CUARTA GRABACIÓN
Es curioso. Cuando eres niño, incluso cuando eres joven, casi nunca prevés como importantes las cosas nuevas que están por llegar y que trastornarán tu vida. Hay tantas novedades, y llegan a tanta velocidad, que al final parecen no tener trascendencia para el adolescente atribulado que debe vivirlas. En cambio, cuando te haces viejo, viejo de verdad, quedan tan pocas cosas nuevas por abordar que cada una de ellas deviene valiosa. Y a fe que, a mi edad, las cosas que deben sobrevenirme ya sólo pueden ser trascendentes. De hecho, casi ni haría falta hablar en plural.
Me embrollo con estas banalidades porque cuando mis padres me dijeron que tendría que ir a la escuela no me impresionó nada. Me atrevería a decir que ni siquiera sentí curiosidad. Claro que sólo tenía seis años, pero ahora me parece imperdonable. Ocurrió a final del mes de septiembre de 1926. Los cuatro de la pandilla quedamos repartidos por sexos; a Mireia y a Joana les tocó la Escuela Nacional de la calle Balboa, y David y yo conseguimos plaza en una escuela nueva del barrio. La llamaban la Escuela del Mar y debo confesarle que en absoluto imaginábamos que al traspasar aquel umbral quedaríamos marcados para siempre.
Era un edificio de madera de dos plantas, diferente de todos los de alrededor, y fue construido pensando que la playa y el mar adquirieran un protagonismo crucial. O por decirlo de otro modo, que las aulas se abrieran y éstos formaran parte de los recursos pedagógicos. Los promotores de la escuela querían que la naturaleza fuera parte activa de nuestra educación y también un factor positivo que nos ayudara a mantener la salud en tiempos tan difíciles. Estaba muy cerca de la casa de David y era tan diferente del resto de las construcciones que se la distinguía magnífica.
¡Ah! La Escuela del Mar. Qué maravilla. ¿Ha oído hablar alguna vez de la Escuela del Mar? Es usted tan joven… No se lo tome a mal, pero seguro que si entra en internet encontrará información. Le puede interesar mucho.
No fue el azar quien me llevó allí, sino la cabezonería de mi padre, que estaba obsesionado. Y cuando él se emperraba en algo no había ni dioses ni demonios que pudieran hacerle desandar el camino elegido. En los círculos obreros del barrio, que él frecuentaba por cuestiones de militancia, se decía que era una escuela con nuevas maneras de entender la educación de los niños, unas formas diferentes, revolucionarias para la época. Se había interesado en ella desde que la fundaron, en el año 22, y cuando a finales del 23 el cretino de Primo de Rivera dio un golpe de estado por el poder de sus bigotes más íntimos y con el beneplácito de un sector importante de la gran burguesía de Barcelona, de donde era el capitán general, mi padre, más que pensar en los problemas gravísimos que eso comportaría para los de su clase, se angustiaba: no fuera que aquellos reaccionarios le cerraran la Escuela del Mar y su hijo no pudiera ir.
— Marí, ¿qué te parece si llevamos a Germinal a la Escuela del Mar?
—J’emeré mucho, pero Remei dice que es muy difícil entrar. Se ve que tienen priorité los niños debilitados por alguna maladia, y Germinal hace demasiada buena figure. —Poniéndose la mano en la cara.
—Sí, pero parece que quieren cambiar eso y que los niños del barrio y de familias humildes tendrán ventaja. Y para humildes, nosotros más que nadie. Valdría la pena intentarlo. Dicen los compañeros de las reuniones que allí los maestros enseñan a las criaturas con métodos mucho mejores que los de siempre.
Mientras lo escuchaba, mi madre lo miraba embobada. Ella fue consciente de ese idealismo romántico desde el primer momento en que lo vio, con los ojos azules llenos de horizontes inalcanzables, sentado allí, en aquel discreto rincón de Le Paradis, bello y descarado, venga a pedirle cafés, mientras ella venga a menear las caderas para darle a entender que le gustaban los hombres así.
