SEGUNDA GRABACIÓN
Me parieron un año más tarde y me convertí en el centro del universo con un primer alarido que le pareció de lo más musical a la partera del vecindario, Presentació Cendra, que me golpeaba el culo sin miramientos. Poco tiempo después, cuando la teta de mi madre aún me llenaba de leche y de placer, ya decidí hacer de mi barrio el ombligo del mundo. Y hasta hoy, cuando hace tantos años que no lo piso para no lagrimear y echar a perder la nitidez de los recuerdos, la Barceloneta sigue siendo para mí el lugar donde gira la vida.
Con menos de dos siglos de existencia, ese dedo de tierra había ido configurando un espacio singular entre la amplia libertad del mar y el denso trasiego del puerto. Para los foráneos era un territorio aparte, quizá turbio e incierto, pero para los que lo habitábamos constituía un ámbito de convivencia que acabó definiéndonos a todos, y me acostumbré a hablar, disfrutar y llorar de acuerdo a la manera de nuestro barrio, prisionero entre la soledad del azul y los perfiles de una Barcelona que desde principios del siglo XX parecía despertar de una pesadilla y empezaba a explotar por todas partes.
En los recuerdos, la casa de mis padres no aparece tan minúscula como ahora sé que era en realidad. Imagino que un niño no sólo vive en los espacios que limitan con su cuerpo sino en aquéllos que puede invadir con los juegos de sus sueños. Doy fe entonces de que mi casa era inmensa y de que nunca percibí las paredes de ese pisito como el límite de mi hábitat. Por el lado de levante, y con una terraza asomada al mar, la casa grande llegaba hasta la playa, donde los dioses habían dispuesto en un armónico desorden las barquitas de los pescadores para que nos sirvieran de sorprendentes escondites en nuestros juegos nocturnos. Y por poniente se estiraba hasta el muelle, casi rozando los oscuros barcos y sus inquietantes ojos de buey, que derramaban secretas historias de viejos marineros que hablaban de lugares lejanos donde todo era diferente y a menudo morboso. Me daba igual si para ir de un lado a otro de la casa debía atravesar pasillos con farolas y nombres de calles. Incluso cuando la vida se me alargó más allá de la pubertad, siempre sentí el barrio como un hogar amplio y generoso.
Mi familia vivía en el segundo rellano de un edificio humilde. El piso era mínimo, apenas un comedor, la cocina y una habitación. El excusado, comunitario, estaba aparte, en un patio interior y oscuro, tras una puerta medio reventada. Cocinábamos y nos lavábamos en el mismo espacio. Más allá de los fogones de la económica, recuerdo un espejito colgado encima de la pila que no debía de tener más de un palmo y medio. Ante él, mi padre se afeitaba y mi madre se retocaba el cabello. Durante años, mirarme en él fue algo inalcanzable, hasta que un día glorioso tuve suficiente fuerza como para levantar una silla. Por lo que respecta a las necesidades más íntimas, tenías que bajar hasta el patio interior, acordándote siempre de coger una llave medio doblada con la que podías cerrarte por dentro. Si te olvidabas e ibas apurado por una evacuación repentina, se iniciaban unas carreras a menudo dramáticas que podían acabar muy mal. Debo decir que, de pequeño, mi madre no me dejaba bajar por miedo a no recuerdo qué, y tenía que soltar mis desprendimientos intestinales en un orinal que ella se encargaba oportunamente de limpiar y hacer desaparecer.
