Momemn
«El mundo es un círculo que tiene tantos centros como hombres.» |
Ajencis, El tercer analítico de los hombres |
Principios de otoño, año del Colmillo 4110, Momemn
Todo Momemn había rugido.
Helado por las sombras, Ikurei Conphas desmontó bajo la inmensidad del Arco Xatantiano. Sus ojos se demoraron un instante en las imágenes talladas, siguiendo un panel de prisioneros y botines tras otro. Se giró hacia el general Martemus para recordarle que ni siquiera Xatantius había pacificado a las tribus scylvendias. «Yo hice lo que ningún hombre hizo. ¿No me convierte eso en algo más que un hombre?»
Conphas no podía seguir contando cuántas veces ese pensamiento entrecortado se había apoderado de él, y a pesar de que era reacio a reconocerlo, deseaba oírlo resonando en la boca de los demás, especialmente en la de Martemus. ¡Ojalá pudiera sacarle esas palabras! Martemus poseía el candor natural de una vida de oficial de campo. Despreciaba los halagos. Si decía algo, y eso era algo que Conphas sabía, era cierto.
Pero entonces no era el momento. Martemus estaba estupefacto, mirando hacia el otro lado del Campus Scuari, el escenario de los desfiles del recinto imperial. Dispuestas bajo los pendones de todas las columnas del Ejército Imperial, las falanges de soldados de infantería con uniforme de ceremonia llenaban toda la extensión del Scuari. Cientos de banderines rojos y negros ondulaban a la brisa sobre las formaciones, con plegarias pintadas en oro. Entre las falanges, se extendía una amplia avenida hacia la fachada del Foro Allosiano. Los jardines, instalaciones y columnatas de las Cumbres Andiamine se encaramaban entre la neblina en lo alto.
Conphas vio que su tío lo esperaba. Resultaba una figura distante enmarcada por las poderosas estatuas del foro. Pese a la pompa imperial, parecía pequeño, como un ermitaño asomándose a la entrada de su cueva.
—¿Es tu primera audiencia imperial? —le preguntó Conphas a Martemus.
El general asintió y se giró hacia él con un aire ligeramente inseguro.
—Es la primera vez que entro en el recinto imperial.
Conphas sonrió.
—Bienvenido al burdel.
Unos mozos se hicieron cargo de los caballos. De acuerdo con la costumbre, los sacerdotes hereditarios de Gilgaól les llevaron unas vasijas de agua. Como Conphas esperaba, les untaron sangre de león en las extremidades y, murmurando oraciones, les limpiaron sus simbólicas heridas. Los sacerdotes Shriah que llegaron tras ellos, sin embargo, le sorprendieron. Les ungieron con aceites entre murmullos, y después acabaron mojando sus dedos en vino de palma y dibujando el Colmillo en su frente. Sólo cuando terminaron el rito gritando su nuevo título, Escudo–del–Colmillo, comprendió por qué su tío los había incorporado a la ceremonia. Los scylvendios eran tan infieles como los kianene, así que ¿por qué no aprovechar el imperante fervor por la Guerra Santa?
Conphas pensó, con cierto desagrado, que era, en verdad, una buena estratagema, lo que probablemente significaba que Skeaos estaba detrás. Por lo que Conphas sabía, su tío había agotado cualquier atisbo de brillantez que en otro tiempo hubiese tenido, especialmente por lo que respectaba a la Guerra Santa.
La Guerra Santa… Sólo con pensar en ella a Conphas le entraban ganas de escupir como un scylvendio, y eso que había llegado a Momemn el día anterior.
Nunca en su vida había sentido Conphas nada parecido a la euforia que había experimentado en la batalla de Kiyuth. Rodeado por su estado mayor —que estaba medio muerto de miedo—, había mirado al indeciso campo de batalla y, de alguna manera, inexplicablemente, había sabido lo que tenía que hacer, y con una certeza que le había hecho sentir que sus huesos eran de hierro. «Soy el amo de este lugar. Soy más…» El sentimiento había sido parecido al rapto o el éxtasis religioso. Había sido, como advertiría más tarde, una revelación, un momento de percepción divina del inconmensurable poder de su mano.
No podía haber otra explicación.
Pero ¿quién habría pensado que las revelaciones, como la carne, podían corromperse con el transcurso de los días?
Al principio, las cosas habían ido extraordinariamente bien. Después de la batalla, los scylvendios supervivientes habían huido a la estepa profunda. Algunos grupos dispersos habían seguido de cerca al ejército, pero no podían hacer más que atacar a alguna que otra patrulla. Incapaz de resistirse a una última estocada, Conphas hizo que una docena de prisioneros «oyeran como por casualidad» a sus oficiales alabando a las tribus que habían traicionado a las huestes; los prisioneros, gracias a una osadía y un ingenio que no les correspondían, consiguieron más tarde escaparse milagrosamente. Conphas sabía que los scylvendios no sólo creerían sus acusaciones de traición, sino que les complacerían. Mucho mejor que sea el Pueblo de la Guerra quien derrote al Pueblo de la Guerra, y no los nansur. ¡Ah, qué hermoso era el desacuerdo! Transcurriría mucho tiempo antes de que los scylvendios acudieran al campo de batalla con una voluntad unida.
No obstante, hubiera sido preferible que los desacuerdos fueran más fáciles de deshacer. Meses antes, Conphas le había prometido a su tío que adornaría su marcha de regreso del frente con cabezas scylvendias ensartadas en picas. Con ese fin, ordenó que las cabezas de todos los scylvendios fallecidos en Kiyuth fueran recogidas, embalsamadas y amontonadas en carros. Pero tan pronto como el Ejército Imperial cruzó la frontera, los cartógrafos y matemáticos empezaron a discutir acerca de la ubicación adecuada de sus truculentos trofeos. Como las disputas persistieron, los hechiceros del Saik Imperial, que al igual que todos los hechiceros se consideraban mejores cartógrafos que los cartógrafos y mejores matemáticos que los matemáticos, intervinieron. Lo que siguió fue una guerra burocrática propia de la corte de su tío, que de algún modo, siguiendo la perversa mezcla de orgullo herido y rencor, llevó al asesinato de Erathius, el más renombrado de los cartógrafos imperiales.
Cuando la subsiguiente investigación militar no logró resolver ni el asesinato ni la disputa, Conphas detuvo sumariamente a los más prominentes representantes de cada facción y, valiéndose de artículos ambiguos de la ley marcial, hizo que fueran despellejados en público. A nadie le sorprendió que las diferencias se disiparan al día siguiente.
Pero si la vejación había empañado su embeleso, su regreso a Momemn a punto estuvo de acabar con él por completo. Encontró la capital rodeada por los campamentos de la Guerra Santa, que se habían convertido en una inmensa barriada de tiendas y cabañas alrededor de los muros del frente seco de la ciudad. Pese a lo perturbadora que le resultó esa visión, Conphas todavía esperaba que las masas entregadas le dieran la bienvenida. En cambio, una muchedumbre de inrithi desaliñados le gritaron insultos, le lanzaron piedras e incluso, en una ocasión, le arrojaron bolsas de excrementos humanos ardiendo. Cuando ordenó a sus Kidruhil que se adelantaran para abrirle camino, lo que siguió podría ser descrito como un campo de batalla.
—Sólo ven al sobrino del Emperador —le explicó un oficial enviado por su tío—, no al hombre que conquistó a los scylvendios.
—¿Tanto odian a mi tío?
El oficial se encogió de hombros.
—Hasta que sus señores acepten firmar el Solemne Contrato, él sólo les provee del grano suficiente para sobrevivir.
