Carythusal
«Hay tres, y sólo tres, clases de hombres en el mundo: cínicos, fanáticos y Maestros del Mandato.» |
Ontillas, Sobre la locura de los hombres |
«El autor ha observado con frecuencia que, en la génesis de los grandes acontecimientos, los hombres ignoran por lo general lo que sus acciones auguran. Este problema no es, como se podría pensar, consecuencia de la ceguera de los hombres ante las consecuencias de sus acciones. Es más bien el resultado del enloquecido modo en que lo trivial se torna terrible cuando los objetivos de un hombre se topan con los de otro. Los eruditos de los Chapiteles Escarlatas tienen un viejo dicho: "Cuando un hombre persigue una liebre, encuentra una liebre. Pero cuando muchos hombres persiguen una liebre, encuentran un dragón". En la persecución de intereses humanos en disputa, el resultado es siempre desconocido y, con demasiada frecuencia, aterrador.» |
Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa |
Mediados de invierno, año del Colmillo 4110, Carythusal
Todos los espías se obsesionaban con sus informantes. Era un juego al que se dedicaban en los momentos previos al sueño o durante los nerviosos silencios de una conversación. Un espía miraba a su informante como Achamian estaba mirando a Geshrunni entonces y se preguntaba: «¿Cuánto sabe?».
Como muchas tabernas situadas cerca del extremo del Gusano, el inmenso barrio bajo de Carythusal, El Santo Leproso era a la vez lujosa y paupérrima. El suelo era de baldosas de cerámica tan elegantes como las que se podían encontrar en el palacio del Gobernador–Palatino, pero las paredes eran de adobe pintado y el techo resultaba tan bajo que los hombres más altos tenían que agacharse bajo las lámparas de latón, que eran imitaciones auténticas, según Achamian le había oído fanfarronear al propietario, de las encontradas en el templo de Exorietta. El lugar estaba siempre atestado, lleno de hombres misteriosos y, en ocasiones, peligrosos; pero el vino y el hachís eran lo suficientemente caros como para impedir que los que no podían permitirse un baño se mezclaran con los que sí podían.
Hasta que fue a El Santo Leproso, a Achamian nunca le habían gustado los ainonios, especialmente los de Carythusal. Como a la mayoría de los habitantes de los Tres Mares, le parecían vanos y afeminados. Llevaban demasiados aceites en las barbas, eran muy aficionados a la ironía y los cosméticos, y resultaban excesivamente irresponsables en sus costumbres sexuales. Pero había cambiado de opinión tras las infinitas horas que había pasado esperando la llegada de Geshrunni. Se había dado cuenta de que la sutileza de carácter y el gusto que en las otras naciones sólo afectaban a las castas más altas eran una fiebre endémica entre esa gente, e infectaban incluso a los hombres libres y los esclavos de las castas más bajas. Siempre había pensado que el Alto Ainon era una nación de libertinos y conspiradores de tres al cuarto; que eso hiciera de ella una nación de almas gemelas a la suya era algo que nunca había imaginado.
Quizá ésa fuera la razón por la que no reconoció inmediatamente el peligro cuando Geshrunni le dijo:
—Te conozco.
Oscuro incluso bajo la luz de la lámpara, Geshrunni bajó los brazos, que había cruzado sobre el chaleco de seda, y se inclinó hacia adelante en la silla. Era una figura imponente. Tenía un rostro duro de soldado y llevaba la barba recogida con lo que parecían correas de cuero negro. Los brazos estaban tan bronceados que sólo se podían advertir, pero no descifrar, las líneas de pictogramas ainonios tatuadas desde los hombros hasta las muñecas.
Achamian trató de sonreír afablemente.
—Tú y mis esposas —dijo, y se bebió de un trago otro cuenco de vino.
Respiró entrecortadamente y se relamió los labios. Geshrunni siempre había sido, o así le había parecido a Achamian, un hombre corto de miras, para el que los misterios del pensamiento y la palabra eran pocos y profundos. La mayoría de los guerreros eran así, especialmente cuando se trataba de esclavos.
Pero su afirmación no había sido corta de miras.
Geshrunni le observó cuidadosamente, y en su mirada recelosa advirtió un rastro de asombro. Negó con la cabeza, contrariado.
—Debería haber dicho: «Sé quién eres».
El hombre se recostó, pensativo, de una manera tan poco propia de los modales de un soldado que a Achamian se le erizó la piel de miedo. La ruidosa taberna se desvaneció y se convirtió en un cuadro de figuras sombrías y puntos de luz dorada de las lámparas.
—Entonces, escríbelo —respondió Achamian, como si se estuviera aburriendo— y dámelo cuando esté sobrio.
Apartó la mirada como suelen hacerlo los hombres aburridos y se dio cuenta de que la entrada de la taberna estaba vacía.
—Sé que no tienes esposas.
—¿De verdad? ¿Y cómo es eso?
Achamian miró rápidamente a su espalda y alcanzó a ver a una prostituta que se apretaba un refulgente ensolarii de plata contra sus sudorosos pechos.
—¡Una! —rugió la vulgar muchedumbre que la rodeaba.
—Es muy buena haciendo eso, ¿sabes? Lo hace con miel.
Geshrunni no se distrajo.
—Los hombres como tú no podéis tener esposas.
—Los hombres como yo, ¿eh? ¿Y quiénes son los hombres como yo?
Otra rápida mirada a la entrada.
—Eres un hechicero. Un Maestro.
Achamian se rió, sabedor de que su momentánea vacilación lo había traicionado. Pero tenía motivos para seguir con su pantomima. Al menos, podría ganar un poco de tiempo. De tiempo de vida.
—Por el maldito Último Profeta, amigo mío —gritó Achamian, mirando otra vez de reojo la entrada—, juraría que tus acusaciones tienen algo que ver con el vino. ¿De qué me acusabas anoche? ¿De hijo de puta?
—¡Dos! —gritó alguien con gran estruendo, entre carcajadas.
Poco le dijo a Achamian la mueca de Geshrunni. Todas las expresiones de aquel hombre parecían una mueca, especialmente su sonrisa. La mano que surgió rápidamente y le agarró la muñeca, sin embargo, le dijo lo que necesitaba saber.
