Momemn
«La diferencia entre el emperador fuerte y el débil es simplemente ésta: el primero hace del mundo su ruedo, mientras que el segundo hace de él su harén.» |
Casidas, Los anales de Cenei |
«Lo que los hombres del Colmillo nunca comprendieron era que los nansur y los kianene eran viejos enemigos. Cuando dos pueblos civilizados se encuentran en guerra durante siglos, una infinidad de intereses comunes surgirán en mitad de su mayor antagonismo. Los enemigos ancestrales comparten muchas cosas: respeto mutuo, una historia común, un triunfo en punto muerto y una plétora de treguas tácitas. Los Hombres del Colmillo eran intrusos, una marea impertinente que amenazaba con arrasar los cauces respetados de una enemistad mucho más antigua.» |
Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa |
Principios de verano, año del Colmillo 4110, Momemn
Diseñada para capturar la puesta del sol, la Sala de Audiencias imperial no tenía muros detrás del estrado del Emperador. La luz del sol entraba en el interior abovedado a través de los pilares de mármol de la explanada e iluminaba los tapices que había suspendidos entre ellos. La brisa arremolinaba el humo de los incensarios colocados alrededor del estrado y mezclaba la fragancia de los aceites olorosos con las del cielo y el mar.
—¿Se sabe algo de mi sobrino? —preguntó Ikurei Xerius III a Skeaos, su Primer Consejero—. ¿Algo de Conphas?
—No, Dios–de–los–Hombres —respondió el anciano—. Pero todo va bien. Estoy seguro.
Xerius frunció los labios e hizo cuanto pudo para parecer sereno.
—Procede, Skeaos.
Con el frufrú de su toga de seda, el marchito Primer Consejero se giró hacia los demás funcionarios reunidos alrededor del estrado. Desde que tenía uso de razón, Xerius siempre había estado rodeado de soldados, embajadores, esclavos, espías y astrólogos… Desde que tenía uso de razón, había sido el centro de esa muchedumbre que correteaba de aquí para allá, el gancho del que colgaba el maltrecho manto del Imperio. Entonces, de repente, le sorprendió no haber mirado nunca a ninguno de ellos a los ojos, jamás. Mirar a los ojos al Emperador estaba prohibido para aquéllos que no tenían sangre imperial. Esa idea le horrorizó.
«Con la salvedad de Skeaos, no conozco a ninguno de esos hombres.»
El Primer Consejero se dirigió a ellos.
—Ésta será una audiencia distinta de todas las que habéis presenciado antes. Como sabéis, el primero de los grandes caballeros inrithi ha llegado. Somos el portal a través del cual él y sus pares deben pasar para unirse a la Guerra Santa. No podemos impedírselo ni cobrarles por ello, pero podemos ejercer nuestra influencia, hacerles ver que nuestros intereses coinciden con lo que está bien y es verdadero. A medida que avance la audiencia, manteneos en silencio. No cuchicheéis. No os mováis. Adoptad un aspecto de severa compasión. Si el estúpido firma el Solemne Contrato, sólo entonces prescindiremos del protocolo. Podéis mezclaros con su séquito, compartir la comida o la bebida que los esclavos os ofrezcan. Pero medid vuestras palabras. No reveléis nada. Nada. Quizá creáis que estáis al margen de estos acontecimientos, pero no lo estáis. Formáis parte de ellos. No cometáis ningún error, amigos míos; el propio Imperio está en juego.
El Primer Consejero miró a Xerius, que asintió.
—Ha llegado el momento —gritó Skeaos, haciendo un gesto hacia el extremo más lejano de la Sala de Audiencias imperial.
Las grandes puertas de piedra, reliquias kyraneanas recuperadas de las ruinas de Methsonc, se abrieron pesadamente.
—Su eminencia —gritó una voz—, el señor Nersei Calmemunis, Palatino de Kanampurea.
Sintiéndose por sorpresa sin aliento, Xerius observó cómo sus ujieres imperiales guiaban al séquito conriyano por la sala. A pesar de su anterior resolución de permanecer inmóvil («los hombres que parecen estatuas —pensaba— irradian sabiduría»), se encontró tirándose de las borlas de su faldón de lino. Había recibido a innumerables peticionarios en cuarenta y cinco años, embajadas de guerra y paz de todos los Tres Mares, pero como Skeaos había dicho, nunca había presidido una audiencia como aquélla.
«El propio Imperio…»
Habían pasado meses desde que Maithanet había declarado la Guerra Santa contra los infieles de Kian. Como la nafta, los maníacos llamamientos habían incendiado los corazones de todos los hombres de la nación inrithi; a los píos, los sedientos de sangre y los codiciosos por igual. Incluso entonces, las arboledas y los viñedos que había más allá de las murallas de Momemn estaban repletos de los autoproclamados Hombres del Colmillo. Pero hasta la llegada de Calmemunis, habían sido sobre todo chusma: hombres libres de las castas inferiores, mendigos, sacerdotes cúlticos no hereditarios e incluso, según le habían dicho a Xerius, un grupo de leprosos, hombres con pocas esperanzas más allá de la promesa de Maithanet, incapaces de comprender la temible tarea que su Shriah les había encomendado. Hombres como ellos no merecían el escupitajo del Emperador, y mucho menos sus preocupaciones.
Nersei Calmemunis era una cosa completamente distinta. De todos los grandes nobles inrithi de los que se rumoreaba que habían hipotecado sus derechos de nacimiento por la Guerra Santa, él había sido el primero en llegar a las costas del Imperio. Su llegada había provocado tumultos entre la población de Momemn. Tablillas de consagración de arcilla, compradas en los templos por un talento de cobre, fueron colgadas en las calles. Las piras de Cmiral quemaron a una infinita procesión de víctimas donadas en su nombre. Todo el mundo comprendió que un hombre como Calmemunis, junto a sus barones y caballeros vasallos, sería la quilla y el timón de la Guerra Santa.
Pero ¿quién sería su piloto?
«Yo.»
Aguijoneado por un pánico momentáneo, Xerius apartó la mirada de los conriyanos que se acercaban para observar el revoloteo de alas en las alturas. Como siempre, los gorriones jugueteaban y se enmarañaban bajo las oscuras bóvedas. Por un momento, se preguntó qué sería un emperador para un gorrión. ¿Sólo un hombre más?
Le pareció poco probable.
Cuando bajó la mirada, los conriyanos se estaban arrodillando en el suelo, debajo de él. Xerius advirtió con desagrado que muchos de ellos llevaban pequeños pétalos de flores en el pelo y entre los tirabuzones aceitados de sus barbas. Marcas de la adulación de Momemn. Se pusieron en pie al unísono, algunos parpadeando, otros protegiéndose los ojos de la luz del sol.
«Para ellos, soy sólo una figura oscura enmarcada por el sol y el cielo.»
—Siempre es bueno —dijo con una sorprendente resolución— recibir a un primo de nuestra raza de allende los mares. ¿Cómo van las cosas, señor Calmemunis?
El Palatino de Kanampurea se adelantó de entre su séquito y se detuvo ante los monumentales escalones, eligiendo con poco tacto la larga sombra de Xerius para bloquear aquel resplandor. Alto y ancho de hombros, el hombre tenía una figura imponente. La pequeña boca fruncida entre la barba sugería algún defecto de nacimiento, pero los ropajes rosados y azules que llevaba eran dignos de la envidia de un emperador. Los conriyanos podían parecer salvajes con sus barbas, especialmente entre la elegancia bien rasurada de la corte imperial de Nansur, pero sus vestimentas eran impecables.
—Bien, ¿cómo va la guerra, tío?
Xerius a punto estuvo de salir disparado de su trono. Alguien reprimió un grito.
—No pretende ofenderte, Dios–de–los–Hombres —le murmuró en seguida al oído Skeaos—. Los nobles conriyanos con frecuencia se refieren a sus superiores como tíos. Es su costumbre.
«Sí —pensó Xerius—, pero ¿por qué ha mencionado la guerra? ¿Me está acosando?»
—¿A qué guerra te refieres? ¿La Guerra Santa?