El hombre le dijo que la Guerra Santa estaba creciendo a razón de cientos de personas al día, a pesar de que, como se rumoreaba, los principales contingentes de Galeoth, Ce Tydonn, Conriya y el Alto Ainon todavía estaban a meses de distancia. Hasta entonces, sólo tres grandes señores se habían unido a los Hombres del Colmillo: Calmemunis, el Palatino de la provincia conriyana de Kanampurea; Tharschilka, un conde de una oscura zona fronteriza de Galeoth, y Kumrezzer, el Gobernador–Palatino del distrito ainonio de Kutapileth. Todos ellos habían rechazado violentamente las exigencias del Emperador acerca de la firma del contrato. Las negociaciones se habían deteriorado desde entonces y se habían convertido en un agrio enfrentamiento de voluntades; los señores inrithi sembraban tanta confusión como podían, lo que provocaba incluso la cólera del Shriah, e Ikurei Xerius III hacía una proclamación tras otra en un intento de constreñirlos y hasta coaccionarlos.
—El Emperador —concluyó el oficial— está de lo más alentado por tu llegada, Exalto–General.
Conphas a punto estuvo de echarse a reír al oír aquello. El regreso de un rival no alentaba a ningún emperador. Pero todos los emperadores se sentían alentados por el regreso de su ejército, especialmente cuando estaba sufriendo un asedio, como era, esencialmente, el caso. Conphas se había visto obligado a entrar en Momemn en barco.
Y entonces, el gran triunfo que tanto había esperado, el importantísimo reconocimiento de lo que había logrado, se había visto ensombrecido por acontecimientos más importantes. La Guerra Santa había mermado su gloria; había empequeñecido incluso la destrucción de los scylvendios. Los hombres lo festejarían, sí, pero del mismo modo como celebraban festivales religiosos en tiempos de hambruna: con desgana, demasiado preocupados por la urgencia de los acontecimientos como para comprender realmente qué o a quién festejaban.
¿Cómo podía él no odiar la Guerra Santa?
Los platillos retumbaron. Los cuernos sonaron. Completando la ceremonia, los sacerdotes Shriah hicieron una reverencia y se retiraron, y él se quedó empapado del acre olor del vino de palma. Aparecieron ujieres vestidos con faldas decoradas con motivos dorados, y Conphas, con Martemus a su lado y su séquito tras él, los siguió en una lenta marcha a través del atestado silencio del Scuari. Campos enteros de soldados con faldas rojas se pusieron de rodillas cuando pasaron ante ellos, como si, al igual que el viento entre el trigo, dejaran una estela en los extremos más lejanos del campus. Conphas sintió una emoción momentánea. ¿No había sido aquello su revelación? ¿La fuente de su embeleso en las orillas del río Kiyuth?
«Por lo que pueden ver mis ojos, están respondiendo ante mí, ante mi mano. Por lo que pueden ver mis ojos, y más allá…»
Más allá. Un pensamiento sin aliento. Gratuito.
Miró a su espalda para asegurarse de que las instrucciones que había dictado estaban siendo obedecidas. Dos de sus guardaespaldas personales le seguían muy de cerca, tirando del prisionero entre ellos, mientras que otra docena marcaban su paso con las últimas cabezas scylvendias cortadas. A diferencia de los Exalto–Generales del pasado, no llevaba un desfile de esclavos y botines para el Emperador, pero Conphas pensó que la visión de las cabezas scylvendias embalsamadas erguidas por encima del campus poseía un efecto singular. Aunque no pudo ver a su abuela entre la multitud que flanqueaba a su tío en el foro, supo que estaba allí, y que le daba su aprobación.
—Dales espectáculo —le gustaba decir—, y ellos te darán el poder.
El poder se daba allí donde se percibía. Durante toda su vida, Conphas había estado rodeado de tutores. Pero había sido su abuela, la fiera Istriya, quien más le había preparado para sus derechos de nacimiento. En contra de los deseos de su padre, Istriya había insistido en que Conphas pasara los primeros años de su infancia rodeado de la pompa y la circunstancia de la corte imperial. Y allí, ella le había criado como si fuera suyo; le había enseñado la historia de la dinastía y, a través de ésta, todos los secretos no escritos del arte de gobernar. Conphas, incluso, sospechaba que ella había tenido algo que ver con las falsas acusaciones que habían provocado la ejecución de su padre, solamente para asegurarse de que el hombre no interferiría con la sucesión en caso de que su otro hijo, Ikurei Xerius III, muriera prematuramente. Pero por encima de todo, ella había garantizado, hasta había impuesto, la percepción de que él, y sólo él, era el heredero predecible. Incluso cuando no era más que un niño, ella le había convertido en un espectáculo, como si hasta su respiración fuera un triunfo del Imperio. Entonces, ni siquiera su tío osaría contravenir esa percepción; ni siquiera en caso de que lograra engendrar un hijo que no babeara ni necesitara pañales de adulto.
Istriya lo había hecho tan bien que él casi la amaba.
Conphas escudriñó a su tío una vez más. Para entonces, estaba más cerca, tanto que Conphas podía advertir los detalles de su vestido. El cuerno de fieltro blanco que se alzaba de la diadema sorprendió al Exalto–General. Ningún Emperador nansur había llevado la corona de Shigek desde la pérdida de la provincia en manos de los fanim tres siglos antes. ¡Esa presunción era indignante! ¿Qué podía haberle llevado a un exceso semejante? ¿Creía que colmándose de huecos ornamentos podría salvaguardar su gloria?
«Sabe… ¡Sabe que le he superado!»
Durante el regreso de la estepa de Jiunati, Conphas había pensado en su tío hasta la obsesión. Conphas comprendía que la pregunta real era si su tío decidiría convertirle en una herramienta con más usos o se desharía de él al verlo como una amenaza. El hecho de que Xerius le hubiera mandado a destruir a los scylvendios no disminuía en absoluto la posibilidad de que se deshiciera de él. La ironía de asesinar a alguien por haber cumplido con éxito sus órdenes no significaría nada para Xerius. Tales «injusticias», como las llamaban los filósofos, eran el pan y la sal de la política imperial.
No. De no mediar otros factores, había llegado a pensar Conphas, su tío intentaría matarle. El único problema era que él había derrotado a los scylvendios. Aunque, como Conphas se temía, su triunfo no se tradujera en el poder de derrocar a su tío, Xerius, que creía ver una conspiración cada vez que dos de sus esclavos se tiraban un pedo, daría por hecho simplemente que sí poseía ese poder. De no mediar otros factores, Conphas debería haber regresado a Momemn con ultimátum y torres de asedio.
Pero otros factores estaban mediando. La batalla de Kiyuth no había sido sino el primer paso del plan general de quitarle la Guerra Santa a Maithanet, y la Guerra Santa era la clave del sueño de su tío de tener un Imperio restaurado. Si Kian podía ser derrotado, y si todas las viejas provincias podían ser reconquistadas, entonces Ikurei Xerius III sería recordado no como un guerrero–Emperador, como Xatantius o Triamus, sino como un gran estadista–Emperador, como Caphrianas el Joven. Ése era su sueño. Mientras Xerius se aferrara a su sueño, Conphas sabía que haría cuanto estuviera en su mano para acomodar a su endiosado sobrino. Al derrotar a los scylvendios, Conphas se había vuelto más útil que peligroso.
Debido a la Guerra Santa. Todo era debido a la maldita Guerra Santa.
A cada paso de Conphas, el foro abarcaba una porción mayor del cielo. Su tío, que parecía incluso más ridículo entonces que Conphas veía la ropa que llevaba, estaba cada vez más cerca. Pese a que su cara pintada parecía impasible en la distancia, Conphas vio, o creyó ver, que sus manos se agarraban momentáneamente a los costados de su túnica morada. ¿Un gesto de nerviosismo? El Exalto–General a punto estuvo de echarse a reír. Pocas cosas le parecían más divertidas que la aflicción de su tío. Los gusanos debían retorcerse.
Siempre había odiado a su tío, ya de niño. Pero pese a todo el desprecio que sentía por él, había aprendido hacía mucho tiempo a no subestimarle. Su tío era como uno de esos infrecuentes borrachos a los que les costaba hablar y se tambaleaban un día tras otro, pero se mostraban letalmente alerta cuando se enfrentaban al peligro.
