PRÓLOGO

Las ruinas de Kuniuri

«Si es sólo después cuando entendemos lo que ha sido antes, entonces no entendemos nada. Así pues, definamos el alma como sigue: lo que precede a todo.»

Ajencis, El tercer analítico de los hombres

Año del Colmillo 2147, montañas de Demua

No se pueden erigir muros contra lo que ha sido olvidado.

La ciudadela de Ishual sucumbió en pleno Apocalipsis. Pero ningún ejército de inhumanos sranc ascendió por sus murallas. Ningún dragón de corazón ígneo derribó sus poderosas puertas. Ishual era el refugio secreto de los Grandes Reyes Kuniúricos, y nadie, ni siquiera el No Dios podía cercar un secreto.

Meses antes, Anasurimbor Ganrelka II, Gran Rey de Kuniuri, había huido a Ishual con lo que quedaba de su corte. Desde los muros, los centinelas observaban, meditabundos, los bosques que tenían debajo, con el pensamiento acongojado por el recuerdo de ciudades que ardían y multitudes que gemían. Cuando el viento ululaba, se agarraban a la indiferente piedra de Ishual y rememoraban los cuernos de los sranc. Intercambiaban entrecortados comentarios tranquilizadores. ¿Acaso no habían escapado de sus perseguidores? ¿Acaso las murallas de Ishual no eran resistentes? ¿En qué otro lugar podría un hombre sobrevivir al fin del mundo?

La peste se llevó en primer lugar al Gran Rey, como tal vez fuera de esperar: Ganrelka no había hecho más que llorar en Ishual, encolerizado como sólo un emperador de la nada puede encolerizarse. La noche siguiente los miembros de la corte bajaron el féretro a los bosques. Advirtieron los ojos de los lobos reflejados en la luz de la pira. No hubo cantos fúnebres, y sólo entonaron unas cuantas oraciones apáticas.

Antes de que la brisa matinal pudiera llevarse sus cenizas, la peste había acabado con otros dos: la concubina de Ganrelka y su hija. Como si siguiera el rastro de su sangre hasta el último vestigio, atacó a más miembros de la corte. Los centinelas apostados en las murallas fueron cada vez menos, y a pesar de que todavía escudriñaban el montañoso horizonte, veían poco. Los gritos de los moribundos poblaban sus mentes de un horror excesivo.

Pronto, incluso los centinelas desaparecieron. Los cinco Caballeros de Tryse que habían rescatado a Ganrelka después de la catástrofe de los Campos de Eleneot yacían inmóviles en sus camas. El Gran Visir, con los dorados ropajes manchados con la sangre de sus entrañas, había caído entre sus textos de hechicería. El tío de Ganrelka, que había liderado el desgarrador asalto a las puertas de Golgotterath en los primeros días del Apocalipsis, colgaba de una cuerda en sus aposentos y, mecido por el aire, daba vueltas lentamente. La Reina miraba para siempre con fijeza a través de sábanas purulentas.

De todos los que habían huido a Ishual, sólo el hijo bastardo de Ganrelka y el sacerdote bardo habían sobrevivido.

Aterrorizado por las extrañas formas del bardo y su ojo blanco, el muchacho se escondió, y sólo se atrevía a salir cuando el hambre le resultaba insoportable. El viejo bardo lo buscaba constantemente, cantando viejas canciones de amor y de guerra, pero profanando, a la vez, las palabras con blasfemias.

—¿Por qué no te muestras, niño? —gritaba mientras daba tumbos por las galerías—. Déjame que te cante, que te atraiga con canciones secretas. ¡Déjame compartir contigo la gloria de lo que un día fue!

Una noche el bardo cogió al niño. Primero le acarició la mejilla y después el muslo.

—Discúlpame —susurraba una y otra vez, pero las lágrimas sólo manaban de su ojo ciego—. No hay crímenes —susurraría después— cuando nadie queda vivo.

Pero el niño sobrevivió. Cinco noches más tarde, atrajo al sacerdote bardo a lo alto de las inmensas murallas. Cuando el hombre llegó arrastrando los pies a causa de su ebriedad, lo empujó desde las alturas. Permaneció un largo rato acuclillado al borde del abismo, contemplando a través de la oscuridad el cadáver desmembrado del bardo. «Sólo se distingue de los demás —pensó— en que sigue húmedo.» ¿Acaso se trataba de un asesinato si nadie más quedaba vivo?

El invierno añadió su frío al vacío de Ishual. Apoyado en las almenas, el niño escuchaba cómo los lobos cantaban y se peleaban en los oscuros bosques. Sacaba los brazos de las mangas y se abrazaba el cuerpo para protegerse del frío, susurrando las canciones que le había enseñado su madre mientras saboreaba la mordedura del viento en las mejillas. Corría a través de los patios, respondía a los lobos con gritos guerreros Kuniúricos y blandía armas que le hacían tambalearse por su peso. Y de vez en cuando, con los ojos bien abiertos, llenos de esperanza y un terror supersticioso, toqueteaba los muertos con la espada de su padre.

Cuando empezó a nevar, unos gritos le llevaron a la puerta delantera de Ishual. Observando a través de oscuras troneras, vio a un grupo de hombres y mujeres cadavéricos: refugiados del Apocalipsis. Al advertir su sombra, le pidieron a gritos comida, refugio, cualquier cosa, pero el niño estaba demasiado asustado para responder. Las penalidades les habían dado un aspecto temible, salvaje, como hombres lobo.

Cuando empezaron a escalar las murallas, corrió a las galerías. Como el sacerdote bardo, le buscaban, le garantizaban a gritos su seguridad. Al fin, uno de ellos lo encontró encogido tras un barril de sardinas.

—Somos dunyainos, niño. ¿Qué razón puedes tener para temernos? —dijo con una voz ni tierna ni dura.

Pero el niño cogió la espada de su padre.

—¡Mientras hay hombres vivos, hay crímenes! —gritó.

Los ojos del hombre se llenaron de asombro.

—No, niño —dijo—. Sólo mientras los hombres están engañados.

Por un momento, el joven Anasurimbor sólo pudo observarlo. Después, solemnemente, dejó la espada de su padre y le cogió la mano al extraño.

—Yo era un príncipe —murmuró.

El extraño lo llevó con los otros, y juntos celebraron su excepcional fortuna. Gritaron —pero no a los Dioses que habían repudiado, sino a otros— que allí había una gran correspondencia de causa. Allí la más sagrada conciencia podía ser atendida. En Ishual, habían encontrado refugio contra el fin del mundo.

Todavía escuálidos, pero vistiendo las pieles de los reyes, los dunyainos cincelaron los hechizados augurios de los muros y quemaron los libros del Gran Visir. Enterraron las joyas, la calcedonia, la seda y los ropajes de oro con los cadáveres de una dinastía.

Y el mundo los olvidó durante dos mil años.

«Nohombres, sranc y hombres:

El primero olvida,

El tercero lamenta,

Y el segundo es el que se divierte.»

Antigua canción infantil Kûniürica

«Ésta es la historia de una gran y trágica guerra santa, de las poderosas facciones que trataron de poseerla y pervertirla, y de un hijo en busca de su padre. Y como con todas las historias, somos nosotros, los supervivientes, los que escribiremos su conclusión.»

Drusas Achamian, Compendio de la Primera Guerra Santa

Finales de otoño, año del Colmillo 4109, montañas de Demua

De nuevo regresaron los sueños.

Vastos paisajes, historias, contiendas de fe y cultura, todo entrevisto en cataratas de detalles. Caballos resbalando sobre la tierra. Puños apretando el lodo. Muertos esparcidos en la costa de un mar cálido. Y como siempre, una ciudad antigua, tiza que se seca bajo el sol, levantándose contra pardas montañas. Una ciudad santa: Shimeh.

Y después la voz, fina como si hablara a través de la atiplada garganta de una serpiente, diciendo: «Mandadme a mi hijo».

