Sumna
«Si el mundo es un juego cuyas reglas son escritas por Dios, y los hechiceros son los que hacen trampas y más trampas, entonces ¿quién ha escrito las reglas de la hechicería?» |
Zarathinius, Una defensa de las artes arcanas |
Principios de primavera, año del Colmillo 4110, de camino a Sumna
En el mar de Meneanor, les alcanzó una tormenta.
Achamian se despertó de otro de los sueños, abrazándose. Las viejas guerras de sus sueños parecían enmarañarse con la negrura de su camarote, el suelo inclinado y el coro de agua atronadora. Estaba tumbado, acurrucado, temblando mientras trataba de distinguir lo real de los sueños. Caras le acechaban en la negrura, retorcidas por el asombro y el horror. Formas con armaduras de bronce forcejeaban en la distancia. El humo embadurnaba el horizonte, y había un dragón alzándose, ensortijado como ramas de metal negro. «Skafra…»
Un trueno.
En la cubierta, atenazados por la lluvia difusa, los marineros nronios gemían y suplicaban a Momas, Aspecto de la tormenta y el mar, y Dios de los dados.
El buque mercante nronio fondeó fuera del puerto de Sumna, antiguo centro de la fe inrithi. Apoyándose en una desgastada barandilla, Achamian observaba cómo el bote del práctico del puerto se dirigía hacia ellos entre el oleaje. La gran ciudad era indistinguible del trasfondo, pero logró discernir los edificios de la Hagerna, el vasto complejo de templos, graneros y cuarteles que conformaba el centro administrativo de los Mil Templos. En el centro se erigía el legendario bastión de la Junriuma, el sanctasanctórum del Colmillo.
Podía percibir la atracción de lo que en el pasado debía de haber sido su grandeza, pero todo parecía acallado en la distancia, mudo. Sólo más piedra. Para los inrithi, éste era el lugar en el que los cielos poblaban la tierra. Sumna, la Hagerna y la Junriuma eran mucho más que un lugar geográfico; eran partícipes del devenir de la historia. Eran las bisagras del destino.
Pero para Achamian eran cascarones de piedra. La Hagerna atraía a hombres distintos de él, hombres que, según suponía, no podían escapar al peso de su tiempo; hombres como su antiguo alumno Inrau.
Siempre que Inrau hablaba de la Hagerna, lo hacía como si el mismísimo Dios le hubiera dictado sus palabras. Achamian se había sentido muy ofendido por lo que decía, como con tanta frecuencia le sucedía cuando se enfrentaba al entusiasmo excesivo de otro. El tono de Inrau tenía un ímpetu, una loca certidumbre, que podía someter por la espada a ciudades, incluso a naciones, como si su recta alegría pudiera acompañar a cualquier acto de locura. Ésa era, de nuevo, la razón por la que Maithanet debía ser fieramente temido: poseer ese ímpetu era ya suficiente dolencia, pero transmitirlo… Se hizo una pausa para el pensamiento.
Maithanet portaba una plaga cuyo principal síntoma era la certidumbre. Cómo Dios podía ser equiparado con la ausencia de dudas era algo que Achamian nunca había comprendido. Después de todo, ¿qué era Dios sino el misterio que todos ellos portaban consigo? ¿Qué era la duda sino una forma de morar en el interior del misterio?
«Quizá, en ese caso, yo soy uno de los hombres más píos», pensó, sonriendo para sus adentros. Era un hombre que no escatimaba los falsos halagos a sí mismo. Demasiado rumiaba ya.
—Maithanet —susurró entre dientes, pero el nombre también estaba vacío. Ni podía amarrar los altisonantes rumores que revoloteaban a su alrededor ni proveerle de motivos suficientes para los crímenes que iba a cometer.
Como arrastrado por un sentido de la obligación hacia el único pasajero al que no comprendía del todo, el capitán del buque mercante se unió a su silencio meditativo deteniéndose un poco más cerca de lo prescrito por las normas del jnan, un error común entre los miembros de las castas inferiores. Era un hombre robusto, hecho, al parecer, de la misma madera que su barco. Sal y sol en sus antebrazos, el mar en su pelo despeinado y su barba.
—La ciudad —dijo al fin— no es un buen lugar para alguien como tú.
«Alguien como yo… Un hechicero en una ciudad sagrada.» No había ninguna acusación en las palabras o el tono de aquel hombre. Los nronios se habían acostumbrado al Mandato, los dones del Mandato y las exigencias del Mandato. Pero ellos seguían siendo inrithi, los piadosos. Una cierta vacuidad en su expresión les valía para solventar esa contradicción. Siempre iban hablando por ahí de su herejía, quizá esperando que si no la tocaban con palabras, tal vez pudieran mantener su fe intacta.
—Ellos nunca saben qué somos —dijo Achamian—. Eso es lo horrible de los pecadores. Somos indistinguibles de los píos.
—Eso me han dicho —respondió el hombre, evitando su mirada—. Los Escogidos sólo pueden verse entre ellos. —Había algo inquietante en su tono, como si estuviera investigando los detalles de un acto sexual ilícito.
¿Por qué hablar de eso? ¿Estaba el muy idiota tratando de congraciarse con él?
A Achamian le sobrevino una imagen: él, de niño, trepando por unas grandes piedras —las que su padre utilizaba para secar las redes—, deteniéndose sin aliento de vez en cuando solamente para mirar a su alrededor. Algo había sucedido. Era como si hubiera abierto unos párpados distintos, unos párpados que tenía debajo de los que normalmente abría cada mañana. Todo era exasperadamente rígido, como si la carne del mundo hubiera sido secada y tensada en los huecos que hay entre los huesos: la red contra la piedra, la rejilla de sombras proyectándose sobre los huecos, las cuentas de agua recogidas entre las líneas de los tendones de sus manos, ¡tan claras! Y dentro de esa rigidez, la sensación de florecimiento interior, del colapso de ver en el ser, como si sus ojos hubieran sido arrojados al centro mismo de las cosas. Desde la superficie de piedra, se podía ver a sí mismo, un niño oscuro alzándose ante el disco solar.
El tejido mismo de la existencia. El onta. Él lo había «experimentado», y todavía no era capaz de expresarlo adecuadamente. A diferencia de la mayoría, había descubierto de inmediato que era uno de los Escogidos. Lo había sabido con la terca certidumbre de los niños. «¡Atyersus!», recordaba haber gritado, sintiendo el vértigo de una vida que ya no estaría determinada por su casta, por su padre o por el pasado.
De niño, las ocasiones en que el Mandato había pasado por su aldea de pescadores le habían marcado profundamente. Primero el sonido de los platillos y después las figuras envueltas en sus ropajes, protegidas por parasoles portados por esclavos, empapadas del aura erótica del misterio. ¡Era todo tan remoto! Rostros impávidos, tocados sólo con los mejores cosméticos, y con el correspondiente desprecio jnanico por los pescadores de casta baja y sus hijos. Sólo los hombres de altura mítica podían estar detrás de caras como ésas; eso él lo sabía. Hombres impregnados de la gloria de Las Sagas. Matadores de dragones y asesinos de reyes. Profetas y abominaciones.
Los meses de entrenamiento en Atyersus sirvieron para que ese infantilismo menguara. Hastiada, presuntuosa y engañándose a sí misma, Atyersus sólo era diferente en su escala.
«¿Soy yo tan diferente de este hombre? —se preguntó Achamian, observando al capitán con el rabillo del ojo—. No tanto», pensó, pero ignoró al hombre de todos modos y se giró para contemplar Sumna, nublosa entre las oscuras colinas.
Sin embargo, a pesar de todo, era diferente. Tantas preocupaciones y tan poco a cambio. Diferente en que sus enfados podían abatir las puertas de la ciudad, pulverizar la carne y partir el hueso. Mucho poder, pero las mismas vanidades, los mismos miedos y caprichos infinitamente más oscuros. Había tenido la esperanza de que lo mítico le elevara por encima de eso, que exaltara todos y cada uno de sus actos, pero en lugar de eso lo había desorientado… La distancia no ilustraba a nadie. Podía convertir ese barco en un refulgente infierno y caminar por encima de las aguas totalmente indemne; no obstante, nunca podría tener… la certidumbre.
Eso casi lo había susurrado.
