Vigesimosegunda grabación

VIGESIMOSEGUNDA GRABACIÓN

David volvió al puerto con sus padres y no puedo saber qué sentimientos exactos albergaba su corazón, pero, conociéndolo, seguramente pensaría cómo aprender a esquivar los obstáculos y acertar la estrategia para sobrevivir. Siempre le habían dicho que era inteligente. Ahora tendría que aplicar ese don para poder flotar en un magma mugriento y pegajoso.

Lo que voy a relatarle de ahora en adelante quizá no sea exactamente lo que sucedió, detalle por detalle. Con los años he ido reconstruyendo una historia que yo no viví pero que necesitaba conocer para seguir respirando. Retazos de conversaciones con Mercè, pormenores que he ido sabiendo de aquí y de allá, y, finalmente, lo que el propio David me quiso contar. Así pues:

El día que los nacionales entraron por la Diagonal, Mercè, Màrius y David también fueron a recibirlos, y seguro que aclamaron y vitorearon al ejército triunfador tanto como el que más. No le extrañe, mucha gente fue para tratar de no enemistarse con el nuevo orden. Pero también había mucha que estaba allí de todo corazón. Unos porque eran simpatizantes del fascismo y otros porque deseaban con tal fuerza que la guerra se acabase que necesitaban un ejército ganador, fuera quien fuese. Pero que fuese de una vez por todas.

Mercè no escondió ni guardó nada que los pudiera comprometer ante el nuevo régimen, lo quemó todo. Aunque ellos no se habían significado, se decía que cualquier papel con un lenguaje republicano levantaba las sospechas y recelos de los vencedores. También les habían llegado noticias de las escabechinas y matanzas con que habían asolado las tierras conquistadas. Lo quemó todo.

Casi inmediatamente después de la entrada de las tropas aparecieron por el barrio nuevos vecinos a los que nadie conocía pero que por su carácter todos reconocían. Eran los nuevos amos, o al menos habían llegado con ellos, y sólo por eso ya había que mostrar respeto por su supuesto estatus superior, por mucho que fueran tan desgraciados como el que más de los nuestros. En pocos días, muchos ya tenían trabajo en puestos de «confianza» relacionados con la nueva administración. Era otra clase de ejército, pero muy eficiente. Carteros, estanqueros, serenos, vendedores de billetes de metro, conductores de autobús, revisores de tranvía… Detrás de cualquier taquilla, ventanilla o mostrador relacionado con la administración o el servicio público tenías la seguridad de que encontrarías a uno de los suyos. Configuraban una telaraña amplia y compleja que proseguía en la calle una labor que empezaba en lugares mucho más tenebrosos. Interpelaban, espiaban, denunciaban, controlaban. La delación era el arma preferida. También vigilaban que en los lugares públicos no se hablara catalán. Y pobre de ti si se te escapaba alguna palabra en tu lengua, porque te reprimían gritando, insultando, haciendo pedagogía pública para que todo el mundo se enterase del nuevo sistema y de sus normas. Nadie se atrevía a contradecirlos porque, si no te notaban lo convenientemente sumiso y no cambiabas de idioma de inmediato, te denunciaban a la autoridad competente, con mucha más mala leche, contundente y expeditiva. No se sabía de dónde habían salido, pero allí estaban, mandando y disponiendo de todo y de todos, ocupando casas de los rojos y separatistas que habían huido en el último momento.

Pocos días después de la capitulación de la ciudad, David recibió una orden que lo interpelaba para que se presentase inmediatamente en el cuartel del Pla del Palau. Ello no levantó ninguna aprensión especial en la familia. Los nuevos capitostes habían anunciado y amenazado con que llamarían a todos los chicos para enrolarlos en el servicio militar tanto si ya lo habían hecho como si no. Era preciso purificar a todos los jóvenes de cualquier rastro republicano, democrático, marxista, catalanista o anarquizante que a buen seguro los estigmatizaba. Había pues mucho trabajo que realizar.