Los soñadores se despertaron a la vez, dando un grito ahogado, tratando de arrancarle un sentido a la imposibilidad. Siguiendo el protocolo establecido después de los primeros sueños, se encontraron en las oscuras profundidades de los Mil Veces Mil Pasillos.

Tal profanación, según decidieron, no podía seguir siendo tolerada.

Ascendiendo por escarpados caminos de montaña, Anasurimbor Kellhus dobló una rodilla y se giró para mirar la ciudadela monástica. Las murallas de Ishual se alzaban más allá de una pantalla de píceas y alerces, aunque eran empequeñecidas por las agrestes laderas de las montañas.

«¿Viste esto, Padre? ¿Te giraste para mirar por última vez?»

Figuras distantes desfilaban entre las almenas antes de desaparecer bajo la piedra. Los ancianos dunyainos abandonaban su vigilia. Kellhus sabía que descenderían por las imponentes escaleras y entrarían uno a uno en la oscuridad de los Mil Veces Mil Pasillos, el gran Laberinto que daba vueltas en las profundidades, bajo Ishual. Allí morirían, tal como había sido decidido. Todos aquéllos a los que su padre había corrompido.

«Estoy solo. Mi misión es lo único que me queda.»

Apartó la vista de Ishual y siguió ascendiendo por el bosque. La brisa de la montaña era amarga a causa del olor del pino marchito.

A última hora de la tarde, dejó atrás los límites del bosque y después de dos días escalando glaciales laderas alcanzó la cima de las montañas de Demua. En el extremo más lejano de su campo visual, los bosques de lo que en el pasado había sido llamado Kuniuri se extendían bajo nubes en movimiento. ¿Cuántos paisajes como ése debería cruzar antes de encontrar a su padre? ¿Cuántos horizontes escarpados debería dejar atrás antes de llegar a Shimeh?

«Shimeh será mi hogar. Moraré en la casa de mi padre.»

Descendiendo por barrancos de granito, se adentró en la espesura.

Vagó por la oscuridad del interior del bosque, a través de galerías de secuoyas silenciadas por la total ausencia de hombres. Tiró de su manto entre matorrales y sorteó la fiereza de las corrientes de las montañas.

A pesar de que cruzar los bosques que había bajo Ishual había sido muy parecido, por alguna razón, Kellhus se sintió agitado. Se detuvo para tratar de recuperar la compostura valiéndose de antiguas técnicas para imponer disciplina a su intelecto. El bosque estaba tranquilo, alborozado por el canto de los pájaros. Y sin embargo, él oía los truenos…

«Algo me está sucediendo. ¿Es ésta mi primera prueba, Padre?»

Encontró un riachuelo brillante por la luz del sol y se arrodilló en su ribera. El agua que se llevó a los labios era más reconstituyente, más dulce que cualquier agua que hubiera probado antes. Pero ¿cómo podía el agua ser dulce? ¿Cómo podía la luz del sol, quebrada en la espalda de las aguas de la corriente, ser tan hermosa?

Lo que sucede antes determina lo que sucede después. Los monjes dunyainos pasaban sus vidas inmersos en el estudio de ese principio, con el fin de arrojar luz sobre la intangible malla de la causa y el efecto que determinaba todas las casualidades, y para minimizar todo lo salvaje e impredecible. Debido a esto, en Ishual los acontecimientos siempre se desarrollaban con una certeza granítica. La mayor parte de las veces, uno conocía el balanceante curso que una hoja seguiría a través de las arboledas dispuestas en terrazas. La mayor parte de las veces, uno sabía qué diría el otro antes de que hablara. Comprender lo que había sucedido antes era saber lo que sucedería después. Y saber lo que sucedería después era la belleza que acallaba, la sagrada comunión del intelecto y la circunstancia: el don del Logos.

La primera sorpresa de verdad, aparte de los días de formación de su infancia, había sido esa misión. Hasta entonces, su vida había sido un premeditado ritual de estudio, condicionamiento y comprensión. Todo era sabido. Todo era comprendido. Pero entonces, caminando a través de los bosques del Kuniuri perdido, parecía que el mundo se hundía mientras él permanecía inmóvil. Como tierra en las aguas apresuradas, era golpeado por una infinita sucesión de sorpresas: el débil trino de un pájaro desconocido; espigas de hierbas también desconocidas en su manto; una serpiente enroscándose en un claro iluminado, buscando una presa igualmente desconocida.

El seco aleteo pasaba sobre su cabeza, y él se detenía para cambiar de paso. Un mosquito se posaba en su mejilla, y él le daba una palmada; entonces, sus ojos veían una configuración distinta de un árbol. Sus alrededores le habitaban, le poseían, hasta que era movido por todas las cosas a la vez: el crujir de las ramas, las infinitas transformaciones del agua sobre las piedras. Esas cosas lo sacudían con la fuerza de las mareas.

En la tarde de su decimoséptimo día, una ramita se alojó entre su sandalia y su pie. La sostuvo contra unas nubes cargadas de tormenta y la estudió; se perdió en su forma, en el camino que trazaba en el aire: las delgadas y musculosas ramificaciones que llenaban tanto vacío en el cielo. ¿Había caído simplemente con esa forma o había sido ahormada, como un molde que se vacía de cera? Levantó la mirada y vio un cielo surcado por las infinitas horcas de los ramajes. ¿No había un solo modo de comprender un cielo? No fue consciente del largo rato que permaneció allí, pero para cuando la ramita cayó por fin de sus dedos ya era de noche.

En la mañana del vigésimo noveno día, se acurrucó sobre unas rocas enverdecidas por el musgo y observó cómo los salmones saltaban y cabeceaban contra la corriente del río. El sol salió y se puso tres veces antes de que sus pensamientos escaparan de esa inexplicable guerra de peces y aguas.

En los peores momentos, sus brazos eran vagos como la sombra contra la sombra, y el ritmo de sus pasos se avanzaba a él mismo. Su misión se convirtió en el último vestigio de lo que había sido. Por lo demás, carecía de intelecto e ignoraba los principios dunyainos. Como una hoja de pergamino expuesta a los elementos, cada día veía cómo le eran robadas más palabras, hasta que sólo un imperativo permaneció: «Shimeh… Debo encontrar a mi padre en Shimeh».

Siguió vagando hacia el sur, a través de las estribaciones del Demua. Su desposeimiento se agudizó, hasta que dejó de engrasar su espada después de que se hubiera humedecido por la lluvia, hasta que dejó de dormir o comer. Sólo había bosque, camino, y los días que pasaban. Por la noche, buscaba refugio como un animal en la oscuridad y el frío.

«Shimeh. Por favor, Padre.»

El cuadragésimo tercer día, cruzó un río poco profundo y trepó por terraplenes negros de ceniza. Los rastrojos abundaban entre la materia carbonizada que ocultaba el suelo, pero nada más. Los árboles muertos se hincaban en el cielo como lanzas ennegrecidas. Se abrió camino a través de los desechos, aguijoneado por los hierbajos que se clavaban en su piel desnuda. Finalmente, llegó a la cima de una cresta.

La inmensidad del valle que vio a sus pies dejó a Kellhus sin aliento. Más allá de la desolación causada por el fuego, donde el bosque seguía oscuro y espeso, antiguas fortificaciones se erigían por encima de los árboles y formaban un inmenso anillo al otro lado de las distancias otoñales. Observó cómo los pájaros revoloteaban alrededor de las fortificaciones más cercanas y aparecían por entre franjas de piedra moteada antes de descender en picado bajo el dosel de ramas. Muros en ruinas, más fríos y desamparados de lo que el bosque podía llegar a ser.

Las ruinas eran demasiado antiguas para contradecir totalmente al bosque. Habían quedado sumergidas, maltrechas y en desequilibrio tras eras sosteniendo su peso. Guarecidos por hondonadas llenas de musgo, los muros abrían brechas en montículos y de repente se interrumpían, como si fueran contenidos por las parras que los cubrían como inmensas venas sobre el hueso.

