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Sumna

«Ser ignorante y ser engañado son dos cosas distintas. Ser ignorante es ser un esclavo del mundo. Ser engañado es ser el esclavo de otro hombre. La cuestión siempre será: ¿por qué, cuando todos los hombres son ignorantes, y por lo tanto esclavos, esta segunda esclavitud nos escuece tanto?»

Ajencis, Las epistemologías

«Pero a pesar de las historias de las atrocidades fanim, el hecho es que los kianene, infieles o no, fueron sorprendentemente tolerantes con los peregrinajes inrithi a Shimeh; antes de la Guerra Santa, se entiende. ¿Por qué un pueblo entregado a la destrucción del Colmillo mostraría tal cortesía con los "idólatras"? Quizá estaban en parte motivados por la perspectiva del comercio, como otros han sugerido. Pero el motivo fundamental reside en su tradición del desierto. En kianene, guerra santa se dice si’ihkhalis, que significa, literalmente, "gran oasis". En el desierto abierto tienen la estricta costumbre de no codiciar el agua de los viajeros, aunque sean enemigos.»

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

La Guerra Santa de los inrithi contra los fanim fue declarada por Maithanet, el ciento dieciséis Shriah de los Mil Templos, la Mañana de la Ascensión del año del Colmillo 4110. El día había sido inusualmente cálido para aquella estación, como si Dios hubiera bendecido la Guerra Santa con una premonición del verano. De hecho, por los Tres Mares corrían rumores de augurios y visiones; todos ellos daban fe de la santidad de la tarea que habían de emprender los inrithi.

La palabra se difundió. En todas las naciones, sacerdotes de los templos Shriah y cúlticos clamaron contra las atrocidades y las iniquidades de los fanim. ¿Cómo podían los inrithi considerarse fieles cuando la ciudad del Último Profeta había sido esclavizada? Por medio de invectivas y apasionadas arengas, los abstractos pecados de pueblos distantes y exóticos fueron acercados a las congregaciones de los inrithi y transformados en los suyos. Les decían que tolerar la iniquidad era cultivar la maldad. Cuando un hombre no conseguía desbrozar su jardín, ¿acaso no estaba cultivando maleza? Y a los inrithi les parecía que habían sido despertados de una inercia mercantil, que habían sufrido de una incomprensible pereza de espíritu. ¿Cuánto tiempo soportarían los Dioses a un pueblo que había convertido sus corazones en rameras, que se había dejado insensibilizar por la corrupta facilidad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los Dioses los abandonaran, o lo que es peor, se tornaran contra ellos con una intensa ira?

En las calles de las grandes ciudades, los vendedores ambulantes contaban a sus clientes rumores de este o aquel potentado que se había declarado a favor del Colmillo. Y en las tabernas, los veteranos discutían y comparaban la piedad de sus distintos señores. Reunidos alrededor de la chimenea, los niños escuchaban con los ojos abiertos como platos, transidos por el sobrecogimiento y el terror, mientras sus padres les describían cómo los fanim, un pueblo inmundo y desdichado, había saqueado la pureza de un lugar increíblemente maravilloso, Shimeh. Se despertaban gritando en mitad de la noche, lloriqueando por culpa de cishaurim sin ojos que veían a través de cabezas de serpiente. Durante el día, mientras correteaban por las calles o los campos, los hermanos menores eran obligados a ser los infieles, para que sus hermanos mayores pudieran derrotarles con palos en forma de espada. Y en la oscuridad, los maridos les contaban a sus esposas las últimas noticias de la Guerra Santa, y hablaban en solemnes susurros de la gloria de la tarea que el Shriah había puesto ante ellos. Y las esposas lloraban —en silencio, porque la fe las hacía fuertes—, sabiendo que muy pronto sus maridos las dejarían.

Shimeh. Los hombres hacían rechinar los dientes al pensar en ese nombre sagrado. Y les parecía que Shimeh tenía que ser un lugar silencioso, un territorio que había contenido el aliento durante atormentados siglos, esperando a que los perezosos seguidores del Ultimo Profeta finalmente despertaran de su sueño y pusieran fin a un crimen antiguo y atroz. Irían allí con una espada y un cuchillo, y limpiarían el terreno. Y cuando los fanim estuvieran muertos, se arrodillarían y besarían la dulce tierra que había engendrado al Último Profeta.

Se unirían a la Guerra Santa.

Los Mil Templos emitieron edictos declarando que los que se aprovecharan de la ausencia de cualquier señor que hubiera hecho del Colmillo su causa serían juzgados por herejía en los tribunales eclesiásticos y ejecutados sumariamente. Asegurados, pues, sus derechos de nacimiento, príncipes, condes, palatinos y señores de todas las naciones se declararon Hombres del Colmillo. Se olvidaron las guerras triviales. Las tierras se hipotecaron. Los caballeros siervos fueron llamados por sus señores y barones. Los vasallos fueron proveídos de armas y alojados en barracones provisionales. Grandes flotas de barcos fueron contratadas para hacer por mar el viaje a Momemn, que era donde el Shriah había anunciado que la Guerra Santa se prepararía.

Maithanet había hecho un llamamiento, y los Tres Mares al completo respondieron. La espalda del infiel sería rota. La santa Shimeh sería limpiada.

Mediados de primavera, año del Colmillo 4110, Sumna

La hija de Esmenet nunca estaba lejos de sus pensamientos. Era extraño cómo cualquier cosa, incluso la casualidad más trivial, podía evocarle recuerdos de ella. Esa vez fue Achamian y su curiosa costumbre de olisquear las pasas antes de metérselas en la boca.

Una vez su hija había olisqueado una manzana en el mercado. Era un recuerdo sin aliento, pálido, como si se le hubieran aclarado los colores por el horrible hecho de su muerte. Una adorable muchachita, brillante bajo las sombras de los transeúntes, con el cabello negro y liso, una cara regordeta y tierna, y los ojos como una esperanza perpetua.

—Mamá, huele como… —había dicho. Su voz se fue apagando cuando le falló la intuición—. Huele como agua y flores. —Le dedicó a su madre una mirada triunfante.

