Atyersus
«Escribo para informarle de que durante mi más reciente audiencia, el Emperador de Nansur, sin mediar provocación alguna, se dirigió públicamente a mí como "idiota". Esto a usted, obviamente, no le conmueve. Se ha convertido en un suceso habitual. El Consulto nos elude ahora más que nunca. Sólo lo oímos en los secretos de otros. Lo vislumbramos sólo en los ojos de los que niegan su misma existencia. ¿Por qué no iban a llamarnos idiotas? Cuanto más se oculta el Consulto entre las Grandes Facciones, más dementes parecen nuestras peroratas a sus oídos. Somos, como dirían los malditos nansur, "un cazador en los matorrales", un cazador que, en el mismo acto de cazar, extingue toda esperanza de atrapar a su presa.» |
Maestro del Mandato anónimo, Carta a Atyersus |
Finales de invierno, año del Colmillo 4110, Atyersus
«Llamado a casa», pensó Achamian, herido por la ironía de la palabra, casa. Podía pensar en pocos lugares del mundo —Golgotterath sin duda, quizá los Chapiteles Escarlatas— más ingratos que Atyersus.
Pequeño y solo en el centro de la sala de audiencias, Achamian trató de recobrar la compostura. Los miembros del Quorum, el consejo dirigente de la Escuela del Mandato, permanecían en pequeños grupos dispersos entre las sombras, escudriñándole. Veían, y él lo sabía, a un hombre bajo y fornido vestido con una simple túnica de viaje marrón y con una barba recortada en ángulos rectos y con mechones plateados. Transmitía la sensación de fortaleza de un hombre que ha pasado años en el camino: la postura amplia, la piel curtida y bronceada de un trabajador de las castas inferiores. No debía tener en absoluto el aspecto de un hechicero.
Pero ningún espía debía parecerlo.
Molesto por el escrutinio, Achamian reprimió el impulso de preguntar si querían, como todo esclavista escrupuloso, mirarle los dientes.
«Al fin en casa.»
Atyersus, la ciudadela de la Escuela del Mandato, era su casa —siempre sería su casa—, pero el lugar lo empequeñecía de una manera inexplicable. Era más que la arquitectura pesada: Atyersus había sido construida siguiendo el estilo del Antiguo Norte, cuyos arquitectos no habían sabido nada de arcos o cúpulas. Las galerías interiores eran bosques de recias columnas, y los techos estaban oscurecidos por capas de opacidad y humo. Todas las columnas estaban revestidas de estilizados relieves, cuyos excesivos detalles, o al menos así se lo parecía a Achamian, eran iluminados por los braseros. Cada vez que la luz parpadeaba, el suelo parecía girar.
Finalmente, uno de los integrantes del Quorum se dirigió a él.
—Los Mil Templos no deben seguir siendo ignorados, Achamian; al menos desde que ese Maithanet se ha hecho con el Trono y se ha proclamado Shriah.
Inevitablemente, había sido Nautzera quien había roto el silencio. El último hombre al que Achamian quería oír hablaba siempre el primero.
—Sólo he oído rumores —contestó en un tono comedido, el tono que siempre empleaba cuando se dirigía a Nautzera.
—Créeme —dijo Nautzera, agriamente—. Los rumores apenas le hacen justicia a ese hombre.
—Pero ¿cuánto tiempo puede sobrevivir?
Era una pregunta natural. Muchos Shriah se habían hecho con el timón de los Mil Templos sólo para descubrir que era un barco inmenso que se negaba a girar.
—¡Oh, sobrevivirá! —dijo Nautzera—. De hecho, le está yendo muy bien. Todos los Cultos han acudido a reunirse con él en Sumna. Todos le han besado la rodilla, y sin ninguna de las maniobras políticas obligatorias en transiciones de poder como ésta. Ningún mezquino boicot. Sin una sola abstención. —Se detuvo para que Achamian tuviera tiempo de apreciar el significado de aquello—. Ha despertado algo —dijo el viejo hechicero frunciendo los labios, como si estuviera manteniendo a raya la siguiente palabra—, algo novedoso… Y no solamente en los Mil Templos.
—Pero hemos visto a otros como él antes —aventuró Achamian—. Fanáticos que sostienen la redención con una mano para que nadie le preste atención al látigo que tienen en la otra. Tarde o temprano, todo el mundo ve el látigo.
—No, no hemos visto «a otros como él» antes. Nadie se ha movido tan rápidamente ni con tanta astucia. Tres semanas después de su toma de posesión se descubrieron dos conspiraciones para envenenarlo, y lo extraordinario del caso es que las descubrió el propio Maithanet. No menos de siete funcionarios del Emperador fueron denunciados y ejecutados en Sumna. Ese hombre es algo más que astuto. Mucho más.
Achamian asintió y entrecerró los ojos. Entonces, comprendía la urgencia de su regreso. Los poderosos detestan por encima de todo los cambios. Las Grandes Facciones habían reservado un lugar para los Mil Templos y su Shriah. Pero ese Maithanet, como dirían los nronios, se había meado en el whisky. Y lo más inquietante era que lo había hecho con inteligencia.
—Se va a producir una Guerra Santa, Achamian.
Aturdido, Achamian buscó las siluetas oscuras de los demás miembros del Quorum para que se lo confirmaran.
—Bromeas, sin duda.