Pero en ellos había algo, algo de otro tiempo, que despertaba en Kellhus pasiones desconocidas. Cuando frotó las manos en la piedra, supo que estaba tocando el aliento y el duro esfuerzo de los hombres, la marca de un pueblo destruido.

El suelo daba vueltas. Se inclinó y apretó la mejilla contra la piedra. Arenilla y el frío de la tierra a la intemperie. Arriba, la luz del sol era interrumpida por un arco de nudosas ramas. Los hombres…, allí, en la piedra. Antigua y jamás tocada por el rigor de los dunyainos. De algún modo, habían resistido el sueño, habían alzado el trabajo de las manos contra la maleza.

«¿Quién construyó este sitio?»

Kellhus vagó por entre los montes percibiendo las ruinas enterradas debajo. Comió frugalmente galletas secas y bellotas que llevaba en su olvidado zurrón. Apartó las hojas de la superficie de un pequeño charco de agua de lluvia, bebió y se quedó mirando con curiosidad el oscuro reflejo de su propio rostro, el largo pelo rubio que le cubría el cráneo y la mandíbula.

«¿Éste soy yo?»

Escudriñó las ardillas y los pájaros que podía distinguir entre la oscura profusión de árboles. En una ocasión vio un zorro deslizándose entre los matorrales.

«No soy un animal más.»

Su intelecto se debatió, encontró un asidero y se agarró a él. Percibía cómo la naturaleza se arremolinaba a su alrededor en mareas estadísticas. Tocándole y sin tocarle.

«Soy un hombre. No soy lo mismo que estas cosas.»

Cuando la noche se cerraba, empezó a llover. A través de las ramas observó cómo se formaban las nubes, gélidas y grises. Por primera vez en semanas, buscó refugio.

Se abrió camino hacia un pequeño barranco en el que la erosión había provocado la caída de un bloque de tierra que había dejado a la vista la fachada de piedra de un edificio. Trepó por la arcilla llena de hojas hacia una abertura oscura y profunda. En el interior, le rompió el cuello al perro salvaje que le atacó.

Estaba acostumbrado a la oscuridad. La luz había sido prohibida en las profundidades del Laberinto. Pero aquella cerrada oscuridad no se debía a motivos matemáticos; lo único que allí encontró fue una azarosa sucesión de muros cubiertos de tierra. Anasurimbor Kellhus se tumbó y durmió.

Cuando se despertó, el bosque estaba en silencio y cubierto de nieve.

Los dunyainos no sabían a qué distancia estaba Shimeh. Simplemente, le habían abastecido con las provisiones que iba a ser capaz de portar cómodamente. El zurrón estaba cada día más vacío. Kellhus sólo podía observar pasivamente cómo el hambre y el frío iban doblegando su cuerpo.

Si la naturaleza no podía poseerle, lo mataría.

La comida se terminó, pero siguió andando. Todo —la experiencia, el análisis— se tornó misteriosamente severo. Cayó más nieve, hizo más frío, se levantaron vientos ásperos. Caminó hasta que no pudo más.

«El camino es demasiado angosto, Padre. Shimeh está demasiado lejos.»

Los perros del trineo del cazador aullaron y husmearon la nieve. Él tiró de las riendas y ató los arneses a la base de un pino raquítico. Perplejo, apartó la nieve de los miembros que se retorcían debajo. Su primer pensamiento fue alimentar a los perros con el cadáver. De todos modos, los lobos acabarían con él, y la carne era escasa en el abandonado norte.

Se quitó los guantes y puso las puntas de los dedos en la mejilla barbada. La piel era gris y estaba seguro de que la cara estaría tan fría como la nieve que la cubría parcialmente. No lo estaba. Gritó, y sus perros le respondieron con un coro de aullidos. Maldijo, y después contrarrestó la imprecación con la señal de Husyelt, el Cazador de la Oscuridad. Cuando lo levantó de la nieve, el hombre tenía fláccidas las extremidades. La lana y el cabello quedaron rígidos bajo el viento.

El mundo siempre había tenido un extraño significado para el cazador, pero entonces se había tornado aterrador. Corriendo mientras los perros tiraban del trineo, huyó de allí antes de que se desencadenara la cólera de la cercana tormenta de nieve.

—Leweth —dijo el hombre, llevándose una mano a su pecho desnudo.

Tenía el pelo corto, plateado, con un destello broncíneo, demasiado hermoso para enmarcar adecuadamente sus toscas facciones. Sus cejas parecían estar siempre arqueadas en señal de sorpresa, y sus incansables ojos no hacían más que pedir excusas, siempre simulando interés en detalles triviales para evitar la atenta mirada de su pupilo.

Sólo más tarde, después de aprender los rudimentos de la lengua de Leweth, descubrió Kellhus cómo había acabado al cuidado del cazador. Sus primeros recuerdos eran de pieles sudorosas y fuegos encendidos. Del techo bajo colgaban pellejos de animales. Los sacos y los toneles se amontonaban en las esquinas de una sola habitación. El olor del humo, la grasa y la podredumbre ocupaban el poco espacio libre que quedaba. Como Kellhus supo más tarde, el caótico interior de la cabaña era, en realidad, una expresión, totalmente sistemática, de los muchos miedos supersticiosos del cazador.

«Cada cosa tiene su sitio —le diría a Kellhus—, y las cosas fuera de lugar presagian desastres.»

La chimenea era lo suficientemente grande como para abrazar todo el interior, incluido al propio Kellhus, con una dorada calidez. Al otro lado de las paredes, el invierno silbaba a través de las inexploradas leguas del bosque, pero de vez en cuando agitaba la cabaña con tanta fuerza que las pieles se balanceaban en los ganchos. Leweth le diría que aquella tierra se llamaba Sobel, la provincia más al norte de la antigua ciudad de Atrithau, aunque había sido abandonada hacía generaciones. Él prefería vivir alejado de los problemas de los otros hombres.

Pese a ser un hombre robusto, de mediana edad, Leweth era para Kellhus poco más que un niño. La hermosa musculatura de su rostro carecía por completo de control y parecía atada como por cuerdas a sus pasiones. Lo que movía el alma de Leweth movía también su expresión, y al cabo de poco tiempo, Kellhus no tenía más que echarle una mirada a su rostro para conocer sus pensamientos. La capacidad de anticiparlos, de volver a representar los movimientos del alma de Leweth como si fueran los de la suya, llegaría más tarde.

Mientras tanto, se desarrolló una rutina. Al alba, Leweth enjaezaba los perros y se marchaba para comprobar los corrales. Los días en que regresaba temprano, pedía a Kellhus que arreglara cepos, preparara pieles o cocinara una nueva olla de estofado de conejo para «ganarse la manutención», como decía él. Por la noche, Kellhus se cosía su propio abrigo y sus polainas tal como el cazador le había enseñado. Leweth le observaba desde el otro lado del fuego. Sus manos tenían una críptica vida propia cuando tallaban, cosían o simplemente se frotaban una con la otra: pequeñas tareas que paradójicamente le conferían el don de la paciencia, incluso de la elegancia.

Kellhus sólo veía las manos de Leweth en reposo cuando dormía o estaba extremadamente borracho. La bebida era lo que, por encima de todo, definía al cazador.

Por la mañana, Leweth nunca miraba a Kellhus a los ojos; sólo lo hacía de reojo, nerviosamente. El hombre parecía embotado, como si su pensamiento careciera de ímpetu para convertirse en habla. Y si hablaba, su voz era tensa, constreñida por un pavor ambiental. Por la tarde, su expresión se ruborizaba. Los ojos le refulgían con un brillo crispado. Sonreía, se reía. Pero al caer la noche, sus movimientos se abotargaban y se convertía en una parodia distorsionada de lo que había sido apenas unas horas antes. Conversaba a golpes y le sobrevenían ataques de ira y mal humor.