El capitán le dejó por un momento, visiblemente aliviado por la llamada de su tripulación. El práctico se había subido al barco en movimiento.
«¿Por qué se muestran tan distantes conmigo?» Aguijoneado por este pensamiento, bajó la cabeza y miró las profundidades oscuras como el vino. «¿A quién desprecio yo?»
Formular esa pregunta era responderla. ¿Cómo no podía sentirse uno aislado, distante, cuando la propia experiencia respondía a su boca? ¿Dónde estaba el terreno firme en el que uno podía permanecer cuando las simples palabras podían arrasarlo todo? Se había convertido en un lugar común entre los eruditos de los Tres Mares comparar a los hechiceros con los poetas, una comparación que a Achamian siempre le había parecido absurda. A duras penas podía imaginar dos vocaciones tan trágicamente distintas. Con la salvedad del miedo o la maquinación política, ningún hechicero había creado nada con sus palabras. El poder, las brillantes ráfagas de luz, poseían una irresistible dirección, y era la equivocada: la dirección hacia la destrucción. Era como si los hombres sólo pudieran remedar el idioma de Dios, sólo pudieran envilecer y embrutecer su canción. Cuando los hechiceros cantaban, decía el proverbio, los hombres morían.
Cuando los hechiceros cantaban. E incluso entre los suyos, él era un anatema. Las otras Escuelas nunca le podrían perdonar al Mandato su herencia, la posesión de la Gnosis, el conocimiento del Antiguo Norte. Antes de su extinción, las grandes Escuelas del norte habían contado con benefactores, pilotos que las conducían entre bancos de arena que ninguna mente humana podría llegar a concebir: la Gnosis de los magos nohombres, la Quya, refinada a través de otros mil años de astucia humana.
En muchos sentidos, él era un dios para esos idiotas. Siempre necesitaba recordarse eso; no sólo porque era halagador, sino porque eran ellos quienes no lo podían olvidar. Los que le temían, y por lo tanto los que inevitablemente le odiaban; lo arriesgarían todo en una Guerra Santa contra las Escuelas. Un hechicero que olvidara ese odio olvidaba cómo seguir con vida.
Detenido ante la inmensidad borrosa de Sumna, Achamian escuchó cómo los marineros discutían en el fondo, y cómo el barco gruñía acompasadamente con las gaviotas. Pensó en el incendio de los Barcos Blancos en Neleost, mil años antes. Todavía podía percibir el humo enmohecido, ver el refulgir de la fatalidad en las aguas del anochecer, sentir su otro cuerpo temblando de frío.
Y Achamian se preguntó adonde llevaba aquello, el pasado, y por qué, si ya había pasado, despertaba tanto dolor en su corazón.
En las atestadas calles que había al otro lado de los muelles, Achamian, que con frecuencia se tornaba contemplativo ante las aglomeraciones de gente, volvió a tomar conciencia de lo absurdo de su presencia allí. Era un pequeño milagro que los Mil Templos hubiera permitido a las Escuelas mantener misiones en Sumna. Los inrithi tenían la impresión de que Sumna no era solamente el corazón de su fe y su sacerdocio, sino también, y de un modo literal, el corazón mismo de Dios.
La crónica del Colmillo era la más antigua y, en consecuencia, la más atronadora voz del pasado; tan antigua que carecía en sí misma de una historia clara, «inocente», como había escrito el gran comentarista ceneiano Gaeterius. Repleta de personajes, narraba las grandes invasiones migratorias que marcaron la ascensión de los hombres en Earwa. Por alguna razón, el Colmillo siempre había estado en posesión de una tribu, los ketyai, y desde los primeros días del Shigek, antes incluso del alzamiento de Kyraneas, había estado instalado en Sumna, o al menos eso sugerían los documentos que habían sobrevivido. En consecuencia, Sumna y el Colmillo se habían convertido en dos cosas inseparables en la mentalidad de los hombres. Los peregrinajes a Sumna y el Colmillo eran una cosa y la misma, como si el lugar se hubiera convertido en un objeto y el objeto en un lugar. Caminar por Sumna era caminar por las escrituras.
No era sorprendente, pues, que se sintiera fuera de lugar.
Se encontró siendo empujado tras una pequeña reata de mulas. Brazos y hombros, caras fruncidas y gritos. El movimiento en la callejuela se detuvo. Nunca había visto la ciudad tan enloquecedoramente llena. Giró a uno de los hombres que le apretaban. Era un conriyano, a juzgar por su aspecto: solemne, de hombros anchos, con una densa barba; un miembro de la casta de los guerreros.
—Dime —le preguntó Achamian en sheyico—, ¿qué está pasando?
La impaciencia le llevó a prescindir del jnan: estaban, a fin de cuentas, compartiendo su sudor.
El hombre lo evaluó con los ojos oscuros y una expresión curiosa en el rostro.
—¿Quieres decir que no lo sabes? —le preguntó, alzando la voz por encima del barullo.
—¿Que no sé el qué? —respondió Achamian, sintiendo un ligero cosquilleo en la columna.
—Maithanet ha llamado a los creyentes a Sumna —dijo, desconfiando de su ignorancia—. Va a revelar contra quién declarará la Guerra Santa.
Achamian estaba aturdido. Miró los rostros apelotonados a su alrededor y, de repente, se dio cuenta de cuántos de ellos tenían el aspecto endurecido de la guerra. Casi todos iban ostensiblemente armados. La primera mitad de su misión, descubrir contra quién iba a declarar la Guerra Santa Maithanet, iba a resolverse por sí misma.
«Nautzera y los demás debían saberlo. Pero ¿por qué no me lo dijeron?»
Porque necesitaban que fuera a Sumna. Sabían que se resistiría a reclutar a Inrau, así que lo habían preparado todo para convencerlo de que debía hacerlo. Una mentira por omisión —quizá no fuera un pecado muy grande—, pero le había plegado a sus objetivos de todos modos.
Manipulación sobre manipulación. Hasta el Quorum hacía trampas con sus propias piezas. Era un viejo escándalo, pero no por ello dejaba de escocer.
El hombre siguió hablando, con los ojos refulgentes de un repentino fervor.
—Roguemos por que hagamos la guerra contra las Escuelas, amigo, y no contra los fanim. La hechicería es siempre el mayor cáncer.
Achamian a punto estuvo de darle la razón.
Achamian alzó el brazo con la intención de meter un dedo en la ranura que había en el centro de la espalda de Esmenet, pero vaciló, y en su lugar se cubrió con un montón de sábanas manchadas. La habitación era oscura, densa a causa del calor de su acoplamiento. A través de las sombras, veía las migas y los desperdicios que había por todo el suelo. Una cegadora rendija en las contraventanas era la única fuente de luz. El estruendo de la calle se colaba por los delgados muros.
—¿Nada más? —dijo, sintiéndose remotamente aturdido por la inseguridad de su propia voz.
—¿Qué quieres decir con «nada más»? —La voz de ella estaba marcada por una herida vieja y paciente.
Ella le había malinterpretado, pero antes de que se pudiera explicar, le sobrevino una repentina sensación de náusea y calor asfixiante. Se obligó a salir de la cama y a ponerse en pie, e inmediatamente se sintió como si fuera a caer de rodillas. Las piernas se le combaban, y se apoyó como un borracho en el aparador. Un escalofrío le recorrió el vello de los brazos y el cuero cabelludo, y volvió a descender.
—¿Aldea? —preguntó ella.
—Estoy bien —respondió él—. El calor.
Achamian se incorporó y regresó como pudo al colchón, que daba vueltas. El tacto de ella contra su piel le pareció como el de un puñado de anguilas ardiendo. ¡Tanto calor a principios de primavera! Era como si el mundo tuviera fiebre ante la perspectiva de la Guerra Santa de Maithanet.
—¿Has sufrido las fiebres antes? —dijo ella, con la voz aprensiva. Las fiebres no eran contagiosas, eso lo sabía todo el mundo.
—Sí —dijo él con voz ronca. «Estás a salvo», pensó—. Las tuve hace seis años, en una misión en Cingulat… Estuve a punto de morir.
—Hace seis años —repitió ella—. Mi hija murió ese mismo año.
Amargura.
