TERCERA GRABACIÓN
No sé, señor director, si le convendrá para su trabajo que me extienda sobre mi entorno familiar. En todo caso lo haré resumiendo, no quisiera enredarlo con un exceso de detalles.
Empezaré por Joana. Era la única hija de Remei, que como tantas otras mujeres del barrio trabajaba de modista. Pero ella era de las afortunadas, porque estaba fija en un taller de mucho renombre de Barcelona que cosía para las grandes familias de la ciudad y, aunque la señora patrona lo llevaba discretamente, también trajinaba por los más selectos cabarés del Paralelo. Eso quería decir que Remei tenía un trabajo pagado más o menos regularmente, y ese hecho ya era considerado un privilegio para las demás mujeres del barrio. En cambio, las costureras que trabajaban en casa iban a tanto la pieza y mal pagadas, viviendo siempre con el ay en el cuerpo porque no tenían la seguridad de que al día siguiente les encargaran otra.
Remei se casó muy joven con Silvestre Pérez, un chicarrón fornido y de buen ver que llegó de Murcia huyendo del hambre después de un servicio militar espantoso y mortífero en África. Lo reclutaron de peón de albañil, ahora no recuerdo muy bien dónde… se tendrá que acostumbrar… Me parece que era en un palacio de exposiciones que se estaba acabando, y, en todo caso, de allí fue a parar al puerto gracias a las influencias de una red de murcianos que le buscaron trabajo. Una vez en el puerto, los hados ya habían decidido que se encontrara con Remei y que se enamorasen. Pero hay que decir que no le fue nada fácil vencer las muchas reticencias que le pusieron los padres de ella, unos menestrales de Avinyonet de Puigventós a los que sólo la pobreza les hizo resignarse a aceptar que Remei los dejara cuando todavía era una niña para ir a trabajar a una ciudad como Barcelona, lejana y llena de peligros, con el único amparo de una tía soltera y taciturna que también era modista. Pero eso de que un murciano entrase en la familia les hacía arrugar la nariz. No lo vieron claro hasta que la fuerza de la naturaleza lo expresó en forma de una barriguita demasiado prominente para lo poco que comía la moza. Era Joana.
Como todo el barrio sabía que la franchute de mi madre había bajado del barco con una fastuosa máquina de coser como dote y que la manejaba con mucha destreza, Remei convenció a los amos de donde trabajaba para que le diesen trabajo a tanto la pieza. En aquellos tiempos, sólo había máquinas de coser como dios manda en los talleres, y poca gente se las podía permitir en casa. Así que gracias a Gertrudis, que era como llamábamos a aquel ingenio de mecanismos misteriosos, mi madre se sacaba un dinero importante para la economía familiar. La máquina le permitía coser muchas más piezas que una costurera a mano y con mejores acabados.
Silvestre también trabajaba en los muelles, pero en una sección distinta a la de mi padre. Compartían las larguísimas reuniones del sindicato y también las acciones en la calle, de las cuales, dicho sea de paso, ni Remei ni Marí querían saber nada porque se lo imaginaban todo. Usted ya irá viendo cómo, con el tiempo, nuestras dos familias se acercaron hasta quedar tan unidas que parecíamos la misma.
Por otro lado, el asunto de Mireia digamos que era mucho más complicado. Trataré de contárselo de forma abreviada, pero aun así nos llevará un rato.
El caso es que su madre, Núria, llegó a la Barceloneta de rebote, y lo hizo en condición de joven viuda. Era hija de una gran familia barcelonesa, parece ser que de una de las más ricas, con casa palacio en la parte alta de la ciudad. Pero he aquí que en una fiesta donde ningún azar debería haberla llevado encontró, conoció y se enamoró, todo ello en menos de media hora, de un escritor y dibujante que colaboraba en una revista de izquierdas, catalanista, obrerista, internacionalista y no sé cuántos pecados capitales más para una familia como los Rovira, que tenían para su hija pretensiones mucho más elevadas que un chupatintas muerto de hambre.