Esmenet levantó la mirada hacia el avinagrado vendedor, que señaló con la cabeza las serpientes enlazadas que llevaba tatuadas en el dorso de su mano izquierda. El mensaje era claro: «Yo no vendo nada a los de tu clase».

—Es curioso, querida. A mí me huele que es muy cara.

—Pero mamá… —había dicho su querida hija.

Esmenet trató de contener las lágrimas. Achamian le estaba hablando.

—Me resulta difícil —dijo en un tono confesional.

«Debería haber comprado la manzana en otra parte.»

Ambos estaban sentados en taburetes bajos en su habitación, junto a la maltrecha mesilla. Las contraventanas estaban abiertas y el frío aire de la primavera parecía exagerar los sonidos de la calle. Achamian se había cubierto los hombros con una manta de lana, pero a Esmenet no le importaba temblar.

¿Cuánto tiempo hacía que Achamian estaba allí con ella? Lo suficiente como para que se sintieran a salvo y aburridos el uno del otro; casi como si estuvieran casados. Había llegado a pensar que un espía como Achamian, un espía que reclutaba y dirigía a los que en realidad tenían acceso al conocimiento, se pasaba la mayor parte del tiempo simplemente esperando a que sucediera algo. Y Achamian había esperado allí, en su pobre habitación de un viejo edificio que albergaba a docenas de rameras como ella.

Al principio, había sido extraño. Muchas mañanas ella yacía despierta, escuchando los espantosos ruidos que él hacía al ir de vientre en su orinal. Esmenet enterraba la cabeza debajo de las mantas, insistiendo en que fuera a ver a un médico o a un sacerdote, sólo medio en broma, porque era realmente espantoso. Él empezó a llamarlo su «apocalipsis matinal» después de que ella le gritara, más desesperada que de buen humor: «¡Sólo porque revivas el Apocalipsis cada noche, Akka, no significa que tengas que compartirlo conmigo por la mañana!». Achamian se reía entre dientes con tristeza mientras se limpiaba y murmuraba algo acerca de las ventajas de beber mucho y tener limpio el orinal. Y Esmenet encontraba tanta comodidad como diversión en la visión de un hechicero limpiándose el culo con agua.

Se levantaba, abría las contraventanas y se sentaba medio desnuda sobre el alféizar como siempre hacía, mirando alternativamente a través del humeante clamor de Sumna y escudriñando la calle en busca de un posible cliente. Los dos comían un desayuno frugal a base de pan ácimo, queso amargo y cosas por el estilo, mientras hablaban de toda clase de cosas: los últimos rumores acerca de Maithanet, la corrupta hipocresía de los sacerdotes, el modo como los transportistas podían hacer que hasta los soldados se sonrojaran con sus maldiciones, etcétera. Y a Esmenet le parecía que eran felices, que por alguna extraña razón estaban bien en ese lugar y en ese momento.

Tarde o temprano, sin embargo, alguien la avisaría desde la calle, o uno de sus clientes habituales llamaría a la puerta, y las cosas se agriarían. Achamian se pondría sombrío, cogería su capa y su mochila, e invariablemente iría a emborracharse a alguna lúgubre taberna. Normalmente, ella le observaría desde el alféizar cuando regresara, caminando solo entre los incesantes empujones de la gente, un hombre envejecido, ligeramente redondeado, que parecía que hubiera perdido todo lo que llevaba en el monedero apostando. Cada vez, sin excepción, ya estaría mirándola cuando ella le viera. Él la saludaría con la mano dubitativamente, intentaría sonreír y un atisbo de pesar recorrería el cuerpo de ella, a veces con tanta intensidad que soltaría un grito ahogado.

¿Qué era lo que ella sentía? Muchas cosas, al parecer. Pena por él, sin duda. En mitad de desconocidos, Achamian siempre parecía tan solitario, tan incomprendido. «Nadie —pensaba con frecuencia— le conoce como yo.» También sentía alivio porque regresara a pesar de que tenía oro suficiente para hacerse con los servicios de prostitutas mucho más jóvenes. Era una pena egoísta. Y vergüenza, vergüenza porque sabía que él la quería, y que cada vez que aceptaba un cliente le rompía el corazón.

Pero ¿qué otra opción tenía?

Él nunca subía a su habitación a menos que la viera en el alféizar. En una ocasión, después de ser golpeada por un desalmado especialmente desagradable que afirmaba ser herrero, ella no pudo hacer más que encaramarse a la cama y llorar hasta quedarse dormida. Se despertó antes del amanecer y se acercó corriendo a la ventana cuando se dio cuenta de que Achamian no había regresado. Se quedó allí acurrucada durante horas, esperándole, observando cómo el sol tornaba cobrizo el mar y después se abría paso a través de la neblinosa ciudad. Los tornos de los primeros alfareros gruñeron al cobrar vida en la calle adyacente, y los primeros rastros de humo de hornos y cocinas se enroscaron sobre los tejados hacia el cielo cada vez más azul. Ella lloró en silencio. Pero incluso entonces dejó que un pecho se le saliera de las sábanas, como si fuera una madre dando de mamar, y permitió que una larga y pálida pierna colgara contra los fríos ladrillos para que los que miraran hacia arriba pudieran vislumbrar la promesa sombría entre sus piernas.

Y después, al fin, cuando el sol empezaba a calentarle la cara y el hombro desnudo, oyó unos golpecitos en la puerta. Cruzó la habitación corriendo y abrió la puerta de un tirón, y allí estaba el despeinado hechicero.

—¡Akka! —gritó con las lágrimas cayéndole de los ojos.

Él la miró y después observó la cama vacía, y le dijo que se había quedado dormido junto a la puerta. Y entonces, ella había sabido que le amaba de verdad.

El suyo era un extraño matrimonio, si es que así podía llamarse. Un matrimonio de parias santificado por votos jamás pronunciados. Un hechicero y una prostituta. Quizá se podía esperar cierta desesperación en uniones así, como si esa extraña palabra, amor, fuera profunda solamente en proporción al grado en que uno fuera despreciado por los demás.

Esmenet se abrazó los hombros. Estudió a Achamian con un suspiro impaciente.

