Vigesimotercera grabación

VIGESIMOTERCERA GRABACIÓN

Mientras tanto, en Sète, yo no podía saber nada de todos esos infortunios. La muerte de mi padre me había dejado muy tocado. No sólo por su pérdida. También porque mis sentimientos por él y por todo lo que representaba se me habían torcido, y eso me tenía confuso. Había sido siempre mi modelo, pero los dos últimos años de la maldita guerra lo habían pervertido todo. No se extrañe si no hablo demasiado de ello. Espero que antes de morir sepa encontrar la paz en su recuerdo.

Por otro lado, los acontecimientos que nos llevarían a la segunda guerra mundial se encadenaban inexorables y ya se adivinaba que el enfrentamiento de Francia con Alemania sería inevitable. Pero aquella bombilla fundida de Hitler, como decía Jimeno, había empezado por Polonia, y eso quedaba muy lejos de Francia, que, utilizando el mismo patrón que con la República española, se quedó quieta, esperando acobardada en vez de intervenir. Los grandes estrategas del ejército francés pensaron que quizá ese loco se detendría solo… Únicamente le puedo decir que no estoy orgulloso, en absoluto, pero no me sentía involucrado en los problemas franceses. Tenía demasiado reciente el escarnio de esa Europa «democrática» que, tan sólo unos meses atrás, nos había dejado morir a fuego lento bajo la bota que ahora se levantaba para aplastarla a ella.

También debería añadir que me poseía una gran nostalgia, que dentro de mí habitaba una punzada intensa, un ahogo, un dolor que me lastraba en aquel mar de fragilidades. No saber nada de David se me hacía insoportable.

No le extrañe, pues, que la desgana con que servía a los clientes de Le Paradís rayase en la comicidad. Era tan evidente que mi madre me rogaba que disimulase, al menos mientras servía las bebidas en las mesas de los parroquianos. No hubo nada que hacer, pues incluso cuando lo intentaba, voluntarioso, el gesto no tenía vigor; un cineasta como usted diría que no era creíble. Suerte teníamos todos de Marí, que había recuperado el sonido de su nombre, Marie, y, con él, la fuerza para ponerse al frente del local.

Yo iba cada día a la poste por si llegaba alguna señal de mi Amado. La gente del exilio sabíamos muy bien que en Barcelona toda la correspondencia era minuciosamente controlada y que las cartas llegaban abiertas a los destinatarios, con el sello de la censura militar estampado en el sobre. Yo no le escribía para no comprometerlo. Tenía que ser él quien lo hiciera primero, para demostrarme que no corría peligro. Y la falta de noticias suyas me provocaba decepciones y dudas, enfermedades de enamorado que me poseían hasta el delirio. Caminaba maquinalmente hacia la poste, cada vez con menos esperanzas de saber algo de él, de leer su letra perfecta y delicada. Fueron cuatro o cinco meses interminables. Al final, decidí que le escribiría yo.

Me obligué a escribir en castellano, porque las cartas en catalán no llegaban a su destino y levantaban graves sospechas. Procurando ser muy cauto en el contenido, dirigí la carta a su madre. Llené las dos caras de una hoja contándole los aspectos más banales de nuestra vida en Sète sin hacer ninguna referencia al pasado. Como si ni hubiera existido. Y al final de la segunda cara reservé apenas unas líneas a mi Amado. Nada, formalidades y asuntos triviales. Menuda tontería. Pero qué quiere, cuando el miedo te atrapa, el cerebro confabula imbecilidades. Mientras iba escribiendo experimentaba hasta qué punto puede ser dolorosa cada línea que escribes a la persona que amas, si no puedes expresarle el alcance de tus sentimientos. Pero no me permití ninguna debilidad o concesión que pudiera parecer comprometedora cuando los militares o la policía abrieran la carta. Y le diré por qué: yo me guardaba un as en la manga, un arma secreta de una potencia comunicativa descomunal. Poseía un código maravilloso para decirle todo lo que sentía por él, un código que estallaría en el jardín de sus sentimientos para expandir los míos y hacer que se encontraran. Un código corto y preciso, enigmático para los demás, clarividente para nosotros. Y lo utilicé: justo antes de firmar, y con letras grandes, me despedí escribiendo junto a mi nombre «Tu AA».

Dos palabras minúsculas y dos iniciales. ¡Tan fácil! Era más que suficiente. No tenía duda alguna. Él entendería la clave del maestro Llull, y en esa expresión palpitaba lo más esencial que yo podía decirle. Escribí aquella carta sólo para poder poner esas dos as, para que él pudiera leerlas. «Tu AA». Aunque se lo cuento emocionado, no puedo evitar pensar que quizá sólo fueran tonterías, pero es que éstas cobraban una gran importancia en aquellos días. Tu AA… Válgame dios.

