Octava grabación

OCTAVA GRABACIÓN

Mientras estábamos en aquel proceso tan complicado de cambiar la piel de niño a muchacho, de una forma casi imperceptible nos dimos cuenta de que íbamos perdiendo el derecho a ser protegidos como cuando éramos críos. Parecía que los padres, los familiares y los amigos habían estado alzando con sumo cuidado el telón misterioso que envolvía aquel mundo ficticio que nos había rodeado y permitido vivir en nuestra condición de niños. Como si de repente las personas de nuestro entorno creyeran conveniente que descubriésemos la crudeza y el paisaje de nuestra desdicha. Por desgracia, y de acuerdo con los tiempos que corrían, ahora el telón se levantaba vertiginosamente y pronto fuimos conscientes de que los nuestros vivían aterrados, perseguidos por el hambre, asediados por la represión y por la incertidumbre de si al día siguiente podrían darnos de comer. Con sinceridad, no creo que usted pueda hacerse cargo. Pero aún había algo peor que oscurecía el horizonte y la mente de nuestros padres: pensar en cualquier futuro mejor sin tener que pasar por el trastorno de la lucha más arriesgada era un sueño que sólo se podía permitir un demente. No sé si me entiende. Para ellos, para nosotros, todo se confiaba a cambiar el mundo por los medios que fueran, con la esperanza de una sociedad nueva que con la República parecía plausible. Encontrar un rincón caliente donde pudiéramos decir: estamos aquí, queremos trabajar y vivir. Tan sencillo como eso. Y tan imposible.

Pero ¿a qué venía esto? Qué más da. Tendrá que acostumbrarse a los lapsus de una memoria geriátrica. En todo caso, quería decirle que para mí, Germinal Massagué i Guillaume, dejar la Escuela del Mar representó un giro transcendente y triste en el acontecer de las cosas. Fue como abandonar el cobijo. Dejar quizá el único espacio donde aún era posible la inocencia. Pensar, sentir, amar, discernir… Esta última palabra aún me impresiona.

Bien, seguimos. Ya tenía catorce años y mis padres no querían que abandonara los estudios, a pesar de que en casa no había ni un céntimo para ahorrar. Yo sabía que no les habría importado pasar más hambre con tal de que yo continuase estudiando, pero me podía el sentimiento de ser un inútil que los hundía en las privaciones. Seguramente me equivoqué, aunque contra la opinión de todos, también de David, me inventé un personaje grosero que aparentaba estar harto y quemado de ir a la escuela, que por nada del mundo quería continuar siendo un alumno, que odiaba los libros y que no podía aspirar a nada mejor que no fuera que su padre le buscase un trabajo de descargador del muelle. Dicho sea modestamente, hice una interpretación bastante buena, porque lo cierto es que me hubiera gustado continuar estudiando. Mi físico remarcaba otras aptitudes, pero sin ser una lumbrera como David me sentía especialmente cómodo entre libros y clases. No sólo me gustaban, también estaba convencido de que con ellos me acercaría a las llaves que abrían los horizontes que de otro modo —tal como decía mi padre— me serían imposibles de alcanzar. Pero, qué quiere, no soportaba la idea de tener un cuerpo que era una herramienta de trabajo adaptada y preparada para faenar en mi entorno y no utilizarla para ayudar a los míos. Así que cuando mi padre me argumentaba, paciente o amenazante según el día, acerca de la conveniencia de que continuara los estudios, yo me hacía el sueco. En casa hubo marejada durante unas semanas pero al final prevaleció el respeto a mi voluntad y acabé ganando. Que seguramente quería decir que había perdido.

También sabía que cuando mi padre cediese le sería fácil buscarme trabajo y que, mediante su red de amigos, lo solucionaría rápidamente, siempre que el sueldo fuera de hambre. Traté de presionarle jurándole que, si me dejaba trabajar, en las horas que me quedaran estudiaría con el señor Ramanguer. El buen librero daba cursos gratuitos para los hijos de sus amigos obreros y, con tal de acercarlos a la cultura, se adaptaba a las horas que conviniera y si era necesario les daba de comer o les cosía un remiendo a los desgarrones que traían de casa.