—¿Qué? —preguntó cansinamente—. ¿Qué es lo que te resulta difícil, Akka?

Achamian apartó su herida mirada de ella y no dijo nada.

Cuando comprendió lo que ese herrero había hecho, montó en cólera. La arrastró a diversas herrerías mientras le exigía que identificara al hombre. Y a pesar de que ella protestó y manifestó que esos ataques eran parte connatural de los clientes que obtenía en la calle, se emocionó en secreto, y una parte de ella esperó que quemara a ese hombre hasta convertirlo en un puñado de ceniza. Por primera vez, quizá, comprendió que Achamian podía hacerlo y que lo había hecho en el pasado.

Pero no encontraron al hombre.

Esmenet sospechaba que Achamian seguía rondando por las herrerías, buscando a alguien que encajara con la descripción que ella le había dado. Y no tenía ninguna duda de que Achamian lo habría matado en caso de encontrarlo. Había seguido hablando de él mucho después del incidente, simulando ser galante cuando en realidad, o eso sospechaba Esmenet, una pequeña parte de él quería matar a toda su clientela.

—¿Por qué te quedas aquí, Achamian? —le preguntó ella con un punto de hostilidad en su voz.

Él la miró, enfadado, y su pregunta fue sencilla.

—¿Por qué sigues acostándote con ellos, Esmi? ¿Por qué insistes en seguir siendo una ramera mientras yo estoy aquí contigo?

«Porque tarde o temprano me dejarás, Akka… Y los hombres que me dan de comer encontrarán a otras rameras.»

Pero antes de que él pudiera hablar, oyeron un tímido golpe en la puerta.

—Me voy —dijo Achamian, poniéndose en pie.

Un relámpago de temor recorrió su cuerpo.

—¿Cuándo volverás? —le preguntó, esforzándose por no parecer desesperada.

—Después —dijo él—, después de que…

Él le ofreció la manta, que ella cogió con sus manos nudosas. Últimamente lo cogía todo con una extraña fiereza, como si desafiara a las cosas pequeñas a que fueran de cristal. Lo observó mientras abría la puerta.

—Inrau —dijo Achamian—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He descubierto algo importante —dijo el joven sin aliento.

—Pasa, pasa —dijo Achamian, guiando al sacerdote a su taburete.

—Tengo miedo de no haber tenido cuidado —dijo Inrau, evitando la mirada de ambos—. Es posible que me hayan seguido.

Achamian le estudió un momento y después se encogió de hombros.

—Aunque te hubieran seguido, no importa. Los sacerdotes suelen ser aficionados a las prostitutas.

—¿Es cierto, Esmenet? —dijo Inrau con una sonrisa nerviosa.

Esmenet sabía que su presencia le hacía sentir incómodo. Y como muchos otros hombres amables, trataba de ocultar su vergüenza con un humor forzado.

—En ese sentido, se parecen mucho a los hechiceros —dijo de forma irónica.

Achamian le dedicó una mirada de juguetona indignación, e Inrau sonrió nerviosamente.

—Cuéntanos —dijo Achamian, traicionando con los ojos su sonrisa—. ¿Qué es eso que has descubierto?

Una expresión de concentración infantil cruzó el rostro de Inrau. Tenía el pelo oscuro y era esbelto, iba bien afeitado y poseía unos grandes ojos castaños y unos labios femeninos. Esmenet pensó que tenía la atractiva vulnerabilidad de los hombres jóvenes a la sombra de los terribles azotes del mundo. Esos hombres eran muy apreciados por las prostitutas, y no sólo porque acostumbraban a pagar los daños infligidos, sino por el placer que experimentaban. Eran una compensación de otra clase. Esos hombres podían ser amados sin riesgo, tal como las madres aman a sus hijos pequeños.

«Comprendo por qué le tienes tanto miedo, Akka.»

—Los Chapiteles Escarlatas han aceptado unirse a la Guerra Santa —dijo Inrau recobrando el aliento.

Achamian frunció el ceño.

—¿Es eso un rumor que has oído?

—Supongo. —Se detuvo—. Pero me lo dijo un orador del Colegio de Luthymae. Sospecho que Maithanet hizo su oferta hace tiempo. Para demostrar que no era un frivolo, llegó a mandar seis Baratijas a Carythusal como gesto de buena voluntad. Como Luthymae tiene un gran poder en la administración de los Chorae, Maithanet se vio obligado a darles una explicación.

—De modo que es cierto.

—Es cierto. —Inrau le miró como miraría un hombre hambriento que ha encontrado una moneda extranjera a un cambista. «¿Qué vale esto?»

—Excelente, excelente. Es ciertamente una noticia muy importante.

La euforia de Inrau era contagiosa, y Esmenet se sorprendió sonriendo con él.

—Has hecho un buen trabajo, Inrau —dijo ella.

—Sí —añadió Achamian—. Los Chapiteles Escarlatas, Esmi, es la Escuela más poderosa de los Tres Mares, regentes del Alto Ainon desde la última Guerra Escolástica. —Pero demasiadas preguntas se apiñaban en sus pensamientos para poder continuar. Achamian siempre había tenido tendencia a dar explicaciones innecesarias; sabía perfectamente que ella conocía a los Chapiteles Escarlatas. Pero Esmenet se lo perdonaba. En cierto modo, sus explicaciones eran una medida de su deseo por incluirla a ella en su vida. En muchos sentidos, Achamian era completamente distinto de los otros hombres.

—Seis Baratijas —espetó—. ¡Un regalo extraordinario! ¡De valor incalculable!

¿Era ésa la razón por la que ella le quería? La palabra parecía tan pequeña —tan sórdida— cuando estaba sola. Y cuando él regresaba parecía como si cargara los Tres Mares enteros en su espalda. Ella llevaba una vida sumergida, una vida en las catacumbas a causa de la pobreza y la ignorancia. Entonces, llegaba ese hombre corpulento de buen corazón, un hombre que parecía incluso menos un espía que un hechicero, y por un tiempo, el techo de su vida se desmoronaba y el sol y el mundo llenaban su existencia.

«Te quiero, Drusas Achamian.»

