Vigésima grabación

VIGÉSIMA GRABACIÓN

De esa forma tan poco heroica acabé la guerra. Yo, siempre tan valiente, atrevido, espabilado, sin miedo al riesgo, de repente me convertí en un desertor, un fugitivo, rogando por que no me pescaran, procurando escabullirme por vías secundarias y con un único objetivo: llegar a Barcelona, a mi barrio, costara lo que costase, y encontrarme con los míos, mi madre, mi padre, si aún estaba vivo, David. Y añadiré que ni un solo instante pensé que aquello fuera un acto de cobardía.

Con la ropa harapienta que me dieron dos ancianos de una masía solitaria, empecé un camino que no sabía cuánto duraría. Caminaba principalmente durante las horas de oscuridad, con mucha prudencia y teniendo cuidado de cada paso que daba, tratando de evitar cualquier control que pudiera complicarme la vida. Me fue fácil, aunque lento, porque daba las vueltas que fueran necesarias para pasar lejos de la red principal de carreteras. En secreto, confiaba en que los oficiales que mandaban las unidades próximas sintieran a los fascistas demasiado cerca como para perder el tiempo cazando desertores y malgastando munición. Al menos era lo que yo pensaba. Más tarde me enteré de que muchos prófugos eran ejecutados en el mismo lugar donde los pillaban, fusilados por los restos de un ejército que también huía. ¿Se imagina qué perversión? La lógica de las guerras es a menudo una exaltación de irracionalidades.

Iban pasando los días y me acercaba a Barcelona. No sabía en qué día estaba. El hambre, el cansancio extenuante, el miedo, la devastación del país, la pena enmarañándolo todo me embotaban el cerebro. Debía de haber pasado ya la segunda semana de enero cuando llegué a Barcelona. Era todavía muy temprano y apenas había luz. Pasé cerca de Pubilla Cases, Sants al lado, me detuve un rato porque quería que en las calles hubiera más gente con la que mezclarme para no llamar la atención. Pero tuve que renunciar a ello, la ciudad estaba como vacía.

No era sólo el aspecto de Barcelona lo que me encogía el corazón. Las caras de la gente eran mucho peor. Todos los ojos miraban al suelo. Los que esperaban impacientes a que entraran los vencedores disimulaban, los que sabían que la perderían seguro disimulaban, y yo también disimulaba. Era una sensación tan extraña que decidí no alzar los ojos para no cruzarme con mirada alguna.

No me costó ningún sobresalto llegar a la Barceloneta, nadie pedía nada a nadie y ya no me sentía en peligro. Mi barrio estaba todavía más ruinoso de como lo había dejado, no había ni una sola casa que no hubiera recibido su dosis de destrucción. Por eso cuando vi que, en la punta del dedo de la Barceloneta, casi sola, rodeada de ruinas y de barcas destrozadas, medio ennegrecida, aún se levantaba la casa de una sola planta de Màrius, el corazón se me alteró. Era mi casa y seguía en pie. Me acercaba conteniendo las ganas de llorar, gritar y reír; unos sentimientos extraños, bocanadas de recuerdos felices que eran la imagen contraria de todo lo que ahora veía. Cuando estaba a no más de treinta metros la puerta se entreabrió. Salió un hombre. Reconocí la vida.

—¡David! —grité—, ¡David!

Y su rostro se volvió, al principio con una expresión de incredulidad, pero después las dos piernas lo empujaron de un salto y se puso a correr hacia mí gritando, Amigo… Y cayó en mis brazos el Amado, y nos fundimos, sí, señor, nos fundimos, en un abrazo largo, muy largo. Las mejillas se tocaron, los labios se abrieron… dioses, eso aún no lo había estropeado la maldita guerra. No nos dábamos cuenta de que Mercè, al oír mis gritos, había abierto la puerta y nos estaba mirando con una sonrisa tan feliz que parecía participar de nuestro abrazo. «Marí, Marí», llamó a mi madre, que salió corriendo hacia mí como una posesa, demacrada, mermada, delgada… Pero menuda sonrisa, señor director, menuda sonrisa. Es algo extraño cómo la alegría del corazón penetra en las arrugas, los tendones, y los vigoriza con su gozo, haciéndolos bellos, ni que sea por un instante. Corrieron las dos hacia mí cuando aún no me había separado de David y nos abrazamos llorando y riendo. De golpe pude derramar las lágrimas que había retenido desde que el corazón se me detuvo en el Ebro. La caja donde guardaba todas las emociones de aquellos meses en el frente pudo por fin vaciarse.

