Vigesimocuarta grabación

VIGESIMOCUARTA GRABACIÓN

No habían pasado demasiadas semanas desde que envié aquella carta cuando recibí la respuesta que me remitía Mercè. Enseguida me llamó la atención que el matasellos era de la poste de Perpiñán: la mujer había conseguido que alguien la llevase hasta la capital del Rosellón para que nos llegase sin pasar la censura. Ya se puede imaginar cuán ansioso estaba por encontrar allí unas palabras de David que me curasen de tanta nostalgia. Pero aquella carta no contenía nada de lo que mi corazón anhelaba. Eran cuatro hojas escritas con letra pequeña y aprovechando todos los espacios en blanco en las que Mercè relataba el calvario sufrido por su hijo. Detallaba la evolución, las circunstancias, los nombres propios, su abatimiento progresivo: primero el desespero, después el descontrol y finalmente la locura.

Describía la ejecución de la Bernard y de los demás con una precisión cuasi enfermiza. Parece ser que cuando el ejército les devolvió a David, ya irrecuperable, su último compañero, Víctor, pasaba muchos días a visitarlo. Paso a paso, como en una pesadilla, aquel chico les reconstruyó la historia de todo lo que había sucedido desde el primer día que se presentaron en el castillo de Montjuïc. A medida que leía aquellas hojas, sentía cómo la poca fortaleza interior que todavía conservaba indemne se me rompía en pedazos. El desconcierto de las situaciones que mi Amigo debió malvivir, la facilidad con que yo podía imaginar el debilitamiento de sus instintos de supervivencia, todo, en definitiva, se me aparecía como un descenso a los infiernos.

De todo el espanto que tuve que leer, quizá lo que más me conmovió, y seguramente porque me comprometía, fue cuando me contaba que, intentando hacer reaccionar a su hijo, un día tomó mi foto, que él siempre guardaba en la cartera, y, mientras le repetía pacientemente mi nombre, la colocó frente a sus ojos esperando que le causase algún efecto. Con aquella letra menuda me describía emocionada cómo le pareció que se atenuaban las «contracciones espasmódicas» de David, lo decía así, y cómo también parecía que prestase atención a su voz. Aquel espejismo, continuaba, sólo duró unos segundos, pero fue como si un trazo de serenidad le iluminase el rostro.

Desde aquel día, cuando veía a su hijo en un punto de no retorno más acusado, le enseñaba la foto diciéndole mi nombre, y me aseguraba que un aliento de vida parecía invadir sus ojos. Hacia el final de la carta también me contaba que hacía poco habían decidido ingresarlo lejos de Barcelona, en un centro donde les daban algunas esperanzas de curación. Acababa rogándome que, si en alguna ocasión tenía la oportunidad de volver a Barcelona sin ponerme en peligro, no dejara de ir a verlos y así me dirían dónde estaba David para que pudiera visitarlo. Que ella y Màrius me esperarían en casa, en el lugar de siempre. «Tu casa», añadía.

Mire, Lluís. Tiré la carta y comencé a correr, a correr, y correr… En Sète oscurecía pero en mi corazón ya era noche cerrada. Me dolía, como si fuera a romperse. Yo iba por la calle murmurando quejas que me salían de muy adentro. Cuando llegué al final del puerto me encaramé a unas rocas, al norte del espigón, y rompí a llorar a gritos. El dolor me era insoportable. Las imágenes que mi cerebro imaginaba sobre David y todas las circunstancias que acababa de descubrir eran una tortura. No le sé explicar la intensidad del ahogo que me paralizaba y, si me lo permite, tampoco creo que usted pueda.

No sé cuántas horas estuve así. Cuando se me acabaron las lágrimas caí desfallecido entre las rocas. Sólo recuerdo que, cuando el sol y el ruido del puerto querían desvelarme, una voz dentro de mí me decía que siguiera durmiendo, porque abrir los ojos y saber que todo era cierto sería mi peor infortunio.

Cuando volví a casa, mi madre me esperaba con la carta de Mercè en las manos y en cuanto me vio entrar se levantó para abrazarme.

—Germinal, lo siento, hijo mío, sé cómo te sientes. —Yo no era capaz de decirle nada, sólo hacía que no con la cabeza—. Sí, Germinal, sé cómo te sientes, yo lo sé todo, desde el inicio. Y Mercè también. Sé lo que sientes, el dolor, la angustia, los conozco mejor que tú mismo.

Me abrazó para dejarme llorar entre sus brazos, acariciándome como a un animal herido.

