Vigesimoquinta grabación

VIGESIMOQUINTA GRABACIÓN

Bajando del tren, en Reus, no podía evitar preguntarme qué sería lo que me encontraría. Por mucho que Mercè me hubiera preparado, aún no podía imaginarme la imagen de un David como el que me había descrito. ¿Me lo dejarían ver fácilmente? ¿Y si no me reconocía? Sabiéndome frágil, procuraba mentalizarme para lo peor y me juré que, me encontrara lo que me encontrase, no caería en el desánimo. Soñaba que, si me lo permitían, me quedaría a su lado, aunque fuese sin decir nada, sólo para hacerle sentir la calidez de mi amor. Quizá así su corazón captaría lo que su cabeza no podría entender.

La estación estaba un poco apartada y me encaminé hacía donde pensaba que estaba el centro de la ciudad. Tenía un hambre atroz y me compré dos panecillos de pan negro en una panadería; aproveché para preguntar dónde estaba el Instituto Pedro Mata. Me indicaron que quedaba un poco lejos, camino de Falset, pero que no me preocupase, que lo reconocería fácilmente porque era un conjunto de edificios muy visibles desde todas partes. ¡Y le puedo jurar que eran conspicuos! Eran modernistas, y ya debe saber cuánto le gustaba llamar la atención a esa gente. Me dirigí hacia allí sin pensármelo más, ni preocuparme de apalabrar una fonda donde pasar la noche. ¿Qué importancia podía tener eso? Llegar hasta mi Amigo, tan sólo eso contaba. Caminaba y caminaba masticando mecánicamente el pan, sólo para que bajara rápido a llenar el estómago. Y no sé cuanto tiempo después, a través de unos descampados que caían a la derecha de la carretera que llevaba a Falset, vi el perfil de una torre que llamaba mucho la atención y unos edificios particulares rodeándola. No podía ser otra cosa. Eran los pabellones modernistas diseñados por el arquitecto Domènech i Montaner, el famoso Instituto Pedro Mata.

Me tendría que detener un momento, y no se enfade conmigo. ¿Tiene usted alguna referencia del Pedro Mata?… ¿No? Pues sería importante que buscase información. Era, es, si no lo han reformado demasiado, una construcción típica del modernismo de finales del diecinueve, un estilo que hoy gusta a todo el mundo pero que a mí se me atraviesa. Me parece que fue un antecedente arquitectónico de lo que después sería el Hospital de Sant Pau. Ése sí que lo conoce, ¿verdad? Pues entonces ya podrá imaginárselo: cuando a partir de ahora le hable de atravesar pasillos, subir o bajar escaleras, o entrar y salir de pabellones, tendrá usted que hacer una traducción mental a los parámetros modernistas, es decir, pasadizos tortuosos, escaleras curvadas, vitrales con combinaciones de colores dudosos, cerámicas arriesgadas, atrevidas formulaciones de cualquier espacio, objeto u ornamento. Siempre me he preguntado cómo pensaban aquellos genios ayudar a curar a los enfermos mentales con semejante delirio de colores, formas, materiales y funciones. Yo diría que esos espacios más bien invitaban a la hilaridad que a la racionalidad mesurada, pero, oiga, yo no entiendo de todo eso…

Una vez allí, me dirigieron a un pabellón con un nombre religioso, lleno de monjas y de hombres vestidos con bata blanca. Algunos seguramente serían médicos; otros, con unas caras más peligrosas, debían de ser los celadores, y en medio de aquel trasiego estaban los enfermos. Muchos de ellos mostraban expresiones y gestos desconjuntados, algunos hablaban solos o incluso lanzaban discursos, mientras otros se rodeaban de un mutismo sepulcral, casi solemne. Todo ello impresionaba. Observándolos, me era imposible aceptar que David pudiera ser uno de ellos.

Cuando entré en lo que podríamos denominar recepción, ya sabe cómo son los modernistas, me recibió una afable monja que hablaba con el mismo sonsonete que debía de utilizar en sus oraciones y que respondía al nombre de hermana Úrsula. Tras las formalidades iniciales, le dije el nombre de mi Amado e hizo un gesto de interés.

—Ah, nuestro David, ¿es usted familiar suyo?

—Sí —dije, decidido a no sembrar duda alguna.

—Pobrecito, es como un ángel… a veces peligroso… sólo para él mismo —sonrió—, pero no mejora. Cuando vienen sus padres… ¿usted los conoce, verdad?

—Sí, mis tíos.

Y empezó a caminar con esos pasitos cortos que dan las monjas, que al final parece que floten, o mejor, que leviten. Me conducía hacia donde estaba David.

—Pues se van con el alma rota, los pobrecitos. Me parece que no los reconoce… aunque cuando se está así vaya usted a saber qué pasa por dentro del corazón o del alma. Algún bien le hará verles. Pero ellos se quedan rotos. La bendita guerra…

Mientras me iba hablando subíamos por una escalera retorcida que no sabía ascender. Perdone, exagero, es que no puedo con ello. Pues nos íbamos cruzando con algunos enfermos y con los familiares de visita que los acompañaban. A menudo gritaban o hacían muecas y te miraban con una expresión en los ojos que deambulaba entre la inocencia y el pánico. Finalmente entramos en una zona silenciosa y la monja Úrsula comentó:

—Aquí están los casos más difíciles. Es la treinta y uno. Normalmente son celdas para tres, pero ahora lo encontrará solo.

La habitación era blanca, recargada de cerámica también blanca, con un santocristo desmesurado en el lugar preeminente de la pared más grande, sobre los tres cabezales, rodeado por las fotos del dictador y de aquel ideólogo descuadrado y mártir, colocados ambos en estricta simetría y algo por debajo del símbolo religioso, faltaría más. Bajo éstas, y repartidas ordenadamente, tres espaciosas camas ocupaban la habitación, y al final de una de ellas, de espalda a nosotros, mirando por una ventana con unos barrotes que no parecían tales, vi a un chico acurrucado. Era él. Mi Amado. El centro preciso de mi universo.

—Hola, David, ángel mío, ha venido a visitarte tu primo…

Ninguna reacción. La monja me miró compungida:

—Es así —me dijo—. No sufra, no es nada peligroso. Cuando acabe, le espero abajo.

Y se fue cerrando la puerta como si no quisiera hacer ruido.

Yo estaba alterado. Allí, frente a mí, estaba la espalda torcida de mi Amigo Amado cubierta por un pobre jersey. Hacía unos gestos extraños con la cabeza, unos tics repetitivos, el pelo al cero, el cuello tieso, los músculos en tensión. Me moví lentamente para no asustarlo, hasta que pude verle el perfil… ¡Válgame dios! Mientras avanzaba un poco más, las facciones le dibujaban una mueca contrahecha. Los ojos vidriosos desmesuradamente abiertos, la boca torcida con la saliva cayendo por las comisuras, las manos cogidas, apretadas la una a la otra con gestos imprecisos y casi violentos. Estaba delgado, desfigurado. Yo no sabía qué decir. Me salió su nombre:

—David… Hola, David, ¿cómo estás?

Nada, ningún movimiento, ningún cambio de ritmo en sus tics espasmódicos.

Me acerqué pronunciando cuatro o cinco veces su nombre. Ninguna alteración, ningún gesto, ninguna señal. Como si mi voz rebotara en su cuerpo sin penetrarlo. A cada segundo que pasaba, el desánimo y la angustia invadían el espacio de serenidad que me había preparado durante las horas precedentes. Dentro de mí todo empezaba a ser una maraña caótica. Intentaba encontrar una vía para comunicarme con él pero cualquier acercamiento parecía barrado. De repente, un rayo de luz: recordé la fe que tenía Mercè en mi visita y cómo me repetía una y otra vez que cuando ella le decía mi nombre notaba que se calmaba, que mejoraba. Y lo dije:

—Germinal. Soy Germinal, David, Germinal, ¿te acuerdas de mí? Germinal…

No esperaba ningún resultado pero seguía repitiendo mi nombre. Y al cabo de un rato me pareció percibir como si algún cambio en su respiración hubiera roto el ritmo de la celda. Como si el sonido de mi nombre volviera, ahora sí, rebotado desde algún lugar misterioso de aquella mente.