—¡Baratijas, Esmi! Para los Mil Templos son las mismísimas Lágrimas de Dios. ¡Darle seis a una Escuela de blasfemos! Sorprendente. —Se mesó la barba mientras pensaba, trazando con los dedos cinco vetas plateadas y volviéndolas a trazar.

Baratijas. Eso recordó a Esmenet que a pesar del asombro, el mundo de Achamian era extremadamente mortífero. La ley eclesiástica dictaba que las prostitutas, como las adúlteras, debían ser castigadas mediante la lapidación. Lo mismo era cierto para los hechiceros, con la salvedad de que a ellos sólo les podía herir una clase de piedra, y era suficiente que les tocara una sola vez. Por suerte, había pocas Baratijas. El mundo, por otro lado, estaba lleno de piedras para las rameras.

—Pero ¿por qué? —preguntó Inrau, con un dejo de pena en la voz—. ¿Por qué Maithanet iba a contaminar la Guerra Santa invitando a una Escuela?

«Qué difícil debe de ser para él —pensó Esmenet— estar atrapado entre dos hombres como Achamian y Maithanet.»

—Porque debe hacerlo —respondió Achamian—; de lo contrario, la Guerra Santa estaría condenada. Recuerda que los cishaurim residen en Shimeh.

—Pero los Chorae son tan letales para ellos como para los hechiceros.

—Quizá… Pero eso es una diferencia pequeña en una guerra como ésta. Antes de que la Guerra Santa pudiera hacer que las Baratijas ejercieran su influjo sobre los cishaurim, tendría que haber derrotado a las huestes de Kian. No, Maithanet necesita una Escuela.

«¡Menuda guerra!», pensó Esmenet. En su juventud, su alma se aceleraba cuando oía historias de guerra. E incluso entonces, solía pedir a los soldados a los que daba placer que le contaran historias de guerra. Por un instante, casi logró ver el tumulto, las espadas destellando bajo la luz de un fuego hechicero.

—Y los Chapiteles Escarlatas —prosiguió Achamian—. No podría haber una mejor Escuela a la que él…

—Ninguna escuela más odiosa —protestó Inrau.

Esmenet sabía que el Mandato albergaba un odio especial por los Chapiteles Escarlatas. Ninguna Escuela, según le había dicho Achamian en una ocasión, envidiaba más al Mandato su posesión de la Gnosis.

—El Colmillo no discrimina entre abominaciones —replicó Achamian—. Obviamente, Maithanet ha hecho este intento de aproximación por razones estratégicas. Se dice que el Emperador pretende hacer de la Guerra Santa su instrumento de reconquista. Aliándose con los Chapiteles Escarlatas, Maithanet no dependerá de la Escuela del Emperador, el Saik Imperial. Piensa en lo que la Casa Ikurei puede hacer de su Guerra Santa.

El Emperador. Por alguna razón, su mención atrajo la mirada de Esmenet a dos talentos de cobre que había sobre la mesa, uno apoyado sobre el otro, con sus perfiles en miniatura de Ikurei Xerius III, el Emperador de Nansur. Su Emperador. Como todos los habitantes de Sumna, nunca pensaba en él como su líder, a pesar de que los soldados imperiales eran una parte de su clientela casi tan numerosa como los sacerdotes Shriah. El Shriah estaba demasiado cerca, pero lo cierto era que ni siquiera el Shriah significaba mucho para ella. «Soy demasiado pequeña», pensó.

Y en ese momento, se le ocurrió una pregunta.

—La pregunta… —empezó Esmenet, pero se detuvo cuando los dos hombres la miraron, extrañados—. La pregunta no debería ser: ¿por qué los Chapiteles Escarlatas han aceptado la oferta de Maithanet? ¿Qué podría inducir a una Escuela a unirse a una Guerra Santa? Son extraños compañeros de cama, ¿no creéis? No hace tanto, Akka, temías que la Guerra Santa pudiera ser contra las Escuelas.

Se produjo un momento de silencio. Inrau sonrió como si le divirtiera su propia estupidez. Esmenet percibió que a partir de ese momento Inrau la miraría como a una igual en esos asuntos. Achamian, sin embargo, seguiría mostrándose distante, el juez de todas las cuestiones. Como tenía que ser, tal vez, dada su profesión.

—En realidad, hay muchas razones —dijo Achamian, finalmente—. Antes de partir de Carythusal, supe que los Chapiteles Escarlatas han estado guerreando en secreto contra los hechiceros–sacerdotes de los fanim, los cishaurim. Guerreando durante diez amargos años. —Se mordió el labio un instante—. Por alguna razón, los cishaurim asesinaron a Sasheoka, que era entonces el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas. Eleazaras, el pupilo de Sasheoka, es ahora el Gran Maestro. Se rumoreaba que era íntimo de Sasheoka, íntimo en el sentido de los hombres ainonios…

—De modo que los Chapiteles Escarlatas… —dijo Inrau.

—Esperan, para vengarse —dijo Achamian, completando el pensamiento de su protegido—, poner punto final a su guerra secreta. Pero hay más. Ninguna de las Escuelas comprende la metafísica de los cishaurim, la Psukhe. Todas ellas, incluida la Escuela del Mandato, están aterrorizadas por el hecho de que no pueda ser considerada una forma de hechicería.

—¿Por qué os aterroriza que no pueda ser considerada así? —preguntó Esmenet.

Ésa era solamente una de las muchas pequeñas preguntas que nunca se había atrevido a formular.

—¿Por qué? —repitió Achamian, muy serio de repente—. Me haces esta pregunta, Esmenet, porque no tienes ni idea del poder que ostentamos, ni idea de lo desproporcionado que es comparado con la fragilidad de nuestros cuerpos. Sasheoka fue asesinado precisamente porque no podía distinguir la obra de los cishaurim de las obras de Dios.

Esmenet frunció el ceño. Se giró hacia Inrau.

—¿Te hace lo mismo a ti?

—¿Te refieres a encontrarle defectos a la pregunta en lugar de responderla? —dijo Inrau de forma irónica—. Constantemente.

Pero la expresión de Achamian se había ensombrecido.