Calmemunis miró con los ojos entrecerrados lo que para él debía de ser un muro de siluetas en lo alto.
—Me dijeron que tu sobrino, Ikurei Conphas, marcha contra los scylvendios en el norte.
—¡Oh! Eso no es una guerra. Es solamente una expedición de castigo; una simple escaramuza, en realidad, si se la compara con la gran guerra que se avecina. Los scylvendios no son nada. El único objeto de mi preocupación son los fanim de Kian. Después de todo, son ellos, y no los scylvendios, quienes profanan la santa Shimeh.
¿Podían los demás oír el hueco que tenía en el estómago?
Calmemunis frunció el entrecejo.
—Pero he oído que los scylvendios son un pueblo formidable, que nunca han sido vencidos en el campo de batalla.
—Has oído mal… Pues bien, Palatino, tu viaje desde Conriya se ha producido sin incidentes, intuyo.
—Nada digno de mención. Momas nos favoreció con un mar tranquilo.
—Merced a su gracia viajamos… Dime, ¿tuviste ocasión de hablar con Proyas antes de partir de Aoknyssus? —Podía oír claramente cómo Skeaos se tensaba a su lado. Menos de tres horas antes, el Primer Consejero le había informado de la enemistad de Calmemunis con su ilustre pariente. Según sus fuentes en Conriya, Proyas había ordenado que Calmemunis fuera azotado por impiedad en la batalla de Paremti el año anterior.
—¿Proyas?
Xerius sonrió.
—Sí, tu primo. El Príncipe Coronado.
Su cara y su pequeña boca se oscurecieron.
—No, no hablamos.
—Creía que Maithanet le había ordenado que condujera a todos los conriyanos a la Guerra Santa.
—Estás equivocado.
Xerius reprimió una carcajada. Se dio cuenta de que ese hombre era estúpido. Con frecuencia se había preguntado si no era ésa la verdadera función del jnan: la rápida separación del grano de la paja. Entonces comprobaba que el Palatino de Kanampurea era paja.
—No —dijo Xerius—. Creo que no.
Varios miembros del séquito de Calmemunis fruncieron el entrecejo al oír eso —el funcionario rechoncho a su derecha incluso abrió la boca en señal de protesta—, pero no pronunciaron palabra. Sabían perfectamente, como supuso Xerius, que no debían decir nada que pudiera sugerir que a su Palatino se le había pasado algo por alto.
—Proyas y yo no… —Calmenius se detuvo, como si a media frase se diera cuenta de que había dicho demasiado. Se quedó boquiabierto, desconcertado.
«¡Oh, esto es todo un arte! El idiota de un idiota.»
Xerius hizo un gesto desdeñoso con la mano y observó cómo su sombra revoloteaba sobre los hombres del Palatino. El sol le calentaba los dedos.
—Ya basta de Proyas.
—Sin duda —espetó Calmemunis.
Xerius no dudaba de que más tarde Skeaos encontraría una forma poco original de regañarle por haber mencionado a Proyas. No tendría en cuenta el hecho de que el Palatino le había ofendido a él antes. Según Skeaos, estaban allí para seducir, no para enzarzarse en discusiones. «El viejo ingrato —pensaba Xerius— se está volviendo tan malo como mi madre.» No importaba. El Emperador era él.
—Las provisiones… —susurró Skeaos.
—Tú y tu contingente seréis proveídos de cuanto necesitéis, por supuesto —prosiguió Xerius—. Y para asegurarme de que te hospedas de un modo acorde a tu rango, he preparado una cercana casa de campo para tu solaz. —Se giró hacia el Primer Consejero—. Skeaos, ¿eres tan amable de mostrarle al Palatino nuestro Solemne Contrato?
Skeaos chasqueó los dedos, y un inmenso eunuco salió lenta y pesadamente de detrás de los cortinajes, a la derecha del estrado; sostenía un atril de bronce. Un segundo eunuco le siguió; llevaba como si se tratara de una reliquia, sobre sus brazos de foca, un largo rollo de pergamino. Calmemunis, asombrado, retrocedió por los escalones cuando el primer eunuco colocó el atril ante él. El segundo sostuvo con dificultades el pergamino durante un instante —una indiscreción que, sin duda, tendría su castigo— y después lo desenrolló lentamente sobre el bronce inclinado. Ambos se retiraron a una prudente distancia.
El Palatino conriyano entrecerró los ojos burlonamente mirando a Xerius y después se inclinó para estudiar el pesado documento.
Pasó un largo rato.
—¿Lees sheyico? —le preguntó Xerius finalmente.
Calmemunis le miró de soslayo.
«Tengo que andarme con cuidado», pensó Xerius. Pocas cosas resultaban tan imprevisibles como los hombres que eran a la vez estúpidos y susceptibles.
—Leo sheyico, pero no lo entiendo.
—Eso no servirá de nada —dijo Xerius, inclinándose hacia adelante en su trono—. Eres el primer hombre de alto rango, Calmemunis, que honra con su presencia la inminente Guerra Santa. Es crucial que nos entendamos sin ningún tipo de reserva, ¿no crees?
—Es cierto —respondió el Palatino con un tono y una expresión gélidos, propios de quien trata de mantener la dignidad en un estado de desconcierto.
Xerius sonrió.
—Bien. El Imperio de Nansur, como bien debes saber, ha estado guerreando contra los fanim desde que los primeros hombres de la tribu kiani llegaron aullando de los desiertos. Durante generaciones hemos luchado contra ellos en el sur, incluso mientras luchábamos contra los scylvendios en el norte, y hemos ido perdiendo una provincia tras otra a manos de su ardor fanático. Eumarna, Xerash, incluso Shigek…, pérdidas pagadas con el sacrificio de miles y miles de hijos nansur. Todo lo que hoy es llamado Kian perteneció en el pasado a mis ancestros imperiales, Palatino. Y como quien yo soy ahora, Ikurei Xerius III, no es sino el rostro de un Emperador divino, todo lo que hoy es llamado Kian me perteneció, a mí, en el pasado.
Xerius se detuvo, transido por sus palabras y emocionado por la resonancia de su voz a través de las estancias de mármol pulido. ¿Cómo podían negar la fuerza de su oratoria?
—El Solemne Contrato que tienes ante ti, Calmemunis, solamente te une, como todo hombre debe estar unido, a la verdad. Y la verdad, la verdad innegable, es que todos los estados de Kian son, en realidad, provincias del Imperio de Nansur. Firmando este contrato, prometes deshacer esa antigua injusticia; prometes devolver todas las tierras liberadas por medio de la Guerra Santa a su legítimo propietario.
—¿Qué es esto? —preguntó Calmemunis, que a punto estaba de temblar de recelo, y eso no era bueno.
—Como te he dicho, es un contrato mediante el cual te comprometes a…
—Te he oído la primera vez —ladró Calmemunis—. ¡No me han dicho nada de esto! ¿Tiene el visto bueno del Shriah? ¿Lo sabe Maithanet?
¿El muy idiota tenía el descaro de interrumpirle? ¿A Ikurei Xerius III, el Emperador que quería ver restaurado el Nansurium? ¡Qué escándalo!
—Mis generales me dicen que has traído a mil quinientos hombres contigo, Palatino. Estoy seguro de que no esperabas que les diera una cama y un pecho del que mamar a cambio de nada, ¿verdad? —La palabra pecho atrapó su imaginación, y no pudo evitar añadir—: El Imperio no tiene tantas tetas, mi amigo conriyano.
—N–no sabía nada de esto —tartamudeó Calmemunis—. ¿Debo prometer que voy a renunciar a todas las tierras de infieles que conquiste? ¿Que voy a dártelas a ti?
El rechoncho funcionario que estaba a su lado no pudo aguantar más.
—¡No firmes nada, Palatino! Estoy seguro de que el Shriah no sabe nada de esto.
—¿Y quién eres tú? —le espetó Xerius.
—Krijates Xinemus —dijo el hombre con brío—. Mariscal de Attrempus.
—Attrempus…, Attrempus. Skeaos, por favor, dime, ¿por qué me resulta tan familiar este nombre?