En algunas partes de este relato, Lluís, le he insinuado el firme y discreto valor de Mercè. Probablemente no le fuera sencillo entender y aceptar que su hijo se quedara paralizado por no saber afrontar o gestionar una palabra clave en aquellos momentos: brutalidad. Porque, oiga, el «nuevo mundo» era el dominio de los brutales, de los capaces de la brutalidad más perversa sin temblores de mano ni de conciencia. Manipulación de la violencia, miedo, represión, tortura… Todo ejercido con una crueldad expeditiva, hasta aniquilar cualquier voluntad de raciocinio, de resistencia. El fascismo debe de ser eso, la brutalidad colectivizada. Éste era el nuevo mundo. Y a David nadie le había preparado para eso. Algunos tenían un instinto lo bastante salvaje como para adaptarse a las normas grotescas del nuevo orden, quizá yo mismo. Pero David no supo levantar ningún muro que lo protegiera ni cultivar alguna hiedra de cinismo a la que agarrarse.

Su vida en Montjuïc era un absurdo que no sabía descifrar. Víctor y él se ayudaban como podían, aunque no dejaban de ser dos náufragos en medio de un temporal inclemente. Se pasaban el día haciendo prácticas de tiro y ejercicios agotadores. Pero por el motivo que fuera, la inmensa mayoría de los fusilamientos eran casi siempre en el Campo de la Bota. Para los soldados del batallón era como jugar a una funesta ruleta. Sabían que las celdas estaban llenas de prisioneros y, si éstos eran significados o importantes, acababan enterándose de cómo se llamaban o quiénes eran. Lo comentaban entre ellos y se entretenían adivinando quién sería la siguiente víctima. Cuando se acercaba una ejecución, fuera por la indiscreción de alguien o porque se respiraba la pesadez de la muerte entre aquellas piedras, los chicos del batallón siempre terminaban sabiendo que el día se aproximaba. Se decía simplemente:

—Eh, que me han dicho que hay uno al que van a pasear por el Campo…

David había fusilado a demasiadas personas y estaba descendiendo por un túnel depresivo que lo absorbía a zonas cada vez más oscuras, un túnel del que no sabía escapar. Perdió el hambre, se volvió arisco, hablaba solo, se insultaba con palabras groseras. Nadie lo reconocía en ese estado. Mercè era testigo dolorido de cómo su hijo estaba perdiendo la luz. Lo veía caer por una pendiente más y más pronunciada. Ella procuraba estar atenta y mantener el ánimo, pero llegó un día en que su instinto de madre supo que David no saldría indemne del pozo que lo estaba engullendo.

En Montjuïc, Raúl, un chico algo bergante de Bàscara de ésos que sobreviven a todo, soltó un día:

—Ostras, hay una mujer de bandera como no os podéis ni imaginar. Se llama Eugènia Castells, aunque parece que antes del Alzamiento se la conocía con otro nombre, porque era bailarina y cantante en el Paralelo. Dicen que la hembra, además de reventar braguetas, era roja de verdad, y que la quieren pasear cualquier noche de éstas.

Ya se lo puede figurar, al cabo de poco todo el mundo sabía que la vedette que corría vida abajo era Blanca Bernard, y cuando David oyó ese nombre una bandada de cuervos le mordió el alma.

Los días que siguieron fueron de espanto. No hablaba y, si lo hacía, era prácticamente ininteligible. Le temblaban las manos, los párpados. Mercè y Màrius, desesperados, ya no intentaban que se animase, tan sólo que sobreviviera.

Muchas noches obligaban a los chicos a dormir en el cuartel, siempre con la angustia de que los despertaran a gritos para subirlos al camión del «paseo» y los hicieran matar a alguien. No había ninguna pesadilla que pudiera superar el terror de escuchar a Antonio Garcés machacándoles a diestra y siniestra, tratándolos de mariquitas y diciendo imbecilidades para motivarlos. Aquella madrugada, cuando David oyó al Gran Cabrón bramando «¡Venga, nenazas, en pie! Hoy os tengo preparado un plato suculento, sólo para los que seáis hombres de verdad, y no maricones de mierda», supo que una hora maldita estaba llamando a su puerta: la hora de matar a la Bernard.

El alba despuntaba en el Campo de la Bota y en poco rato el sol asomaría por el mar llenando el cielo de tonos rojizos. Pero los chicos del batallón estaban nerviosos, unos fumando, otros callados y expectantes. Todos sabían que estaban allí para destripar a Blanca Bernard. Como siempre, a ellos les tocaba llegar antes de que lo hicieran el Gran Cabrón y la víctima en el coche negro, que apareció como de costumbre, levantando polvo y haciendo ruido con la frenada. Aún no se había detenido cuando Garcés bajaba ya ceremonioso por la puerta delantera, mirando sonriente y triunfador a los reclutas. Un soldado abrió la puerta de atrás, pero se quedó inmóvil, sin atreverse a coger por el brazo a la Bernard y obligarla a salir sin miramientos, a golpes y empujones, como se hacía habitualmente.

Y no fue preciso, porque a pesar de que tenía las manos atadas lo hizo sola.