«Estoy perdido. Ellos lo saben.»
Pocas cosas eran más aterradoras que «ellos», especialmente en Carythusal. «Ellos» eran los Chapiteles Escarlatas, la Escuela más poderosa de los Tres Mares, y los señores secretos del Alto Ainon. Geshrunni era un capitán de Javreh, los guerreros–esclavos de los Chapiteles Escarlatas, razón por la cual Achamian había estado buscándolo durante las últimas semanas. Eso era lo que hacían los espías: tratar de ganarse el favor de los esclavos de sus rivales.
Geshrunni le miró ferozmente a los ojos y le abrió la mano con la palma hacia arriba.
—Hay una manera de satisfacer mi sospecha —dijo en voz queda.
—¡Tres! —resonó en las paredes de adobe y la caoba llena de hendiduras.
Achamian hizo una mueca de dolor por la fuerza con que le agarraba aquel hombre y porque sabía a qué «manera» se refería Geshrunni. «Así no.»
—Geshrunni, por favor, estás borracho, amigo mío. ¿Qué Escuela osaría provocar la ira de los Chapiteles Escarlatas?
Geshrunni se encogió de hombros.
—La Myunsai, quizá. O el Saik Imperial. Los cishaurim. Son tantos los de tu detestable especie. Pero si tuviera que aventurarme, diría que el Mandato. Diría que eres un Maestro del Mandato.
¡Malvado esclavo! ¿Cuánto tiempo hacía que lo sabía?
Las palabras imposibles estaban ahí, suspendidas en el pensamiento de Achamian; palabras que podían cegar ojos y dejar llagas en la carne. «No me deja otra opción.» Habría un tumulto. Los hombres bramarían, desenvainarían las espadas, pero no podrían sino apartarse dando tumbos de su camino. Los ainonios temían la brujería más que cualquier otro pueblo de los Tres Mares.
«No tengo otra opción.»
Pero Geshrunni ya se había metido una mano en el interior del chaleco bordado. Cerró el puño bajo la tela. Hizo una mueca como la de un chacal sonriendo.
«Demasiado tarde…»
—Parece —dijo Geshrunni con una tranquilidad amenazadora— que tienes algo que decir.
El hombre sacó el Chorae. Parpadeó, y después, con una aterradora brusquedad, se puso la cadena de oro que lo sostenía alrededor del cuello. Achamian lo había percibido desde su primer encuentro; había utilizado incluso su desconcertante murmullo para identificar la vocación de Geshrunni. Entonces, Geshrunni lo utilizaría para identificarle a él.
—¿Qué es eso? —preguntó Achamian, y un estremecimiento de terror animal le cruzó el brazo inmovilizado.
—Creo que ya lo sabes, Akka. Creo que lo sabes mucho mejor que yo.
Chorae. Los Maestros los llamaban Baratijas. Con frecuencia se da nombres despectivos a las cosas más terribles. Pero los otros hombres, los que seguían a los Mil Templos en la condena de la hechicería como blasfemia, los llamaban Lágrimas de Dios. Pero Dios no tenía nada que ver con su fabricación. Los Chorae eran reliquias del Antiguo Norte, tan valiosas que sólo se podían obtener mediante el matrimonio de herederos, el asesinato o el tributo de naciones enteras. Y valían su precio: los Chorae daban a quienes los portaban inmunidad a la hechicería y mataban a todo hechicero que tuviera la mala suerte de tocar uno de ellos.
Manteniendo la mano de Achamian inmóvil sin esfuerzo, Geshrunni alzó el Chorae entre el pulgar y el índice. Parecía totalmente vulgar: una pequeña esfera de hierro, de un tamaño semejante a una aceituna, pero cubierta con la escritura cursiva de los nohombres. Achamian sintió que tiraba de sus intestinos, como si lo que Geshrunni sostuviera fuera una ausencia en lugar de una cosa, un pequeño hoyo en el tejido del mundo. El corazón le retumbaba en los oídos. Pensó en el cuchillo envainado bajo su túnica.
—¡Cuatro! —Carcajadas estridentes.
Trató de liberar su mano cautiva. En vano.
—Geshrunni…
—Cada capitán de Javreh tiene uno de éstos —dijo Geshrunni, en un tono a la vez reflexivo y orgulloso—. Pero tú ya lo sabías.
«¡Ha estado engañándome todo este tiempo! ¿Cómo he podido no darme cuenta?»
—Tus dueños son generosos —dijo Achamian, transido por el horror suspendido sobre su palma.
—¿Generosos? —le espetó Geshrunni—. Los Chapiteles Escarlatas no son generosos. Son despiadados. Crueles con los que se les oponen.
Y por primera vez, Achamian vislumbró el tormento que animaba al hombre, la angustia en sus refulgentes ojos. «¿Qué está pasando aquí?» Y aventuró una pregunta:
—¿Y con los que les sirven?
—No hacen diferencias.
«¡No lo saben! Sólo Geshrunni…»
—¡Cinco! —resonó bajo el techo.
Achamian se lamió los labios.
—¿Qué quieres, Geshrunni?
El guerrero–esclavo bajó la mirada hacia la temblorosa palma de la mano de Achamian y bajó la Baratija como si fuera un niño curioso por lo que pudiera suceder. Con sólo mirarla, Achamian se sintió mareado y percibió el regusto de la bilis en el velo del paladar. Chorae. Una lágrima tomada de la mejilla de Dios. La Muerte. La Muerte de todos los blasfemos.
—¿Qué quieres? —siseó Achamian.
—Lo que todos los hombres quieren, Akka. La Verdad.
Todas las cosas que Achamian había visto, todos los padecimientos a los que había sobrevivido, estaban atrapados en el pequeño espacio que había entre la resplandeciente palma de su mano y el acero engrasado. Baratija. La muerte sostenida entre los dedos callosos de un esclavo. Pero Achamian era un Maestro, y para los Maestros nada, ni siquiera la propia vida, era tan precioso como la Verdad. Eran sus cicateros guardianes y guerreaban en todas las oscuras grutas de los Tres Mares para apoderarse de ella. Mejor morir que ceder la verdad del Mandato a los Chapiteles Escarlatas.