¿Lo había entendido? ¿Mi madre me estaba diciendo que ella y Mercè sabían los sentimientos que David y yo nos profesábamos? ¿Era eso lo que me quería dar a entender? En otro momento quizá me habría hecho sentir, cómo lo diría… ¿violento? Pero con aquella extrema fragilidad, sentir la comprensión de alguien, tener la compasión de mi madre por el dolor que me corroía fue un cobijo inesperado. En todo caso, debo confesarle que, pese a su ayuda, caí paralizado en una extraña prisión en la que cada recuerdo, cada imagen que rememoraba se convertía en un nuevo barrote de una reja indestructible.

Viéndome sin aliento, desde ese mismo día Marie tomó el mando de la situación y, dejándome de lado y sin decirme nada, comenzó a urdir una estrategia que en pocos días daría unos frutos sorprendentes. Se lo explicaré dentro de unos minutos. Pero mientras tanto Alemania iniciaba unas operaciones militares en los Países Bajos y en Bélgica que serían el preludio de la invasión de Francia. Yo diría que debía de ser sobre mediados de abril del 40, pero esto lo tendrá que confirmar usted, no sea que mi memoria le engañe. Lo cierto es que si bien muchos franceses se inquietaban por el futuro, realmente confiaban en una línea de fortificación defensiva que llamaban la Línea Maginot, y que el magnífico mando francés calificaba de inexpugnable. Pero, oiga, si continúo me meteré en aguas movedizas, o sea que corto.

Yo veía cómo mi madre cogía mis documentos y se marchaba dejándome al frente del bistrot. Ya le he insinuado que, cuando ella no estaba, Le Paradis más bien parecía un purgatorio. Y no sólo por mi culpa. Mi abuelo, Gilbert, estaba llegando allá donde finalizan los caminos, y Béatrice, la abuela, lo acompañaba sin dramas, plenamente consciente de aquel último trayecto, rodeándolo de complicidades y cuidados.

Por mi parte, el paso de los días consiguió que la pena fuese dejando de agarrotarme y pude comenzar a respirar. Me ayudaba un deseo que poco a poco se fue volviendo inaplazable: atravesar las montañas para regresar clandestinamente a Barcelona, saber dónde se encontraba David, llegar a su lado y vivir o morir con él. Era evidente que la situación política estaba enloquecida en uno y otro lado, pero yo ya no podía esperar a que el mundo se curase de tanto desvarío.

En esta tesitura, tan sólo un sentimiento me vallaba el camino: tener que abandonar a mi madre otra vez, como cuando fui al Ebro. Pensaba que esa mujer ya había sufrido demasiado y no resistiría un nuevo embate, pero al mismo tiempo no me quedaba otro horizonte que no fuera marcharme. Un día, al anochecer, mientras ella ponía la mesa, intenté iniciar la conversación tan delicadamente como supe.

—Madre, no querría herirte ni que te lo tomes a mal, pero después de pensarlo estos días, me parece…

—Que te tienes que ir, Germinal; no hace falta que le des más vueltas. Sé que debes marcharte, hijo. En realidad hace días que esperaba que me lo dijeras. Yo hice el mismo camino hace veintiún años, y no me perdonaría si no lo hubiera intentado.

Así, sencillamente y de golpe. Es muy curioso, Lluís: cuando los nudos se deshacen de una manera tan generosa y simple es cuando más sientes la fuerza extraordinaria de los vínculos. Le besé las manos mientras le juraba que pensaría en mi salud y seguridad, que no se preocupase, que regresaría tan pronto como pudiera, que trataría de que los policías franquistas no me fueran detrás. Pero cuando me oyó decir esto me cortó con un deje de orgullo en los ojos:

—No vendrán detrás de ti. Estos días que me veías yendo de un lado para otro, cargada con documentos y papeles, te he preparado las cosas y ya está todo arreglado. Me parece que muy bien arreglado. No has de preocuparte, Germinal, aunque deberás ser muy prudente.

Tenía la expresión muy viva, impaciente. Hizo una pausa y bajó la voz como si me explicase un secreto:

—Maurice, el jefe de la gendarmería de Sète es un buen amigo mío. Bueno, en realidad de adolescente me pretendía, y el pobre me ha ayudado hasta donde ha podido. Dice que tal y como va la situación allá abajo y tal y como pinta aquí arriba, tanto da arriesgarse un poco. Espero que no se haya puesto en peligro…

Una luz resplandecía en sus ojos. Sabía que me sorprendería y estaba como risueña:

—El caso es que a partir de ahora tendrás un pasaporte francés donde constarás como Germinal Guillaume Vallois, mis apellidos de soltera. No ha cambiado tu nacimiento en Barcelona, aunque quizá tampoco hacía falta porque con este nombre allí abajo nadie te encontrará en ningún documento que te comprometa o que te relacione con tu padre. Me ha dicho Maurice que con este pasaporte ahora sólo nos hace falta ir al consulado español de Montpellier y pedir un visado. Y que si no sospechan nada te lo concederán fácilmente. También me ha advertido que ni a ti ni a él os conviene enseñar este pasaporte a nadie, ¿me oyes bien? Ni a ti ni a él, ¿de acuerdo? Que lo escondas hasta el día en que te lo pida la policía de la frontera española y que por aquí vayas con los papeles normales de refugiado.

