NOVENA GRABACIÓN
Usted pensará que a partir de aquel momento todo debió de complicarse. Tiene razón, pero las cosas se trastornaron por razones inesperadas y, como pasa a menudo en la vida, por donde menos sospechas y estás más indefenso.
Fue al día siguiente del encuentro con el hombre de Odessa cuando, apenas había amanecido, Mireia me esperaba en la puerta de casa. Me paró con una expresión en la cara que yo no le conocía, entre inquieta y frágil, y con un tono de voz que le fallaba me dijo que nos teníamos que encontrar los cuatro en la Sarita, que quería contarnos algo grave. Al principio sospeché por su semblante congestionado que alguien me había espiado en las barcas durante la noche anterior, pero ni de lejos tenía nada que ver con el desbarajuste de amor y bragueta que me inquietaba.
Al anochecer, cuando nos acomodamos a su alrededor, Mireia comenzó a convulsionarse con pequeños sollozos que intentaba reprimir al principio, hasta que estalló en lamentos inconsolables. Lo que dedujimos entre lagrimeos y secadas de mocos, con la voz contrahecha por una garganta tensa de emoción y rabia, fue que sus padres, Ferran y Núria, habían decidido dejar Barcelona para ir una larga temporada al extranjero, muy lejos, allá donde se acababa el océano. Hablaban de una ciudad que se llamaba Buenos Aires, de la que quizá no volverían más, añadía abatida. Un drama, porque ni Mireia ni sus hermanas podían comprender la gravedad de la situación ni el porqué de tanta prisa repentina. Para ellas, dejar la Barceloneta era sencillamente quedarse sin pulso. Un desconcierto.
Fue inútil. La tempestad de gritos, ruegos, alaridos y llantos de las hermanas bajo la firme dirección de Mireia, no caló ni en el corazón de Ferran ni menos aún en el de Núria. Ésta, además del temor compartido con su hombre por el futuro de las hijas, siempre había pensado que Barcelona se le había comido la juventud. Como se esperaban el desmoronamiento emocional, el matrimonio había guardado el secreto hasta el último momento para no malvivir durante semanas o meses con aquel enfrentamiento caótico, y no les dijeron nada a sus hijas hasta sólo tres días antes del viaje a Buenos Aires.
De verdad, señor director, no se puede imaginar lo que significó todo aquello para los de la pandilla de los cuatro, que desde la placenta lo habíamos compartido todo. Al anochecer, bajo el resguardo de la Sarita, estábamos consternados. A David se le veía abatido, no en vano se le iba su pareja. Y Joana, ¡ay!, para Joana, en unos tiempos en que la vida de las chicas era un permanente acto de sumisión, el carácter fuerte y la referencia siempre altiva de Mireia eran un tesoro del que no quería prescindir por nada del mundo. Y finalmente a mí, con todo lo que me pasaba por dentro y que me tenía trastocado, sólo me faltaba perder a mi mano derecha en el liderazgo de la pandilla. Ya le digo, un desconcierto.
Nos juramos lealtad para siempre y por encima de todo, y permanecimos abrazados entre las barcas como si fuésemos un único cuerpo.
Al día siguiente la acompañamos a despedirse de la gente del barrio que más quería. Cuando les llegó el turno a mis padres, a Màrius y Mercè, a Remei y Silvestre, el drama fue subiendo de magnitud. No tenía freno. Mercè, Marí y Remei le habían hecho de madres desde que con pocos meses nos sacaban a los cuatro juntos a tomar el aire, y ahora la más risueña dejaba aquel hogar amplio y compartido entre nuestras familias. Había algo más: en el corazón de las tres mujeres anidaba un sentimiento oculto de desolación, y no sólo porque perdían a Mireia sino porque se olían que ya no quedaba tiempo para escapar de toda la convulsión que presentían demasiado cercana. Remei no pudo evitar decirle a lágrima viva:
—No te sepa mal, hija. Vete tan lejos como puedas.
Ferran, con las maneras y apostura de quien se encuentra inmerso en un gran drama clásico, repartió solemnemente entre los vecinos más queridos las cosas que no podía llevarse. Mucho tabaco, objetos extraños y también viandas para ricos que no había tenido tiempo de vender. Y mientras recibía, sencillo pero ceremonioso, el agradecimiento de sus vecinos, dejaba un último consejo al oído de los que más estimaba:
—Cuando no podáis más, veníos a Buenos Aires. De aquí a poco yo ya estaré instalado y os podré echar una mano. Subid a cualquier barco de los que van para Argentina antes de que esto estalle por todos lados. Dicen que aquello es la Suiza de América.
Pero los hombres que escuchaban, puede que porque no tenían dinero para salvar y ni tan sólo para salvarse, no querían ver la situación tan alterada. Quién sabe, pensaban, si en las siguientes elecciones ganaría la izquierda y quizá la situación mejoraría. A Ferran, oír estas argumentaciones le persuadía de que sus vecinos se habían acostumbrado al caos, a la fragilidad del día a día y al hecho de que sus vidas y esperanzas pendieran de un hilo. Se habían acostumbrado tanto que ahora ellos ya formaban parte del mismo caos.