Kellhus aprendió mucho gracias a las pasiones exacerbadas por la bebida de Leweth, pero llegó un momento en que ya no pudo permitir que el objeto de su estudio se tornara en una caricatura. Una noche sacó rodando los barriles de whisky al bosque y los vació sobre el suelo helado. Durante el sufrimiento que siguió a eso, continuó dedicándose a sus tareas.

Estaban sentados frente a la chimenea, con la espalda apoyada en mullidos montones de pieles de animales. Con la expresión grabada por el fuego, Leweth hablaba, animado por la honesta vanidad de compartir su vida con alguien a quien los hechos cautivaban mientras se los contaba. Viejos pesares afloraron en la narración.

—No tuve otra opción que marcharme de Atrithau —reconoció Leweth, hablando una vez más de su esposa fallecida.

Kellhus sonrió con pesar. Calculó la sutil interacción de los músculos bajo la expresión de aquel hombre. «Quiere llorar para asegurarse mi pena.»

—¿Atrithau te recordaba su ausencia?

«Ésta es la mentira que se cuenta a sí mismo.»

Leweth asintió con los ojos llenos de lágrimas y expectantes al mismo tiempo.

—Atrithau parecía una tumba después de su muerte. Una mañana reunieron a la milicia para que guarneciera la muralla, y recuerdo haber mirado hacia el norte. Los bosques parecían… hacerme señales. ¡El terror de mi infancia se había convertido en un santuario! Todo el mundo en la ciudad, incluso mis hermanos y mis compatriotas de la cohorte de la región, parecían regocijarse secretamente de su muerte. ¡Y de mi sufrimiento! Tenía que… Estaba obligado a…

«Vengarte.»

Leweth bajó la mirada hacia el fuego.

—Huir —dijo.

«¿Por qué se engaña de este modo?»

—Ninguna alma se mueve sola por el mundo, Leweth. Cada uno de nuestros pensamientos es producto de los pensamientos de los otros. Cada una de nuestras palabras es una repetición de palabras dichas antes. Cada vez que escuchamos, permitimos que los movimientos de otra alma porten la nuestra. —Interrumpió el discurso para no desconcertar al hombre. La percepción golpeaba con mucha más fuerza cuando aclaraba lo confuso—. Ésa es la verdadera razón por la que huíste a Sobel, Leweth.

Por un instante, los ojos de Leweth se empequeñecieron de horror.

—Pero no lo entiendo…

«De todo lo que yo pueda decir, lo que más teme son las verdades que ya conoce, pero aun así niega. ¿Son todos los hombres nacidos en el mundo tan débiles?»

—Sí lo entiendes. Piensa, Leweth. Si no somos más que nuestros pensamientos y pasiones, y si nuestros pensamientos y pasiones no son más que movimientos de nuestras almas, entonces no somos más que lo que nos mueve. El que tú fuiste en su día, Leweth, dejó de existir en el momento en que tu esposa murió.

—¡Y por eso huí! —gritó Leweth con los ojos implorantes y provocadores al mismo tiempo—. No pude soportarlo. ¡Huí para olvidar!

Un destello en su pulso. Vacilación en la contracción de los delicados músculos de alrededor de los ojos. «Sabe que es mentira.»

—No, Leweth. Huiste para recordar. Huíste para conservar el modo como tu mujer te movía, para proteger el dolor de su pérdida del vigor de otros. Huiste para hacer de tu sufrimiento una defensa.

Las lágrimas cayeron por las flacas mejillas del cazador.

—¡Ah, crueles palabras, Kellhus! ¿Por qué dices esas cosas?

«Para poseerte mejor.»

—Porque has sufrido el tiempo suficiente. Te has pasado años solo junto a este fuego, refocilándote en tu pérdida, preguntándoles a tus perros una y otra vez si te quieren. Acaparas tu dolor porque cuanto más sufres, más se torna el mundo una atrocidad. Lloras porque el llanto se ha convertido en una prueba. «¡Ves lo que me has hecho!», gritas. Y permaneces despierto noche tras noche condenando las circunstancias que te han condenado a revivir tu angustia. Te atormentas, Leweth, para seguir haciendo al mundo responsable de tu aflicción.

«De nuevo me lo negará…»

—¿Y qué si es así? El mundo es una atrocidad, Kellhus. ¡Una atrocidad!

—Es posible —respondió Kellhus, con tono de pena y tristeza—, pero hace ya mucho tiempo que el mundo ha dejado de ser el causante de tu angustia. ¿Cuántas veces has gritado estas mismas palabras? Y cada vez se han apelotonado por la misma desesperación, la desesperación que uno necesita para creer en algo que sabe que es falso. Detente, Leweth; niégate a seguir los hitos que esos pensamientos han depositado en tu interior. Detente, y verás.

Obligado a replegarse hacia el interior, Leweth vaciló, atónito y con el rostro fláccido.

«Lo entiende, pero no tiene el coraje necesario para admitirlo.»

—Pregúntate —insistió Kellhus— por qué esa desesperación.

—No hay desesperación —replicó, ausente.

«Ve el lugar que he abierto para él, se da cuenta de la futilidad de todas las mentiras en mi presencia, incluso de las que se dice a sí mismo.»

—¿Por qué sigues mintiendo?

—Porque…, porque…

A través del resuello del fuego, Kellhus oía los latidos del corazón de Leweth, enfebrecido como un animal enjaulado. Los sollozos le estremecían todo el cuerpo. Levantó las manos para enterrar su rostro pero se detuvo. Levantó la mirada hacia Kellhus y lloró como un niño ante su madre. «¡Duele! —gritaba su expresión—. ¡Duele mucho!»

—Ya sé que duele, Leweth. Liberarse de la angustia sólo puede lograrse por medio de más angustia.

«Como un niño…»

—¿Q–qué debo hacer? —dijo entre gemidos—. Kellhus, por favor, ¡dímelo!

«Treinta años, Padre. Qué poder debes ejercer sobre los hombres como éste.»

Y Kellhus, con el rostro barbado cálido gracias al fuego y la compasión, respondió:

—Ninguna alma se mueve sola, Leweth. Cuando un amor muere, uno debe aprender a amar a otro.

Al cabo de un rato, el fuego de la chimenea se fue apagando, y los dos permanecieron en silencio, escuchando cómo una nueva tormenta reunía su furor. El viento sonaba como si pesadas mantas se agitaran contra las paredes. Fuera, el bosque rugía y silbaba bajo el oscuro estómago de la ventisca.

—El llanto embarra el rostro —dijo Leweth, rompiendo el silencio con un viejo proverbio—, pero limpia el corazón.

Kellhus respondió con una sonrisa, con una expresión de reconocimiento desconcertado. ¿Por qué —se habían preguntado los antiguos dunyainos— confinar las pasiones a las palabras cuando hablan primero en la expresión? Una legión de rostros vivía en su interior, y podía escoger entre ellos con la misma facilidad con que elegía sus palabras. En el corazón de su sonrisa jubilosa, de su risa comprensiva, se advertía el frío del escrutinio.

—Pero desconfías —dijo Kellhus.

Leweth se encogió de hombros.

—¿Por qué, Kellhus? ¿Por qué iban los dioses a mandarte a mí?

Kellhus sabía que para Leweth el mundo estaba lleno de dioses, fantasmas, incluso demonios. Estaba infestado de sus conspiraciones, atestado de malos augurios y presagios de sus caprichosos humores. Como un segundo horizonte, sus designios provocaban las luchas de los hombres: oscuras, crueles y, al fin, siempre fatales.

Para Leweth, haberlo descubierto bajo la nieve acumulada durante la ventisca en Sobel no había sido un accidente.

—¿Quieres saber por qué he venido?

—¿Por qué has venido?

Hasta entonces, Kellhus había evitado hablar de su misión, y Leweth, aterrado por la velocidad con que se había recuperado y había aprendido su idioma, no le había preguntado por ella. Pero el estudio había progresado.