—Por supuesto, Dios–de–los–Hombres. Attrempus es la hermana de Atyersus, la fortaleza que la Escuela del Mandato ha dado en usufructo a la Casa Nersei. El señor Xinemus, aquí, es un amigo íntimo de Nersei Proyas. —El viejo Primer Consejero se detuvo durante el más breve de los instantes, sin duda para permitir a su Emperador asimilar la importancia de aquello—. Su maestro de esgrima durante su infancia, si no me equivoco.
Por supuesto. Proyas no era tan estúpido como para permitir que un idiota, especialmente un idiota tan poderoso como Calmemunis, se enfrentara, él solo, a la Casa Ikurei. Había mandado a una nodriza. «¡Ah, madre! —pensó—, los Tres Mares al completo conocen nuestra reputación.»
—Mariscal —dijo Xerius—, olvidas cuál es tu lugar. ¿Acaso mi maestro de protocolo no te ha ordenado que permanecieras en silencio?
Xinemus se rió y negó con la cabeza, compungido. Se giró hacia Calmemunis.
—Nos advirtieron de que esto podía suceder, señor —dijo.
—¿Qué os advirtieron que podía suceder, Mariscal? —gritó Xerius. ¡Eso era completamente intolerable!
—Simplemente, que la Casa Ikurei podía jugar con lo que es sagrado.
—¿Jugar? —exclamó Calmemunis, girándose para enfrentarse con Xerius—. ¿Jugar con la Guerra Santa? Me he dirigido a ti con el corazón abierto, Emperador, como un Hombre del Colmillo ante otro, ¿y tú juegas con lo sagrado?
Silencio fúnebre. El Emperador de Nansur acababa de ser acusado.
—Te he pedido… —Xerius se detuvo, tratando de no gritar—. Te he pedido, ¡con buenas maneras, Palatino!, que firmaras mi Contrato. O lo firmas, o tú y tus hombres os morís de hambre; tan sencillo como esto.
Calmemunis había adoptado la mirada de alguien que iba a desenfundar su arma, y por un momento, Xerius luchó contra la demente necesidad de huir, a pesar de que las armas del hombre habían sido confiscadas. El Palatino podía ser un idiota, pero estaba terriblemente bien proporcionado. Parecía como si se dispusiera a ascender por los escalones que había entre ellos de siete en siete.
—¿De modo que no nos darás provisiones? —gritó Calmemunis—. ¿Matarás de hambre a Hombres del Colmillo para valerte de la Guerra Santa en tu favor?
«Hombres del Colmillo.» La frase hacía que Xerius tuviera ganas de escupir, y sin embargo ese parlanchín idiota la pronunció como si fuera el nombre secreto de Dios. Más fanatismo lerdo. Skeaos también le había advertido de eso.
—Sólo estoy hablando de lo que la verdad exige, Palatino. Si la verdad sirve en mi favor es porque yo sirvo los fines de la verdad. —El Emperador de Nansur no pudo reprimir una sonrisa perversa—. Que tus hombres mueran o no de hambre depende de tu decisión, Calmemunis. Tu…
Algo cálido y viscoso le golpeó la mejilla. Asombrado, se dio una palmada en la cara y estudió la mugre de sus dedos. Una premonición de condena le sobrevino y arrancó el aliento de su pecho. ¿Qué era aquello? ¿Qué clase de augurio?
Alzó la mirada hacia los gorriones que revoloteaban.
—¡Gaenkelti! —bramó.
El capitán de la Guardia Eótica corrió a su lado: llevaba el aroma de bálsamo y cuero.
—¡Matad a esos pájaros! —siseó Xerius.
—¿Ahora, Dios–de–los–Hombres?
En lugar de contestar, agarró a Gaenkelti por la capa carmesí que el hombre vestía, de acuerdo con las costumbres nansur, recogida sobre el hombro izquierdo y anudada en la cadera derecha. La utilizó para limpiarse los excrementos de pájaro de las mejillas y los dedos.
Uno de sus pájaros le había corrompido… ¿Qué podía significar eso? Lo había arriesgado todo. ¡Todo!
—¡Arqueros! —gritó Gaenkelti hacia las galerías superiores en las que estaban escondidos los Arqueros Eóticos—. ¡Matad a los gorriones!
Después de una breve pausa, se oyó el tañido de las cuerdas de unos arcos invisibles en lo alto.
—¡Morid! —rugió Xerius—. ¡Traidores desagradecidos!
Pese a su cólera, sonrió al ver cómo Calmemunis y su embajada correteaban para esquivar las flechas que caían. Las saetas repicaron en el suelo de la Sala de Audiencias Imperial. La mayoría habían errado el blanco, pero unos cuantos pájaros cayeron revoloteando como semillas de arce, llevando consigo unas pequeñas sombras retorcidas. Pronto la sala quedó llena de gorriones caídos; algunos daban cabezadas como peces arponeados, y otros estaban inertes.
Los arqueros se detuvieron. El golpeteo de las alas puntuaba el silencio.
Un gorrión empalado había caído sobre los escalones entre él y el Palatino de Kanampurea. Llevado por un capricho, Xerius se alzó de su trono y descendió por los escalones. Se inclinó y alzó la flecha con su maltrecho mensaje. Escudriñó el pájaro un instante, observó sus convulsiones y bandazos. «¿Fuiste tú, pequeño? ¿Quién te ha llevado a hacer esto? ¿Quién?»
Un simple pájaro nunca hubiera osado ofender al Emperador. Levantó la mirada hacia Calmemunis y fue presa de otro capricho, esa vez más oscuro. Sosteniendo la saeta y el gorrión ante él, se acercó al estupefacto Palatino.
—Toma esto —dijo Xerius con calma—, como muestra de mi estima.
Intercambiaron palabras de mutua indignación y después Calmemunis, Xinemus y su séquito salieron bramando de la Sala de Audiencias imperial y dejaron a Xerius solo con su corazón atronante.
Se rascó los restos de excremento de pájaro de la mejilla. Entrecerrando los ojos contra el sol, miró su trono, la silueta bruñida de sus sirvientes. Oyó vagamente a su Gran Senescal, Ngarau, pedir a gritos un cuenco de agua tibia. El Emperador debía ser limpiado.
—¿Qué significa esto? —preguntó Xerius, absorto.
—Nada, Dios–de–los–Hombres —respondió Skeaos—. Teníamos previsto que inicialmente se negaran a firmar el Solemne Contrato. Como todos los frutos, nuestro plan necesita tiempo para madurar.
«¿Nuestro plan, Skeaos? Querrás decir mi plan.»
Trató de bajar la mirada hacia aquel idiota insolente, pero el sol le confundió.
—No estoy hablando contigo ni del contrato, viejo estúpido. —Para subrayar su argumento, le dio una patada al atril de bronce. El contrato se tambaleó en el aire como un péndulo antes de caer al suelo. Entonces, señaló el pájaro ensartado que tenía a sus pies—. ¿Qué significa esto?
—Buena fortuna —gritó Arithmeas, su augur y astrólogo favorito—. Entre las castas inferiores, ser… ¡Ah!, que un pájaro se te cague encima es motivo de gran celebración.
Xerius quiso reír, pero no pudo.
—Pero que se les caguen encima es el único destino que conocen, ¿no es así?
—En cualquier caso, esa creencia encierra una gran sabiduría, Dios–de–los–Hombres. Creen que las pequeñas desgracias como ésta auguran cosas buenas. Las advertencias sombrías siempre deben acompañar al triunfo para recordarnos nuestra fragilidad.
Sintió un cosquilleo en la mejilla, como si reconociera la verdad de las palabras del augur. ¡Era un augurio! Y, además, bueno. ¡Lo sentía!
«¡Una vez más, los Dioses me han tocado!»
De nuevo animado, ascendió los escalones, escuchando ávidamente cómo Arithmeas seguía hablando sobre el modo como ese acontecimiento coincidía con su estrella, que acababa de entrar en el horizonte de Anagke, la Zorra del Destino, y entonces estaba sobre dos fortuitos ejes con el Clavo del Cielo.
—Una conjunción excelente —exclamó el corpulento augur—. ¡Sin duda, una conjunción excelente!
