pudieran de vez en cuando dejar de lado su rivalidad y reconocer su análoga suerte en una distendida charla.

Se puso en pie y bajó la mirada al arrugado anciano.

—Tú primero, viejo padre.

Ignorando los buenos modales del prestigio burocrático, Conphas se había instalado junto a su comandamiento en el piso inferior de las Cumbres Andiamine, que dominaba el foro y el Campus Scuari. La caminata hasta la Cámara Privada, que estaba en la cima, era larga, y se preguntó ociosamente si el viejo Primer Consejero estaba preparado para hacerla. A lo largo de los años, más de un miembro del Aparato Imperial había muerto del «apretón», como lo llamaban los habitantes de palacio. Según su abuela, en el pasado habían utilizado la ascensión para deshacerse de funcionarios viejos y bravucones, dándoles mensajes supuestamente demasiado importantes para confiárselos a esclavos y ordenándoles después su inmediato regreso. Las Cumbres Andiamine no eran amigas de los corazones débiles, ni en el sentido literal ni en el figurado.

Llevado más por la curiosidad que la malicia, Conphas obligó al anciano a seguir un paso ligero. Nunca había visto a nadie morir del apretón. Sorprendentemente, Skeaos no se quejó y, aparte de agitar los brazos como un viejo mono, no mostró ninguna señal de fatiga. Respirando sin dificultades, empezó a informar a Conphas de los detalles del tratado establecido entre los Chapiteles Escarlatas y los Mil Templos, al menos de los que ellos conocían. Cuando resultó evidente que Skeaos no sólo tenía la apariencia, sino también la resistencia de un viejo mono, Conphas se aburrió.

Después de ascender por diversas escaleras, pasaron por los Jardines Hapetine. Como siempre, Conphas miró de soslayo el lugar en el que Ikurei Anphairas, su tatarabuelo, había sido asesinado más de cien años antes. Las Cumbres Andiamine estaban llenas de cientos de grutas como aquélla, lugares en los que los potentados mucho tiempo atrás fallecidos habían cometido o sufrido una u otra afrenta. Conphas sabía que su tío hacía lo posible por evitar esos lugares a menos que estuviera muy borracho. Para Xerius, aquel sitio apestaba al recuerdo de los emperadores muertos.

Pero para Conphas, las Cumbres Andiamine eran más un escenario que un mausoleo. Incluso entonces, coros ocultos llenaban las galerías de himnos. En ocasiones, nubes de fragante incienso encapotaban los pasillos y rodeaban con un halo los faroles, de modo que parecía que uno no ascendía a la cima de una colina, sino a las verdaderas puertas del cielo. Conphas sabía que si hubiera sido un visitante y no un residente, esclavas con el pecho descubierto le habrían servido embriagadores vinos con narcóticos nilnameshi, y eunucos de inmensas barrigas le habrían regalado aceites olorosos y armas ceremoniales. Todo habría estado calculado para acaparar pequeñas ventajas, como había dicho Skeaos; para distraer, agradar e intimidar.

Todavía con aliento, Skeaos siguió repitiendo como un loro un infinito reguero, al parecer, de hechos y advertencias. Conphas le escuchaba con escaso interés, esperando que el viejo idiota le dijera algo que no supiera. Entonces, el Primer Consejero pasó al tema de Eleazaras, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas.

—Nuestros agentes en Carythusal dicen que su extraordinaria reputación a duras penas le hace justicia. Era poco más que un subdiácono cuando su maestro, Sasheoka, murió por causas desconocidas hace unos diez años. En sólo dos, era el Gran Maestro de la mayor Escuela de los Tres Mares. Eso ilustra su intimidante inteligencia y habilidad. Debes…

—Y ambición —le interrumpió Conphas—. Ningún hombre consigue tanto en tan poco tiempo sin ambición.

—Suponía que lo sabrías.

Conphas soltó una risotada.

—¡Ése es el Skeaos que conozco y quiero! Hosco. Henchido de un orgullo ilícito. Me tenías preocupado, viejo.

El Primer Consejero continuó como si no hubiera dicho nada.

—Debes tener una gran precaución cuando hables con él. En un principio, tu tío pensó en excluirte de esta reunión, pero Eleazaras requirió personalmente tu presencia.

—¿Mi tío qué? —Incluso cuando se aburría, Conphas tenía buen oído para los desaires.