—Busco a mi padre, Moenghus —dijo Kellhus—. Anasurimbor Moenghus.

—¿Está perdido? —preguntó Leweth, inmensamente satisfecho por este reconocimiento.

—No. Hace mucho que abandonó a mi pueblo, cuando yo era todavía un niño.

—Entonces, ¿por qué lo buscas?

—Porque mandó a buscarme. Pidió que yo viajara para verle.

Leweth asintió, como si todos los hijos debieran regresar a sus padres en algún momento.

—¿Dónde está?

Kellhus se detuvo el tiempo que tardó su corazón en dar un latido; aparentemente tenía la mirada fija en Leweth, pero en realidad estaba perdida en un lugar vacío ante él. Como un hombre con frío que pudiera acurrucarse hasta convertirse en una bola, reunir tanta piel como fuera posible entre los brazos y arrebatársela al mundo, Kellhus, ensimismado, se retiró de la habitación y se refugió en su intelecto, indiferente a la presión de los acontecimientos externos. Las legiones interiores estaban enyuntadas, las variables aisladas y extendidas, y el maremágnum de las posibles consecuencias que podían seguir a una respuesta veraz a la pregunta de Leweth floreció en su alma. El trance de la probabilidad.

Se levantó y parpadeó ante la luz de la lumbre. Como en tantas otras preguntas acerca de su misión, la respuesta era incalculable.

—Shimeh —dijo lentamente—. Una ciudad llamada Shimeh; está al sur, muy lejos.

—¿Mandó a buscarte desde Shimeh? ¿Cómo es eso posible?

Kellhus adoptó una expresión ligeramente desconcertada, que no estaba lejos de la verdad.

—A través de los sueños. Me mandó a buscar en sueños.

—Brujería…

Como siempre, la curiosa mezcla de sobrecogimiento y pavor cuando Leweth pronunciaba esa palabra. Había brujas, le había dicho Leweth, cuyos requerimientos podían espolear a los organismos dormidos en la tierra, los animales y los árboles. Había sacerdotes cuyas plegarias podían resonar en el Exterior, mover a los Dioses que movían el mundo para que dieran tregua a los hombres. Y había hechiceros cuyas aseveraciones eran decretos, cuyas palabras dictaban más que describían cómo tenía que ser el mundo.

Superstición. En todas partes y en todo, Leweth había confundido lo que venía después con lo que venía antes; el efecto con la causa. Los hombres venían después, así que los colocaba antes y los llamaba «dioses» o «demonios». Las palabras venían después, así que las colocaba antes y las llamaba «escrituras» o «conjuros». Limitado a las consecuencias de los acontecimientos y ciego a las causas que los precedían, consideraba exclusivamente la propia ruina, los hombres y los actos de los hombres el modelo de lo que venía antes.

Pero lo que venía antes, según habían descubierto los dunyainos, era inhumano.

«Debe haber otra explicación. No hay brujería.»

—¿Qué sabes de Shimeh? —preguntó Kellhus.

Las paredes se estremecieron bajo una fiera sucesión de ráfagas de viento, y la llama revoloteó con una abrupta incandescencia. Las pieles colgadas se balancearon ligeramente hacia adelante y hacia atrás. Leweth paseó la mirada con el ceño fruncido, como si se esforzara por oír a alguien.

—Es un camino muy largo, Kellhus, a través de tierras peligrosas.

—¿Shimeh no es… sagrada para ti?

Leweth sonrió. Como los lugares demasiado cercanos, los lugares demasiado lejanos no podían ser sagrados.

—Sólo había oído su nombre unas cuantas veces hasta ahora —dijo—. Los sranc poseen el norte. Los pocos hombres que quedan allí son incesantemente sitiados, confinados en las ciudades de Atrithau y Sakarpus. Sabemos poco de los Tres Mares.

—¿Los Tres Mares?

—Las naciones del sur —respondió Leweth con los ojos abiertos de puro asombro. «Mi ignorancia le parece divina», advirtió Kellhus—. ¿No has oído hablar nunca de los Tres Mares?

—Si tu pueblo vive aislado, el mío lo hace todavía más.

Leweth asintió sabiamente. Al fin, era su turno para hablar de cosas profundas.

—Los Tres Mares eran jóvenes cuando el norte fue destruido por el No Dios y su Consulto. Ahora que no somos más que una sombra, ellos son quienes detentan el poder sobre los hombres. —Se detuvo, descorazonado por la rapidez con que su conocimiento le había fallado—. Sé poco más que eso, sólo un puñado de nombres.

—Entonces, ¿cómo sabes de la existencia de Shimeh?

—En una ocasión, le vendí armiño a un hombre de las caravanas, un hombre de piel oscura, un ketyai. Nunca antes había visto a un hombre de piel oscura.

—¿Caravanas? —Era la primera vez que Kellhus oía esa palabra, pero la pronunció como si quisiera saber a qué caravana se refería el cazador.

—Cada año llega a Atrithau una caravana procedente del sur; si sobrevive a los sranc, claro está. Viaja desde una tierra llamada Galeoth a través de Sakarpus. Trae especias, sedas, ¡cosas maravillosas, Kellhus! ¿Has probado alguna vez la pimienta?

—¿Qué te dijo de Shimeh ese hombre de piel oscura?

—No mucho, en realidad. Me habló sobre todo de su religión. Me dijo que era inrithi, seguidor del Último Profeta, Inri, o algo así. —Sus cejas se arquearon un segundo—. ¿Te lo imaginas? ¿Un último profeta? —Leweth, con la mirada perdida, se calló, tratando de traducir el episodio en palabras—. Me decía que yo estaba maldito a menos que me sometiera a su profeta y abriera mi corazón a los Mil Templos; nunca olvidaré este nombre.

—¿De modo que Shimeh era sagrada para aquel hombre?

—La ciudad más sagrada de todas las ciudades sagradas. Hace mucho tiempo, era la ciudad de su profeta. Pero había alguna clase de problema, creo. Algo relacionado con guerras y con infieles que la tomaron a expensas de los inrithi… —Leweth se detuvo, como si se le hubiera ocurrido algo especialmente significativo—. En los Tres Mares los hombres luchan contra otros hombres, Kellhus, y no se preocupan por los sranc. ¿Te lo puedes imaginar?

—De modo que Shimeh es una ciudad santa en manos de infieles.

—Por suerte, creo yo —respondió Leweth, repentinamente brusco—. Ese perro no dejaba de llamarme infiel a mí también.

Siguieron hablando de tierras distantes hasta bien entrada la noche. El viento aullaba y golpeaba los macizos muros de la cabaña. Y en la oscuridad del fuego titubeante, Anasurimbor Kellhus fue induciendo en Leweth sus propios ritmos decrecientes: respiración más lenta, ojos adormilados. Cuando el cazador estuvo totalmente hechizado, le hizo desvelar el último de sus secretos, lo persiguió hasta que no le quedó ningún refugio.

Solo, Kellhus recorrió, con raquetas en los pies, glaciales bosques de abetos hacia la más cercana de las cimas que rodeaban la cabaña del cazador. La nieve se amontonaba alrededor de los oscuros troncos. El aire olía a silencio invernal.

Kellhus se había transformado completamente durante las semanas anteriores. El bosque ya no era la pasmosa cacofonía que había sido en el pasado. Sobel era la tierra del caribú, la marta y la marta cibelina. El armiño dormía en sus suelos. La piedra refulgía desnuda bajo sus cielos, y sus plateados lagos estaban llenos de peces. No había nada más, nada que produjera miedo o pavor.

Ante él, la nieve cayó de un risco poco profundo. Kellhus levantó la mirada en busca del camino que debía llevarle más rápidamente a la cima. Trepó.

Excepto por unos cuantos espinos raquíticos y sin hojas, la cima estaba despejada. En el centro había un viejo hito: una flecha de piedra inclinada contra la distancia. Runas y figuras talladas lo rodeaban por los cuatro costados. Lo que había llevado a Kellhus allí, una y otra vez, no era solamente el idioma del texto grabado —aparte de algunos modismos, era indistinguible del suyo—, sino el nombre de su autor.