—Escuchad. Escuchadme con atención. Esto no es un juego. Cualquiera de nosotros, pero especialmente tú, Inrau, podría acabar con la cabeza hervida en sal, alquitranada y colgada ante la Cámara del Colmillo. Y hay más cosas en juego que nuestras vidas. Mucho más.

Esmenet se quedó en silencio, ligeramente sorprendida por la reprimenda. Había ocasiones en las que se olvidaba de las profundidades de Drusas Achamian. ¿Cuántas veces le había abrazado después de que se despertara de uno de sus sueños? ¿Cuántas veces le había oído hablar en extrañas lenguas mientras dormía? Le miró de soslayo y vio que la ira de sus ojos había sido sustituida por el dolor.

—No espero que ninguno de los dos comprendáis lo que está en juego. Incluso me he cansado de oírme a mí mismo parlotear sobre el Consulto. Pero esta vez es algo distinto. Sé que te duele pensar en ello, Inrau, pero tu Maithanet…

—No es mi Maithanet. No es propiedad de nadie, y eso —Inrau vaciló, como si estuviera turbado por su propio ardor—, eso es lo que le hace digno de mi devoción. Quizá no comprendo exactamente lo que está en juego, como dices, pero sé más que la mayoría. Y me preocupa, Akka; me preocupa, honestamente, que esto sea simplemente otro recado de un idiota.

Mientras Inrau decía esto, miró —«involuntariamente», pensó Esmenet— la marca serpentina de la prostituta tatuada en el dorso de la mano. Ella se tapó los puños bajo los brazos cruzados.

Entonces, inexplicablemente, le sobrevino el verdadero misterio que se ocultaba bajo esos acontecimientos. Miró a ambos hombres con los ojos por completo abiertos. Inrau bajó la mirada. Achamian, sin embargo, la contempló amablemente.

«Lo sabe —pensó Esmenet—. Sabe que tengo un don para estas cosas.»

—¿Qué pasa, Esmi?

—¿Dices que el Mandato acaba de enterarse de la guerra de los Chapiteles Escarlatas contra los cishaurim?

—Sí.

Esmenet se inclinó hacia adelante, como si esas palabras debieran ser susurradas.

—Si los Chapiteles Escarlatas pueden ocultarle una cosa así al Mandato durante diez años, Akka, entonces, ¿cómo es que Maithanet, un hombre que acaba de convertirse en Shriah, lo sabe?

—¿A qué te refieres? —preguntó Inrau con alarma.

—No —dijo Achamian, pensativamente—. Tiene razón. No es posible que Maithanet se acercara a los Chapiteles Escarlatas a menos que supiera que la Escuela estaba en guerra con los cishaurim. Sería demasiado absurdo de otro modo. ¿La Escuela más orgullosa de los Tres Mares uniéndose a una Guerra Santa? Piensa en ello. —«¿Cómo podía saberlo?»

—Quizá —dijo Inrau— los Mil Templos simplemente se toparon con ese dato, como tú, pero antes.

—Quizá —repitió Achamian—, pero es poco probable. Por lo menos eso nos exige que lo vigilemos más de cerca.

Esmenet volvió a estremecerse, pero esa vez de euforia. «El mundo gira gracias a personas como éstas, y yo acabo de unirme a ellas.» El aire, pensó, olía a agua y flores.

Inrau miró momentáneamente a Esmenet antes de devolver la mirada quejumbrosa a su mentor.

—No puedo hacer lo que me pides… No puedo.

—Debes acercarte más a Maithanet, Inrau. Tu Shriah es demasiado astuto.

—¿Qué? —dijo el joven sacerdote con un sarcasmo desganado—. ¿Demasiado astuto para ser un hombre de fe?

—En absoluto, amigo mío. Demasiado astuto para ser lo que parece.

Finales de primavera, año del Colmillo 4110, Sumna

Lluvia. Si una ciudad era vieja, muy vieja, las alcantarillas y las charcas siempre eran de un color negro brillante, empapadas del detritus de la historia. Sumna era antigua, sus aguas eran como brea.

Abrazándose a sí mismo, Paro Inrau escudriñó el oscuro patio. Estaba solo. En todas partes se oía el ruido del agua: el monótono rugido de la lluvia, el borboteo de los aleros y el chasquido de las alcantarillas. A través del chapoteo, oía el gemido de los suplicantes. Arqueados en una postura de dolor y pena, su canción cruzaba la piedra húmeda y sostenía sus pensamientos en alargadas notas. Himnos de sufrimiento. Dos voces: una muy aguda y quejumbrosa, preguntando por qué debemos sufrir, siempre por qué; la otra grave, henchida de la inquietante grandeza de los Mil Templos y con la circunspección de la verdad: que los Hombres eran solamente sufrimiento y ruina, que las lágrimas eran las únicas aguas sagradas.

«Mi vida —pensó—. Mi vida.»

Inrau bajó el rostro y trató de borrar su llanto con una sonrisa. ¡Ojalá pudiera olvidar! ¡Ojalá!

«El Shriah. Pero ¿cómo puede ser?»

Estaba tan solo. A su alrededor se alzaban mamposterías ceneianas, amontonadas en la oscura vastedad de la Hagerna. Se deslizó hasta agacharse y se meció contra la piedra húmeda. El miedo a aquel recinto no le dejaba ninguna dirección en la que correr. Sólo podía encogerse en su interior, tratar de llorar hasta desaparecer.

«Achamian, querido tutor, ¿qué me has hecho?»

Cuando Inrau pensó en sus años en Atyersus, estudiando bajo la atenta mirada de Drusas Achamian, recordó las ocasiones en que había salido con su padre y su tío para arrojar las redes lejos de la costa nronia; esas ocasiones en las que las nubes se habían oscurecido y su padre, sacando los peces argénteos del mar, se había negado a regresar a la aldea.

—¡Mira qué pez! —gritaba con los ojos transidos por una desesperada buena suerte—. ¡Momas nos favorece, compañeros! ¡El Dios nos favorece!

