Séptima grabación

SÉPTIMA GRABACIÓN

Mientras la pandilla de los cuatro descubría, veía y asimilaba todo lo nuevo que la vida traía, a su alrededor las cosas empeoraban por momentos. A finales del año 33, las derechas facciosas ganaban las legislativas y comenzaba así un periodo espantoso al que se llamó el bienio negro. Y no era sólo una metáfora. Aquellos dos años y pico fueron para los nuestros, para los que pensaban como mi padre, una catástrofe apocalíptica. No entraré en detalles para no resultar pesado, pero déjeme remarcarle que, a pesar de sus muchas carencias, el periodo republicano del anterior gobierno de izquierdas había emprendido iniciativas en muchos campos: en la escuela, la agricultura, las condiciones de los trabajadores, de la mujer, la sanidad, las libertades… Y de pronto, cuando la luz comenzaba a ganar nuevos espacios, volvían al poder las derechas españolas más cavernosas, y con una sed de venganza feroz. Los malnacidos pensaban que cada una de las libertades conseguidas era un robo al patrimonio que el poder absoluto les había conferido durante tantos siglos, y no sólo con respecto a los bienes y derechos. El espíritu, la moral social, las normas de convivencia… Todos estos ámbitos también les pertenecían, y hay que decir que la Iglesia católica desató una cruenta batalla, dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias. Por su dios furioso. ¡Y a fe que lo hizo!

Como decía mi padre, «estos facinerosos acabarán en cuatro días con todo lo que hemos conseguido y pagado con sangre y sudor durante cincuenta años».

Y en aquel torbellino de excesos llegaron los Hechos de Octubre. Supongo que ya debe de saberlo. Un continuo devenir de acontecimientos desastrosos que acabaron en el encarcelamiento, por orden del gobierno español de derechas, del presidente de Catalunya, Lluís Companys, del gobierno al completo, del alcalde de Barcelona y de muchas personalidades catalanas importantes. Aquella gentuza nos había recortado tanto las libertades que Companys proclamó la independencia de Catalunya. ¡Ni más ni menos! Entonces los militares tomaron las riendas del poder y la oscuridad volvió a enseñorearse de las instituciones, de las calles y las casas. Pero, oiga, les dejo la Historia a los que saben más que yo. No le extrañe pues que, aunque ya hacía tiempo que se sentían amenazados, a partir de estos acontecimientos las vidas de mi padre y de Silvestre apenas tuvieran valor. Los radicales de extrema derecha entendieron que tenían el campo libre y, sabiéndose protegidos por las altas esferas, comenzaron la persecución y eliminación de mucha gente significada. Mi padre se acostumbró a mirar por el cogote.

En mi casa y en la de Joana, aunque se compartían los ideales casi con la misma pasión que la cama, Remei y Marí empezaron a asustarse por lo que les pudiera pasar a sus hombres, y no paraban de decir que ellos, con su militancia, ponían también en peligro a la familia y lo poco que tenían. El temor de que cualquier noche los detuvieran se había instalado definitivamente en el pensamiento de aquellas mujeres. Imagino que no hace falta que le diga que yo apoyaba a mi padre. Hacía de él y de su lucha la expresión de un ideal concreto, con piel y huesos. Pero cuando un día le pedí que me permitiera acompañarle a alguna de sus reuniones, me dio una bofetada que me giró la cara y me dejó atontado. Pocas veces volví a pedírselo, y cuando me atrevía calculaba las distancias.

Por el contrario, en casa de David no había cambiado nada. Los temporales y las calmas que la Sarita tenía que capear en el mar no entendían del caos que los humanos organizaban en tierra. Mercè y Màrius eran acogedores y en su casa se estaba bien. Cuando en ocasiones necesitaba huir de las turbulencias de los míos, me gustaba recorrer los pocos metros que me separaban de su casa y refugiarme con ellos y con David horas y horas. Siempre podía iniciarse una larga conversación, en la que un pescador como Màrius sabía medir los gestos y las palabras para impresionar a unos adolescentes como nosotros y alargarla lo suficiente para que pasaran suavemente las horas más frías de las tardes de invierno. Así nos mantenía recogidos hasta que veía que se nos cerraban los ojos. Ahora, recordando todo aquello, estoy seguro de que los padres de David debían ver en la inteligencia de su hijo una puerta abierta a un horizonte luminoso o al menos esperanzado. Màrius, en el fondo, deseaba ser el último patrón de la Sarita.