La habitación de mis padres era el único dormitorio del piso, y albergaba el armario donde se guardaba toda la ropa y todo aquello que hiciera falta preservar, ya que era lo bastante grande y además tenía llave. A la derecha del armario estaba la máquina de coser con pedales de mi madre, todo un lujo francés que llegó desde Sète con el Sirena y que en diversas ocasiones se convirtió en la clave de nuestra supervivencia. Justo encima había un estante pequeño con los libros peligrosos que mi padre leía obstinadamente. Mi madre no permitía que estuvieran en el comedor por miedo a que yo curioseara en ellos y los dejaba en la alcoba matrimonial. La causa era yo mismo, pues según ella no hacía falta saber leer para que resultaran perniciosos y estaba convencida, decía, de que tan sólo mirando las tapas ya podían nublarme el entendimiento o incluso sorber el seso. Un palmo más allá estaba la ventanita que se abría cada día del año para ventilar la habitación, y justo debajo cabía la mesita de noche con un cajoncillo lleno de cosas pequeñas y el orinal de porcelana en la parte baja, dentro de un armarito donde quedaba escondido. Después seguía la cama, humilde y silenciosa. Yo era testigo forzoso de cómo se oían más los gemidos amorosos de mis padres que los lamentos de los muelles, aterrados ante tanta gimnasia pasional. Mi madre volteaba y golpeaba aquel colchón cada día sin falta, y una vez al año lo subía a la azotea comunitaria para que Sibil·la, que nunca cantaba y era la vecina de tres casas más abajo, lo descosiera para abrirle la panza, vaciarla de lana y cardarla. Como si se tratara de un ritual, ese día mi madre me subía a la azotea de casa y me sentaba bajo la sombra de la ropa colgada en los tendederos para que pudiera mirar embobado los brazos fibrosos y ásperos de Sibil·la dibujando gestos hábiles y malabares con unas ramas pulidas y flexibles, haciendo volar las hebras de lana en un baile de cabriolas que me fascinaba, como si estuviese en un circo que celebrara su función únicamente para mí. Y más allá de la cama tan sólo quedaba sitio para dos sillas, una junto a otra, la primera hasta arriba de ropa, sobre todo la de faenar de mi padre. La otra siempre estaba limpia y vacía, vaya usted a saber por qué. Seguía la puerta que nunca se podía abrir totalmente, porque tras ella se amontonaban el resto de las fastuosas posesiones familiares. Hoy sólo consigo recordar un hierro para planchar, la tabla, la escoba de paja, la cajita con la peonza y un camión de madera que pintó el vecino de abajo, Ramon, con unos colores muy vivos. Allí también se guardaba lo que por encima de todo era mi objeto preferido: el aro.
Ah, el aro. Era un círculo de hierro, señor director, una circunferencia maravillosa, sin duda el tesoro más valioso y público que poseía. Créame, era la envidia de los niños de todo el barrio, amigos o enemigos, y también un elemento de seducción para las niñas más bonitas, que me miraban de reojo cuando pasaba conduciéndolo con maestría con un palo acabado en gancho y haciéndolo resbalar tan rápido como me permitían las piernas. Le hacía dibujar todo tipo de curvas, subiendo y bajando maltrechas aceras y cualquier obstáculo que me supusiera un reto, sin que aquel aro mágico me dejase jamás en ridículo cayéndose al suelo en plena y comprometida exhibición. Lo sentía como si fuera parte de mi brazo. Cada impulso, torsión o movimiento era una orden precisa que el aro obedecía ciegamente, conduciéndome hacia un triunfo absoluto sobre mis competidores infantiles. No es que no hubiese otros, y mayores, tanto aros como niños, pero a buen seguro nadie lo manejaba mejor que yo.
Perdone, señor director, veo que dedico mucho tiempo a describirle detalles sin importancia que quizá no le sirvan para nada. Pero para mí cuentan mucho. Si le parece, me centraré durante un rato en contarle cosas de mí mismo y de los míos.
Me llamaron Germinal, que por entonces era un nombre que sólo se ponía a los hijos de obreros descreídos, impíos, revolucionarios, anarquistas, comunistas, sindicalistas y gente de mal vivir en general. En definitiva, a los hijos de la gente humilde y trabajadora, más bien agnósticos, con ganas de cambiar el mundo para poder transformar su desgracia y que, absolutamente convencidos, preferían el nombre de un demonio a cualquier otro demasiado bien visto por una Iglesia que sentían muy lejos de ellos, o mejor dicho, muy cerca de los señores. Que mi padre entrara a trabajar en el puerto y que ya de buen principio se complicase la vida enrolándose en el sindicato anarquista me hizo perder toda posibilidad de llevar un nombre que pudiera relacionarse con el Evangelio. Que yo recuerde, en el barrio éramos al menos tres niños señalados con ese nombre, pero por suerte ninguno de ellos cerca de la calle del Mar. Si no, corrías el riesgo de que te endosaran un diminutivo con el que te amputaban el nombre de manera irremisible y vete tú a saber qué más.
