VIGESIMOPRIMERA GRABACIÓN
Empezaba a comprender lo que significaba perder la guerra. Yo había ido a luchar, a matar, a sobrevivir, pero ni una sola de las veces en que la muerte me pasó rozando destiné un solo instante a prever qué pasaría si perdíamos la guerra. Y de repente estaba descubriendo y midiendo el precio inconcebible que tendríamos que pagar, y me pillaba a pecho descubierto.
Nos preparamos para llegar al consulado al alba y decidimos dormir un rato. Mi padre tenía muy mala cara, aguantaba el dolor como un titán, aunque a mí no me engañaba. No nos dijimos demasiado, yo intenté iniciar alguna conversación pero me hablaba como si fuera un extraño, alguien que le sorprendía con su presencia. Pensé que era por su sufrimiento.
Cuando entré en la habitación de David tenía el cuerpo enfebrecido de deseo y me obsesionaba dormir con él la última noche. Mientras cavilaba cómo proponérselo vi que, contra su costumbre, se quitaba la ropa sentado en mi cama, y que también se quitaba la camiseta y los calzoncillos. Y cuando ya desnudo abrió las sábanas sólo dijo:
—Ven.
Ostras, tan sencillo como eso. Prisionero del deseo, como siempre, toda la ropa me sobraba y me habría metido en la cama precipitadamente si no me lo hubiera impedido un relámpago que me iluminó el cerebro. Me parece que por primera vez me prohibí seguir la punzada del instinto. Posiblemente porque comprendí que, durante el tiempo que estaría ausente, necesitaría recordar cada gesto de aquel ritual amoroso que iniciaba con mi compañero. «Quizá sean unos meses o quizá sea para siempre», me dije. Así que me desnudé pausadamente, levanté las sábanas para entrar con suavidad y me dejé abrazar.
El roce de las pieles, de las formas del cuerpo acoplándose, el uno con el otro, el uno por el otro, empezó un tiempo de maravillosa voluptuosidad. Dejé que la suavidad y el calor de mi Amado y las caricias de sus dedos me resucitasen de todas las heridas de la guerra y de tantos meses viviendo sólo en el desamor. Me dejé ir en un placer de pasividad y fui feliz cuando él, sin experiencia pero decidido, me abrió todas las puertas del placer. En mi percepción de las cosas, David no me besaba o penetraba trastocado por una pasión instintiva. Su instinto sólo podía poseerme así porque me amaba. Por supuesto que me amaba, lo noté en cada gesto con que me doblegaba.
No dormimos para poder disfrutar de todas las horas que nos quedaban. Aún no había amanecido cuando empecé a oír el ruido que hacían nuestras madres trajinando en la cocina. De golpe, Mercè abrió la puerta.
—Eh, vosotros, arriba.
La puerta se cerró. Y con ella se cerró también la luz para vivir.
Llegamos justo a tiempo. Frente al consulado esperaba ya el autobús, aparcado y rodeado de gente. Destartalado era poco, y no había que ser un experto en nada para entender que estaba especializado en operaciones peligrosas. Se le veían las heridas en cualquier rincón al que mirases.
Los del consulado habían previsto salir temprano porque se anunciaba un éxodo masivo. Cuando el cónsul nos vio cargando a mi padre, que no podía aguantar más el dolor, debió de compadecerse de nosotros porque se acercó para atendernos personalmente. Es curioso cómo, incluso en aquellas horas espantosas, la buena educación en cada gesto y en cada palabra de aquel señor elegante nos hizo el drama mucho más llevadero. Dos miembros del consulado, uno arriba y el otro abajo, nos asignaban los asientos del autobús que nos correspondían. Los nervios, la desesperación y las despedidas inacabadas convivían con una mal disimulada prisa por huir.
Cuando todos estuvimos en nuestro lugar busqué los ojos de David, que me miraban obsesionados por decirme adiós. Creamos así, en la distancia que nos separaba, un espacio denso y amoroso, como protegido de ese caos de angustias que nos rodeaba. Por desgracia, duró pocos segundos, justo mientras el autobús arrancaba, muy poco a poco, traqueteando y a trompicones. Fue una imagen tan bella que aún hoy, cuando la recuerdo, se me estremece el cuerpo y puedo recuperar por unos instantes los sentimientos de ternura infinita que habitaban dentro de mí.