Pero allí había más. Geshrunni estaba solo; Achamian estaba seguro de eso. Los hechiceros podían ver a los hechiceros, ver la herida de sus crímenes, y en El Santo Leproso no había hechiceros ni Maestros Escarlatas, sólo borrachos haciendo apuestas con prostitutas. Geshrunni estaba jugándosela solo.
Pero ¿por qué absurda razón?
«Dile lo que quiere. Ya lo sabe.»
—Soy un Maestro del Mandato —susurró rápidamente Achamian. Y añadió—: Un espía.
Palabras peligrosas. Pero ¿qué otra opción tenía?
Geshrunni le escudriñó sin aliento durante un instante. Después, lentamente, cerró el puño alrededor del Chorae y le soltó la mano a Achamian.
Hubo un incómodo momento de silencio, interrumpido solamente por el ruido de un ensolarii de plata contra la madera y un rugido de carcajadas.
—¡Has perdido, puta! —bramó una voz ronca.
Pero Achamian sabía que eso no era así. Por alguna razón, aquella noche había ganado, y lo había hecho como siempre lo hacen las putas: sin comprender por qué.
A fin de cuentas, los espías no eran muy distintos de las putas. Y los hechiceros, todavía menos.
Si bien de niño soñaba con ser hechicero, a Drusas Achamian nunca se le había ocurrido la posibilidad de convertirse en espía. Espía no formaba parte del vocabulario de un niño criado en las aldeas de pescadores nronios. Para él, durante su niñez, los Tres Mares sólo habían tenido dos dimensiones: había lugares cercanos y lejanos, y había gente de casta alta y de casta baja. Escuchaba a los viejos pescadores contar sus leyendas mientras él y otros niños los ayudaban a abrir ostras, y descubrió muy pronto que estaba entre los de casta baja, y que la gente poderosa moraba muy lejos. De aquellos viejos labios salía un nombre misterioso tras otro —el Shriah de los Mil Templos, los malvados infieles de Kian, los conquistadores scylvendios, los hechiceros conspiradores de los Chapiteles Escarlatas, etcétera—, nombres que trazaban las dimensiones de su mundo y lo poblaban de una aterradora majestad, a la vez que lo transformaban en el escenario de unos hechos increíblemente trágicos y heroicos. Se dormía sintiéndose muy pequeño.
Era de esperar que convertirse en un espía aumentara las dimensiones del simple mundo de un niño, pero a él le sucedió exactamente lo contrario. A medida que maduraba, obviamente, el mundo de Achamian se fue haciendo mas complicado. Descubrió que había cosas sagradas y profanas, que los Dioses y el Exterior tenían sus propias dimensiones y que no eran personas de casta muy alta que vivían en un lugar muy remoto. También descubrió que había épocas recientes y antiguas, que «hace mucho tiempo» no era como cualquier otro lugar, sino más bien una especie de extraño fantasma que rondaba todos los lugares.
Pero cuando uno se convertía en espía, el mundo tenía la curiosa costumbre de venirse abajo y adoptar una sola dimensión. Los hombres de más alta alcurnia, hasta los emperadores y los reyes, acostumbraban a parecer tan abyectos e insignificantes como el más vulgar pescador. Naciones lejanas como Conriya, el Alto Ainon, Ce Tydonn o Kian ya no le parecían exóticas o encantadas, sino sucias y erosionadas como una aldea de pescadores nronios. Las cosas sagradas, como el Colmillo, los Mil Templos o incluso el Ultimo Profeta, se convirtieron en meras versiones de cosas profanas, como los fanim, los cishaurim y las Escuelas de Hechicería, como si las palabras sagrado y profano fueran tan fácilmente intercambiables como los asientos en una mesa de juego. Y lo más reciente simplemente se convirtió en una repetición más chabacana de lo antiguo.
Como Maestro y espía, Achamian había cruzado los Tres Mares, había visto muchas de esas cosas que en el pasado le habían hecho estremecer de miedo sobrenatural, y sabía que las leyendas de la infancia eran siempre mejores. Desde que había sido identificado de joven como uno de los Escogidos y había sido mandado a Atyersus para ser formado en la Escuela del Mandato, había educado a príncipes, había insultado a grandes maestros y había enfurecido a sacerdotes Shriah. Y entonces sabía con bastante seguridad que el mundo se iba despojando de sus maravillas gracias al conocimiento y los viajes; que cuando uno desbarataba los misterios, sus dimensiones se desmoronaban en lugar de florecer. Obviamente, en ese momento el mundo le parecía un lugar mucho más complejo que cuando era un niño, pero también mucho más simple. En todas partes, los hombres codiciaban y codiciaban, como si los títulos de «rey», «shriah» y «gran maestro» fueran solamente máscaras llevadas por un mismo animal hambriento. Le parecía que la avaricia era la única dimensión del mundo.
Achamian era un hechicero y espía de mediana edad, y se había cansado de ambas vocaciones. Y aunque no le habría gustado reconocerlo, estaba abatido. Como decían las viejas viudas de los pescadores, había recogido la red vacía en demasiadas ocasiones.
Perplejo y consternado, Achamian dejó a Geshrunni en El Santo Leproso y corrió a su casa —si así se la podía llamar— a través de los tenebrosos caminos del Gusano. Extendiéndose sobre la ribera septentrional del río Sayut hasta las afamadas Puertas Surmánticas, el Gusano era un laberinto de casas vecinales que se desmoronaban, de burdeles y de empobrecidos templos cúlticos. Achamian siempre había pensado que el nombre del lugar era adecuado. Húmedo, lleno de callejones estrechos, el Gusano parecía, ciertamente, algo encontrado debajo de una piedra.
Dada la naturaleza de su misión, Achamian no tenía por qué estar consternado; más bien al contrario. Después del enloquecedor momento del Chorae, Geshrunni le había contado secretos, secretos importantes. Geshrunni resultó que era un esclavo infeliz. Odiaba a los magos Escarlatas con una intensidad que resultaba casi aterradora una vez revelada.