¿Percibía el peligro en ese momento? De repente, Ikurei Xerius III parecía una gran adivinanza, inescrutable. «¿Qué estás pensando, tío?»
La pregunta le acuciaba tanto que se sintió obligado a buscar una respuesta.
—Dime, Martemus —dijo en voz baja—, ¿qué crees que está pensando mi tío?
Martemus estaba tenso. Quizá le parecía indecoroso conversar en ese momento.
—Tú le conoces mucho mejor que yo, Exalto–General.
—Una respuesta muy política.
Conphas se calló, estremecido por la premonición de que la causa de la ansiedad de Martemus era mucho más profunda que la simple perspectiva de reunirse con el Emperador por primera vez. ¿Cuándo ese hombre había tenido miedo ante sus superiores?
Nunca.
—¿Debo tener miedo, Martemus?
Los ojos del general permanecieron clavados en el distante Emperador. No parpadeaba.
—Debes tener miedo, sí.
Sin importarle qué pudieran pensar los que le observaban, Conphas escudriñó el perfil del hombre, y una vez más percibió el clásico corte nansur de su mandíbula y su nariz rota.
—¿Y por qué es así?
Martemus siguió caminando en silencio durante lo que pareció un larguísimo rato. Exasperado, Conphas sintió el impulso de pegarle. ¿Por qué pensar durante tanto tiempo una respuesta cuando la decisión siempre era la misma? Martemus sólo decía la verdad.
—Sólo sé —respondió finalmente el general— que si yo fuera el Emperador y tú mi Exalto–General, te tendría miedo.
Conphas resopló entre dientes.
—Y cuando el Emperador le tiene miedo a algo, lo mata. Veo que incluso los provincianos sois conscientes de su verdadero carácter. Pero mi tío me tiene miedo desde la primera tarde que le derroté al benjuka. Yo tenía ocho años. Podría haberme estrangulado y haberlo atribuido todo a una desafortunada uva de no haber sido por mi abuela.
—No veo…
—Mi tío le tiene miedo a todos y a todo, Martemus. Conoce demasiado bien la historia de nuestra dinastía como para no hacerlo. Debido a eso, sólo los nuevos miedos le incitan a asesinar. A duras penas percibe viejos miedos como yo.
El general se encogió de hombros imperceptiblemente.
—Pero ¿acaso él no…?
Se detuvo, como estremecido por su propio descaro.
—¿Mandó ejecutar a mi padre? Por supuesto que sí. Pero al principio no temía a mi padre. Sólo después, después de que…, después de que la Casa Biaxi le envenenara el corazón de rumores.
Martemus le observó con el rabillo del ojo.
—Pero lo que tú has logrado, Exalto–General… ¡Piensa en ello! Con una sola orden tuya, todos los soldados que están aquí, ¡hasta el último!, darían su vida por ti. ¡Sin duda el Emperador lo sabe! ¡Sin duda, éste es un nuevo miedo!
Conphas había pensado que Martemus era incapaz de sorprenderle, pero le impresionó la trascendencia y la vehemencia de su respuesta. ¿Estaba sugiriendo una rebelión? ¿Allí? ¿En ese momento?
De repente, se vio ascendiendo por la escalera hacia el foro, saludando a su tío, y después girándose hacia los miles de soldados reunidos a lo largo de todo el Campus Scuari para gritarles, implorando —no, ordenando— que asaltaran el foro y las Cumbres Andiamine. Vio a su tío reducido a un guiñapo sanguinolento.
La escena le dejó sin aliento. ¿Podía ser una revelación de alguna clase? ¿Una visión de su futuro? ¿Debía…? ¡Pero eso era una total locura! Martemus no alcanzaba a ver el plan en su totalidad.
A pesar de ello, todo —los soldados arrodillándose en un extremo de su campo visual, las espaldas aceitosas de los ujieres ante él, su tío esperando como al término de un viaje extremadamente enrevesado— se había convertido en una pesadilla. De repente, Martemus y sus temores infundados le molestaron. ¡Se suponía que tenía que ser su gran momento! Su momento de éxtasis.
—¿Y qué hay de la Guerra Santa? —le espetó.
Martemus frunció el entrecejo, pero siguió mirando hacia el inmenso foro.
—No lo entiendo.
Invadido por un repentino destello de impaciencia, Conphas miró al hombre. ¿Por qué les resultaba tan difícil verlo? ¿Era ésa la forma en que los Dioses se sentían cuando se hartaban de la incapacidad de los hombres para comprender el gran portento de sus designios? ¿Esperaba demasiado de sus seguidores? Los Dioses, sin duda, lo hacían.
Pero quizá ésa fuera la cuestión. ¿Qué mejor que hacer que se esforzaran?
—¿Crees —prosiguió Martemus— que el Emperador es más avaricioso que temeroso? ¿Que su deseo de restaurar el Imperio eclipsa el miedo que siente por ti?
Conphas sonrió. El endiosamiento había sido apaciguado.
—Eso creo. Me necesita, Martemus.
—Así que te la juegas.
Los ujieres habían llegado a la monumental escalera que llevaba a la cima del foro, y entonces se alejaban por ambos lados, haciendo una reverencia. El Emperador estaba cerca, por encima de ellos.
—¿Y por quién apostarías tú, Martemus?
Por primera vez, el general le miró directamente. Sus refulgentes ojos marrones estaban llenos de una inusitada adoración.
—Por ti, Exalto–General. Y por el Imperio.
Se habían detenido en la base de la monumental escalera. Después de mirar un instante a Martemus, Conphas hizo un gesto a sus guardaespaldas para que le siguieran con el prisionero; después, empezó a subir la escalera. Su tío le esperaba en el rellano más grande. Conphas advirtió que Skeaos estaba a su lado. Decenas de funcionarios de la corte se arremolinaban entre las columnas del foro. Todo el mundo observaba con el rostro solemne.
Sin él quererlo, recordó las palabras de Martemus: «Con una sola orden tuya, todos los soldados que están aquí darían su vida por ti».
Conphas era un soldado, y como tal creía en la formación, las previsiones, la planificación; en la preparación, en resumen. Pero también poseía, como deben hacer todos los grandes líderes, un buen ojo para la fruta que madura antes de tiempo. Conocía perfectamente la importancia del tiempo. Si golpeaba entonces, ¿qué sucedería? ¿Qué harían —y ése era el problema— todos los allí reunidos? ¿Cuántos se unirían a él?
«Por ti… Apostaría por ti.»
Pese a todas sus carencias, su tío era un astuto juez de caracteres. Era como si el muy idiota supiera instintivamente equilibrar el bastón y la caricia, cuándo golpear y cuándo calmar. De repente, Conphas se dio cuenta de que no tenía ni idea de la manera en que esos hombres de tamaña importancia reaccionarían. Obviamente, Gaenkelti, el capitán de la Guardia Eótica, permanecería junto al Emperador; hasta la muerte, si era necesario. Pero ¿Cememketri? ¿Preferiría el Saik Imperial un dirigente fuerte a uno débil? ¿Y qué había de Ngarau, que controlaba las todopoderosas arcas?
¡Tantas incertidumbres!
Una cálida ráfaga de viento mandó revoloteando a sus pies unas cuantas hojas de alguna arboleda oculta. Se detuvo en el rellano inmediatamente por debajo de su tío y le saludó.
Ikurei Xerius III permaneció inmóvil como una estatua pintada. El arrugado Skeaos, sin embargo, le hizo un gesto para que se acercara. Con los oídos zumbándole, Conphas ascendió los últimos escalones. Imágenes de soldados causando disturbios se aparecieron en su imaginación. Pensó en su daga ceremonial; se preguntó si su temple sería suficiente para atravesar la seda, el damasco, la piel y el hueso.
Sí.