Voy deprisa. Rovira padre, al que le gustaba hacerse llamar don Manuel, se quedó muy trastornado cuando, viendo que Núria vivía en las nubes, decidió averiguar lo que pasaba. Hizo investigar al chico y llegó con rapidez a la conclusión de que era un enemigo a batir. Como en un cuento de hadas, amenazó a su hija con toda la artillería que tenía a mano para que abandonara a aquel adonis perverso y pervertidor. Don Manuel pensaba que su consentida hija no tendría el coraje de marcharse de casa para lavarle los calzoncillos a aquel simple, así que la convocó a su despacho de caoba, un habitáculo con muebles oscuros, cuadros oscuros y oscuros sentimientos desde donde se dirigían los jugosos asuntos económicos, a menudo también oscuros, de la familia. Cuando la tuvo sentada en una silla colocada de tal forma que la chica pudiera apreciar la autoridad del padre, don Manuel le exigió que renunciara a sus tonterías. Ante la tímida aunque inesperada resistencia de su hija, el patriarca, que no soportaba que ningún inferior osara contrariarlo, insinuó que si no le obedecía en el acto la echaría de casa. Sin embargo, y sorprendentemente para el capitoste, la oposición de Núria prosiguió, puede que temerosa pero también más firme. Fue entonces cuando don Manuel liberó los insultos más patibularios que guardaba en el buche y, después de plantarle dos bofetadas que le hicieron perder el equilibrio, le espetó que ya podía marcharse de casa para no volver nunca más.
El hombre jugó fuerte y calculó mal el alcance de sus amenazas porque el enamoramiento de Núria ya no tenía cura ni freno posible. Según se comentó por la Barceloneta años después, la hija lo dejó con ese «nunca más» en los labios. Cuando abrazó a su madre para decirle adiós, Núria ya era consciente de que no le podía pedir ninguna ayuda que la llevara a enfrentarse con su marido. No lo hizo jamás. Como siempre, la señora Rovira hizo ademán de no entender nada. Pero conociendo a su marido desde hacía tantos años, percibió que aquello iba en serio y, entre lágrimas, sollozos y besos, le dio a su hija unas joyas de muchísimo valor. Ese gesto fue como una señal de alarma para Núria: a partir de aquel aviso reunió todo lo que pudo encontrar en casa en joyas y dinero, suyo y de sus hermanas.
Ver marcharse a aquella chica de casa bien hacia la incertidumbre de un mundo que desconocía, atemorizada por tener que dejar a los suyos, podría ser una escena conmovedora. Pero no, lo cierto es que salió de la Torre Rovira con una sensación de liberación portentosa. Y así fue como se amancebó con Robert Grifeu en un piso pobre y caótico cerca de las Drassanes, donde el amor rezumaba a todas horas por todos los rincones. Desgraciadamente, y como sucede a menudo, ése no era el destino convenido por los astros.
Cuando aún no habían transcurrido veintisiete días, una patrulla de policías y sicarios que limpiaban las calles de intelectuales y obreros de izquierdas, pagados mayormente por algunos industriales, vaya usted a saber si también por Rovira, y coordinados casi siempre desde alguno de los sótanos del gobierno militar o de la prefectura de policía, atravesaron con un cuchillo el corazón y el estómago de Robert, que con sus dibujos ridiculizaba con demasiado acierto a los prohombres que pagaban a aquella patulea de facinerosos. Era bien entrada la noche, como siempre que regresaba de los bajos donde acababan de imprimir la revista, y ni siquiera tuvo suficiente vida para llevarse el nombre de su amada a los labios.
Por el barrio se dijo que Núria se había vuelto loca, y que bebía lo que no está escrito para tratar de borrar el recuerdo de todo lo sucedido. Añadían, bisbiseando, que sólo cuando el alcohol le nublaba el entendimiento podía respirar. Fuera como fuese, dos meses más tarde, de repente, sintió un pinchazo, un dolor en el vientre que le dio la primera señal de que Mireia se estaba formando. Entonces su instinto de madre surgió de la nada, emergiendo entre la anestesia etílica, y, previendo lo que vendría, empeñó algunas de las joyas que todavía guardaba y se dispuso a buscar un piso de alquiler lo más barato posible.