—No me hice amigo tuyo por la promesa de tu oro —le había dicho el capitán de Javreh—. ¿Para qué? ¿Para comprarles a mis amos mi libertad? Los Chapiteles Escarlatas rechazan todo lo que tiene algún valor. No, me hice amigo tuyo porque sabía que me serías de utilidad.
—¿De utilidad? ¿Para qué?
—Venganza… Durante todo este tiempo has sabido que yo no era un mercader.
Risas desdeñosas.
—Por supuesto. Fuiste demasiado liberal con tus ensolariis. Siéntate a la mesa con un mercader o siéntate con un pordiosero. Siempre será el pordiosero quien te invite primero a beber.
«¿Qué clase de espía eres?»
Achamian había fruncido el entrecejo ante aquello, ante su propia transparencia. Pero si la perspicacia de Geshrunni le preocupaba, estaba aterrado por lo mal que él le había juzgado. Geshrunni era un guerrero y un esclavo: ¿qué fórmula más segura podía haber para la estupidez? Aunque Achamian suponía que los esclavos tenían buenas razones para ocultar su inteligencia. Un esclavo sensato era quizá algo digno de encomio, como los esclavos–eruditos del viejo Imperio Ceneiano; sin embargo, un esclavo astuto era algo que temer, algo que debía ser eliminado.
Pero esta idea no alcanzaba a consolarlo. «Si me ha podido engañar tan fácilmente…»
Achamian había arrancado un gran secreto de la oscuridad de Carythusal y los Chapiteles Escarlatas; el más grande, tal vez, en muchos años. Pero no había sido gracias a su talento, que raramente había cuestionado durante los años, sino a su incompetencia. Gracias a ella, se había hecho con dos secretos: uno era temible para el esquema general de los Tres Mares; el otro, para su propia vida.
«No soy —se dio cuenta— el hombre que era.»
La historia de Geshrunni era alarmante por sí misma, aunque sólo fuera porque demostraba la capacidad de los Chapiteles Escarlatas para albergar secretos. Geshrunni le dijo que los Chapiteles Escarlatas estaban en guerra y lo habían estado, en realidad, durante los últimos diez años. A Achamian no le impresionó; al principio. Las Escuelas de Hechicería, como todas las Grandes Facciones, siempre organizaban escaramuzas con espías, asesinatos, sanciones comerciales y delegaciones de enviados indignados. Pero esa guerra, según le aseguró Geshrunni, era más trascendental que una simple refriega.
—Hace diez años —dijo Geshrunni—, nuestro anterior Gran Maestro Sasheoka fue asesinado.
—¿Sasheoka?
Achamian no tenía por costumbre hacer preguntas estúpidas, pero la idea de que un Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas pudiera ser asesinado era absurda. ¿Asesinado?
—En el sanctasanctórum de los propios Chapiteles.
En otras palabras, en mitad del más formidable sistema de Guardas de los Tres Mares. El Mandato no sólo no se habría atrevido a hacer una cosa así, sino que no hubiera tenido ninguna posibilidad, ni siquiera con las brillantes Abstracciones de la Gnosis, de tener éxito. ¿Quién podía haber cometido un acto como aquél?
—¿A manos de quién? —preguntó Achamian, casi sin aliento.
Los ojos de Geshrunni titilaron bajo la rojiza luz de la lámpara.
—De los infieles —dijo—. Los cishaurim.
Achamian estaba desconcertado y complacido a la vez por aquella revelación. Los cishaurim, la única Escuela infiel. Al menos eso explicaba el asesinato de Sasheoka.
En los Tres Mares había un dicho muy común: «Sólo los Escogidos pueden ver a los Escogidos». La hechicería era violenta. Ejercerla era cortar el mundo como se haría con un cuchillo. Pero sólo los Escogidos —los hechiceros— podían ver esa mutilación, y sólo ellos podían ver, además, la sangre en las manos del mutilador, «la marca», como así la llamaban. Sólo los Escogidos podían verse y ver los crímenes de los otros. Y cuando se encontraban, se reconocían con la misma facilidad con que los hombres reconocían a los criminales gracias a que no tenían nariz.
No sucedía lo mismo con los cishaurim. Nadie sabía cómo ni por qué, pero tramaban acciones tan vastas y devastadoras como cualquier otra hechicería sin dejar una marca en el mundo o llevar la marca de su crimen. Sólo en una ocasión Achamian había presenciado una muestra de la hechicería cishaurim, que ellos denominaban Psukhe, una noche no hacía mucho tiempo, en la distante Shimeh. Valiéndose de la Gnosis, la hechicería del Antiguo Norte, Achamian había destruido a sus asaltantes, que iban vestidos con túnicas de color azafrán, pero cuando se refugió tras sus Guardas, le pareció que veía destellos de rayos silenciosos. Ningún trueno. Ninguna marca.
Sólo los Escogidos podían ver a los Escogidos, pero nadie —al menos ningún Maestro— podía distinguir a los cishaurim o sus obras de los hombres comunes o el mundo común. Y Achamian conjeturó que eso había sido lo que les había permitido asesinar a Sasheoka. Los Chapiteles Escarlatas tenían Guardas para los hechiceros y esclavos–soldados como Geshrunni para los hombres que llevaban un Chorae, pero no tenían nada que les protegiera de hechiceros indistinguibles de los hombres comunes, o de la hechicería indistinguible del mundo de Dios. Los perros de presa, según le aseguraría Geshrunni, corrían entonces libremente por los salones de los Chapiteles Escarlatas, adiestrados para oler el azafrán y la henna con que los cishaurim teñían sus ropas.
Pero ¿por qué? ¿Qué podía haber llevado a los cishaurim a declarar abiertamente la guerra a los Chapiteles Escarlatas? Por muy extraña que fuera su metafísica, no podían albergar ninguna esperanza de ganar esa guerra. Los Chapiteles Escarlatas eran, simple y llanamente, demasiado poderosos.
Cuando Achamian le preguntó a Geshrunni, el esclavo–soldado se limitó a encogerse de hombros.
—Ha pasado una década y todavía no lo saben.
Eso, al menos, era motivo de un pequeño regocijo. No había nada que valorara más un ignorante que la ignorancia de los demás.