Se detuvo ante su tío. Su expresión y sus extremidades se tensaron en desafío. A pesar de que Skeaos le miraba con una alarma desnuda, su tío simuló no darse cuenta.
—¡Qué gran victoria, sobrino! —exclamó abruptamente—. ¡Has colmado de gloria a la Casa Ikurei como ningún otro!
—Tú —dijo Conphas en un tono neutro— eres demasiado generoso, tío.
Su tío frunció muy brevemente el entrecejo. Conphas no se había arrodillado para besarle la rodilla.
Sus miradas se cruzaron, y por un instante Conphas se asustó. Se había olvidado de lo mucho que Xerius se parecía a su padre.
Mejor. Le cogería la nuca como si fuera a darle un beso íntimo, y entonces le clavaría el cuchillo en el esternón. Le daría un tirón a la hoja y le partiría el corazón por la mitad. El asesinato sería rápido y notablemente falto de crueldad. Entonces, él se dirigiría a los hombres que estaban a sus pies y les ordenaría que garantizaran la seguridad del recinto imperial. En menos de lo que un corazón tarda en latir, el Imperio sería suyo.
Alzó la mano para darle el beso, pero su tío se la apartó y le hizo a un lado de un empujón, cautivado por algo que estaba muchos escalones por debajo.
—¿Y qué es eso? —gritó, obviamente refiriéndose al prisionero.
Conphas resiguió con la mirada a los espectadores y vio a Gaenkelti y muchos otros escrutándole con recelo. Con una sonrisa falsa, se giró para unirse al Emperador.
—¡Ah, tío! Éste es el único prisionero que podemos ofrecerte. Todo el mundo sabe que los scylvendios son unos pésimos esclavos.
—¿Y quién es él?
El hombre había sido empujado hasta quedar de rodillas, y entonces se inclinaba sobre su desnudez, con los brazos llenos de cicatrices encadenados a la espalda. Uno de los guardaespaldas tiró de su melena negra y le levantó la cara hacia el Emperador. Pese a que un rastro de desdén dominaba su expresión, sus ojos grises estaban ausentes, fijos en cosas que no eran de ese mundo.
—Xunnurit —dijo Conphas—, su Rey–de–Tribus.
—¡Había oído que había sido capturado, pero no me atrevía a creer los rumores! ¡Conphas! ¡Conphas! ¡El Rey–de–Tribus scylvendio capturado! ¡Hoy has hecho inmortal esta Casa! Lo cegaré, lo castraré y lo ataré a la base de mi trono, como los antiguos Grandes Reyes de Kyraneas.
—Una magnífica idea, tío.
Conphas miró a su derecha y finalmente vio a su abuela. Llevaba una túnica de seda verde cruzada por una banda azul en forma de abrazo. Como siempre, parecía una vieja zorra haciéndose la coqueta. Pero había algo en su expresión… Por alguna razón, parecía distinta.
—Conphas —dijo jadeando, con los ojos abiertos de embeleso—. ¡Te marchaste como heredero del Imperio y has vuelto como un dios!
Una inspiración colectiva siguió a esas palabras. Traición, o al menos algo que sin duda el Emperador interpretaría como una traición.
—Eres demasiado amable, abuela —dijo Conphas, rápidamente—. Vuelvo como un humilde esclavo que sólo ha cumplido la orden de su amo.
«¡Pero tiene razón! ¿No es así?»
Por alguna razón, dejó de acariciar la posibilidad de derrocar a su tío y trató de arreglar la metedura de pata de su abuela. Resolución. ¡Tenía que concentrarse!
—Por supuesto, querido. Hablaba en un sentido figurado… —De un modo curiosamente obsceno para una mujer tan vieja, se dirigió pavoneándose a su lado y entrelazó el brazo en el que portaba el cuchillo con el de ella—. Debería darte vergüenza, Conphas. Puedo entender que el vulgo —miró con ira a los ministros de su hijo— encuentre escandalosas mis palabras, pero ¿tú?
—¿Debes siempre mimarlo tanto, madre? —dijo Xerius.
Había estado palpando su trofeo, como si tratara de poner a prueba su tono muscular.
Por casualidad, Conphas interceptó la mirada de Martemus, que estaba pacientemente arrodillado; hasta entonces había sido ignorado por completo. El general asintió peligrosamente.
Una conocida serenidad se apoderó entonces de Conphas, la que le permitía pensar y actuar con tranquilidad mientras los otros hombres daban tumbos. Miró las aparentemente interminables hileras de soldados de infantería que había debajo de ellos. «Con una orden tuya, todos los soldados…»
Se separó de su abuela.
—¡Mira! —dijo—, hay cosas que debo saber.
—¿O qué? —respondió su tío, que se había olvidado del Rey–de–Tribus, o quizá su interés había sido una argucia.
Sin intimidarse, Conphas miró con dureza los ojos pintados de su tío y sonrió ante la absurdidad de su corona Shigek.
—O dentro de poco estaremos en guerra con los Hombres del Colmillo. ¿Sabías que han provocado un disturbio cuando he intentado entrar en Momemn? ¿Que han matado a veinte de mis Kidruhil?
Conphas se dio cuenta de que su mirada se había desplazado hacia el cuello blando y maquillado de su tío. Quizá ése sería el mejor lugar en el que golpear.
—¡Oh, sí! —dijo Xerius con un gesto desdeñoso—, un incidente lamentable. Calmemunis y Tharschilka han estado incitando a otros hombres aparte de los suyos. Pero te aseguro que es un asunto concluido.
—¿Qué quieres decir con lo de concluido? —Por primera vez en su vida, a Conphas no le importaba en absoluto lo que su tío opinara de su tono.
—Mañana —declaró Xerius con la voz de un decreto— tú y tu abuela me acompañaréis río arriba para observar el transporte de mi último monumento. Sé, sobrino, que tienes una naturaleza inquieta, que eres partidario de la acción decisiva, pero debes ser paciente. Esto no es Kiyuth, y nosotros no somos scylvendios… Las cosas no son como parecen, Conphas.
Conphas estaba estupefacto. «Esto no es Kiyuth y nosotros no somos scylvendios.» ¿Qué significaba eso?
Como si el asunto estuviera terminado, Xerius prosiguió.
—¿Es éste el general del que tan bien me has hablado? Martemus, ¿verdad? Es un placer para mí que esté aquí. No he podido transportar a un número suficiente de tus hombres para llenar el campus, así que me he visto obligado a utilizar mi Guardia Eótica y varios cientos de los guardias de la ciudad.
Aunque estaba anonadado, Conphas respondió sin dudar.
—¿Y los has vestido como mis… regulares del ejército?
—Por supuesto. La ceremonia es tanto por ellos como por ti, ¿verdad?
Con el corazón martilleándole, Conphas se arrodilló y besó la rodilla de su tío.
Armonía… Tan dulce. Eso era lo que Ikurei Xerius creía que estaba buscando a tientas.
Cememketri, el Gran Maestro del Saik Imperial, le había asegurado que el círculo era la más pura de las formas geométricas, la más eficaz para apaciguar el espíritu. Le había dicho que uno no debía vivir su propia vida en líneas. Había que hacer nudos con círculos de cuerda, y había que tramar las intrigas con círculos de sospecha. ¡La propia forma de la armonía estaba maldita!
—¿Cuánto tiempo debemos esperar, Xerius? —le preguntó su madre desde detrás, cuya voz sonaba ronca por la edad y la irritación.
«El sol quema, ¿verdad, madre zorra?»
—Pronto —le dijo al río.
Desde la proa de su galera, Xerius contemplaba las aguas marrones del río Phayus. Tras él, estaba sentada su madre, la Emperatriz Istriya, y su sobrino, Conphas, exaltado por su impresionante destrucción de las tribus scylvendias en Kiyuth. En teoría, les había invitado a presenciar el transporte de su último monumento desde las canteras de Osbesus, río abajo, a Momemn. Pero como siempre, tras la reunión de la familia imperial se ocultaban más motivos. Sabía que se burlarían del monumento —su madre abiertamente, su sobrino en silencio—, pero no despreciarían —no podían— el anuncio que en breve les iba a hacer. La mera mención de la Guerra Santa sería suficiente para merecer su respeto.