Nautzera emergió de las sombras. Era mucho más alto que Achamian y sólo se detuvo cuando se encontró frente a él. Achamian reprimió la urgencia de dar un paso atrás. El viejo hechicero siempre había poseído una presencia desconcertante: intimidante debido a su altura, pero patética a causa de su avanzada edad. Su piel parecía un insulto a las sedas que lo cubrían.
—No es una broma; te lo aseguro.
—¿Contra quién, pues? ¿Los fanim?
A lo largo de su historia, los Tres Mares sólo habían sido testigos de dos Guerras Santas, ambas libradas contra las Escuelas más que contra los infieles. La última, la llamada Guerra Escolástica, había sido desastrosa para los dos bandos. Atyersus había sido sitiada durante siete años.
—No lo sabemos. Hasta el momento Maithanet sólo ha afirmado que habrá una Guerra Santa. No se ha dignado decirle a nadie contra quién. Como te he dicho, es un hombre endiabladamente astuto.
—Así que os teméis otra Guerra Escolástica.
Achamian a duras penas podía creer que estaba manteniendo esa conversación. La posibilidad de otra Guerra Escolástica, y él lo sabía, debería horrorizarle, pero en lugar de eso, su corazón latía de euforia. ¿Cómo podía ser? ¿Se había llegado a hartar tanto de la estéril misión del Mandato que entonces celebraba la perspectiva de una guerra contra los inrithi como una desfigurada especie de alivio?
—Eso es precisamente lo que nos tememos. Una vez más, los sacerdotes cúlticos nos denuncian abiertamente y se refieren a nosotros como impuros.
Impuros. La crónica del Colmillo, que según los Mil Templos era la palabra de Dios, había llamado así a los Escogidos con los conocimientos y la capacidad innata de ejercer la hechicería. «Cortadles la lengua —decían las palabras sagradas—, porque su blasfemia es abominación como no hay otra…» El padre de Achamian —que, como muchos otros nronios, había despreciado la tiranía ejercida por Atyersus sobre Nron— le había inculcado esa creencia. La fe podía morir, pero los sentimientos permanecían eternamente.
—Pero yo no he oído nada de eso.
El anciano se inclinó hacia adelante. Llevaba la barba teñida y recortada en ángulos rectos como la de Achamian, pero meticulosamente trenzada al estilo de los ketyai orientales. A Achamian le sorprendió la incoherencia del rostro anciano y el pelo oscuro.
—Era imposible que oyeras nada, Achamian. Has estado en el Alto Ainon. ¿Qué sacerdote denunciaría la hechicería en una nación regida por los Chapiteles Escarlatas, eh?
Achamian miró con hostilidad al viejo hechicero.
—Pero es lo que sería de esperar, ¿no? —De repente, la idea le pareció ridícula. «Estas cosas les suceden a los otros hombres, en otras épocas»—. Dices que ese Maithanet es astuto. ¿Qué mejor forma de reforzar su poder que incitando al odio contra los que son condenados por el Colmillo?
—Tienes razón, por supuesto. —Nautzera tenía la forma más irritante de hacerse con las objeciones de los demás—. Pero hay un motivo mucho más inquietante por el que creer que nos declarará la guerra a nosotros y no contra los fanim…
—¿Y cuál es ese motivo?
—Achamian —respondió una voz que no era la de Nautzera—, es imposible que una Guerra Santa contra los fanim pueda tener éxito.
Achamian escudriñó la oscuridad entre las columnas. Era Simas. Una sonrisa sardónica cruzaba su barba blanca como la nieve. Llevaba unas vestiduras grises sobre la túnica de seda azul. Hasta su apariencia era agua para el fuego de Nautzera.
—¿Qué tal tu viaje? —preguntó Simas.
—Los Sueños fueron particularmente malos —respondió Achamian, un tanto desconcertado por la sustitución de las duras especulaciones por los amables cumplidos.
En lo que entonces le parecía otra vida, Simas había sido su maestro, el que había enterrado la inocencia del hijo de un pescador nronio bajo las increíbles revelaciones del Mandato. Hacía años que no hablaban en persona, pues Achamian había estado fuera mucho tiempo, pero la facilidad de su trato, la capacidad de hablar sin los rodeos del jnan, permanecían.
—¿Qué quieres decir, Simas? ¿Por qué no podría tener éxito una Guerra Santa contra los fanim?
—Por los cishaurim.
De nuevo, los cishaurim.
—Me temo que no te sigo, viejo maestro. No me cabe duda de que a los inrithi les resultaría más fácil una guerra contra Kian, una nación con una sola Escuela, si es que los cishaurim pueden ser llamados así, que una contra todas las Escuelas.
Simas asintió.
—Aparentemente. Pero piensa en ello, Achamian. Estimamos que los miembros de los Mil Templos poseen entre cuatro y cinco mil Chorae, lo que significa que podrían disponer de al menos otros tantos hombres inmunes a cualquier hechicería que pudiéramos conjurar. Suma a eso todos los señores inrithi que también disponen de Baratijas, y Maithanet podría disponer de un ejército de hasta diez mil hombres que serían inmunes a nosotros en todos los sentidos.
En los Tres Mares, los Chorae eran una variable crucial en el álgebra de la guerra. Comparados con las masas, los Escogidos eran, en muchos sentidos, como Dioses; sólo los Chorae impedían que las Escuelas dominaran completamente los Tres Mares.
—Sin duda —respondió Achamian—, pero Maithanet podría igualmente reclutar a esos hombres contra los cishaurim. Por muy diferentes que puedan ser los cishaurim, parecen compartir nuestra vulnerabilidad.