Drusas Achamian se adentró todavía más en el Gusano, hacia la escuálida casa de vecinos en la que había alquilado una habitación, todavía más preocupado por él que por su futuro.
Geshrunni sonrió mientras salía dando tumbos de la taberna. Se equilibró sobre el abundante polvo del callejón.
—Hecho —dijo, y después se rió a carcajadas como nunca había osado hacer en público.
Levantó la mirada hacia la estrecha franja de cielo cercada y oscurecida por los muros de adobe y los toldos de lienzo rajado. Vio unas cuantas estrellas.
De repente, su traición le pareció algo patético. Le había contado el único secreto que tenía a un enemigo de sus amos. Entonces ya no le quedaba nada, ninguna traición que atenuara el odio de su corazón.
Un odio muy amargo. Ante todo, Geshrunni era un hombre orgulloso. Cómo era posible que alguien como él hubiera nacido esclavo, sometido a los deseos de hombres débiles de corazón, hombres afeminados… ¡De hechiceros! En otra vida, sabía que habría sido un conquistador. Habría doblegado a un enemigo tras otro con la fuerza de sus propias manos. Pero en esa execrable vida, lo único que podía hacer era frecuentar a otros hombres afeminados y murmurar.
¿Qué tenían de venganza las murmuraciones?
Descendió tambaleándose por el callejón y se dio cuenta de que alguien le seguía. La posibilidad de que sus amos hubieran descubierto su pequeña traición le sobrevino momentáneamente, pero le pareció que era improbable. El Gusano estaba lleno de lobos, hombres desesperados que seguían cualquier señal en busca de hombres que estuvieran tan borrachos que pudieran ser asaltados sin riesgos. Geshrunni ya había matado a uno, hacía muchos años: un pobre desgraciado que se había arriesgado a morir en lugar de venderse, como el padre sin nombre de Geshrunni había hecho, a la esclavitud. Siguió andando, con los sentidos tan despiertos como el vino le permitía, y sus ebrios pensamientos daban vueltas alrededor de una sangrienta posibilidad tras otra. Pensó que ésa sería una buena noche.
Sólo cuando pasó bajo la imponente fachada del templo que los carythusali llamaban la Boca del Gusano, Geshrunni se alarmó. Los hombres eran con mucha frecuencia seguidos hacia el interior del Gusano, pero pocas veces lo eran al salir. Sobre el maremágnum de los tejados, Geshrunni logró vislumbrar el más alto de los Chapiteles, carmesí contra el campo de estrellas. ¿Quién se atrevería a seguirle hasta allí? A no ser que fuera…
Se dio la vuelta y vio a un hombre calvo, voluminoso, vestido, a pesar del calor, con un abrigo de seda bordado que podría haber sido de cualquier combinación de colores, pero que en la oscuridad parecía azul y negro.
—Tú eras uno de los idiotas que estaban con la puta —dijo Geshrunni, tratando de sacudirse la confusión de la bebida.
—Sí —respondió el hombre, con los carrillos tan sonrientes como los labios—. Era muy… atractiva. Pero a decir verdad, a mí me interesaba más lo que le contaste al Maestro del Mandato.
Geshrunni entrecerró los ojos, perplejo a causa de su ebriedad. «Así que lo saben.»
El peligro siempre le devolvía la sobriedad. Instintivamente, se metió la mano en el bolsillo y cerró los dedos alrededor del Chorae. Se lo tiró violentamente al Maestro…
O a quien él creía que era un Maestro Escarlata. El extraño atrapó la Baratija en el aire como si se la hubieran lanzado para que le echara un vistazo amistoso. La escudriñó un instante, como un cambista dubitativo que estudiara una moneda de plomo. Levantó la mirada y volvió a sonreír, parpadeando con sus inmensos ojos bovinos.
—Un regalo precioso —dijo—. Muchas gracias, pero me temo que no es una contrapartida justa por lo que quiero.
«¡No es un hechicero!» Geshrunni había visto a un hechicero tocar el Chorae en una ocasión; su carne y sus huesos se habían deshecho, incandescentes. Pero, entonces, ¿qué era ese hombre?
—¿Quién eres? —preguntó Geshrunni.
—Nada que tú puedas comprender, esclavo.
El capitán de Javreh sonrió. «Quizá sólo sea un idiota.» Una peligrosa y ebria amabilidad se apoderó de sus modales. Caminó hacia el hombre y le puso su mano callosa sobre una hombrera. Percibió el olor a jazmín. Los ojos bovinos le miraron.
—¡Oh, cielos! —dijo el extraño—. Eres un idiota valiente, ¿verdad?
«¿Por qué no tiene miedo?» Recordando la tranquilidad con que el hombre había atrapado el Chorae, Geshrunni se sintió, de repente, terriblemente desvalido, aunque resoluto.
—¿Quién eres? —susurró—. ¿Cuánto tiempo me has estado vigilando?
—¿Vigilándote? —El hombre gordo a punto estuvo de sonreír—. Esa presunción es impropia de un esclavo.
«¿Está vigilando a Achamian? ¿Qué es esto?» Geshrunni era un oficial, estaba acostumbrado a amedrentar a los hombres con la amenazadora intimidad de un enfrentamiento cara a cara. Pero no a ese hombre. Blando o no, mostraba una tranquilidad imperturbable. Geshrunni lo percibía. Y si no hubiera sido por el vino que no habían rebajado con agua, habría estado aterrorizado.
Clavó los dedos un poco más en el hombro de aquel hombre corpulento.
—Te he dicho que me lo digas, gordo idiota —dijo entre sus dientes apretados—, o mancharé el suelo con tus intestinos. —Con la mano que tenía libre, blandió la navaja—. ¿Quién eres?
Imperturbable, el hombre gordo sonrió con una repentina ferocidad.
—Hay pocas cosas tan penosas como ver a un esclavo que se niega a darse cuenta de cuál es su posición.
Atónito, Geshrunni bajó la mirada hacia su mano inerte y observó cómo su navaja caía sobre el polvo. Lo único que había oído había sido el golpe de la manga del extraño.
—Arrodíllate, esclavo —dijo el hombre gordo.
—¿Qué has dicho?