Definitivamente era un testarudo. Debió de mover cielo y tierra, ignoro qué hilos anudó, pero al final consiguió mi inscripción. Y no sólo la mía. Màrius y Mercè, sobre todo ella, querían que su David también fuera, y mi padre se empleó a fondo para complacerlos. Que lo lograra fue un golpe de suerte para mi compañero, porque en aquella escuela encontró un lugar donde su mente inició un largo camino que lo transformaría.
Llegado el día, y acompañados por el señor Ramon Ramanguer, que con boina y ademán de clueca ufana no quería perderse la llegada de sus polluelos a la cultura y al conocimiento, fuimos hacia aquel edificio extraño que estaba sólo a un tiro de piedra de casa. Recorrimos aquel camino como si fuera una ceremonia, como quien va a un banquete del espíritu. Y a fe de los dioses que lo fue, aunque David y yo no nos dimos cuenta hasta más tarde. Mi padre se puso de punta en blanco, mi madre se acicaló como yo no la había visto nunca, y lo mismo hicieron Màrius y Mercè. Aunque David y yo no levantábamos un palmo del suelo notábamos que pasaba algo importante porque, como todos los críos, sabíamos escuchar el latir de los corazones de la gente que amábamos. Y todos ellos palpitaban íntimamente exaltados.
Quizá, señor director, para entender el contexto, y si le parece bien, convendría que le explicara que en las asambleas sindicales a las que asistía mi padre coexistían una mezcla de gentes y necesidades muy diversas. Unos iban a por un trozo de pan, otros por un sueño idealista, y muchos porque se sentían explotados y en el horizonte sólo se veía la oscuridad de una vida hipotecada a los poderosos. También estaban los que se encontraban entre dos aguas sin saber muy bien qué hacían allí, gente humilde y trabajadora de toda condición. Y finalmente, por qué no decirlo, algunos sicarios sin escrúpulos.
Entre aquel guirigay de gente diversa también había algunos hombres de cultura que normalmente procedían de la burguesía y que, alentados por ideales de libertad y humanismo, estaban dispuestos a jugársela con tal de cambiar el viejo régimen, que sentían putrefacto. Eran hombres cultos, universitarios, que defendían a los humildes y su dignidad en busca de un mundo que soñaban mejor. Suena trasnochado, ya lo sé, pero era así. Muchos de ellos arriesgaron la carrera, la hacienda y finalmente la vida. Ninguno de ellos sospechaba que, entre todos, estaban abriendo las puertas de un infierno atroz que lo devastaría todo, y a ellos en primer lugar.
Le digo esto porque cuando mi padre empezó con las reuniones sindicales, forzosamente clandestinas, en las que se jugaban la vida, tenía apenas quince años. Si era cierto que por extracción social o por edad no le correspondía tratar con intelectuales, pensadores o poetas, gracias a su militancia y a la esperanza, quizá excesiva, que muchos anarquistas tenían puesta en la cultura, mi padre tuvo la posibilidad de confraternizar con ellos. Observándolos, algo en su interior le descubrió que había otra manera de ser hombre, de ser persona.
Comenzó a llenar de libros las horas calmadas de las largas singladuras, a leer los panfletos sobre luchas sociales y las publicaciones literarias que le recomendaba Ramanguer, e incluso se atrevió con la poesía. Justo es decir que su físico portentoso lo salvaba de las befas de sus compañeros marinos, que no entendían que aquel joven, que era el más fuerte de todos y que cuando estaba en celo seducía a todas las mujeres que ellos no podían conseguir, tuviera costumbres que consideraban de remilgado maricón, como por ejemplo leer poemas.
No sé quién debió de decirle, seguramente algún ilustrado de aquellas reuniones, que Salvat-Papasseit, el poeta de los obreros, como le llamaban, había venido a vivir al barrio, no muy lejos de casa y con la salud bastante deteriorada. «Uno de los nuestros», decía mi padre, orgulloso. Cuando a veces veía pasear a aquel hombre, hacia el atardecer, menguado de salud, desmejorado el semblante, aterrado por la muerte, mi padre no captaba nada de todo eso. Se quedaba encandilado, observándolo como si pasara un héroe de la antigüedad en todo su esplendor. Cegado como estaba de admiración, era incapaz de entrever el agobiante esfuerzo de cada gesto y cómo la vida se le escurría a cada paso.