Se sorprendió lamentando la facilidad con que su dolor se convirtió en el de ella. Le vino a la mente una imagen del posible aspecto de su hija: robusta pero con buena osamenta, el cabello oscuro y lánguido cortado corto siguiendo la costumbre de la casta baja, una mejilla perfectamente curva como la palma de la mano. Pero en realidad era a Esmi a quien estaba viendo. A ella de niña.
Permanecieron en silencio un largo rato. Los pensamientos de Achamian se aposentaron. El calor se tornó tranquilizador, perdió el filo acre de sus esfuerzos. «Ella ha malinterpretado lo que le he dicho antes», pensó Achamian, recordando el extraño tono herido de su voz. Él solamente había querido saber si había algo más que rumores.
En cierto modo, Achamian siempre había sabido que regresaría allí, no sólo a Sumna, sino a ese lugar, entre los brazos y las piernas de aquella mujer cansada. Esmenet, un nombre extraño y pasado de moda para una mujer de su carácter, pero a la vez sorprendentemente apropiado para una prostituta.
«Esmenet.» ¿Cómo podía un nombre afectarle tanto?
Ella se había empequeñecido en los cuatro años que habían transcurrido desde la última visita de Achamian a Sumna. Más demacrada, tenía el humor dolido por la acumulación de muchas heridas pequeñas. Sin dudarlo, Achamian la había buscado después de abrirse paso en el atestado puerto, sorprendido por su propio entusiasmo. Verla sentada en la ventana había sido extraño, una mezcla de pérdida y vanidad, como si hubiera reconocido a un rival de la infancia tras el rostro picado de un leproso o un pordiosero.
—Veo que sigues coleccionando bastones —había dicho ella sin la menor expresión de sorpresa en su mirada.
La grasa infantil también había desaparecido de su ingenio.
Gradualmente, ella fue arrancándole de sus preocupaciones y adentrándole en su intrincado mundo de anécdotas y sátiras. De un modo inevitable, habían acabado yendo a su habitación, y Achamian le había hecho el amor con una urgencia que le sorprendió, como si le hubiera sido imposible aplazar la animalidad de ese acto, un aplazamiento de la agitación de su misión.
Achamian había ido a Sumna por dos razones: para determinar si el nuevo Shriah planeaba lanzar una Guerra Santa contra las Escuelas y para descubrir si el Consulto tenía algo que ver en esos trascendentales acontecimientos. La primera había sido un objetivo tangible, algo que podría utilizar para racionalizar su traición a Inrau. La segunda era… fantasmal, y poseía una anemia febril de excusas que no bastaban ni de lejos para lograr la absolución. ¿Cómo podía utilizar la guerra del Mandato contra el Consulto para racionalizar la traición cuando la guerra en sí misma había acabado pareciendo tan irracional?
¿De qué otro modo se podía describir una guerra sin enemigo?
—Mañana debo encontrar a Inrau —dijo, más a la oscuridad que a Esmenet.
—¿Todavía tienes la intención de… convertirlo?
—No lo sé. La verdad es que sé muy poca cosa.
—¿Cómo puedes decir eso, Akka? A veces me pregunto si hay algo que tú no sepas.
Siempre había sido una zorra consumada. Atendía primero al cuerpo y luego al corazón de Achamian. «No sé si podré soportar esto otra vez.»
—Me he pasado toda la vida entre gente que me considera un loco, Esmi.
Ella se rió al oír eso. Pese a que había nacido en una casta bajísima y nunca había recibido ninguna educación —al menos formal—, Esmenet siempre había apreciado la ironía. Era una de las muchas cosas que la hacían distinta de las otras mujeres, de las otras prostitutas.
—Me he pasado la vida entre gente que me considera una ramera.
Achamian sonrió en la oscuridad.
—Pero no es lo mismo. Tú eres una ramera.
—¿De modo que tú no estás loco?
Ella se rió, y Achamian se sintió decepcionado. Esa ingenuidad femenina era una charada, o al menos eso había creído él siempre, algo fingido para los hombres. Le recordó que era un cliente, que a fin de cuentas no eran amantes.
—De eso se trata, Esmi. Que yo esté loco o no depende de si mi enemigo existe. —Achamian vaciló, como si las palabras le hubieran llevado a un precipicio sin aliento—. Esmenet…, tú me crees, ¿verdad?
—¿Que si creo a un mentiroso inveterado como tú? Por favor, no me insultes.
Fue un atisbo de irritación que rápidamente lamentó.
—No, en serio…
Ella se detuvo antes de responder.
—¿Creo yo en la existencia del Consulto?
«Ella, no.» Achamian sabía que la gente que repetía las preguntas tenía miedo de responderlas.
Sus hermosos ojos marrones le escudriñaron en la oscuridad.
—Digamos simplemente, Akka, que creo que la pregunta del Consulto existe.
Su mirada tenía algo suplicante. Achamian sintió más escalofríos.
—¿No es eso suficiente? —preguntó ella.
Incluso para él, el Consulto había abandonado el terror real para adentrarse en la ansiedad de las preguntas sin arraigo. Lamentándose de la falta de respuesta, ¿se había olvidado de la importancia de la pregunta?
—Debo encontrar a Inrau mañana —dijo.
Los dedos de Esmenet hurgaron en su barba, en su barbilla. Alzó la cabeza como un gato.
—Hacemos una pareja muy triste —dijo ella, como si hiciera un comentario casual.
—¿Por qué dices eso?
—Un hechicero y una ramera… Eso tiene algo triste.
Él le cogió la mano y le besó la punta de los dedos.
—Todas las parejas tienen algo triste —dijo.
En su sueño, Inrau caminaba entre cañones de ladrillo quemado, a través de caras y figuras iluminadas por restos de antorchas. Y oía una voz procedente de ninguna parte, gritando a través de sus huesos, por toda la superficie de su piel; decía palabras como las sombras de puños, golpeando justo donde el ojo no veía. Eran palabras que azotaban lo que quiera que quedara de él; palabras que caminaban con sus piernas.
Vislumbró la fachada verdosa de la taberna; después, un grave, resplandeciente recinto lleno de humo, mesas y lámparas colgantes. La entrada lo envolvió. El suelo inclinado le empujó hacia adelante y le llevó a una malévola oscuridad, en el extremo más lejano de la sala. También le envolvió; otra entrada. Todo se precipitaba hacia el hombre barbudo que tenía la cabeza apoyada en el estuco agrietado y la cara levantada en un ángulo perezoso, pero tenso, en un éxtasis prohibido. La luz se vertía por su boca en movimiento. Coágulos de sol en sus ojos.
«Achamian…»
Entonces, el murmullo imposible se abrió camino entre el alboroto de los clientes. El turbio interior de la taberna se tornó robusto y vulgar. Los ángulos de pesadilla se afilaron. El juego de las luces y de las sombras se volvió vigorizante.
—¿Qué estás haciendo aquí? —farfulló Inrau, tratando de aclarar sus pensamientos—. ¿Eres consciente de lo que está sucediendo?
Escudriñó el interior de la taberna y a través de las vigas y de la neblina vio una mesa de Caballeros Shriah en el extremo opuesto, tan lejos que no le habían visto.
Achamian le observó amargamente.
—Me alegro de verte, chico.
Inrau frunció el ceño.
—No me llames chico.
Achamian sonrió.
—Pero ¿qué otra cosa —parpadeó— se supone que un querido tío debe llamar a su sobrino? ¿Eh, chico?
Inrau exhaló un largo suspiro y se recostó en la silla.
—Me alegro de verte…, tío Akka.
No era mentira. A pesar de las dolorosas circunstancias, se alegraba de verle. Durante un rato se arrepintió de haberse alejado del lado de su maestro. Sumna y los Mil Templos no eran los lugares, los santuarios, que él creía que eran, al menos no hasta que Maithanet había sido elegido para el Trono.
—Te he echado de menos —prosiguió Inrau—, pero Sumna…
—No es un muy buen lugar para alguien como yo, lo sé.
—Entonces, ¿por qué has venido? Estoy seguro de que has oído los rumores.
—No he venido, y ya está, Inrau… —Achamian se detuvo, con el rostro repentinamente atribulado—. Me han enviado aquí.
A Inrau se le erizó el cuero cabelludo.