En lugar de regresar a su lugar en el trono, Xerius pasó junto a él y le pidió a Arithmeas que le acompañara. Liderando un pequeño grupo de funcionarios, caminó entre los grandes pilares de mármol rosado que resaltaban la ausencia del muro y salió a la terraza adyacente.
Como un vasto fresco enturbiado por colores ahumados, Momemn se extendía ante él, expandiéndose hasta el sol poniente. Su palacio, las Cumbres Andiamine, estaba en el barrio marítimo de la ciudad, de modo que podía, si lo deseaba, ver Momemn en su laberíntica entereza simplemente girando la cabeza de lado a lado: las torretas cuadradas del Cuartel Eótico al norte, el monumental malecón y los edificios del templo–complejo de Cmiral directamente al oeste, y el congestionado tumulto del puerto a lo largo de las orillas del río Phayus al sur.
Escuchando todavía a Arithmeas, observó a través de los distantes muros hacia donde las arboledas y los campos circundantes se decoloraban bajo el vientre del sol. Allí, arracimados y esparcidos a lo largo del paisaje como el moho en un pedazo de pan, veía las tiendas y los pabellones de la Guerra Santa. No eran muchos hasta entonces, pero Xerius sabía que en cosa de meses podrían cubrir perfectamente el horizonte.
—Pero la Guerra Santa, Arithmeas… ¿Significa esto que la Guerra Santa será mía?
El augur imperial entrelazó sus gruesos dedos y agitó sus carrillos afirmativamente.
—Pero los caminos del destino son estrechos, Dios–de–los–Hombres. Hay muchas cosas que debemos hacer.
Tanta atención prestaba Xerius a los diagnósticos y las prescripciones de su augur —entre los que había detalladas instrucciones para el sacrificio de diez toros— que al principio no se percató de la llegada de su madre. Pero allí estaba, una sombra estrecha en su periferia, tan inconfundible como la muerte.
—Prepara las víctimas, pues, Arithmeas —dijo perentóreamente—. Es suficiente por ahora.
Mientras el augur se retiraba, Xerius vio de soslayo un grupo de soldados que portaba el cuenco de agua que aquél había pedido antes.
—¿Arithmeas?
—¿Sí, Dios–de–los–Hombres?
—La mejilla… ¿Debo limpiármela?
El hombre agitó las manos de un modo cómico.
—¡No! E–en ningún caso, Dios–de–los–Hombres. Es crucial que esperes al menos tres días. Crucial.
Le asaltaron muchas otras preguntas, pero su madre se había acercado seguida por la tambaleante mole de su eunuco. Ella se movía con la esbelta gracilidad de una virgen de quince años pese a sus sesenta de ramera. Con un batir de muselina y seda azules, se giró hacia él y escudriñó la ciudad como había hecho Xerius hacía un instante. La luz del sol brillaba sobre las capas de su tocado de jade.
—Un hijo —dijo secamente— que depende de un idiota que balbucea y lloriquea. Es muy reconfortante para el corazón de una madre.
Percibió algo extraño en sus maneras, algo contenido. Pero, de todos modos, nadie parecía sentirse cómodo en su presencia últimamente; Xerius suponía que era porque finalmente habían vislumbrado la divinidad que moraba en su interior, después de que los dos grandes cuernos de su plan habían sido puestos en movimiento.
—Son tiempos difíciles, madre; demasiado peligrosos como para ignorar el futuro.
Ella se giró y lo estudió de un modo que era a la vez coqueto y masculino. El sol profundizó sus arrugas y proyectó la sombra de su nariz sobre la mejilla. Xerius siempre había pensado que los viejos eran, en cuerpo y alma, desagradables. La edad transformada para siempre en resentimiento. Lo que era viril y ambicioso en los ojos de los jóvenes se convertía en impotencia y codicia en los de los viejos.
«Me pareces insultante, madre. Tanto por tu aspecto como por tus maneras.»
En el pasado, la belleza de su madre había sido legendaria. En vida de su padre, ella había sido la posesión del Imperio más celebrada: Ikurei Istriya, la Emperatriz de Nansur, cuya dote había sido la quema del harén imperial.
—He estado observando tu audiencia con Calmemunis —dijo gentilmente—. Un desastre, tal como te había dicho, divino hijo mío. —Su sonrisa resquebrajó el maquillaje de alrededor de sus labios. A Xerius le sobrevino el deseo de besar esos labios con una fuerza física.
—Supongo que sí, madre.
—Entonces, ¿por qué insistes en ese sinsentido?
Y entonces ese extraño giro: su madre discutiendo contra la pura razón.
—¿Sinsentido, madre? El Solemne Contrato verá el Imperio restaurado.
—Pero si ni un idiota como Calmemunis puede ser embaucado para que lo firme, ¿qué esperanza tiene tu contrato de prosperar, eh? No, Xerius, servirás mejor al Imperio sirviendo a la Guerra Santa.
—¿También a ti te ha embrujado Maithanet, madre? ¿Cómo se embruja a una bruja?
Risas.
—Ofreciéndole la destrucción de sus enemigos, ¿cómo si no?
—Pero todo el mundo es tu enemigo, madre. ¿O me equivoco?
—Todo el mundo es enemigo de todo hombre, Xerius. Harías bien en recordarlo.
En un extremo de su campo visual, vislumbró a un guardia acercándose a Skeaos y susurrándole algo en el oído. Sus augures le habían dicho que la armonía era musical. Exigía que uno estuviera en sintonía con los matices de cada circunstancia. Xerius era un hombre que no necesitaba mirar las cosas para verlas. Poseía un refinado sentido de la sospecha.
El viejo Primer Consejero asintió; después, por un momento, miró a su Emperador con la vista inquieta.
«¿Están tramando algo? ¿Es esto una traición?» Pero se encogió de hombros para alejar esos pensamientos. Eran demasiado habituales como para confiar en ellos.
Como si intuyera el motivo de su distracción, Istriya se giró hacia Skeaos.
—¿Qué dices tú, Skeaos, eh? ¿Qué dices tú de la avaricia infantil de mi hijo?
—¿Avaricia? ¿Infantil? —gritó Xerius. ¿Por qué le provocaba de ese modo?
—¿Qué si no? Despilfarras los regalos de la Zorra. Primero el destino te entrega a este Maithanet y, en contra de mi consejo, tratas de asesinarlo. ¿Por qué? Porque no es tuyo. Después te entrega la Guerra Santa, ¡un martillo con el que aplastar a nuestro ancestral enemigo! Y como no es tuya, ¡quieres destruirla a ella también! Eso son berrinches de un niño, no las estratagemas de un Emperador astuto.
—Créeme, madre estoy tratando de desencadenar la Guerra Santa, no de acabar con ella. Los perros extranjeros firmarán el Solemne Contrato.
—¡Con tu sangre! ¿Has olvidado lo que sucede cuando alguien junta estómagos hambrientos con corazones fanáticos? Son hombres belicosos, Xerius; hombres intoxicados por su fe. ¡Hombres que actúan ante el rostro de la humillación! ¿Esperas de verdad que soporten tu extorsión? ¡Estás poniendo en riesgo el Imperio, Xerius!
¿Poniendo en riesgo el Imperio? No. En el noroeste vivían pocos nansur visibles desde las montañas, tal era su miedo a los scylvendios. Y en el sur, todas las «viejas provincias» que habían pertenecido al Nansurium en el momento más álgido de su poder estaban esclavizadas por los infieles de Kian. Entonces, los tambores fanim resonaban en sus viejas conquistas, llamando a los hombres a rendir culto al Falso Profeta, Fane. La fortaleza de Asgilioch, que los antiguos kyraneanos habían erigido para resguardarse de Shigek, era de nuevo una frontera. No estaba poniendo en riesgo el Imperio; sólo su apariencia. El Imperio era el premio, y no, la apuesta.
—Por fortuna, tu hijo no es tan estúpido como eso, madre. Los Hombres del Colmillo no se morirán de hambre. Comerán de mi plato, pero sólo una vez al día. No pretendo negarles las provisiones que necesitan para vivir; sólo las provisiones que necesitan para marchar.