El bofetón hizo aflorar lágrimas a sus ojos.
—He dicho que te arrodilles.
Otro bofetón, tan fuerte que le hizo bailar algún diente. Geshrunni retrocedió dando tumbos, unos cuantos pasos y alzó una mano torpe. ¿Cómo podía ser?
—¿Qué tarea nos hemos impuesto —dijo el extraño con tristeza, siguiéndole— si hasta sus esclavos son tan orgullosos?
Presa del pánico, Geshrunni buscó a tientas la empuñadura de la espada.
El hombre gordo se detuvo y lanzó una mirada a la empuñadura.
—Suéltala —dijo con una voz inconcebiblemente fría, inhumana.
Con los ojos como platos, Geshrunni se quedó helado, paralizado por la silueta que se erigía ante él.
—¡He dicho que la sueltes!
Geshrunni vaciló.
Una nueva bofetada lo postró de rodillas.
—¿Qué eres? —gritó Geshrunni con los labios ensangrentados.
Cuando la sombra del hombre gordo le cubrió, Geshrunni observó cómo su cara redonda se desencajaba; después se dobló con la tensión de la mano de un pedigüeño bajo el peso de una moneda. «¡Hechicería! Pero ¿cómo podía ser? Tiene un Chorae en la mano…»
—Algo inconcebiblemente antiguo —dijo aquella abominación en tono suave—. Extraordinariamente hermoso.
Un hombre, un hombre fallecido hacía mucho tiempo, alzó la mirada entre los muchos ojos de los Maestros del Mandato: Seswatha, el gran adversario del No Dios y el fundador de la última Escuela Gnóstica, su Escuela. A la luz del día, era vago, tan impreciso como un recuerdo de la infancia, pero por la noche los poseía, y la tragedia de su vida tiranizaba sus sueños.
Sueños llenos de humo. Sueños sacados de su vaina.
Achamian observó cómo Anasurimbor Celmomas, el último Gran Rey de Kuniuri, caía bajo el martillo de un traicionero caudillo sranc. Aunque Achamian gritó, sabía con esa media certeza propia de los sueños que el mayor de los Grandes Reyes de la dinastía de Anasurimbor ya estaba muerto, que llevaba muerto más de dos mil años. Y sabía, además, que no era él quien lloraba, sino un hombre mucho más grande. Seswatha.
Las palabras le afloraron a los labios. El caudillo sranc se sacudió en medio de un fuego abrasador y se desvaneció para convertirse en un montoncillo de trapos y ceniza. Más sranc recorrieron la cima de la colina y más murieron, abatidos por la luz sobrenatural que su canción había provocado. Más allá, vislumbró un dragón distante, como una figura de bronce en el sol poniente, suspendido sobre el campo de batalla de los sranc y los hombres, y pensó: «Ha caído el último Rey Anasurimbor. Kuniuri está perdido».
Gritando el nombre del Rey, los Altos Caballeros de Tryse se reunieron a su alrededor, se abalanzaron sobre el sranc al que habían quemado y cayeron como locos sobre las masas que había al otro lado. Con un Caballero de Tryse al que él no conocía, Achamian arrastró a Anasurimbor Celmomas entre los histéricos gritos de sus vasallos y parientes, a través del olor de sangre, intestinos y carne quemada. En un pequeño claro, recostó el cuerpo del Rey sobre su regazo.
Los ojos azules de Celmomas, de costumbre tan fríos, le imploraron.
—Déjame —dijo entre jadeos el Rey de la barba grisácea.
—No —respondió Achamian—. Si mueres, Celmomas, todo estará perdido.
El Gran Rey sonrió a pesar de tener los labios destrozados.
—¿Ves el sol? ¿Ves su destello, Seswatha?
—No —susurró Achamian.
—¡El sol! ¿No ves el sol? ¿No lo sientes en tus mejillas? Las revelaciones están escondidas en cosas simples como ésas. ¡Lo veo! Veo tan claramente lo estúpido y terco que he sido… Y contigo, contigo más que con nadie, he sido injusto. ¿Puedes perdonar a un anciano? ¿Puedes perdonar a un anciano estúpido?
—No hay nada que perdonar, Celmomas. Has perdido demasiadas cosas, has sufrido demasiado.
—Mi hijo… ¿Crees que estará allí, Seswatha? ¿Crees que me reconocerá como su padre?
—Sí…, como su padre y su Rey.
—¿Te he contado alguna vez —dijo Celmomas, con la voz entrecortada pero henchida de un orgullo estéril— que mi hijo, en una ocasión, se introdujo a hurtadillas en uno de los pozos más hondos de Golgotterath?
—Sí. —Achamian sonrió entre lágrimas—. Muchas veces, viejo amigo.
—¡Cómo le echo de menos, Seswatha! Cómo me gustaría estar una vez más a su lado.
El anciano lloró un rato. Abrió más los ojos.
—Le veo perfectamente. Ha tomado al sol como corcel y cabalga entre nosotros. ¡Lo veo! ¡Galopando a través de los corazones de mi gente, despertando el asombro y la furia!
—¡Chsss! Conserva tus fuerzas, mi Rey. Los médicos están de camino.
—Dice… Me dice cosas tan dulces para confortarme. Dice que uno de mis descendientes volverá, Seswatha; que un Anasurimbor volverá…
Un estremecimiento recorrió al anciano, obligándole a jadear y babear entre dientes.
—En el fin del mundo.
Los refulgentes ojos de Anasurimbor Celmomas II, Señor Blanco de Tryse, Gran Rey de Kuniuri, se quedaron sin vida. Y con ellos, el sol del atardecer titubeó y sumergió la gloria de las armaduras broncíneas de los norsirai en el crepúsculo.
—¡Nuestro Rey! —gritó Achamian a los hombres estremecidos que le rodeaban—. ¡Nuestro Rey ha muerto!
Pero todo estaba a oscuras. No había nadie a su alrededor, ningún rey recostado sobre sus muslos. Sólo había sábanas empapadas de sudor y una inmensa ausencia que zumbaba allí donde había estado el clamor de la guerra. Su habitación. Estaba tendido a solas en su mísera habitación.
Achamian se rodeó fuertemente con los brazos. Otro sueño salido de su vaina.