También llegó Màrius, con el rostro surcado por la pena, el desengaño, y sin embargo educado y amable, como siempre. Entre abrazos, miradas furtivas, que si estás más delgado, que si no, que tienes buena cara, que estás más rubio… yo qué sé, Lluís, lo que se suele decir en un momento así. Yo sentía que me mareaba por los días sin comer, por las emociones, vaya usted a saber por qué, pero empezaba a darme vueltas la cabeza. Al acercarnos al umbral de la puerta se hizo un silencio repentino. Era obvio que tenían que darme una noticia trascendente y fue mi madre quien bajó la voz para pronunciarla:

—Germinal, tu padre está dentro, herido grave de una pierna. Está muy mal. Los médicos, que no dan abasto en el Hospital General de Catalunya, se la quieren cortar. Me dirán algo mañana. A primera hora también tengo que ir al consulado francés, pues preparan el último autobús para los ciudadanos franceses y sus familias.

Me miró a los ojos para ver cómo reaccionaba; los debía de notar vacíos porque continuó diciéndome:

—Fui hace unos días a pedir asilo y apuntarnos a una lista para ir a Francia. El mismo cónsul, un señor muy amable y educado, me dijo que a partir de mañana sería cuestión más de horas que de días y, si fuera así, nos llevaríamos a tu padre a Montpellier para que lo ingresaran allí. Aquí y ahora me da miedo que no puedan atenderlo bien, pero, incluso si lo operan, tampoco se puede quedar en el hospital, los fascistas podrían entrar en la ciudad y nos quedaríamos atrapados… y tu padre… nos lo matarían.

Me lo decía todo precipitadamente, embarullada. Me costaba seguirla, pero se notaba que mi madre había cogido el mando de la familia y que, en esos momentos, su condición de francesa se había convertido en un valor magnífico y lo utilizaba para salvar a los suyos.

Antes de cruzar el umbral procuré recomponer la imagen de mi padre, mi héroe, mi referente; estaba allí dentro, herido grave y a punto de perder la pierna. No quería que su mal aspecto me cogiera desprevenido y él se diera cuenta. Respiré hondo y al entrar tan decidido casi me di de bruces con él, que estaba sentado.

Válgame dios. No era él. Ni se le reconocía. Los ojos hundidos, sin espíritu que los hiciera vivir, delgado como un sarmiento, el pelo caído a jirones, la pierna vendada manchada por completo de sangre y el dolor, que se lo comía vivo, daban a su rostro esa expresión que se me había hecho tan familiar en el frente.

—Padre —le dije—, ¿cómo estás? ¿Te duele mucho?

—Déjalo estar, no es importante —me decía tocándose la pierna vendada y sucia—. ¿Y tú? ¿No te han herido? ¿Estás bien?

—Sí, padre. Estoy vivo.

Me agaché para poder abrazarlo y mientras nos estrechábamos con fuerza la visión de mi padre me dio la medida del inmenso fracaso que representaba haber perdido aquella guerra. Pensé en él, en sus sueños, esperanzas, luchas, proyectos… Allí, con el cuerpo desmadejado y el pulso del aliento ausente. No pude soportarlo, el mareo me iba poseyendo, el comedor empezó a dar vueltas y medio me caí, como si la energía de mi cuerpo no fuera de abajo arriba para mantenerme en pie, sino que flotase y huyera de mí. Sentí cómo unos brazos me agarraban y me llevaban medio inconsciente a la habitación de David, mi habitación. Fue él quien me ayudó a meterme en la cama y se sentó a mi lado, velándome. Yo lo entreveía mientras la cabeza se me iba, y por suerte, cuando se fue, se me quedó su imagen en la retina.

Nada me despertó, ni siquiera el ruido profundo de los motores de los barcos con bandera extranjera que podían zarpar y huir del asedio del puerto negociando en el último momento con los buques fascistas que lo rodeaban. A las once yo aún dormía y mi madre entró en la habitación.

—Germinal, Germinal, mañana nos vamos, ¿me oyes? ¡Mañana nos vamos! El autobús del consulado sale a primera hora de la mañana. Necesito tus papeles y hoy mismo me expedirán un salvoconducto del consulado para que puedas pasar como si fueras francés. Y también me lo harán para tu padre. Nadie nos podrá detener en la frontera. ¿Te imaginas? El cónsul me lo ha prometido personalmente y también me ha dicho que acomodarán a Josep tan bien como puedan. Llevaremos a tu padre a Montpellier.

Aquel 21 de enero el mundo se me hundió. David, que había entrado detrás de mi madre, me miraba fijamente, quería que me entrara en la cabeza lo que iba a decirme, y lo pronunció lentamente y con voz firme:

—Tenéis que aprovecharlo y preparar las cosas.

Me levanté aturdido por el cansancio y la fuerza de las noticias. La tensión entre las ganas de quedarme y la obligación de acompañar a mis padres me ahogaba el poco espíritu que me quedaba. Mi madre me pedía que la ayudara a reunir nuestros enseres y yo la obedecía de manera mecánica. La mente me iba de un pensamiento a otro, a cual más espantoso. Poco después ya era mediodía y nos sentábamos alrededor de la mesa que había puesto Mercè. Yo estaba obsesionado con poder quedarme a solas con mi compañero.