Compró un libro suyo que Ramanguer le había aconsejado. Comprar es un eufemismo, lo dejó a deber como era habitual. Ramanguer, con tal de que «sus» trabajadores fueran letrados, hizo de El Ocaso del Capitalismo una experiencia vivida día a día hasta la ruina total. Alentado por el librero, se las apañó para encontrarse con el poeta en uno de sus paseos crepusculares y pedirle que le dedicase el libro. Salvat-Papasseit, algo sorprendido, le escribió dos frases gentiles y lo invitó a que lo acompañara, como de bastón, hasta su casa. Mi padre se sonrojó como un niño avergonzado de tan honrado como se sentía, y mientras caminaba a su lado, midiendo y cuidando cada paso, el poeta le preguntó en qué trabajaba, quién y cuánta era su familia, qué libros leía y cuatro cosas más, hasta que se despidieron afectuosamente. Josep Massagué, que no imaginaba que esto pudiera pasarle ni en el sueño más libertario, volvió a casa agitado.
—Me ha firmado el libro, tenemos un tesoro —dijo a Marí con los ojos húmedos.
Y es cierto que en casa, desde aquel día y por siempre jamás, se trató aquel libro como un tesoro. Más tarde, mi madre me contó que cuando al cabo de un par de años el poeta murió, mi padre se puso un brazalete negro en señal de luto y no se lo quitó hasta que, con el tiempo, se perdió en una colada. El mismo día, cuando se enteró, fue a casa de Ramanguer para comprar los demás libros que el poeta había publicado, incluso el que le editaron unos amigos tras su muerte, como para sustituirlo, como para vengarse de su ausencia. Las personas tenemos prontos muy extraños.
Todo esto se lo cuento para decirle que, para mi padre, palabras como educación, conocimiento y cultura ocupaban los altares más importantes de su Olimpo particular. Los únicos altares y dioses que veneraba.
Me decía orgulloso:
—Has nacido en la calle del Mar, a ti te toca ir a la Escuela del Mar más que a nadie.
Por lo poco que sé, la situación de los obreros, heredada del siglo XIX, era espantosa. Qué poco sabemos, señor director, de todo aquello. Pero con el golpe de estado de Primo de Rivera, las reivindicaciones, las demandas de mejoras salariales, condiciones laborales y libertades sindicales, se convirtieron en un peligro extremo. La respuesta brutal de grupos «incontrolados», a menudo controlados por los mismos gobernadores civiles o militares de Barcelona, como el famoso Martínez Anido, ligero de sangre y de bragueta, estaba financiada con el dinero de algunos grandes industriales sin escrúpulos que se habían acostumbrado al lucro fácil durante la primera gran guerra y a los que ahora la paz dejaba en una situación de desventaja.
Voy directo al grano y se lo explico algo toscamente: con el final de la gran guerra, el tímido renacimiento de las economías europeas y su competencia en los mercados debilitó el volumen de las plusvalías a que se habían acostumbrado los industriales y comerciantes de aquí. Quisieron arreglarlo a base de estrangular todavía más los escasos sueldos de los obreros y, cuando hacía falta, torturando o matando a los más significados de los que se oponían o que lideraban las organizaciones de trabajadores. Esto último era muy sencillo: había suficientes cerebros desatinados, malvados o muertos de hambre dispuestos a hacerlo, y más sabiéndose protegidos bajo las alfombras del poder. Estos hechos provocaron la respuesta airada y a menudo violenta de los obreros, y así se puso en marcha una espiral exponencial de desbarajustes. Seguramente todo debía de ser más complicado o complejo y se podría matizar mucho de lo que le he dicho, pero ahora no se me ocurre otra forma de explicárselo.