—¡Oh, no!, Achamian. Por favor, cuéntame…
—Tenemos que saber de ese Maithanet —dijo Achamian en un tono forzado—, de esta Guerra Santa. No me cabe ninguna duda de que lo comprendes.
Achamian bajó su cuenco de vino. Por un momento, pareció estar desolado. Pero la repentina pena que Inrau sintió por él, el hombre que en tantos sentidos se había convertido en su padre, fue empequeñecida por una atribulada sensación de que el suelo desaparecía bajo sus pies.
—Pero lo prometiste, Akka. Lo prometiste.
Las lágrimas refulgieron en los ojos del Maestro. Eran lágrimas prudentes, pero igualmente llenas de arrepentimiento.
—El mundo tiene por costumbre —dijo Achamian— romper mis promesas.
A pesar de que Achamian había esperado presentarse ante Inrau bajo la apariencia de un profesor que finalmente reconoce en un antiguo alumno a un igual, una pregunta jamás formulada seguía importunándole: «¿Qué estoy haciendo?».
Escudriñando al hombre joven, sintió una punzada de afecto. Su rostro parecía extrañamente aguileño afeitado a la moda nansur. Pero la voz era familiar y estaba cada vez más y más enmarañada en ideas que competían entre sí. Y también sus ojos: exuberantes, anchos y marrón vidrioso, perpetuamente girando sobre el vértice de la honesta duda en sí mismo. Inrau había sido más maldecido que los otros al recibir el don de los Escogidos. Por su temperamento, estaba perfectamente dotado para ser un sacerdote de los Mil Templos. El atisbo de candor desinteresado, de atrevida pasión, ésas eran las cosas de las que el Mandato le había despojado.
—Pero Maithanet es más de lo que podéis comprender —estaba diciendo Inrau. Todo el cuerpo del joven parecía estremecerse bajo la violenta corriente de aire de la taberna—. Algunos casi le rinden culto, aunque esto le hace montar en cólera. Debe ser obedecido; no, adorado. Por eso escogió ese nombre…
—¿Escogió?
A Achamian no se le había ocurrido que su nombre pudiera significar algo. Eso le perturbó. Era una tradición Shriah adoptar un nuevo nombre. ¿Cómo cosas tan simples se le podían pasar por alto?
—Sí —respondió Inrau—. De mai’tahana.
Achamian no conocía la palabra. Pero antes de que pudiera preguntar, Inrau prosiguió su explicación en un tono desafiante, como si el antiguo alumno sólo entonces, finalmente fuera del alcance del Mandato, pudiera dar rienda suelta a viejos resentimientos.
—Su significado te será desconocido. Mai’tahana es un término del thoti–eännoreano, el idioma del Colmillo. Significa «instrucción».
«¿Y qué conclusión debo sacar de eso?»
—¿Y nada de esto te inquieta? —le preguntó Achamian.
—¿Nada de qué me inquieta?
—El hecho de que Maithanet haya logrado sin ningún esfuerzo el Trono, de que fuera capaz, en cuestión de semanas, de purgar el aparato del Shriah de todos los espías del Emperador.
—¿Inquietarme? —gritó Inrau con incredulidad—. Mi corazón está exultante por esas cosas. No tienes ni la menor idea de lo profundamente desesperado que estaba cuando llegué a Sumna, cuando llegué y me di cuenta de lo sórdidos y corruptos que se habían vuelto los Mil Templos, cuando me di cuenta de que el propio Shriah era simplemente otro de los perros del Emperador. Y entonces, llegó Maithanet. ¡Como una tormenta! Una de esas infrecuentes tormentas de verano que barren la tierra y la dejan limpia. ¿Inquieto por la facilidad con que limpió Sumna? Akka, me alegré.
—Entonces ¿qué pasa con esta Guerra Santa? ¿Acaso tu corazón también se alegra al pensar en ella? ¿Al pensar en otra Guerra Escolástica?
Inrau dudó, como si le sorprendiera que su vigor anterior se hubiera apagado tan rápidamente.
—Nadie sabe contra quién se va a librar esta Guerra Santa —dijo fríamente.
Por mucho que Inrau despreciara al Mandato, Achamian sabía que la idea de la destrucción le horrorizaba. «Una parte de él mora entre nosotros todavía.»
—¿Y si Maithanet declara la guerra contra las Escuelas? ¿Qué pensarás de él entonces?
—No lo hará, Akka. Estoy seguro de eso.
—Pero ésa no era mi pregunta, ¿no? —Achamian se estremeció en su interior por la falta de misericordia de su tono—. Si Maithanet declara la guerra contra las Escuelas, ¿entonces, qué?
Inrau se llevó las manos —unas manos delicadas para un hombre, como siempre había pensado Achamian— a la cara.
—No lo sé, Akka. Me he hecho esa misma pregunta mil veces, y todavía no lo sé.
—Pero ¿por qué? Ahora eres un sacerdote Shriah, Inrau, un apóstol de Dios tal como fue revelado por el Ultimo Profeta y el Colmillo. ¿Acaso no exige el Colmillo que todos los hechiceros sean quemados?
—Sí, pero…
—Pero ¿el Mandato es distinto? ¿Una excepción?
—Sí. Es distinto.
—¿Por qué? ¿Porque un viejo idiota al que amaste en el pasado es uno de ellos?
—Baja la voz —susurró Inrau, mirando de soslayo y con preocupación la mesa de los Caballeros Shriah—. Sabes perfectamente por qué, Akka. Porque te quiero como padre y como amigo, sin duda, pero porque también… respeto la misión del Mandato.
—Así que si Maithanet declara la guerra contra las Escuelas, ¿qué pensarás?
—Me apenaría.
—¿Te apenaría? Me parece que no, Inrau. Creerías que está equivocado. Por muy brillante y sagrado que Maithanet sea, pensarías: «¡No ha visto lo que yo he visto!»
Inrau asintió, ausente.
—Los Mil Templos —prosiguió Achamian, con un tono más gentil— siempre han sido la más poderosa de las Grandes Facciones, pero se ha visto con frecuencia mermada, si no arrasada, por la corrupción. Maithanet es el primer Shriah en siglos que reclama su preeminencia. Y ahora en los conciliábulos secretos de cada facción, hombres despiadados preguntan: ¿qué hará Maithanet con ese poder?, ¿contra quién dirigirá esta Guerra Santa?, ¿contra los sacerdotes fanim y los cishaurim?, ¿o contra los condenados por el Colmillo, las Escuelas? Nunca Sumna había estado tan llena de espías como ahora. Merodean por los Recintos Sagrados como buitres a los que se ha prometido un cadáver. La Casa Ikurei y los Chapiteles Escarlatas tratarán de dar con el modo de ligar los planes de Maithanet con los suyos. Los kianene y los cishaurim vigilarán con los ojos bien abiertos todos sus movimientos, temiéndose que su lección sea para ellos. Minimizar o explotar, Inrau; todos ellos están aquí por una de esas dos razones. Sólo el Mandato permanece fuera de este sórdido círculo.
Una vieja táctica, eficaz gracias a un ingenio desesperado. Cuando se recluta a un espía uno tiene que abrir con las palabras un espacio seguro, hacer que parezca que lo que está en juego no es la traición, sino una fidelidad mayor y más exigente. Límites, darle límites más amplios con los que interpretar la traición de sus acciones. Ante todo, un espía que recluta espías debe ser un maestro en la narración de historias.
—Ya lo sé —dijo Inrau, contemplándose la palma de la mano derecha—. Ya lo sé.
—Y si hay algún lugar —dijo Achamian— en el que una facción oculta pueda ser encontrada es aquí. Todas las razones que me has dado para explicar tu devoción a Maithanet son las razones por las que el Mandato debe vigilar a los Mil Templos. Si el Consulto puede encontrarse en algún lugar, Inrau, es aquí.
En cierto sentido, lo único que Achamian había hecho era tirar del hilo de unas afirmaciones en absoluto polémicas, pero la historia que había explicado ante Inrau era clara, aunque al joven no le pareciera así. De todos los sacerdotes Shriah en la Hagerna, sólo Inrau sería capaz de ver los límites más amplios; sólo él actuaría movido por intereses que no serían provincianos ni autoengaños. Los Mil Templos era un buen lugar, pero era desventurado. Tenía que ser protegido de su propia inocencia.