Calló, como esperando que le confirmara que lo había entendido. Yo movía la cabeza mientras contemplaba su mirada traviesa, divertida. Levantó la mano para acariciarme los cabellos y continuó:

—Serás un muchacho francés que naciste en Barcelona y que has bajado para visitar a un familiar enfermo que tienes en la ciudad, el mismo David. Porque Maurice me dice que debemos preparar una historia creíble y aprenderla de memoria, que no digas demasiadas mentiras porque si te hicieran un interrogatorio a fondo acabarían pescándote. Que vas a visitar a un primo de segundo grado enfermo con quien compartiste la infancia y que es como un hermano para ti. También recomienda que este mismo argumento lo presentemos ya en el consulado a la hora de pedir el visado…

Bajó todavía más la voz. Tanto que yo tenía dificultades para oírla:

—Hijo, te he preparado unos cuantos francos para el viaje. Son más de los abuelos que míos. Con esto podrás comer unos meses y, escúchame bien, también deben servirte para que traigas a David hasta aquí. No te lo pienses ni un momento: si puedes, sácalo de allí. Te he cosido el dinero en los pantalones marrones, que son los que deberás ponerte al menos durante el viaje.

Esto último casi no lo oí. Después retomó su tono habitual para continuar hablándome animosamente de todas las minucias que me había preparado mientras yo la escuchaba emocionado, casi a punto de echarme a reír. Me había conseguido algo inimaginable: un pasaporte medio falsificado por la máxima autoridad policial de la gendarmería de Sète. Era evidente que Maurice guardaba frescas en su memoria las emociones adolescentes que sintió por Marie, cuando jugueteaban entre las redes. Conociendo a mi madre, había otro aspecto que me emocionaba: comprobar que su respeto por mis sentimientos era más fuerte que el instinto de querer tenerme a su lado. Esto, en aquellos momentos, me alentó mucho.

Le puedo asegurar que no pasó ni un mes y ya lo tuvimos todo preparado. En el consulado español de Montpellier no pusieron ninguna traba, sobre todo tras leer la carta de recomendación de Maurice, que mi madre se sacó del monedero, mirándome de reojo, puesto que yo no sabía nada. Causó un efecto inmediato. De aquel antiguo pretendiente suyo también dependía la vigilancia del puerto de Sète, y demasiado a menudo debía resolverle problemas oscuros al distinguido cónsul cuando los barcos españoles o alguno de sus marineros provocaban situaciones irregulares.

La exposición de los motivos por los cuales yo viajaba a Barcelona la escribió el mismo cónsul a mano, al dorso del visado, y se remarcaba que era «por motivo familiar grave». Más abajo especificaba el nombre de a quien iba a visitar: «David Baster Roca, primo gravemente enfermo…». Sellos, títulos honoríficos consulares y su firma personal llena de sinuosidades me avalaban. En aquellos tiempos no era poco. Mientras nos entregaba los papeles nos insistió en que lo hacía como acto de agradecimiento «a Monsieur Maurice, gran amigo de España y mío personal». ¡Hala, y a correr!

De vuelta hacia Le Paradis, mi madre quiso que pasáramos a dar las gracias a Maurice. Hablaba como si fuera un cualquiera, pero aquel señor ostentaba el cargo policial más importante de Sète y de su puerto, ahí es nada. Nos recibió afable en su despacho austero pero lleno de diplomas hasta la obsesión. Me dio unos cuantos consejos con actitud paternal mientras miraba de soslayo a Marie Guillaume con unos ojos que chispeaban brasas todavía encendidas. No quiero hablarle de ello mucho más, pero a guisa de anécdota le diré que la historia entre ellos continuó y que antes de cuatro años tuve un padrastro.