—¿Podría?
—¿Por qué no?
—Porque entre esos hombres y los cishaurim estarían todas las fuerzas armadas de Kian. Los cishaurim no son una Escuela, viejo amigo. No son distintos, como nosotros, de la fe y la gente de su nación. Mientras la Guerra Santa tratara de vencer a los infieles Grandes de Kian, los cishaurim los cubrirían de ruinas. —Simas bajó la barbilla y se frotó el esternón con la barba—. ¿Lo ves?
Achamian lo vio. Había soñado con esa batalla antes: los vados de Tywanrae, donde las huestes de la antigua Akssersia habían ardido en los fuegos del Consulto. Con sólo pensar en esa trágica batalla, las imágenes refulgieron antes sus ojos: hombres sombríos retorciéndose en las aguas, consumiéndose en imponentes fuegos… ¿Cuántos se habían perdido en los vados?
—Como Tywanrae —susurró Achamian.
—Como Tywanrae —replicó Simas, con la voz solemne y amable al mismo tiempo.
Todos ellos habían compartido esa pesadilla. Los Maestros del Mandato compartían todas las pesadillas.
Durante la conversación, Nautzera los había estado contemplando de cerca. Como si fuera un Profeta del Colmillo, sus opiniones eran manifiestas, con la salvedad de que allí donde los profetas veían pecadores, Nautzera veía idiotas.
—Y como te decía —prosiguió el anciano—, ese Maithanet es hábil, un hombre inteligente. Sin lugar a dudas sabe que no puede ganar una Guerra Santa contra los fanim.
Achamian contempló con la mirada perdida al hechicero. Su euforia había desaparecido y había sido sustituida por un miedo gélido y húmedo. Otra Guerra Escolástica… Pensar en Tywanrae le había proporcionado las terroríficas dimensiones de esa perspectiva.
—¿Es ésta la razón por la que he sido llamado al Alto Ainon? ¿Para prepararme para esta Guerra Santa del nuevo Shriah?
—No —respondió Nautzera con contundencia—. Simplemente te hemos contado las razones por las que nos tememos que Maithanet pueda declararnos una Guerra Santa. Pero lo cierto es que no sabemos cuáles son sus planes.
—Cierto —añadió Simas—. Entre las Escuelas y los fanim, los fanim son, sin duda, la mayor amenaza para los Mil Templos. Shimeh ha estado en manos de los infieles durante siglos, y el Imperio no es sino una débil sombra de lo que en el pasado fue, mientras que Kian se ha convertido en el poder más fuerte de los Tres Mares. No. Sería mucho más racional que el Shriah declarara a los fanim el objetivo de su Guerra Santa…
—Pero —interpuso Nautzera— todos sabemos que la fe no es amiga de la razón. La distinción entre lo racional y lo irracional significa poco cuando hablamos de los Mil Templos.
—Me estáis mandando a Sumna —dijo Achamian—, para que descubra las verdaderas intenciones de Maithanet.
Una pérfida sonrisa partió la barba teñida de Nautzera.
—Sí.
—Pero ¿qué voy a poder hacer yo? Hace años que no voy a Sumna. Ya no tengo contactos allí.
Eso era cierto o no dependiendo de qué se entendiera por «contactos». Conocía a una mujer en Sumna, Esmenet, pero de eso hacía mucho tiempo. Y también estaba… Achamian detuvo esa línea de pensamiento. ¿Podían ellos saberlo?
—Eso no es cierto —respondió Nautzera—. En realidad, Simas nos ha informado de ese alumno tuyo que… —dijo, y se detuvo como si buscara el término ideal para referirse a un asunto demasiado aterrador para una conversación educada—, que desertó.
«¿Simas? —Miró a su viejo profesor—. ¿Por qué se lo habrá dicho?»
Achamian habló con precaución.
—Te refieres a Inrau.
—Sí —respondió Nautzera—. Y ese Inrau se ha convertido, o al menos eso me han dicho —una nueva mirada de soslayo a Simas—, en un sacerdote Shriah. —Su tono estaba cargado de censura. «Tu discípulo, Achamian. Tu traición.»
—Eres demasiado duro, Nautzera, como siempre. Inrau estaba maldito: había nacido con el buen juicio de los Escogidos y, además, con la sensibilidad de los sacerdotes. Nuestras costumbres lo hubieran matado.
—¡Oh, sí!, sensibilidad —replicó el viejo rostro—. Pero cuéntanos, con toda la claridad que te sea posible, tu opinión sobre ese antiguo estudiante. ¿Lo hemos perdido para siempre o crees que el Mandato podrá recuperarlo?
—¿Si podría convertirse en espía nuestro? ¿Es eso lo que me estás preguntando?
¿Inrau, un espía? Obviamente, Simas había exagerado su traición al no contarle nada de Inrau.
—Me pareció que era evidente —dijo Nautzera.
Achamian se detuvo y miró a Simas, que tenía una expresión desalentadoramente seria.
—Respóndele, Akka —le dijo su viejo profesor.
—No —respondió Achamian, girándose hacia Nautzera. De repente, sintió que su corazón se convertía en una piedra—. No. Inrau nació ya perdido para siempre. Y no volverá.
Un frío regocijo, extremadamente amargo en el rostro de un anciano.
—¡Ah, Achamian, sí lo hará!
Achamian sabía lo que le estaban pidiendo: las hechicerías y la traición que éstas representarían. Había sido amigo de Inrau, había prometido que le protegería. Habían sido… amigos.