Así fue como llegó a la Barceloneta y dio a luz a Mireia, en abril de nuestro año, 1920. Pasados unos meses, y viendo que poco a poco el dinero se le escurría por cualquier agujero y que las reservas no le durarían mucho, decidió ofrecer sus servicios en una casa de putas, lejos del barrio. La acogieron entre entusiasmadas y expectantes, por sus maneras tan finas, casi aristocráticas. Como ya puede imaginarse, a pesar de su discreto comportamiento, nada de todo eso pasaba desapercibido a los vecinos, pero se hacía como si… sencillamente, como si trabajara de noche. Demasiados dramas y peripecias había en las casas como para perder el tiempo escandalizándose por algo así.
El azar empezó a actuar e hizo que un día Núria sirviera con su cuerpo a un hombre fuerte, peludo y bastante mayor que ella, Ferran Jimeno, un contrabandista que también era de la Barceloneta, donde gozaba de buena reputación por su astucia y por ser una persona de bien. Ninguno de los dos lo sospechaba, pero Jimeno vivía a no más de cien metros del piso de ella. La cuestión es que Ferran se fue de la casa de moral ligera irremisiblemente seducido por ese no-sé-qué diferente de Núria. Y ese no-sé-qué diferente que Ferran le adivinó cambió el destino de aquella mujer para siempre. El contrabandista repitió tantas veces las visitas que llegó un día en que Núria encontró casi normal responder con un sí al hombre que le pedía salir juntos para poder cortejarla.
Ella se presentó a la cita con Mireia en brazos, toda ella vestida con puntillas blancas, pensando que era mejor no esconder nada y facilitarle a Ferran una retirada justificada. Lo último que podía imaginar era que la existencia de la pequeña desvelaría la inmensa ternura de aquel hombretón hasta hacerle dudar de si le interesaba más tener una hija que una esposa. Y cuando Ferran Jimeno encendía los motores internos se convertía en un toro difícil de frenar. La idea de casarse con Núria era ya irrenunciable. En realidad, fue como si cada una de las piezas encontrara su lugar, porque ahora estoy seguro de que Núria, después de pasar por lo que había pasado, ya sólo podía amar a un hombre como él.
El día de la boda, Ferran organizó una fiesta que resonó por todo el barrio. Se gastó una fortuna. Invitó a prácticamente todo el vecindario, y no sólo porque tenía un corazón enorme y era feliz siendo generoso, sino también porque le convenía mantener un entorno cooperador con sus comercios clandestinos. Ese trato cercano le proporcionaba una telaraña de complicidades impagables cuando llegaban las batidas de los carabineros buscando mercancías prohibidas. Entonces, el entramado de subterfugios, escondites y sonrisas tontas debía funcionar con todas las poleas engrasadas. Y funcionaba, porque aunque no era el único contrabandista del barrio, sí era el más apreciado por todo el mundo.
Una vez instalada en su nuevo hogar, Núria se dedicó a su hija sin olvidar procurarle a Ferran dos niñas más, Flor y Lluïsa. Él aumentaba kilos de satisfacción por un destino tan generoso y ella le correspondía haciendo de mujer complaciente y organizándole el día a día. Estaba profundamente agradecida a ese hombre y se esforzaba para que pasase por alto que nadie le había enseñado nada acerca de las cosas de la cocina, la limpieza y el orden de una casa que no fuera inmensamente rica y llena de criadas. Esta carencia la acomplejaba muchísimo. Quizá fue por eso por lo que, pasado un tiempo, se empecinó en convencer a su marido para que la dejara ayudarlo en el reparto del contrabando. Sus hijas ya no le ocupaban todo el día y quería ser útil en el negocio familiar. A Ferran casi le estalló el corazón al oír aquella propuesta de sus labios. Pero Núria, persistente, y mientras lo recuperaba a golpe de sorbos de Agua del Carmen, argumentaba que una mujer como ella levantaría menos sospechas que un hombretón al que ya conocían hasta las suegras de los policías. Apunto que en aquellos momentos el pobre Jimeno ya no oía nada, tan sólo era el espectador convaleciente de un extraño cinematógrafo que proyectaba una serie de vaticinios desastrosos: sus hijas llorando al ver a su madre detrás de los barrotes de una cárcel inmunda, su lecho matrimonial vacío y demás desgracias, mientras una música de violines disonantes lo estremecía.