Durante un tiempo, por lo menos.
Desde que habían zarpado de los muelles de piedra de Momemn, su madre había estado adulando a su nieto.
—Quemé más de doscientos votivos de oro por ti —estaba diciendo—, uno por cada día que estuviste en el campo de batalla. Y ofrecí treinta y dos perros al sacerdocio de Gilgaól para que los sacrificaran en tu…
—Hasta les regaló un león —gritó Xerius por encima de su hombro—. El albino que Pisathulas compró a ese insoportable comerciante kutnami, ¿no es así, madre?
Aunque no podía verla, percibió sus ojos clavados en su espalda.
—Eso tenía que ser una sorpresa, Xerius —dijo con una ácida dulzura—. ¿Te habías olvidado?
—Lo siento, madre. Yo…
—Tenía preparada su guarida —le dijo a Conphas, como si Xerius no hubiera hablado—. Un regalo lógico para el León de Kiyuth, ¿no? —Se rió de su propio ingenio para la conspiración.
Xerius se agarró con fuerza al pasamanos de caoba.
—¡Un león! —exclamó Conphas—. Y albino, ¡nada menos! No es de extrañar que los Dioses me favorecieran, abuela.
—Un soborno —respondió ella, desdeñosamente—. Estaba desesperada por que volvieras de una sola pieza; loca de desesperación. Pero ahora que me has dicho que derrotaste a los brutos, me siento idiota. ¡Tratar de sobornar a los Dioses para que cuidaran de uno de ellos! El Imperio nunca ha visto a hombres como tú, querido Conphas. ¡Nunca!
—Todo lo que sé, abuela, te lo debo a ti.
Istriya a punto estuvo de soltar una risa nerviosa. Las alabanzas, especialmente las procedentes de Conphas, siempre habían sido su narcótico preferido.
—Fui una tutora bastante severa, ahora que lo mencionas.
—La más severa.
—Pero es que tú siempre llegabas tarde, Conphas. Esperar a alguien siempre saca lo peor que hay en mí. Podría arrancar ojos de un zarpazo.
Xerius apretó los dientes. «¡Sabe que estoy escuchando! Me está acosando.»
Conphas se estaba riendo.
—Me temo que descubrí los placeres de las mujeres a una edad terriblemente precoz, abuela. Tenía a otras tutoras a las que atender.
Istriya estaba siendo maliciosa, hasta seductora. Vieja zorra.
—Lecciones aprendidas de primera mano, supongo.
—Todo se reduce a follar, ¿no es así?
Sus risas taparon el zumbido de los remos de la galera. Xerius reprimió un grito.
—¡Y ahora la Guerra Santa, querido Conphas! ¡Serás más, mucho más, que el mejor Exalto–General de nuestra historia!
«¿Qué está tratando de hacer?» Istriya siempre le había acosado, pero nunca había llegado a llevar sus bromas tan cerca de la sedición. Sabía que gracias a su victoria sobre los scylvendios, Conphas había dejado de ser una herramienta para transformarse en una amenaza; especialmente, después de la farsa del foro el día anterior. Xerius sólo tenía que echarle un vistazo a la cara de su sobrino para saber que Skeaos había tenido razón. En los ojos de Conphas estaba el asesinato. Si no hubiera sido por la Guerra Santa, Xerius habría ordenado que acabaran con él allí mismo.
Istriya había estado allí. Sabía todo eso, y a pesar de ello presionaba cada vez más. ¿Estaba ella…?
¿Estaba tratando de que mataran a Conphas?
Conphas, obviamente, estaba desconcertado.
—Mis hombres llamarían a eso contar los muertos antes de que se derrame la sangre, abuela.
Pero ¿estaba realmente preocupado? ¿Podía estar actuando? ¿Algo tramado por los dos para despistarle? Observó con los ojos entrecerrados el otro extremo de la galera en busca de Skeaos. Le vio con Arithmeas y le llamó con una mirada de furia, pero después se maldijo. ¿Qué necesidad tenía de ese viejo idiota? Su madre estaba haciendo trampas. Ella siempre estaba haciendo trampas.
«Ignórales.»
Skeaos se deslizó a su lado —el hombre caminaba como un cangrejo—, pero Xerius no le hizo caso. Respirando lenta y profundamente, estudió el tráfico del río. Con una lenta elegancia, los barcos se adelantaban unos a otros, y la mayoría transportaban pesadas mercancías. Vio los cuerpos sin vida de cerdos y ganado, urnas de aceite y barriles de vino; vio trigo, maíz, roca de cantera, e incluso lo que le pareció que debía de ser una compañía de danza, todo surcando el ancho río de regreso a Momemn. Era bueno estar en el Phayus. Era la gran cuerda a partir de la que se extendían las inmensas redes del Nansurium. El comercio y la industria de los hombres, todo sancionado por su imagen.
«El oro que tienen en sus manos —pensó— lleva mi rostro.»
Miró el cielo. Sus ojos se posaron sobre una gaviota misteriosamente suspendida en el corazón de una nube tormentosa. Por un momento, pensó que podía sentir la caricia de la armonía y olvidar el fastidio de su madre y su sobrino a sus espaldas.
Entonces, la galera dio una sacudida y se detuvo de repente. Xerius se tambaleó sobre la proa un momento, tratando de tenerse en pie. Se incorporó y buscó con la mirada llena de furia al capitán entre una pequeña horda de funcionarios que estaban en mitad del barco. Oyó gritos amortiguados por la madera; después, el chasquido de los látigos. Las imágenes le vinieron a la cabeza espontáneamente: espacios atestados y oscuros, dientes podridos apretándose agónicamente, sudor y un dolor insoportable.
—¿Qué ha pasado? —oyó Xerius que preguntaba su madre.
—Un banco de arena, madre —dijo Conphas a modo de explicación—. Otro retraso, al parecer. —Su tono estaba preñado de impaciencia, una licencia a la que no se hubiera atrevido meses antes, pero todavía pequeña comparada con la afrenta del día anterior.
Los gritos resonaron en la cubierta embaldosada. Los remos batían las aguas circundantes, pero sin ningún efecto. Con una expresión que ya imploraba piedad, el capitán se acercó y reconoció que habían encallado. Xerius reprendió al idiota mientras percibía el escrutinio de su madre. Cuando la miró, vio un par de ojos demasiado sagaces para pertenecer a una madre que observaba a su hijo. A su lado, Conphas se recostó en su diván, sonriendo como si estuviera contemplando una pelea de gallos amañada.
Turbado por su escrutinio, Xerius hizo un gesto para interrumpir las quejumbrosas explicaciones del capitán.
—¿Por qué deberían los remeros recoger lo que tú has sembrado? —gritó.
Disgustado por el infantil lloriqueo de aquel hombre, le dio la espalda y ordenó a sus guardaespaldas que se lo llevaran abajo. El aullido del capitán no hizo más que espolear su ira. ¿Por qué había tan pocos hombres capaces de soportar las consecuencias de sus acciones?
—Un juicio —dijo su madre, secamente— digno del Último Profeta.
—Esperaremos aquí —espetó Xerius a nadie en concreto.
Al cabo de un rato, los latigazos y los gritos amainaron. Los remos quedaron en silencio. Se produjo un infrecuente momento de tranquilidad en la cubierta. El aullido de un perro resonó sobre las aguas. Los niños se perseguían a lo largo del embarcadero meridional esquivando pimenteros y chillando. Pero se oyó otro sonido.
—¿Los oís? —preguntó Conphas.
—Sí, los oigo —respondió Istriya, girando el cuello para mirar río arriba.