Lo tenía claro, quería marcharse. La derecha en el poder no perdería las elecciones y él ya no soportaba más a aquellos facciosos. ¡Cómo podía perder la derecha en España viendo lo que pasaba en Italia con aquel hombrecillo chaparro y cabezón al que él llamaba chuloputas y que le ponía de los nervios! Para no hablar de aquel loco teutónico de allá arriba de Alemania, que parecía una bombilla fundida pero que conseguía que le votara todo el mundo. Y encima, para más inri, él, que era o se consideraba un hombre de izquierdas tampoco soportaba a los bolcheviques ni los bigotes de su dueño, el amigo Josef.
—Europa ya es un caos, una bomba, y vete tú a saber si nosotros, aquí y sin saberlo, somos la mecha —decía.
La partida fue de buena mañana. El Estrella del Sur era un barco argentino enorme, que imponía la desmesura de su tamaño a todo el puerto y rezumaba sueños por la borda a quienes lo miraban desde abajo del muelle, lleno de cabo a rabo de pasajeros, familiares, amigos, coches, baúles, bultos, una exhibición de ruidos, empujones, gritos, llantos, abrazos, soledades, esperanzas…
Antes de subir al barco, Mireia nos abrazó con mucha fuerza, como si quisiera acabar rápido. Pero cuando ya nos volvíamos para buscar un lugar en el muelle y renovar las despedidas, retuvo a David a solas y se pusieron a hablar. Yo no le di importancia, eran pareja desde que habían aprendido a caminar y pensaba que era normal que se dijeran las últimas palabras.
Pasado un rato vi como toda la familia Jimeno estaba esperándola a una distancia prudente, a pie de escalera, impacientes, porque el enorme barco había hecho sonar largamente la sirena proclamando que en poco tiempo comenzaría las maniobras. Entonces, cuando volví a mirar a mis amigos, me pareció ver que Mireia gesticulaba abruptamente y cogía a David de los brazos casi zarandeándolo. No lo veía muy bien porque los ventanales de un edificio cercano hacían que me diera el reflejo del sol en los ojos. Pero habría jurado que Mireia me miraba todo el rato de reojo y hasta que me señalaba, aunque aquel rayo de luz no dejaba de deslumbrarme y estaba demasiado lejos para estar seguro. Cuando llegó David, rojo como un tomate, no me atreví a preguntarle de qué habían hablado. Él se merecía un último adiós y yo no podía violar la intimidad de aquel tesoro.
Recuerdo como la familia Jimeno subía la larga pasarela del Estrella del Sur como si fuera un ritual ensayado. Parecía que por un instante todo el puerto, nuestro puerto, hubiera quedado mortecino, en un silencio brumoso. Como si todo lo que nos rodeaba se focalizara, viviera, alrededor de ellos cinco, sólo ellos cinco subiendo aquella frágil e inacabable pasarela. Era triste, pero a un tiempo se revelaba como una ceremonia grandiosa. Poco después, Núria y sus hijas ya estaban en los balcones de cubierta haciéndonos señales, especialmente Mireia, saltando con los brazos estirados y balanceándose. A Ferran, que hasta aquel momento parecía el más animoso de todos, en el último minuto se le desfondó el alma y perdió el coraje que le habría permitido ver por última vez la ciudad y a los amigos que dejaba. Huyó, quizá a encerrarse en su camarote, llorando y renunciando a retener aquella imagen.
El aullido impresionante y aterrador de la sirena del vapor anunciando que maniobraba para caer a estribor fue la señal de que aquello se acababa definitivamente, que Mireia se haría invisible para siempre y que para los tres que nos quedábamos en el puerto ya nada sería como antes. El Estrella del Sur completó pausadamente una lenta maniobra para dar la vuelta por completo hasta mostrarnos el pantoque de estribor. Cuando la proa tuvo enfilada la bocana del puerto, oímos el rugir grave de los motores, las hélices removieron las aguas y el barco comenzó a alejarse decididamente. Intuimos que ellas habían pasado hasta el otro lado de la cubierta para vernos, pero ya no percibíamos más que puntos apenas visibles que iban haciéndose cada vez más pequeños hasta desaparecer del todo. Nosotros seguíamos moviendo los brazos por si Mireia podía entrever los gestos de nuestra despedida.
¿Sabe? Cuando alguien a quien quieres te deja, procuras guardar en un rincón del corazón la imagen preferida de esa persona que se va para siempre. Yo me quedé con aquella cara que sólo ella sabía poner, entre melancólica y pícara, cuando cargada hasta el pecho de contrabando preguntaba el camino más corto para llegar al lugar donde tenía que entregar la mercancía. Y se lo preguntaba al policía de aduanas, evidentemente. Era una actuación de altos vuelos. Un carácter portentoso.