El caso es que la Escuela del Mar estaba precisamente en medio de aquellos temporales, como si fuera indemne al entorno descontrolado que la rodeaba. Ella me convirtió en un estudiante tirando a bueno. No se enfade conmigo, señor director, quizá insisto demasiado, pero si no le han llegado referencias de aquella institución no deje de buscarlas; seguro que le seduce. De todas las cosas bellas que murieron con la República, la Escuela del Mar sería para mí una de las más excepcionales. En medio de aquel caos político, de la convulsión social, de la lucha y el embrollo de valores, alguien creía firmemente que el futuro del país y del mundo se basaba en la educación de los niños. ¿Puede comprender lo que representaba? En mitad de la hecatombe que vivía nuestro país, y que pese a nuestra edad ya intuíamos, mientras la gente se mataba a golpes por la calle, las bombas de los atentados obreros desollaban empresarios, las pistolas de los sicarios de los industriales mataban trabajadores, y asesinos institucionalizados ya preparaban el desgarramiento de la República; mientras todo esto pasaba, había unos hombres y unas mujeres que ejercían y daban sentido a una de las palabras más preciosas que se puedan encontrar en cualquier diccionario: magisterio.
Pues, como le decía, allí me resultaba fácil aprender. A mí, que tenía una energía en el cuerpo que se me escapaba por todas partes, el hecho de llegar de buena mañana y que me ejercitaran con tablas de gimnasia en la playa, viendo el mar, sintiendo el rumor de las olas y la arena en los pies, como un aperitivo del aprendizaje, me ponía a punto todas las neuronas. Después nos daban un desayuno sencillo pero alimenticio. De casa apenas debíamos llevar nada. Papel, libreta, libros, lápices, todo nos lo daba la escuela, que patrocinaba el Ayuntamiento de la ciudad. Ramanguer estaba dichosamente encelado. Pero lo más cautivador, por los tiempos que corrían, era que dentro de aquel edificio los maestros te trataban como si fueras el objetivo y el sujeto de su trabajo. Las cosas se aprendían comprendiéndolas, no reteniéndolas como una letanía que hubiera que memorizar. La autoridad del conocimiento se impartía desde la convicción, y no por la imposición. Recuerdo… ¿cómo era? Sí. El emblema de aquella escuela: «Aprender a Pensar, a Sentir, a Amar».
Cada cual hablaba en su lengua materna, y eso no representó jamás ningún problema porque aquella diversidad de procedencias, lenguas y acentos siempre se nos presentaba como una complejidad cultural que nos enriquecía. Nos acostumbramos a convivir con gente de toda clase, y allí los hijos del director o de los maestros, cuando se ponían la bata, no eran más ni menos que nosotros.
En otro orden de cosas y en poco tiempo, mi amigo David empezó a crecer y crecer, hasta convertirse en un estudiante portentoso, motivado para aprenderlo todo. Hizo de la lectura y del estudio unas herramientas que le excitaban el intelecto y le pulían el espíritu. Ahora pienso que quizá también encontraba un magnífico escondite para su sensibilidad, casi excesiva para aquellos tiempos; pero vaya usted a saber. Los maestros, disimuladamente, estaban maravillados de ver cómo la simiente que sembraban estallaba y florecía en aquella cabeza como en una primavera permanente. Durante los años que duró nuestra estancia en la Escuela del Mar, yo fui el privilegiado espectador de su evolución. Sin cambiar nada de su sencillez y de nuestra amistad, vi cómo me adelantaba sin remedio gracias a unas cualidades que en aquellos tiempos yo no sabía definir. Al principio intenté seguirlo, más por solidaridad de compañero que por celos, pero pronto entendí que era inútil y que involuntariamente lo estaba obligando a hacer su camino más pausado, sólo por esperarme. Así que un buen día pensé: «Vuela, compañero, vuela», y con disimulo me descolgué de su lado, y vi cómo él entraba en espacios adónde yo no llegaría jamás. Ni yo ni nadie de aquella clase. Nada me hacía tan feliz como sentir que se escapaba para encaramarse más alto.