Xerius también lo oía: un débil coro de gritos sobre las aguas. Entrecerrando los ojos, miró a lo lejos, donde el Phayus se doblaba y se plegaba entre oscuras laderas, buscando algún signo visible de la barcaza que transportaba su nuevo monumento. No vio ninguno.
—Quizá —le susurró Skeaos al oído— deberíamos esperar tu último triunfo en la popa de la galera, Dios–de–los–Hombres.
Empezó a reprender al Primer Consejero por interrumpirle con tonterías, pero después dudó.
—Continúa —murmuró, escudriñando al anciano.
El rostro de Skeaos le recordaba con frecuencia una manzana podrida con los dos agujeros de los ojos negros relucientes. Parecía un niño viejo.
—Desde allí, Dios–de–los–Hombres, tu divino monumento se revelará mucho mejor, lo que permitirá a tu madre y tu sobrino… —Tenía una expresión dolorida.
Xerius hizo una mueca y miró con recelo a su madre.
—Nadie osa burlarse del Emperador, Skeaos.
—Por supuesto, Dios–de–los–Hombres; sin duda. Pero si esperamos en la popa, tu obelisco quedará expuesto en un magnífico ángulo mientras la barcaza nos adelanta.
—Ya había pensado en eso…
—Sin duda.
Xerius se giró hacia la Emperatriz y el Exalto–General.
—Ven, madre —dijo—. Apartémonos del sol. Un poco de sombra te favorecerá.
Istriya frunció el entrecejo al oír el insulto, pero por otro lado, pareció visiblemente aliviada. El sol estaba en lo más alto y calentaba mucho para esa época del año. Se alzó con una elegancia tensa y, a regañadientes, cogió la mano que le ofrecía su hijo. Conphas se puso en pie tras ella y los siguió. Formaciones de esclavos perfumados y funcionarios se apartaron de su camino. Con Skeaos esperando a una distancia prudente, los tres se detuvieron en las mesas cubiertas de manjares. Xerius se animó cuando su madre alabó a los esclavos de la cocina. Halagar a sus sirvientes siempre había sido una manera de arrepentirse de anteriores indiscreciones, su forma de disculparse. Xerius pensó que quizá sería indulgente con él ese día.
Finalmente, se instalaron bajo el dosel de la parte posterior de la galera y se tendieron en sofás nilnameshi. Skeaos permaneció a la derecha de Xerius, su posición habitual. El Emperador encontraba su presencia reconfortante: como un vino demasiado fuerte, su familia tenía que rebajarse con agua.
—¿Y cómo está mi media hermana? —le preguntó Conphas. El jnan había empezado.
—Una esposa satisfactoria.
—Y a pesar de ello, su útero sigue cerrado —señaló Istriya.
—Ya tengo un heredero —respondió Xerius con indiferencia, sabedor de que la vieja bruja se alegraba de su impotencia. La semilla fuerte abría el útero. Le había llamado débil.
Los ojos negros de Istriya refulgieron.
—Sí… Un heredero sin herencia.
¡Qué franqueza! Quizá la edad había atrapado, por fin, a la inmortal Istriya. Quizá el tiempo era el único veneno del que no podría escapar.
—Ve con cuidado, madre. —Quizá, y esa idea llenó a Xerius de un estridente júbilo, muriera pronto. Maldita vieja zorra.
Conphas intercedió.
—Creo que la abuela se refiere a los Hombres del Colmillo, divino tío… Esta mañana he sabido que acaban de provocar altercados y saquear Jarutha. Hemos soportado disturbios y exigencias del Shriah, tío. Estamos al borde de una guerra abierta.
Al corazón del asunto directamente. No era elegante. Era burdo.
—¿Qué tienes pensado hacer, Xerius? —preguntó Istriya—. No es sólo tu malhumorada y a veces poco educada madre quien se inquieta por estos portentosos acontecimientos. Hasta las Casas de la Congregación más dignas de confianza están alarmadas. En un sentido u otro, debemos actuar.
—Nunca he creído que fueras poco educada, madre; sólo lo pareces.
—Respóndeme, Xerius: ¿qué tienes pensado hacer?
Xerius suspiró de manera audible.
—Ya no es una cuestión de lo que piense que deba hacer. El hecho se ha consumado. Calmemunis ha enviado emisarios. Firmará el Solemne Contrato mañana por la tarde. Se compromete personalmente a que los altercados y los disturbios terminen hoy.
—¡Calmemunis! —siseó su madre como si le sorprendiera. Con toda probabilidad, lo había sabido antes que el propio Xerius. Después de todos los años que se había pasado tramando a favor y en contra de maridos e hijos, su red de espías se extendía hasta la misma médula del Nansurium—. ¿Qué hay de los otros Grandes Nombres? ¿Qué hay del ainonio? ¿Cómo se llama? ¿Kumrezzer?
—Sólo sé que Calmemunis va a hablar con él, con Tharschilka y con algunos otros hoy.
—También él firmará —dijo Conphas con el aire de un oráculo aburrido.
—¿Qué te hace estar tan seguro de eso? —preguntó Istriya.
Conphas levantó su cuenco, y uno de los ubicuos esclavos acudió corriendo para volver a llenárselo.
—Todos los que llegaron pronto firmarán. Debería haberme dado cuenta antes, pero ahora que lo pienso, me parece claro que esos idiotas temen la llegada de los demás por encima de cualquier otra cosa. Creen que son invencibles. Diles que los fanim son tan terribles guerreros como los scylvendios y se reirán; te recordarán que el Dios en Persona cabalga a su lado.
—¿Qué propones? —preguntó Istriya.
Sin pensar, Xerius se había incorporado en su sofá.
—Sí, sobrino, ¿qué propones?
Conphas dio un sorbo a su cuenco y se encogió de hombros.
—Creen que tienen la victoria asegurada, así que ¿por qué compartirla? O incluso peor: ¿por qué dársela a sus superiores, que no la merecen? Pensad. Cuando Nersei Proyas llegue, Calmemunis será poco más que uno de sus tenientes. Lo mismo puede decirse de Tharschilka y Kumrezzer. Cuando los principales contingentes de Galeoth y el Alto Ainon lleguen, saben que van a perder sus posiciones preeminentes. Por ahora, la Guerra Santa es suya, y quieren blandiría…
—Entonces, debes retrasar la distribución de provisiones, Xerius —le interrumpió Istriya—; evitar que marchen.
—Quizá podamos decirles —añadió Skeaos— que hemos encontrado gorgojos en nuestros graneros.
Xerius miró a su madre y su sobrino, tratando de matizar la expresión desdeñosa de su rostro. Allí era donde terminaban sus conocimientos y donde empezaba su propio genio. Ni siquiera Conphas, la astuta serpiente, podía adelantársele en aquello.
—No —dijo—. Marcharán.
Istriya le miró fijamente. Su rostro estaba todo lo estupefacto que su piel arrugada le permitía.
—Quizá —dijo Conphas— deberíamos ordenar a los esclavos que se retiraran.
Con una palmada, Xerius hizo que aquellos cuerpos perfumados salieran corriendo de la cubierta.
—¿Qué significa esto, Xerius? —preguntó Istriya, a quien le tembló la voz, como si la sorpresa le hubiera cortado la respiración.
Conphas la escudriñó esbozando con los labios una afable sonrisa.
—Creo que lo sé, abuela. ¿Podría ser, tío, que el Padirajah haya pedido un… gesto?
Enmudecido por la estupefacción, Xerius se quedó mirando boquiabierto a su sobrino. ¿Cómo podía saberlo? Demasiada perspicacia, y sin duda un exceso de relajación en las costumbres. En cierto sentido, a Xerius siempre le había aterrorizado Conphas. Era más que el simple ingenio de aquel hombre. En el interior de su sobrino había algo muerto. No, más que muerto, algo fluido. Con los demás, incluso con su madre —a pesar de que ella le parecía demasiado distante últimamente— siempre había un intercambio de expectativas tácitas, de pequeñas necesidades humanas que trababan y apuntalaban todas las conversaciones, incluso los silencios. Pero con Conphas había sólo meras superficies. Su sobrino nunca había sido conmovido por nadie. Conphas sólo se sentía conmovido por Conphas, aunque en ocasiones simulara serlo por otros. Era un hombre para el que todo era un antojo. Un hombre perfecto.