Así pues, empecé a trabajar en el muelle número tres, no muy lejos de mi padre, y he de suponer que me buscó el trabajo cerca de él expresamente para echarme un ojo de vez en cuando. Tenía razón, faenar de descargador de muelle era duro, seguramente muy duro, pero mi cuerpo se lo tomó casi como una invitación a la exaltación, como si por fin pudiera manifestar su poder cuando se tensaba o doblegaba hasta conseguir la postura pertinente y ponía en marcha la potencia de los músculos para levantar y cargarse a la espalda lo que le viniera en gana. Cansarme me desvelaba una extraña sensualidad que hasta me excitaba. Cuando acababa agotado la jornada, sentía una llamada secreta al placer que solucionaba como podía, en soledad, con Joana y de vez en cuando con el favor de alguna de las doritas, que me hacían un precio más que especial.

Pero ¿lo ve? Se me había olvidado, y a fe que fue importante. Cuando pasé de los catorce, la palabra de Dora se cumplió y Montse de Gelida, que era la dorita que me gustaba más, fue la encargada de «hacerme un hombre», y he de admitirle que maravillosamente bien. El día escogido, y antes de pasar a los hechos, Dora, maternal y juguetona, me llevó a un rincón para darme unos cuantos consejos sobre cómo tenía que comportarme con una mujer de verdad. No era que no quisiera hacerle caso, porque yo intuía perfectamente el alcance de su experiencia y cómo la necesitaba, pero ese primer día no pude seguir ni uno, asediado como estaba por los mareos y excesos pasionales. Después le hizo un gesto a Montse para que se acercara a nosotros y, excitada, nos convidó a beber juntos, imagino que para facilitarme que cogiera confianza. Ella, Montse, empezó a preguntarme sobre la escuela y otros temas tan poco viriles, haciéndome sentir tan crío que si finalmente no me produjo un trauma fue porque el calentón me hacía salvar cualquier contingencia.

Pasado el tiempo que Dora consideró prudencial, Montse me hizo subir a la habitación y, sin preámbulos, me cogió el miembro para lavármelo. No sonría, pero yo, inevitablemente, ya tuve la primera eyaculación a pesar de apretar fuertemente las nalgas y aserrar los dientes para evitar que saliera nada. Por un instante dudé de si ya se había acabado el trato, pero ella, complaciente, me miró llena de picardía e hizo algún comentario profesional que me relajó. Cuando me tuvo de nuevo limpio del todo, se tendió en la cama desnuda y yo, siguiendo sus indicaciones, eché mi cuerpo sobre el suyo mientras ella proclamaba alabanzas de mis detalles físicos. Sin embargo, en el instante en que mi sexo oprimió su piel, pataplaf, tuve la segunda eyaculación. La dorita Montse estalló en risas y se levantó para lavarme otra vez. Pensé que me echaría, pero no. Montse, que era entendida en pedagogía, resolvió que yo saldría de allá habiendo entrado en ella aunque ensuciara cien toallitas. Esta vez hizo que me tumbara boca arriba y se me puso suavemente sobre el vientre, me cogió el miembro con precaución, me imagino que pensando que si hacía demasiados movimientos me volvería a derramar, y así, muy lentamente, se la metió dentro de su cuerpo. Irremisiblemente duró poco, pero le aseguro que sí el tiempo suficiente para sentir un placer desconocido y desmesurado que me desbordó como nunca lo había hecho en casa cuando me las arreglaba solo, ni tampoco, sinceramente, con Joana. Aquello era otra cosa.