Se llevó las manos a la cara y lloró un instante por un Gran Rey Kuniúrico muerto hacía tiempo y un rato más por otras cosas menos precisas.
En la distancia, creyó oír aullidos. Un perro o un hombre.
Geshrunni fue arrastrado por callejones infectos. Vio muros llenos de agujeros tambaleándose contra un cielo negro. Había perdido el dominio sobre sus extremidades y tenía los dedos fuertemente asidos a un ladrillo cubierto de grasa. Olía el río entre los borbotones de sangre.
«Mi cara…»
—¿Qué eres? —trató de gritar, pero hablar le resultaba casi imposible sin labios. «¡Te lo he dicho todo!»
El sonido de botas marchando entre el estiércol húmedo. Una sonrisa procedente de algún lugar encima de él.
—Si el ojo de tu enemigo te ofende, esclavo, se lo arrancas, ¿no?
—Por favor…, piedad. Te lo ruego…, piedad.
—¿Piedad? —La cosa rió—. La piedad es un lujo de los holgazanes, idiota. El Mandato tiene muchos ojos y tenemos que arrancarlos todos.
«¿Dónde está mi cara?»
Ingravidez. Después el impacto del agua fría; se ahogaba.
Achamian se despertó bajo la luz previa al amanecer, con la cabeza zumbando por el recuerdo de la bebida y más sueños angustiosos. Más sueños del Apocalipsis.
Tosiendo, se incorporó en la cama de paja y se dirigió dando tumbos a la única ventana de la habitación. Abrió el postigo lacado con las manos temblorosas. Aire fresco. Luz grisácea. Los palacios y templos de Carythusal se erigían entre los matorrales de edificios más pequeños. Una densa niebla cubría el río Sayut y recorría los callejones y las avenidas de la parte baja de la ciudad, como el agua en las trincheras. Aislados y pequeños como una uña, los Chapiteles Escarlatas se alzaban en la etérea expansión de terreno, sobresaliendo como torres muertas por encima de las dunas blancas del desierto.
A Achamian se le espesó la garganta. Parpadeó para alejar las lágrimas de sus ojos. No había ningún fuego. No había un coro de gemidos. Todo estaba en calma. Hasta los Chapiteles mostraban un reposo monumental, sin aliento.
«Este mundo —pensó—, no debe terminar.»
Apartó la mirada del paisaje y la dirigió a la única mesa de la habitación. Se dejó caer sobre el taburete, o lo que parecía un taburete, que tenía el aspecto de haber sido encontrado en un barco varado. Humedeció su pluma y, tras desenrollar un pequeño pergamino entre pedazos sueltos de papel, escribió: «Vados de Tywanrae; igual. Incendio de la Biblioteca de Sauglish; distinto. Veo mi rostro y no una S en el espejo».
Una curiosa discrepancia. ¿Qué significaría? Por un momento, reflexionó sobre la futilidad de la pregunta. Luego, se acordó de haberse despertado en mitad de la noche. Después de una pausa, añadió: «Muerte y Profecía de Anasurimbor Celmomas; igual».
Pero ¿era igual? Sin duda en los detalles, pero el sueño había tenido una inquietante inmediatez, suficiente para despertarle. Después de tachar igual escribió: «Distinto. Más poderoso».
Mientras esperaba que la tinta se secara, releyó los fragmentos escritos con anterioridad, remontándose por la curva del rollo de papiro. Una cascada de imágenes y pasiones acompañaba a cada uno de ellos y transformaba la muda tinta en mundos fragmentarios: cuerpos tambaleándose por entre las aguas nudosas de la catarata de un río, un amante borboteando sangre por entre los dientes apretados, el fuego envolviendo torres de piedra como un bailarín libertino.
Se apretó los ojos con el pulgar y el índice. ¿Por qué estaba tan obsesionado con ese registro? Otros hombres mucho más grandes que él se habían vuelto locos tratando de descifrar la desquiciada secuencia y las permutaciones de los Sueños de Seswatha. Sabía perfectamente que nunca hallaría una respuesta. ¿Era, pues, una especie de juego perverso? ¿Un juego como el que su madre ponía en práctica cuando su padre regresaba borracho de los barcos? ¿Quejarse e importunar, exigir razones allí donde no las había, estremecerse cada vez que su padre levantaba la mano y gritar cada vez que inevitablemente la golpeaba?
¿Por qué quejarse e importunar cuando revivir la vida de Seswatha era ya suficientemente cansino?
Algo frío le alcanzó el esternón y le rodeó el corazón. El viejo temblor sacudió sus manos y el rollo de papiro se cerró con la tinta todavía húmeda. Basta… Entrelazó las manos, pero el temblor se extendió a sus brazos y sus hombros. ¡Basta! El aullido de las trompas sranc entró por la ventana. Se encogió bajo la sacudida de las alas del dragón. Se meció en el taburete. Todo el cuerpo le temblaba.
—¡Basta!
Durante un rato, trató de respirar. Oyó el repiqueteo distante del martillo del herrero, las riñas de los cuervos en los tejados.
«¿Es esto lo que querías, Seswatha? ¿Era así como tenía que ser?»
Pero como sucedía con muchas otras de las preguntas que se hacía, ya conocía la respuesta.
Seswatha había sobrevivido al No Dios y al Apocalipsis, pero sabía que el conflicto no había terminado. Los scylvendios habían regresado a sus praderas, los sranc se habían esparcido para guerrear por los restos de un mundo en ruinas, pero Golgotterath había quedado intacta. Desde sus negras murallas, los sirvientes del No Dios, el Consulto, todavía seguían observando, poseídos por una paciencia que eclipsaba la perseverancia de los hombres, una paciencia que ningún ciclo de versos épicos ni ninguna admonición de las escrituras podía igualar. Quizá la tinta fuera inmortal, pero el significado no lo era. Seswatha sabía que con el paso de cada generación, el cuello de su recuerdo se rompería un poco más, y hasta el Apocalipsis sería olvidado, así que al fallecer, su desgarradora vida se reencarnó en los sueños de sus seguidores. De este modo, había convertido su legado en una incesante llamada a las armas.