Pero ¡dominar a un hombre así! Y debía dominarle.
«Halágalo —le había dicho en una ocasión Skeaos a Xerius—. Y transfórmate en una parte de la gloriosa historia que él considera su vida.» Pero no había sido capaz. Halagar a otro era humillarse a sí mismo.
—¿Cómo lo sabes? —le espetó Xerius. El miedo añadió—: ¿Es necesario que te mande a Ziek para descubrirlo?
La Torre de Ziek. ¿Quién en Nansur no se estremecía cuando la vislumbraba alzándose sobre la congestión de Momemn? La mirada de su sobrino se endureció un instante. Le había conmovido, y ¿por qué no? Conphas se había sentido amenazado.
Xerius se rió.
La aguda voz de Istriya interrumpió su regocijo.
—¿Cómo puedes bromear con una cosa así, Xerius?
¿Había bromeado? Quizá sí.
—Discúlpame por mi tosco humor, madre, pero Conphas ha acertado, ha acertado un secreto tan mortífero que podría destruirnos a todos, destruirnos a todos si… —Se detuvo y se giró hacia Conphas—. Por eso debo saber cómo te has enterado.
Conphas se mostró cauto.
—Porque es lo que yo haría. Skauras…, no, Kian debe comprender que nosotros no somos unos fanáticos.
«Skauras.» Skauras el halcón, un nombre viejo. El taimado Sapatishah–Gobernador de Shigek kianene era el primer y correoso obstáculo que debía superar la Guerra Santa. ¡Qué poco comprendían los Hombres del Colmillo la situación real de las cosas entre los ríos Phayus y Sempis! Nansur y Kian habían mantenido una guerra intermitente durante siglos. Se conocían íntimamente y habían sellado innumerables treguas con hijas de escasa valía. Cuántos espías, rescates, incluso rehenes…
Xerius insistió mientras escudriñaba a su sobrino. En su imaginación flotó la imagen de la fantasmal cara de Skauras superpuesta a la del emisario cishaurim.
—¿Quién te lo ha dicho? —le preguntó con una abrupta intensidad.
De joven, Conphas había sido durante cuatro años rehén de los kianene. ¡Nada más y nada menos que en la corte de Skauras!
Conphas miró los mosaicos con motivos florales que había entre sus sandalias.
—El propio Skauras —dijo al fin, mirando directamente a Xerius. Su comportamiento tenía un elemento juguetón, pero el de aquél que juega solo—. Nunca he interrumpido la comunicación con su corte, pero estoy seguro de que tus espías ya te lo han dicho.
¡Y Xerius se había preocupado por los recursos de su madre!
—Debes andarte con cuidado en cosas como ésas, Conphas —dijo Istriya, maternalmente—. Skauras es uno de los viejos kianene, un hombre del desierto, tan despiadado como listo. Te utilizaría para sembrar la disensión entre nosotros si pudiera. Recuerda siempre que lo importante es la dinastía, la Casa Ikurei.
¡Esas palabras! A Xerius empezaron a temblarle las manos. Las juntó. Trató de controlar sus pensamientos. Apartó la mirada de sus rostros voraces. ¡Hacía tantos años! Jugueteando con una pequeña ampolla del tamaño del dedo de un niño, vertió el veneno en la oreja de su padre. ¡Su padre! Y su madre…, no, la voz de Istriya retumbando en sus pensamientos: «¡La dinastía, Xerius! ¡La dinastía!».
Había decidido que su marido no tenía la garra y el colmillo necesarios para mantener a la dinastía con vida.
¿Qué estaba sucediendo allí? ¿Qué estaban haciendo? ¿Conspirar?
Contempló a la anciana y adulterada bruja. ¡Ojalá hubiera deseado en algún momento matarla! Pero por lo que podía recordar, ella había sido el tótem, el fetiche sagrado que sostenía la demente maquinaria del poder en ese lugar. Sólo la vieja e insaciable Emperatriz era indispensable. En ocasiones, en su juventud, lo había despertado en mitad de la noche, atormentándole de placer, agitándole el pene, susurrándole en el oído húmedo por su lengua: «Emperador Xerius… ¿Lo sientes, mi querido hijo divino?». Era tan hermosa entonces.
Se había corrido por primera vez gracias a su mano, y ella había tomado su semen y se lo había dado a probar. «El futuro —le había dicho— sabe a sal… Y hiere, Xerius, mi querido hijo. —Esa cálida risa que envolvía el frío mármol de comodidad—. Prueba cómo hiere…»
—¿Lo ves? —estaba diciendo Istriya—. ¿Ves cómo le preocupa? Eso es lo que Skauras espera.
Conphas había estado observándole detenidamente.
—No soy idiota, abuela. Y ningún infiel podría tomarme por tal, especialmente Skauras. En cualquier caso, te pido disculpas, tío. Debería habértelo dicho antes.
Xerius los observó a los dos con la mirada en blanco. Fuera, el sol era fiero y brillaba tanto que filtraba los motivos bordados en el toldo rojo al interior: animales entrelazados en círculos alrededor del sello del Sol Negro de Nansur. En todas partes —en la sanguinolenta sombra del toldo, en los muebles, el suelo y las extremidades—, el Sol Negro del Imperio estaba rodeado de bestias incestuosas.
«Mil soles —pensó, sintiéndose en calma—. En todas las viejas provincias, ¡mil soles! Nuestros antiguos bastiones serán recuperados. ¡El Imperio será restaurado!»
—Serénate, hijo —estaba diciendo Istriya—. Sé que no eres tan idiota como para sugerir que Calmemunis y los otros marchen contra los kianene, o que sacrificar a todos los Hombres del Colmillo reunidos hasta ahora sea el «gesto» al que se refiere mi nieto. Eso sería una locura, y el Emperador de Nansur no está loco. ¿Verdad, Xerius?
Durante ese rato, los gritos que habían oído antes se habían ido acercando. Xerius se puso en pie y se dirigió hacia el pasamanos de estribor. Apoyándose, vio cómo el primero de los remolcadores de las barcazas se deslizaba procedente de las distantes riberas. Miró de soslayo a los remeros, como la espina dorsal de un ciempiés. Sus espaldas refulgían bajo el sol.
«Pronto…»
Se giró hacia su madre y su sobrino, y después miró de soslayo a Skeaos, que permanecía inexpresivo, al modo de los intrusos accidentales.
—El Imperio quiere lo que ha perdido —dijo Xerius—. Nada más. Y sacrificará cualquier cosa, hasta una Guerra Santa, para obtener lo que quiere. —¡Era tan fácil decirlo! Esas palabras eran el mundo en pequeño.
—¡Estás loco! —gritó Istriya—. ¿Así que mandarás a esos primeros extranjeros a la muerte y mermarás la Guerra Santa a la mitad simplemente para mostrar al tres veces maldito Skauras que no eres un lunático religioso? Despilfarras tu fortuna, Xerius, y ¡tientas la infinita ira de los Dioses!
Su violencia le sorprendió. Pero poco importaba para sus planes lo que ella pensara. Era a Conphas a quien necesitaba… Xerius le observaba.
Después de un momento de reconcentrada deliberación, Conphas asintió lentamente.
—Ya veo… —dijo.
—¿Ves algún sentido en esto? —siseó Istriya.
Conphas lanzó a Xerius una mirada valorativa.