—Excluirte. Temía que el Gran Maestro explotara tu inexperiencia en estos asuntos…

—¿Excluirme? ¿A mí? —Conphas miró con recelo al anciano, reacio por alguna razón a creerle. ¿Estaba tramando algo? ¿Alentaba el fuego del resentimiento?

Quizá se trataba de otra de las pruebas de su tío…

—Pero como decía —prosiguió Skeaos— todo ha cambiado, y ésa es la razón por la que te estoy explicando esto.

—Ya veo —respondió Conphas, escéptico. ¿Qué pretendía aquel viejo idiota?—. Dime, Skeaos: ¿para qué se celebra esta reunión?

—¿Para qué? Me temo que no te entiendo, Exalto–General.

—Qué fin tiene. Qué objetivo. ¿Qué quiere lograr mi tío de Eleazaras y los ainonios?

Skeaos frunció el entrecejo, como si la respuesta fuera tan obvia que la pregunta tuviera que ser necesariamente el preludio de una broma.

—El objetivo es conseguir el apoyo ainonio al Solemne Contrato.

—¿Y si Eleázaras se revela tan intratable como, pongamos, el Conde de Agansanor? Entonces, ¿qué?

—Con el debido respeto, Exalto–General, dudo sinceramente…

—Si es así, Skeaos, entonces, ¿qué?

Conphas había sido oficial de campo desde los quince años. Si se lo proponía, podía hacer que los hombres dieran un respingo con sólo cambiar al tono de su voz.

El viejo Primer Consejero se aclaró la garganta. Conphas sabía que Skeaos tenía un exceso de valentía administrativa, pero no tenía el menor coraje cuando se trataba de un enfrentamiento cara a cara.

Eso explicaba por qué su tío le quería tanto.

—¿Si Eleázaras rechaza el Solemne Contrato? —repitió el anciano—. Entonces, el Emperador le denegará las provisiones, como a los demás.

—¿Y si el Shriah le pide a mi tío que se las suministre?

—Por ese entonces, la Guerra Santa Vulgar habrá sido destruida, o al menos eso… creemos. La preocupación principal de Maithanet será el liderazgo; no, las provisiones.

—¿Y quién será ese líder?

Conphas escupía cada pregunta antes de que Skeaos acabara sus respuestas, como habría hecho un interrogador. El viejo empezaba a parecer nervioso.

—T–tú. El L–león de Kiyuth.

—¿Y cuál será mi precio?

—E–el S–solemne Contrato, la p–promesa firmada de que todas las viejas provincias serán retornadas.

—Así que yo soy el eje de los planes de mi tío, ¿no es así?

—S–sí, Exalto–General.

—Así pues, dime, querido Skeaos, ¿por qué iba mi tío a pensar en excluirme, ¡a mí!, de estas negociaciones con los Chapiteles Escarlatas?

El paso del Primer Consejero se ralentizó. Miró las recargadas volutas bordadas en las alfombras que estaban pisando. En lugar de hablar, se retorció las manos.

Conphas sonrió con voracidad.

—Acabas de mentirme, ¿no es así, Skeaos? La cuestión de si yo debía asistir o no a esta reunión con Eleázaras nunca surgió, ¿verdad?

Como el hombre no respondió, Conphas le cogió por los hombros y le miró fijamente.

—¿Es necesario que se lo pregunte a mi tío?

Skeaos le miró a los ojos un instante y después bajó la mirada.

—No —dijo—, no es necesario.

Conphas le soltó. Con las palmas sudadas, alisó la pechera arrugada de la túnica de seda del anciano.

—¿A qué estás jugando, Skeaos? ¿Creías que hiriendo mi vanidad lograrías que actuara en contra de mi tío? ¿De mi Emperador? ¿Estas tratando de incitarme a la sedición?

El hombre tenía una expresión de pánico en el rostro.

—No. ¡No! Soy un viejo idiota, lo sé, pero mis días en esta tierra están contados. Celebro la vida que los Dioses me han dado. Celebro los dulces frutos que he comido, los grandes hombres que he conocido. Incluso, y sé que te parecerá difícil de creer, ¡estoy exultante por haber vivido lo suficiente para ver cómo tú lograbas la gloria! Pero este plan de tu tío, de llevar una Guerra Santa a la destrucción. ¡Una Guerra Santa! Temo por mi alma, Ikurei Conphas. ¡Mi alma!

