Primera grabación

PRIMERA GRABACIÓN

Pues sí, señor director, la Barceloneta de los años treinta era un escenario magnífico para unos adolescentes como nosotros. Y digo nosotros porque fue una adolescencia coral, a cuatro voces, cuatro corazones amigos, cuatro para todo lo que pudiera pasar. La pandilla de los cuatro, dos chicas y dos chicos que nacimos casi juntos y con pocos meses de diferencia mientras se escurría el año 1920.

Seguramente ahora lo veo con los ojos nublados por la nostalgia, pero me atrevería a decir que aquel barrio, su configuración, el carácter de su gente, las tormentas sociales de aquel tiempo y de aquel país, la caída de la luz entre los balcones llenos a reventar de ropa sin vergüenzas, las barcas tendidas delicadamente sobre la playa, o incluso los viejos paquebotes y mercantes moviéndose agónicos por el puerto, lanzando los profundos aullidos de sus sirenas… todo ello era un magnífico decorado para que cuatro niños dejáramos allí la huella de nuestras vidas. Bien mirado, el barrio, la ciudad, el país, eran como un grandioso y pintoresco escenario donde cada uno de nosotros tendría que representar su papel, como en una obra de teatro que, como pasa con las grandes piezas dramáticas, acabó por engullirnos a todos.

Sin nuestro barrio, el mar no habría sido nunca de la ciudad, quizá un incidente orográfico que algún poeta habría aprovechado para afilar versos suaves de lirismo tronado. El mar en Barcelona únicamente latía por un corazón, y ése era nuestra barriada. Para el resto de los barceloneses tan sólo era una buena excusa para disimular el aburrimiento familiar de un domingo por la tarde, o el espacio concreto de donde venían la mayoría de las mercancías que necesitaba la gran ciudad. Para ellos, nosotros y nuestro barrio éramos solamente la estructura musculada y barata que se requería para que llegasen a la ciudad muchas de las cosas que ésta devoraba, y poco más.

Casi toda la gente de la Barceloneta dependía del mar. Unos cargando y descargando los vientres oscuros y apestosos de los barcos. Otros saltando ágilmente detrás de las piñas de rosa que arrastraban los cabos con que se amarraban, endurecidos por el salobre y pesados de humedad. Algunos más privilegiados, los menos, trabajaban en los servicios del puerto, desde los prácticos hasta los encargados de seguridad. También había quien se dedicaba al contrabando de toda clase de artículos prohibidos demandados por una ciudad asolada por la pobreza pero que se quería cosmopolita y burguesa. Quedaban los marineros que, desarraigados desde siempre, se enrolaban en los barcos que partían vete tú a saber hacia qué sueños. Y finalmente, como en un mundo aparte, estaban los pescadores, que adornaban el paisaje con sus barcas en el muelle, o varadas en la playa, y que, con gestos tan pacientes como atávicos, las llenaban hasta arriba de redes y aparejos.

Todos los aromas del mar estaban allí, en nuestro barrio, suspendidos en el aire y siempre a punto para que cualquier brizna de viento los hiciera circular por el entramado de callejuelas, entrar por las diminutas puertas de las casas, ascender por las escaleras humildes y oscuras hasta nuestros pisos, donde penetraban y poseían objetos, armarios, alfombras, sábanas… Pero por encima de todo nos poseían a nosotros.

Así pues, no le extrañará si le digo que nací en la calle del Mar, en el número 6, en un segundo piso pequeño, pobre y recalentado. Como casi todos los jóvenes de ese entorno, mi padre fue un marinero que se enrolaba en cualquiera de los muchos barcos que iban y venían. Todavía adolescente, ya le seducía la capciosa libertad que le ofrecía el mar, el sentimiento de que hacía y deshacía según le viniese en gana y más le conviniera. «Mal pagados pero con el mundo en los bolsillos», como decía él. Quizá sólo sea un espejismo, y sin embargo es algo que desde siempre ha atraído a los hombres algo peculiares hasta los viejos puertos de todo el mundo.

Josep Massagué i Fita hizo su primer viaje cuando apenas tenía catorce años. Eran tiempos en que los niños, ya adolescentes, tenían que buscarse la vida, y a fe que él sabía dónde buscársela. Había perdido a sus padres muy joven. Por cierto, nunca supe cómo, porque en casa sencillamente no se hablaba de ello, y punto. Seguramente eso le obligó a espabilarse antes de tiempo y a aprender a flotar entre los remolinos de aquella sociedad. Con pocos años ya conocía la mayor parte de los puertos del Mediterráneo. A los veinte había hecho dos travesías oceánicas, hasta América y Asia, y ya presumía orgulloso de que sólo le quedaba zarpar hacia Australia para hacerse ciudadano del mundo. Esto último, señor director, era otra de sus obsesiones.