Como ya podrá usted suponer, mis queridos amigos ya lo habían hablado de manera obsesiva y siempre llegaban a la conclusión de que, incluso si la enfermedad de su ojo no lo libraba del servicio militar, David sería destinado a algún servicio auxiliar. No tenían ninguna duda. Y eso ya lo consideraban ventajoso, porque probablemente lo destinarían a Catalunya, y no a cualquier otro rincón de la Península, como hacían con los demás para zambullirlos, o sumergirlos, en la Unidad de la Patria española.

Mercè creía que con sus dotes para las matemáticas o la literatura lo pondrían en intendencia. O quizá al servicio de algún oficial, de escribiente… En cualquier caso, y fuera donde fuese, estaba segura de que pronto se darían cuenta de las cualidades de su mente y las aprovecharían. De los invasores se contaban barbaridades de todo tipo, pero la certeza de que en aquella casa nunca se habían significado en nada político y que no podían estar en ninguna lista negra los tranquilizaba.

Mercè reunió un fajo de certificados y papeles que avalaban que David tenía un ojo sin visión, inútil del todo. Y mi compañero salió de casa disfrazado con los emblemas precisos, dispuesto a alzar el brazo tantas veces como le pidieran y a hacer una completa exhibición de castellano, que un amante de Góngora como él resolvería con facilidad. Y ciertamente, desde que entró en la sala de reclutamiento todo fue bien, no le encontraron antecedentes «peligrosos», ni a él ni a su familia, los papeles y certificados médicos fueron haciendo su trabajo y al final lo enviaron a otra sección del mismo edificio para pasar una revisión médica. El médico militar le hizo un reconocimiento minucioso y enseguida llamó al oculista, que, después de leer cada uno de los certificados e informes que David presentaba, le hizo una exploración a fondo del ojo y, a continuación, un reguero de pruebas. Cuando le pareció suficiente, escribió a mano un informe favorable que pasó al oficial médico, y éste escribió otro, recomendándolo para Servicios Auxiliares, me parece recordar que se llamaba. David estaba exultante por dentro, lo estaba consiguiendo. Una vez estuvo todo firmado, lo hicieron volver al despacho de reclutamiento. Presentó el nuevo informe médico al mismo soldado del principio y éste se lo pasó a un superior. Todo iba bien. Complicado y molesto, pero bien. El tiempo se enlentecía, aunque en la buena dirección. Le hicieron firmar un montón de papeles, escuchó disimuladamente algún comentario entre los soldados: «Éste se salva», y ya lo habían destinado a un cuartel de la ciudad para dedicarse a las denominadas tareas auxiliares.

Fue entonces cuando el maldito destino abrió de par en par las puertas de aquel despacho para que apareciera la figura de un suboficial. Se hizo el silencio. Penetró en la estancia poco a poco. Era atlético, no demasiado alto, con una pose de perdonavidas, y miraba a los demás seguro de su autoridad. El sargento Antonio Garcés y no sé qué más. En cuanto entró ya se notó que mandaba, porque todos los soldados se precipitaron a ponerse firmes y sumisos a lo que él pudiese decir.

Dejó caer su atención sobre David. Lo repasó de arriba abajo, no sé qué le debía de ver aquel hijo de puta. Se acercó y, dirigiéndose al soldado sin dejar de mirar fijamente a David, exigió que le pasara los papeles que estaba a punto de entregarle.

—¡Dame! A ver, ¿adónde va este pajarito?

Cogió los papeles, los certificados médicos, de estudios, todo, y empezó a leerlos mientras, remarcando cada palabra, iba diciendo:

—Uy, pero si va de monja… un poco de cocina… un poco de buena caligrafía… mucha cultura… ah, un ojo… Se nota que no los tienes bien puestos, un ojo a la virulé no merma a un hombre de verdad. ¿No conoces a Astray, hijo de puta? Detrás de esa carita de maricona con estudios, ¿qué hay? ¿Uno de la FAI o un cura sodomita?