Conphas estaba estupefacto, tanto que se olvidó completamente de su ira. Daba por hecho que las insinuaciones de Skeaos eran otra más de las pruebas de su tío y respondió en consecuencia. La posibilidad de que aquel idiota actuara por su cuenta y riesgo nunca se le pasó por la cabeza. Durante muchos años Skeaos y su tío habían sido distintas encarnaciones de una misma voluntad.

—Por los Dioses, Skeaos… ¿También a ti te ha atrapado Maithanet?

El Primer Consejero negó con la cabeza.

—No, no tengo el menor interés en Maithanet, ni en Shimeh, por otro lado… Eres joven; no comprenderías mis motivos. Los jóvenes nunca pueden ver la vida tal como es: el filo de un cuchillo, tan delgada como los respiraciones por las que se mide. Lo que le da profundidad no es la memoria. Tengo recuerdos suficientes para diez hombres, y a pesar de ello mis días son tan estrechos y sombríos como el lino manchado de grasa que los pobres cuelgan de sus ventanas. No, lo que le da profundidad a la vida es el futuro. Sin un futuro, sin el horizonte de una promesa o una amenaza, nuestras vidas no tienen sentido. Sólo el futuro es real, Conphas, y a menos que corrija algunas cosas ante los Dioses, no tengo ninguno.

Conphas resopló.

—Pero yo te entiendo perfectamente, Skeaos. Has hablado como un verdadero Ikurei. ¿Cómo lo dice el poeta Girgalla? «Todo el amor empieza por la propia piel», o la propia alma, como en este caso. Pero siempre me ha parecido que ambas cosas son intercambiables.

—¿Lo entiendes, pues? ¿Puedes comprenderlo?

Lo entendía, y mejor de lo que Skeaos creía. Su abuela. Skeaos conspiraba junto a su abuela. Hasta podía oír su voz: «Debes acosarlos a los dos, Skeaos. Poner a uno contra el otro. La fascinación de Conphas por la locura de mi hijo se desvanecerá pronto. Sólo espera y verás. Vendrá corriendo a nosotros, ¡y juntos obligaremos a Xerius a abandonar su loco plan!».

Se preguntó si la vieja zorra había tenido a Skeaos como amante. «Probablemente», pensó, e hizo una mueca de desagrado ante aquella imagen. «Como una pasa follándose a una rama.»

—Tú y mi abuela —dijo— esperáis salvar la Guerra Santa de mi tío. Una tarea encomiable, con la salvedad de que es rayana en la traición. En el caso de mi abuela lo entiendo, porque lo tiene cautivado, pero ¿tú, Skeaos? Sabes, como muy pocos, de lo que es capaz Ikurei Xerius III cuando sospecha. Ha sido un poco imprudente, ¿no crees?, tratar de enfrentarme con él de este modo.

—¡Pero él te escucha! Y lo que es más importante, ¡él te necesita!

—Quizá sí… Pero, de todos modos, es irrelevante. A tu anciano estómago puede parecerle que la comida está cruda, pero mi tío ha preparado un festín, Skeaos, y yo no tengo ninguna intención de discutírselo.

Por mucho que despreciara a su tío, Conphas tenía que reconocer que aprovisionar a Calmemunis y la chusma que le seguía era un movimiento tan brillante como cualquiera de los que él hubiera hecho en el campo de batalla. La Guerra Santa Vulgar sería aniquilada por los infieles, y con un solo golpe, el Imperio intimidaría al Shriah, quizá le obligaría a exigir al resto de Hombres del Colmillo que firmaran el Solemne Contrato imperial y demostraría a los fanim que la Casa Ikurei había negociado de buena fe. El contrato aseguraría la legalidad de cualquier acción militar que el Imperio ejerciera contra los Hombres del Colmillo para recuperar las provincias perdidas, y el trato con los infieles aseguraría que dichas acciones militares encontrarían poca resistencia en su debido momento.

¡Qué plan! Y no había sido trazado por Skeaos, sino por su tío. Si ese hecho irritaba a Conphas, más debía irritar al viejo Primer Consejero.

—No es el festín lo que disputamos —replicó Skeaos—, ¡es su precio! ¡Estoy seguro de que te das cuenta de ello!

Conphas escudriñó al Primer Consejero durante un largo rato. Había algo curiosamente patético en el modo como el hombre conspiraba junto a su abuela; como dos pedigüeños mirando desdeñosamente a los que son demasiado pobres para darles más que unas monedas.