Atyersus le recordaba a Inrau uno de esos peligrosos momentos, no porque Achamian se pareciera a su padre —no, su padre había sido fuerte, sus piernas inclinadas sobre la cubierta, su espíritu indomable ante las cabezadas del mar—, sino porque como los peces, las riquezas que él había obtenido del seno de la hechicería habían sido conseguidas contra la amenaza de la muerte. A Inrau, Atyersus le había parecido una violenta tormenta congelada en inmensos pilares y negras cortinas de piedra, y Achamian se asemejaba a su tío, subyugado por la cólera de su padre y, a pesar de ello, esforzándose para recuperar su botín y así poder salvar a su hermano y al hijo de su hermano. Le debía la vida a Drusas Achamian, de eso Inrau estaba seguro. Los Maestros del Mandato nunca regresaban a la costa y mataban a los que abandonaban sus redes para hacerlo.

¿Cómo pagaban los hombres esas deudas? Cuando se debía dinero, un hombre simplemente lo retornaba con intereses al usurero. Lo que se daba y lo que se devolvía era lo mismo. Pero ¿era ese intercambio tan sencillo cuando un hombre le debía su vida a otro? Por haberle retornado a la costa, ¿le debía Inrau a Achamian un último viaje por los tormentosos mares del Mandato? Pagarle a Achamian con la misma moneda que le debía le parecía un error de todos modos, como si su viejo profesor hubiera anulado su regalo en lugar de pedir un regalo a cambio.

Inrau había hecho muchos intercambios en su vida. Al dejar el Mandato por los Mil Templos, había intercambiado el corazón roto de Seswatha por la trágica belleza de Inri Sejenus, el terror del Consulto por el odio de los cishaurim, y el rechazo condescendiente de la fe por la pía condena de la hechicería. Y se había preguntado, en aquellos primeros días, qué había ganado con ese intercambio de vocaciones.

Todo. Lo había ganado todo. Fe por conocimiento, sabiduría por astucia, corazón por intelecto: no había escalas para aquello, sólo hombres y sus muy diversas inclinaciones. Inrau había nacido para los Mil Templos, y al permitirle abandonar la Escuela del Mandato, Achamian se lo había dado todo. Y debido a ello, la gratitud que Inrau sentía por su viejo profesor estaba mas allá de toda medida o descripción. «Cualquier precio —pensaba mientras paseaba por la Hagerna, obsesionado por el alivio y la alegría—. Cualquier precio.»

Y entonces la tormenta se había desatado. Se sentía pequeño, como un niño abandonado en mitad de las aguas oscuras y agitadas.

«¡Por favor! ¡Permíteme olvidarlo!»

Por un momento, le pareció que podía oír el ruido de unas botas haciendo eco por uno de los callejones, pero entonces sonaron las Trompas de Llamada, increíblemente profundas, como el oleaje del océano oído a través de un muro de piedra. Cruzó el patio corriendo hacia las inmensas puertas del templo, tirando de su capa contra el aguacero. Las puertas de Irreuma se abrieron chirriando y arrojaron una amplia banda de luz sobre los adoquines en los que chisporroteaba la lluvia. Con cuidado de evitar las miradas curiosas, avanzó entre la repentina masa de sacerdotes y monjes que salían del templo. Ascendió corriendo los anchos escalones entre las serpientes de bronce que adornaban la entrada.

Los guardianes fruncieron el ceño cuando entró. Al principio, sintió vergüenza, pero después se dio cuenta de que había dejado un rastro de agua y arena en el suelo. Les ignoró. Ante él, dos hileras de columnas formaban un ancho pasillo desigualmente iluminado por braseros colgantes. Las columnas se alzaban para sostener el triforio, la sección central alzada del techo, demasiado alta para que la luz llegara hasta allí. A ambos lados del pasillo del triforio había dos hileras de columnas más pequeñas que flanqueaban las pequeñas capillas de diversas deidades cúlticas. Todo parecía estar al alcance de la mano, al alcance de la mano.

Puso una mano ausente sobre la piedra caliza. Fría. Impasible. Ninguna señal de la gran carga que soportaba. Ésa era la fuerza de las cosas inanimadas. «Dame esa fuerza, Diosa. Haz de mí un pilar.»

Inrau trazó un círculo alrededor de la columna y se introdujo en la penumbra de su capilla; se sintió aliviado por su fría piedra. «Onkis… querida.»

«Dios tiene mil veces mil caras —había dicho Sejenus—, pero los hombres sólo tienen un corazón.» Toda gran fe era un laberinto con innumerables y pequeñas grutas, lugares medio secretos en los que las abstracciones se desvanecían y donde los objetos de culto eran lo suficientemente pequeños como para calmar las ansiedades cotidianas, lo suficientemente familiares como para llorar abiertamente por cosas de poca importancia. Inrau había encontrado su gruta en el santuario de Onkis, la Cantante en la Oscuridad, el Aspecto que estaba en el corazón de todos los hombres, que les movía a tratar de abarcar siempre más de lo que podían sostener.

Se arrodilló. Los sollozos lo sacudieron.

¡Ojalá hubiera sido capaz de olvidar!, olvidar lo que el Mandato le había enseñado. Si hubiera sido capaz de hacer eso, entonces esa última revelación que le había roto el corazón no hubiera tenido ningún sentido para él. ¡Ojalá Achamian no hubiera ido allí! El precio era demasiado alto.

«Onkis.» ¿Podría perdonarle que regresara al Mandato?

El ídolo estaba tallado en mármol blanco, con los ojos cerrados y el aspecto hundido de los muertos. A primera vista parecía la cabeza escindida de una mujer, hermosa pero algo vulgar, colocada sobre una peana. Pero una mirada más atenta permitía descubrir que la peana era un árbol en miniatura, como los que cultivaban los antiguos norsirai, pero trabajado en bronce. Las ramas se le metían en la boca abierta y le subían por la cara; la naturaleza renacida a través de los labios humanos. Otras ramas subían por la parte trasera de la cabeza y se enredaban en el pelo inmóvil. La imagen nunca dejaba de conmover algo en su interior, y ésa era la razón por la que siempre regresaba a ella: ella era esa conmoción, el lugar oscuro en el que sus pensamientos se ponían en marcha. Ella le precedía.