Empezaba: «Y yo, Anasurimbor Celmomas II, miro desde este lugar y presencio la gloria lograda por mi mano…».

Y proseguía relatando una gran batalla que había enfrentado a dos reyes que llevaban ya mucho tiempo muertos. Según Leweth, esa tierra había sido en el pasado la frontera entre dos naciones: Kuniuri y Eanmor, ambas perdidas hacía milenios en guerras míticas contra lo que Leweth llamaba «el No Dios». Como sucedía con muchas de las historias de Leweth, Kellhus menospreciaba abiertamente sus leyendas sobre el Apocalipsis. Pero el nombre de Anasurimbor grabado en una antigua diorita era algo que no podía menospreciar. Entonces comprendía que el mundo era mucho más antiguo que los dúnyainos. Y su línea de sangre se remontaba hasta ese Gran Rey, de modo que también él lo era.

Pero tales pensamientos eran irrelevantes para su misión. El estudio de Leweth estaba tocando a su fin. Pronto tendría que continuar en dirección al sur, hacia Atrithau; Leweth había insistido en que allí encontraría medios seguros para viajar hasta Shimeh.

Desde las alturas, Kellhus miró hacia al sur, más allá de los bosques invernales. Ishual quedaba en algún lugar a su espalda, escondida entre las montañas glaciales. Tenía ante sí una peregrinación a través de un mundo de hombres unidos por costumbres arbitrarias, por la infinita repetición de mentiras tribales. Se presentaría ante ellos como un hombre despierto. Se refugiaría en los huecos de su ignorancia y los convertiría en sus instrumentos a través de la verdad. Él era un dúnyaino, uno de los Aptos, y poseería a toda la gente, todas las circunstancias. Él les precedería.

Pero le esperaba otro dúnyaino, uno que había estudiado la naturaleza durante mucho más tiempo: Moenghus.

«¿Cuan grande es tu poder, Padre?»

Apartando la mirada del paisaje, advirtió algo extraño. Al otro lado del hito vio huellas en la nieve. Las escudriñó por un momento, antes de decidir que preguntaría al cazador por ellas. El causante caminaba erguido, pero no parecía humano.

—Son así —dijo Kellhus, y perfiló una réplica de la huella con un dedo desnudo en la nieve.

Leweth lo observó con ademán severo. Kellhus sólo tuvo que mirarle para ver el horror que trataba de ocultar. Al fondo, los perros ladraban y corrían en círculo, tirando del extremo de las correas de piel.

—¿Dónde? —preguntó Leweth, que miraba fijamente la extraña huella.

—El viejo hito Kuniúrico. Trazan una tangente con respecto a la cabaña, hacia el noroeste.

El hombre barbado se giró hacia él.

—¿Y no sabes qué son esas huellas?

La trascendencia de la pregunta era evidente. «¿Eres del norte y no sabes lo que son?» Entonces, Kellhus lo comprendió.

—Sranc —dijo.

El cazador miró a su espalda y observó detenidamente la cercana muralla de árboles. El monje advirtió el revoloteo en las entrañas del hombre, la aceleración de su pulso y la letanía de sus pensamientos, demasiado rápidos para tornarse en una pregunta: «¿Qué–hacemos–qué–hacemos–qué–hacemos…?».

—Debemos seguir las huellas —dijo Kellhus— y asegurarnos de que no cruzan tus corrales. Si lo hacen…

—Ha sido un duro invierno para ellos —dijo Leweth, que necesitaba hallarle algún significado a su terror.

—Vienen al sur en busca de comida… Cazan comida. Sí, comida.

—¿Y si no es así?

Leweth le miró con los ojos embravecidos.

—Para los sranc, los hombres son un alimento de otra clase. Nos hacen daño para calmar la locura de sus corazones. —Se acercó a los perros y la aglomeración en torno a sus piernas le distrajo—. Tranquilos, ¡chsss!, tranquilos.

Les palmoteo las costillas y les hundió los hocicos en la nieve mientras les acariciaba con vigor la parte superior de la cabeza. Sus brazos se balanceaban amplia y azarosamente, para dispensar de forma equitativa su afecto por ellos.

—¿Puedes traer los bozales, Kellhus?

El rastro era delgado y grisáceo a través de los terrenos. El cielo se oscureció. Los anocheceres invernales llevaban un extraño silencio al interior de los bosques, esa sensación de que estaba terminando algo más importante que la luz del día. Habían recorrido un gran trecho con las raquetas, y entonces se habían detenido.

Permanecieron sobre las yermas raíces de un roble.

—No deberíamos volver —dijo Kellhus.

—Pero no podemos dejar a los perros.

El monje miró cómo Leweth respiraba. Sus exhalaciones se hincaban con fuerza en el aire. Sabía que no le sería difícil disuadirlo de regresar. Fuera lo que fuese aquello que perseguían, sabía de los corrales, y quizá también de la propia cabaña. Pero las huellas en la nieve —marcas vacías— eran demasiado pequeñas para valerse de ellas. Para Kellhus, la amenaza sólo existía en el miedo manifestado por el cazador. El bosque seguía siendo suyo.

Kellhus se giró y juntos se encaminaron hacia la cabaña, corriendo con la desgarbada elegancia de las raquetas. Pero después de un breve trecho, Kellhus detuvo al hombre con una mano firme en el hombro.

—¿Qué…? —empezó a preguntar el cazador, pero los sonidos lo silenciaron.

Un coro de aullidos y gritos amortiguados perforó el silencio. Un solo aullido recorrió la hondonada, seguido por un pavoroso y glacial silencio.

Leweth permaneció tan inmóvil como los árboles.

—¿Por qué, Kellhus? —Su voz se quebró.

—No tenemos tiempo para los porqués. Debemos huir.

Kellhus estaba sentado en la oscuridad cenicienta, observando cómo los dedos rosados del alba se adentraban por entre las ramas de los matorrales y los pinos oscuros. Leweth seguía durmiendo.

«Hemos corrido mucho, Padre, pero ¿hemos corrido lo suficiente?»

Vio algo. Un movimiento rápidamente oscurecido por las profundidades del bosque.

—Leweth —dijo.

El cazador se estiró.

—¿Qué? —respondió, tosiendo—. Todavía es oscuro.

Otra figura, más a la izquierda, se acercaba.

Kellhus permaneció inmóvil, explorando con la mirada perdida los escondrijos del bosque.

—Vienen —dijo.

Leweth se incorporó bajo las gélidas mantas. Tenía la cara cenicienta. Perplejo, siguió la mirada de Kellhus hacia la oscuridad circundante.

—No veo nada.

—Se mueven con sigilo.

Leweth empezó a temblar.

—Corre —dijo Kellhus.

Leweth le miró asombrado.

—¿Correr? Los sranc dan caza a cualquier cosa, Kellhus. No se puede huir de ellos. ¡Son demasiado rápidos!

—Ya lo sé —respondió Kellhus—. Yo me quedaré aquí para entretenerlos.

Leweth sólo pudo mirarle. No logró moverse. Los árboles bramaban a su alrededor. El cielo les atraía con su vacuidad. Entonces, una flecha cruzó su hombro y cayó de rodillas; Leweth se quedó observando la punta roja que sobresalía por su pecho.

—¡Kellllhuuss! —jadeó.

Pero Kellhus se había ido. Leweth se arrastró por la nieve, buscándolo, y le encontró corriendo entre unos árboles cercanos con su espada en la mano. El primer sranc fue decapitado, y el monje corría, corría como un espectro blanco. Otro murió mientras clavaba el cuchillo inútilmente en el aire. Los otros cercaron a Kellhus como ásperas sombras.

—¡Kellhus! —gritó Leweth, quizá llevado por la angustia, quizá esperando que retrocedieran, hacia uno que ya estaba muerto. «Moriría por ti.»