Verla fue un impacto para todos los reclutas. Era como si la Bernard inundara de belleza aquel lugar tenebroso, o quizá fuera al revés, como si las condiciones tétricas de ese espacio realzaran todavía más lo bella que era.

Sí, se había maquillado como si tuviera que salir al escenario más importante de su vida. Vestía sencilla, pero había puesto sumo cuidado en cada detalle. Se había sombreado los ojos de tal forma que parecían dos faros. No había ni una pizca de tristeza, miedo o arrepentimiento en su gesto. Era extraordinario contemplarla. Por un momento, hasta el estúpido de Antonio Garcés pareció desconcertado.

El alba se hacía más luminosa a cada segundo. Ella caminó decidida hasta el lugar donde la tenían que matar. No aceptó que le vendaran los ojos. David se estaba descomponiendo por dentro. No podía soportar aquella imagen. Los dedos le temblaban, deseaba que el cerebro le explotara. Perder el sentido, la razón, no ver nada más. Ése era el camino.

Antonio Garcés se acercó a la chica para pedirle su última voluntad. Lo hizo con un tono entre burlón y compasivo, para humillarla delante de la tropa. Pero la voz de la Bernard resonó con una fuerza inaudita para que la oyera todo el mundo, como si ya nadie tuviese el poder de destruirla:

—Sólo quiero una cosa —anunció, mirando sin prisa a todos los soldados, uno por uno, directa a los ojos—. Que no me disparéis a la cara. Os lo pido por vuestras madres. No me disparéis a la cara.

Aquella voz penetró en los rincones más íntimos de los chicos del batallón. Quizá por eso el grito deformado del sargento Garcés inició precipitadamente el ritual de sangre:

—¡En posición!

David estaba fuera de sí.

—¡Carguen!

Que me explote la cabeza, dios mío, que me explote la cabeza.

—¡Apunten!

Y en ese punto la voz del Gran Cabrón se detuvo. Nadie entendía por qué. Era algo insólito, pero no acababa de dar la orden de disparar. Todos miraban la extraña serenidad de la Bernard mientras esperaban el bramido final del sargento. Sin embargo, éste no abría la boca. De repente, aquel energúmeno se acercó al soldado que le caía más cerca y con un gesto violento le arrebató el fusil. Esos segundos de confusión hacían tambalear el ánimo de muchos soldados. Era la primera mujer que mataban, como disparar a su novia o a su madre, y algunos apuntaban lejos de cualquier órgano vital. David no, la punta de su fusil era ya incapaz de estabilizarse en ningún punto. A cada instante que pasaba los fusiles pesaban más. Hasta que de repente:

—¡Fuego!

El alarido de la orden resonó al mismo tiempo que el disparo del fusil con que apuntaba aquel hijo de puta. El Gran Cabrón se adelantó una fracción de segundo al lapso que siempre separa la orden de la ejecución. Y él sabía por qué.

Su disparo impactó en medio del rostro de la chica, que explotó por los aires ensangrentándolo todo. Esa imagen era la que Garcés quería que vieran. Cuando los chicos apretaron el gatillo ya habían tenido unas décimas de segundo para captar aquella visión escalofriante. Eso era lo que perseguía. Siguió un silencio angustioso, en medio del cual los chicos sólo oyeron el eco de los disparos, que les rompía el alma.

El único que sabía lo que hacía era Antonio Garcés, que se volvió hacia los atemorizados soldados, mirándolos con desprecio desde su pose de torero entrado en carnes. Lentamente, muy lentamente, dio una vuelta entera al cuerpo de la chica, observándole la cabeza, e hizo una pausa. Después giró el cuerpo para mirar fijamente a uno de los soldados. Se encaminó recto hacia él, marcando el paso, ridículo, obsceno, con una sonrisa en los labios y una orden seca y precisa:

—El tiro de gracia.

Ahí se acabó todo. Un grito que surgía de cada miembro del cuerpo de David desgarró el espacio. Después cayó preso de espasmos y convulsiones que lo arrojaron al suelo. De la boca le salía baba, los ojos en extremo abiertos, mirando a ninguna parte. Todo había acabado. Algo esencial murió dentro de él al ver explotar la cara de la Bernard, y desde aquel instante mi Amigo se convirtió en un saco de tics y gemidos, incapaz de decir nada que tuviera sentido para alguien.

Tal como él rogaba, le había estallado el cerebro.

Mientras los primeros rayos de sol teñían de un dorado precioso aquella maldita pared agrietada por las balas, unos cuantos soldados recogieron del suelo a mi Amado y lo cargaron en el camión para llevarlo al hospital militar.

Sólo muchas horas después avisaron a sus padres. Les mintieron diciéndoles que sufría un trastorno pasajero y que se lo quedarían un tiempo en observación. No les permitieron visitarlo. La oscuridad cayó encima de aquella familia. Se les había apagado su única luz.

Era el mes de marzo del año 40.