David se quedó quieto, sabía que ningún movimiento lo ayudaría. Callado y en una postura sumisa. Eso era lo mejor que podía hacer mientras su cabeza iba a mil por hora calculando las escapatorias para sobrevivir a aquel animal. Y no las encontraba, no había ninguna. Quieto, mudo, esperando que la tormenta pasara. Pero al Gran Cabrón se le había desatado algún nervio incontrolado, algún deseo oculto lo empujó a iniciar una especie de solo teatral delante de sus subordinados mientras se le inflaba el pecho de patrióticos efluvios y los cojones de virilidad.

Se dirigió a David como aquel torero que ya ha decidido dónde clavará la estocada.

—Dime, nenaza, ¿así que no ves?

—No, señor.

—¿Y de qué ojo no ves, nenaza?

Lo decía poco a poco, sabiendo que tenía un auditorio impresionado y una víctima propiciatoria.

—Del ojo izquierdo, señor.

—Mirad a este maricón, está tan acojonado que se lo ha montado para que nadie pueda decir que miraba a la izquierda, ¿no? Ja, ja, ja… —Se dirigía a sus subordinados, que reían con ganas los chistes del sargento.

Una pausa eterna. El Gran Cabrón parecía reflexionar. Por fin vomitó la sentencia:

—¿Pues sabes, nena? Si no ves por el izquierdo, te voy a dar trabajo por el derecho. ¡Tomás! —bramó a uno que estaba sentado en la mesa donde se daban los destinos—. Pónmelo conmigo, quiero darle por el culo personalmente, en mi batallón. Me cabrean estos mojigatos estudiosos que se creen superiores a los que dan la vida por España. ¡Que se presente mañana!

Se dio la vuelta, no dijo nada más, tan sólo se oyó el «Sí, señor» de Tomás. Aquel mamarracho cerró la puerta sabiendo que armaría un gran estrépito, dejando tras de sí a unos soldados boquiabiertos e impresionados. David vio cómo ponían sus papeles en una carpeta gris y cumplimentaban uno nuevo. Era la orden donde se especificaba que al día siguiente tenía que presentarse en el castillo de Montjuïc, a las siete de la mañana.

Conociéndolo, Lluís, supongo que regresó a su casa abatido por lo que se le avecinaba. A pesar de que las cosas se habían torcido no debía de estar totalmente desanimado. Por un lado lo destinaban a Barcelona, muy cerca de casa. Se tendría que acostumbrar a tratar con aquel sargento, pero ya saldría adelante. De momento no tenía que asustar a sus padres. Tranquilo. Todo va bien. Un tiempo para pasarlo mal. Aguantaría lo que hiciera falta.

La versión que recibieron Mercè y Màrius estuvo tan arreglada que más bien parecía que al día siguiente empezara en la universidad. Y para ellos, creérselo era como una tabla de salvación donde se agarraban con todas sus fuerzas. Sin embargo, no fue tan idílico como mi Amado se lo pintó.

Al día siguiente, a la hora indicada, subía inquieto hacia el castillo de Montjuïc. Se juntó por el camino con otros chicos que también estaban destinados allí. Se notaba que para algunos todo aquello era nuevo, como para él. Otros, en cambio, era evidente que hacía poco que se habían quitado los uniformes de la República para cambiárselos por los nuevos, y ahora estaban allí, como jóvenes envejecidos que se tenían que hacer perdonar por el nuevo régimen. El tenebroso castillo de Montjuïc, amenazante desde lo alto de la montaña, siempre a punto para aplastar la ciudad, los recibió indiferente, ocupado como estaba con encarcelamientos, interrogatorios y torturas. Los chicos caminaban como un rebaño encogido, mirando desconcertados aquella fortaleza que ninguno de ellos conocía. Nada más entrar, presentaron los papeles y alguien los guió a través de puentes, salas, pasadizos, hasta dejarlos junto a un foso amurallado donde los esperaba un pequeño grupo de veteranos. Cuando a fuerza de gritos, insultos y empujones los tuvieron formados se hizo el silencio y se quedaron inmóviles. Unos segundos. Nada. Unos minutos. Nada. El ambiente se tensaba solo, y cada recluta se podía notar los latidos del corazón. Nadie se movía, ni siquiera los veteranos. Todos entendían que tenía que suceder algo importante. Entonces, por una boca pequeña del muro central, apareció él, el sargento, Antonio Garcés, el Gran Cabrón.