A partir de aquel descubrimiento con la dorita Montse, entré en una espiral de deseo que me resultaba difícil apaciguar. No sabría decirle si fue causa o efecto, pero después de aquella experiencia Joana cada día me gustaba más y la quería tocar constantemente. Aún hoy no entiendo cómo me aguantaba porque, francamente, no podría decir que alguna vez sintiera ninguna pulsión significativa por mí. Más bien parecía que, comprendiendo el escozor de mis bajos, procuraba complacerme cuanto podía como una buena amiga que entiende el sufrimiento de su compañero y hace lo que puede por consolarlo, eso sí, con cuidado de que el jugo no le entrara dentro. Ella decía jugo, ni leche como decía todo el mundo, ni esperma o como se pudiera llamar. A mí, aquello del jugo me hacía sentir como exprimido, sobre todo cuando me lo decía al oído viendo que la excitación me hacía perder el juicio y el control muscular. Suerte que yo iba a la mía, tratando de evitar cualquier imagen frutera que hiciera decaer mi excitación interior, usted ya me entiende… Joana era una chica sensible y tímida, me parece que ya se lo he dicho antes, pero para estas cosas también podía ser bastante desinhibida, o mejor dicho, milagrosamente desinhibida para aquella época. Un día me dijo circunspecta y formal que había llegado a la conclusión práctica de que prefería ponérsela en la boca y así evitar riesgos. Que me hablara de eso con la misma flema que si me estuviese explicando cómo lo haría para coserme un botón de la camisa puede que rebajara la intensidad de mi deseo pero no dejaba de admirarme, sobre todo porque la nueva oferta me iba mejor que la brusca marcha atrás para evitar aquello del jugo famoso. En todo caso, no le discutí las condiciones y suerte tuve de su generoso ofrecimiento.

Le voy exponiendo estos aperitivos sobre mi sexualidad porque me parece que ha llegado el momento de explicarle una vivencia que trascendió la anécdota y me dejó claro que, por lo que se refería al sexo, ya nada sería sencillo. O al menos todo sería bastante complejo.

Un día al anochecer pasé a ver a la dorita Montse. El local estaba lleno de marineros sedientos acabados de desembarcar de algún barco recién llegado, y las dos doritas iban más que atareadas tratando de contentar y atender a tanta clientela acumulada. Entre nosotros teníamos unos tratos de obligado cumplimiento, impuestos por Dora. El primero era fácil de entender: como por nuestra edad no podíamos gozar oficialmente de los favores de las doritas, todo se haría siempre disimuladamente y con unos juegos de miradas y sobrentendidos que nos hacían parecernos a aquellos actores de películas mudas que, con levantamiento de cejas y caída de ojos, revelaban terremotos interiores que todo el público podía detectar. Y me temo que los parroquianos de La Dorita también. El segundo era que cuando había trabajo, nosotros seríamos los últimos de la cola ya que, además de la confianza, pagábamos menos. Y, como era lógico, no tendríamos servicio hasta que las «nenas» hubieran terminado toda la demanda. Así que, resignado, me senté a la barra tratando de pasar el tiempo desapercibido, esperando que mi sílfide quedase liberada. No es que la otra dorita, Núria, no me gustara, pero ya sabe usted que en estas cosas las manías mandan.

El humo de tantos cigarrillos suspendido en el espacio dorítico, formando dibujos tan inesperados como densos, me molestaba profundamente. Siempre me había resistido a ser fumador a pesar de que todo me invitaba, aunque supongo que viendo cómo se aplicaban todos los muchachos de mi edad a hacerlo, para sentirse más hombres, yo mantenía mi territorio particular diciendo que no. Mi padre tampoco fumaba, no necesitaba demostrar nada. Pero yo ahora estaba rabioso, midiendo hasta qué punto me arrepentía de mi decisión. Me sentía ridículo, pensaba que sin un cigarrillo en las manos aún debía de parecer más joven. Además, sentado en aquella barra haciendo una cola invisible y no estando acostumbrado al humo del tabaco, me era imposible evitar toser ruidosamente a pesar de que trataba de aguantarme los esputos hasta enrojecer como un tomate.