—¿El Imperio? ¿Restaurado? —dijo con frialdad—. Me da la impresión de que tu alma es una baratija, Skeaos.

Skeaos abrió su boca sin dientes para contestar, pero después la cerró.

La Cámara Privada del Emperador era una habitación austera, circular, rodeada de columnas de mármol negro, con una galería adyacente para esas raras ocasiones, casi siempre de carácter ritual, en que las Casas de la Congregación eran invitadas a observar cómo el Emperador convertía, con su firma, los edictos en ley. Un pequeño grupo de ministros y esclavos revoloteaba en el centro de la habitación, apiñados alrededor de la cabecera de una mesa de caoba. Conphas vislumbró el reflejo de su tío flotando sobre la superficie bruñida de la mesa, como un cadáver en unas aguas salobres. No había ni rastro de Maestros Escarlatas.

El Exalto–General se entretuvo un rato cerca de la entrada, estudiando las placas de marfil fijadas en las paredes: representaciones de los grandes legisladores de la antigüedad y el Colmillo, desde el profeta Angeshrael hasta el filósofo Poripharus. Se preguntó absurdamente cuáles de sus parientes muertos habían utilizado el artesano para modelar sus caras.

El sonido de la llamada de su tío le sobresaltó.

—Ven. Sólo tenemos un momento, sobrino.

Los demás se habían retirado, y sólo Skeaos y Cememketri permanecían al lado de su tío. Conphas advirtió que las galerías circundantes estaban llenas de miembros de la Guardia Eótica y el Saik Imperial.

Conphas se sentó en el lugar que le indicó su tío.

—Tanto Skeaos como Cememketri están de acuerdo —estaba diciendo Xerius— en que Eleázaras es un hombre maliciosamente listo y peligroso. ¿Cómo lo atraparías, sobrino?

Su tío estaba tratando de parecer jocoso, lo que significaba que tenía miedo, como quizá también debería tenerlo él: nadie sabía todavía por qué los Chapiteles Escarlatas se habían dignado entrar en la Guerra Santa, y eso significaba que nadie conocía las intenciones de la Escuela. Para hombres como Skaiyelt y Gothyelk, el objetivo estaba claro: redención o conquista. Pero ¿para Eleázaras? ¿Quién podía decir cuáles eran los motivos de las Escuelas?

Conphas se encogió de hombros.

—Atraparlo es imposible. Para atrapar a un oponente se debe saber más que él, y en este momento nosotros no sabemos nada. No sabemos nada de su trato con Maithanet. Ni siquiera sabemos por qué ha hecho tal trato. ¡Y a asumir ese riesgo! Una Escuela uniéndose por propia voluntad a la Guerra Santa… ¡La Guerra Santa! Honestamente, tío, no estoy seguro de que conseguir su apoyo al Solemne Contrato deba ser una prioridad para nosotros en este instante.

—¿Qué estás proponiendo? ¿Que deberíamos simplemente tratar de arrancarle los detalles? Pago a mis espías una buena suma de oro a cambio de esas nimiedades, sobrino.

¿Nimiedades? Conphas trató de mantener la compostura. A pesar de que el corazón de su tío estaba demasiado prostituido como para albergar fe religiosa alguna, era tan celoso de su ignorancia como cualquier fanático. Si los hechos contradecían sus aspiraciones, los hechos no existían.

—Una vez me preguntaste cómo me impuse en Kiyuth, tío. ¿Recuerdas lo que te dije?

—¿Lo que me dijiste? —dijo el Emperador casi escupiendo—. Tú siempre estás «diciéndome» cosas, Conphas. ¿Cómo esperas que distinga una impertinencia de otra?

Ésa era quizá el arma menos peligrosa y más utilizada del arsenal de su tío: la amenaza de interpretar un consejo como una orden. La amenaza planeaba por encima de todas sus conversaciones: «¿Presumirías de dictarle órdenes al Emperador?».

Conphas siempre respondía a su tío con una sonrisa.

—A juzgar por lo que dice Skeaos —dijo de forma gentil— creo que simplemente deberíamos negociar de buena fe; de toda la buena fe que podamos, en cualquier caso. Sabemos demasiado poco para atraparle.

Dar un paso hacia el precipicio y después un paso en dirección contraria, simulando que nunca se ha dado ese paso: ésa siempre había sido la costumbre de su familia, al menos hasta las últimas bufonadas de su abuela.

—Eso es exactamente lo que yo pensaba —dijo Xerius. Al menos todavía recordaba las reglas.