Mientras esperaba esa ventura, se enroló en un viejo paquebote llamado Sirena, que cubría como podía, y nunca mejor dicho, una ruta semanal que iba de Sóller hasta Sète, pasando por Barcelona. En aquellos tiempos, señor director, había líneas marítimas hoy impensables. El hecho es que la ciudad de Sóller siempre había mantenido relaciones comerciales con Sète, e incluso era tradición que los chicos jóvenes y ricos de Sóller prefiriesen ir a estudiar a la Universidad de Montpellier, aunque sólo fuera para llevar la contraria a los de Palma, que venían a la de Barcelona. Sea como fuere, en una de sus muchas estancias en Sète, y mientras dejaba pasar el tiempo tomándose un vaso de vino en un bistrot de ese bellísimo puerto, se enamoró perdidamente de una joven risueña y rubia, hija de los propietarios de la taberna, a la que le pidió dos chatos de vino, tres cafés y dos cervezas sólo para mirarla de arriba abajo cuando iba y venía para servirlo con un movimiento ondulante que lo dejó hechizado.

Marie tenía un cuerpo firme y bien perfilado, y unos ojos que parecían dos faros centelleando señales que cualquier marinero sabría apreciar y que acabaron sometiendo para siempre el corazón y las hormonas de mi padre. Después de todo, Australia quedaba demasiado lejos. Las islas, sirenas y puertos riquísimos que le estaban esperando se diluyeron en una tormenta de sentimientos y deseos tan inaplazables que le obligaron a cortejar a aquella chica durante un año, hasta conseguir que Marie Guillaume aceptara ser su compañera. En aquel tiempo y circunstancias, cortejar a Marie quería decir cortejar también a sus padres, que, en definitiva, eran los que tenían que darle permiso para llevársela. Lo hizo con tozudez y, como siempre que se empeñaba en algo, convencido de que lo lograría.

Quizá a usted le sorprenda si le hablo de una Francia muy débil y desangrada por la primera guerra mundial. Pero eran otros tiempos, y aquellas personas sencillas vieron con buenos ojos que su hija se marchara, con un muchacho espabilado y sano, hacia un país del que todos decían que se había enriquecido durante la guerra gracias a su neutralidad y en el cual quizá ella tendría un horizonte más diáfano. Eso, y ver a su hija sin poder controlar ni los sentimientos ni los flujos del amor, que estaban, por decirlo de algún modo, a punto de derramarse, los ayudó a dar su conformidad para que se fueran juntos.

Sin embargo, y a pesar de la locura de su enamoramiento, la que sería mi madre impuso una condición innegociable: si Josep Massagué la quería por mujer tendría que buscarse un trabajo en tierra firme. Nada de barcos jadeando con regresos angustiosos. Ya había sufrido demasiados años el castigo de ver a su madre escrutando el horizonte por la pequeña ventana de la cocina, esperando en vano que la humareda del barco deseado señalara el retorno del hombre de la casa. Eso duró hasta que el eje de un pistón viejo y desengrasado le atravesó la pierna a su padre, llevándose tendones y nervios y vaciándola de sangre y de vida para siempre. Nunca se lo dijeron en voz alta, pero, entre llantos y maldiciones, madre e hija confabulaban que, si con los ahorros guardados que pudieran sacar de la desgracia reunían lo suficiente como para montar un negocio, tirarían adelante un café. Ciertamente éste debería estar en el puerto de Sète, no fuera que Gilbert, que era el nombre del que sería mi abuelo francés, se muriera de añoranza. Fue por eso por lo que a la taberna donde pescaron a aquel buen chico para siempre la bautizaron como Le Paradis.

—Si tú quieres una mujer, yo quiero un hombre, y no un fantasma que aparece cuando al mar le apetece vomitármelo.

En resumidas cuentas, lo tomas o lo dejas. Y lo tomó. Josep la quería y la deseaba con tanta ansiedad que cedió al instante y se puso a buscar trabajo en cuanto volvió a casa. Le fue muy fácil. Era una ley, conocida incluso fuera del barrio, que un hijo de la Barceloneta, joven y valiente, tenía siempre un lugar en el muelle para extraer tesoros y vergüenzas de los vientres de los barcos que llegaban de cualquier parte. Eso ahora se llamaría un lobby, y funcionaba como un reloj, sobre todo si estabas afiliado al sindicato dominante, como era el caso. Y fue así como en el año 19, sin pompa ni boato, Marie Guillaume desembarcó del Sirena en brazos de un hombre enamorado. A partir de entonces pasó a llamarse Marí, pronunciado con una erre nada francesa pero con un acento contundente en la i.