Vigesimosexta y última grabación

VIGESIMOSEXTA Y ÚLTIMA GRABACIÓN

Los años que siguieron fueron los de un hombre derruido, sin rumbo ni carta de navegación ni barco que lo acogiera aunque sólo fuese para llevarlo a la deriva. Se lo digo sin ningún énfasis. De todo lo que hice en aquellos años no soy capaz de defender nada, de enorgullecerme de nada. Aunque eso sería otra película, el descenso a los infiernos de un joven que recién tocaba los veinte y ya había vivido la devastación de todos sus espacios interiores. Ninguna pasión, ninguna meta u objetivo, y no es sólo que no los pretendiera, sino que cualquier camino que me acercara a ellos me provocaba pavor. Cualquier amago de renacimiento en mi interior me daba náuseas, como si la aceptación de una esperanza, por lejana que fuese, me llevara a traicionar no sé qué de mí mismo. De los años que sobreviví en Sète tras la muerte de David no sabría contarle nada, no recuerdo nada y me parece que tampoco viví nada. Mi madre trataba de apoyarme pero, tal como le oí decir una vez, estaba convencida de que a su hijo se lo habían matado en Reus. En cierto modo tenía razón. Marie había rehecho su vida casándose con Maurice, que dicho sea de paso siempre me trató con respeto y me facilitó todo lo que hizo falta. Cuando un día, sin preaviso, mi madre me vio llenando la maleta, no hizo ningún gesto para retenerme, al contrario. Ella sabía mejor que yo que sólo en otro mundo mi ánimo reencontraría el pulso. Y partí en busca de ese otro mundo. Lo busqué por todas partes. En realidad lo recorrí todo entero. Pero en ningún lugar encontré un espacio en el que pudiera dejar una parte de mí mismo. Ni ningún lugar de donde pudiera coger algo. Sencillamente porque ya no buscaba ni quería nada. Todo ello sin reproches ni depresiones, simplemente viviendo indiferente a todo. Recorrí países maravillosos y conocí gente por la que hoy daría la vida. Vacío, todo lo que recibía de los demás se estancaba en un espíritu yermo, incapaz de fecundar sentimientos, ideas, reacciones, ni siquiera convulsiones. Vacío, un blanco y abisal vacío. Hasta muchos años después de iniciado ese inútil viaje no me di cuenta de la enorme amargura que me empañaba los ojos, tanta suciedad en la memoria, tanto odio a la esperanza, tanta decepción por cualquier creencia que ya era imposible que algún mundo me redimiera. Quise morir antes de hora y tampoco supe. Así, malviví dando tumbos para nada hasta que un día, en Bombay, necesitado de renovar papeles, abrí el viejo baúl donde guardaba las pocas pertenencias que todavía conservaba de Sète y al meter las manos dentro sentí un escalofrío. Los dedos notaron entre la ropa abandonada el tacto grosero de un cartón, y como si ese tacto hubiera llamado a la puerta de la más recóndita memoria, alertándola, un estremecimiento me poseyó el cuerpo. Eran sólo dos cartoncillos deteriorados, que atados con un cordel deshilachado protegían la foto que David me regaló en la playa, justo horas antes de partir hacia la batalla del Ebro, ¿se acuerda? Mientras deshacía el nudo del cordel, algo dentro de mí se desataba también, diciéndome que cuando viera la foto de mi Amado debería escoger entre morir e intentar revivir. No exagero si le digo que contemplé aquella imagen horas y horas. No supe hallar el coraje para quitarme la vida, y esos ojos sonrientes que me miraban con amor parecían obligarme a limpiarme por dentro. O al menos a intentar luchar por una suerte de renacimiento. Sí. Decidí renacer, si es que todavía era posible. Reuní las pocas fuerzas que me obedecían y la escasa capacidad que me quedaba para pensar en mí mismo como objetivo prioritario, y poco a poco intenté planificar… cómo podría llamarlo… la remontada. Y lo primero que se me hizo evidente es que no lo conseguiría sin tirar atrás hasta reencontrar algún ámbito preciso en el que yo aún fuera un hombre y plantar los pies firmemente entre aquello que alguna vez más me importó para darme el impulso que me permitiera comenzar de nuevo. Y así fue como decidí volver a mi ciudad, y así fue como rehice el camino de huida convirtiéndolo en un reencuentro con la única parte de mi vida que yo quería y en la que me quería a mí mismo. También debo decirle que, si bien habitaba en mí un tenue deseo de luz, cuando llegué a Barcelona me sabía igualmente decrépito. Me había acostumbrado a que mi vida intelectual fuera, por decirlo de algún modo, un vacío que no quería llenar más que con un cinismo sin concesiones. Y la de mi cuerpo era aún más primaria, las únicas necesidades relevantes me las reclamaban la boca y el sexo. Siempre supe espabilarme para llevarme un trozo de pan a la boca, y la sed de sexo no me urgía, era anodina, todo consistía en hallar a alguien para correrme, fuera hombre o mujer y de la raza que encontrara. Sencillamente me corría y punto. Jamás, en todos aquellos encuentros más o menos voluptuosos, jamás encontré un cuerpo, unos ojos, una mente o un sentimiento que me rozara alguna fibra, que me recordase ni por un instante la antigua emoción vivida con