Justo entonces, un chambelán anunció la inminente llegada de Eleázaras y su comitiva. Xerius le pidió a Skeaos que mantuviera su Chorae cerca de la mano, cosa que el viejo Consejero hizo bajo la mirada de disgusto de Cememketri. Se trataba de una pequeña tradición dinástica, adoptada desde hacía más de un siglo y observada siempre que los miembros de la familia imperial conferenciaban con hechiceros extranjeros.

Chepheramunni, Rey–Regente y jefe titular del Alto Ainon, fue anunciado en primer lugar, pero cuando el pequeño séquito ainonio entró en la sala, iba siguiendo a Eleazaras como un perro. La entrada del Gran Maestro fue rápida y, según pensó Conphas, anticlimática. Sus maneras eran más las de un banquero que las de un hechicero: impaciencia ante el espectáculo, hambre por los libros de contabilidad. Le hizo una reverencia a Xerius, pero no mayor que la que le hubiera hecho el Shriah. Un esclavo echó hacia atrás su silla y se sentó sin dificultades a pesar de la cola morada de su túnica. Con colorete en las mejillas y apestando a perfume, Chepheramunni se sentó a su lado con una terrosa expresión de miedo y resentimiento en el rostro.

Primero, se procedió al obligatorio intercambio de honores, presentaciones y agasajos. Cuando Cememketri, homólogo de Eleazaras en el Saik Imperial, fue presentado, el Gran Maestro sonrió desdeñosamente y se encogió de hombros como si dudara de la condición del hombre. Los Maestros de las Escuelas, como le habían dicho a Conphas, eran con frecuencia insoportablemente altaneros cuando se encontraban en compañía de otros Maestros. Cememketri se puso rojo de ira, pero tuvo el acierto de no pagarle con la misma moneda.

Después de esos prolegómenos jnanicos, el Gran Maestro se giró hacia Conphas.

—Al fin —dijo expresándose en un correcto sheyico—, conozco al famoso Ikurei Conphas.

Conphas abrió la boca para responder, pero su tío habló antes.

—Es un hombre extraordinario, ¿verdad? Pocos soberanos disponen de instrumentos como él para ejecutar su voluntad… Pero sin lugar a dudas, no habrás venido hasta aquí solamente para conocer a mi sobrino.

Aunque Conphas no podía estar seguro, Eleazaras pareció guiñarle el ojo antes de girarse hacia su tío, como diciendo: «Debemos soportar a los idiotas como él con paciencia, ¿verdad?».

—Por supuesto que no —respondió Eleazaras con una elocuente brevedad.

Xerius parecía no entender.

—Entonces, ¿puedo preguntarte por qué los Chapiteles Escarlatas se han unido a la Guerra Santa?

Eleazaras se miró las uñas sin pintar.

—Es muy simple, en realidad. Nos han comprado.

—¿Comprado?

—Eso es.

—¡Una transacción extraordinaria! ¿Cuáles son los detalles de vuestro acuerdo?

El Gran Maestro sonrió.

—¡Oh!, me temo que la confidencialidad forma parte del acuerdo. Desgraciadamente, no puedo divulgar ningún detalle.

Conphas pensó que era una historia improbable. Ni siquiera los Mil Templos eran tan ricos como para «contratar» a los Chapiteles Escarlatas. Estaban allí por razones que trascendían el oro y las concesiones comerciales del Shriah, de eso estaba seguro.

Cambiando de dirección con la misma fluidez que un tiburón en el agua, el Gran Maestro prosiguió.

—Te preocupa, por supuesto, que nuestros objetivos puedan influir en el Solemne Contrato.

Se produjo una pausa incómoda.

—Por supuesto. —Que alguien se adelantara a sus pensamientos era la cosa que más irritaba a su tío.

—A los Chapiteles Escarlatas —dijo Eleázaras con recato— no les importa quién posea las tierras conquistadas por la Guerra Santa. En consecuencia, Chepheramunni firmará vuestro acuerdo con gusto. ¿No es así Chepheramunni?

El hombre maquillado asintió, pero no dijo nada. El perro estaba bien adiestrado.

—Sin embargo —prosiguió Eleázaras—, hay ciertas condiciones que nos gustaría negociar antes.

Conphas había previsto aquello. Los hombres civilizados regateaban.

Xerius protestó.