No hubo nada que hacer. Si me lo permite, señor director, a mí siempre me ha parecido que las mujeres, al menos las que yo he conocido, tienen el don innato de la estrategia y la previsión. En cambio, la mayoría de los hombres a los que he tratado, y yo mismo a la cabeza, sólo sabemos de tácticas improvisadas. En una contienda a corto plazo, los hombres podemos tener esperanzas de vencer, pero si el asunto se alarga ya lo puede dar por perdido. Y así fue, dulcemente y sin peleas, porque el cariño era tan denso que no lo podía dispersar una discusión. En poco tiempo, y con unas dotes inesperadas, Núria empezó a adaptar las faldas para su futuro trabajo cosiendo hileras de bolsillos y faldones interiores que con docenas de cintas le permitirían trajinar allí dentro tanta mercancía como fuera preciso.
Había que ser fuerte y de espíritu animoso para salir de casa como si nada, sabiendo que si te pescaban ibas directo al calabozo. Cuando lo tuvo todo a punto, su determinación enamoró todavía más a Ferran y despertó la admiración de vecinos y conocidos. Hay que decir que, cuando iba de profesional, Núria se vestía como nadie en el barrio sabía hacerlo y se comportaba con la clase y la finura de las chicas más ricas de la ciudad. Los vecinos, que poco a poco entendieron lo que pasaba, cuando la veían así ya sabían que estaba trabajando y no le decían nada. Guardaba con cuidado todo el contrabando que transportaba, memorizaba los lugares que Ferran le señalaba y procuraba con una graciosa sutileza que nadie se sorprendiera de algunos volúmenes que, en un repentino movimiento de su cuerpo, tal vez devendrían excesivos y no demasiado armónicos con la anatomía que la gente le pudiera suponer.
Aunque eso hoy podría ser juzgado severamente, la actividad pasó con naturalidad de la madre a las hijas a medida que las niñas cumplían años. Se acostumbraron a transportar el contrabando con la desenvoltura, si me lo permite, de los grandes profesionales. En especial Mireia, que era una artista. A veces venía a jugar con nosotros, y si ella no nos lo confesaba, era difícil que dedujéramos que iba cargada hasta el cuello. Seguramente las circunstancias que ya le he descrito debían de configurarle un carácter especial que hacía que, mientras que a los demás se nos agitaba el corazón ante una fechoría o una contrariedad, ella pareciese ajena a todo riesgo y peligro.
Pues llegados hasta aquí, me parece que ya sólo quedan los padres de David. Eran los más sencillos, que en aquel tiempo no quería decir los más pobres. El padre, Màrius Baster, era la cuarta generación de una dinastía de pescadores que tenían barca propia: la Sarita, un laúd pequeño pero vivo, valiente, y el mejor aparejado de la playa. Ya verá, señor director, como para nosotros, los de la pandilla de los cuatro, la Sarita fue como un personaje con vida propia. Hicimos girar tantas cosas a su alrededor que sin ella nada de lo que le he contado sería igual.