El día de la partida hacia Barcelona, mi madre me acompañó a la estación sin dejar de recomendarme prudencia, que sobre todo pensase que iba a un país militarizado y policial, donde imperaban valores nazis y del cual se contaban barbaridades. Me insistía en que no hiciera nada que pudiera comprometer a David porque él no se podía valer, y que le dijera a Mercè que tenían las puertas abiertas de par en par por si ella y Màrius también querían subir.

Mientras arrancaba el tren, desde la ventana bajada yo la miraba a los ojos orgulloso de quererla. Formaba parte de una clase de gente que había pasado de todo: guerra, hambre, privaciones, represiones, pero que aún conservaba la espalda erguida, la mirada digna y era capaz de sonreír. Porque, ¿sabe?, ¡nos dijimos adiós sonriendo!

Esto pasaba el 9 de mayo, la vigilia de una efemérides en la Historia de las guerras: el día en que las tropas teutónicas de la bombilla fundida se pasaban la Línea Maginot por la entrepierna y terminaban con la Francia libre. Ya le puedo avanzar que, si la invasión alemana se hubiera producido unos días antes, y no me juzgue mal, me habría marchado igualmente. Me parece que en la última entrevista ya le hablé de mis sentimientos respecto a la nueva guerra que comenzaba.

Es cierto que mi madre me había inculcado el orgullo de mi sangre francesa, pero, qué quiere que le diga, el recuerdo de la frontera cerrada a cal y canto en los Pirineos, cuando los que luchábamos por la república legítima necesitábamos más ayuda, me envenenaba. El gobierno de la muy republicana Francia requisaba las armas que nos enviaban países y organizaciones de todo el mundo acumulándolas en depósitos gigantescos, donde se oxidaban, mientras dejaba caer la República española en manos de los fascistas europeos. Y aún peor, haciendo ver que se creían la neutralidad que, bajo sus podridas narices, era permanentemente violada por sus actuales enemigos. Pues todo esto y más me había dejado unas marcas demasiado profundas… Me altero de nuevo y además ya le he hablado antes de todo esto, perdone. Digamos que mis ideales solidarios con aquella Europa se habían hundido en el Ebro. Dicho esto, también le confesaré sin tapujos que incluso si el mundo no hubiera enloquecido, mis prioridades de aquellos momentos, mis sentimientos, sólo conducían a un camino, y éste iba justo en dirección contraria, hacia el sur.

Todo lo que siguió fue bien sencillo. Quizá le convendría más un viaje accidentado y tétrico para el guión de su proyecto, un reencuentro lúgubre con el fascismo y con mi país, pero no fue así. En Portbou los documentos sirvieron perfectamente, y no diré que encontré a policías, aduaneros y guardias civiles amables porque mi odio por todo lo que representaba aquella gente no tenía medida.

Ahora, con ochenta y siete años, me resulta extraordinariamente curioso recordar cómo, tras cruzar la frontera con sólo veinte, sufría ahogos de nostalgia, tal si fuera una eternidad la que me separara de los momentos vividos hacía poco más de un año.

Muchas horas después, mientras el tren se abría paso a golpes de pito, humo y estrépito de vías entrecruzándose, las naves, ruinas y casitas del Poblenou me devolvían imágenes, sentimientos, sensaciones… en un abanico de percepciones desconocidas que me provocaban un desánimo desconocido hasta entonces. Me sentía casi viejo. Conmovido. La locomotora resoplaba y rechinaba, con aquel roce agudo de los frenos cuando se detenían esas toneladas de chatarra. Ya había llegado; ya estaba en mi estación de Francia.

Lo escrutaba todo mientras vigilaba miedoso. Los policías, militares y guardias civiles se movían por todas partes, como si quisieran que se los viese permanentemente. Lo cierto es que no pararon de pedirme la documentación, como ya habían hecho en el tren, sobre todo entre Figueres y Girona. Pero, ya fuera por el escrito del cónsul al dorso del visado grapado al pasaporte o por hablar español bastante bien pese a mi nacionalidad extranjera y un fuerte acento que lo delataba, notaba que caía simpático y no sufrí ningún incidente que remarcar. La imitación del acento afrancesado de mi madre me ayudaba. Y, pasados los momentos de incertidumbre, hasta me divertía.

Pude comprobar los cambios de banderas, símbolos, uniformes y algo más que al principio no sabía definir: una grisura que invadía la ciudad por más que brillase el sol y deslumbrara casas y personas. Una ciudad gris, sin matices. Y la Barceloneta, ¡ah, mi Barceloneta! Apenas comenzaba a restablecerse de las heridas de los bombardeos. La gente andaba como atareada por en medio de los escombros y de las nuevas edificaciones. Se la veía muy mermada. Pese a la propaganda del Régimen se seguía pasando hambre, la que imponían el racionamiento y el estraperlo. Yo también andaba deprisa. No quería reconocer a nadie ni que nadie me reconociera, ni tampoco entrever la playa, ni pasar por la calle del Mar. Qué quiere, me daba miedo desmontarme en cualquier momento. De vez en cuando, alguna cara me parecía familiar, pero las rehuí, no quería levantar la liebre ni correr ningún riesgo.