No lejos de aquella casa a pie de playa y en paz, el alma del contrabandista Jimeno se desazonaba sin tregua. Y no era porque al negocio lo empujaran vientos desfavorables. Seguro que con las últimas elecciones españolas y la llegada de los ricos al poder, la policía de aduanas se haría la sueca y no andaría con tanta energía requisitoria, porque era preciso que los artículos prohibidos llegasen sin obstáculos a los más poderosos de la ciudad. Y bien que lo notó. Pero a pesar de aquella coyuntura favorable y lucrativa a Ferran algo le olía mal, y sabía que su olfato era bueno. Gracias a eso y a ser gato viejo había sobrevivido a muchos cataclismos, oliendo y presintiendo los problemas antes de que aparecieran. Y había algo que no lo dejaba dormir en paz. Sentía que le pesaban los años y que los pensamientos turbulentos le enredaban el cerebro. A todo el que quisiera escucharlo le contaba su desánimo y profetizaba, como un oráculo sombrío, la llegada de tiempos horribles en que la guerra, el hambre y el caos reinarían hasta límites nunca imaginados. No le servía de nada que Núria tratara de ahuyentarle los malos augurios, apoyándolo más que nunca y exagerando el lenguaje de una sensualidad que aún conseguía hacer perder el seso a su marido. Lo cierto es que nadie pudo quitarle de la cabeza los malos presagios.

La idea de que tenía que escapar para salvar a sus hijas y a su mujer se le arraigaba con un desasosiego creciente: marcharse, marcharse de Catalunya, dejarlo todo y comenzar de nuevo. Coger a sus cuatro niñas, como él decía, y huir, huir sin pensárselo ni permitir que las dudas lo retuvieran más tiempo. Instalarse donde fuera, que él saldría adelante. Por supuesto que sí. Nada le daba miedo, nada que no fuera aquel hedor que cada día aspiraba más cerca y más fétido. Había reunido suficientes ahorros para aguantar el tiempo necesario y montar cualquier negocio en cualquier parte. Y fue en ese estado de ánimo en el que poco a poco el mapa de su refugio se fue configurando Atlántico allá, donde se decía que los hombres emprendedores y con un poco de capital salían adelante fácilmente. Buscaba un espacio en el que sus tesoros pudieran continuar los estudios y en el que su mujer no se sintiera fuera del mundo. Metódicamente fue descartando las ciudades que le parecían peligrosas, provincianas o con pocas posibilidades económicas. Al final del camino las escogidas se redujeron a cuatro. Ciudad de México, donde tenía parientes; Montevideo, que era una ciudad muy próspera; Caracas, con buenos negocios esperando según todas las noticias; y Buenos Aires, la más cosmopolita y europea de las ciudades sudamericanas.

Quizá porque se imaginó bailando un tango desenfrenado con Núria, o por su fama de ciudad culta y abierta al mundo, Ferran escogió Buenos Aires, discretamente, sin decir nada a nadie. Previsor, multiplicó cuanto pudo las labores de contrabando aprovechando que la nueva situación de las derechas en el poder las favorecía, y era preciso sacar partido de ello. Al cabo de poco tiempo, Núria, Mireia y Flor ya no daban abasto a ponerse faldas cada vez más anchas y a liar las bolsas de paquetes con cintas que les permitían ir cargadas casi hasta el pecho, eso sí, graciosamente femeninas.