—Pero el Consulto —dijo Inrau, mirando a Achamian con una expresión dolorida—. ¿Y si ellos han muerto? Si hago lo que me pides a cambio de nada, Akka, entonces estaré condenado. —Como si se temiera un castigo inmediato, miró ansiosamente a su espalda.
—Pero la pregunta, Inrau es: ¿y si ellos…?
Achamian se detuvo, inmovilizado por la horrorizada expresión del joven sacerdote.
—¿Qué pasa?
—Me han visto. —Tragó saliva rígidamente—. Los Caballeros Shriah que hay detrás de mí…, a tu izquierda.
Achamian había visto que los Caballeros entraban poco después de su llegada, pero aparte de asegurarse de que no estaban entre los Escogidos, apenas les había prestado atención. ¿Y por qué debería haberlo hecho? En misiones como ésa, resultar llamativo era un punto a favor. Lo que llamaba la atención eran los hombres normales, no los fanfarrones.
Miró de reojo a la pequeña gruta de lámparas en la que los tres Caballeros estaban sentados. Uno de ellos, un hombre bajo y fornido con el pelo lanoso, todavía llevaba puesta la malla de su armadura, pero los otros dos vestían los ropajes blancos con bordados de oro de los Mil Templos, al igual que Inrau, si bien el traje de aquellos hombres consistía en una extraña mezcla de uniforme marcial y las vestiduras sacerdotales características de los Caballeros Shriah. El hombre con la armadura trazó unos círculos en el aire con un hueso de pollo, describiendo algo con avidez —una mujer o una batalla, tal vez— a sus camaradas, que estaban al otro lado de la mesa. El hombre que estaba entre ellos, con la cara fláccida y la arrogancia de la casta alta, miró a Achamian a los ojos y asintió.
Sin decir una palabra a sus compañeros, el hombre se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
—Viene uno de ellos —dijo Achamian, sirviéndose otro cuenco de vino—. Asústate, tranquilízate, haz lo que quieras, pero déjame hablar. ¿De acuerdo?
Un asentimiento sin resuello.
El Caballero Shriah sorteó las mesas y los clientes circundantes con maneras bruscas; se detuvo en una ocasión para apartar con brusquedad a un transportista que se tambaleaba en mitad de su camino. Tenía una esbeltez patricia, iba bien afeitado y llevaba el cabello negro azabache muy corto. Parecía que el blanco de su intrincada túnica hacía encoger a las sombras, pero por alguna razón, su cara no. Llegó portando la esencia del jazmín y la mirra.
Inrau levantó la mirada.
—Creo que te he reconocido —dijo el Caballero Shriah—. Inrau, ¿verdad?
—S–sí, Sarcellus.
¿Sarcellus? El nombre le resultaba extraño a Achamian, pero el estremecimiento de Inrau sólo podía significar que se trataba de alguien poderoso, demasiado poderoso para tratar en persona, habitualmente, a los pequeños funcionarios del templo. «Un Caballero–Comandante…» Achamian miró de soslayo más allá de su torso y vio a los otros dos Caballeros observándolos. El de la armadura se inclinó hacia un lado y murmuró algo que hizo reír al otro. «Esto es alguna clase de broma. Algo para divertir a sus amigos.»
—¿Y quién es éste? —preguntó Sarcellus, girándose hacia Achamian—. ¿Te está causando algún problema?
Achamian se bebió el vino de golpe y, furiosamente, apartó la mirada del Caballero–Comandante, como un viejo borracho que no tolera interrupciones.
—El niño es hijo de mi hermana —le espetó— y está de mierda hasta el cuello. —Entonces, como si se le ocurriera después, añadió—: Señor.
—¿Ah, sí? Le ruego que me diga por qué.
Rebuscando en sus bolsillos como si buscara una moneda suelta, Achamian negó con la cabeza con un enfado sardónico, aún sin posar la mirada en el interrogador.
—Por comportarse como un idiota, ¿por qué si no? Puede vestir de oro y blanco, pero es un estúpido mojigato igualmente.
—¿Y quién eres tú para reprender a un sacerdote Shriah, eh?
—¿Qué? ¿Yo reprendiendo a Inrau? —exclamó Achamian, imitando el miedo sarcástico de un borracho—. Por lo que a mí respecta, el niño es una perita en dulce. Sólo le estoy transmitiendo el mensaje de mi hermana.
—Ya veo. ¿Y quién es ella?
Achamian se encogió de hombros y sonrió, lamentando momentáneamente tener la boca llena de dientes.
—¿Mi hermana? Mi hermana es una puerca en celo.
Sarcellus parpadeó.
—¡Hummm! Si así es, ¿qué eres tú?
—¡El hermano de una puerca! —gritó Achamian, que finalmente miró al hombre a la cara—. No resulta raro que el niño esté cubierto de mierda, ¿eh?
Sarcellus sonrió, pero sus grandes ojos marrones permanecieron extrañamente muertos. Se giró hacia Inrau.
—El Shriah nos exige nuestra diligencia, joven apóstol, más ahora que en cualquier tiempo del pasado. Pronto declarará contra quién lanzaremos la Guerra Santa. ¿Estás seguro de que irte de juerga con un payaso, por mucho que tenga lazos de sangre contigo, es una buena idea justo antes de un momento trascendental?
—¿Y qué hay de ti? —murmuró Achamian, sirviéndose más vino—. Préstale atención a tu tío, niño. Los bellacos pomposos y engreídos como…
El dorso de la mano de Sarcellus le golpeó el lado de la cabeza, dejó su silla inclinada sobre dos tambaleantes patas y, finalmente, le derribó al suelo adoquinado.
La taberna estalló en gritos y aullidos.
Sarcellus apartó la silla de una patada y, con el aire rutinario de un rastreador que olisquea un rastro, se acuclilló junto a él. Achamian se protegió la cara con los brazos temblorosos.
—¡Asesino! —logró gritar el actor que llevaba dentro.
Una mano de hierro le atenazó la nuca y lo levantó hasta alzar su oído a los labios de Sarcellus.
—Cuánto tiempo hacía que tenía ganas de hacer esto, cerdo —susurró el hombre.
Y entonces desapareció. El duro suelo. Un vislumbre de su espalda alejándose. Achamian trató de levantarse. ¡Malditas piernas! ¿Dónde estaban? La cabeza colgando hacia atrás. Una lágrima blanca de la luz de la lámpara, refulgiendo sobre un colgante de latón, iluminando las vigas y el techo, las telarañas y las moscas momificadas. Después Inrau, detrás de él, gruñendo mientras le ayudaba a ponerse en pie, susurrando algo inaudible mientras le arrastraba a su asiento.
Apoyado en su silla, apartó las manos maternales de Inrau.
—Estoy bien —dijo con voz ronca—. Sólo necesito un momento para recuperar el aliento.
Achamian sorbió el aire por sus fosas nasales, se apretó un lado de la cara con la mano y se hundió los dedos retorcidos entre la barba. Inrau volvió a sentarse y observó con aprensión cómo cogía de nuevo el vino.
—Un p–poco más dramático de lo que quería —dijo Achamian con un displicente aire de buen humor.
Cuando sus manos temblorosas derramaron las primeras gotas de vino, Inrau se acercó y le quitó amablemente el decantador.
—Akka…
«¡Malditas manos! Siempre temblando.»
Achamian observó cómo Inrau le servía el vino en el cuenco. Tranquilidad. ¿Cómo podía estar tranquilo el chico?
—Una pizca demasiado dramático, p–pero eficaz…, igualmente eficaz. Y eso es lo que importa.
Se secó las lágrimas de los ojos con el pulgar y el índice. ¿De dónde habían salido? «El aguijón. Eso es, el aguijón.»
—Le he tomado el pelo, chico. —Un resoplido que quería ser una risa—. ¿Has visto cómo lo he hecho?
—Lo he visto.
—Bien —declaró, bebiéndose de golpe el vino del cuenco y jadeando—. Observa y aprende. Observa y aprende.
Inrau volvió a servirle en silencio. A Achamian empezaron a dolerle la mejilla y la mandíbula, antes feroces e impertérritas.
Una rabia incomprensible se adueñó de él.