—No —respondió—. Me niego. El espíritu de Inrau es frágil. No tiene entereza para lo que me estáis pidiendo. Necesitamos a otra persona.
—No hay nadie más.
—En cualquier caso —respondió, y empezaba a comprender las consecuencias de su impetuosidad—, me niego.
—¿Te niegas? —le espetó Nautzera—. ¿Porque ese sacerdote es un pelele? Achamian, deberías contener a la madre que llevas…
—Achamian obra así por lealtad, Nautzera —le interrumpió Simas—. No confundas las dos cosas.
—¿Lealtad? —repitió Nautzera—. ¡Pero ésa es la verdadera cuestión, Simas! Lo que nosotros compartimos es incomprensible para los otros hombres. En nuestros sueños gritamos como uno solo. ¡No hay ningún vinculo más fuerte! ¿Cómo puede la lealtad hacia otro ser menos que sedición?
—¿Sedición? —exclamó Achamian, sabiendo que tenía que andarse con cuidado. Esas palabras eran como toneles de vino: una vez destapados, las cosas tendían a deteriorarse—. Me malinterpretas; ambos me malinterpretáis. Me niego por lealtad al Mandato. Inrau es demasiado débil. Nos arriesgamos a enemistarnos con los Mil…
—¡Qué mentira tan ridícula! —gruñó Nautzera. Después se rió, como si se diera cuenta de que debería haberse esperado esa impertinencia desde el principio—. Las Escuelas espían, Achamian. Ya estamos enemistados. Y tú lo sabes. —El viejo hechicero se alejó de él y se calentó los dedos en las brasas de un brasero cercano. Una luz naranja recorrió su gran figura y perfiló sus cerradas facciones contra las colosales paredes de piedra—. Dime, Achamian, si este Maithanet y la amenaza de la Guerra Santa contra las Escuelas son obra, por decirlo suavemente, de nuestro escurridizo adversario, ¿no valdría la pena arrojar la débil vida de Inrau, o incluso la buena reputación del Mandato, en el otro plato de la balanza?
—En ese caso, Nautzera —respondió, ausente—, sí.
—¡Ah, sí! Me había olvidado de que te considerabas un hombre escéptico. ¿Qué puedo decir? Que perseguimos fantasmas. —Mantuvo la palabra en la boca como si fuera un pedazo de comida de sabor discutible—. Imagino, pues, que dirás que esa posibilidad, la de que estemos siendo testigos de las primeras señales del regreso del No Dios, no pesa tanto como la realidad de la vida de un desertor; que arrojar los dados del Apocalipsis es menos importante que la vida de un idiota.
Sí, eso era precisamente lo que él creía, pero ¿cómo iba a reconocerlo?
—Estoy dispuesto a ser sancionado —trató de decir sin alterarse. ¡Pero su voz! Grosera. Herida—. ¡Yo no soy débil!
Nautzera estudió su rostro.
—Escépticos —le espetó—. Siempre cometéis el mismo error. Nos confundís a nosotros con las demás Escuelas. Pero ¿acaso nosotros codiciamos el poder? ¿Nos arrastramos por los palacios colocando Guardas y olisqueando hechicerías como perros? ¿Susurramos en las orejas de los Emperadores y los Reyes? En ausencia del Consulto, confundes nuestras acciones con las de aquéllos que no se mueven por otro interés que el poder y sus infantiles gratificaciones. Nos confundes a nosotros con las putas.
¿Podía ser eso posible? No. Había pensado en ello muchas veces. A diferencia de otros, como Nautzera, él distinguía su era de aquélla en la que soñaba noche tras noche. Advertía la diferencia. El Mandato no sólo estaba atrapado entre dos épocas, sino atrapado entre los sueños y la vigilia. Cuando los escépticos, los que creían que el Consulto había abandonado los Tres Mares, miraban al Mandato, no veían una Escuela que albergara ambiciones mundanas, sino lo contrario: una Escuela que vivía fuera de este mundo. El «mandato», que a fin de cuentas era también el mandato de la historia, no consistía en participar en una guerra mortífera o santificar a un hechicero hacía mucho tiempo fallecido que se había vuelto loco por los horrores de la guerra, sino aprender y vivir desde el pasado, no en él.
—¿Discutirás de filosofía conmigo, pues, Nautzera? —le preguntó, adoptando la fiera mirada de aquel hombre—. Antes has sido demasiado duro, pero ahora estás siendo demasiado estúpido.
Nautzera parpadeó, estupefacto.
Simas intercedió apresuradamente.
—Comprendo tu renuencia, viejo amigo. Yo también tengo mis eludas, como bien sabes. —Miró fijamente a Nautzera, que seguía mirando a Achamian, perplejo—. Ésa es la fuerza del escepticismo. Los que creen ciegamente son los primeros en morir en los momentos difíciles. Pero éste es un momento difícil, Achamian; más difícil que en muchos, muchos años. Quizá tan peligroso como para que los escépticos lo seamos incluso ante nuestro escepticismo, ¿de acuerdo?
Achamian se giró hacia él, sorprendido por su tono.
La mirada de Simas vaciló. Un pequeño combate le ensombreció el rostro. Prosiguió.
—Ya te has dado cuenta de lo intensos que son los Sueños. Puedo verlo en tus ojos. Todos tenemos la mirada un poco salvaje últimamente… Algo… —Se detuvo, con la vista perdida, como si estuviera contando los latidos de su corazón.