—¿Me oyes, David? Soy Germinal, tu Amigo… —e iba repitiendo mi nombre y lo que me pasaba por la cabeza, pero sobre todo mi nombre, mientras me atragantaba de emoción y de pena.

Yo insistía, insistía, y en mi interior un vaivén de sentimientos contrapuestos me hacía debatirme entre la esperanza y el desespero. Si de repente me parecía percibir alguna mejoría, enseguida pensaba que eran imaginaciones mías y que las ganas de una respuesta, de un gesto, me hacían alucinar la señal de un cambio. Y fue entonces, cuando menos lo esperaba, cuando apenas me quedaba un hilo de voz y ya lo daba todo por perdido, cuando noté que la violencia de sus tics se amansaba de manera perceptible. Era cierto, no tenía ninguna duda. La voz me temblaba, pero volví a alzarla para insistir y repetir mi nombre una y otra vez.

—Soy Germinal, Germinal, David, Germinal…

De golpe, un gesto brusco, repentino, casi espasmódico. Después, una extrema quietud. Y más tarde los temblores y los tics se reiniciaron lentamente y aumentaron hasta hacerle vibrar todo el cuerpo. Y así, con un esfuerzo que parecía titánico, su cabeza empezó a moverse como para romper o estirar los fuertes lazos con el cuello. Se le marcaban los músculos y sus ramales tensos, temblorosos, rojos de tanta sangre que bullía por dentro. Más abajo, el cuello también parecía querer romper sus ataduras con la espalda, y se iba girando con una tirantez muscular inaudita. Intentaba volverse hacia mí. Su lucha me dejaba sin aliento. A medida que lo fue consiguiendo, milímetro a milímetro, pude verle mejor la cara.

Los ojos sin expresión no miraban a nada ni a nadie, rojos, acuosos. Y los párpados también rojos, irritados, se abrían y cerraban precipitadamente. Los mocos le caían de la nariz y se mezclaban con la baba de la boca. La frente, contraída, marcaba unas arrugas que parecían surcos. Válgame dios… Él seguía girando la cabeza, muy lentamente y con pequeñas sacudidas, mientras yo repetía mi nombre, de pie ante él, obsesivo, con las flemas de la emoción que casi me enmudecían pese a ir repitiendo:

—David, soy Germinal… Germinal…

No sé cuánto tiempo duró. Sin embargo, encadenando aquellos movimientos convulsos había conseguido quedar encarado a mí y convertirme en su referencia dentro del espacio blanco de la habitación. Ostras, lo tenía frente a mí, mi Amado, con la cabeza baja y los ojos dirigidos hacia mis pies, respirando forzadamente. Pero aún no había acabado. Siempre a pequeñas sacudidas, entre espasmos y movimientos minúsculos, comenzó a levantar la cabeza para mirarme, como si no pudiera girar los ojos y buscarme, como si para verme tuviera que alzar la cabeza entera.

El proceso fue largo. Yo estaba entre emocionado y estremecido al ver la violencia de sus gestos para lograr que las pupilas de sus ojos se dirigieran hacia mí. Inexpresivas, pero dirigidas hacia mí. Dioses del infierno, tenía su rostro frente a mí, las facciones con las que soñaba cada noche estaban allí, deshechas, retorcidas por vete tú a saber qué dolor insoportable. Me di cuenta de que yo estaba sollozando, diciendo cosas ininteligibles, y entonces traté de reencontrar la serenidad, mirándolo fijamente por miedo a que su mirada se descolgara de la mía.

—Soy Germinal, tu Amigo, Germinal, David, ¿me oyes? ¿Me reconoces?

Cuando conseguí calmarme, me senté en la cama de al lado, frente a él, mientras le seguía hablando. Fue entonces, sencillamente porque no sabía qué decir, cuando se me ocurrió contarle al detalle y día a día todo lo que yo había vivido con él y todo lo que sabía de su vida:

—¿Te acuerdas, David? Nuestras madres nos llevaban juntos a la playa, ya con pocos meses, a ti, a Joana, a Mireia y a mí, Germinal. Cuando las veían pasar, la gente del barrio decía…

Y hablé y hablé con él frente a mí, mirándome sin verme, oyéndome sin escucharme. Nada cambiaba en esa expresión, convulsa de tics. No sé cuánto rato estuvimos así, pero fueron horas. Cuando la monja Úrsula entró en la habitación sin avisar y diciendo algo que no entendí, se cortó en seco al ver que David me miraba.

—Ángel mío, pero si es la primera vez que le veo mirando a alguien desde que lo trajeron aquí…

Y continuaba exclamándose mientras yo procuraba no desclavar mis ojos de los de David. Tenía miedo de que se acabara el hechizo. Pero ella murmuraba que las horas de visita se habían acabado y que se tenían que respetar «a rajatabla», decía, y que al día siguiente podría volver, si así lo deseaba. ¡Por supuesto que volvería! Cogí las manos de David y, como si pudiera entenderme, le expliqué que dentro de unas horas volvería a su lado. Lo dejé caminando de espaldas, mirándolo hasta que la monja cerró la puerta. Fue un corte seco, un vacío repentino en los ojos y en el alma.

Mientras la monja Úrsula me acompañaba hasta la salida, no podía contenerse y contarles a todas las colegas que se iba encontrando lo que había pasado:

—David, el de la treinta y uno, ha mirado a su primo y parecía que le escuchaba, ha sido una visita milagrosa.

Todos hacían ver que se alegraban. A mí no me importaba lo que dijeran, pero entendí que si les caía bien las cosas serían más fáciles, y eso sí que me importaba. Mire, Lluís, ¿se acuerda de aquellos violines que le comentaba y que hacía tanto que no sonaban? Pues los oí de nuevo en mi interior. De regreso hacia el centro de Reus, yo estaba fuera del tiempo y del mundo. Alquilé una habitación en una pensión de mala muerte y me metí en la cama sin saber ni la hora que era. Me daba exactamente igual. No podía hacer nada mejor que meterme en la cama y rehacer punto por punto lo que había sucedido hasta que los pensamientos se confundieran con los sueños, y esperar a que el día siguiente llegara pronto. Sólo eso, que llegara pronto. Y si la monja Úrsula me encontraba cierto parecido con la pastorcilla de Lourdes, pues adelante con los leones, que si era preciso mearía agua bendita. Perdone…

Me debí de dormir muy tarde porque me desperté cuando en Reus el sol estaba casi en su zenit. Tanto daba, no tenía ninguna prisa, hasta primera hora de la tarde no me dejarían visitar a David. Mientras picaba algo, paseaba como un sonámbulo por las plazas del centro de la ciudad imaginando todo lo que le diría a mi Amigo esa tarde, cómo lo haría para despertar su entendimiento. Repetía las frases, elegía las imágenes, escogía los recuerdos.

Pero fue inútil. La monja me esperaba impaciente para decirme que había notado como si David estuviera un poco mejor, como si se hubiera calmado. Me acompañó hablando por los codos, aunque por el motivo que fuera no quiso entrar en la celda. David no estaba de espaldas, sino sentado en el lado de la cama que daba a la entrada, mirando al suelo.

—Hola, David, soy Germinal, no he venido antes porque por la mañana no permiten visitas. Soy Germinal, David, ¿me oyes? Germinal.

Estaba inmóvil, casi inerte, pero al cabo de unos segundos, mientras yo repetía mi nombre, con el mismo esfuerzo atroz del día anterior, empezó a levantar la cabeza hasta llevar sus ojos hacia mí. Yo ya tenía el corazón de nuevo alterado. Nada de lo que quería decirle me venía a los labios. Todo lo que había pensado, preparado, declamado a solas, se había fundido. Ni una frase inteligente o brillante, nada. Le cogí las dos manos y volví a declamar como un loro:

—¿Te acuerdas, David? Nuestras madres nos llevaban a la playa de la Barceloneta, a ti, a Joan, a Mireia y a mí, Germinal…

Y venga, volví a repetir todo lo que ya le había dicho el día anterior. Pensándolo bien, y pasado el tiempo, creo que quizá fue lo mejor que podía hacer: regalarle su vida, repitiéndola día por día por si encontraba un punto donde agarrarse y empezar a desovillar el nudo de su alma. Mientras se la repasaba, parecía que en sus ojos habitara un poco más de aliento. Quizá babeara menos, quizá los tics fuesen menos violentos, o quizá sólo fueran imaginaciones mías. Pero yo tenía la intuición de que mi Amado escuchaba con placer lo que yo le contaba, aunque su cuerpo no me lo supiera expresar, y yo me sentía como si se tratara de un monólogo teatral, bordando entonaciones ridículas y moviendo los brazos con exageración. Mientras pasaba el rato, los síntomas de mejora se hacían evidentes. O puede que no tanto, pero yo lo sentía así.