Un terceto de hombres, que desde luego parecían dispuestos a todo, eran los encargados de conducir a buen puerto, o sea, a la frontera, aquel ingenio desvencijado: un chófer y dos escoltas que se veían jóvenes pero bregados. Los tres eran de la CNT y estaban firmemente decididos a hacernos llegar a Francia al precio que fuese. Me parece, Lluís, que soy de los que puede testimoniar que, en aquel caos de circunstancias, el gobierno de la Generalitat intentó ser cuidadoso hasta el último minuto y no perdió los papeles. También puedo dar fe de que se pudo contar con algunos voluntarios de la CNT para muchas operaciones arriesgadas que fue preciso realizar en aquellos últimos momentos. En cualquier caso, la Generalitat les había pedido proteger la vida de unos ciudadanos extranjeros, aunque algunos fuésemos descaradamente de la Barceloneta, y a buen seguro que lo harían. Por dentro pensaba que mi padre se lo merecía, pues era uno de ellos.
Desde el inicio del viaje, y según conviniera, se subían a la parte de arriba, cargada de maletas y hatillos, desde donde podían ver la apretada fila que nos precedía. Si era necesario, cuando se hacía más difícil avanzar bajaban para encaramarse al exterior de las puertas, desde donde se mostraban, gritando y agitando las armas. El nuestro era un autobús oficial de la Generalitat puesto a disposición del consulado francés y en misión oficial. Pero pronto no hubo credenciales que sirviesen ante el impresionante gentío, compacto, que formaba una serpiente agónica que llegaba hasta la frontera.
Voy demasiado rápido. Cuando salíamos de la ciudad, desfilaron ante nosotros las imágenes de una Barcelona en ruinas, gris, en la que ya no quedaba nada de aquel espíritu atrevido y culto que había seducido a medio mundo. Era una ciudad que capitulaba. Igual que el día que entré huyendo del Ebro, la gente transitaba por las calles con los ojos huidizos: nadie se atrevía a mirar a nadie. Para algunos por fin llegaba la hora de recibir a los vencedores, aunque aún tenían que esconder el ansia de una espera deseada día tras día durante más de dos años. Unos probaban a renegar de su republicanismo y de todo aquello en lo que creían, mientras decidían si salir a recibir a las tropas fascistas con un entusiasmo que les permitiera camuflarse mejor. También estaban los que dudaban entre quedarse o irse, sabiendo que el enemigo ya se acercaba a Barcelona y que su tiempo se acababa. Llevaban escrita en la mirada la desazón de esa angustia. Y al final quedaba la nuestra, que miraba aquella pobre ciudad pensando que quizá lo hacíamos por última vez, camino de un exilio implacable.
Cuando dejamos atrás los últimos barrios y empezamos a avanzar por las carreteras que llevaban hacia el norte fue como si entráramos en el final de los tiempos, de la civilización: niños, ancianas, mujeres, hombres machacados, animales, todos juntos en la carretera, a pie, en carro, tartanas, camiones destartalados, renqueantes coches medio desmontados, formando todos ellos una cola de moribundos que se perdía en el infinito. Cuanto más avanzábamos, más se llenaban las cunetas de sacos, camas, muebles, maletas, colchones, personas, caballos, corderos. Recuerdo a ancianas sentadas en el suelo implorando a gritos que las abandonaran, que no querían continuar. Y de vez en cuando, en un gesto de supervivencia, pese a todo deseada, dejábamos la carretera porque venían los cazas italianos a ametrallarnos. Y más gente muerta, más animales muertos, heridos destripados, gritos ahogados en un tempo infernal de lentitud, avanzando entre una confusión de inhumanidades expuestas al mundo, encogidos por el miedo y el frío de un invierno impío que nos paralizaba la respiración. No he visto nada tan triste como aquello, señor director, ni siquiera el final de la batalla del Ebro, y la suerte de morir pronto, como será mi caso, me ahorrará ver nada parecido a lo que tuve que vivir en aquel viaje.