En aquellos meses de acumulación de patrimonio, la policía no quiso darse cuenta de nada, y ni Ferran ni sus niñas sufrieron ningún sobresalto digno de recordar. Hay que decir que todo el montaje de cómplices y encubridores de Ferran se convirtió en una intrincada red de pequeños almacenes y escondrijos donde guardaba la mercancía que ya no le cabía en casa. Utilizaba cualquier lugar discreto, porque ya no era suficiente con los fondos de las cocinas económicas o los bajos de las baldosas sospechosamente movedizas. Se inventaron nuevos escondrijos y hasta se oyó a alguna abuela quejarse de que, para poder ocupar el orinal «con lo de Jimeno», tenía prohibido ir ligera de orines.

Por otras razones, David y también yo teníamos que ir a la ciudad, pero en nuestro caso era por una afortunada combinación de factores más lúdicos. Ya le he dicho que, desde su privilegiada posición de modista con trabajo fijo en un taller, Remei conseguía para Marí y Mercè piezas para confeccionar. Mi madre era rápida y utilizaba la máquina de coser de maravilla. El trabajo quedaba limpio y primoroso. Mercè era más lenta, pero tenía dedos de plata y le confiaban los encargos más complicados, los de pura artesanía, y sobre todo los acabados. El tiempo y el azar las llevaron a especializarse, si es que en aquella época esta palabra tenía algún sentido, en confeccionar los vestidos más dificultosos y estrambóticos, ya fuera para las señoronas que luego los lucirían en el Liceo o para las vedettes de los locales más lujosos y lujuriosos del Paralelo.

Y aquí entrábamos nosotros. Cuando había que entregar los vestidos en la zona alta de la ciudad cualquier aprendiza del taller era buena para llevar el encargo, pero cuando había que ir al Paralelo, a menudo a deshoras, ya era harina de otro costal. Como casi siempre se agotaba al máximo el tiempo de entrega y ya no era posible llevar los vestidos al taller antes de dárselos a la cupletista de turno, Mercè, Remei y mi madre nos pedían en el último momento que los lleváramos directamente al teatro, a los cabarés o a las casas de las artistas que los habían encargado.

No sé si sabe, señor director, que en la Barcelona de entonces había una auténtica locura por los espectáculos de chicas ligeras a la manera de París, que incluía todo el pisto que solía rodear un mercado de piernas bonitas y vestidos que se desabrocharan con facilidad. Nosotros gozábamos de un raro privilegio; podíamos entrar por una puerta lateral que iba directamente al meollo: los camerinos de las vedettes. David no quería entrar solo. Era tan tímido que se encogía ante ellas como si quisiera desaparecer y se quedaba plantado como una estatua, y entonces sabía que sólo mi palabrería podía conseguir que nos vieran como a chicos simpáticos y de buen ver, aunque desgraciadamente demasiado jovencitos.

¡Qué bellas eran y qué buenas estaban! En la familiaridad de los camerinos, lugares mágicos donde ellas eran las reinas, iban siempre medio desnudas como si fuera lo más natural del mundo, y observaban risueñas el efecto perturbador que nos causaban. Algunas veces las más atrevidas se probaban los vestidos sin pedirnos que nos marcháramos ni cuando se quitaban la ropa de calle, haciendo todas las posturas y posturitas para ver si los cosidos y recosidos resistirían los movimientos que poco después harían sobre el escenario al ejecutar su número. Qué momentos más extraños, podría decirse celestiales, si no fuera porque bordeaban el pecado mortal. Mientras babas y sudores iban camino abajo, nos sabíamos espectadores de unas escenas por las que los grandes burgueses que ocupaban las plateas habrían pagado fortunas.

Al pasar el tiempo, nuestras madres nos confiaban estos encargos con una sonrisa mal disimulada en los labios. Nos convertimos en los chicos de los recados especialistas en teatros, musichalls y tugurios más reputados del Paralelo. Normalmente salíamos cuando oscurecía, como quien va a un safari erótico-festivo. Teníamos una especie de agenda mental con el nombre de todas las señoritas que en aquellos momentos eran alguien encima de los escenarios. Si cuando nos entregaban el vestido no adivinábamos para quién era por la talla, sólo con el nombre de la vedette lo sabíamos todo: puerta, escalera, lugar, horarios, medidas, carácter, humor y prestaciones.