Cuando se consumió el tiempo de la visita, la monja Úrsula entró silenciosa para observar la escena y, sobre todo, la actitud de David.

—Es un milagro, Virgen del Señor, es un milagro lo que estás haciendo con tu primo. Ven, vamos a hablar con la madre, quiero contárselo para que te dé permiso para venir por la mañana, si puedes y quieres…

Y así fue, señor director, cómo la madre superiora, un poco más prudente que las monjas de a pie, me dijo que desde después del desayuno hasta las seis de la tarde podría estar con mi primo, si es que no tenía otras cosas qué hacer. Imagínese, contaba los minutos que faltaban. Fueron unos días preciosos, exultantes. De buena mañana me iba al trabajo, por decirlo de alguna manera, recuperando así una especie de confort en el corazón que hacía dos años que no sentía. En el Pedro Mata podía observar cómo se iba desvelando el Amigo que yo conocía, y de algún modo me sentía artífice de ello, o aún mejor, veía cómo el amor que me tenía podía más que todo el mal conjurado en su cabeza. Hasta que un día, pasadas unas semanas, llegó el instante mágico en que él me dibujó el esbozo de una sonrisa. ¿Sabe?, sus labios no sabían hacerlo, se le torcían, temblaban… Pero yo lo entendí, me sonreía.

Días más tarde, cuando una mañana le dije: «Buenos días, David, soy Germinal», hizo un gesto afirmativo con la cabeza, muy leve, muy tenue, pero el corazón me estallaba de alegría mientras le miraba a los ojos, unos ojos que parecían mirar con más viveza que en las jornadas precedentes. No cambié el guión que tenía aprendido, me daba miedo que variándolo desmejorase los resultados, y repetí: «¿Te acuerdas de la Barceloneta? Nacimos en el año 20, íbamos siempre juntos, Joana…».

Aquel día, cuando me iba, la monja me ordenó que pasara por el despacho del médico que lo trataba. Me lo dijo como si la petición de verme del doctor fuera algo importante y excepcional. Tuve que esperarme unos pocos minutos. Me recibió un hombre afable, el doctor Lluch, según rezaba el rótulo de la puerta modernista, evidentemente muy trabajada. Rostro colorado, poco pelo pero ordenado, un bigote delgado y bien recortado, muy típico de los vencedores, me hizo sentarme amablemente mientras me observaba y me dijo en un tono suave:

—¿Señor…?

—Guillaume —respondí recuperando el acento afrancesado.

—Señor Guillaume… —Hizo una pausa como cavilando lo que me diría—. Me parece que no hace falta que le explique que el efecto de sus visitas sobre el paciente es, podríamos decir, casi curativo, o como dicen todas las monjas, milagroso.

Hizo otra pausa y esbozó una sonrisa, como si quisiera establecer alguna complicidad.

—En apenas unas semanas, el enfermo ha avanzado lo que no habíamos conseguido en meses. Evidentemente, usted es libre de hacer lo que quiera, pero le he pedido que viniera porque considero que si continuase visitándolo es muy posible que… espere… —Miró una ficha amarilla que tenía sobre la mesa—. Que David saliera muy beneficiado.

—Yo, doctor, he venido expresamente de Francia para visitarlo y ayudar en todo lo que pueda. Cuento pues con que haré lo que más convenga, siguiendo su criterio con mucho gusto.

Trataba de ser educado, servicial, pero con un punto de distancia. Menudas tonterías, pero en aquellos momentos aún me parecía necesario ser prudente.

—La estima que David tiene por usted le está forzando a romper los muros en los que él mismo se había encerrado, quizá para protegerse. Esa maldita guerra… perdone… ha devastado a muchas personas, tanto por fuera como por dentro. Este centro está lleno de gente que todavía no ha podido superar los traumas vividos. David es uno de ellos.

Él miraba la ficha donde debía de estar anotado el historial, y bajando un poco la voz, como si tuviera miedo de que alguien escuchara secretamente, prosiguió en un tono más confidencial:

—Recuerdo, aunque no lo apunté en la ficha para no comprometer a nadie, que la madre de este chico me explicó el proceso que había sufrido a raíz de su paso por el batallón de fusilamiento. —Reflexionó un momento—. Según me dijo, por el batallón de Montjuïc, y por todo lo que tuvo que vivir allí. Un muchacho demasiado sensible para las barbaridades de una guerra… o más bien, para los actos necesarios en una guerra. Pero en cualquier caso y por los motivos que sea, ni su madre ni su padre pudieron ayudarlo como usted lo está haciendo. Insista, intente que se rehaga a través de los buenos sentimientos que tiene por usted, de los vínculos afectivos con los suyos y con el mundo, si es que puede decirse así.

—No se preocupe, doctor Lluch, nada podría hacerme tan feliz como ayudar a curar a mi primo, y le prometo que lo haré tan bien como sepa.

—Muy bien. —Y se levantó para darme la mano, acabar la entrevista y acompañarme hasta la puerta. Justo en el umbral añadió—: De todos modos, si continuásemos progresando como hasta ahora, estese atento a su estado. Yo también estaré pendiente, porque la mejoría también podría querer decir que sus defensas han bajado. No vaya a ser que eso lo dejara vulnerable y volviésemos atrás. Si ve o intuye cualquier cosa extraña, cualquier sospecha, hágamelo saber enseguida y sin problemas.

Le volví a dar la mano para expresarle mi acuerdo y me fui bajo la mirada lejana y atenta de la hermana Úrsula desde el otro lado de aquel espléndido pabellón, demasiado ornamentado y señorial para mi gusto. Me parece recordar que se referían a él con un nombre curioso, el de los Distinguidos. Yo estaba contento y agradecido. En esos momentos encontraba magnífica a cualquier persona que se ocupase de él, incluso si para recordar su nombre tenía que mirar una ficha amarilla.

No sabría precisarle cuantos días habían transcurrido desde la primera visita, pero recuerdo que por la calle oí a un vendedor de periódicos que, con La Vanguardia Española en la mano, proclamaba que París había caído en manos de los alemanes. Se me envenenó la sangre. Pensé en mi madre, en los amigos exiliados que malvivían en los alrededores de Sète, la razón que tenían algunos de ellos preparándose para la resistencia… Pero ni por un instante dudé que mi lugar, donde debía estar, era con David. Es decir, que le estoy hablando de algún día de mediados de junio del 40. Más o menos debía de hacer un mes que estaba en Reus.

Y al día siguiente mejoró. Y al otro todavía más. Y un día, cuando empezaba mi relato de siempre, llegó el prodigio:

—Hola, David, soy Germinal, nacimos…

Y oí un hilo de voz, aunque no había movido los labios, como si hiciera salir el sonido de muy adentro para musitar tan sólo un:

—Sí.

Ni le explico el cataclismo interior que sentí y que procuré disimular como pude. Aquella brizna de voz resonaba en mi cabeza, rebotando por las paredes del cerebro, y en pocos segundos el sonido se multiplicó hasta convertirse en un grito que me ensordecía, pero que a la vez me absorbía de un pozo espantoso para ascenderme hasta la luz.

—Ostras, David, ¿me conoces?

Sin embargo, la voz me temblaba tanto que no sabía si me había entendido. La respuesta tardó unos segundos pero sonó inteligible:

—Sí… Germinal… —Más que decirlo, parecía que construyera uno por uno los sonidos de cada sílaba—. Mi… Amigo.