el Amigo Amado. Jamás. Así pues, llegué a Barcelona a principios de los años sesenta, con cuarenta años encima, volviendo de un exilio horrible, pero sin fronteras ni represiones más ásperas y lacerantes que las que yo mismo me había impuesto. Quizá se hará una idea más precisa de cómo llegué, de cuán trastocado estaba, si le cuento que cuando al tercer día quise ir a la Barceloneta para reconquistar ese espacio, mi espacio, fue mi cuerpo el que me lo negó. De una forma repentina, cuando al final de la Via Laietana entreví los perfiles del que había sido mi barrio, los vómitos me bloquearon el camino con unos espasmos tan virulentos que unas buenas personas me recogieron del suelo para llevarme hasta el hospital de las Drassanes. Dos veces más lo intenté y dos veces más me fue imposible. Finalmente, me juré no poner allí los pies nunca más, y me parece que hice bien, aunque sólo fuera por respetar las ocultas razones de un cuerpo que las proclamaba con tanta vehemencia. Fui redescubriendo pues la Barcelona que medio había olvidado, sólo que con unos ojos veinte años más cansados. Muchas cosas me eran nuevas, el físico mismo de la ciudad, su aspecto. Aquellos veinte años con la paz del miedo habían permitido limpiar las huellas de los peores tiempos de la posguerra e invadir nuevos espacios con edificios lamentables que llenaban los bolsillos de los poderosos. Barcelona tenía muchas caras, y demasiado a menudo alteradas, bien lo sabía de cuando era adolescente, pero ahora, en la nueva situación, tratar de captarlas y entenderlas despertaba mi curiosidad, me entretenía, y provocó que algunos mecanismos de arraigo empezaran a engrasarse en mi interior. Descubrir esas Barcelonas era uno de los atractivos secretos de la ciudad: la Barcelona oficial, la Barcelona económica y empresarial, la Barcelona obrera, la Barcelona de la pobreza, la Barcelona culta… y también una Barcelona especial que, si me lo permite, yo llamaría la Barcelona marginal. Esta última fue la que escogí para sumergirme en ella durante un tiempo; no me negará que actué con coherencia. No sé si la Barcelona marginal existe ahora tal como yo la conocí, y, si fuera así, tampoco sé si hoy tiene la vida que palpitaba en ella cuando la descubrí. Era una Barcelona oculta, como soterrada, pero, igual que un tubérculo, estaba llena de una vida compleja formada por capas superpuestas que se protegían unas a otras. Espacios habitados por todo tipo de desarraigados tan inverosímiles como interesantes: los culturales, los económicos, los sexuales, los políticos, los artísticos, y ya puede ir usted añadiendo categorías. Todos ellos conviviendo con sus obsesiones y sufriendo las represiones de la dictadura, que los condicionaban hasta el ahogo. Era una Barcelona que vivía con, y aparte de, las otras Barcelonas. Si tengo que serle sincero, a medida que le voy hablando dudo de que lo que le cuento pueda tener algún sentido para usted. Como ya debe de imaginar, llegué a la Barcelona marginal siguiendo el camino de mi deshecha sexualidad. El placer de la morbosidad peligrosa era ya lo único que me excitaba. Comencé a pulular por los bares de peor ambiente. Mejor dicho, muy a menudo el ambiente era magnífico: se liberaban o se cuestionaban los valores establecidos. Digamos que eran ambientes mal vistos por la Barcelona oficial, a pesar de que destacados personajes bajaban hasta allí muy a menudo y los utilizaban en secreto para resguardar sus más íntimos desbarajustes. Al principio acudía a lugares discretos, sobre todo locales dudosamente permitidos para homosexuales que malvivían fintando la represión policial. Éstos se habían acostumbrado tanto a ello que el peligro o menosprecio o morbosidad ya formaban parte o eran un añadido a su sexualidad, a veces tanto o más valioso que el propio sexo. Tuve tantas experiencias y contactos como quise, ya sabe que en este terreno ando escaso de modestia. Mi físico más bien centroeuropeo atraía porque, a pesar de cierta finura en el envoltorio de las formas, expresaba la potencia de un atleta al que no quise afeminar. Mi cuerpo y mis expresiones caminaban por el lado de los hombres sin admitir dudas sobre la virilidad de su miembro, y perdone. Conocí de todo, obreros que apenas podían pagarse la copa que les servía para ligar, intelectuales que intentaban mistificar con discursos ridículos el deseo que les perforaba la bragueta, medio mujercitas a las que sólo les faltaba coger la copa con el trapo del polvo en la otra mano, algún artista… Éstos no mistificaban como los intelectuales, éstos querían bajar directos al fondo del pozo y satisfacer no sé qué parte recóndita de su interior… muy extraños. También me encontré con un guardia civil; por cierto, recuérdeme que después le explique cómo supe que lo era. Y finalmente, un delincuente con un cuerpo excelso y la cabeza trastornada que acabó enamorándose de mí, persiguiéndome y amenazándome movido por los celos. Fue por él por lo que integré una navaja, no demasiado grande pero sí suficiente, a mi indumentaria de conquista. Era