—¿Condiciones? Durante siglos las tierras desde aquí hasta Nenciphon han sido…

—He oído todos los argumentos —le interrumpió Eleázaras—. Basura, pura Basura. Ambos sabemos lo que está en juego aquí, Emperador… ¿No es así?

Xerius se quedó mirándole con una muda estupefacción. No estaba acostumbrado a que le interrumpieran, pero, de hecho, tampoco estaba acostumbrado a hablar con hombres que eran más que sus iguales. El Alto Ainon era una nación rica y densamente poblada. De los soberanos y déspotas de los Tres Mares, sólo el Padirajah de Kian tenía más poder comercial y militar que el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas.

—Si no es así —prosiguió Eleázaras al ver que Xerius no lograba responderle—, entonces estoy seguro de que tu precoz sobrino sí lo sabe. Joven Conphas, ¿sabes lo que está en juego aquí?

A Conphas le pareció obvio.

—Poder —dijo, encogiéndose de hombros.

A partir de ese momento, hubo una extraña camaradería, entre ese hechicero y Conphas, y éste pensó que, desde el principio, el Gran Maestro había reconocido en él un intelecto análogo al suyo.

«Hasta los extranjeros saben que eres un idiota, tío.»

—Precisamente, Conphas. ¡Precisamente! La historia es sólo un pretexto para el poder, ¿no? Lo que importa… —El hechicero de pelo blanco esbozó una pequeña sonrisa, como si hubiera dado con un argumento mejor con el que exponer su idea—. Dime —le preguntó a Xerius—, ¿por qué has dado provisiones a Calmemunis, Kumrezzer y los demás? ¿Por qué les has dado los medios que necesitaban para marchar?

Su tío optó por la respuesta ensayada.

—Para acabar con sus estragos. ¿Por qué si no?

—Improbable —espetó Eleázaras—. Creo, más bien, que has aprovisionado la Guerra Santa Vulgar para destruirla.

Se produjo una pausa incómoda.

—Pero eso es una locura —respondió, al fin, Xerius—. Aparte de la condenación, ¿qué habríamos ganado?

—¿Ganado? —repitió Eleázaras con una sonrisa—. La Guerra Santa, por supuesto… Nuestro trato con Maithanet os dejó sin la menor posibilidad de ejercer vuestra influencia por medio del Saik Imperial, así que necesitabas otra cosa con la que hacer trueques. Si la Guerra Santa Vulgar es destruida, os resultará más fácil convencer a Maithanet de que la Guerra Santa os necesita, o mejor dicho, de que necesita la ahora legendaria sagacidad militar de tu sobrino. El Solemne Contrato será su precio, y el contrato, efectivamente, te cede todos los ingresos procedentes de la Guerra Santa… Debo reconocer que se trata de un magnífico plan.

Ese pequeño halago fue la perdición de Xerius. Por un breve instante, sus ojos refulgieron de un exultante engreimiento. Conphas había descubierto que los hombres estúpidos tendían a estar demasiado orgullosos de sus escasos momentos brillantes.

Eleázaras sonrió.

«Está jugando contigo, tío, y no eres capaz de verlo.»

El Gran Maestro se inclinó hacia adelante, como si fuera consciente del malestar generado por su proximidad. Conphas advirtió que Eleázaras era un maestro en el ejercicio del jnan.

—Por ahora —dijo fríamente—, no conocemos los detalles de tu estrategia, Emperador. Pero permíteme que te asegure una cosa: si implica traicionar la Guerra Santa, entonces implica traicionar a los Chapiteles Escarlatas. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Lo que comporta? Si nos traicionas, Ikurei, entonces nadie —miró sombríamente a Cememketri—, ni siquiera el Saik Imperial, podrá escapar de nuestra ira. Somos los Chapiteles Escarlatas, Emperador… Piensa en eso.

—¿Es eso una amenaza? —dijo, entre jadeos, Xerius.

—Es una garantía, Emperador. Todos los acuerdos requieren garantías.

Xerius apartó la cara de repente para concentrarse en Skeaos, que le estaba susurrando al oído con vehemencia. Cememketri, sin embargo, no pudo seguir conteniéndose.

—Te estás pasando, Eli. Actúas como si estuviéramos en Carythusal, pero estás sentado en Momemn. Entre este lugar y tu casa hay dos de los Tres Mares. ¡Está demasiado lejos para ir soltando amenazas!

Eleázaras frunció el entrecejo, y luego soltó una risotada. Se giró hacia Conphas como si el Gran Maestro del Saik Imperial no existiera.