Me quedé conmovido del todo, y sólo pude decir lo primero que se me pasó por la cabeza.

—¿Y te acuerdas de nosotros?

Un instante de silencio, como si el cerebro le tuviera que traducir lo que escuchaba. Pero él no respondía. Por unos segundos pensé que el cerebro se le había escapado, y el pánico a que no pudiera regresar ya me poseía. Aunque poco después, esbozó un movimiento afirmativo y un amago de voz:

—Sí.

Mi amigo parecía exhausto, pero yo no quería, ni podía, romper el hilo que hacía tan sólo unos segundos que nos unía. Quería saber hasta qué punto era consciente, si su memoria trabajaba o estaba vacía. Pensé que si lo dejaba descansar quizá se hundiría de nuevo en el lodo de la locura. Insistí:

—¿Y de lo que te he contado estos días?

Todavía un rato más, un gesto extraño en los ojos, como poniéndolos en blanco.

—Hay… cosas… sí… cosas…

Se expresaba con una dicción lenta y fluida, como si redescubriera cada palabra que pronunciaba con un esfuerzo agotador. Quise ayudarlo:

—Pues dime cuáles quieres recordar y yo te las contaré…

Los dibujos de las dudas le marcaron la frente. Yo, incrédulo, disfrutaba de esos instantes. Era como si después de meses de cielos encapotados pudiese asistir al nacimiento del primer rayo de sol, allí, en aquella habitación blanca en exceso, tratando de estirar un frágil hilo que nos tenía que devolver a la vida. De golpe, en su mirada explotó la chispa de una ilusión:

—La Escuela… háblame de la Escuela del Mar… cerca de casa… ¿verdad?

¡Ostras! ¿Le puedo decir que me emocioné sin parecerle un viejo reblandecido por la nostalgia? Y, en realidad, preguntarme por la Escuela del Mar era como decirme que el David que yo conocía estaba renaciendo. La cabeza me iba a mil por hora. Debía tomar precauciones. No quería que cualquier arista del relato pudiera herirlo en un momento tan delicado… y había tantas. Así que intenté restituirle todos aquellos años de colegio que ahora parecían tan lejanos, años en los que él había sido un atleta del conocimiento y del estudio magnífico. Lo hice como si fuera una fábula. Le hablé de él, de la Nausica, de los profesores a los que más queríamos, di algún rodeo para recuperar al señor Ramanguer y, al oír ese nombre, esbozó una sonrisa que se parecía a las que yo recordaba siempre en él. Era como una novela, pero no lo que yo le contaba, sino lo que vivíamos en esos momentos en una aséptica habitación del Pedro Mata de Reus, un lugar para dementes profundos que de golpe se había convertido en una nube llena de sueños.

Cuando acabé habían transcurrido varias horas, ya sabe cómo soy en este aspecto, y viendo que tendría que marcharme en breve quise prepararlo preguntándole:

—¿Te acordarás de todo esto cuando vuelva mañana?

—Sí.

—¿Seguro, David?

—Seguro.

Ya me había levantado, caminaba marcha atrás hacia la puerta para seguir mirándolo, cuando de repente vi que hacía esfuerzos para decirme algo. Me detuve expectante para oír qué me decía, poco a poco, haciendo aún un esfuerzo para pronunciar cada sílaba:

—Me llamabas Amigo Amado.

No pude responder enseguida, tuve que dejar pasar unos segundos porque tenía los reflejos aturdidos por lo que vivía y sentía.

—Sí —le contesté—. Tú siempre has sido mi Amigo Amado.

Y sus ojos se avivaron un poco más. Yo quería ir hacia él, pero…

—Hasta mañana, Amigo Amado —me dijo.

—Hasta mañana, Amado Amigo.

Y me obligué a partir volviéndome hacia la puerta.

Cuando al día siguiente llegué al Instituto, y aunque era domingo, el doctor Lluch me hizo llamar al pabellón de los Distinguidos para decirme que la mejoría era sorprendente y que el progreso de David aumentaba prácticamente hora a hora, incluso cuando yo no estaba, y que eso quería decir que se había desbloqueado algún mecanismo que lo hacía avanzar de una forma que quizá fuera definitiva. Parecía que aquel buen hombre quisiera darme las gracias. La monja Úrsula me guiñó el ojo mientras me explicaba afectada que el lunes no habría visita porque venía un gerifalte, «una autoridad», lo llamó ella, y que debía de ser muy importante porque inauguraba un pabellón. Hay que decir que en aquellos años cualquier cretino podía ser importante. Bien, si me lo permite, igual que ahora…

Yo encaraba las escaleras con zancadas poderosas, como si fuera a subir al cielo. Cuando entré, David me estaba esperando de pie con una sonrisa, y aún no me había acercado a él cuando me dijo:

—Hola, Germinal, mi Amigo Amado.

No sé, imagino que puede usted figurarse los huracanes que me aguijoneaban por dentro, el palpitar de la sangre que quería salir del cuerpo, el ahogo de un joven que volvía a reencontrar el deseo, las bocanadas de amor que no me dejaban respirar. Me acerqué a él tropezando, seguramente porque mi corazón también temblaba. Él tenía el semblante sereno, casi como era antes de todos los sinsabores: aquel aspecto melancólico y extraño que me fascinaba, el cuello recto, los ojos tan sinceros como misteriosos, los labios gruesos… Definitivamente ya era mi David. Por fin pude sentarme, y mientras recobraba la serenidad le pregunté qué quería que le contara, pero me interrumpió para decirme que el lunes no habría visita y que el martes viniera antes para poder hablar durante más rato. Las palabras surgían con toda naturalidad, tenía que hacer esfuerzos para olvidar que estábamos en el Pedro Mata y no frente al mar, junto a la Sarita, contándonos anécdotas del barrio. Volví a preguntar que quería que le contara y me pidió muy serio, como si ya lo tuviera pensado:

—Quiero que me hables de tus meses en el Ebro, en la batalla del Ebro. —Supongo que vio cómo se me ensombrecía el rostro porque enseguida añadió—: Si no te duele contármelo…

Cogí carrerilla para empezar un relato lleno de ausencias y prohibirme una versión dura que pudiera devolverlo a sus infiernos. Así que le ahorré los detalles más tenebrosos enfocándolo por el lado fácil de la convivencia entre los soldados, las anécdotas más festivas, las salidas nocturnas por el río con la barca… Digamos que le ofrecí una adaptación ligera en la que casi milagrosamente no moría nadie a mi alrededor. Él se lo tomaba como si fuera un cuento. Bueno, en realidad era un cuento, y dije tantas mentiras que se me tendrían que haber caído todos los dientes. Cuando inevitablemente se acercaban las partes finales más oscuras y sangrientas de aquella batalla, simulé que recordar el fin de esa hecatombe con todos los detalles todavía me era insoportable y, compungiendo la expresión de mi rostro tan bien como supe, le solté:

—David, no me hagas pasar por aquí, ya te lo puedes imaginar, aún me duele, algunos amigos… Venga, ya estoy harto, ahora te toca ti, ¿qué me quieres contar?

Hizo un gesto trastornado, sorprendido por el corte, como si no hubiera previsto que yo le pidiese que me hablara de algo. Se pasó un rato pensando, como si buscara. Al final, casi rojo, confundido, me dijo:

—Elige tú.