una navaja de bolsillo que había adquirido en Damasco. Un instrumento curioso, porque era corto y podías escondértelo en cualquier sitio pero la hoja se desplegaba y se alargaba de una forma ingeniosa. Mientras tanto, me ganaba la vida en un banco de los gordos, haciendo de traductor en un apartado muy especializado de la bolsa de valores, la sección extranjera. No le extrañe: en aquel tiempo, hablar cinco idiomas y haber conocido medio mundo no era algo corriente y te abría muchas puertas. El estado de mi bolsillo me permitía vivir tranquilo y eso me servía para dilapidar todavía más mis noches. En una de esas veladas conocí a Natxo, un vasco fuerte y bien parecido que a mí me gustaba bastante, quizá no tanto por sus prestaciones en la cama, algo chapuceras, como por la conversación tranquila y sin afectaciones que podía mantener con él mientras nos tomábamos una copa. Hablando, un día me preguntó si había ido alguna vez al Copacabana. Le dije que no. No se lo creía, se burlaba de mí. «¿Cómo es posible que no lo conozcas?». Me anunció pomposamente que quien no conocía el Copacabana no conocía la Barcelona más profunda, la que estaba en el centro del tubérculo, y se comprometió a llevarme. Y fue así cuando una noche, más entonados que de costumbre, caminamos Ramblas abajo, mezclándonos con la gente que quería vivir a fondo las emociones bajas de las altas horas. Nos reíamos, mirábamos y nos dejábamos mirar por todos los seres especiales que pululaban por allí: putas, mariquitas, turistas buscando guerra, estudiantes con intelectos desganados y bajos hambrientos, borrachos que más que caminar se tambaleaban paseo abajo… Casi al final giramos a la izquierda… ¿Sería el callejón donde antes estaba la Bolsa?… No le sabría decir. En cualquier caso, enseguida llegamos a una puerta, bajo un llamativo neón que pregonaba «Copacabana. Variedades». Me dejé guiar por Natxo, que estaba ansioso por anticiparme el descubrimiento. «Ahora verás», me decía como quien anuncia un regalo portentoso mientras empezábamos a oír el sonido de una orquestina y una voz rompiéndose en unos agudos insostenibles. Dentro, un humo de incendio lo invadía todo, apenas se veía, pero la música sonaba cada vez más cerca y eso quería decir que avanzábamos en la buena dirección. No sé si le sabré relatar bien lo que vi o entreví esa primera noche. Si me acercara tan sólo un poco ya estaría contento. De la orquestina, lo primero que descubrí fue a un batería entrado en años, con un cigarrillo colgado de los labios, el poco pelo teñido y largo agrupado en mechones grasientos, que más que tocar lloriqueaba encima de los tambores, vestido como un escribiente. Un clarinetista de pie a un lado del escenario, muy afeminado y tocando de manera mecánica, los ojos resaltados con trazos excesivos, la espalda caída y el vientre inflado, gordo, sudado, y todo lo que usted pueda imaginar hasta configurar la esencia de la fealdad. Un poco más hacia el centro, en un lugar prominente pero de cara a la pared, mejor dicho, de cara a la tapa vertical de su instrumento, estaba el pianista, elemento imprescindible en todo conjunto musical que se preciara y que, incombustible y paciente, iba reconstruyendo la armonía, tejía contracantos a la melodía y saltaba de un compás a otro, cambiaba de tonalidad, de ritmo… de lo que fuera, siguiendo y persiguiendo y disimulando los errores de los demás músicos y sobre todo de la cantante, que patinaba y jadeaba sobre los acordes cuando se dejaba embriagar por su pasión interpretativa y perdía afinación, cuadratura y toda referencia musical. Cuando por fin pude observar mejor los detalles, vi que la cantante era un hombre descomunal por su imagen y por el volumen de los músculos que exhibía. Llevaba unas braguitas que eran en realidad unos vaqueros cortados sin gracia, porque en aquellos tiempos estaba prohibido travestirse de cintura para abajo. Qué tontería, ¿no?… Bien, en cualquier caso, ceñidos como no pueda llegar a imaginarse, pero evitando cualquier protuberancia anatómica que contradijera su firme voluntad de ser una vedette muy femenina. Por encima de la cintura, una camiseta teñida de color rosa, hasta tal punto estrecha que las pecas se le marcaban en el tejido como si fueran pezones. Un reluciente collarcito de quincalla de colores chillones le colgaba hasta el centro del escote, que insinuaba sin simulaciones unos pechos de macho, con una mata de pelo que maquillaba con un polvillo entre blanco y dorado. Aquel polvillo, que tanto podía parecer polvo de oro como harina de maíz, evolucionaba durante la actuación con unos efectos graduales: primero le doraba el pelo rizado del pecho, pero más adelante, cuando los esfuerzos interpretativos desencadenaban el sudor a chorros, los rizos se reblandecían, cambiaban de color y acababan blanqueados formando una pasta. Y si subías la vista más arriba te encontrabas con unos labios de un rojo volcánico, con tantas capas de pintura que ya no había carne sino láminas acartonadas de carmesí. Sin embargo, aquellos labios no perdían el norte