Aprovechando que he mencionado a mi padre, me gustaría hablarle de él. Lo recuerdo como un dios, de esos antiguos que sólo se ven en las estatuas, y si me permite matizar, señor director, más griego que romano, manías que uno tiene, y en todo caso muy lejos de la iconografía del imaginario católico. Era así, bello como un dios antiguo. Yo me sentía orgulloso de aquella rara beldad, sencilla y esencial y, por cierto, nada habitual en el barrio. La poseía como si no fuera con él, sólo porque le nacía de dentro, de una energía interior que desplegaba belleza por todos sus músculos. Tenía un físico atlético y armonioso, que parecía cincelado por un escultor deseoso de que no se perdiera ni un ápice de voluptuosidad en cada forma de su cuerpo. Los emperadores necesitan hacer gala de sus poderes y realzar con adornos su belleza, si es que la tienen. Los dioses no, los dioses no tienen que demostrar nada. Son dioses, y eso es todo. Mi padre era uno de ellos.
Cuando a veces lo veía leyendo algún libro de esperanto para aprender a entenderse a sí mismo y al mundo, o cuando cogía el libro de un poeta que había muerto en el barrio no demasiados años atrás y con los ojos poseídos por los versos permitía que los rizos dorados de su cabello le cayeran perezosos por la frente, yo lo miraba embelesado como si contemplara una obra de arte. Mi madre también lo miraba de ese modo, pero con un brillo en los ojos que yo no entendía, y un suave jadeo en el pecho que ahora sí que entiendo.
Está mal decirlo, pero tendría yo trece o catorce años cuando descubrí que mi cuerpo sería como el suyo. Todavía confuso, observé en mí mismo el inicio de su belleza y, sintiéndome ufano por el poder que iba invadiendo mi físico, me convertí en un pertinaz vigilante de su armonía. Ahora, pasados tantos años, no creo que fuera sólo presunción, también eran ganas de parecerme a mi padre y que eso le hiciera sentirse orgulloso de mí. Como un juego de espejos para que un día él me viese a mí como yo le había visto a él.
Pero voy muy deprisa. Esa fuerza en el cuerpo y una viveza que me habitó desde pequeño me fueron convirtiendo en el jefe de la pandilla de los cuatro, mis amigos de siempre. Desde que nacimos, nuestras madres nos sacaban a pasear juntos, exponiéndonos a las caricias de la gente. Las cuatro mujeres se caían bien, se habían hecho amigas, tenían prácticamente la misma edad, vivían en el mismo rincón del barrio y como por azar nos habían alumbrado con pocos días de diferencia.
Para los vecinos de la Barceloneta, vernos juntos se convirtió en una costumbre y por eso nos acabaron conociendo como la pandilla de los cuatro. Quien nos puso ese mote fue Ramon Ramanguer, el letraherido que regentaba El Ocaso del Capitalismo, un local que pretendía ser una librería y que tenía el acierto de que con el nombre ya indicaba tanto el contenido social y tendencioso de sus libros como las escasas rentas que éstos le producían al señor Ramanguer. Eso y una mente desinteresada por cualquier negocio le obligaban a malvivir más a menudo de la bondad de sus vecinos que de los éxitos mercantiles de unos libros pensados para unos obreros que, si ya era raro que quisieran leerlos, todavía lo era más que pudiesen pagarlos.
Ramon Ramanguer vivía tras dos culos de botella que le exageraban unos ojos pequeños sobre una nariz grande y una boca torcida. Era calvo, a excepción de seis o siete pelos largos y descuidados que se le aguantaban orgullosamente enhiestos, como si fueran unas antenas electrocutadas por algún relámpago con bastante mala baba. Por lo que respecta a su negocio, fiel al nombre que había escogido, era inequívocamente ruinoso. Suerte tenía de los diccionarios de esperanto que los anarquistas del barrio habían puesto de moda, de los libros que cuatro vecinos trabajadores como mi padre le compraban muy de vez en cuando, de los pocos céntimos que le daban para que nos enseñase a leer y a escribir cuando teníamos cuatro o cinco años, antes de empezar el colegio, y de los escasos enseres que las madres adquirían para los estudios de sus hijos, porque en aquel tiempo muchas escuelas públicas ya proveían de libros y otros menesteres a sus alumnos.