Lo hizo de manera teatral, al parecer siempre lo hacía así, como esperando la atención del público, y aquella docena de pipiolos asustados lo miraban acojonados, como a él le gustaba. Avanzó parsimonioso, con los pantalones bien ajustados, para que se le marcara muslo y paquete, «que los tenía bien puestos», como no cesó de repetir durante las interminables horas de ejercicios físicos pensados más para humillar la mente que para fortalecer el cuerpo.

Cuando llegó hasta el grupo, pasó delante de ellos como un torero exhibiendo atributos, se detuvo lánguido ante David, mezclando una sonrisa de desprecio con una mirada de seductor italiano de la vieja escuela:

—Tú, David nosequé, tengo tu ficha arriba. ¿Así que un buen estudiante? Te voy a meter tus brillantes notas por el culo.

David mantenía una actitud de vencido, entendía que eso era lo único que el otro buscaba y procuraba satisfacerlo tan pronto como fuera posible. El pobre aún no había entendido que no eran sus ideas, ni su enfermedad, ni ser de la Barceloneta, ni ser bello como un dios lo que ofendía a aquel macho en celo de venganza. Lo que no soportaba aquel malnacido, lo que quería aniquilar y que veía como un peligro para él y para la patria era ese destello de inteligencia que mi amigo desprendía incluso sin querer. Todos los certificados de estudios, informes escolares y notas que habían caído en manos de aquel desgraciado lo proclamaban en cada una de su páginas. Era eso, por encima de todo era eso. La inteligencia siempre ha provocado el miedo de los totalitarios, es algo sabido, Lluís. Aquel fascista de los cojones no lo soportaba y, para desgracia de mi Amigo, había desarrollado un don especial: detectaba el rastro con el instinto de un perro hambriento de carne.

Los primeros días fueron de espanto. Bajaba del castillo solo, como aturdido, iba a pie hasta el Moll de la Fusta, miraba los barcos sin verlos, llegaba hasta casa, apenas cenaba y se metía en la cama. No era el esfuerzo físico extenuante a que lo sometían, ni siquiera los lavados de cerebro. Lo que más lo sublevaba eran las palabras humillantes de aquel perro, que le devoraban el alma, aquel asedio constante, provocador, esperando una respuesta inadecuada cuando le llamaba «nenaza» en un tono especial, mientras los otros reclutas buscaban la complicidad de su sargento y empezaban a sonreír abiertamente…

Pasados unos días, mientras bajaba del castillo, se le acercó en silencio un chico del grupo, Víctor. Un joven de casa bien que parecía tímido, sensible y con un físico tirando a esmirriado. O sea, nada que fuera apreciado en aquellos tiempos. De algún modo, Víctor se olió que David era de los suyos o que en él encontraría a un compañero. Ese primer día no se hablaron y, llegando a Colón, él se fue hacia arriba, hacia la parte alta de la ciudad, y David prosiguió hacia su barrio.