y aprovechaban las palabras de la melodía para, dijeran lo que dijesen y conjugándolos con una buena utilización de la lengua, adoptar formas y movimientos lascivos hasta donde tu imaginación o mal gusto te permitieran profundizar. De los ojos de la artista no sabría qué decir, los rodeaba tanta pintura oscura que parecían pequeños y atocinados. Sólo cuando los abría con desmesura para insinuar alguna guarrada se llegaban a vislumbrar las pupilas de los ojos entre aquellas pestañas convulsionadas por un movimiento como de mariposas aprisionadas. Y en la parte alta del frontispicio, como no tenía demasiado pelo, llevaba un postizo, diseño panocha años cincuenta, que se aguantaba cuidadosamente con una diadema. Él, o ella en este caso, iba cantando esa pieza tan famosa de la chica del barrio portuario que esperaba a un joven rubio, igual que yo, de un «barco de nombre extranjero». La voz se le abaritonaba con tanta masculinidad por el registro de los bajos que incluso tenía cierto encanto, pero cuando se encaramaba a lo alto y llegaban los agudos las venas del cuello y de la cara se le inflaban por el esfuerzo, la voz descarrilaba en un gallo perdido y no podías evitar que las contracciones de la risa te tensaran el estómago, por mucho que cuando ella te miraba quisieras ser condescendiente con sus atentados guturales. Los que rodeaban aquel pequeño escenario de tres por cuatro metros, y yo diría que hasta me paso, eran un ganado de lo más variopinto. La mayoría se dejaba ver con una actitud de macho, como analizando la mercancía que había sobre el escenario, actitud que en vez de intimidar a la artista todavía la excitaba y trastornaba más, y la incitaba a arriesgarse en interpretaciones vocales y gestuales suicidas, incluso con alguna tentativa de paso de baile para que no fuera dicho que el número carecía de coreografía. Eso también era Barcelona, Lluís. En ningún lugar del mundo, desde los antros más perversos de la Alemania de posguerra hasta los tugurios para turistas pervertidos de Bangkok, se podía ver un compendio de dicotomías tan extremas como las que yo degustaba en aquel local. Descubrí sin ninguna sorpresa, porque ya me lo temía, que la Pinta, que era como se hacía llamar el fornido marinero que la encarnaba, era sólo la punta del iceberg de un elenco de personalidades escénicas que irían sucediéndose durante la noche y que configuraban uno de los grupos humanos más extraños y tiernos que ningún figurinista osara imaginar ni en plena diarrea creativa. Me dejé ir sin freno en el goce de aquella cata de tendencias desencaminadas. Sintiéndome fuera de lugar como me sentía desde hacía tanto tiempo, pensé que allí tenía una guarida donde podía considerarme bien acompañado. Me acostumbré a no perderme ninguna noche porque, además de los finos divertimentos artísticos, se podía ligar fácilmente, y con hombres de apariencia peligrosa, como a mí me gustaban, si es que ese día llevaba navaja. Cuando no encontraba entretenimiento sexual me quedaba con la gente del local, que me trataban con deferencia y familiaridad porque me veían ir cada noche, y además pagando. Encontraba hombres forzudos, nada femeninos… Porque otra circunstancia curiosa es que allí a ninguno de los hombres que veías lo podías clasificar de mariquita o dudoso; eran machos de físico potente, y no me pregunte cómo era posible, pero a menudo también tenían la cabeza de macho, o más exactamente machista. En realidad era como si hubiesen ido a parar allá por un exceso de masculinidad. También debo decirle que, de las muchas noches que me marchaba emparejado, difícilmente podría recordar a alguien que me hubiera hecho disfrutar por su sabiduría sexual o propuesta original; pero en cambio el repertorio de personajes de comportamientos exóticos o grotescos con quienes llegué a yacer, en un tiempo en que yo buscaba comprenderme a mí mismo, me procuró un magisterio impagable y fascinante. Ahora que ya estamos al final de nuestros encuentros déjeme decirle algo, Lluís: en el primer encuentro que usted y yo tuvimos le hablé de Fellini, porque lo pensaba sinceramente y también porque necesitaba molestarlo un poco… Pues escuche: al lado de los ambientes, personajes y derivas mentales que yo traté, los de Fellini parecerían poco atrevidos o faltos de imaginación, se lo digo en serio, y que el neorrealismo italiano me perdone. Estuve semanas, meses, frecuentando aquel tugurio con el sentimiento de que algo se recomponía en mi interior, recuperando rincones profundos y llenos de telarañas de mis cajones más íntimos. Aquel jueves estaba sentado en el lado derecho del escenario, mirando hacia el público, y María de las Nieves destrozaba una canción muy popular por entonces. Por cierto, más allá de bíceps y atributos, María de las Nieves era una de las más delicadas entre las que subían al escenario; tenía por costumbre ponerse un maquillaje casero muy blanco y curioso —de ahí venía lo de «las Nieves»—, para esconder no sé qué defecto facial, y lo hacía con tanta generosidad que al final se quedaba enharinada