Yo estaba contento porque había evitado sumergirlo en el cataclismo sanguinario de los últimos días de la batalla del Ebro, pero oír su propuesta me revolvió la mente. «¡Háblame de amor!», pensé de inmediato. Deseaba tanto saber de sus sentimientos, tenía tanta sed de ellos… Sin embargo, su mente ya corría alterada buscando entre los recuerdos compartidos para escoger uno que le fuera emotivo. Habíamos vivido tanto juntos y con tanta intensidad que elegir se me hacía penoso, pero poco a poco una imagen concreta se fue imponiendo hasta quedarse sola ocupando todo el espacio: aquella noche lejana en que celebrábamos la llegada de un año nuevo, ahora no me haga decir cuál, allá en la playa de la Barceloneta, de noche, las llamas de una hoguera protegiéndonos del frío y los malos augurios, cuando de repente empezamos una conversación que me había carcomido la memoria todos esos años. La verdad es que yo no confiaba que David recordase nada de aquellos momentos a los que yo daba tanta importancia, pensaba que debían de haberse quedado ahogados entre todos los cataclismos que tuvimos que vivir después. Él me miraba, con los ojos abiertos y vivos, como esperando un reto. Y yo lo enuncié como si así fuera:

—Una noche en que, alrededor de una hoguera, necesitaba sacar todo lo que sentía por ti… —Vi que sonreía, pero no me intimidé—. Estábamos en la playa, y a pesar de las llamas hacía frío. Sí, una noche muy fría. Estabas desanimado porque empezabas a tener problemas en el ojo, ¿te acuerdas? Verte tan jodido hizo que tuviera unas ganas locas de decirte que te quería. Y lo hice atribulado, enredándome con las palabras, con miedo por no saber qué me contestarías. Ante mi angustia, tú hiciste como si no te hubiera dicho nada, sin demostrar sorpresa alguna, y sólo me respondiste que ya lo sabías. Ostras, me quedé tan cortado, desconcertado y sobre todo decepcionado por no haberte provocado un mayor fragor sentimental, que siempre me ha quedado pendiente la pregunta de si era verdad que lo sabías o sólo lo dijiste por acabar una conversación que te fastidiaba.

Estaba sonriente, receptivo, como si las sombras le hubieran huido del rostro. Y empezó a hablar con facilidad, como si las palabras reencontraran los resortes tanto tiempo dormidos.

—¡Ah…! Pues claro que lo sabía. ¿Te acuerdas cuando aquel barco se llevaba a Mireia a Argentina? El Estrella del Sur, ¿no?… Sus padres estaban a punto de subir por aquel pedazo de escalera pero Mireia me llevó a un lado. Yo le iba a dar un beso de despedida, porque pensaba que se trataba de eso, y sin embargo me miró fijamente, ya sabes cómo lo hacía, te medio amenazaba, y me dijo: «David, tú no lo ves porque no sabes verlo, pero hay una persona a la que le gustas más de lo que me gustas a mí, que te quiere de verdad y que te será leal para siempre, sean cuales sean tus sentimientos». Hablaba con determinación, sin dudar de lo que me decía. Yo no sabía por dónde iba, ¿me hablaba quizá de mi padre? Vi que hacía un gesto para señalar a alguien y al girarme para saber quién era te vi a ti, en medio de la gente. Se te distinguía magnífico porque estabas como iluminado, en el centro de un haz de luz, de un círculo de claridad que nadie perturbaba. Cuando volví a mirarla a los ojos, algo confundido, ya me estaba diciendo tu nombre: «Germinal, David, Germinal. Él te quiere como ninguna otra persona, no lo dudes». «¿Y cómo lo sabes?», pregunté, únicamente para digerir la sorpresa. «Porque Germinal te quiere en contra de todo, incluso en contra de sí mismo… y porque lo conozco más que tú y… porque soy tu pareja, y eso… no lo sé… se nota…». Yo iba a contestarle pero me cortó, como si no quisiera escucharme: «Fíate de él, no te traicionará nunca. Da igual cuáles sean tus sentimientos, yo le conozco: si tú le eres leal, él lo será contigo para siempre». Me cerró los labios con un beso y me dejó sin poderle decir que yo también sentía algo muy especial por ti. Se volvió agitada hacia sus padres, que la reclamaban, y fue la primera de la familia en subir al barco. Como era ella.

Mientras escuchaba a mi Amigo, yo recordaba con todo detalle la escena del barco en aquel decorado grandioso, el sol reflejado en un cristal que me molestaba para verlos. Ah, usted, Lluís, tiene que haber visto otra película de Fellini, E la nave va, ¿no? Bueno… No me mire mal… Dejémoslo.

Entonces David adoptó una actitud seria:

—Desde ese día dejé libres mis sentimientos para que te amasen. Hasta hoy.

—Pues Mireia tenía toda la razón —le dije mientras le cogía las manos y los violines se desplegaban hacia los agudos—. Te he querido siempre.

Y entonces me acercó sus labios para darme el beso más bonito que yo podía soñar. Largo, gustoso, sensual, profundo. Lo abracé, él también. Empecé a tocarlo, él también. Nos desabotonábamos mientras los labios gozaban encontrándose. Si la monja Úrsula llega a entrar nos habrían fusilado por mariquitas, pero no había prudencia en el mundo que pudiera calmar esa pasión. Le cogí el sexo, él, el mío, no tuvimos tiempo de desnudarnos del todo, aunque las pieles se reencontraron. Gimiendo, respirando a fondo, abrazándonos con fuerza, nos reconocimos después de todo aquel periodo de oscuridad, y espasmódicamente nos vaciamos hasta quedar agotados.

Nos miramos el uno al otro, como sorprendidos por lo que acababa de pasar, y rompimos a reír como lo que éramos: dos jóvenes enamorados y ahogados por una vida espantosa. Nos limpiamos sin vergüenza; yo disimulaba mi sexo, que habría deseado volver junto a él, mientras me reía a mandíbula batiente y David sonreía con timidez. Siempre había sido así. Parecía imposible. Aún ahora, cuando se lo cuento, me parece imposible.

Yo estaba orgulloso de mí mismo, no por el éxito de la curación que se me atribuía, sino porque en mi interior no dejaba de repetirme que su amor era tan poderoso que había conseguido sanar aquello que las medicinas y curas no habían remediado. Me sentía pleno. Me amaba.

Y poco a poco, entre sonrisas y recuerdos, llegó la hora de decirnos adiós. Pero fue sin tristeza, como si la seguridad del futuro que nos esperaba nos permitiera separarnos casi contentos. Nos dimos un beso y, mientras yo retrocedía hacia la puerta como cada día, para no perderme ni un instante de su mirada, me preguntó risueño:

—¿Vendrás el martes?

Le hice con la cabeza un entusiasmado gesto afirmativo.

—Es muy importante que vengas —insistió.

—¿De qué va…? —sonreí con curiosidad.

—Shhh… va de nosotros. Quiero repetir lo de hoy.

Y enrojeció.

Cuando salí del pabellón, aún sobre una nube, un grupo de enfermos estaba limpiando el patio, no fuera que las autoridades que al día siguiente vendrían a hacer el fachenda no lo encontraran lo bastante limpio. Encaramados a los árboles y a las farolas, unos soldados tejían un entramado con alambres y cordeles de los que iban colgando las banderas del aguilucho y la Falange, mientras en la fachada pintaban unas frases alegóricas a los «Muertos por la Patria y el Alzamiento Nacional». Los otros muertos, mis muertos, ya podían joderse.

De regreso a la ciudad me entretuve por las calles, distraído entre los recuerdos de la visita, que todavía me erotizaban, hasta que decidí sentarme en la terraza de un café de la plaza Prim para celebrar con un refresco las maravillas de aquel día. Cuando el camarero me trajo la granadina con un periódico, como corresponde a los locales de categoría, me enteré de que Francia había firmado el armisticio con Alemania. Corto y claro, Francia se había rendido. La zona sur y mediterránea había quedado bajo el control de un gobierno parafascista y colaboracionista que presidía un anciano de aspecto venerable y mentalidad de cuervo, y en cambio la zona francesa del norte pasaba directamente a control alemán. Un verdadero desastre, pero mi madre viviría en paz. Y, conociéndola, avergonzada. Eso debía de ser hacia finales de junio. Sin embargo, nada borraba la alegría que lucía en los labios. Definitivamente, Reus era la ciudad más gozosa que había conocido nunca. Si no me equivoco, todo había cambiado en algo más de un mes y medio. ¡Increíble!