Dio un respingo al oír el sonido de una voces procedentes de la puerta del templo. «Guardianes. Deben de ser ellos.» Después rebuscó en su capa y sacó un pequeño fardo con comida: albaricoques secos, dátiles, almendras y un poco de pescado salado. Se acercó lo suficiente como para que ella pudiera sentir el calor de su aliento y, con las manos temblorosas, puso la comida en un pequeño comedero colocado en el pedestal. Toda la comida tenía su esencia, su ánima, lo que los blasfemos llamaban el onta. Todo arrojaba su sombra sobre el Exterior, donde los Dioses se movían. Con las manos temblorosas sacó su modesto árbol genealógico y susurró los nombres, y sólo se detuvo para rogarle a su bisabuelo que intercediera en su favor.

—Fuerza —murmuró—. Por favor, fuerza…

El pequeño rollo de pergamino cayó al suelo. El silencio era completo, opresivo. El corazón le dolía; tanto era lo que estaba en juego. Ésos eran los acontecimientos sobre los que giraba el mundo. Suficiente para una Diosa.

—Por favor, háblame.

Nada.

Las lágrimas se ramificaron sobre su rostro. Levantó los brazos y los sostuvo en lo alto hasta que le ardieron los hombros.

—¡Cualquier cosa! —gritó.

«Corre —susurraron sus pensamientos—. Corre.»

¡Cobarde! ¿Cómo podía ser tan cobarde?

Algo tras él. ¡El sonido del batir de unas alas!, como el revoloteo de los clérigos entre los inmensos pilares.

Volvió el rostro hacia el oscuro techo, buscando con sus oídos. Otro revoloteo. En algún lugar del triforio. Se le puso la piel de gallina.

«¿Eres tú?»

«No.»

Siempre dudando. ¿Por qué siempre estaba dudando?

Dando traspiés, salió corriendo de la capilla. La puerta del templo había sido cerrada y los guardianes no estaban allí. Al cabo de un rato, localizó la estrecha escalera que ascendía por el muro hacia los balcones del triforio. A medio camino, la oscuridad de la escalera se hizo completa. Se detuvo un momento y respiró profundamente. El aire olía a polvo.

La inseguridad, siempre tan poderosa en él, se desvaneció.

«¡Eres tú!»

La cabeza le latía de arrobamiento cuando llegó a la cima de la escalera. La puerta del balcón estaba entreabierta. Una luz grisácea se colaba por la rendija. Finalmente —después de todo su amor, de todo su tiempo—, Onkis le cantaría a él y no a través de él. Salió al balcón cautelosamente. Se lamió los labios. El estómago le daba saltos.

Oía el rugido de la lluvia a través de la piedra. Los capiteles de los pilares eran la primera cosa que se distinguía en la oscuridad, y después, el techo que se alzaba cerca, por encima de ellos. Parecía antinatural que tanto peso estuviera suspendido a tanta altura. Los troncos de las columnas se tornaban más brillantes a medida que escapaban de la visión. La luz procedente de abajo era distante y difusa, tan suave como los bordes desgastados de la mampostería.

La baranda del balcón tenía una aura de vértigo, así que mantuvo la espalda pegada al muro. La mampostería parecía quebradiza, resquebrajada por el paso del tiempo en la oscuridad. Los frescos de la pared se habían desconchado. El techo estaba lleno de avisperos de arcilla, y recordó los barcos de guerra varados sobre la arena de la playa como cáscaras de percebe.

—¿Dónde estás? —susurró.

Y entonces lo vio, y el horror le estranguló.

Estaba a poca distancia, apostado en la baranda, observándole con unos refulgentes ojos azules. Tenía el cuerpo de un cuervo, pero su cabeza era pequeña, calva y humana, del tamaño del puño de un niño. Tensando los labios sobre unos pequeños y perfectos dientes, sonrió.

«¡Dulce Sejenus! ¡Oh Dios! ¡No puede ser! ¡No puede ser!»

Una parodia de sorpresa cruzó su cara en miniatura.

—Sabes lo que soy —dijo en una voz quebradiza—. ¿Cómo es eso?

«¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Consulto aquí no, no, no!»

—Porque —replicó otra voz— en el pasado fue uno de los estudiantes de Achamian. —La voz estaba oculta en las sombras, a cierta distancia en el triforio. Entró caminando en la débil luz.

Curtias Sarcellus le saludó con una sonrisa.

—¿No es así, Inrau?

¿Un Caballero–Comandante tratándose con una Síntesis del Consulto?

«¡Akka, Akka, sálvame!»

Un terror de pesadilla y desconfianza sin aliento, los pensamientos presas del pánico. Inrau retrocedió, tambaleándose. El suelo se movió. El sonido del hierro rascando contra la piedra a su espalda le hizo gritar. Se dio la vuelta y vio a otro Caballero Shriah salir de la penumbra. También a ése lo conocía: Mujonish, que le había acompañado a recolecciones del diezmo en el pasado. El hombre se acercó con ademán cauteloso y los brazos abiertos, como si estuviera arreando un toro peligroso.

¿Qué estaba sucediendo? «¿Onkis?»

—Como puedes ver —dijo la Síntesis con cuerpo de cuervo— no tienes adonde ir.

—¿Quién? —consiguió decir con un jadeo Inrau.

Entonces veía la marca de la hechicería, la cicatriz de las Palabras utilizadas para atar el alma de un hombre al abominable recipiente que tenía ante sí. ¿Cómo no se había dado cuenta?

—Sabe que esta forma no es más que un cascarón —le dijo la Síntesis a Sarcellus—, pero no veo a Chigra en su interior. —Giró los ojos del tamaño de un guisante, pequeñas cuentas de cristal azul celeste, hacia Inrau—. ¡Hummm! ¿Chico, tú no sueñas el Sueño como los demás?, ¿verdad? Si lo hicieras, me reconocerías. Chigra siempre me reconocía.

«¿Onkis? ¡Diosa zorra y traicionera!»

A través del terror, una imposible seguridad se apoderó de él. Una revelación. Las palabras de la plegaria se habían convertido en un tejido. Debajo percibió otras palabras, palabras de poder.