—En Carythusal te llaman el León de Kiyuth —dijo con toda tranquilidad. Sus ojos eran pequeños, oscuros y ágiles. Le escudriñaron desde debajo de unas pobladas cejas blancas.

—¿De veras? —respondió Conphas, realmente sorprendido de que el mote de su abuela hubiera viajado con tanta rapidez a un lugar tan lejano; sorprendido y complacido, muy complacido.

—Mis archiveros me han dicho que has sido el primero en derrotar a los scylvendios en una batalla campal. Mis espías, por otro lado, me han dicho que tus soldados te adoran como si fueras un dios. ¿Es cierto?

Conphas sonrió al decidir que el Gran Maestro le lamería el culo y se lo dejaría tan limpio como el de un gato si llegaba el caso. Pese a su perspicacia, le había juzgado mal.

Había llegado el momento de ponerlo en su lugar.

—Lo que Cememketri acaba de decir es cierto y lo sabes. Más allá de lo que hayas pactado con Maithanet, has puesto a tu Escuela en la mayor situación de peligro desde la Guerra Escolástica. Y no sólo debido a los cishaurim. Serás un pequeño enclave de blasfemia en el interior de una gran tribu de fanáticos. Necesitarás todos los amigos que puedas conseguir.

Por primera vez algo semejante a la ira afloró en el rostro de Eleázaras, como la visión del carbón entre un fuego humeante.

—Podemos hacer que el mundo arda con nuestra canción, joven Conphas. No necesitamos a nadie.

Pese a las meteduras de pata de su tío, Conphas abandonó las negociaciones convencido de que la Casa Ikurei había conseguido más de lo que había cedido. Además, estaba casi seguro de saber por qué los Chapiteles Escarlatas habían aceptado la oferta de Maithanet de unirse a la Guerra Santa.

Pocas cosas revelan los objetivos de un competidor con mayor claridad que el proceso de negociación de un acuerdo. En el transcurso de los trueques, quedó claro que el centro de las preocupaciones de Eleázaras tenía que ver con los cishaurim. A cambio de la firma del Solemne Contrato por parte de Chepheramunni, exigía que Cememketri y el Saik Imperial les cedieran toda la información que habían recopilado sobre los sacerdotes–hechiceros fanim a lo largo de siglos de guerra contra ellos. Obviamente, eso era de esperar: los Chapiteles Escarlatas habían apostado su propia existencia por su capacidad de vencer a los cishaurim. Pero había una innegable intensidad en el modo como el Gran Maestro pronunciaba su nombre. Eleázaras decía «cishaurim» de la misma forma que un nansur diría «scylvendio», de la forma en que uno pronuncia el nombre de un viejo y odiado enemigo.

Para Conphas, eso sólo podía significar una cosa: los Chapiteles Escarlatas estaban en guerra contra los cishaurim desde mucho antes de que Maithanet declarara la Guerra Santa. Como la Casa Ikurei, los Chapiteles Escarlatas se habían implicado en la Guerra Santa para valerse de ella. Para los Chapiteles Escarlatas, la Guerra Santa era un instrumento de venganza.

Cuando Conphas mencionó sus sospechas, su tío adoptó un aire despectivo; al menos, al principio. Insistió en que Eleázaras era demasiado mercantilista como para arriesgarse por una tontería como la venganza. Cuando Cememketri y Skeaos apoyaron esa teoría, sin embargo, el Emperador se dio cuenta de que había estado albergando las mismas sospechas desde el principio. Era oficial: los Chapiteles Escarlatas se habían unido a la Guerra Santa para poner el punto final a una guerra preexistente con los cishaurim.

En sí misma, la conjetura era reconfortante. Significaba que los objetivos de los Chapiteles Escarlatas no se cruzarían con los suyos hasta el final, cuando ya no importara. A Eleázaras le resultaría difícil hacer efectiva su amenaza una vez él y su Escuela estuvieran muertos. Pero lo que inquietaba a Conphas era la pregunta de qué había llevado a Maithanet a invitar a los Chapiteles Escarlatas. Sin duda, de todas las Escuelas, era la más capacitada para destruir a los cishaurim en un enfrentamiento abierto. Pero, aparentemente, Conphas no podía pensar en una Escuela menos susceptible de unirse a una Guerra Santa. Y por lo que Conphas sabía, el Shriah no se había aproximado a ninguna otra Escuela, ni siquiera al Saik Imperial, que había sido el tradicional baluarte contra los cishaurim a lo largo de las Guerras Santas. Sólo a los Chapiteles Escarlatas.