Las formas fueron cayendo, agarrándose a sí mismas en la nieve, y un aullido extraño, inhumano, cruzó por entre los árboles. Cayeron más, hasta que sólo quedó el monje. Al cazador le pareció que sus perros ladraban en la distancia.

Kellhus tiraba de él. Puntos de nieve parpadeaban bajo el sol naciente cuando impactaban en los matorrales. Leweth tenía calambres alrededor del hombro dolorido, pero el monje era implacable y le obligaba a seguir un paso que a duras penas podría haber mantenido de no estar herido. Cruzaron atropelladamente tierras de acarreo, rodearon árboles, casi cayeron en barrancos y salieron de ellos valiéndose de las manos. El monje y sus brazos estaban siempre allí, como una delgada red de hierro que le impulsaba hacia adelante una y otra vez.

Todavía le parecía oír a los perros.

«Mis perros…»

Al fin, se vio lanzado contra un árbol que le pareció, a su espalda, una columna de piedra, un pilar contra el que morir. Apenas distinguía a Kellhus, que llevaba la barba y la capucha cubiertas de hielo procedente del manto de ramas desnudas.

—Leweth —estaba diciendo Kellhus—, ¡tienes que pensar!

¡Crueles palabras!, que tiraron de él hacia la claridad, lo arrojaron a su dolor.

—Mis perros —gimió—. Los oigo.

Los ojos azules no reconocían nada.

—Vienen más sranc —dijo Kellhus entre trabajosos jadeos—. Necesitamos un refugio, un lugar en el que escondernos.

Leweth echó la cabeza hacia atrás y tragó saliva contra la punta de dolor que tenía en el velo de la garganta. Trató de concentrarse.

—¿En qué dirección hemos avanzado?

—Hacia el sur. Siempre hacia el sur.

Leweth se apartó del árbol y le dio un abrazo al monje. Era presa de unos escalofríos incontrolables. Tosió y miró por entre los árboles.

—¿Cuántos riachuelos… —sorbió el aire—, riachuelos hemos cruzado?

Sintió el calor del aliento de Kellhus.

—Cinco.

—¡Al oeste! —jadeó. Se echó hacia atrás para ver el rostro del monje, pero no le soltó. No sentía vergüenza; ese hombre no tenía de qué avergonzarse—. Debemos ir hacia el oeste —prosiguió, poniendo la frente ante los labios del monje—. Ruinas, ruinas, ruinas de nohombres. Están a poca distancia de aquí.

Leweth sintió que el suelo cubierto de nieve le golpeaba el cuerpo. Aturdido, lo único que pudo hacer fue cogerse las rodillas y hacerse un ovillo. A través de los árboles vio cómo la figura de Kellhus, distorsionada por las lágrimas, retrocedía entre los árboles.

«No–no–no.»

Sollozó.

—¿Kellhus? ¡Kelllhuuss!

«¿Qué está pasando?»

—¡Nooo! —chilló.

La alta figura desapareció.

La ladera era peligrosa. Kellhus tiró de sí mismo, agarrándose a las ramas, y avanzó tratando de evitar los cepos que había bajo la nieve. Las coníferas obstruían todos los pasos francos de la pendiente. Cadalsos radiales de ramas le arañaban. Una penumbra distinta de la palidez del invierno techaba todo cuanto tenía a su alrededor.

Cuando al fin alcanzó el claro de la cima, el monje miró el cielo con el entrecejo fruncido, y la vista lo apaciguó. Cubierto de nieve, el suelo se levantaba y adoptaba el hambriento perfil de un perro. Las ruinas de una puerta y un muro se erigían en las laderas más cercanas. Más allá, un roble muerto, de inmensas proporciones, se doblaba contra el cielo.

La lluvia caía de las oscuras nubes que cruzaban por encima de la cumbre, helada bajo las capas de nieve.

Kellhus estaba impresionado por las inmensas piedras de la puerta. Muchas eran tan grandes como el roble que ocultaban. En el dintel había sido esculpido un rostro vuelto hacia arriba: ojos en blanco, tan pacientes como el cielo. Pasó por debajo. El suelo se allanó un tanto. Tras él, las grandes extensiones boscosas se oscurecían sobre la cada vez más intensa lluvia. Pero el ruido creció.

El árbol llevaba mucho tiempo muerto. Sus colosales ramas carecían de corteza y las raíces se extendían en el aire como colmillos retorcidos. Despojadas de toda protección, el viento y el agua corrían con facilidad entre ellas.

Se giró cuando los sranc surgieron del bosque; aullando, trotaban sobre la nieve.

Era tan despejado aquel lugar. Las flechas silbaron junto a él. Cogió una en el aire y la estudió. Le resultó cálida, como si hubiera sido presionada contra la piel. Después la espada en su mano refulgió a través del espacio circundante, del que se apoderó como las ramas de un árbol. Llegaron —un oscuro torrente—, y él estaba allí, ante ellos, preparado antes de que pudieran preverlo. Una caligrafía de gritos. El ruido sordo de la carne estupefacta. Arponeó el éxtasis de sus rostros inhumanos, se introdujo entre ellos y apagó el latido de sus corazones.

No podían saber que aquella circunstancia era sagrada. Ellos sólo tenían hambre. Él, en cambio, era uno de los dunyainos Aptos, y todos los acontecimientos cedían ante él.

Cayeron, y el aullido amainó. Por un momento se apiñaron a su alrededor, con los hombros estrechos y el pecho de perro, la piel apestosa y collares de dientes humanos. Permaneció paciente ante su amenaza. Tranquilo.

Huyeron.

Se inclinó junto a uno que todavía se retorcía a sus pies y lo levantó por el cuello. El bello rostro se contraía de furia.

Kuz’inirishka dazu daka gurankas…

Le escupió. Él lo clavó en el árbol con su espada. Dio un paso atrás. Chilló. Se sacudió.

«¿Qué son estas criaturas?»

Un caballo resopló detrás de él, pateando la nieve y el hielo. Kellhus recuperó la espada y se giró rápidamente.

A través de la aguanieve, el caballo y el jinete eran solamente figuras grises. Kellhus observó cómo se acercaban lentamente, defendiendo su posición; el abundante pelo se le había helado como pequeños colmillos que chasquearan al viento. El caballo era grande, de unos dieciocho palmos, y negro. El jinete iba cubierto con una larga capa gris bordada con apenas visibles motivos abstractos de caras. Llevaba un casco sin emblema que oscurecía su semblante.

—Veo que no van a matarte —atronó una voz poderosa en kuniúrico.

Kellhus permaneció en silencio. Atento. El sonido de la lluvia parecía arena volando al viento.

La figura desmontó, pero mantuvo un silencio cauteloso. Estudió los cuerpos inertes esparcidos a su alrededor.

—Extraordinario —dijo el desconocido, y después le miró.

Kellhus vio el brillo de sus ojos debajo de la visera del casco.

—Debes de tener un nombre.

—Anasurimbor Kellhus —respondió el monje.

Silencio. Kellhus pensó que podía percibir la confusión, una extraña confusión.

—Eso lo dice todo —murmuró el hombre lentamente. Se acercó mirando a Kellhus—. Sí —dijo—, sí… No te estás riendo de mí. Veo su sangre en tu cara.

Kellhus permaneció en silencio.

—También tienes la paciencia de un Anasurimbor.

Kellhus le escudriñó y se dio cuenta de que su capa no tenía bordadas estilizadas representaciones de caras, sino rostros de verdad, con las facciones distorsionadas al haber sido aplanados. Debajo de la capa, se adivinaba un hombre de complexión poderosa; llevaba una pesada armadura y, por el modo como se comportaba, no temía nada.

—Ya veo que eres un estudiante. El conocimiento es poder, ¿eh?

Ése no era como Leweth. En absoluto.

Todavía se oía el ruido de la aguanieve, que iba cubriendo pacientemente a los muertos.