Hacía ya días que era feliz tan sólo previendo el desenlace de todo aquello: nos iríamos a Sète, me decía a mí mismo, porque tenía que ser Sète, lejos de los lugares que a David le recordaran la pesadilla vivida y cualquier referencia que le hiciera volver atrás. «Ostras, cuando sus padres lo vean no se lo podrán creer». «Seguro que lo animarán a venir conmigo, y aunque por Francia corran malos vientos, convertiremos Le Paradis en nuestro refugio, llevaremos una vida de trabajo, sencilla, y en el centro de todo pondremos el amor que nos tenemos y la relación con la gente». «Arreglaremos ese bistrot, lo reformaremos y pintaremos hasta hacer de él un lugar donde podamos envejecer y ser felices». Me lo iba repitiendo con pocas dudas de que el destino tuviera otro camino. Imagínese, soñar es gratis y tan fácil. Ese lunes dejé pasar el tiempo buscando en los periódicos noticias de Francia mientras me preguntaba si el doctor Lluch le daría pronto el alta médica o si, por el contrario, querría asegurarse de que el progreso fuera aún más irreversible. Me daba igual, estaba dispuesto a disfrutar de Reus el tiempo que hiciera falta. Trataría de gastar poco, aunque en realidad el dinero no era un problema y no lo necesitaría hasta el día que viese a David salir corriendo de aquella institución para abrazarme.

Pero no fue así.

El martes, el inmenso patio engalanado estaba a reventar de guardias civiles, policía militar, secreta y todo tipo de buitres. En cuanto entré, me detuvo un guardia civil con un rostro más feo que ese sombrero puntiagudo y contrahecho que llevaba, y con la mala leche típica de su casta me pidió los papeles y me preguntó con desprecio qué hacía allí. Los demás guardias civiles que pululaban alrededor me miraban como si esperasen permiso para saltarme encima. Todo se tambaleaba en mi interior, pero intenté que nada en mi cuerpo o en mi comportamiento demostrase la menor señal de miedo.

—¿Adónde va?

Imposté mi acento francés.

—He venido de Francia para ver a mi primo.

—Documentación.

Traté de sacarme el pasaporte del bolsillo sin que me temblara el pulso. Lo iba a abrir por la página del visado, pero el tipo me lo arrancó de las manos con gesto brusco. Lo leyó todo como si le costara, otro civil se acercó murmurando expresiones ininteligibles para mí. Mientras tanto, veía movimientos extraños por toda la explanada, entradas y salidas huidizas del pabellón principal, gente con ademán turbio, vestida de forma diferente. Estaba claro que sucedía algo grave.

—¿Cuál es el nombre?

A cada momento me notaba más alterado.

—Germinal Guill…

—No, cojones, el nombre de la visita.

—Se llama David Baster.

En cuanto acabé de pronunciar su nombre, los guardias me rodearon como para impedir que me escapara. Como si sólo por mencionar a mi Amigo los hubiera puesto en estado de alerta. Pero ¿qué pasaba? Todos me miraban como si quisieran apalizarme.

Uno que parecía mandar más, me preguntó con el tono de mala leche adherido a la voz:

—¿Cuándo viste por última vez a este tal David?

—Anteayer —dije mecánicamente mientras la cabeza me iba a mil por hora elucubrando qué cojones debía de haber pasado.

—¿Y quién te daba permiso para entrar?

—La madre Úrsula y el doctor Lluch.

El civil se calló mientras los demás esperaban que decidiera algo. El tiempo adquiría otra medida.

—Tú —le dijo a un guardia que estaba a mi espalda—. Veme a buscar al doctor… ¿Lluch, has dicho? Y pregúntale si conoce a un tal Germinal Guillaume, y de vuelta te presentas al capitán Márquez y le informas de que tenemos retenido al último visitante del hijoputa…

Pero ¿qué era todo aquello? ¿Qué quería decir? ¿Por qué trataba de hijo de puta a David? ¿Qué había pasado el lunes? ¿Estaría bien mi Amado? De repente el mundo se me caía encima. Todo parecía irreal, una pesadilla. No tenía noción del tiempo que transcurría, pero antes de que me condujeran a otro lado se abrió el círculo verdoso que me rodeaba y apareció un uniformado más importante, se notaba por el ademán, los galones y las condecoraciones que lucía. Debía de ser el capitán Márquez, porque todos lo saludaron cuadrándose.

Me miró de arriba abajo. Cogió el pasaporte, y también empezó a pasar páginas hasta detenerse en el visado para iniciar la lectura. Mientras lo hacía regresó el guardia civil que había ido a hablar con el doctor Lluch y musitó algo al oído del que me había interrogado hacía unos instantes. Al darse cuenta, el capitán los miró inquiriéndoles:

—¿Alguna novedad?

Y el otro le contestó lo que me pareció mi salvación.

—El doctor Lluch confirma que lo conoce y que necesita verle, mi capitán, y dice que es una persona de confianza, sin ninguna responsabilidad sobre lo acaecido, mi capitán.

Yo no me atrevía a decir nada, sabía que mi situación pendía de un hilo y que si algo desataba las sospechas y empezaban a investigar era hombre muerto. ¿Pero qué cojones era «lo acaecido»? Mientras, el capitán jugaba con mi pasaporte en una mano, dándose golpecitos en la otra. Se volvió hacia el suboficial y señalándolo con el pasaporte le ordenó:

—Lo custodiáis hasta el despacho del doctor Lluch y cuando acabe que quede a nuestra disposición.

Dos guardias civiles se colocaron junto a mí, agarrándome cada uno de un brazo, y me dirigieron hacia la puerta principal del edificio. El gran vestíbulo estaba repleto de policía y unas cuantas enfermeras o monjas, no lo recuerdo bien, que fregaban arrodilladas en el suelo. A pesar de su esfuerzo, los mosaicos estaban demasiado rojizos. Sólo cuando pasé más cerca entendí que estaban limpiando restos de sangre que costaba eliminar. El pánico invadió mi cuerpo como una ráfaga. ¿Qué significaba todo aquello? ¿El edificio lleno de guardias, policías y militares, manchas de sangre en el suelo y David tratado de hijo de puta? Comprendí que en mi vida se estaba iniciando otra calamidad y empecé a sospechar hasta qué punto el abismo sería profundo.

Mientras nos acercábamos al despacho del médico, vi al doctor Lluch detrás de la puerta entreabierta. Él nos vio llegar y se levantó rápido, con la cara compungida. Vino hacia mí como si no viera a mis acompañantes. Se dirigió a mí directamente y me tomó de las manos, pero antes de decirme nada habló con una expresión seca a los dos guardias:

—Pueden irse, yo me hago responsable.

Los guardias hicieron ese movimiento típico de la duda momentánea pero no se atrevieron a oponerse al tono adusto y determinado del médico. Se detuvieron antes de traspasar la puerta. Él me puso la mano en el hombro mientras me empujaba hacia el interior del despacho, cerró con cuidado tras de sí y me hizo sentar. Yo debía de tener muy mala cara, porque enseguida se mostró preocupado por mí.

—Señor Guillaume. ¿Quiere que le dé algo para que se calme?

—Gracias, doctor, es cierto que todo esto me sobrepasa, pero lo superaré sin tomar nada.

—Muy bien, como quiera. Quiero expresarle lo mucho que lamento todo lo que ha pasado y…

—¿Pero me quiere decir qué ha pasado? —exclamé.

—Hombre… ¿qué quiere decir?… ¿No lo sabe? ¿Los civiles no le han contado nada de lo que sucedió ayer?

Ya no supe articular ni una sílaba más, tan sólo pude mover la cabeza en señal de respuesta negativa, porque presentía que tendría que escuchar la noticia más terrible, que ya resonaba en mi interior. El doctor Lluch tomó aire y, con una voz avezada a hablar en circunstancias difíciles, dijo sólo una frase:

—Ayer a mediodía su primo murió en un incidente desgraciado, imprevisible… Y terrible.

Probablemente esperaba que yo le dijera o preguntase algo. Fue en vano. Mi boca estaba paralizada, incapaz de articular ni una palabra. Entonces prosiguió:

—Todo iba bien. Las autoridades vinieron a su hora y los actos de la inauguración del nuevo pabellón se puede decir que avanzaban con todas las connotaciones típicas de estas ceremonias, ya me entiende…

Y oí cómo me iba explicando todo lo que había sucedido ese maldito lunes. A cada frase de su relato yo añadía la imagen de mi Amigo, tratando de entender sus pensamientos, representándome sus gestos… Y las explicaciones del doctor Lluch, lo que supe después y las imágenes que yo visualizaba son todo lo que ahora puedo relatarle.