—¿Y qué hay de Maithanet? ¿Y si te ordena que les des provisiones?
En cuestiones de Guerra Santa, una antigua constitución comprometía al Emperador con el Shriah. Xerius estaba obligado a abastecer la Guerra Santa so pena de ser objeto de la Censura del Shriah.
—¡Ah!, pero ya sabes, madre, que no puede hacerlo. Sabe tan bien como nosotros que esos Hombres del Colmillo son estúpidos, que creen que Dios en persona ha ordenado el derrocamiento de los infieles. Si abastezco a Calmemunis de todo lo que me pide, marcharán en quince días, convencidos de que pueden destruir a los fanim con sus míseros recursos. Maithanet simulará indignarse, por supuesto, pero en secreto aplaudirá mi decisión; sabe que eso le dará a la Guerra Santa el tiempo que necesita para agruparse. ¿Por qué crees que ordenó que se reuniera en Momemn y no en Sumna? Aparte de para gravar mi bolsillo, porque sabía que yo haría esto.
Ella se detuvo de repente, con los ojos entrecerrados y escrutadores. A ninguna alma tan reptil como la suya le podía pasar por alto la sutileza de ese movimiento.
—¿Significa esto que tú estás jugando con Maithanet o que Maithanet está jugando contigo?
Durante los meses anteriores, Xerius había subestimado al nuevo Shriah; debía reconocerlo. Pero no subestimaría al demonio una vez más. No, en ese caso.
Xerius había advertido que Maithanet comprendía que el Nansurium estaba condenado. Durante el último siglo y medio, los sabios y poderosos de Nansur habían estado esperando la catástrofe, la noticia de que las tribus scylvendias se habían unido como en el pasado y estaban avanzando con gran estruendo hacia la costa. Así era como Kyraneas había caído dos mil años antes y como el Imperio Ceneiano lo había hecho más de mil años después. Y así sería como, y de eso Xerius estaba seguro, caería también el Nansurium. Pero era la perspectiva de esta inevitabilidad sumada a Kian, una nación infiel que crecía al mismo ritmo que Nansur decrecía, lo que verdaderamente le aterraba. Cuando los scylvendios se marcharan, y siempre se acababan marchando, ¿quién impediría que los infieles de Kian olisquearan la sangre encharcada de Kyraneas, que arrancaran los Tres Corazones de Dios: Sumna, los Mil Templos y el Colmillo?
Sí, ese Shriah era astuto. Xerius ya no lamentaba el fracaso de sus asesinos. Maithanet le había dado un martillo como ningún otro: una Guerra Santa.
—Nuestro nuevo Shriah —dijo— está muy sobrevalorado.
«Que crean que juega conmigo.»
—Pero ¿con qué fin, Xerius? Aunque la mayoría de los participantes en la Guerra Santa se plieguen a tus exigencias, ¿no creerás realmente que ellos derramarán su sangre para izar el Sol Imperial, verdad? Aunque lo firmaran, el Solemne Contrato sería inútil.
—No inútil, madre. Aunque rompan su juramento, ese contrato no es inútil.
—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué asumir este riesgo insensato?
—Venga, madre. ¿Tan mayor estás?
Por un instante, inesperadamente, vislumbró cómo las cosas debían de parecerle a ella: la mercantil, y por lo tanto extraordinaria, exigencia de que todos los grandes nobles de la Guerra Santa firmaran el Solemne Contrato; el envío del mayor ejército nansur reunido en una generación no contra los infieles de Kian, sino contra su mucho más antiguo y temperamental enemigo, los scylvendios. ¡Cómo debían de haberla perturbado esas dos cosas! En los planes tan sublimes como el suyo, la lógica siempre estaba oculta.
Xerius no era tan estúpido como para creer que él era igual a sus ancestros en fuerza o espíritu. El presente era distinto, y distintas eran las fuerzas necesarias. El gran hombre de ese momento encontraba sus armas en los otros hombres y en el astuto cálculo de los acontecimientos. Xerius tenía entonces ambas cosas: su precoz sobrino, Conphas, y esa insensata Guerra Santa del Shriah. Con esos dos instrumentos, recuperaría el Imperio.
—¿Cuál es tu plan, Xerius? ¡Debes decírmelo!
—Es doloroso, ¿verdad, madre? Estar en el corazón del Imperio pero ser sordo a sus latidos… ¡Después de toda una vida marcando su compás como si fuera un tambor!
Pero en lugar de mostrar su enfado, sus ojos se abrieron con una repentina epifanía.
—El Solemne Contrato es simplemente un pretexto —jadeó—, algo para protegerte de la Censura del Shriah cuando tú…
—¿Cuando yo qué, madre? —Xerius miró nerviosamente a la pequeña multitud que le rodeaba. Aquél no era el lugar adecuado para una conversación de tal envergadura.
—¿Es ésa la razón por la que has mandado a mi nieto a la muerte? —le preguntó ella gritando.
Allí estaba finalmente el verdadero motivo de su sedicioso interrogatorio. Su querido nieto, el pobre Conphas, que en ese mismo momento marchaba en algún lugar de la estepa de Jiunati en busca de los temibles scylvendios. Ésa era la Istriya que Xerius conocía y despreciaba: devota del sentimiento religioso pero obsesionada por su progenie, por el destino de la Casa Ikurei.
«Conphas debía ser el Restaurador, ¿verdad, madre? A mí no me creías capaz de semejante gloria, ¿verdad, vieja zorra?»
—¡Eres demasiado ambicioso, Xerius! ¡Ambicionas demasiado!
—¡Ah!, por un momento creí que lo había entendido.
Había dicho eso con una brusca certeza, pero una parte importante de él la creía lo suficiente como para que entonces el sueño exigiera un cuarto de vino entero sin rebajar con agua. «Incluso más esta noche —pensó—, después del incidente de los pájaros.»
—Sí que lo entiendo —le espetó Istriya—. Tus pensamientos no son tan profundos como para que esta anciana no pueda comprenderlos. Esperas conseguir esas firmas para tu Solemne Contrato, pero no porque esperes que los Hombres del Colmillo renuncien a sus conquistas, sino porque vas a declararles la guerra después. Gracias a ese contrato, serás inmune a la Censura del Shriah cuando sometas a los insignificantes y mal defendidos feudos que sin duda van a alzarse en la estela de la Guerra Santa. Y ésa es la razón por la que has mandado a Conphas a lo que tú llamas expedición de castigo contra los scylvendios. Tu plan exige mano de obra que no tienes para guarecer las provincias del norte.
El temor le retorció las tripas.
—¡Ah! —dijo Istriya con maldad—, una cosa es ensayar tus planes en la oscuridad de tu alma y otra muy distinta oírlos de los labios de otro, ¿no es así, mi estúpido hijo? Es como escuchar a un actor imitando tu voz. ¿Te parece una estupidez ahora, Xerius? ¿Te parece una locura?
—No, madre —logró decir con cierto aire de seguridad—. Solamente atrevido.
—¿Atrevido? —gritó ella, como si la palabra hubiera dado rienda suelta a un transtorno—. ¡Por los Dioses, ojalá te hubiera estrangulado en la cuna! ¡Un hijo tan idiota! Nos has condenado, Xerius, ¿no lo ves? Nadie, ningún Gran Rey de Kyraneas, ningún Emperador–Aspecto de Cenei, ha derrotado jamás a los scylvendios en su terreno. ¡Son el Pueblo de la Guerra, Xerius! ¡Conphas está muerto! ¡La flor de tu ejército está muerta! ¡Xerius! ¡Xerius! ¡Nos has condenado a todos a la catástrofe!
—¡No, madre! ¡Conphas me aseguró que podía hacerlo! ¡Ha estudiado a los scylvendios como nadie! ¡Conoce sus debilidades!
—Xerius, pobre loco, ¿no ves que Conphas es todavía un niño? Brillante, valiente, hermoso como un Dios, pero todavía un niño… —Se llevó las manos a las mejillas y se clavó las uñas—. ¡Has matado a mi niño! —gimió.