—¡Las iras que podría haber desencadenado! —espetó en voz baja para asegurarse de que no le oirían. «¿Qué más da si vuelve?» Miró de reojo, rápidamente, a Sarcellus y los otros dos Caballeros Shriah. Se estaban riendo de algo, de un chiste o de algo así; algo.
—¡Las palabras que sé! —gruñó—. ¡Podría haberle hecho hervir el corazón en el pecho!
Se zampó otro cuenco, como aceite ardiendo en su helado intestino.
—Lo he hecho antes. —«¿Era yo ése?»
—Akka —dijo Inrau—, tengo miedo.
Nunca había visto Achamian a tanta gente reunida en un lugar, ni siquiera en los Sueños de Seswatha.
La gran plaza central de la Hagerna era una selva de humanidad. En la distancia, bañados en la luz del sol, los muros inclinados de la Junriuma se alzaban sobre las masas. De los edificios circundantes, sólo ése parecía inmune a las multitudes. Los otros, diseñados en los últimos y más gráciles días del Imperio Ceneiano, estaban abrumados por la retorcida maraña de guerreros, esposas, esclavos y comerciantes. Armas colgantes y rostros indefinidos congestionaban los balcones y las largas columnatas del recinto administrativo. Montones de jóvenes estaban posados como palomas entre los cuernos curvos y las grupas de los tres Toros Agoglianos que normalmente dominaban el corazón de la plaza. Hasta las anchas avenidas procesionales, que bajaban por entre la bruma de la gran Sumna, estaban atestadas de gente que se movía lentamente, recién llegados que todavía esperaban abrirse paso hasta más cerca, más cerca de Maithanet y su revelación.
Achamian no había tardado mucho en lamentar haberse acercado tanto a la Junriuma. El sudor le aguijoneaba los ojos. Por todos lados, extremidades y cuerpos se tambaleaban contra él. Finalmente, Maithanet se disponía a anunciar contra quién se declararía la Guerra Santa, y como el agua en una esclusa, los fieles habían acudido en riadas.
Achamian se encontraba periódicamente arrastrado por mareas en movimiento. Era imposible permanecer inmóvil. La presión lo habría tragado y se hubiera visto lanzado contra las espaldas de los que estaban ante él. Casi podía creer que nada se movía, exceptuando el suelo bajo sus pies, agitado por un ejército oculto de sacerdotes deseosos de ver cómo se asfixiaban.
En cierto momento, lo maldijo todo: el sol castigador, los Mil Templos, el antebrazo entre sus hombros, Maithanet. Pero los instantes más feroces los reservó para Nautzera y para su propia y maldita curiosidad. Parecía que una combinación de las dos cosas era lo que le había llevado allí.
Entonces, se dio cuenta: «Si Maithanet declara la guerra contra las Escuelas…».
Entre tantos, ¿qué posibilidades había de que le reconocieran como un hechicero, como un espía? Ya se había topado con varios hombres rodeados de la mareante aureola de una Baratija. Era costumbre que los miembros de las castas dirigentes llevaran su Chorae colgando alrededor del cuello. Las masas estaban pespunteadas por pequeños puntos que susurraban muerte.
«Yo…, la primera víctima de la nueva Guerra Escolástica.»
La ironía de ese pensamiento fue suficiente para dibujarle una mueca en el rostro. Las imágenes revoloteaban ante el ojo de su alma: fanáticos señalándole y gritando «¡blasfemo!, ¡blasfemo!», su cuerpo desmembrado lanzado por encima de una muchedumbre furibunda.
«¿Cómo puedo haber sido tan estúpido?»
El miedo, el calor y la hediondez le hacían sentir náuseas. La mejilla y la mandíbula le latían con fuerza otra vez. Había visto a otros —en sus sienes un entramado de brillantes venas, los ojos adormilados por una confusión cercana a la inconsciencia— que eran alzados entre la multitud y transportados bajo el sol sobre una ola de manos alzadas. Verlo le había infundido una mezcla de asombro y desolación, aunque no sabía por qué.
Miró hacia la inmensidad de la Junriuma, la Cámara del Colmillo, que se erguía en un silencio pétreo sobre las multitudes. Grupos de sacerdotes y otros funcionarios pululaban por las alturas y se inclinaban sobre las almenas. Vio cómo una figura volcaba una cesta de lo que parecían pétalos de flor blancos y amarillos. Cayeron revoloteando por las laderas de granito antes de posarse sobre la formación de Caballeros Shriah que guardaban con barricadas los rellanos inferiores. Fortaleza y templo, la Junriuma tenía el aire monolítico de los edificios destinados a repeler ejércitos, tal como había hecho muchas veces en el pasado. Su única concesión a la fe era la gran entrada abovedada de la puerta delantera, flanqueada por dos pilares kyraneanos, sus dimensiones eran tales que sólo podía empequeñecer a cualquier hombre que permaneciera debajo de ella. Achamian esperaba que Maithanet fuera la excepción.
Durante los últimos días, especialmente después del desconcertante encuentro con el Caballero–Comandante, el nuevo Shriah había llegado a hacerse un gran hueco en sus pensamientos, un hueco que Achamian tenía que llenar con la fuerza de la presencia del hombre.
«¿Merece tu devoción, Inrau? ¿Merece Maithanet tu vida?»
Las Trompas de la Llamada, cuyo timbre sin fondo tanto se parecía a las antiguas trompas de la guerra de los sranc, sonaron detrás de él. Cientos de ellas reverberaban entre los grandes huecos del cielo sobre sus cabezas. Alrededor de Achamian, los hombres empezaron a gritar, extasiados, prorrumpiendo en un rugido que fue llenando, y luego eclipsando, el quejido oceánico de las Trompas de la Llamada. Las Trompas se alejaron, y el rugido creció, hasta que pareció que los muros de la Junriuma se resquebrajarían y se vendrían abajo.
Una formación de niños calvos vestidos de color escarlata salió por la puerta de la Cámara; saltaban descalzos por las monumentales escaleras y tribunas, sacudiendo hojas de palma en el aire. El rugido decreció lo suficiente como para que se distinguieran gritos individuales por encima de la estela de hombres que susurraban. Se percibían fragmentos de himnos que inmediatamente decaían y se desvanecían. Las masas se habían convertido en un trasfondo impaciente, lentamente acallado por la espera de los pasos que en seguida iban a darse por encima de él.
«Todos nosotros por ti, Maithanet. Qué se debe sentir…»
A pesar de lo que había dicho Inrau, Achamian sabía que el joven, a su manera, veneraba al nuevo Shriah, una idea que había herido su vanidad. Achamian siempre había valorado la adoración de sus alumnos, y de ninguno más que de Inrau. Entonces el viejo profesor había sido suplantado. ¿Cómo podía él rivalizar con un hombre que inspiraba acontecimientos como aquél?
Pero él lo lograba. De alguna forma había arrastrado los ojos y los oídos del Mandato al corazón de los Mil Templos. ¿Había sido su astucia lo que había convencido a Inrau, o fue su humillación a manos de Sarcellus? ¿Era pena?
¿Acaso había vencido una vez más fracasando?
Una imagen de Geshrunni cruzó sus pensamientos.
El hecho de que lo hubiera logrado sin Palabras calmó su vergüenza, al menos un tanto. Las habría utilizado en caso de que Inrau se hubiera negado. Achamian no se hacía ilusiones. Si no hubiera conseguido su misión, el Quorum habría matado a Inrau. Para hombres como Nautzera, Inrau era un traidor, y todos los traidores debían morir; tan simple como eso. La Gnosis, incluso los escasos rudimentos conocidos por Inrau, era más valiosa que cualquier vida.
Pero si hubiera utilizado las Palabras de Coacción, tarde o temprano el Luthymae, el Colegio de monjes y sacerdotes que gestionaba la vasta red de espías de los Mil Templos, habría identificado la marca de la hechicería en Inrau. No todos los Escogidos se convertían en hechiceros. Muchos utilizaban el «don» para hacer la guerra contra las Escuelas. Y Achamian no dudaba de que el Colegio de Luthymae habría matado a Inrau por llevar la marca de la hechicería. Había perdido a otros agentes a manos del Colegio antes.
Lo máximo que las Palabras podían hacer era ganar tiempo. Eso, y romperle el corazón.