Y allí, al final de todo, sola, pequeña, mal repintada, frágil, diría que como encogida, estaba la casa de David. Un nudo atenazaba mi garganta y a medida que me acercaba notaba como se me descontrolaban los sentimientos y las lágrimas, hasta que me encontré ante la puerta. Iba a levantar el brazo para llamar, pero sentí el impulso de entrar directamente, sin avisar, como había hecho siempre. Y, válgame dios, abriendo la puerta encontré la imagen que esperaba: Mercè sentada a la mesa con una pieza de ropa en las manos, como tantas y tantas veces.

Se le dibujaron brillos de fiesta en los ojos, pero no hizo ningún gesto desmesurado de sorpresa, era como si me estuviese esperando. Me abrazó conmovida:

—Gracias, hijo, gracias, gracias, Germinal, lo sabía… —Como una letanía que hubiera estado repitiendo día tras día durante todos aquellos meses.

Màrius no estaba. Había salido con la Albatros, una barca grande de pesca, un bou. Desde que la Sarita había saltado por los aires ya no quería saber nada de tener barca propia. Mercè hizo que me sentara, pero hasta que no me hubo pedido noticias de mi madre, dado el pésame por la muerte de mi padre, preguntado si yo estaba bien y escuchado mis respuestas, no comenzó a contarme lo que había vivido David desde que me fui. Día por día.

Cuando con el pasar de las horas su relato ya recuperó el tiempo que habíamos estado separados, acabó diciéndome:

—Ahora está en Reus, en un centro que nos aconsejaron como uno de los mejores, y parece que lo tratan bien. Se trata del Instituto Pedro Mata. Los médicos lo consideran un caso muy difícil pero le están dando unos tratamientos nuevos. No debemos perder la esperanza. Las monjas que lo cuidan lo aprecian mucho, lo ven tan desvalido y joven que les provoca compasión… Hijo mío…

Levantó sus ojos para ver los míos y hacerme entender la verdadera situación de David:

—Suerte tiene de ellas, porque no se puede valer para nada.

Ya hacía rato que Mercè hablaba entre pequeños sollozos secándose las lágrimas con un gesto mecánico. Cuando me describía a David, yo no lo reconocía, me parecía imposible que me hablase de mi Amigo.

Ya era media tarde cuando llegó Màrius. Estaba mucho más cambiado que Mercè. No me recordaba a aquel hombre bueno de semblante dulce. Se le había angulado la cara, había perdido peso y en sus ojos había odio; no supe ver si hacia fuera o hacia dentro, pero tenía odio, se lo puedo asegurar. Se sentó ante mí, sin mirarme, para volver a repetir la historia de su hijo. Su versión era más áspera, aunque añadió detalles, nuevos matices a la panorámica del tiempo en que yo había estado ausente. Cuando se hizo el silencio y tomé la palabra fue para procurar tranquilizarlos. Lo primero que les expliqué fue mi ventajosa situación legal, con un pasaporte francés y los apellidos de mi madre para identificarme. Eso calmó un poco el miedo que sentían por mi seguridad. Aun así, Mercè me insistía en que mientras estuviese en el barrio no me moviera de casa, no fuera que me encontrase con algún conocido e, incluso involuntariamente, éste me pudiera traicionar o levantara las sospechas de cualquier policía o delator de los que andaba lleno el vecindario.

Me quedé tres días más con ellos. Los veía tan diezmados por la ausencia de David, tan espantosamente solos, que intenté llenar aquel vacío aunque fuese inútilmente. La vigilia de mi marcha vivimos una velada llena de silencios densos, sólo interrumpidos por la letanía que repetía Mercè:

—Gracias, Germinal, gracias, le harás mucho bien, seguro…

Al día siguiente, me levanté cuando aún no clareaba para coger el primer tren que fuera a Reus. No me acompañaron. No querían que, viéndome con ellos, alguien pudiera relacionarnos. Los abracé largamente y los dejé plantados en el umbral, mirándome desvalidos y poniendo en mis manos las pocas esperanzas que mantenían. El corazón se me encogió al ver tanta fragilidad, y durante los primeros pasos me obligué a respirar profundamente pues me faltaba el aliento.