como si fuera medio geisha o medio muñeca rota. Cantaba un éxito, el «Fumando espero», susurrando la letra con unos movimientos labiales que representaban una felación completa con generosa profusión de medidas, detalles y servicios extra. Mientras tanto, yo observaba las filas frontales desde el escenario para ver qué tipo de ganado sexual se exhibía, por si descubría algún ejemplar con el que me apeteciera pasar la noche. Siempre hacía lo mismo: primero escogía y fijaba a mi víctima; después insistía con la mirada; a continuación, cuando ya había picado, me hacía el indiferente, y los réditos de mi físico estaban asegurados. A medida que iba repasando, me fijé en un fulano mestizo y me pareció que debía de tener un cuerpo apetecible para jugar un rato; pero, al apartar la mirada para continuar la clasificación, el hombre que se sentaba a su lado me clavó la mirada con una sonrisa presumida y lasciva, como seguro de sí mismo y del efecto que produciría en mí. Llevaba un pañuelo beis en el cuello. Hizo un gesto insinuándome que había visto cómo observaba a su vecino. No me cayó bien. Para empezar, estaba físicamente demasiado alejado de lo que yo buscaba, demasiado gordo, demasiado sudoroso, ojos pequeños, fuerte en exceso; y además debía de tener unos diez años más que yo. Y por otro lado no me gustaba que interfiriese o se convirtiera en espectador de mi conquista. Pasé de él sin hacerle señal alguna de complicidad, no fuera que se animase y se pusiera pesado. Me entretuve un rato bebiendo un poco, pero no perdía el norte y de vez en cuando repasaba a mi mulato. A la segunda o tercera ronda que cruzamos las miradas ya me enseñó unas hileras de auténtico marfil africano que me pusieron a tono. Cada vez que lo miraba, aquel cabestro rechoncho de al lado me hacía el seguimiento con una pose pretenciosa de perdonavidas y una sonrisa arrogante que me enervaba. Al principio hice como si no me diera cuenta, pero después ya lo miraba con cara de desprecio para que me dejase tranquilo. Por suerte, la noche tenía otros atractivos, y cuando salió la Pinta con la feminidad más alocada que de costumbre gracias a unas cintitas rosas que se había colgado en la diadema para que le disimulasen la panocha de maíz, pensé que no quería que nada me distanciara de la contemplación de lo que vendría. Y valió la pena. Atacó las primeras notas del Begin the beguine en un tono tan bajo, imagino que temiendo las alturas de los agudos culminantes y para tratar de evitarlos, que el pianista tuvo que sumergirse en las profundidades de la clave de fa para rescatarla, iniciando la pieza de una forma que más que un canto de un descargador del muelle parecía el eructo sonoro y alargado de un búfalo. Eso sí, todo hecho y dicho con una boquita de piñón que, con la ayuda de los estudiados movimientos de lengua que ya le he referido, anunciaba su capacidad de amorrarse y satisfacer cualquier reto sexual. Me divertía mirándola y sobre todo viendo la reacción de los hombres que la observaban. Unos embobados, sospechando que esa boca pedía un miembro a gritos; otros con una actitud seria, como si juzgasen la calidad artística del acontecimiento —éstos siempre me dejaban boquiabierto—, y finalmente el grupito de los nuevos, que a menudo venían recomendados por alguien que no les advertía lo bastante bien cómo funcionaba aquel tinglado. Una cosa era que allí se produjesen manifestaciones artísticas aberrantes o que se dijeran a las «chicas» adjetivos poco refinados, incluso groseros, sobre sus atractivos sexuales, y otra muy diferente era mofarse públicamente de las delicadas virtudes artísticas o vocales de las vedettes que nos entretenían. Y si alguien que no conocía las reglas se pasaba de una raya poco determinada solía acabar mal, cuando a los amigos, amantes o admiradores de las «chicas» que cantaban se les inflaban los cojones y los sacaban del local a patadas y puñetazos. La Pinta era buena, no diré que cantase bien porque justo es decir que cuando conseguía un falsete aceptable te perforaba el tímpano, pero en cambio poseía una rara mezcla entre la timidez pornográfica y un atrevimiento humorístico remarcable. No le sabría reproducir los comentarios que hacía a los hombres y a alguna mujer lanzada que se había perdido por allí, pero le puedo asegurar que yo no llegaría ni a la suela del zapato de la delicada grosería con que sus palabras abrían las braguetas de los boquiabiertos espectadores. Se iniciaba un diálogo entre ella y el público que se iba calentando en las formas y los contenidos. Algunas noches, y la de aquel jueves fue una, la canción se convertía en un intercambio entre la cantante y los más desvergonzados, que ya la provocaban sabiendo que la respuesta siempre sería contundente, imaginativa y escandalosa. Le llamaban de todo, escultural, tetuda, reina, gorda, guapa, enséñame esto, tócame lo otro… Y en ésas estábamos cuando, en uno de esos momentos en que se hace un silencio milagroso en medio del sarao, se alzó una voz muy cazallera, pero fuerte y cuartelaria, que exclamó:

—¡Nenaza! ¡Ven aquí que te haré mi nenaza!

Fue instantáneo. Dentro de mi cabeza se hizo la luz. Volví los ojos pausadamente hacia aquel hombre cuadrado. Seguía junto al mulato y exultaba de calentura y atrevimiento, se le habían soltado las ataduras de la continencia, sudaba, colorado, los ojos etílicos, los dientes amarillos y las piernas abiertas mientras ofrecía su paquete a la escena. No me pregunte por qué: tenía la certeza y punto. Era él. Quizá tendría que haberlo comprobado, eso me habría dado tiempo para calmarme, pero para mí no había lugar para duda alguna. Ése era el Gran Cabrón. Por eso llevaba un pañuelo tapándole el cuello, a pesar del calor que hacía en el local. Lo sabía de la misma forma que los años no habían borrado su nombre de mi memoria para cuando llegase el momento. Era Antonio Garcés. Por supuesto que lo era.

De todo lo que sucedió después no planifiqué nada. Los actos surgían de mí como si aquella escena estuviera perfectamente pensada, preparada, imaginada, como si todo lo que iba a pasar estuviera escrito en un guión secreto para el que yo estaba ávidamente entrenado. El espectáculo de la Pinta seguía, pero ya no le quité la vista de encima al tipo hasta que al cabo de pocos segundos él me notó y, al verme pegado a su mirada, sonrió ufano, triunfador, como quien acaba de poner firme y seducir a un toro. Yo… Me hizo una mueca obscena con los labios y la punta de la lengua. Intenté que ningún gesto no controlado de mis facciones trasluciera la repugnancia que sentía. No conseguí sonreír, pero ya llegaría, todo iría llegando, imperturbable. Me puse a trabajar, conocía bien el oficio de la seducción; afilé mis encantos, el cuello erguido y una postura incitante pero de macho. Ése no se conformaría con nada menos que convertir en «nenaza» a un macho de verdad, y yo le daría trabajo. Era evidente que entre ambos el diálogo iba subiendo de tono. Me atreví a hacer algunos gestos de prisionero seducido. Pasaron las canciones de la Pinta y de Remedios y… Me levanté. A esas alturas, si lo había hecho bien, él también se levantaría y me seguiría hasta la puerta, o hasta la calle. Me moví lentamente, con pasos pausados para que tuviera tiempo de reaccionar. Cuando estaba cerca de la salida, saludando al portero como cada noche, lo vi de reojo poniéndose apresuradamente la americana, que le quedaba estrecha. Era chaparro, fuerte y… repugnante. Al salir a la calle ya sólo lo tenía a dos metros y todo el vello de mi cuerpo estaba erizado, como una antena midiendo las señales de alarma. Apenas había dado los primeros pasos cuando oí cómo hacía un ruido con los labios para llamarme la atención. Me detuve, como si lo esperase. Me volví, seductor, pero con ademán de conquistado, con la mano en el bolsillo palpando la navaja. Se me acercó y en un castellano biensonante me dijo:

—¿Me esperabas?

El muy cretino ya empezaba mal. Hice un gesto de conformidad y una sonrisa cómplice. Él prosiguió:

—Estás muy bueno. Pensaba que ibas a por el negro.

Como esperaba, profundamente mezquino y con una mentalidad de cazador que le acaba de robar la presa al vecino. Decidí callarme y hacerme el interesante.

—¿Tienes casa? —me dijo insinuante.

Le hice un gesto negativo con la cabeza. Aún no había logrado liberar mi garganta del nudo de asco que aquel apestoso me provocaba.

—Ven conmigo, aquí hay un meublé. Pagaré yo. —Dibujé una sonrisa y empecé a caminar a su lado. Silencio. Y una pregunta—: ¿Eres español?

—No —contesté por fin—. Francés.

—¿Franchute?

—Sí.

—¿Y tu nombre? Si puede saberse, claro.

—Germinal, ¿y tú?

—Antonio.

De acuerdo, ya había suficiente. Se sentía tan seguro que ni escondía su nombre. Todo iba bien.

Pero él seguía insistiendo.

—¿Y qué oficio?

—Banquero.

Sabía que esa palabra causaría su efecto. Una presa mayor, pensaría el cazador. Al mismo tiempo me preguntaba por qué le decía la verdad a ese hijo de puta.

—¿Ricacho?

—A medias.

Se rió. Yo acariciaba mi navaja, pequeña y cortante.

La pensión no estaba lejos, parecía de mala muerte por fuera pero no lo era tanto por dentro. Como mínimo aparentaba limpieza. Un atento recepcionista reconoció al Gran Cabrón, que seguramente había ascendido de graduación militar porque aquel portero adoptaba un tono muy servil:

—Buenas noches, don Antonio, le puedo servir la mejor que me queda. La diecinueve.

Las entrañas se me abrían en canal.

Él pagó por adelantado. Preguntó:

—¿Todo tranquilo?

—No se preocupe, don Antonio, hoy hay gente influyente. Está usted protegido.