Quizá ésa era la razón por la que Inrau se había mostrado de acuerdo en convertirse en espía. Quizá había vislumbrado las dimensiones de la trampa que el destino y Achamian le habían tendido. Quizá lo que más temía no era la perspectiva de lo que le pudiera suceder si se negaba, sino la perspectiva de lo que le pudiera suceder a su antiguo profesor. Achamian habría utilizado las Palabras, habría convertido a Inrau en un títere hechicero, y él se habría vuelto loco.
Los sacerdotes, envueltos en ropajes blancos con bordados dorados y sosteniendo réplicas doradas del Colmillo, desfilaron en filas de cuatro entre los pilares kyraneanos. Los Colmillos refulgían al sol. Algunos gritos roncos sobresalieron entre el estallido de la masa hasta convertirse en muchos. Como palmeras húmedas, la masa se apretó con mas fuerza sobre Achamian. Su espalda se arqueó ante el empujón hacia adelante y jadeó. El aire tenía sabor. Las esquinas del cielo empezaron a difuminarse. Parpadeando para sacarse el sudor de los ojos, mantuvo la boca abierta hacia arriba por la promesa de un aire mas fresco, como si en alguna parte justo encima de él hubiera una superficie en la que el aliento de miles terminara, y empezara el cielo. Las voces eran un estallido. Bajó la mirada, y la Junriuma llenó sus ojos. A través de una extensión de brazos alzados, observó la forma emergente de Maithanet.
El nuevo Shriah era una figura poderosa, tan alta como cualquier norsirai. Llevaba una túnica blanca impoluta y una poblada barba negra. Hacía que los sacerdotes que lo flanqueaban parecieran afeminados. Achamian sintió la repentina necesidad de verle los ojos, pero desde esa distancia permanecían escondidos bajo la sombra de sus cejas.
Inrau le había dicho que Maithanet procedía del sur profundo, de Cingulat o Nilnamesh, donde el dominio de los Mil Templos era incierto. Había caminado, siendo un inrithi solitario, por las tierras infieles de Kian. En realidad, no había llegado a Sumna, sino que se había apoderado de ella. Entre los hastiados administradores de los Mil Templos, sus misteriosos orígenes habían sido un punto a su favor. Ser un funcionario de los Mil Templos era oler a corrupción, un olor que ninguna pureza de intenciones o grandeza de espíritu podría jamás hacer que desapareciera del todo.
Los Mil Templos habían llamado a Maithanet, y Maithanet había acudido.
«¿Podía el Consulto haber descubierto esta carencia? ¿Haberte engañado para que la solventaras?»
Con sólo pensar en ese nombre, el Consulto, Achamian se tranquilizó. Innumerables pesadillas le habían llenado de tanto odio, de tanto temor, que se habían convertido en un sostén de su ser casi tanto como su propio nombre.
Sus pensamientos se vieron abrumados por la húmeda reverberación de las bocas de la muchedumbre. Durante un instante, el aire se estremeció por sus gritos. Sintió que se le ennegrecían sus límites, una frialdad en el pecho y el rostro. El ruido de la multitud se adelgazó y amainó. Oyó alguna cosa incoherente, pero estaba seguro de que era la voz de Maithanet. Más estruendos. La gente tratando de tocar su figura distante con la punta de los dedos. Se tambaleó entre la húmeda presión de los hombres que le rodeaban, sintió una punzada en el velo del paladar, el escozor del vómito.
«Fiebres…»
Las manos estaban sobre él, y fue alzado por los extraños por encima de la superficie de la multitud. Palmas y dedos, su tacto era tanto y tan ligero, allí un instante y en seguida desaparecido. Sentía que el sol quemaba en la negrura de su barba, en la sal húmeda de sus mejillas. Vislumbró titubeantes grietas de ropa empapada, de cabello y piel; un suelo de caras observando el paso de su sombra. A través del cielo interior de ojos medio cerrados, el sol se ensamblaba con las lágrimas, y oyó una voz, tan clara y cálida como una tarde de otoño.
—En sí mismos —estaba gritando el Shriah—, los fanim son una afrenta a Dios. ¡Pero el hecho de que los píos, los inrithi, toleren esta blasfemia, es suficiente para que la ira de Dios arda con toda su fuerza contra nosotros!
Con el cuerpo postrado sobre las manos, bajo el sol, Achamian se sintió transido por un delirante asombro al oír el sonido de la voz del hombre. ¡Qué voz! Una voz que se posaba sobre las pasiones y los pensamientos, y no sobre las orejas, con entonaciones exquisitamente moduladas para incitar, para encolerizar.
—Ese pueblo, esos kianene, son una raza obscena, seguidores de un Falso Profeta. ¡Un Falso Profeta, hijos míos! El Colmillo nos dice que no hay mayor abominación que un Falso Profeta. Ningún hombre es tan vil, tan malvado, como aquél que se burla de la voz de Dios. Y sin embargo, firmamos tratados con los fanim, compramos seda y turquesas que han pasado por sus impuras manos. Intercambiamos oro por caballos y esclavos criados en sus venales establos. ¡Nunca más deben los fieles relacionarse con naciones prostitutas! ¡Nunca más deben los fieles ver cómo su indignación disminuye a cambio de unas chucherías procedentes de tierras de infieles! No, hijos míos, ¡debemos mostrarles nuestra furia! ¡Debemos descargar sobre ellos la venganza de Dios!
Achamian flotaba en mitad del estruendo de la multitud, impulsado por unas palmas que pronto se cerrarían en un puño, por manos que golpearían más que alzar.
—¡No!, no vamos a seguir comerciando con los infieles. ¡De hoy en adelante, lo cogeremos! ¡Los inrithi no seguirán permitiendo estas obscenidades! ¡Maldeciremos al que sea maldito! ¡Debemos guerrear!
Y la voz se acercó, como si las innumerables manos que sostenían a Achamian no pudieran hacer más que entregarlo a la fuente de esas palabras que resonaban, palabras que habían partido el sudario del futuro con una terrible promesa.
Guerra Santa.
—¡Shimeh! —gritó Maithanet, como si su nombre estuviera en la raíz de todos los pesares—. La ciudad del Último Profeta está en manos de los infieles. ¡En manos impuras y blasfemas! El santificado suelo de Shimeh se ha convertido en el mismísimo hogar del mal abominable. ¡Los cishaurim! Los cishaurim han hecho de Juterum, ¡las sagradas cumbres!, la guarida de ceremonias indecibles, ¡la sede de hediondos y bárbaros rituales! Amoteu, la Tierra Santa del Ultimo Profeta; Shimeh, la Ciudad Santa de Inri Sejenus, y Juterum, el santo lugar de la Ascensión, se han convertido en el hogar de una atrocidad tras otra. ¡De un atroz pecado tras otro! ¡Debemos recuperar esos lugares sagrados! ¡Debemos volver nuestras manos al sangriento trabajo de la guerra! Debemos golpear a los infieles con el filo de la espada afilada. Debemos atravesarles con la punta de la larga lanza. ¡Debemos azotarlos con la agonía del fuego sagrado! Debemos guerrear, y debemos guerrear hasta que ¡Shimeh sea libre!
Las masas hicieron erupción, y a través de su insoportable tránsito, Achamian se preguntó, con la extraña lucidez que se tiene al borde de la inconsciencia, por qué los fanim y las Escuelas eran un cáncer entre ellos. ¿Por qué asesinar a otro cuando es el propio cuerpo el que necesita ser sanado? ¿Y por qué iniciar una Guerra Santa que no podían ganar?
Una superficie imposiblemente distante de piedra inclinada contra el sol —la Junriuma, bastión del Colmillo— y los hombres le estaban bajando sobre los sombreados escalones. El agua salpicó su cara, cayó entre sus labios. Le levantaron la cabeza, vio un muro de gritos, de rostros enrojecidos y de brazos alzados.
«Quieren Shimeh…, Shimeh. Las Escuelas nunca estuvieron amenazadas.»
Cada instante era tenso a causa del exultante estruendo de la asamblea, pero por alguna razón, había cierta intimidad entre los que estaban en los escalones. Achamian echó un vistazo a los demás —los que habían sido alzados por la muchedumbre como él, temblando y empapados por el cansancio—, pero todos estaban paralizados por algo que había en los escalones que quedaban por encima de ellos. Levantó la mirada, asustado por la bota gastada que estaba a un palmo de su frente. Miró el vacío que enmarcaban las extremidades de un hombre que se arrodillaba junto a la rodilla de otro. El hombre lloraba, parpadeaba para contener las lágrimas; luego, le vio. Asustado, Achamian observó cómo la cara del hombre se relajaba al reconocerlo y después se tensaba con una furia monolítica. Un hechicero… allí.