Parece ser que media hora antes de la llegada de los facinerosos ya habían hecho formar a los pobres enfermos a la manera militar, a todos menos a los profundos, puesto que los consideraban «inconvenientes» y los habían encerrado en las celdas comunitarias. En el patio, las monjas no daban abasto porque los enfermos deshacían en pocos segundos la ordenada simetría que ellas habían configurado con paciencia. Los nervios afloraban. Los enfermos corrían entre excitados y juguetones, y las monjas persiguiéndolos perdían la compostura. Justo entonces entró la larga hilera de coches oficiales. De ella se separaron cinco lustrosos Opel negros, en los que debían de ir los gerifaltes, que encararon solemnes el corredor central del patio. Mientras tanto, resonaban las órdenes de los guardias civiles para ponerse en formación, los bramidos y exabruptos de los destacamentos militares para recibir como correspondía a los recién llegados, los ruegos de las monjas para que los enfermos volviesen a las filas, los golpes mal disimulados de los celadores, que ya actuaban sin miramientos… Todo se sumó. Los pobres sonados que aún corrían entre asustados, divertidos y desnortados se dieron cuenta de que allí pasaba algo diferente y dejaron de escabullirse para convertirse en curiosos espectadores de aquel desbarajuste. Las monjas aprovecharon ese momento de calma para repartirles banderitas patrióticas y comenzaron a agitarlas entusiastas esperando ser imitadas. Los lunáticos se añadieron, e incluso algunos gritaban vivas exultantes a no sabían qué, tanto daba.

La salida de los coches de los capitostes fue bastante satisfactoria, pero la retahíla de saludos protocolarios y la parafernalia de órdenes y gritos quedaron cortados de golpe por los cantos patrióticos que locos y monjas decidieron entonar por su cuenta y con gran desafinamiento. Al final, a pesar del desorden, fue todo tan aparatoso que todo el mundo se sintió confortado y satisfecho. A partir de ese punto las cosas ya fueron sobre ruedas.

Entre la patulea de autoridades había un ministro, un capitán general y más de veinticinco acompañantes, contando directores generales, oficiales, suboficiales y demás cretinos. Juntos formaban una hilera considerable. En medio de éstos, y un poco fuera de juego, había dos señoras que recibían todas las consideraciones de aquel compendio de virilidades. La del ministro, que desde que había bajado del coche ya iba envarada y con un rictus de conmiseración, que era lo que correspondía a la clientela de la jornada, y la mujer del capitán general, que parecía más atolondrada y, en coherencia con el cargo de su marido, mucho más guerrera. Esa desgraciada lucía una sonrisa y unas maneras que hacían pensar más en una erótica bajada de escalinata en cualquier cabaré de buena vida que en una resignada visita a un frenopático. El conjunto era imponente: la exhibición de poder de los recién llegados y la escenografía que se les había preparado. Las monjas hacían un saludo de media genuflexión a medida que los capitostes iban pasando y, detrás de ellas, los locos se las componían como podían levantando el brazo sin destreza ni simetría, sobreentendiendo que ya se había procurado colocar a los más extraviados en las últimas filas. Siguiendo a los botarates con mayor mando, entraron todos en la capilla y asistieron a una misa de oficio, lo que quería decir petulante y larga, con comunión, homilía, cantos… Los enfermos más incordiantes fueron separados y llevados hacia las habitaciones porque ya no se controlaban, y el peligro de que acabasen desluciendo la pompa religiosa era galopante. Se sucedieron sermones y discursos. No había ninguna diferencia entre las formas y los contenidos de uno y otros: el cura parecía un matarrojos envalentonado, invocando y rogando que la ira divina bajase a liberarnos de la presencia de los traidores a la patria y no sé cuántos disparates más, mientras el ministro, más diplomático y con un lenguaje más fino, solicitaba la asistencia divina para la ingente tarea de limpiar y purificar la patria. Estaba todo bien compensado.

A buen seguro, Lluís, ahora todo eso le puede sonar imposible. Tanto, que a pesar de que estoy intentando describirle un drama, yo mismo sonrío. Pero le juro que no exagero en nada, que era así y que en todo lo que estaba pasando no había ni una pizca de delicadeza, de buen gusto o de racionalidad. La brutalidad seguía campando entre bendiciones, lujos y plegarias.

Mientras tanto, la mirada de mi amado se volvió vidriosa. Algo se la había roto. Sus ojos siguieron el cuerpo de un hombre entre los acompañantes y en su interior se despertaron las serpientes más venenosas. Pero la retahíla de actos avanzaba sin cesar. El pabellón fue inaugurado por el ministro con una lápida donde se leía que él, en nombre del Generalísimo, en la fecha de tal y tal, declaraba inaugurado aquel espacio, muestra de la ilimitada generosidad hacia sus hijos de Francisco Franco Bahamonde. Si no fue exactamente así, seguro que se le parecía mucho. Nada que no fuera normal en aquellos tiempos de paranoias desatadas. Después llegó una comida colectiva en el gran comedor de la institución. Todo un acontecimiento. En la parte final de aquel inmenso y recargado rectángulo se instaló una tarima para los gerifaltes más significados. Unas banderas patrióticas situadas detrás de ésta en perfecta armonía indicaban que era el lugar de la presidencia. Los acompañantes civiles y militares se sentarían en las mesas más cercanas, para separar y proteger a la presidencia del resto de los comensales. Más hacia el centro, la dirección y el servicio médico de la institución; después, las monjas principales, y cerraban aquel cuerpo de comensales los suboficiales y soldados, que formaban una especie de cordón de protección ocupando un lado del pasillo central. Al otro lado de éste, las monjas a las que llamo de a pie, junto con los celadores, se habían repartido entre los locos para que éstos no provocasen ningún estropicio. David, junto a los enfermos de conducta más serena, estaba situado no muy lejos de los acompañantes y suboficiales, separados tan sólo por el amplio pasillo. Después de la bendición del cura, que debió de atravesar los alimentos a los comensales poco fanatizados, se inició la comida. Todo transcurría plácidamente. Cuando iban por el segundo plato, uno de los enfermos se levantó. Si alguien se hubiera fijado en él, si hubiese desconfiado, le habría visto bajo la manga derecha la punta brillante de un tenedor. Nadie se dio cuenta, y la monja Úrsula, que miraba complacida cómo cruzaba el pasillo, pensaba en el cambio que había dado ese muchacho tan bien parecido y que ahora debía de necesitar ir al lavabo. Esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción. Quizá le notó un hálito extraño en la mirada, como una niebla en los ojos. Sin embargo, el cambio que se había obrado en él era un milagro. Nada parecía fuera de lugar, cada uno iba a lo suyo, hincándole el diente a aquel trozo de pollo asado y exquisito que la mayoría no podrían volver a probar en mucho tiempo. El chico avanzaba por el pasillo con un caminar calmado, sin llamar la atención de nadie. Iba en dirección a los excusados por el pasillo central, que separaba a los enfermos y los vigilantes de los soldados y oficiales. De repente enlenteció un poco el paso, hasta que se detuvo para girarse hacia la robusta espalda de un oficial no demasiado importante, seguramente de los medianos, un poco gordo, como tantos otros, con el cuello grueso y el pelo muy corto. Se notaba que la ropa le apretaba bastante. Úrsula, que desde donde estaba podía ver al joven, no le dio importancia. Creyó que miraba cualquier detalle que le hubiera llamado la atención. Y no entendió lo que pasaba cuando, con un movimiento brusco y muy rápido, aquel muchacho levantó el brazo con un objeto reluciente en la mano. Pudo ver cómo su enfermo iba por detrás del oficial, cómo con el otro brazo le agarraba la cabeza y con una fuerza descomunal clavaba el tenedor en la garganta de aquel militar y la movía de un lado a otro del cuello. La sangre brotó a borbotones. Los soldados y los oficiales gritaban, se levantaban asustados, se abalanzaban sobre él, pero la monja Úrsula, que estaba de pie, podía ver cómo aquel joven no dejaba la cabeza del militar y seguía hurgándole en el cuello con el tenedor. La sangre chorreaba sobre las blancas servilletas del banquete. Y de repente sonaron tres disparos de pistola, uno y otro y aún otro más. Pero el chico no soltaba a su víctima. Se oyeron hasta diez disparos. Aquel joven se desplomó sin vida, dejando caer todo su peso como una maldición sobre el oficial ensangrentado, sin conocimiento, quizá muerto. Empezaron las carreras, los compañeros del militar se lo llevaron en brazos, siguiendo a unos médicos de la casa que corrían indicando el camino hacia la enfermería, al otro lado del gran vestíbulo, entre gritos, maldiciones y sillas que se caían. En el suelo quedó un surco ensangrentado, pisado por las botas de los que se llevaban al oficial. Mientras tanto, un corro de militares rodeaba al chico, al asesino, caído sobre el pavimento, para asegurarse de que estuviera muerto. Todos con el espanto y la sorpresa en la cara. La mujer del ministro rezaba llorosa y la más ligera, la del capitán general, chillaba descontrolada por un ataque de histeria.