—David, querría hablar contigo, ¿salimos a ver la Sarita?

Tardó unos segundos en contestarme mientras los demás se miraban sin encontrarse.

—Germinal, no te has fijado, pero la Sarita ya no está, la…

—Con el último bombardeo se quedó toda astillada —añadió Màrius.

Era curioso, hablaban de ello como no dándole importancia. ¿O es que él «podría ser peor» ya no permitía conmoverse por ninguna derrota? ¿O es que acaso los finales de camino son así? Como si la única que me entendiera fuera Mercè, la oí decir:

—Venga, come un poco más y después, David, id a hablar.

Comí únicamente para poder salir con mi amigo a solas, el resto del mundo me ahogaba. Todos rodeábamos la mesa en silencio excepto mi padre, que no se había movido para no intensificar más su dolor. Allí solo, masticaba con los ojos cerrados, como si pensara. Mentira, podía observar cómo el sudor le relucía en la cara, y eso también lo reconocía de cuando estaba en el frente. Era el sudor de un sufrimiento agónico que se lo comía por dentro. Un sudor frío, como pastoso, que no brota sino que acaba formando parte de la piel.

Cuando David y yo salimos a la playa hacía frío, mucho frío, y yo no tenía la mente clara, me estallaban dentro del corazón ráfagas de pánico. No sabía, no entendía, no esperaba…

—Tienes que venir conmigo, David. Tienes que venir conmigo.

—No puedo. ¿Cómo quieres que deje solos a mis padres?

—Pero yo te necesito conmigo. Además, si te quedas te matarán…

—Venga, Germinal, a mí también me gustaría irme, ir contigo, huir a Francia, empezar otra vida, pero ¿cómo quieres que lo haga? Me sentiría siempre culpable por haberlos dejado aquí solos mientras entran los fascistas. Además, yo no corro ningún peligro. A mis padres ya los conoces, no se han metido en ningún berenjenal, y a mí de lo máximo que podrían acusarme es de haber desescombrado casas tratando de salvar a los heridos, o de construir algún refugio, nada grave, ostras. Yo puedo quedarme.

Conforme iba hablando parecía que se animaba, que se lo creía:

—Va, venga, tú te vas y curas a tu padre. Yo acabo los estudios, ayudo a los míos y de aquí a nada podrás volver o yo podré ir, cuando la situación se haya calmado.

—Pues yo me quedo. Ostras, David, eres mi Amado Amigo, no me puedo…

—Pero ¿qué dices? ¿Cómo quieres dejarlos así? Tu padre moribundo, tu madre que se romperá de un momento a otro. Y cuando lleguen a Sète, ¿qué te crees? Allí necesitarán que les saques las castañas del fuego. No me gustaría que lo hicieses, no es así como te quiero. Además, ésos que vienen, a ti sí que te matarían. Venga, vamos a casa y ayuda a preparar el equipaje.

—Hostia, yo te quiero.

—Yo también.

Me lo dijo mirándome a los ojos, me cogió la mano y le puedo asegurar que sentí cómo su amor me penetraba a través de ella. Después continuó resuelto:

—Y por eso vas a ir a casa y vas a ayudar a tu madre, que ya no puede más.

Lo seguí como un perro. Yo había perdido el coraje entre las aguas del río, acompañando los cuerpos hinchados de los soldados que se deslizaban aguas abajo. Él lo conservaba todo, indemne, y lo utilizaba para salvarme. No recuerdo un día más melancólico. De una forma mecánica, cogía las cuatro cosas que mi madre se quería llevar. La pobreza, la guerra y el derrumbe de la casa habían convertido nuestro equipaje en nada. Bien mirado fue una suerte, porque con mi padre en ese estado nuestra pobreza nos aliviaba y hacía menos difícil la partida. Si no hubiera sido por la angustia de llegar a tiempo para salvar a mi padre, casi nos habríamos ido reconfortados sabiendo que, si conseguíamos llegar a Francia, al abrir la puerta de Le Paradis no tendríamos que padecer por el porvenir. Menuda suerte, válgame dios. No se puede imaginar el valor que eso tenía en aquellos momentos. Para todo el mundo menos para mí, que dejaba mi corazón empeñado en Barcelona, en las manos de mi Amigo.

Perdone, Lluís, ya sé que ahora es un mal momento para cortar, pero necesito descansar. Si quiere puede volver mañana. Me tendrá que decir en qué punto lo hemos dejado. Me temo que tanto desconsuelo me deja exhausto. Me lo pasaba mejor los primeros días. Relatando recuerdos de la adolescencia. Ahora todo me pesa demasiado, ¿sabe? Evocar tanta amargura…