—¿Qué queréis? —preguntó Inrau, esa vez con la voz más tranquila—. ¿Qué estáis haciendo aquí? —No le importaba la respuesta, sólo el tiempo.

«Por favor, recuerda; por favor, recuerda.»

—¿Haciendo? Bueno, lo que nosotros siempre hacemos: supervisando nuestros intereses en estos asuntos. —Frunció los labios sobre sus pequeños dientes, pero amargamente, como si su sabor le desagradara—. No hay ninguna diferencia, supongo, con respecto a lo que tú estás haciendo en los aposentos del Shriah, ¿no?

Respirar se había vuelto doloroso. No podía hablar.

«Sí, sí, sí, eso es, pero ¿ahora qué?; ¿ahora qué sigue?»

—Veamos —dijo Sarcellus, acercándose—. Me temo que es en parte culpa mía, Viejo Padre. Hace algunas semanas declaré que el joven apóstol era disciplinado.

—Así que es culpa tuya —dijo la Síntesis con la burla en miniatura de un ceño fruncido. Dio algunos pasitos sobre la baranda para seguir el retroceso de Inrau—. Sin dirección, simplemente puso todo su ardor en la vocación equivocada. —Un pequeño resoplido, como el de un gato—. Ah, ¿lo ves, Inrau? No tienes absolutamente nada que temer. El Caballero–Comandante asume la responsabilidad.

«¡Eso es, eso es, eso es!»

Inrau percibió a Mujonish tras él. La plegaria se adueñó de su lengua. La blasfemia asomó a sus labios.

Girándose con una velocidad hechicera, metió dos dedos en la cota de malla de Mujonish, le rompió el esternón y le cogió el corazón. Dio un tirón con la mano que tenía libre y sacó un cordón de sangre relumbrante al aire. Más palabras imposibles. La sangre ardía con una llama incandescente, siguiendo su arrolladura mano hacia la Síntesis. Gritando, la criatura se tiró de la baranda hacia el vacío. Gotas de sangre cegadoras rompieron la piedra desnuda.

Se hubiera girado hacia Sarcellus, pero la visión de Mujonish le inmovilizaba. El Caballero Shriah había caído de rodillas y se secaba las manos sangrientas en el sobretodo de la armadura. Entonces, como si se derramara de una vejiga, la cara se le cayó, volviéndosele hacia fuera, desasiéndose…

Ninguna señal. Ni el menor murmullo de hechicería.

«Pero ¿cómo?»

Algo le golpeó con fuerza en la cabeza y se cayó. Se levantó con dificultades. Un golpe en el estómago lo hizo rodar. Vislumbró la sombría figura de Sarcellus danzando a su alrededor. Dijo jadeando más palabras, palabras de refugio. Unas fantasmales Guardas surgieron de él…

Pero fue inútil. Alargando el brazo a través de los luminiscentes cristales como si fueran humo, el Caballero–Comandante le cogió por el cuello y lo levantó en el aire. Levantó un Chorae con la otra mano y lo pasó por encima de la mejilla de Inrau.

Agonía chamuscada. El suelo de piedra golpeó la cara de Inrau. Se encogió de dolor. La piel se le descascarillaba entre los dedos, transformada en sal por el tacto del Chorae. La carne expuesta le ardía. Gritó otra vez.

—¡Cederás! —oyó que gritaba la Síntesis.

Mirando fulminantemente esa cosa odiosa, Inrau retomó su canción blasfema. Vio el sol brillando a través de la ventana de su cara. Demasiado tarde.

Luces como mil anzuelos salieron de la boca de la Síntesis. Las Guardas de Inrau se agrietaron y se partieron con un tableteo cegador. Entonces, su canto se ahogó en sus labios. El aire le asfixiaba con la densidad del agua.

Flotó sobre el suelo del triforio. Torrentes de burbujas plateadas salieron de su boca abierta para estallar contra el techo. El peso de un océano le golpeó con un puño embalsamador.

Al principio, mantuvo la calma. Observó cómo la Síntesis se posaba en el hombro del Caballero–Comandante y le miraba con sus pequeños ojos azules del tamaño de un botón. Admiró la negrura de sus plumas, salpicada con reflejos cristalinos morados. Pensó en Achamian, desventurado, ajeno al peligro.

«¡Oh, Akka! Es peor de lo que osaste imaginar.»

Pero no había nada que hacer.

Con la garganta cerrándosele, Inrau pensó en la Diosa, en las infidelidades de ella y en las suyas. Pero su corazón latía más y más fuerte e introducía más presión en su cráneo, hasta que los labios se le doblaron y abrieron. Entonces, se desplomó y se retorció con locura; sus estúpidos pensamientos estaban seguros de que en algún lugar había una superficie que romper, alguna abertura al aire. Un reflejo salvaje e irresistible le abrió los pulmones. Convulsiones, arcadas, agua como un calcetín en la garganta, sacudiéndose en una neblina de puntos blancos.

Después, el duro suelo, tosiendo, ardiendo, asfixiándose.

Sarcellus lo puso de rodillas tirándole del pelo y le arrancó la cara hacia el confuso borrón de la Síntesis. Inrau vomitó, sacó a golpes más fuego de sus pulmones.

—Soy un Viejo Nombre —dijo la pequeña cara—. Aunque porte este cascarón, podría mostrarte las Agonías, estúpido del Mandato.

—¡Aj! —Inrau tragó saliva. Sollozó—. ¿Por qué?

De nuevo, la sonrisa delgada, minúscula.

—Tú rindes culto al sufrimiento. ¿Qué crees?

Una ira colosal se apoderó de él. ¡No lo entendía! No lo entendía. Con un rugido de toses, avanzó dando sacudidas, arrancándose el pelo del cuero cabelludo. La Síntesis pareció salir volando de su camino, pero no era su muerte lo que él deseaba. «Cualquier precio, viejo profesor.» La baranda de piedra le golpeó la cadera, que se rompió como un pastel. Estaba flotando de nuevo, pero era tan diferente. El aire le batía la cara, le bañaba el cuerpo. Con una sola mano extendida, Paro Inrau siguió un pilar hasta el suelo.