Los días se sucedían encadenando dureza con insultos, humillaciones, bofetadas por nada, patadas en los cojones para doblegarlos, golpes de culata sin motivo. Un rosario de salvajadas sólo porque sí, para hacerlos sentir una mierda. Pero una maldita mañana apareció el sargento Antonio Garcés, con cara y ademán de extrema satisfacción. Todos sabían que su excelente humor no era un buen presagio. Los hizo formar y después inició una especie de paseo pausado y controlado delante de los soldados, con una postura que parecía más de cabaretera que de militar, tanto era lo que le dominaban sus ganas de exhibirse. Cuando consideró que ya los había impresionado bastante, y con la voz impostada de quien busca un tono viril, les anunció:

—Bueno, nenazas —utilizaba esta expresión como un martillo—, os he escogido uno a uno. Sé lo mariconazos y cobardicas que sois, la mayoría de vosotros sois desgajos de escoria republicana y alguno se quería escaquear del servicio a la patria como una mujercita. Pero ya os he encontrado el sitio justo para que vuestra cobardía sirva para algo grande.

Hizo la pausa conveniente y continuó:

—A partir de hoy formaréis parte del batallón de fusilamiento de este castillo de Montjuïc. A mi mando. Por lo menos vuestra cobardía de nenas servirá para matar rojos, que tienen muchos más huevos que vosotros y mucha menos suerte.

Dijo algunas barbaridades más en un lenguaje cuartelero que helaba cualquier neurona capaz de razonar, mientras todos lo miraban asustados. Él, que dominaba cada gesto de su actuación, se lo hizo venir bien para irse colocando delante de David, presumido, mirándole a los ojos, y cuando acabó la arenga cambió el tono patriotero por el de seductor macarrónico para, con la mirada fija en los labios de éste, decirle:

—¿Ves, mariconazo? Te quería conmigo… y te he encontrado trabajo para tu ojo bueno, el derecho. Apuntar… apretar el gatillo… disparar… y… matar.

Lo decía lentamente, masticando cada sílaba, con un deje de deseo en la voz, como si lo estuviera violando. En realidad lo estaba haciendo. Y con qué éxito. David se sintió poseído por aquel malnacido que lo trituraba muy adentro. Temblaba escuchándolo, imaginando el oficio que aquel hijo de puta había elegido para él: verdugo. Lo quería de verdugo.

Cuando se le acabó el orgasmo, el Gran Cabrón se alejó decidido y desapareció a paso rápido, como acabando una escena. David pudo oír cómo Víctor se lamentaba a su lado con una desesperación contenida:

—Lo sabía, yo ya lo sabía.

Al cabo de un rato les repartieron unos fusiles y se ejercitaron unas horas en el funcionamiento de aquellas armas, hasta que el sargento regresó. Fue entonces cuando por primera vez les hicieron disparar. Al principio, uno por uno, y después ya sin parar. Lo hicieron sobre un colchón enrollado en un palo que les sirvió de objetivo. David comprobó que su ojo bueno era más que suficiente para aquella tarea mientras en su interior se iban cerrando las puertas de escapatoria que había imaginado una noche tras otra. Los gritos, insultos, golpes, miradas amenazadoras y conquistadoras aumentaron hasta que el Gran Cabrón consiguió que el grupo empezará a mecanizar el «trabajo». Porque en el fondo era cuestión de eso, de mecanizar la matanza.

Cuando acabaron, y en formación, tuvieron que escuchar la voz prepotente de aquel presuntuoso débil mental:

—Bueno, nenazas, mañana miraré si encuentro algún rojillo para cambiar el colchón y nos lo jodemos vivo.

Y se fue. Así, sin más. Se fue.

Yo no sé decirle lo que debía de sentir David. Mi Amado había hecho de la sensibilidad y el respeto una forma de ser, de convivir. Imaginar que al día siguiente en vez de aquel colchón destrozado por las balas habría alguien, un hombre, una mujer, un joven, un viejo, tanto da, alguien aferrándose a la vida, se le hacía insoportable.

Poco después los reclutas bajaban en silencio hacia el puerto. Estaba oscureciendo. Víctor se le acercó un poco más y comenzó a desfogarse.

—Yo ya lo sabía, ¡me lo podía imaginar!