Eso sí, tanto si había compra como si no, el señor Ramanguer nos ofrecía un servicio de mantenimiento logístico y cultural permanente, por ejemplo sacándonos punta a los lápices que le llevábamos mordidos y medio rotos. Les daba vueltas dentro de un sacapuntas metálico contrahecho y raro que sólo tenía él. A medida que los iba girando salían unos finísimos rizos de madera que, según de dónde viniera la claridad, adquirían un color dorado que nos fascinaba. Cuando nos tenía así, boquiabiertos a su alrededor como si fuera un druida, no podía evitar mejorar los valores que recibíamos en el colegio con enseñanzas republicanas, humanistas e izquierdistas que casi nunca entendíamos o vaya usted a saber.
Veo que voy saltando como una langosta, señor director; ya vuelvo a lo que le contaba. Joana, David y Mireia. Éstos eran mis hermanos de pandilla. Todos ellos eran algo mío, una parte de mí mismo. Si en los juegos con los otros chavales corríamos algún peligro, yo los defendía como un león. Sus problemas con los estudios eran los míos, los castigos de los demás eran sentidos como propios, los descubrimientos de cada uno debían vivir la complicidad de todos, hacíamos fondo común con los pocos céntimos que podíamos sisar a nuestros padres, nos entendíamos sin decirnos nada y nos enseñamos los lenguajes secretos de nuestros cuerpos sin el peso de los remordimientos y vergüenzas de la época. Apúntese esto último porque fue muy importante.
Dentro del grupo nos habíamos repartido los papeles casi sin darnos cuenta, sencillamente por el devenir de las cosas. Era como si el grupo fuera un ente concreto y juntos hubiéramos encontrado la forma de hacerlo funcionar, cada cual desde su puesto y con su manera de ser.
El engranaje raras veces chirriaba, pero si lo hacía saltaba una alarma secreta sentida por todos y, sin decirnos nada, maniobrábamos hasta que la pandilla recuperaba el equilibrio, el karma, como dirían ustedes ahora.
De los cuatro, Mireia era la más resuelta y poseía un carácter de líder indiscutible. Desde muy pequeños nos acostumbramos a compartir ese papel de un modo espontáneo sin pugnar nunca entre nosotros y sin ser cuestionados jamás por David y Joana. Era lista como un rayo, firme en sus sentimientos, de cuerpo ágil y bonito, y la más decidida y valiente a la hora de las pullas y las peleas, siempre mirando de reojo para defender como una gallina clueca a cualquiera de los suyos que estuviese en problemas.
Joana, en cambio, tenía otro carácter. Su temperamento era suave y sensato. Le gustaba más conversar que correr o jugar. Contaba historias fantásticas que seguramente se inventaba y que escuchábamos cuando hacía mal tiempo y teníamos que pasar el rato encerrados. Hasta yo, convencido como estaba de que contar cuentos era cosa de niñas, la escuchaba absorto. Pero también debo decirle que me tenía el corazón robado, que me gustaba y me atraía su cuerpo delicado, tan femenino, que me hacía sentir su macho protector. Ya desde pequeños quedó claro que formábamos pareja, y las pocas veces que estábamos solos nos enseñábamos el cuerpo y nos aprendíamos excitados e inocentes entre los placeres del descubrimiento.
Queda David. Ah, David, señor director, guárdese este nombre. Era mi amigo del alma: tímido, sensible, bondadoso. Decir que era inteligente es poco, tenía una cabeza que funcionaba siempre y en todas direcciones. Estudiaba por el placer de aprender y los profesores lo querían con locura por la mezcla de ternura y sagacidad mental que lo hacía único en clase. Observador y calmado, nos sabíamos complemento y contrapeso el uno para el otro. Tenía un físico que parecía frágil, pero estaba poblado por fibras de un temple especial que lo hacían tan fuerte como yo mismo. Lo admiraba sin ningún sentimiento de celos por todo aquello que yo no tendría nunca.
Mireia y David también se emparejaban para los asuntos en que no hacía falta ser cuatro. Yo imaginaba que seguían el mismo proceso que Joana y yo. Pero cuando lo pensaba se me formaba dentro un vacío extraño que no entendí hasta mucho más tarde. En todo caso, y fuera como fuese, ese ir de dos en dos en los descubrimientos más íntimos no incidió nunca en la relación de los cuatro, algo que, bien pensado, todavía hoy me sorprende.
Perdone. Estoy cansado. Si no le importa, me gustaría parar aquí. ¿Sabe?, la cabeza se me cansa casi más que este cuerpo envejecido. ¿Le causa algún inconveniente si lo dejamos para la semana que viene?