David estaba muerto.

—Cuando después de cortar la hemorragia del oficial —continuaba el doctor Lluch— se lo llevaron con uno de sus coches hasta el hospital de Reus, los médicos pedimos que nos trajeran al agresor, a su primo. Pero no quisieron hacerlo. Enfadados como perros, renegaban sin escucharnos. Preferían que se quedará en el suelo, bañado en aquel charco de sangre; la rabia podía más que la caridad. El doctor Costa y yo fuimos a verlo allí mismo, donde estaba tendido, por si se podía hacer algo, pero sólo pudimos certificar su muerte. De las siete balas, al menos dos eran mortales de necesidad. Lo siento, lo lamento de verdad. Imagino cómo debe de sentirse usted.

El doctor Lluch hizo una pausa por si quería pedir algo o hacer algún comentario. Pero yo seguía sin ánimo ni voz.

—Me parece que intuyo la medida de su dolor, y antes de que se vaya querría decirle una cosa. Yo sé que cuando se marche de aquí usted se hará muchas preguntas. Muchas y duras. Sepa, señor Guillaume, que sólo hay una respuesta. Usted le dio los únicos días de luz desde que acabó la guerra. Gracias a usted volvió a sentir, a querer, a comprender… y, si me lo permite, me atrevería a decir… que lo amaba a usted con una fuerza inaudita, la que necesitó para superar su cataclismo interior. Se lo puedo asegurar, más que a un hermano.

—¿Podría verlo? —me escuché decir.

—No, lo han prohibido y no puedo hacer nada, me jugaría la carrera, señor Guillaume.

En medio de un dolor lacerante, vi cómo el doctor se levantaba para darme la mano y me daba el pésame. Parecía sincero. Después le pidió a un celador que me acompañara.

Yo no estaba allí, el sentimiento de no existir, caminas, haces, miras… pero todo es mentira. Sencillamente, no estás. No sé si supe despedirme de aquel médico bueno. Di unos pasos siguiendo al celador, abúlico, indiferente, pero los dos civiles que me habían custodiado al venir se me pusieron uno a cada lado y me llevaron así hasta fuera del edificio. Volví a sentirme en peligro, aunque ya me daba igual todo. Cruzamos la explanada entre los soldados y las monjas, que trataban de poner orden, y proseguimos hasta un rincón del patio, donde estaban el capitán Márquez y unos guardias civiles de menor graduación.

Mi rostro debía de reflejar el espantoso dolor que sentía, porque aquel hombre me miró y guardó silencio unos segundos. Las lágrimas me caían por las mejillas y ya me daba lo mismo lo que eso pudiera comportarme. Pero el oficial cavilaba, tenía mi pasaporte en una mano y seguía utilizándolo para darse golpecitos en la otra. Cuando abrió la boca, sin dejar de mirarme, fue para decir un nombre:

—¡Enrique!

Uno de los que estaba a unos metros se puso firme y contestó eso de:

—Sí, señor, a sus órdenes, señor.

El capitán, siempre dándose golpecitos con el pasaporte, ordenó:

—Lléveselo al cuartel y reténgalo has…

Algo detrás de mí lo hizo detenerse, y estaba muy cerca porque sentí el contacto de una mano que se me posaba con suavidad en el hombro y, saltándose las reglas de aquella situación, me apretaba para que me volviera. Cuando lo hice, la monja Úrsula se lanzó a mis brazos, así, tal como se lo cuento, y nos fundimos en un largo abrazo en el que los dos sollozábamos sin sabernos controlar. Al final ella se separó y, secándome las lágrimas cuidadosamente con la manga del hábito, me dijo:

—Gracias, hijo. No ha sido culpa tuya. Al pobrecito el demonio lo descarrió.

Y empezamos a hablar como si a nuestro alrededor no hubiera nadie.

—Pero ¿cómo pasó? Lo dejé…

—No sé, hijo, todo iba bien y de pronto se lanzó sobre aquel pobre hombre. Dios mío, qué horror. Imagino que se ensañó con él como podía haberle tocado a cualquiera. Menos mal que parece que a pesar de todo se salvará. Está en el hospital. Ahora, algunas de nosotras iremos a visitarlo y a rezar por su salvación. Garcés, se llama el bendito. Pero, dios sea loado, los médicos aseguran que vivirá. No sufras, hijo, a tu primo David dios lo habrá perdonado.

Suspiró profundamente y volvió a lanzarse a mis brazos durante unos segundos. Después se separó de golpe y se fue como avergonzada. Yo estaba sumido en una confusión absoluta, porque ese nombre me había atravesado el cerebro como un relámpago. Cuando me volví tenía náuseas. Los ojos emocionados de aquel capitán no sabían nada del odio que ya me quemaba. No sé qué debió de recordar el capitán Márquez o qué extraña fibra de la sensibilidad le habíamos tocado. Pero me puso resuelto el pasaporte en la mano y dijo con aquella voz que hacemos los hombres cuando queremos disimular la debilidad:

—Váyase.

Y así fue como, gracias a las lágrimas de una monja, salvé la piel. Cuando ya no tenía ningunas ganas de salvarla.

David estaba muerto, Lluís, y yo no pude verlo. La ausencia de esa última imagen me ha perseguido hasta ahora. No puede imaginarse la fuerza, el alcance de ese vacío. Aún hoy daría lo que fuera por haber podido decirle adiós o dibujar en el suelo de donde fuera que estuviesen sus huesos nuestras dos AA. Pero no pude hacerlo y la falta de esa despedida ha pervivido siempre dentro de mí como una herida abierta.

Sus padres tampoco pudieron. Hasta donde yo sé, pidieron su cuerpo pero no quisieron dárselo. ¿Se lo puede usted creer? Mi madre me contó más tarde que, no mucho antes de morir, Mercè viajó a Reus para indagar si el nombre de su hijo, o ni que sólo fuera la fecha del día de su muerte, estaba registrado en una lápida o cruz de algún cementerio. Recorrió también todas las iglesias de la ciudad por si se guardaba algún documento con su nombre. No se ahorró ir hasta la Capitanía General de Barcelona y el Gobierno Militar de Tarragona, pero no pudo encontrar ningún indicio para seguir ni señal donde poder llorar.

No he visitado nunca más aquel lugar en el que encerraban a los locos. Sé que está en uso y, sin embargo, jamás me he visto con ánimo de volver.

Bien, señor director… Eso de llamarle señor director ya no me sale como al principio, cuando engolaba la voz con un poco de afectación para hacerlo sentir incómodo. Pues bien, Lluís, ésta es mi historia. La de verdad, la que me importa, acaba aquí. Sólo me queda otro día para estar con usted, para añadir otro episodio.

En realidad podría ahorrármelo, para mí es secundario. Quizá también lo será para usted. No lo sé… Pero quién sabe si le conviene escucharlo. Lo espero la semana que viene, dentro de seis días y a la hora de siempre. Si le parece, podríamos dejar el café para el próximo día. Hoy me he extendido mucho y se ha hecho tarde. Venga, lo acompaño hasta la puerta.