David no contestó nada, estaba ensimismado en sus fijaciones y apenas escuchaba cuando Víctor empezó a contarle que su padre, Narcís Casamitjana, el día antes de que fracasara el alzamiento golpista en el que estaba conjurado los envió prudentemente a él y a su madre a Francia primero y a Navarra después. El señor Casamitjana, con una fortuna incalculable y un fanatismo ultramontano, optó por quedarse a guardar el patrimonio y por si aún había alguna oportunidad de cargarse la República. Se ocultó en una especie de escondite de su casa, en la parte alta de la ciudad. Convenció a una criada de su confianza y a su marido, que era de la CNT, para que fueran con toda su familia a vivir en la casa señorial y aparentasen que la habían ocupado. Les ordenó que deterioraran el jardín, las puertas de entrada, los ventanales, todo lo que hiciera falta, y que pintasen bien visibles por toda la finca las siglas de la CNT y de la FAI. Se encerró en su refugio e hizo durar aquella comedia dos años. Y a fe que la representaron convenientemente. Aquellos pobres de solemnidad no lo traicionaron jamás ni se fueron de la lengua, guardaron los bienes y propiedades con el señor dentro, al que alimentaron fielmente hasta el día en que entraron los nacionales.

Víctor puntualizaba, mientras hilvanaba su monólogo, que ahora la criada era su «tata» y el marido de la CNT el nuevo y flamante chófer del señor Casamitjana. Pasados aquellos dos años espantosos y claustrofóbicos, el señor Casamitjana se convirtió en un vencedor, un ganador sediento de venganza. Pero en su entusiasmo por el nuevo fascismo, por el régimen victorioso, había un agujero negro: era su hijo, Víctor. El débil y desdichado Víctor, nada proclive a querer ni aprovechar lo que él y la nueva situación le ofrecían generosamente. Aquel muchacho le había salido demasiado sensible, más femenino que bien formado, más de leer tonterías que de jugar a fútbol. Y si bien le había dado por la religiosidad, no en la forma que su padre le exigía: el buen catolicismo militante, de saludo fascista y conquistador de almas a hierro y fuego. Desgraciadamente, el niño le había salido compasivo, benevolente. Como una monja, vaya. Así que decidió hacerlo un hombre a través de sus influencias entre las altas esferas militares. Escogió y pidió expresamente que lo destinaran a un lugar ideal para foguearlo. Y nunca mejor dicho, Lluís. En el pervertido oficio de destruir a las personas que no merecían vivir en el nuevo orden.

Víctor le relataba todo esto compungido, pero el pobre David no podía compadecerlo de tanto como se compadecía a sí mismo. A pesar de que no les contaba a sus padres casi nada de sus vicisitudes en Montjuïc para no preocuparlos, aquel día, aquella noche, antes de cenar, no pudo más y rompió a llorar. Dijo entre sollozos, con una voz sin aliento, que al día siguiente tendría que fusilar a alguien.

El silencio se apoderó de aquel espacio humilde y hasta que no pasaron unos cuantos segundos Màrius y Mercè no reaccionaron. Primero, asustados y afligidos; después, indignados y vehementes. Pero a medida que mostraban su cólera, su indignación, veían cómo las facciones de David se iban desdibujando por la tristeza, perdían su templanza. Comprendieron que por ese camino sólo conseguirían que su hijo se derrumbase todavía más.

Mercè intentó cambiar el tono y, no sin esfuerzo, buscó palabras que lo tranquilizasen.

—David, no te preocupes, ya verás como vosotros no tendréis que fusilar a nadie, os lo han dicho para asustaros. Eso lo harán soldados más veteranos, de los suyos, que además tienen ganas de hacerlo. Ya lo verás.

Pero Màrius, que callaba, no estaba de acuerdo en hablarle así. Pensaba que por el camino de la simulación no le ayudaban nada y que más valía prepararlo para sobrevivir en los duros parámetros de la nueva realidad. Ahora faenaba en un barco llamado Albatros y, entre los pescadores había uno de los recién llegados, que se vanagloriaba de tener un hermano en el ejército vencedor destinado en Montjuïc. Sin mencionar para nada a su hijo, y haciéndose simpatizante de las nuevas ideas, Màrius aprovechaba que el individuo charlaba por los codos para sonsacarle tanta información como podía. No le costó demasiado obtenerla, aquel pescador le hablaba con una rara naturalidad de todas las «acciones de limpieza» que tenían lugar y del tiempo que durarían, hasta que el país quedara limpio e inmaculado.