Achamian se enfureció. Nunca había visto a Simas así: indeciso; asustado, incluso.
—Pregúntate, Achamian —dijo finalmente—: si nuestro adversario, el Consulto, fuera a hacerse con el poder en los Tres Mares, ¿qué vehículo sería más eficaz que los Mil Templos? ¿Dónde esconderse mejor de nosotros y a pesar de ello detentar un inmenso poder? ¿Y qué mejor que destruir el Mandato, el último recuerdo del Apocalipsis, que declarando la Guerra Santa contra los Escogidos? Imagina a los hombres guerreando contra el No Dios sin nuestra guía y protección.
«Sin Seswatha.»
Achamian se quedó mirando un largo instante a su viejo profesor. Sus dudas eran evidentes para todo aquél que le mirara. En cualquier caso, le sobrevinieron las imágenes de los Sueños, un goteo de pequeños horrores. El internamiento de Seswatha en Dagliash. La crucifixión. El brillo de la luz del sol en los clavos de bronce de sus antebrazos. Los labios de Mekeritrig recitando las Palabras de Agonía. Sus gritos…, ¿suyos? Pero se trataba de eso: ¡esos recuerdos no eran suyos! Pertenecían a otro, a Seswatha, cuyo sufrimiento debía ser contemplado si querían tener alguna esperanza de seguir adelante.
Pero Simas le observaba de un modo extraño, con los ojos curiosos por su propia indecisión. Algo había cambiado. Los Sueños se habían vuelto más intensos, incesantes, tanto que cualquier pérdida de la concentración significaba que el presente fuera barrido por algún trauma del pasado, a veces tan horrendo que las manos le temblaban y la boca se le abría para emitir gritos en silencio. La posibilidad de que ese horror pudiera regresar… ¿Valía la pena sacrificar a Inrau, su amor, el niño que tanto había aliviado su cansado corazón, que le había enseñado a paladear el aire que él respiraba? ¡Maldición! ¡El Mandato era una maldición! Despojado de Dios. Despojado incluso del presente. Sólo el hiriente, asfixiante miedo de que el futuro se pareciera al pasado.
—Simas… —empezó, pero no encontró las palabras. Quería admitir su derrota, pero el mero hecho de que Nautzera permaneciera cerca de él le impedía hablar. «¿Me he vuelto tan mezquino?»
Tiempos tumultuosos, sin duda. Un nuevo Shriah, la fiebre inrithi con renovada fe, la posibilidad de que se repitiera la Guerra Escolástica, la repentina violencia de los Sueños…
«Éstos son los tiempos en los que vivo. Todo esto está sucediendo ahora.»
Parecía imposible.
—Comprendes nuestras obligaciones tan profundamente como cualquiera de nosotros —dijo Simas con voz queda—. Y lo que nos jugamos. Inrau estuvo con nosotros un breve período de tiempo. Quizá se lo podamos hacer entender. Sin Palabras, quizá.
—Además —añadió Nautzera—, si te niegas a ir, nos obligarás a mandar a otra persona, ¿cómo decirlo?, menos sentimental.
Achamian estaba a solas en los parapetos. Incluso allí, en las torretas que dominaban los estrechos, sentía la opresión de las edificaciones de piedra de Atyersus, empequeñecido por los muros ciclópeos. El mar no ofrecía gran compensación.
Las cosas habían sucedido tan rápidamente como si hubiera sido agarrado por unas manos invisibles, le hubieran hecho dar vueltas entre las palmas y después le hubieran colocado en una dirección distinta; distinta, pero siempre la misma. Drusas Achamian había recorrido muchos caminos por los Tres Mares, había desgastado muchas sandalias, y nunca había vislumbrado siquiera a aquél al que supuestamente perseguía. Ausencia. Siempre la misma ausencia.
La entrevista había proseguido. Parecía obligatorio que una audiencia con el Quorum fuera larga y estuviera repleta de rituales y una seriedad insoportable. Achamian se decía que quizá tal seriedad fuera apropiada para el Mandato, dada la naturaleza de la guerra, en el caso de que andar a tientas en la oscuridad pudiera llamarse así.
Incluso después de que Achamian hubo capitulado, aceptado reclutar a Inrau por las buenas o por las malas, a Nautzera le había parecido necesario reprobar su renuencia.
—¿Cómo puedes haberlo olvidado, Achamian? —le había increpado el viejo hechicero con la expresión avinagrada, pero suplicante—. Los Viejos Nombres siguen vigilando desde las torres de Golgotterath, ¿y hacia dónde miran? ¿Al norte? El norte es la jungla, Achamian. Sranc y ruinas. No. Miran hacia el sur, ¡hacia nosotros!, y traman con una paciencia que devasta el intelecto. Sólo el Mandato comparte esa paciencia. Sólo el Mandato recuerda.
—Quizá el Mandato —respondió Achamian— recuerda demasiado.
Pero entonces sólo podía pensar: «¿Lo he olvidado?».
Los Maestros del Mandato nunca podían olvidar lo que había sucedido; la violencia de los Sueños de Seswatha así lo garantizaba. Pero la civilización de los Tres Mares era muy insistente. Los Mil Templos, los Chapiteles Escarlatas, todas las Grandes Facciones, guerreaban interminablemente a lo largo y ancho de los Tres Mares. En mitad de tal laberinto, el significado del pasado podía ser fácilmente olvidado. Cuantas más fueran las preocupaciones del presente, más difícil resultaba ver las formas en que el pasado auguraba el futuro.