—¿No deberías temerme, mortal, sabiendo quién soy? El miedo también es poder. —La figura empezó a rodearle, andando con cuidado entre las extremidades de los sranc—. Esto es lo que separa a los tuyos de los míos. El miedo. El desesperado, resoluto impulso de sobrevivir. Para nosotros la vida es siempre una… decisión. Para vosotros…, bueno, digamos que ella decide.

Kellhus habló al fin.

—La decisión, pues, parece ser tuya.

La figura se detuvo.

—¡Ah, las burlas! —dijo con pesar—. Ésa es la única cosa que tenemos en común.

La provocación de Kellhus había sido deliberada, pero había servido para poco, o al menos eso pareció al principio. El desconocido bajó de repente su cara oscurecida y echó la cabeza hacia atrás y hacia adelante sobre el eje de la barbilla.

—¡Me hostiga! El mortal me hostiga… —murmuró—. Esto me recuerda, me recuerda… —Empezó a rebuscar en su capa y cogió una cara contrahecha—. ¡A éste! ¡Oh, impertinente! ¡Qué alegre era éste! Sí, me acuerdo… —Levantó la mirada hacia Kellhus y silbó—. ¡Me acuerdo!

Y Kellhus vislumbró los principios de aquel encuentro. «Un nohombre. Otro de los mitos de Leweth convertido en realidad.»

Con una solemne deliberación, la figura sacó el sable. Brilló extrañamente en la oscuridad, como si reflejara el sol de otro mundo. Pero se volvió hacia uno de los sranc muertos y lo giró con la hoja del sable, hasta que quedó boca arriba. Su piel blanca estaba empezando a oscurecerse.

—Este sranc, cuyo nombre no podrías pronunciar, era nuestro elju…, nuestro «libro», como decís en vuestra lengua. El animal más devoto. Estaré desolado sin él, al menos un tiempo. —Le echó un vistazo a otro cadáver—. En realidad, son unas criaturas repugnantes y sanguinarias. —Volvió a levantar la mirada hacia Kellhus—. Pero… memorables.

Una grieta. Kellhus la exploraría.

—Qué apurado. Das lástima —dijo.

—¿Yo te doy lástima? ¿Un perro siente lástima por mí? —El nohombre rió con aspereza—. ¡El Anasurimbor se apiada de mí! Y hace bien… Ka’cunuroi souk ki’elju, souk hus’jihla. —Escupió, y señaló con su espada a los muertos esparcidos a su alrededor—. Éstos…, estos sranc son ahora nuestros niños. ¡Pero antes! Antes, vosotros erais nuestros niños. Nos habían arrancado el corazón, de modo que acunábamos el vuestro. Compañeros de los Grandes Reyes norsirai.

El nohombre dio un paso hacia él.

—Pero ya no —prosiguió—. A medida que pasaban las eras, algunos de nosotros necesitábamos recordar algo más que vuestras peleas de niños. Algunos de nosotros necesitábamos más brutalidad de la que ninguna de vuestras contiendas podía ofrecernos. La gran maldición de nuestra especie, ¿lo sabías? ¡Claro que lo sabías! ¿Qué esclavo no se regocija con la degradación de su amo, eh?

El viento envolvió la vetusta capa a su alrededor. Dio otro paso.

—Pero me excuso como un hombre. La pérdida está escrita en la misma tierra. Nosotros somos sólo su recordatorio más dramático.

El nohombre había alzado la punta de su sable ante Kellhus, que ya se había puesto en posición y había levantado la espada curva por encima de la cabeza.

De nuevo, se hizo el silencio, pavoroso esa vez.

—Soy un guerrero de eras, Anasurimbor…, eras. He hundido mi nimil en miles de corazones. He cabalgado en contra y al lado del No Dios en las grandes guerras que ocasionaron estos páramos. He escalado las murallas de la gran Golgotterath y he visto cómo los corazones de los Grandes Reyes estallaban de ira.

—Entonces, ¿por qué —preguntó Kellhus— levantas ahora tu arma contra un hombre solo?

Risa. Señaló con la mano libre los sranc muertos.

—Una miseria, ya lo sé, pero a pesar de todo serías memorable.

Kellhus atacó primero, pero su espada retrocedió ante la malla que el nohombre llevaba debajo de la capa. Se agachó, esquivó el contraataque del nohombre y le barrió las piernas para hacer que perdiera el equilibrio. El nohombre cayó de espaldas, pero logró volver a ponerse en pie sin esfuerzo. La risa atronó desde la cara cubierta.

—Muy memorable —gritó, cayendo sobre el monje.

Y Kellhus se sintió atrapado. Una lluvia de poderosos golpes le obligó a retroceder, y se alejó del árbol muerto. El anillo de acero dunyaino y el nimil del nohombre restallaban en el aire de la cumbre azotada por el viento. Pero Kellhus percibió el momento, aunque fue mucho, mucho más breve de lo que lo había sido con los sranc.

Se introdujo en ese breve instante y la sobrenatural hoja se alejó más de su blanco y se clavó todavía más en el aire vacío. Entonces, la espada de Kellhus alcanzó el cuerpo de la oscura figura; cortó y pinchó la armadura, e hizo trizas la macabra capa, pero no logró que derramara sangre.

—¿Qué eres? —gritó el nohombre, enfurecido.

Había un espacio entre ellos, pero los cruces eran infinitos…

Kellhus le rajó la barbilla descubierta al nohombre. La sangre, negra en la penumbra, le salpicó el pecho. Un segundo golpe y la asombrosa espada salió deslizándose sobre la nieve y el hielo.

Mientras Kellhus saltaba, el nohombre fue dando tumbos de espaldas y cayó. La punta de la espada de Kellhus, colocada sobre la abertura de su casco, le acalló.

Bajo la gélida lluvia, el monje respiró sin alterarse, con la mirada puesta en la figura caída. Pasaron varios segundos. Entonces podía empezar el interrogatorio.

—Responderás a mis preguntas —le instruyó Kellhus sin pasión en la voz.

El nohombre rió misteriosamente.

—Pero la pregunta eres tú, Anasurimbor.

Y entonces vino la palabra, la palabra que, al oírla, desgarraba el intelecto.

Una furiosa incandescencia. Como un pétalo soplado de la palma de la mano, Kellhus fue derribado y cayó de espaldas. Se deslizó sobre la nieve y, asombrado, trató de ponerse en pie. Observó, absorto, cómo el nohombre se levantaba en seguida, como tirado de un hilo. Una luz pálida, acuosa, formaba una esfera a su alrededor. La lluvia helada chisporroteaba y siseaba contra ella. Tras él se erigía el gran árbol.

«¿Brujería? Pero ¿cómo puede ser?»

Kellhus huyó, corrió por entre los edificios en ruinas hendiendo la nieve. Se deslizó sobre el hielo y resbaló en el extremo más lejano de las cumbres, fue derribado por las infames ramas de los árboles. Volvió a ponerse en pie y se abrió paso entre la áspera maleza. Algo como un trueno retumbó en el aire, y grandes, cegadores incendios ardieron entre los abetos a su espalda. El fuego le envolvió y corrió más de prisa, hasta que las laderas se convirtieron en abismos, y el bosque oscuro, en un torrente de confusión.

—¡Anasurimbor! —gritó una voz sobrenatural, rompiendo el silencio invernal—. ¡Corre, Anasurimbor! —tronó—. ¡Me acordaré!

Una risa como un trueno, y el bosque que quedaba a su espalda fue desgarrado por más luces feroces, que fracturaron la penumbra circundante. Kellhus vio cómo su propia sombra huía, titilando, tras él.

El aire frío le hirió los pulmones, pero corrió mucho más rápidamente de lo que los sranc le habían hecho correr.

«¿Brujería? ¿Es ésta una más de las lecciones que debo aprender, Padre?»

La fría noche cayó. En algún lugar, en medio de la oscuridad, aullaron los lobos. Parecían decir que Shimeh estaba demasiado lejos.