Se levantó apartando la silla para sentarse junto a su hijo, le pasó el brazo por el hombro y le dijo lo que sabía:

—Mira, David, me temo que ejercerán una represión que no tiene nada que ver con lo que hasta ahora conocemos. Y hemos visto unos cuantos disparates. Entre los pescadores con los que faeno hay de todo, pero los mejor conectados dicen que las ejecuciones van, e irán, a todo trapo durante meses. Lo tienen estudiado y preparado. Quieren eliminar, limpiar, dicen ellos, a todo aquél que se significó. Quiero decir… que quizá sí, que quizá algún día te veas forzado a fusilar a alguien.

Màrius se moderó un poco, parecía que le avergonzara lo que iba a acabar diciendo, pero sin embargo lo dijo firme:

—Si eso llega, no te derrumbes, no te lo perdonarían. Haz lo que te digan y apunta como lo harán todos. Después, dispara desviado, para que la bala, por poco, no pueda tocar a ninguno de esos pobres desgraciados, que…

A Màrius se le apagaba la voz a medida que se iba escuchando y Mercè se limpiaba las lágrimas, pero los ojos de David estaban abiertos como platos porque no podía creerse que su padre le dijera que tendría que matar a gente indefensa y que se quedaría más tranquilo si apuntaba al lado. Y sin embargo su padre insistía:

—Nadie sabrá que tu bala no le ha tocado.

Todo parecía irreal. Se levantó de golpe para no escucharlo más y se fue corriendo hacia donde antes estaba la Sarita, esperando que el estómago se cansara de contraerse.

Al día siguiente, en Montjuïc, continuaron toda la mañana haciendo prácticas de tiro sobre aquel colchón destripado hasta quedar agotados. Los nervios obligaban a David a orinar muy a menudo. No era el único. Pedían permiso y lo hacían en la misma muralla mientras oían los comentarios obscenos de Garcés, que seguía de muy buen humor.

Inesperadamente, notificaron a los que eran de la ciudad que tenían un permiso de dos horas para ir a comer a sus casas, aunque advirtiéndoles que aquella noche la pasarían en el castillo. Era sencillo entender de qué iba el asunto: el muy hijo de puta les había encontrado un colchón de carne y con sentimientos.

A mediodía, alrededor de la mesa las cosas iban cada vez peor. Cuanto más trataban de infundir valor a su hijo, más le empeoraba el aspecto. Tenían asustado el corazón de escucharse diciendo esas barbaridades, pero aún más de percibir cómo David, ya fuera de la realidad, los miraba como si fueran unos desconocidos. En medio de aquella tensión, mi Amado tiró el plato al suelo con un gesto involuntario y el sobresalto desencadenó unos movimientos que le hicieron levantarse y marcharse de casa. Màrius bajó la cabeza, Mercè continuó secándose el llanto. Y se quedaron solos, abatidos, presintiendo lo peor.

Y lo peor llegó. Estaba aún oscuro cuando les hicieron levantarse a gritos de unas literas mugrosas y formar a golpes de cinturón. Los caporales condujeron al batallón hasta el patio central, donde les esperaba un camión con el motor en marcha. Una vez arriba y con las armas reglamentarias, el camión se dejó ir por la bajada que conducía a la ciudad. Atravesaron el puerto, la Ciudadela, iban hacia el Besós. Finalmente llegaron a un lugar, casi junto a la playa, donde los hicieron bajar.