¿Acaso su preocupación por Inrau, un alumno que había sido como un hijo para él, le había llevado a olvidar eso?
Achamian comprendía perfectamente la geometría del mundo de Nautzera. En el pasado, había sido la del suyo. Para Nautzera, no había presente, sólo el clamor de un pasado desgarrador y la amenaza de un futuro semejante. Para Nautzera, el presente se había ido desvaneciendo, se había convertido en la palanca con la que la historia proyectaba el destino. Una mera formalidad.
¿Y por qué no? La agonía de las Viejas Guerras era indescriptible. Casi todas las grandes ciudades del Antiguo Norte habían caído en manos del No Dios y su Consulto. La Gran Biblioteca de Sauglish había sido saqueada; Tryse, la sagrada Madre–de–las–Ciudades, rapiñada a fondo; las Torres de Myclai, derruidas; Dagliash, Kelmeol…, naciones enteras sometidas a la espada.
Para Nautzera, ese Maithanet no era importante porque fuera Shriah, sino porque podía pertenecer a ese mundo sin presente, ese mundo cuyo único marco de referencia era la tragedia del pasado, porque podía ser el autor del Segundo Apocalipsis.
«¿Una Guerra Santa contra las Escuelas? ¿El Shriah, un agente del Consulto?»
¿Cómo no se echaba a temblar ante esos pensamientos?
A pesar del cálido viento, Achamian se estremeció. Debajo de él, el mar se mecía entre los estrechos. Inmensas olas oscuras combatían entre sí y chocaban con un ímpetu sobrenatural, como si los Dioses estuvieran combatiendo debajo.
«Inrau…» Para Achamian, pensar en ese nombre era saborear la paz durante un momento fugaz. Había conocido tan poca paz en su vida. Y entonces se veía obligado a poner esa paz en una balanza, junto al terror. Debía sacrificar a Inrau para responder a esas preguntas.
Inrau era apenas un adolescente cuando acudió a Achamian; era un niño que todavía parpadeaba tras el amanecer de la hombría. A pesar de que su aspecto y su intelecto no tenían nada de extraordinarios, Achamian había reconocido inmediatamente algo distinto en él, un recuerdo, quizá, del primer estudiante al que había amado, Nersei Proyas. Pero si Proyas se había vuelto orgulloso, ebrio por el conocimiento de que algún día sería Rey, Inrau había seguido siendo… Inrau.
Los profesores tenían numerosas e interesadas razones para amar a sus alumnos. Sobre todo, los amaban simplemente porque ellos escuchaban. Pero Achamian no había amado a Inrau como estudiante. Había advertido que Inrau era bueno. No bueno en el gastado sentido del Mandato, cuyos integrantes tenían sus miserias como todos los hombres. No. La bondad que vio en Inrau no tenía nada que ver con los gestos amables o los propósitos dignos de elogio; era algo innato. Inrau no albergaba secretos, no tenía la sombría necesidad de esconder defectos o de ganarse con excesiva evidencia la estimación de otros hombres. Era abierto como lo son los niños y los locos, y poseía su misma ingenuidad sagrada, una inocencia que se debía más a la sabiduría que a la ignorancia.
Inocencia. Si había algo que Achamian había olvidado era la inocencia.
¿Cómo podría no haberse enamorado de un niño así? Recordaba haber estado con él en ese mismo lugar, observando cómo la argéntea luz del sol impregnaba la espalda de una ola tras otra. «¡El sol!», había gritado Inrau. Y cuando Achamian le había preguntado a qué se refería, Inrau simplemente se había reído.
—¿No lo ves? ¿No ves el sol? —le había dicho.
Y entonces, Achamian lo había visto: líneas de una luz solar líquida deslumbrando la acuosa distancia; una gloria inextinguible.
La belleza. Ése era el don de Inrau. Nunca dejaba de ver la belleza y, gracias a ello, siempre lo comprendía todo, siempre veía lo que había al otro lado y perdonaba las imperfecciones que atenazaban a los otros hombres. Con Inrau, el perdón precedía al pecado en lugar de seguirlo. «Haz lo que debas —decían sus ojos—, porque ya estás perdonado.»
En su momento, la decisión de Inrau de abandonar el Mandato en pos de los Mil Templos, por un lado, había consternado a Achamian y, por otro, lo había aliviado. Le había consternado porque sabía que había perdido a Inrau y el indulto de su compañía, pero había sentido alivio porque sabía que el Mandato habría acabado con su inocencia si hubiera permanecido allí. Achamian nunca podría olvidar la noche en que había tocado en persona el Corazón de Seswatha. El hijo del pescador había muerto en ese momento; sus ojos habían sido duplicados, y el mundo en sí mismo se había transformado, se había tornado grande y cavernoso a causa de su trágica historia. Inrau hasta podría haber muerto. Tocar el Corazón de Seswatha le habría carbonizado el suyo. ¿Cómo podía esa inocencia, toda inocencia, sobrevivir al terror de los Sueños de Seswatha? ¿Cómo podía uno encontrar solaz simplemente en la luz del sol cuando la amenaza del No Dios se cernía en todos los horizontes? La belleza era negada por las víctimas del Apocalipsis.