Los dientes del Gran Cabrón, amarillos por el tabaco, afearon su sonrisa cuando me hizo una señal para subir a la habitación. Era evidente que frecuentaba la casa. Reconocía la habitación diecinueve sin que en la puerta hubiera número alguno, o al menos yo no lo vi por ningún lado. La abrió decidido para dejarme entrar primero, se quedó en el umbral, mirándome fijamente cuando le pasaba por delante, como valorando su captura. El hedor era sólo el aroma de su repugnancia. Ahora llegaría lo más difícil. Aquel tipo iba caliente como un toro y… Déjeme repetirle, Lluís, que en todas las acciones que se iban sucediendo yo nunca me sentí improvisando. Ahora, mientras se lo cuento, podría parecerlo, pero dentro de mi cabeza todo estaba predestinado, sentenciado, si quiere. Cada gesto, cada palabra, ya estaba prevista antes de que llegara, y eso me daba una seguridad perversa. Ya se lo he dicho, era un guión sabido: como cuando, al cerrar la puerta, que él apagase la luz general de la habitación y quedara sólo encendida una bombilla, roja, tenue y terrible, que nos mantenía en penumbra. Tomándome por la cintura, me puso la espalda contra la pared y se apretó contra mí sin más preámbulos. Me tuve que tragar su regusto a tabaco, que me penetraba por todas partes junto con su repugnante saliva impregnada de alcohol. Quiso desabotonarme la camisa con una mano mientras con la otra me restregaba la bragueta. Después de magrearme unos segundos se dio cuenta de que mi miembro no se tensaba y me miró como burlándose. Se quitó la americana de manera precipitada y me enseñó provocador la pistola que llevaba al cinto; yo me quité la chaqueta con cuidado de que no se me cayera la navaja y seguí desnudándome ante él, que me miraba tocándose. El Gran Cabrón ya no podía más. Se me lanzó encima. Caímos sobre la cama y yo procuraba que la americana me quedara cerca mientras él no paraba de restregarme el sexo, que finalmente se me engordó. Al verlo se animó y empezó a hablarme en un lenguaje excitado y vulgar que en cualquier otra situación me habría hecho morirme de risa. Mientras me apretaba el sexo me susurraba al oído: «Me la meterás toda dentro». Si debo serle sincero, fue el único momento que me pilló por sorpresa. No me lo esperaba, había previsto que sería yo quien recibiera; no sé por qué, pero la forma de ser de aquel cretino así me lo hacía pensar. Pero no, el Gran Cabrón me quería para que lo penetrara, le restregase la próstata con mi glande y le hiciera derramar leche como un loco. Se bajó los pantalones cuando yo ya estaba desnudo, opté por hacer y no mirar. Sólo quería tener cerca la americana con la navaja en el bolsillo. Se escupió en la mano, me agarró el sexo y lo ensalivó. Me refregaba el culo, iba muy salido, me decía guarradas, se movía pidiéndome que lo penetrara. Di un golpe seco y fuerte, y lo empalé sin problemas. El placer le hacía gemir diciéndome obscenidades difíciles de repetir ahora. Empezó a jadear, se estaba masturbando al ritmo de mis movimientos. Yo ya tenía la navaja en la mano. Cada vez apretaba más el esfínter, estaba a punto, yo tenía la hoja abierta bajo los pliegues de la americana, sin que él pudiera verme. Ahora era el momento, antes de que el hijo de puta eyaculase. ¡Ahora! Pero el brazo no me obedecía. O era que no tenía cojones para hacerlo. Sin embargo quería hacerlo. Empezó a bramar y se corrió como una fuente, dado por el culo, desbordado, con convulsiones y diciendo tonterías sin control. Yo estaba a punto de clavarle la navaja pero no era capaz. Me maldecía a mí mismo por cobarde. Él ya había acabado su orgasmo y no estaba para nada, respiraba profundamente, hizo un gesto con la cintura para sacarse el sexo del culo. Antes de que se volviera dejé la navaja debajo de la sábana, al alcance de mi mano derecha. Se tocaba el sexo, no entendía muy bien qué pretendía; finalmente se giró hasta encararse a mí, notaba cómo su esperma me mojaba el vientre. Sus ojos fijos en los míos, continuaba tocándose el sexo con actitud arrogante, como un torero antes de la estocada, y me dijo:

—Ven, ahora te toca ti, voy a meterme en tu culito de maricona.

Su aliento era sulfuroso, su cuerpo sudado y pegajoso se adhería al mío mientras seguía agitándose el sexo para acabarlo de empalmar. Yo tenía la navaja en la mano pero no tenía fuerza.

Fue entonces cuando aquella boca infernal, justo frente a la mía, se abrió entre un olor fétido y saliva y vomitó:

—Verás cómo te gustará ser mi nena. A todas les da mucho gusto. Anda, gírate, te haré mi nenaza.