—Piensa, abuela. Llegarán muchos más hombres que los que se han reunido hasta ahora, verdaderos Grandes Nombres, como Saubon, Proyas, ¡incluso Chepheramunni, Rey–Regente del Alto Ainon! Pero lo que es más importante es que parece que las masas de plebeyos han sido las primeras en responder a la llamada de Maithanet, esos iletrados, movidos por el sentimiento más que por el sobrio espíritu de la guerra. Perder a esa chusma sería una ventaja en innumerables sentidos: menos bocas que alimentar, un ejército más cohesionado en el campo de batalla… —Se detuvo y miró a Xerius con lo que sólo podría describirse como asombro en los ojos, o algo parecido a eso—. Y eso enseñaría al Shriah y a los que le siguen a temer a los fanim. Su dependencia de nosotros, de los que ya respetamos a los infieles, crecerá en la misma medida que su miedo.
—¡Es una locura! —espetó Istriya, impertérrita ante la defección de su nieto—. ¿Qué? Entonces, ¿guerreamos contra los kianene bajo las condiciones de un tratado secreto? ¿Por qué deberíamos darles algo ahora, cuando nosotros estamos al fin en una posición a la que aferramos? ¡Romperle la espalda a un odiado enemigo! ¿Y vosotros parlamentaríais con ellos? ¿Diríais: «Cortaré esta extremidad y aquélla de allí, pero no ésta»? ¡Es una locura!
—Pero ¿estamos nosotros en esa posición, abuela? —replicó Conphas; la deferencia filial estaba entonces ausente de su tono—. ¡Piensa! ¿Quiénes somos nosotros? Ciertamente, no los Ikurei. Nosotros significa los Mil Templos. Maithanet es quien tiene cogido ese martillo, ¿o acaso lo has olvidado?, mientras que nosotros solamente tratamos de hacernos con los pedazos resultantes. ¡Maithanet nos arruina, abuela! Hasta el momento ha hecho cuanto ha podido para castrarnos. Ésa es la razón por la que ha invitado a los Chapiteles Escarlatas, ¿no es así? Para evitar pagar el precio que nosotros exigimos por el Saik Imperial.
—Ahórrame tus explicaciones de cuento de hadas, Conphas. Todavía no soy una vieja tan estúpida. —Se giró hacia Xerius y le dedicó una mirada feroz. Su diversión debió parecerle evidente—. Así que Calmemunis, Tharschilka e incontables miles de otros son destruidos. La horda ha sido sacrificada. Y entonces, ¿qué, Xerius?
Xerius no pudo evitar sonreír. ¡Qué plan! ¡Hasta el gran Ikurei Conphas estaba sobrecogido! Y Maithanet… El pensamiento le dio ganas de ponerse a reír como un poseso.
—Entonces, ¿qué? Nuestro Shriah aprende lo que es el miedo. El respeto. Todos sus aspavientos, todos sus sacrificios, himnos y adulaciones no habrán servido de nada. Como has dicho antes, madre, no se puede sobornar a los Dioses.
—Pero a ti sí.
Xerius se rió.
—Por supuesto que a mí sí. Si Maithanet ordena a los Grandes Nombres que firmen el Solemne Contrato, que prometan la devolución de las viejas provincias al Imperio, entonces le daré —se giró hacia su sobrino e inclinó la cabeza— el León de Kiyuth.
—¡Espléndido! —gritó Conphas—. ¿Cómo no lo había visto antes? Azotarles con una mano para acariciarlos con la otra. ¡Genial, tío! La Guerra Santa será nuestra. ¡El Imperio será restaurado!
Le Emperatriz miró a su progenie con recelo.
—¿Qué dices, madre?
Pero la mirada de Istriya se había posado en el Primer Consejero.
—Te has mantenido en un absoluto silencio, Skeaos.
—No es éste el lugar adecuado para que yo hable, Emperatriz.
—¿No? Pero ¿este demente plan es tuyo, no es así?
—Es mío, madre —le espetó Xerius, irritado por su suposición—. El pobre lleva semanas tratando de sacármelo de la cabeza. —Ya mientras decía las palabras sabía que estaba cometiendo un error.
—¿Es así? ¿Y por qué, Skeaos? Pese a lo mucho que te desprecio a ti y a la desorbitada influencia que ejerces sobre mi hijo, siempre me ha parecido que tus ideas son sólidas. ¿Qué opiniones puedes compartir con nosotros?
Skeaos la miró con una expresión de impotencia y no dijo nada.
—¿Temes por tu vida, Skeaos? —dijo Istriya, gentilmente—. Haces bien… La justicia de mi hijo es severa y carece totalmente de coherencia. Pero yo no tengo miedo, Skeaos. Las ancianas están más resignadas ante la muerte que los ancianos. Al traer la vida al mundo, acabamos viéndonos a nosotras mismas como deudoras. Lo que se da se quita —apuntó, y se giró hacia su hijo, con los labios fruncidos en una sonrisa depredadora—, lo cual me lleva a lo que quería decir: a juzgar por lo que Conphas dice, Xerius, das poco o más bien nada a los fanim entregándoles la primera mitad de la Guerra Santa.
Xerius reprimió su furia.
—No me cabe duda de que cientos de miles de vidas es más que poco, madre —respondió.
—¡Ah!, pero yo hablo en términos prácticos, Xerius. Conphas dice que esos hombres son escoria, más un impedimento que una ventaja. Como Skauras también debe saberlo, te pregunto, mi querido hijo: ¿qué ha exigido a cambio? Ya sé qué recibes, así que, dime, ¿qué has dado?
Xerius la observó, pensativo. Le vino a la memoria su encuentro con el cishaurim, Mallahet, y sus crípticas negociaciones con Skauras. ¡Qué fría le parecía entonces aquella noche de verano! Fría e infernal…
«El Imperio será restaurado…, cueste lo que cueste.»
—Permíteme —prosiguió Istriya— que simplifique, ¿de acuerdo? Dime cuáles son los riesgos. Dime dónde la segunda mitad de la Guerra Santa, la útil, necesariamente se tambalea.
Xerius engarzó su mirada con la de Conphas. Vio la odiada y consciente sonrisa que no estaba en su cara, pero encontró en ella un asentimiento, lo único que necesitaba. ¿Qué era Shimeh comparada con el Imperio? ¿Qué era la fe comparada con el poder imperial? Conphas se había puesto del lado del Imperio, de su lado. De repente, el aire le pareció cargado del almizcle de la humillación de su madre. Se regocijó en él.
—Esto es la guerra, madre. Como en el juego de las fichas numeradas, ¿quién puede decir qué triunfos o catástrofes nos depara el futuro?
La Emperatriz le observó durante un largo rato con el rostro desconcertantemente imperturbable bajo su piel de cosméticos.
—Shimeh —dijo finalmente con una voz mortecina—; la Guerra Santa perecerá ante Shimeh.
Xerius sonrió; después, se encogió de hombros. Se giró hacia el río. En ese momento, los gritos de los remeros estriaban el cielo y la primera de las barcazas pasaba ante ellos. Arrastrando largas cuerdas de cáñamo, remolcaba una inmensa gabarra de madera, tan grande que parecía doblar la reluciente espalda negra del río. Vio el monumento negro sujetado con vigas, tan largo como altas eran las puertas de Momemn: un gran obelisco para el templo–complejo de Cmiral en Momemn. Mientras pasaba ante él, sintió la calidez erótica del basalto bajo el sol, que irradiaba desde los grandes planos y el inmenso perfil de su cara, el temible semblante de Ikurei Xerius III, en el pináculo. Sintió que el corazón se le desbordaba y lágrimas imperiales le cayeron por las mejillas. Le pareció ver cómo levantaban el monumento en el centro de Cmiral, entre miles de ojos maravillados; su rostro imperial mostrado para siempre al blanco sol. Un santuario.
Sus pensamientos dieron un salto: «Seré inmortal…».
Regresó a su sofá y se recostó para saborear deliberadamente las llamaradas de esperanza y orgullo. ¡Oh, dulce, divina vanidad!
—Como un inmenso sarcófago —dijo su madre, siempre el áspid de la verdad.