«Proyas.»
Era el Príncipe Nersei Proyas de Conriya…, otro alumno al que había amado. Durante cuatro años, Achamian había sido su tutor en artes no hechiceras.
Pero antes de que pudieran intercambiar una palabra, las manos guiaron al Príncipe, que todavía le observaba, a un lado, y Achamian se quedó mirando la serena y sorprendentemente joven cara de Maithanet.
Las multitudes rugieron, pero un extraño silencio se había establecido entre ellos dos.
La cara del Shriah se oscureció, pero sus ojos azules refulgieron con…, con…
Habló suavemente, como si lo hiciera con un íntimo:
—Los tuyos no sois bienvenidos aquí, amigo. Huye.
Y Achamian huyó. ¿Declararía un cuervo la guerra a un león? Y a lo largo de la estremecida locura de su lucha a través de las huestes inrithi, se sintió paralizado por un solo pensamiento:
«Puede ver a los Escogidos».
Sólo los Escogidos podían ver a los Escogidos.
Maithanet cogió con fuerza a Proyas por el brazo, y entonces, con la voz suficientemente alta para agujerear los rugidos de adulación de la muchedumbre, le susurró:
—Hay muchas cosas que tengo que comentar contigo, mi Príncipe.
Sus pensamientos todavía bullían con la furia y la sorpresa de ver a su antiguo tutor. Proyas se secó las lágrimas que le bajaban por las mejillas y asintió abstraídamente.
Maithanet le pidió que siguiera a Gotian, el ilustre Gran Maestro de los Caballeros Shriah, que le indicó el camino en dirección contraria a la refulgente procesión Shriah, hacia las profundidades de las galerías semejantes a catacumbas de la Junriuma. Gotian aventuró unos cuantos comentarios amables, sin duda para tratar de entablar conversación con él, pero Proyas sólo podía pensar: «¡Achamian! ¡Insolente sinvergüenza! ¿Cómo ha podido cometer un ultraje así?».
¿Cuántos años habían pasado desde que le había visto por última vez? ¿Cuatro? ¿Cinco, incluso? Durante todo ese tiempo había estado tratando de limpiar su corazón de la influencia de ese hombre. Y todo ese tiempo le llevaba a ese penúltimo instante, a arrodillarse a los pies del Padre Santo, sintiendo que su gloria le cubría con una descarga dorada, y besar su rodilla en un momento de pura y absoluta sumisión a Dios.
¡Sólo para ver a Drusas Achamian temblando en el escalón inferior! Un blasfemo impenitente acurrucándose a la sombra del alma más gloriosa que había pisado la tierra en mil años: Maithanet, el Gran Shriah que liberaría Shimeh, que acabaría con el yugo de los emperadores y los infieles que cargaba la fe del Último Profeta.
«Achamian. Te quise en el pasado, querido profesor, ¡pero esto! ¡Esto es intolerable!»
—Pareces atribulado, mi Príncipe —dijo Gotian al fin, conduciéndole por otro pasillo más.
El incienso de una mezcla de maderas olorosas humeaba por los espacios abiertos y rodeaba con un halo la luz de las linternas. En algún lugar, un coro practicaba los himnos.
—Lo siento, Gotian —respondió—. Es un día de una extraordinaria importancia.
—Así es, mi Príncipe —dijo el Gran Maestro de pelo plateado con una prudente sonrisa dibujada en el rostro—. Y todavía adquirirá más importancia.
Antes de que Proyas pudiera preguntarle a qué se refería, el pasillo con columnas terminó y desembocó en una inmensa habitación flanqueada por colosales pilares…, o lo que él creyó que era una habitación, porque pronto se dio cuenta de que estaba en un patio. La luz del sol se colaba a través del distante techo, atravesando la oscuridad con rayos inclinados y prolongados dedos de luz entre las columnas occidentales. Proyas parpadeó y se quedó mirando el suelo de mosaico del patio, que estaba a un nivel más bajo…
¿Podía ser?
Cayó de rodillas.
El Colmillo.
Un gran cuerno de marfil curvado, mitad iluminado por el sol, mitad en penumbra, estaba suspendido por cadenas que se alzaban hacia lo alto y se perdían en el contraste del brillante cielo y la oscuridad de la columnata.
El Colmillo, lo más sagrado de lo más sagrado.
Brillaba por los aceites y estaba ribeteado de inscripciones, como las extremidades tatuadas de una sacerdotisa de Gierra.
Los primeros versos de los Dioses. La primera escritura. ¡Allí, ante sus ojos!
Allí.
Después de un instante sin resuello, Proyas sintió la consoladora mano de Gotian en su hombro. Parpadeando para ver entre las lágrimas, levantó la mirada hacia el Gran Maestro.
—Gracias —dijo con la voz empequeñecida por las inmensidades que le rodeaban—. Gracias por traerme a este lugar.
Gotian asintió y le dejó solo para sus oraciones.
Los triunfos y los arrepentimientos recorrieron por igual sus pensamientos; su victoria sobre los tydonnios en la batalla de Paremti; las palabras de odio que había dirigido hacia su hermano mayor la semana antes de que muriera. Le pareció que allí las redes ocultas salían, por fin, a la superficie, de tal manera que todos esos acontecimientos se reunían en aquel momento. Incluso los años que había pasado con Achamian de niño, repitiendo un ejercicio tras otro, riéndose de sus gentiles bromas, tenían un lugar en la preparación de ese momento. Entonces. Ante el Colmillo.
«Me someto a tu palabra, Dios. Encomiendo mi alma a la feroz tarea que has puesto ante mí. Haré del campo de batalla un templo.»
El sonido de los pájaros jugueteando sobre los altos aleros. El olor de sándalo aclarado por el aire del cielo límpido. Las bandas de luz solar. Y el Colmillo, suspendido contra las sombras de los poderosos pilares kyraneanos. Inmóvil. Silencioso.
—¿Rompe el corazón —dijo una poderosa voz tras él— ver por primera vez el Colmillo, verdad?
Proyas se giró, y a pesar de que hacía mucho tiempo que creía ser ajeno a la adulación, inevitablemente miró al hombre con veneración. Maithanet, el nuevo e incorruptible Shriah de los Mil Templos, el hombre que llevaría la paz a las naciones de los Tres Mares ofreciéndoles la Guerra Santa.
«Un nuevo profesor.»
—Desde el principio, ha estado con nosotros —prosiguió Maithanet, observando con reverencia el Colmillo—. Nuestro guía, nuestro consuelo y nuestro juez. Es lo único que nos testimonia, incluso cuando lo contemplamos.
—Sí —dijo Proyas—. Puedo sentirlo.
—Conserva ese sentimiento, Proyas. Llévalo fuertemente junto a tu pecho y nunca lo olvides, porque en los días que seguirán, serás asediado por muchos hombres que lo han olvidado.
—¿Su excelencia?
Maithanet se dirigió a su lado. Había cambiado sus elaborados ropajes con trazos dorados por un sencillo hábito blanco. A Proyas le parecía que todos sus movimientos, todos sus gestos, transmitían una sensación de inevitabilidad, como si la escritura de sus actos ya hubiera sido escrita.
—Hablo de la Guerra Santa, Proyas, el gran martillo del Ultimo Profeta. Muchos hombres tratarán de pervertirlo.
—Ya he oído rumores de que el Emperador…
—Y habrá otros también —dijo Maithanet, en un tono triste y a la vez cortante—. Hombres de las Escuelas…
Proyas se sintió aleccionado. Sólo su padre, el Rey, se había atrevido a interrumpirlo, y sólo cuando él había dicho alguna estupidez.
—¿Las Escuelas, su excelencia?
El Shriah giró su poderoso perfil barbado hacia él, y a Proyas le sobresaltó el penetrante azul de sus ojos.
—Dime, Nersei Proyas —dijo Maithanet con la voz de un edicto—, ¿quién es ese hombre, ese hechicero, que ha osado contaminar mi presencia?