Tengo entendido que los abuelos de David construyeron aquella casita de planta baja en la parte más extrema del barrio, con el mar a un lado y el perfil de la ciudad que se dibujaba más allá de los muelles al otro. Más tarde, cuando se derribaron casi todas las otras casas para hacer pisos, la suya quedó como una rareza. En aquel barrio de oficios duros y portuarios, de luchas sindicales, de riesgos sociales y policiales, el suyo era un mundo aparte, regido por un ritmo del tiempo distinto, con unos horarios extraños determinados por el viento y las lunas, y el escaso dinero que entraba en casa cuando quería, según la suerte de la pesca o el infortunio de los temporales. A los demás miembros de la pandilla nos cautivaba que la herramienta de trabajo de Màrius no fueran ni hierro, ni muelles, ni grúas, ni cadenas. Era sólo una frágil barquita, azul y amarilla, varada delicadamente sobre la arena, la mejor pintada y la más bonita de todas. Y suya, de propiedad. Acostumbrados como estábamos a los oficios portuarios de mi padre y del de Joana, o a tan peligrosos como en el caso de Mireia, Màrius y su barca eran el símbolo de otro mundo, también difícil, pero que nos parecía más libre, o al menos un poco menos esclavo.
La Sarita y el carácter sencillo y calmado de ese hombre hacían que, cuando el sol comenzaba a bostezar, nuestros encuentros siempre fueran a su abrigo. Era un espacio hecho a medida para nuestros juegos y, además, alimentábamos la secreta esperanza de que nos llevara a dar una vuelta mar adentro para que pudiéramos hacer volar los sueños. Sólo lo hacía muy de vez en cuando, como si aquel pescador tuviera miedo de que nos acostumbráramos al mar… o a la barca.
Con gestos que venían de muy lejos, Màrius consumaba una extraña liturgia que envolvía de pausas hasta que dejaba a la Sarita acicalada y a punto para zarpar. Cuando cubría la red de estribor de popa con una lona envejecida, era la señal de que se acababa el tiempo de recreo y teníamos que partir, él hacia el mar y nosotros hacia casa. Ya se lo puede imaginar. Siempre remoloneábamos a la hora de dejar la Sarita. Entonces Màrius nos empujaba suavemente y nos acompañaba a cada uno hasta su puerta. Gracias a eso, y sabiéndonos bajo la protección de aquel buen hombre, nuestros padres jamás nos prohibieron ir a la playa o volver más tarde de la cuenta, a pesar de que éramos unos renacuajos.
De su mujer, Mercè, hablaré largo y tendido, pero eso será más adelante. Tenía un carácter como la miel y unas manos de filigrana con las agujas. Muchas tardes nos la encontrábamos en la Sarita, cosiendo y repasando las redes y todos los enseres que sus manos finas podían arreglar o recomponer. Se decía de ella que en cuestión de punto y costura era la que tenía las mejores manos del barrio, pero nuestras madres también comentaban en voz baja que eran demasiado lentas para ganar dinero. Sin embargo, cuando una pieza tenía algún secreto difícil de desentrañar o algún ornamento complicado de componer, todas acudían a Mercè.
Se había espabilado para vender el pescado de Màrius en uno de los restaurantes más famosos y caros de la ciudad alta, que se hacía llamar ostentosamente El Gran Faisán. Resulta que uno de los maîtres era primo suyo en segundo grado y le facilitó una entrevista con el jefe de cocina, que, viéndola tan entera y con un género tan bueno en el cesto, le dio un trato ventajoso, pagándole lo que por entonces eran unas cantidades sustanciosas. De todas nuestras familias, era en casa de David donde siempre había algo de comer, aunque fuera el pescado más pobre, que Mercè secaba, salaba o ahumaba en previsión de malos tiempos. Sólo si los temporales se encadenaban en rosarios impíos, la cara le languidecía, preocupada por el plato en la mesa de los suyos.
Todos nosotros, señor director, constituíamos una muestra representativa de la gente de aquel barrio. Usted ya se imaginará que, más allá de nuestro minúsculo y sencillo ámbito, había un mundo más intrincado y complejo donde campaban las miserias, las envidias, las pasiones y las luchas. Pero de momento nos quedaban lejos. Hablaré de todo ello a medida que avance en el relato, porque también conocimos ese otro mundo. Y de qué manera.