Sí, ése era el lugar. Todos los reclutas sabían dónde estaban, todo el mundo en la ciudad temía aquel paraje, el famoso Campo de la Bota. ¿No ha oído usted hablar del Campo de la Bota? Si quiere, puede ir a husmear a ese engendro al que llaman Fórum de las Culturas y bajo los pisos de protección oficial que juraron que construirían usted no se desanime y vaya husmeando, quizá encontrará las balas con que mataron a centenares de personas. Allí, tan cerca del mar, era donde se llevaban a cabo la mayor parte de los fusilamientos de Barcelona. Había una pared machacada y mordida por las balas que se escapaban de los cuerpos de los ejecutados. Un espacio tétrico, solitario, la gente moría allí mientras, a pocos metros, las gaviotas podían ver cómo nacía el sol en la lejana línea del mar. Una suerte de escarnio estético, si me lo permite.

Continuo. Viendo aquel escenario y lo que representaba, algunos soldados empezaron a temblar. Otros parecían más indiferentes, y también había otros que galleaban, como si no les fuera del todo mal desfogarse con tantas garantías. Pero todos los rostros se transfiguraron al ver llegar un coche negro de cuya parte delantera, y después de una frenada silenciosa en medio de una nube de polvo, descendió Garcés. Éste miraba pausadamente al batallón, como contándolos. A continuación, un soldado veterano abrió la puerta de atrás y con malas maneras obligó a bajar a un hombre delgado, frágil y con las manos atadas. Aquel hombrecillo, corto de estatura, la piel de la cara muy blanca, un poco calvo y con un bigote recortado a la manera de la época, era a quien tenían que fusilar. Podía ser un comerciante, quizá un maestro… Conociendo a David, le puedo asegurar que su cabeza fue acumulando especulaciones sobre esa persona con un físico tan anodino que parecía incapaz de ningún acto que mereciera la muerte. Pero en ese instante, saber si el hombrecillo era culpable o no ya era del todo inútil. En ese instante lo importante era saber si podría matarlo, si sabría dispararle, si aceptaba formar parte de esa maquinaria de asesinar. Procuraba no mirarlo, no encontrarse con sus ojos. Los dedos, el cuerpo, el espíritu entero le sudaban angustia.

Cuando todo estuvo preparado, el veterano quiso vendar los ojos del prisionero. Pero aquel hombre enclenque dijo que no, que quería mirarles a la cara. Algo debió de recelar Antonio Garcés, puesto que sintió la necesidad de decir unas últimas necedades para arengar a la tropa:

—Venga, nenazas, cuando hayáis acabado con ese rojo os sentiréis más hombres. Apuntad al corazón y a la cabeza. Venga.

Después se echó a un lado y con la voz impostada, aunque de tanto que quería gritar le salían gallos, bramó las letanías de aquel ritual macabro:

—Atención.

David levantó los ojos y miró a aquel hombre.

—En posición.

No era un colchón, era un hombre que le miraba directo al corazón.

—Carguen.

No puedo disparar, no podré mirarme nunca más, quiero morir.

—Apunten.

Serenos, llenos de bondad, todos los sentimientos se le acumulaban en los ojos, sin ningún miedo.

—¡Fuego!

El estrépito de los disparos, el cuerpo atravesado de golpe y empujado hacia atrás, la cabeza reventada, los rostros crispados de los soldados, la muerte reinante en aquel recinto. Era un momento de una intensidad tan desmesurada que parecía irreal. Un silencio denso poseía el espacio.

Aquel facineroso caminó decidido a comprobar si hacía falta el tiro de gracia. Seguramente no era preciso, pero disparó igualmente sobre la cabeza destrozada. Después, desde el centro, como en una plaza de toros, caminando presuntuoso hacia el escuadrón, como provocando la embestida, se acercó hasta sentir el aliento de cada soldado y, con una sonrisa repugnante, les fue palpando el cañón del fusil para saber si lo tenían caliente y verificar que habían disparado. Se aproximó a David, le tocó lascivamente el cañón mientras lo miraba provocador a los ojos. Sonrió. Sí, lo tenía caliente.