Su lógica, o tal vez fuera su terror, recorrieron el cuerpo de Xerius con la fuerza de una catarata. Presa del pánico, Xerius miró al resto de gente que estaba en el balcón, vio el miedo de su madre en todos sus rostros y se dio cuenta de que habían estado allí durante todo el rato. No le tenían miedo a Ikurei Xerius III, ¡sino a lo que había hecho!
«¿Lo he destruido todo?»
Dio un traspié. Unas manos huesudas lo sostuvieron. Skeaos. ¡Skeaos! Él comprendía lo que había hecho. ¡Había vislumbrado la gloria! ¡El resplandor!
Se dio la vuelta, cogió al anciano Primer Consejero por los pliegues de su túnica y lo agitó con tanta fuerza que su broche, un ojo de oro con la pupila de ónice, se soltó y cayó rebotando al suelo.
—¡Dime que lo ves! —gritó Xerius—. ¡Dímelo!
Sosteniendo su túnica para evitar que se le abriera, el anciano mantuvo diligentemente la mirada pegada al suelo.
—Has hecho una apuesta, Dios–de–los–Hombres. Sólo lo sabremos una vez que se hayan lanzado las fichas numeradas.
¡Sí! ¡Eso era!
«Sólo después de que se hayan lanzado las fichas numeradas.»
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Cogió al anciano por las mejillas y le sorprendió la aspereza de su piel. Su madre no le había dicho nada nuevo. Siempre había sabido que lo había apostado todo. ¿Durante cuántas horas había estado conspirando con Conphas? ¿Cuántas veces se había sentido admirado por el talento marcial de su sobrino? Nunca antes había tenido el Imperio un Exalto–General como Ikurei Conphas. ¡Nunca!
«Vencerá a los scylvendios. ¡Humillará al Pueblo de la Guerra! —Y a Xerius le parecía que sabía esas cosas con una certidumbre increíble—. Mi estrella entra en la Zorra, llevada por dos portentos al Clavo del Cielo… ¡Un pájaro se cagó encima de mí!»
Había puesto las manos sobre los hombros de Skeaos, y le sorprendió la magnanimidad de su gesto. «Cómo debe amarme.» Miró a Gaenkelti, Ngarau y los demás, y de repente la causa de su duda y su miedo le pareció perfectamente clara. Se giró hacia su madre, que había caído sobre sus rodillas.
—Vosotros, todos vosotros, creéis que es un hombre el que ha hecho una apuesta loca. Pero los hombres son frágiles, madre. Los hombres cometen errores.
Ella le miró, con el hollín que le rodeaba los ojos enturbiado por las lágrimas.
—¿Acaso los emperadores no son hombres, Xerius?
—Los sacerdotes, los augures y los filósofos nos enseñan que lo que vemos es humo. El hombre que yo soy no es más que humo, madre. El hijo al que alumbraste no es sino mi máscara, un disfraz más que he adoptado para esta cansina profusión de sangre y semen que tú llamas vida. ¡Soy lo que me dijiste que sería! Emperador. Divino. No humo, sino fuego.
Al oír estas palabras, Gaenkelti se arrodilló. Después de un momento de duda, los otros le imitaron.
Pero Istriya se agarró al brazo de su eunuco y se puso en pie, mirándolo boquiabierta.
—¿Y si Conphas tiene que morir en el humo, eh, Xerius? ¿Si los scylvendios emergen del humo y apagan tu fuego, entonces, qué?
Trató de contener su ira.
—Tu fin se acerca y te aferras al humo porque temes que el humo sea lo único existente. Tienes miedo, madre, porque eres vieja y nada desconcierta más que el miedo.
Istriya le observó imperiosamente.
—Mi edad es problema mío. No necesito a idiotas que me la recuerden.
—No. Supongo que tus tetas no te permiten olvidarla.
Istriya dio un alarido y se abalanzó sobre él como había hecho en su infancia. Pero su gigantesco eunuco, Pisathulas, la retuvo cogiéndola con unos puños que hacían que sus antebrazos parecieran los de un enano. Inclinó la cabeza afeitada con una estupefacción atemorizada.
—¡Debería haberte matado! —bramó—. ¡Debería haberte estrangulado con tu propio cordón umbilical!
Incomprensiblemente, Xerius se echó a reír. ¡Vieja y asustada! Por primera vez parecía vulgar, lejos de la indómita y sabelotodo matriarca que siempre había parecido. ¡Su madre era patética!
Casi compensaba perder un Imperio.
—Llévala a sus aposentos —le dijo al gigante—. Que los médicos la atiendan.
Farfullando y gritando, fue sacada por la fuerza del balcón. La inmensidad de las Cumbres Andiamine se tragaron sus gritos asesinos.
Los ricos colores del atardecer se habían empalidecido y se habían tornado los de la oscuridad. El sol casi se había puesto, enmarcado por un manto de nubes purpúreas. Durante un rato, Xerius se quedó allí, respirando hondamente, retorciéndose las manos para silenciar los temblores. Su gente le observaba nerviosamente con el rabillo del ojo. Su rebaño.
Finalmente, Gaenkelti, cuya ascendencia norsirai le hacía más franco de lo que parecía, rompió el silencio.
—Dios–de–los–Hombres, ¿puedo hablar?
Xerius asintió con un gesto irritado.
—La Emperatriz, Dios–de–los–Hombres… Lo que ha dicho…
—Sus miedos están justificados, Gaenkelti. Ella simplemente dijo la verdad que mora en todos nuestros corazones.
—¡Pero ha amenazado con matarte!
Xerius golpeó al capitán en plena cara. Las manos del hombre rubio se cerraron en un puño durante un instante, después volvieron a abrirse. Se quedó mirando fieramente los pies de Xerius.
—Lo siento, Dios–de–los–Hombres. Sólo temía que…
—Nada —dijo Xerius, secamente—. La Emperatriz está envejeciendo, Gaenkelti. La marea la ha alejado tanto de la costa que ya ni se la ve. Está perdiendo los modales.
Gaenkelti cayó al suelo y colocó los labios fuertemente en la rodilla derecha de Xerius.
—Es suficiente —dijo el Emperador.
Xerius puso de pie al capitán. Dejó que sus dedos se demoraran en los atractivos tatuajes azules que cubrían los antebrazos del aquel hombre. Los ojos le ardían. Le dolía la cabeza. Pero sintió una extraordinaria calma.
Se giró hacia Skeaos.
—Alguien te ha traído un mensaje, viejo amigo. ¿Eran noticias de Conphas?
Una pregunta enloquecedora, pero sorprendentemente trivial cuando la pronunció sin aliento.
Como el Primer Consejero dudó, regresaron los temblores.
«Por favor… Sejenus, por favor.»
—No, Dios–de–los–Hombres.
Alivio mareante. Xerius casi tartamudeó.
—¿Y bien? ¿De qué se trataba?
—Los fanim han mandado un emisario en respuesta a tu petición de iniciar negociaciones.
—Bien… ¡Bien!
—Pero no un emisario cualquiera, Dios–de–los–Hombres. —Skeaos se lamió sus delgados labios de anciano—. Un cishaurim. Los fanim han mandado a un cishaurim.
El sol desapareció, y pareció que con él lo hiciera toda esperanza.
Como un trapo batido por el viento, los braseros revoloteaban en el pequeño patio que Gaenkelti había escogido para la reunión. Rodeado de cerezos enanos y acebos, Xerius apretó con fuerza su Chorae, hasta que sintió que le ardían los nudillos. Echó un vistazo a la penumbra de los pórticos colindantes y contó inconscientemente los hombres que allí había. Se giró hacia el enjuto hechicero que tenía a su derecha: Cememketri, el Gran Maestro del Saik Imperial.
—¿Tenemos suficientes?
—Más que suficientes —respondió Cememketri con indignación.
—Modera tu tono, Gran Maestro —le espetó Skeaos desde la izquierda de Xerius—. Nuestro Emperador te ha hecho una pregunta.
Cememketri inclinó levemente la cabeza, como si lo hiciera contra su voluntad. Dos hogueras gemelas se reflejaban en sus acuosos ojos.
—Aquí somos tres, Dios–de–los–Hombres, y doce arqueros, todos con Chorae.
Xerius parpadeó.