A medida que nos íbamos acercando a Le Perthus… ¿Conoce Le Perthus? No sé si con el turismo ha cambiado algo. Es un pueblecito fronterizo reunido alrededor de una calle que lo atraviesa y que tiene una parte de Francia y otra de España; imagino que Catalunya debe de quedar en medio. Pues como le decía, cuando nos acercábamos, el cuello de botella de aquella procesión de miserias y tormentos se hacía cada vez más angosto. Ver a nuestros muchachos de la CNT bajar del autocar tratando de abrirnos paso explicando, empujando o amenazando a aquella pobre gente, que tenía tanta o más prisa que nosotros y tantas o más necesidades, diciéndoles a gritos que se nos tenía que proteger en nombre de la Generalitat y de la República era una gesta y también una infamia. Pero así fue como, a trancas y a barrancas, llegamos hasta aquella frontera que cerraba el paso a todo el mundo. Sin embargo, la bandera francesa que hacían ondear nuestros chicos sobre un rótulo bien visible del Consulat Français de Barcelone nos abrió paso hasta pocos metros de la libertad.
Allí bajamos del autobús, agotados por el viaje, no sabiendo cómo darle las gracias a un chófer al que no veríamos nunca más. Uno de los muchachos se ofreció para ayudarme a cargar a mi padre, casi inconsciente, que con cada movimiento se retorcía de dolor, mientras otro iba delante empujando a la gente y señalando que llevábamos a un enfermo. Imagínese, ¡debía de haber centenares de personas alrededor! Así recorrimos los interminables pocos metros que nos separaban de la deseada barrera que guardaban los gendarmes. Cuando el que mandaba nos devolvió los papeles y nos dio permiso para entrar entre dos filas de gendarmes negros, mi madre preguntó al chico de la CNT qué iban a hacer ellos.
—Nos volvemos para Barcelona, tenemos que recoger a una gente de letras y volver para aquí.
Cuando oyó esas palabras, dichas con una naturalidad que estremecía, mi madre se quedó helada y cogió todos los mendrugos con pescado salado que Mercè le había preparado y se los dio.
—Para ti y tus dos compañeros.
El mozo le ofreció una fresca sonrisa de agradecimiento y se marchó. Mi madre lo sustituyó cargando a mi padre. Yo, avergonzado. Aquellos días, las gestas las protagonizaban los héroes sencillos.
Podría hablarle de todo lo que siguió, de la amabilidad de los gendarmes franceses con nosotros y de las malas maneras con que recibían y trataban a los demás. De la fortuna que tuvimos que pagar por el coche donde aposentamos con urgencia a mi padre. O del camino hacia Sète, entre la belleza calmada y armoniosa de las viñas del Rosselló que morían en aquellas playas. Unas playas desiertas que en pocos días se convertirían en impúdicos y crueles campos de concentración destinados a los refugiados que habíamos dejado atrás y que soñaban, ingenuos, con la acogida de una república libre y democrática. Válgame dios… O de la primera visión de Sète, el viejo puerto. Qué ciudad tan bonita, Lluís, ¿la conoce?… Era el mismo día en que las tropas fascistas entraban en Barcelona. O de cómo abrimos emocionados las puertas de aquel bistrot como si fuera nuestro último paraíso. Los ojos permanentemente llorosos de mis abuelos. O de la muerte de mi padre al cabo de cinco días…
Es posible, señor director, que todo eso pudiera conmoverle, y quizá sería una historia interesante para usted. Pero la que yo le estoy contando no seguía mi camino. Mi historia continuaba en Barcelona, en el cuerpo de un chico que apenas tenía diecinueve años y que se quedó en la ciudad pensando que todo sería gris y triste. ¡Cuánto se equivocaba! Sería mucho, mucho peor.
En la próxima sesión, recuérdeme que le enseñe alguna vieja fotografía de cómo era Sète, seguro que le gustará. Ahora, si me permite…