Sofocado, maldecía porque aquello me delataba, y en éstas estaba cuando un marinero se me acerca y me enseña un paquete de tabaco diciéndome algo en una mezcla de acentos incomprensibles. Le hice un gesto para que me lo repitiera pero, entre el ruido que había en La Dorita y su dicción, no conseguí entender nada de lo que me decía. Escuchándolo me di cuenta de que mezclaba un castellano terrible con un francés más correcto. Así que cuando me repitió aquel barullo de sonidos extraños ya pude entenderlo.

—¿Quieres fumar? Aunque tendrías que darme fuego, porque yo no tengo.

Iba a decirle que yo tampoco tenía, pero al abrir la boca me salió toda la tos que había querido reprimir y que por retenida resultó volcánica. Me sentí avergonzado. Sin embargo, mi confusión hizo sonreír al marinero y me dio unos golpes en la espalda para descargarme.

Más o menos entendí que me preguntaba el nombre.

—Germinal. Y puedes hablarme en francés. ¿Y tú de dónde eres?

Todo eso lo dije ya en mi lengua materna.

—De un pueblo del mar Negro, cerca de Odessa.

—¿Ruso?

—No del todo, pero dejémoslo estar. Me llamo Serguei.

—¿Cuándo ha llegado tu barco?

—Hace seis horas.

—¿Haciendo escala por el camino o vienes directo?

—Messina, sólo dos días en Messina.

Mientras me lo decía, se tocaba la barbilla con la mano que aguantaba el cigarrillo, como si reflexionara. Llevaba un tabardo azul oscuro con galones, aunque su aspecto era muy joven. Aquella camiseta a rayas horizontales blancas y azules que llevaban todos los rusos —en aquel tiempo, ¿quién matizaba entre ucranianos, moldavos o lituanos?— siempre me había gustado. Era delgado, tenía unos ojos grises de gato que miraban fijamente, la voz gruesa, con la rara profundidad de los eslavos, la cara musculada y una piel blanca y fina que el sol aún no había envejecido. Me pareció que probablemente se afeitaba menos que yo, que ya es decir. Se sacó un encendedor del bolsillo izquierdo del tabardo y encendió el cigarrillo.

—¿Quieres beber? Te invito.

Otra vez enrojecí de vergüenza, sin saber qué responder.

—¿No bebes?

Qué sabría él de la ley seca que me imponía Dora.

—Sí, claro que sí —me oí decir, sorprendido de mentir con tanta naturalidad. Después aclaré el embrollo en un tono bien macho—: No, es que Dora me deja ir con sus chicas pero no me deja beber en su local.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —improvisé intrépido, mirándole a los ojos para escrutar si me creía.

—Pues ya tienes edad para beber donde te dé la gana, ¿no?

Dije que sí con la cabeza esperando que no se me notara en la cara la confusión que sentía en el vientre. Pasados unos segundos, en un tono más confidencial, de hombre a hombre, me dijo:

—Yo he estado con la morena hace un rato.

Me dije casi celoso que la morena era mi dorita Montse pero me mostré indiferente.

—¿Y te ha ido bien?

Hizo un suave movimiento de cabeza para afirmarlo, aunque parecía indeciso. Estaba de perfil, supongo que mirando las vitrinas llenas de botellas, haciendo anillos de humo con pequeños movimientos de sus labios. De pronto volvió la cara hasta dejarla frente a la mía y escuché que me preguntaba con su voz profunda:

—¿Quieres que compre una botella de vodka y nos la bebemos en la playa juntos? ¿De acuerdo?

En aquel momento, antes de decir que no, ya presentía todo lo que podía pasar. Me sentía aturdido y las cosas sucedían en un plano distinto de la realidad, pero sabía lo que aquel hombre me proponía. Por el puerto se oían muchas historias de marineros que durante los largos viajes se entretenían con otros marineros para quitarse el hambre, y que cuando tocaban tierra preferían hacerlo con muchachos porque ya se habían acostumbrado y estaban sexualmente invertidos, según se decía. Y ahora todo estaba a punto de pasarme a mí si no lo paraba en seco.