Nunca debió haber pronunciado esa palabra. Al principio, en su excitación, no notó el tacto frío de la hoja en el pecho, la estocada. Yo lo agarraba con el otro brazo para inmovilizarlo. La navaja le penetraba y él aún no había reaccionado, caliente de deseo como iba. De golpe surgió el dolor, un grito ahogado por la sorpresa, movimientos convulsos, el hijo de puta era fuerte, yo notaba la calidez de la sangre en mi pecho pegado al suyo. Hice entrar la hoja hasta abrirle el corazón, él opuso una fuerza gigantesca. Yo también. De repente una convulsión y después el silencio. La quietud. La paz. Lo había matado, Lluís. Yo estaba allí, pegado a él, con el vientre, los bajos, el pecho, todo lleno de sangre, sudor, esperma, y no me siento nada orgulloso de decirle que empecé a sentir un extraño bienestar que invadía con calma cada rincón de mi cuerpo. Con serenidad, sin prisa, inicié unos gestos mecánicos, precisos, para desembarazarme de aquel cerdo y para comprender y dominar la situación. Sentía como si me estuviera curando de una larga y agónica enfermedad. Primero entré en aquel baño inmundo para lavarme a fondo, parsimonioso, en una ducha que parecía racionar el agua, con unas toallas mínimas que no me llegaban para nada. Me limpiaba la sangre, que se escurría turbia y con dificultad por el agujero del desagüe. Yo la miraba sin miedo alguno, me parece que muy al contrario, agradeciéndole a la vida la oportunidad de haberla derramado. Cójame este algodón, gracias. Me vestí mirando al Gran Cabrón, que tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sorprendido aún de que la guadaña le hubiera partido la vida. ¿Me podría dar ese frasco? Es un desmaquillador, tenga cuidado de que no se derrame. Me puse la ropa intentando que ninguna mancha de sangre me denunciase. No quise disimular ni arreglar nada de la habitación. Bajé las escaleras del meublé no demasiado nervioso, sabía que nadie me preguntaría nada. Estaba claro que el portero notaría que bajaba solo, pero también era normal para un militar disimular que le gustaban los mariquitas. Mientras bajaba pensaba en la inmensa mancha de sangre que llenaba las sábanas. Perdone, a mi edad cuesta desmaquillarse los ojos porque el lagrimal siempre está embozado y con el algodón te irritas, lloras y acabas haciendo una marranada. Pues como le decía, le confieso que pensar en esa gran mancha de sangre me sosegaba. Salí a la calle y muchas de las imágenes de las que le he hablado estos meses volvían a mí en una suerte de procesión calmada y relajante. Me fui tranquilamente a casa, sintiendo cómo dentro de mí se encendía una luz apagada muchos años atrás. Pasaron las horas y los días pero nadie vino a importunarme. En realidad no me sorprendió, ya contaba con ello. Lo taparían como pudiesen, no era nada saludable para el régimen que sus militares murieran acabados de encular… Deme esa cajita, por favor, lo he previsto todo, y perdone porque debo de tener un careto espantoso, con sólo un ojo pintado. Espere, que lo pongo dentro… ¿Qué le decía? Ah, sí. Ni siquiera me hizo falta huir a Sète, sabía que con la graduación del Gran Cabrón, tal como lo encontrarían, con el esperma en medio de la sangre, con el culo abierto de placer y habiendo un prohombre importante aquel día en el prostíbulo… Ya se veía venir que, si no tenían un culpable enseguida, lo enterrarían todo y lo dejarían correr. Y así fue. Nunca nadie me preguntó nada. Aquel cerdo murió solo y olvidado por todo el mundo.

Deje, Lluís, déjelo aquí en la mesa. Muy bien, gracias… ¿Sabe? Había pensado que cuando acabara de contárselo todo le ofrecería esta cajita, con el algodón lleno de la pintura que todos estos años he llevado alrededor de los ojos. No me pregunte por qué, pero me gustaría que se lo llevara, si quiere. Es mi regalo. Quizá para usted sea una porquería. Pero para mí es sin duda lo más valioso que tengo. ¿Sabe? Ya no me los pintaré más. Ahora ya no me hace falta. Le parecerá absurdo, pero en el año 75, cuando murió el otro gran cabrón, decidí pintármelos para testimoniar mi secreto. Pues mire, ahora ese secreto lo tiene usted, dentro de esta cajita. También tendría que decirle, y no se me enfade, que cuando hoy se marche de aquí no querría verlo más, Lluís. Y ya puede imaginarse que no es nada personal.

Espero, y deseo, que la historia que le he contado le sirva para algo. A mí me ha servido para poder morir tranquilo. Porque ya sólo quiero morir tranquilo. Y si tengo suerte, seguramente será antes de que usted pueda acabar su película, si es que le dejan hacerla. Déjeme decirle que en estos meses le he cogido afecto, casi estima, si me lo permite. Me ha escuchado atento, paciente, respetuoso, y me ha hecho mucho bien. Tenga, pues. Llévese esta cajita y, si le da algún valor, guárdela. Hágase a la idea de que dentro yace la memoria de unos ojos pintados.

Unos ojos pintados… y cansados, Lluís. Si quiere que le diga la verdad, unos ojos demasiado cansados… Y no tanto por los muchos años vividos. Ni siquiera por todas las barbaridades y devastaciones que han tenido que ver y que vivir.

Tengo los ojos cansados de tanto intentar que no se me borre de la retina la imagen conservada durante todos estos años, día a día, minuto a minuto. La imagen de mi Amigo Amado.

¿Sabe? Como diría mucho mejor un poeta griego del que ya no recuerdo el nombre:

Yo, sentado en la playa, al abrigo de una barca humilde, mirándolo salir del mar, su cuerpo mojado y ornado por una extraña luminosidad, así contemplé la belleza completa.