—¿Tres? ¿Sólo quedáis tú y dos más?
—No he podido hacer nada, Dios–de–los–Hombres.
—Por supuesto.
Xerius pensó en el Chorae que tenía en la mano derecha. Podía darle una lección de humildad al pomposo mago con un golpecito, pero eso haría que sólo quedaran dos. ¡Cómo despreciaba a los hechiceros! Los despreciaba casi tanto como despreciaba necesitarlos.
—Ya vienen —susurró Skeaos.
Xerius apretó su Chorae con tanta fuerza que las escrituras grabadas en él le dejaron una marca en la palma.
Dos guardias entraron en el patio llevando lámparas en lugar de armas. Ocuparon sus puestos a ambos lados de las puertas de bronce, y Gaenkelti, todavía vestido con su armadura ceremonial, se colocó entre ellos, acompañado de una figura que vestía un hábito de lino negro. El capitán acompañó al emisario al lugar establecido, en el que las esferas de luz proyectadas por los cuatro braseros se sobreponían. A pesar de la iluminación, Xerius sólo podía ver parte de los labios y la mejilla izquierda bajo la capucha del hábito.
Cishaurim. Para los nansur, el único nombre más odioso era el de scylvendio. Los niños nansur —incluso los hijos de los emperadores— se criaban escuchando leyendas sobre los hechiceros–sacerdotes infieles, sus rituales venéreos y sus inconmensurables poderes. Con sólo pronunciar el nombre, el terror se apoderaba del pecho de los nansur.
Xerius se esforzó por respirar. «¿Por qué mandar a un cishaurim? ¿Para matarme?»
El emisario se quitó la capucha, que quedó reposando sobre sus hombros. Después, bajó los brazos para que el hábito cayera al suelo y revelara la larga túnica de color azafrán que llevaba debajo. Tenía la calva pálida, extrañamente pálida, y el rostro dominado por la negrura de las cuencas bajo la frente. Los rostros sin ojos siempre turbaban a Xerius, pues le recordaban la calavera muerta que había debajo de la expresión de todo hombre; pero el conocimiento de que ése podía ver igualmente le provocó una punzada en el velo del paladar, una punzada que no pudo silenciar tragando saliva. Tal como sus profesores le habían advertido durante su infancia, una serpiente rodeaba el cuello del cishaurim, un áspid Shigeki, negra y brillante como si llevara aceites, con la lengua titilando y los ojos de lazarillo suspendidos cerca de la oreja derecha del hombre. Las hendiduras sin vista siguieron fijas en Xerius, pero el áspid inclinó y volvió la cabeza para escudriñar lentamente la amplitud del patio y probar metódicamente el aire.
—¿La ves, Cememketri? —susurró Xerius entre dientes—. ¿Ves la marca de la hechicería?
—No —dijo el hechicero, con la voz tensa por miedo a que le oyeran.
Los ojos de la serpiente se detuvieron un instante en los pórticos oscuros que flanqueaban el patio, como si estudiara la amenaza que representaban las sombras que había al otro lado. Después, como un timón girando sobre un gozne engrasado, se giró hacia Xerius.
—Soy Mallahet —dijo el cishaurim en un sheyico sin acento—, hijo adoptivo de Kisma, de la tribu de Indara–Kishauri.
—¡¿Eres Mallahet?! —exclamó Cememketri.
Otra indiscreción: Xerius no le había dado permiso para hablar.
—Y tú eres Cememketri. —El rostro sin ojos se inclinó, pero la cabeza de la serpiente permaneció erguida—. Es un honor, viejo enemigo.
Xerius percibió que el Gran Maestro se agarrotaba a su lado.
—Emperador —murmuró el hechicero—, debes marcharte ahora mismo. Si es realmente Mallahet, estás en grave peligro. ¡Todos lo estamos!
Mallahet… Había oído ese nombre antes, en uno de los informes de Skeaos: el que tenía los brazos cubiertos de cicatrices como un scylvendio.
—Así que tres no son suficientes —replicó Xerius, inexplicablemente animado por el miedo de su Gran Maestro.
—Mallahet es el segundo cishaurim más importante, sólo por debajo de Seokti. Y únicamente porque sus Leyes Proféticas prohiben que los no kianene ocupen la posición de Heresiarca. ¡Hasta los cishaurim temen su poder!
—Lo que dice el Gran Maestro es cierto, Dios–de–los–Hombres —añadió Skeaos en voz baja—. Debes marcharte ahora mismo. Permíteme que negocie en tu lugar…
Pero Xerius les ignoró. ¿Cómo podían ser tan poco juiciosos cuando los mismísimos Dioses habían garantizado esos procedimientos?
—Bienvenido, Mallahet —dijo, sorprendido por la tranquilidad de su voz.
—Estás en presencia de Ikurei Xerius III, el Emperador de Nansur. Arrodíllate, Mallahet —ladró Gaenkelti después de una breve pausa.
El cishaurim alzó un dedo y el áspid se balanceó sobre él como si se estuviera burlando.
—Los fanim sólo nos arrodillamos ante el Único, el Dios–que–es–Solitario.
Por reflejos o por simple ignorancia, Gaenkelti alzó el puño para golpear al hombre. Xerius le detuvo con la palma abierta.
—Prescindiremos del Protocolo en esta ocasión, capitán —dijo—. Los infieles pronto se arrodillarán ante mí. —Se llevó el puño en el que sostenía el Chorae a la palma de la otra mano, movido por un oscuro impulso de esconderlo de la mirada de la serpiente—. ¿Has venido a negociar? —le preguntó al cishaurim.
—No.
Cememketri murmuró una maldición de soldado.
—Entonces, ¿para qué has venido?
—He venido, Emperador, para que tú puedas negociar con otro.
Xerius parpadeó.
—¿Quién?
Por un instante, pareció que el Clavo del Cielo refulgía en la frente del cishaurim. Se oyó un grito procedente de la oscuridad de los pórticos, y Xerius alzó las manos.
Cememketri entonó algo incomprensible, mareante. Un globo, compuesto de rastros fantasmales de fuego azul, apareció ante ellos.
Pero nada había sucedido. El cishaurim seguía allí, tan inmóvil como antes. Los ojos del áspid refulgían como dos pedazos de ámbar a la luz del fuego.
—¡Su cara! —dijo Skeaos entre jadeos.
Superpuesta, como una máscara transparente sobre su semblante de calavera, había otra cara, un soldado kianene entrecano que todavía llevaba la marca del desierto en sus rasgos perfilados. Unos ojos escudriñaron desde las cuencas vacías del cishaurim, y una barba fantasmal le creció en la barbilla, trenzada a la manera de los Grandes de Kian.
—Skauras —dijo Xerius.
Nunca había visto a ese hombre antes, pero de alguna manera supo que estaba mirando al Sapatishah–Gobernador de Shigek, el infiel sinvergüenza al que las Columnas Meridionales habían sitiado durante más de cuatro décadas.
Los fantasmales labios se movieron, pero lo único que Xerius oyó fue una voz lejana que hablaba con los ritmos reposados del kiani. Entonces, debajo se movieron los labios reales.
—Excelente intuición, Ikurei. A ti te conozco por tus monedas.
—¿Qué es esto? ¿El Padirajah manda a uno de sus perros Sapatishah para hablar conmigo?
De nuevo, el alarmante lapso de labios y voces.
—No eres digno del Padirajah, Ikurei. Yo solo podría romper tu Imperio con la rodilla. Da gracias por que el Padirajah sea un hombre piadoso y respete sus tratados.
—Todos nuestros tratados son irrelevantes, Skauras, ahora que Maithanet es Shriah.
—Todavía más razón para que el Padirajah te desdeñe. También tú te has vuelto irrelevante.
Skeaos se inclinó.
—Pregúntale a qué viene tanto teatro si ya no tienes ninguna importancia —le susurró a su oído—. Los infieles tienen miedo, Dios–de–los–Hombres. Ésa es la única razón por la que han venido aquí.
Xerius sonrió, convencido de que su anciano Primer Consejero sólo había confirmado lo que él ya sabía.