—De acuerdo —me oí decir.

Una leve sonrisa, una mirada de complicidad.

—Yo voy tirando y te espero.

Lo vi marcharse y me sentí aliviado. Ahora que había desaparecido me era fácil huir hacia mi casa. Mientras pensaba eso vi que los ojos de Dora me miraban de soslayo. También vi que mi dorita Montse bajaba por la escalera de los pecados lanzando sonrisas de gatita a su satisfecho cliente. Yo estaba demasiado confuso y creo que, torpemente, fingí que se me hacía tarde o que tenía que irme, y me levanté atolondrado para dirigirme hacia la puerta. Sentía que los ojos de Dora aún me seguían cuando cruzaba el umbral, como si me atravesaran el cogote.

La cabeza me mandaba ir a casa, pero los pies me llevaron hasta la playa mientras el cuerpo me sudaba de pánico por todos los poros. No estaba lejos, había escogido un lugar discreto y esperaba sentado con una botella en las manos. Me senté a un metro de él y sin más preámbulos se llevó la botella a los labios mientras yo le miraba la nuez, que se movía rítmicamente al engullir el líquido. Después me la pasó y con el primer trago el fuego me poseyó las entrañas. Traté de aguantar aquel ardor y sin que hubieran pasado ni dos minutos noté que del vientre me subía a la cabeza y me hacía sentir mejor.

—¿Quieres que vayamos entre las barcas?

Hizo la pregunta mirándome sonriente con aquellos ojos de gato, sin mover ni un dedo. ¿Cuántos segundos pasaron? ¿Cuatro? ¿Seis? Ni uno: sentí que las piernas me levantaban y me llevaban hacia las barcas sin una pizca de duda. Él sólo tuvo que seguirme mientras yo le guiaba hasta el grupo de las que estaban más lejos de la Sarita, como si no quisiera que ella fuera testigo de lo que iba a pasar.

El hombre de Odessa me tomó con sus manos finas y fuertes, y a partir de entonces todo fue muy rápido. Suavemente, yo diría que con delicadeza, comenzó a acariciarme, a desabotonarme, besándome en el cuello y en la piel que iba dejando sin ropa. Pronto me cogió el sexo con suavidad; a aquellas alturas del juego estaba bien claro que mi cuerpo ya no tenía dueño. Poco a poco fue bajando su cabeza por mi pecho, después por el vientre, y yo sentía el rumor de sus besos, el calor de los labios y la humedad de la lengua. Se acercó al pubis y cuando me puso en su boca gocé de un placer tan extraordinario que no sé en cuanto tiempo hizo que estallaran hacia fuera todos los líquidos del cuerpo.

Me quedé aturdido sin saber qué tenía que hacer, sorprendido o, para ser más sincero, cautivado por lo que había pasado, sin referentes ni normas que me dijeran cómo tenía que actuar. Pero él continuaba tocándome suavemente y decidí dejarme hacer. El hombre notó que mi sexo no perdía fuerza, se giró sin dejar de tocarme hasta darme la espalda y frotándome con sus nalgas me condujo poco a poco dentro de él. Sentí en el sexo un calor y un placer que volvió a encenderme y empecé a moverme con una cadencia tranquila. Entonces fue cuando, por primera vez, deseé tocar a aquel hombre. Un hombre. Lo hice decidido, con el coraje del deseo. Le acaricié su pecho musculado y paseé las manos por su vientre hasta atreverme a tocarle el sexo, tomarlo y manipularlo como lo habría hecho conmigo mismo. Me gustaba. Cuando yo ya no podía más, sentí como sus gemidos me anunciaban que él también iba a eyacular. Y fue así, los dos a un tiempo, con los cuerpos sometidos a los aguijonazos del placer.