¿Por qué?

A menos que Maithanet hubiera tenido noticia de su guerra. Pero esa respuesta era todavía más inquietante que la pregunta. Con la muerte de casi todos los espías imperiales en Sumna, tenían multitud de razones para recelar todavía más de la astucia de Maithanet. ¡Pero eso! ¿Un Shriah que se había infiltrado en las Escuelas? Y los Chapiteles Escarlatas, nada menos.

No por primera vez, Conphas sospechó que Maithanet, y no la Casa Ikurei, ocupaba el centro de la telaraña de la Guerra Santa. Pero no osó compartir sus dudas con su tío, que tendía a ser todavía más idiota cuando estaba asustado. En lugar de eso, exploró ese miedo en sí mismo. Ya no se regodeaba con glorias futuras en las horas de oscuridad antes del sueño. En lugar de eso, se preocupaba por unas repercusiones que ni podía tolerar ni verificar.

Maithanet. ¿Qué juego se llevaba entre manos? Y, por cierto, ¿quién era en realidad?

Las noticias llegaron unos cuantos días después. La Guerra Santa Vulgar había sido aniquilada.

Las informaciones eran vagas al principio. Mensajes urgentes desde Asgilioch relataban los terribles testimonios de una docena de galeoth que habían logrado escapar a través del espolón Uñaras. La Guerra Santa Vulgar había sido totalmente derrotada en las llanuras de Mengedda. Poco después, llegaron dos mensajeros de Kian: uno llevaba las cabezas cortadas de Calmemunis, Tharschilka y un hombre que podía ser Kumrezzer o no; el otro traía un mensaje secreto del propio Skauras, que fue entregado, de acuerdo con las instrucciones del Sapatishah, a su antiguo rehén y pupilo.

Decía simplemente: «No podemos contar los cadáveres de vuestros parientes idólatras; tantos han sido derribados por la furia de nuestra justa mano. Sea alabado el Dios Solitario. Sabed que la Casa Ikurei ha sido escuchada».

Después de despedir al mensajero, Conphas pasó varias horas dándole vueltas al mensaje en sus aposentos. Una y otra vez, las palabras le sobrevenían por voluntad propia: «… tantos han sido derribados…», «no podemos contar…».

Aunque sólo tenía veintisiete años, Ikurei Conphas había sido testigo de las carnicerías cometidas en muchos campos de batalla, tantas que casi podía ver las masas de inrithi desparramados y enmarañados por las llanuras de Mengedda, con sus ojos de pez muerto mirando la tierra o el cielo infinito. Pero no era la culpa lo que llevaba a su alma a cavilar —y quizá, en cierto sentido, incluso a lamentar—, sino la pura escala de su primer logro. Era como si hasta entonces las dimensiones del plan de su tío hubieran sido demasiado abstractas como para que las comprendiera verdaderamente. Ikurei Conphas estaba sobrecogido por lo que él y su tío habían hecho.

«La casa Ikurei ha sido escuchada.»

El sacrificio de un ejército entero de hombres. Sólo los Dioses osaban cometer actos como ése.

«Hemos sido escuchados.»

Conphas se dio cuenta de que muchos sospecharían que había sido la Casa Ikurei la que había hablado, pero nadie lo sabría. Un extraño orgullo se apoderó de él, un orgullo secreto que nada tenía que ver con la estima de otros hombres. En los anales de los grandes acontecimientos, habría muchos relatos de ese primer acontecimiento trágico de la Guerra Santa. La responsabilidad de esa catástrofe sería atribuida a Calmemunis y los otros Grandes Nombres. En la lista de ancestros de sus descendientes, serían nombres de vergüenza y desdén.

No habría ninguna mención a Ikurei Conphas.

Por un instante, Conphas se sintió como un ladrón: el responsable secreto de una gran pérdida. Y el entusiasmo que sentía tenía una intensidad prácticamente sexual. Vio claramente por qué amaba esa especie de guerra. En el campo de batalla, todos sus actos estaban sujetos al escrutinio de los demás. Allí, sin embargo, no estaba sujeto a ese escrutinio; promulgaba el destino desde un lugar que trascendía el juicio o la recriminación. Estaba escondido en el útero de los acontecimientos.

Como un Dios.