Así fuimos conociendo a algunas de las mujeres con más renombre de los teatros musicales y lugares menos recomendables de aquella época. Yo estaba loco por la más rutilante de las vedettes, la Ninfa de Oro, que evidentemente, y como era mandado para una gran estrella, tenía siempre docenas de machos pululando a su alrededor, con las habituales demostraciones de carteras llenas de billetes a medio caer y relumbrones de joyas para obsequiar o intercambiar por orgasmos fugaces.

No tenía nada que hacer. Cuando llevábamos un vestido para mi Ninfa, sólo acercarme a su camerino me provocaba una erección descomunal. Sabía que con sus ojos de gata en celo me miraría directamente a la bragueta pidiéndome como quien no quiere la cosa que le dejara el paquete, dicho esto en un tono especial, precisamente sobre su ropa interior de color rojo y medidas mínimas. Ya en casa, de noche, en mi rincón del comedor, me desollaba la piel a pajas por ella y mi cuerpo parecía no tener nunca bastante.

David hacía como si no estuviera. Él tenía otros gustos, y se enamoró perdidamente de una chica mucho menos famosa pero más delicada y bonita que empezaba a tener un buen cartel entre los que buscaban algo especial. Bajo el nombre de Blanca Bernard habitaba una belleza etérea, y eso no abundaba en aquel ambiente de mujeres fatales donde la voluptuosidad de las carnes se expresaba sin demasiadas contemplaciones.

Cuando David se plantaba ante ella con el paquete de ropa en la mano, no demostraba ninguna efusión y, a pesar de latirle el corazón como una máquina de tren, parecía que sus efluvios más íntimos no cambiaban de sitio. Era el único camerino al que me pedía que no lo acompañara, tanta vergüenza le daba que yo pudiera decir algo improcedente delante de su mito. Salía rojo, con los ojos iluminados y una sonrisa inocente.

Un anochecer teníamos que llevar un vestido al teatro Arnau, que por entonces era de los más prestigiosos. Lo usarían para el ensayo general de Botones rojos, que se estrenaba al día siguiente y en el que mi adorada Ninfa de Oro era la vedette principal. Cuando estábamos a punto de salir del barrio tropezamos como por casualidad con el padre de Joana, Silvestre, que con una cara muy seria nos dijo:

—Eh, David, Germinal, me ha dicho Remei que hoy vais hacia el Arnau. Escuchadme bien que va en serio: no os desviéis de vuestro camino y sobre todo no paséis por el Portal del Ángel. ¿Entendido?

Claro que lo entendimos. Para la gente del barrio que íbamos hacia la ciudad el aviso de un vecino de que no frecuentáramos un lugar o no pasáramos por una calle o una plaza quería decir que aquel día podía pasar de todo. Desde una manifestación en que se preveía una carga policial sin miramientos, de las que muy a menudo acababan con tiros, heridos y muertos, hasta la explosión de un artefacto que alguna de las organizaciones obreras más radicales hacía estallar, llevándose la vida de los viandantes o vete a saber qué. La cuestión es que nadie preguntaba nada y todo el mundo se desviaba de la ruta del lugar señalado. En el Portal del Ángel murieron aquel día una mujer y dos niños.

Puedo decirle, señor director, que si al día siguiente nos llegaba la noticia de alguna desgracia ocurrida en el lugar del aviso nadie hacía demasiados aspavientos. Ya sé que puede parecerle cruel, pero en el barrio todos sabíamos que existía una lucha sin trincheras, una lucha oscura y sangrante que tozudamente nos había acostumbrado a endurecer la piel de la sensibilidad y la compasión. Y en todo caso, si alguna vez teníamos dudas sobre dónde estaban el bien y el mal de las cosas, la crudeza del día a día, la miseria a la que se condenaba a nuestras familias, la lucha revolucionaria de unos obreros que eran nuestros padres y la brutal represión que desencadenaba la maquinaria patronal, policial y militar, convidaban bien poco a la reflexión imparcial y serena, y nos abocaban a caer siempre del mismo bando. El nuestro.

Bien, dejémoslo aquí por hoy. Tenga cuidado de que no se le caiga la tacita mientras recoge el material.