Nos quedamos unos segundos abrazados, enganchados el uno al otro, y aún confusos nos separamos silenciosos y empezamos a arreglarnos la ropa con gestos poco diestros. Si quiere que le diga la verdad, conociendo ahora cosas de mí que en aquellos tiempos ni sospechaba, aún me pregunto cómo no huí inmediatamente de su lado. Cuando lo recuerdo, pienso que en una primera experiencia de este talante, con los fantasmas de miedos y prejuicios asediándome, lo más normal habría sido hablar de una buena noche fugaz y huir apresuradamente hacia casa intentando borrar todos los rastros, inútilmente. Pero no lo hice. Sentado en la arena, me quedé mirando a aquel hombre, cara a cara, directamente a los ojos. Sin vergüenzas ni remordimientos. Me invadió una extraña serenidad y dejé que el cuerpo y el pensamiento se tomaran su tiempo mientras, como si estuviera muy lejos, resonaba el mar. Pasado un rato me preguntó:

—¿Has estado bien?

Le dije que sí con la cabeza. Esperó unos segundos. Su voz sonó suave.

—¿La primera vez?

—Sí —contesté resoluto.

Me dio la botella de vodka y tomé un sorbo corto. No sé cuánto tiempo pasamos así. Al fin se levantó lentamente y al darme la mano me dijo:

—Yo también he estado muy bien.

Y el hombre de Odessa se fue. No sé qué barco se lo llevó, pero lo hizo para siempre.

Mientras lo veía alejarse no me moví. Mi cuerpo estaba estremecido y sentía como si el nuevo placer hubiera abierto dentro de mí caminos extraños que hasta aquel momento no había podido percibir. El mar me decía dónde estaba y quién era. Me invadió la calma y me sumergí en él. En mi cabeza no había confusión ni arrepentimiento, ni tan siquiera tribulación. Sentí el deseo de acercarme a nuestra Sarita, como si necesitara abrigo, y me apoyé a babor. Todo estaba en calma, sentía la arena en los pies, la mar quieta, y allá, sin angustia, una evidencia se fue abriendo camino, al principio como una luz tenue y lejana, pero que poco a poco se hizo brillante, acercándose intensa hasta deslumbrar a la luz misma. Súbitamente todo era diáfano, rutilante, transparente y puro.

Así fue como se iluminó mi callado secreto, que de tan bien guardado que estaba yo mismo lo descubría casi sorprendido. Aquel nudo extraño en que se habían convertido mis sentimientos se deshizo de manera insospechada. Me invadió un confort, un calor en el pecho que me irradiaba felicidad. Lo que estaba descubriendo era tan claro, tan limpio, que no me procuraba ningún temor. Frágiles sentimientos que no sabía explicarme, miradas que me descubría cautivado, gestos de ternura que iban más allá de cualquier límite que yo hubiera imaginado, sensaciones de una rara y fuerte sensualidad desbordadas sólo por un discreto acercamiento.

El gran secreto se me hacía evidente. Y tenía un nombre: David.

Fue de esta manera como los sentimientos amorosos que sentía por él resplandecieron. David, mi discreto compañero, mi leal amigo. Tantas veces jugando con él cuerpo a cuerpo, abrazándolo mientras paseábamos, quedándome como un bobo delante de él con aquel vacío en el vientre. Siempre aquel vacío… ¿Cómo era posible que mi corazón no se hubiera roto hasta obligarme a comprenderlo antes?

Era una noche de otoño del año 35. Tenía quince años. Volví hasta mi casa no sabría decirle a qué hora, el tiempo estaba suspendido. Entré en el comedor, el silencio revelaba el reposo de mis padres. Yo tenía una técnica perfecta para desnudarme sin hacer ruido. Me metí en la cama fatigado por lo que había vivido, pero realmente no quería dormir. Lo que quería era revivir paso a paso todos los sentimientos y placeres de aquella noche. Sin embargo, esta vez no quería que fuera el hombre de Odessa quien entrara en mis juegos. Quería a mi amigo David de compañero amoroso. Y fui muy feliz, muy feliz repitiéndolo todo con él.