Por otro lado, yo tenía un carácter abierto, sin complejos, y una viveza física potente, que en aquellas edades ayudaban mucho. Vi que pronto me convertía en un pequeño líder aceptado por los compañeros y también por los profesores. Recuerdo que allí a lo que hoy llamáis delegado de curso lo denominábamos cónsul. Pues a mí me nombraron cónsul y me dieron cargos de responsabilidad un montón de veces, y si bien no dejaba de halagarme que me escogieran, siempre me puse una condición interior: pedir a David que estuviera a mi lado. A los demás podía parecerles que iba de segundo, pero para mí nunca fue así. En el fondo formábamos un binomio equilibrado que gustaba a todo el mundo, a los alumnos y a los maestros. Nos acostumbramos a estar siempre juntos y a hacernos copartícipes de casi todo.
Cuando al atardecer nos encontrábamos los cuatro, las dos niñas se quedaban embobadas oyéndonos hablar de la Escuela del Mar. Joana se quedaba absorta repasando todo lo que habíamos hecho, tan diferente de como funcionaba la Escuela Nacional, sobre todo por las influencias de la dictadura, que había vuelto a convertir sus aulas en un sinónimo de seminario de monjas de estar por casa.
Mientras tanto, afuera, los acontecimientos políticos se sucedían uno tras otro. El 14 de abril del 31 fue uno de los más grandes: se proclamó la República, y en la escuela se recibió con el entusiasmo nada disimulado de los pedagogos. Si tengo que serle sincero, señor director, era coherente que unos maestros con ganas de progreso fueran republicanos o antimonárquicos. Pero lo mismo sucedió fuera de la escuela. Incluso reconociéndole que mi barrio era especialmente izquierdista, no puedo acordarme de nadie que por entonces se doliera de la partida del rey Alfonso XIII. Fue un estallido de alegría colectiva como pocos otros recuerdo por mucho que me estruje el cerebro.
Y ni le cuento en casa. Mi padre y mi madre enloquecieron y, de tanto calor republicano como sentían por dentro, se inflamaron en una especie de segundo enamoramiento. Pero oiga, quizá debería aprender a prescindir de acontecimientos históricos y de algunas rebeliones militares prostáticas, porque si no, me encallaré continuamente en el relato; así que vuelvo a mi escuela.
Cuando ya estábamos en los últimos cursos, un día que recuerdo inmensamente poético, apareció de repente una barca varada en la playa. Todos la mirábamos de reojo mientras hacíamos gimnasia, inquietos e intrigados por aquella novedad. Cuando terminó la clase, los maestros, con una luz muy especial en los ojos, nos reunieron para decirnos emocionados: «Mirad, esta mañana los antiguos dioses de Grecia nos han dejado una barca varada en la arena para vosotros. Se llama Nausica. A partir de ahora, cuando haga buen tiempo, iremos a estudiar algunas asignaturas al mar, ¡con la barca!». ¡Rediós!, ¿se imagina, como dicen ahora, qué cambio de chip? ¡No nos lo creíamos! Una barca para ir a clase, para leer algún fragmento de poesía o discutir algún pasaje de la clase de historia, filosofía, geografía… O sencillamente para sentir las olas y soñarnos piratas. ¿Se lo puede creer, señor director? Añado que en un barrio de marineros y pescadores aparejar y engalanar la barca fue una tarea compartida y familiar. E incluso, cuando a veces no nos tocaba y era otro el grupo que durante el tiempo libre se preparaba para salir, David y yo nos sentábamos en la playa para verlos zarpar hacia un mar imaginario de sensibilidades, conocimientos y aventuras. ¡Rediós, qué imagen más potente para los ojos y los sentimientos!
No le negaré que, cuando llegué a casa, esperé ilusionado a mi padre, que siempre regresaba del trabajo cansado como una mula, para contárselo. Lloró como sólo sabían hacerlo los hombres de antes: con los ojos bien abiertos, sin un sollozo, las lágrimas cayendo libremente por los surcos de la felicidad y mirando hacia un punto misterioso donde debía de ver aquel Olimpo del que le hablaba.
Querían darnos las herramientas que nos hicieran descubrir otra manera de ser personas. ¡Qué cojones!, y usted perdone. ¡Uf!, pasaron tantas cosas trascendentes en aquella escuela que aún hoy, cuando lo evoco, me estallan emociones en el pecho y me cuesta no atragantarme.