«Estoy destinado a sufrir», pensó Achamian.
Obligándose a enfrentarse al día que tenía por delante, se engrasó el pelo y se cepilló las salpicaduras de estiércol que tenía en los ribetes bordados de su túnica azul. Detenido junto a la ventana, calmó su estómago con queso y pan duro mientras observaba cómo la luz del día quemaba la neblina tras la negra espalda del río Sayut. Después preparó las Palabras de Llamada e informó a sus intermediarios en Atyersus, la ciudadela de la Escuela del Mandato, de todo lo que Geshrunni le había contado la noche anterior.
No le sorprendió su relativo desinterés. La guerra secreta entre los Chapiteles Escarlatas y los cishaurim no era, a fin de cuentas, su guerra. Pero el llamamiento para que volviera a casa le sorprendió. Cuando preguntó por qué, le dijeron sólo que tenía algo que ver con los Mil Templos; otra facción, otra guerra que no era la suya.
Mientras recogía sus pocas posesiones, pensó: «Una misión más sin sentido».
¿Cómo no iba a ser cínico?
En los Tres Mares, todas las Grandes Facciones guerreaban contra enemigos tangibles por objetivos tangibles, mientras que el Mandato guerreaba contra un enemigo que nadie podía ver por un objetivo en el que nadie creía. Este hecho hacía de los Maestros del Mandato unos parias no sólo a la manera de los hechiceros, sino también a la de los locos. Obviamente, los potentados de los Tres Mares, tanto los ketyai como los norsirai, sabían del Consulto y de la amenaza de un Segundo Apocalipsis —¿cómo no iban a saberlo después de siglos de insistentes emisarios del Mandato?—, pero no creían en ninguna de las dos cosas.
Después de siglos de refriegas con el Mandato, el Consulto, simplemente, se había esfumado, desvanecido. Nadie sabía cómo ni por qué, a pesar de que se habían hecho todo tipo de especulaciones. ¿Habían sido destruidos por fuerzas desconocidas? ¿Se habían aniquilado a sí mismos desde dentro? ¿O, simplemente, habían encontrado el modo de eludir los ojos del Mandato? Habían transcurrido tres siglos desde la última vez que el Mandato se había topado con el Consulto. Durante tres siglos, habían hecho una guerra sin enemigo.
Los Maestros del Mandato cruzaban los Tres Mares persiguiendo a un enemigo al que nunca encontraban y en el que no creía nadie. Por muy envidiados que fueran por su posesión de la Gnosis, la hechicería del Antiguo Norte, eran objeto de toda clase de burlas, el hazmerreír en las cortes de todas las Grandes Facciones. Pero cada noche Seswatha los volvía a visitar. Cada mañana se despertaban a causa del horror y pensaban: «El Consulto está entre nosotros».
¿Había habido algún momento en el que Achamian no hubiera sentido ese horror en su interior? La sensación de mareo en la boca del estómago, como si una catástrofe pendiera sobre algo que había olvidado, le sobrevino como un susurro sin aliento. «Debes hacer algo…» Pero nadie en el Mandato sabía qué debían hacer, y hasta que no lo supieran, todas sus acciones serían tan estériles como los gestos de un actor de mimo.
Los mandarían a Carythusal para seducir a esclavos bien colocados como Geshrunni, o a los Mil Templos, para hacer quién sabe qué.
Los Mil Templos. ¿Qué podía querer el Mandato de los Mil Templos? Fuera lo que fuese, implicaba necesariamente abandonar a su suerte a Geshrunni, su primer informante real dentro de los Chapiteles Escarlatas en toda una generación. Cuanto más cavilaba sobre ello, más extraordinario le parecía.
«Quizá esta misión sea diferente.»
Pensar en Geshrunni le puso, de repente, ansioso. Como mercenario que era, había arriesgado algo más que su vida para darle al Mandato un gran secreto. Además, era inteligente y estaba lleno de odio a la vez: un informante ideal. Nada bueno traería perderle.
Después de sacar de su hatillo la tinta y el papiro, Achamian se inclinó sobre la mesa y escribió un rápido mensaje: «Debo partir. Pero debes saber que tus favores no han sido olvidados, y que has encontrado a un amigo que comparte tus objetivos. No hables con nadie y no correrás ningún riesgo. A».
Achamian le pagó la habitación al portero sifilítico y se encaminó hacia las calles. Encontró a Chiki, el huérfano al que le había encargado algunos recados, dormido en un callejón cercano. El niño estaba acurrucado en un saco de cáñamo tras una montaña de desperdicios que emitía un zumbido. Pese a la marca de nacimiento en forma de granada que le afeaba la cara, su rostro era bonito; tenía la piel color aceituna, suave como la de un delfín a pesar de la mugre, y sus rasgos eran tan bellos como los de cualquier hija del Palatinado. Achamian se estremeció al pensar cómo se ganaba la vida el chico, aparte de sus negocios de poca monta. La semana anterior, Achamian había sido abordado por un borracho, cuyo maquillaje aristocrático se veía medio corrido en la cara; cogiéndose la entrepierna, le había preguntado si había visto a su dulce «granada».
Achamian despertó al niño con la punta de la zapatilla de mercader. Lentamente, el niño se puso en pie.
—¿Te acuerdas de lo que te enseñé, Chiki?
El niño se le quedó mirando con la actitud alerta de quien acaba de despertarse.
—Sí, señor. Yo soy tu mensajero.
—¿Y qué hacen los mensajeros?
—Llevan mensajes, señor. Mensajes secretos.
—Bien —dijo Achamian, mostrándole el pergamino doblado al niño—. Necesito que lleves este mensaje a un hombre llamado Geshrunni. Recuerda este nombre: Geshrunni. No lo puedes confundir. Es un capitán de Javreh y frecuenta El Santo Leproso. ¿Sabes dónde está El Santo Leproso?
—Sí, señor.
Achamian sacó un ensolarii de plata de su monedero y no pudo evitar sonreír ante la expresión atemorizada del niño. Chiki cogió la moneda de la palma de la mano como si se tratara de una trampa. Por alguna razón, el tacto de su pequeña mano movió al hechicero a la melancolía.