Pero el Mandato no toleraba defecciones. La Gnosis era demasiado preciosa para ser confiada a descontentos. Ésa había sido la amenaza tácita de Nautzera durante su conversación: «El chico es un desertor, Achamian. De todos modos, debe morir». ¿Cuánto tiempo hacía que el Quorum sabía que la historia del ahogamiento de Inrau era una farsa? ¿Desde el principio? ¿O en verdad Simas le había traicionado?
De los innumerables actos que Achamian había realizado en su vida, conseguir la huida de Inrau era el único que consideraba un verdadero logro, el único acto bueno en sí mismo, aunque hubiera traicionado a su Escuela para conseguirlo. Achamian había protegido la inocencia, le había permitido huir a un lugar más seguro. ¿Cómo podía nadie condenar una cosa así?
Pero todos los actos podían ser condenados. Al igual que todos los linajes podían ser trazados hasta llegar a un rey que llevara mucho tiempo muerto, todos los hechos podían ser reconstruidos hasta alguna catástrofe potencial. Uno sólo tenía que seguir lo suficiente las bifurcaciones. Si Inrau fuera secuestrado por otra de las Escuelas y obligado a confesar los pocos secretos que conocía, entonces la Gnosis podía llegar a perderse, y el Mandato sería condenado a la impotente oscuridad de una Escuela Menor. Quizá incluso fuera destruida.
¿Había hecho lo correcto? ¿O simplemente había hecho una apuesta?
¿Era la vida de un hombre bueno motivo suficiente para lanzar los dados del Apocalipsis?
Nautzera había argumentado que no, y Achamian había estado de acuerdo.
Los Sueños. Lo que había sucedido no podía volver a suceder. Ese mundo no podía morir. Un millar de inocentes —¡un millar de millares!— no valían la posibilidad de un Segundo Apocalipsis. Achamian había estado de acuerdo con Nautzera. Traicionaría a Inrau por la razón por la que siempre son traicionados los inocentes: el miedo.
Se apoyó en la piedra y observó más allá de los arremolinados estrechos, tratando de recordar cuál era su aspecto aquel día soleado con Inrau. No lo consiguió.
Maithanet y la guerra santa. Achamian no tardaría en abandonar Atyersus y partir hacia la ciudad nansur de Sumna, la ciudad más sagrada para los inrithi, hogar de los Mil Templos y del Colmillo. Sólo Shimeh, lugar de nacimiento del Último Profeta, era tan sagrada.
¿Cuántos años habían transcurrido desde la última vez que había visitado Sumna? ¿Cinco? ¿Siete? Se preguntó ociosamente si encontraría a Esmenet allí, eso en caso de que siguiera con vida. Siempre había sabido cómo tranquilizar el corazón de Achamian.
Y también sería bueno ver a Inrau, a pesar de las circunstancias. Como mínimo, tenía que avisar al chico. «Lo saben, querido. Te he fallado.»
Tan poco consuelo en el mar. Preso de una lánguida soledad, Achamian miró más allá de los estrechos, hacia la lejana Sumna. Anhelaba volver a ver a esas dos personas; a una de ellas la había amado sólo para perderla en favor de los Mil Templos, y a la otra, había creído que podría amarla…
Si él fuera un hombre en vez de un hechicero y un espía.
Después de observar cómo la figura solitaria de Achamian descendía por entre los bosques de cedros que había a los pies de Atyersus, Nautzera siguió en los parapetos, saboreando el infrecuente destello de luz solar y escrutando las nubes preñadas de tormenta que se perfilaban en el cielo septentrional. En esa época del año, el viaje de Achamian a Sumna iba a tener lugar bajo un clima inclemente. Nautzera sabía que sobreviviría al viaje, por medio de la Gnosis si era necesario, pero ¿sobreviviría a la más intensa tormenta que le esperaba? ¿Sobreviviría a Maithanet?
«Nuestra tarea es tan grande —pensó—, y nuestras herramientas son tan frágiles.»
Sacudiéndose su ensoñación —una mala costumbre que no había hecho mas que empeorar con la edad—, se apresuró por las recargadas galerías, ignorando por igual a los compañeros y los subordinados que se cruzaban con él. Al cabo de un rato se encontró en la penumbra de papiro de la biblioteca, sintiendo que sus viejos huesos le dolían por el esfuerzo. Tal como esperaba, encontró a Simas encorvado sobre un antiguo manuscrito. La luz de la lámpara refulgía a través de una delgada línea de tinta salpicada que Nautzera, por un momento, tomó por sangre. Observó al hombre absorto un instante, molesto por un destello de resentimiento. ¿Por qué envidiaba tanto a Simas? ¿Era porque al hombre todavía no le habían fallado los ojos mientras que Nautzera, como muchos otros, tenía que valerse de sus alumnos para que le leyeran?
—Hay más luz en el scriptorium —dijo Nautzera, sobresaltando al anciano hechicero.
Aquel rostro amable se alzó, sorprendido, y observó en la oscuridad.
—¿De veras? Pero la compañía no debe de ser mejor, imagino.
Siempre una ocurrencia sardónica. Simas, a fin de cuentas, era un hombre predecible. ¿O era eso parte de la farsa, como el ligero aire de avejentada cortesía que utilizaba para desarmar a sus estudiantes?
—Deberíamos habérselo dicho, Simas.
El anciano frunció el ceño y se rascó la barba, absorto.
—¿Decirle qué? ¿Que Maithanet ya ha convocado a sus fieles para comunicarles contra quién va a librar esta Guerra Santa? ¿Que la mitad de su misión es un mero pretexto? Achamian no tardará mucho en descubrirlo.