—Si me he vuelto irrelevante, ¿a qué vienen estas medidas extraordinarias? ¿Por qué has hecho del mejor de los tuyos tu mensajero?
—Por la Guerra Santa que tú y tus hermanos idólatras lanzaréis contra nosotros. ¿Por qué si no?
—Y porque sabes que la Guerra Santa es mi instrumento.
La expresión espectral sonrió, y Xerius oyó unas lejanas carcajadas.
—Le arrancarías la Guerra Santa de las manos a Maithanet, ¿verdad? ¿Harías de ella la gran palanca que utilizarías para enmendar siglos de derrotas? Conocemos tus miserables tramas para unir a los idólatras mediante el Solemne Contrato. Y sabemos del ejército que has mandado contra los scylvendios. Las estratagemas de un loco, todas.
—Conphas ha prometido poner picas con cabezas de scylvendios a lo largo del camino desde la estepa hasta mis pies.
—Conphas está condenado. Nadie posee la astucia ni la fuerza necesarias para vencer a los scylvendios, ni siquiera tu sobrino. Tu ejército y tu heredero están muertos, Emperador. Carroña. Si no hubiera tantos inrithi en tus costas, iría hasta allí ahora mismo y te daría de beber con mi espada.
Xerius agarró su Chorae con más fuerza para silenciar los temblores. Una imagen de Conphas sangrando a los pies de algún saqueador scylvendio cruzó su mente, y se sonrió a pesar del horror que aquello significaba.
«Entonces, madre sólo me tendría a mí…»
Una vez más la voz de Skeaos en su oído.
—Trata de asustarte. Hemos tenido noticias de Conphas esta mañana, y no había ningún problema. Recuerda, Dios–de–los–Hombres, los scylvendios aplastaron Kianene hace menos de ocho años. Skauras perdió tres hijos en esa expedición, incluido Hasjinnet, el mayor. Acósale, Xerius. ¡Acósale! Los hombres enfadados cometen errores.
Pero, obviamente, él ya había pensado en eso.
—Te equivocas, Skauras, si crees que Conphas es tan estúpido como Hasjinnet.
Los ojos etéreos parpadearon sobre las cuencas vacías.
—La batalla de Zirkirta fue una gran congoja para nosotros, sí; pero una congoja que vosotros compartiréis muy pronto. Tratas de hacerme daño, Ikurei, pero solamente profetizas tu propia destrucción.
—El Nansurium —dijo Xerius— ha soportado pérdidas mucho mayores y ha sobrevivido.
«¡Pero Conphas no puede perder! ¡Los augurios!»
—Es suficiente, Ikurei. Te concedo esta nimiedad. El Dios–que–es–Solitario sabe que los nansur sois un pueblo testarudo. Incluso te concedo que Conphas quizá prospere allí donde mi hijo titubeó. No subestimaré a ese encantador de serpientes. Fue mi rehén durante diez años, ¿lo recuerdas? Pero nada de esto hace de la Guerra Santa de Maithanet tu instrumento. No tienes ningún martillo amenazándonos.
—Sí lo tengo, Skauras. Los Hombres del Colmillo no saben nada de tu pueblo, menos incluso que Maithanet. Una vez que comprendan que no sólo guerrean contra ti sino contra tus cishaurim, los líderes de la Guerra Santa firmarán el Solemne Contrato. La Guerra Santa necesita una Escuela, y esa Escuela resulta ser mía.
Los labios incorpóreos sonrieron sobre la adusta línea de la boca de Mallahet.
De nuevo, una extraña voz lejana.
—¿Hesha? ¿Ejoru Saika? Mamnati jeskuti kah…
—¿Qué? ¿El Saik Imperial? ¿Crees que el Shriah te cederá la Guerra Santa por el Saik Imperial? Maithanet ha apartado tu mirada de los Mil Templos, ¿verdad? ¿Lo ves, Ikurei? ¿Ves finalmente lo rápidamente que el suelo se abre bajo tus pies?
—¿Qué quieres decir?
—Hasta nosotros sabemos más de los planes de tu maldito Shriah que tú.
Xerius se quedó mirando el rostro de Skeaos y vio que era la preocupación y no el cálculo lo que surcaba sus arrugados rasgos. ¿Qué estaba sucediendo?
«Skeaos, ¡dime qué tengo que decir! ¿Qué significa esto?»
—¿Te has quedado sin habla, Ikurei? —La voz interpuesta adoptó un aire despectivo—. Bueno, a ver qué te parece esto: Maithanet ha sellado un pacto con los Chapiteles Escarlatas. Ahora mismo, los magos Escarlatas se están preparando para unirse a la Guerra Santa. Maithanet ya posee la Escuela que necesita, y es una que deja en ridículo al Saik Imperial en número y poder. Como te decía, eres irrelevante.
—¡Imposible! —espetó Skeaos.
Xerius se giró hacia el anciano Primer Consejero, asombrado por su audacia.
—¿Qué es esto, Ikurei? ¿Ahora permites que tus perros aullen en tu mesa?
Xerius sabía que debía estar encolerizado, pero una salida así de Skeaos… no tenía precedentes.
—¡Miente, Dios–de–los–Hombres! —gritó Skeaos—. Es una trampa de infiel para arrancarnos concesiones…
—¿Por qué iban a mentir? —espetó Cememketri, obviamente ansioso por humillar a un viejo enemigo de la corte—. ¿No crees que los infieles quieren que nos hagamos con la Guerra Santa? ¿O crees que prefieren tratar con Maithanet?
¿Se habían olvidado de la presencia del Emperador? Hablaban como si él fuera una ficción cuya utilidad hubiera terminado.
«¿Me consideran irrelevante?»
—No —replicó Skeaos—. Saben que la Guerra Santa es nuestra, ¡pero quieren hacernos creer que no es así!
Una furia gélida se desató en el interior de Xerius. Aquella noche iba a haber muchos gritos.
O bien los dos hombres recobraron la compostura, o bien percibieron algo en el humor de Xerius, porque guardaron silencio de repente. Hacía dos años, un zeumi había actuado ante la corte de Xerius con unos tigres blancos. Después, Xerius le había preguntado cómo podía hacer obedecer a bestias tan feroces con sólo la mirada.
—Porque ven su futuro en mis ojos —le había dicho el inmenso hombre de piel oscura.
—Debes perdonar a mis fervorosos sirvientes —dijo Xerius al espectro que moraba en el rostro del cishaurim—. Pero puedes estar seguro de que yo no lo haré.
El semblante de Skauras parpadeó y después reapareció, como si entrara y saliera de un cañón de luz que no habían visto. Cómo debía estar riéndose el viejo lobo. Xerius casi podía verle agasajando al Padirajah con descripciones de la confusión de la corte imperial.
—Lloraré por ellos —dijo el Sapatishah.
—Ahórrate tus cantos fúnebres para tu propia gente, infiel. Independientemente de quién posea la Guerra Santa, estás condenado.
Los fanim estaban condenados. Dejando de lado su colérica insolencia, lo que Cememketri había dicho hacía un momento era cierto. El Padirajah quería que poseyera la Guerra Santa. Uno no podía regatear con fanáticos.
—¡Oh, poderosas palabras! Al menos hablo con el Emperador de Nansur. Dime, pues, Ikurei Xerius III, ahora que comprendes que ambos estamos regateando desde una posición débil, ¿qué propones?
Xerius se detuvo, poseído por un frío calculador. Siempre había sido especialmente astuto cuando estaba airado. Las alternativas le cruzaban el alma, pero la mayoría de ellas fallaban por culpa de la evidente astucia de Maithanet. Pensó en Calmemunis y el odio que profesaba por su primo, Nersei Proyas, heredero del trono de Conriya…
Y entonces, lo comprendió.
—Para los Hombres del Colmillo, tú y tu pueblo sois poco más que víctimas de un sacrificio, Sapatishah. Hablan y actúan como si su triunfo ya estuviera en las escrituras. Quizá llegue el momento de que te respeten como hacemos nosotros.
—Shrai laksara kah.
—Quieres decir miedo.
Ahora todo dependía de su sobrino, que estaba lejos, en el norte. Más que nunca. «Los augurios…»
—Como decía, respeto.