—No.
Esa omisión había sido necesaria, al menos para que la perspectiva de traicionar a su antiguo alumno fuera más soportable para aquel hombre.
Simas asintió y suspiró hondamente.
—Entonces, estás preocupado por lo otro. Si hemos aprendido alguna lección del Consulto, viejo amigo, es que la ignorancia es una arma poderosa.
—Tanto como la sabiduría. ¿Por qué íbamos a negarle armas que necesita? ¿Y si es descuidado? Los hombres con frecuencia se tornan descuidados en ausencia de una amenaza real.
Simas negó con la cabeza vigorosamente.
—Pero se dirige a Sumna, Nautzera. ¿Acaso lo has olvidado? Tendrá cuidado. ¿Qué hechicero no lo tendría en la guarida de los Mil Templos? Especialmente, en tiempos como éstos.
Nautzera frunció los labios y permaneció en silencio.
Simas se recostó y levantó la mirada del manuscrito, como si saliera de su estado de concentración. Escudriñó a Nautzera minuciosamente.
—¿Has oído nuevas informaciones? —dijo al fin—. ¿Ha muerto alguien más?
Simas siempre había poseído la asombrosa habilidad de intuir la causa de sus muy diversos estados de ánimo.
—Peor —dijo Nautzera—. Desaparecido. Esta mañana, Parthelsus ha comunicado que su principal informador en la corte de Tydonni se ha desvanecido sin dejar rastro. Los nuestros están siendo perseguidos, Simas.
—Deben ser ellos.
Ellos. Nautzera se encogió de hombros.
—O los Chapiteles Escarlatas, o incluso los Mil Templos. Recuerda que los espías del Emperador parecen estar sufriendo un destino similar en Sumna… En cualquier caso, deberíamos habérselo dicho a Achamian.
—Eres siempre tan puritano, Nautzera. No. Cualquiera que nos ataque es demasiado tímido o demasiado astuto como para hacerlo tan directamente. En lugar de golpear a nuestros hechiceros de más rango, golpean a nuestros informadores, a nuestros ojos y oídos en los Tres Mares. Por alguna razón, quieren dejarnos ciegos y sordos.
A pesar de que era consciente de las temibles implicaciones que aquello tenía, Nautzera no logró ver cuál era la relación.
—¿Y?
—Y Drusas Achamian fue mi alumno durante muchos años. Lo conozco. Utiliza a los hombres tal como debe hacerlo un espía, pero nunca le ha llegado a gustar tanto como debe gustarle a un espía. Él es, por naturaleza, un hombre inusitadamente… abierto. Débil.
Achamian era débil, o al menos eso había pensado siempre Nautzera, pero ¿qué podía tener eso que ver con sus obligaciones para con él?
—Estoy demasiado cansado para tus acertijos, Simas. Habla claro.
Los ojos de Simas refulgieron de irritación.
—¿Acertijos? Creía que estaba siendo muy claro.
«Al menos vemos quién eres en realidad, viejo amigo.»
—Se trata de lo siguiente —prosiguió Simas—. Achamian se hace amigo de las personas de las que se vale, Nautzera. Si supiera que sus contactos podían estar siendo perseguidos, dudaría. Y lo que quizá sea más importante, si supiera que Atyersus ha sido infiltrada, podría censurar la información que nos diera para proteger a sus contactos. Recuerda que mintió, Nautzera; puso en riesgo la mismísima Gnosis para proteger a ese traicionero discípulo suyo.
Nautzera agasajó al hombre con una extraña sonrisa, y aunque le pareció malvada allí, en su rostro, sintió que era totalmente justificada.
—Estoy de acuerdo. Una cosa como ésa sería intolerable. Pero desde hace mucho tiempo, Simas, nuestro éxito ha dependido de nuestra capacidad para garantizar la autonomía de los agentes que hacen el trabajo de campo. Siempre hemos confiado en los que conocen mejor la situación para tomar las mejores decisiones. Y ahora, a causa de tu insistencia, negamos a uno de nuestros hermanos el conocimiento que necesita; un conocimiento que podría salvarle la vida.
Simas se levantó abruptamente y se acercó a él en las sombras. A pesar de la pequeña estatura y el semblante avejentado del hombre, a Nautzera se le puso la piel de gallina cuando estuvo cerca de él.
—Pero nunca es tan sencillo, ¿o lo es ahora, amigo? Es el equilibrio entre el conocimiento y la ignorancia lo que avala nuestras decisiones. Créeme, a Achamian le hemos dado la proporción adecuada de ambas cosas. ¿Me equivocaba al decir que la defección de Inrau nos sería de utilidad algún día?
—No —reconoció Nautzera, recordando las acaloradas discusiones que habían mantenido dos años antes.
Entonces, le había preocupado que Simas estuviera solamente protegiendo a su querido alumno. Pero si algo le habían enseñado los años de Polchias Simas era que el hombre tenía tanta astucia como carencia de sentimientos.
—Así pues, créeme en esto —le instó, llevando una mano amable y manchada de tinta a su hombro—. Venga, viejo amigo, nosotros también tenemos nuestras arduas tareas.
Satisfecho, Nautzera asintió. Arduas tareas, ciertamente. Quienquiera que persiguiera a sus informadores lo hacía con una facilidad mortificante, y eso sólo podía significar una cosa: a pesar de revivir la agonía de Seswatha noche tras noche, un Maestro del Mandato se había convertido en un traidor.