DECIMONOVENA GRABACIÓN
La estación de tren era un caos colosal, con miles de chicos sin rumbo y tan jóvenes que parecía que aquella masa de muchachos estaba allí más para iniciar las colonias de verano que para asuntos de ejércitos y guerras. Bultos, fiambreras, padres y madres acompañándoles. Muchos tenían cara de niños asustados aunque algunos disimulábamos bastante bien. En todo caso, con gran confusión, muchos gritos y en desorden, cada uno se iba colocando en el grupo al que lo habían destinado. En mi caso era relativamente fácil y no me costó nada, porque los de Marina éramos pocos y a los oficiales que nos esperaban se les veía de lejos con sus uniformes blancos. La mayoría de los reclutas marineros éramos de los pueblos de pescadores de la costa de Girona y Barcelona. Me imagino que a la Barceloneta la debían de incluir en esta categoría.
Le aseguro que casi ninguno de aquellos centenares o miles de reclutas sabíamos qué cojones íbamos a hacer en aquella guerra, pero los destinados a la Marina aún estábamos más desorientados porque dudábamos de que a la República le quedara ningún barco flotando en alguna parte. Cuando finalmente y después de muchas horas pudimos salir, nos tocó un tren curioso que avanzaba un día y retrocedía al otro. Recuerdo que reconocimos Sitges al menos tres veces. Al principio lo vivíamos animados, curiosos, después aburridos, para acabar hastiados de un viaje largo que sería un fiel preámbulo de lo que nos esperaba y que duró más de dos días. ¿Se imagina? Todo eso para llegar a Reus. Al final nos albergaron cerca de la ciudad, en el llamado parque Samà de Montbrió… Por cierto, Lluís, ¿lo conoce? Un lugar precioso a pesar del exceso de ornamentos modernistas… Perdone. Allí ya nos esperaban unos cuantos centenares de reclutas, la mayoría de la parte meridional de Catalunya, que completarían nuestra unidad. Muchachos que venían de Cambrils, la Ametlla y otras poblaciones costeras. Formábamos un grupo de marineros no muy grande y nos transportaron, sin que nadie nos dijera por qué, primero a Botarell, después a Morell, hasta que finalmente nos instalaron en Garcia, al lado del gran río Ebro. Déjeme decirle que en todos esos días no hubo ninguna instrucción militar que no pudiera considerarse como charlotada, pero si quiero acabar bien la sesión de hoy mejor será que no hable de ello.
Yo ya había perdido la esperanza de subir a un barco de guerra y morir heroicamente como en los cuadros antiguos de las batallas famosas. Viendo cómo iba todo, acabamos convencidos de que nos encontrábamos allí para atrincherar posiciones en nuestra orilla y resistir la acometida de los fascistas que tarde o temprano decidiesen cruzar el río. Hay que decir que eso a los de Marina aún nos despistaba más, porque si se trababa de atrincherar y defender, ¿qué cojones hacíamos nosotros allí? La respuesta vino por un camino inesperado. Como ya la he dicho, de nuestra leva había muchos que provenían de Cambrils, Salou, la Ametlla y otras poblaciones cercanas. Algunos de los chicos se enteraron por sus padres de que el gobierno de la República había requisado las barcas de pesca de sus familiares y que las estaban transportando hacia el interior. No nos hizo falta mucha imaginación para concluir que las querían para poder atravesar el río. Ahora, al menos, ya intuíamos lo que hacíamos en ese lugar. Aquellas barcas ocuparon lugares estratégicos y suficientemente discretos como para no ser vistas por la aviación enemiga y no descubrir las intenciones republicanas. Más tarde servirían para montar puentes y estructuras por donde pudiera pasar el grueso del ejército republicano que, con una ofensiva agónica, quería evitar, o como mínimo alargar, la caída de Catalunya y de la República.
Pero me adelanto demasiado. Antes de que todo eso sucediera hubo un momento especialmente enojoso para los de la quinta del biberón. Fue cuando los nuevos reclutas llegamos a nuestro destino y fuimos recibidos por las caras exasperadas y desengañadas de los veteranos. Nuestros semblantes infantiles, entre animosos, atemorizados y sobre todo inconscientes, dejaron a aquellos hombres abatidos e indignados. Les habían prometido refuerzos frescos para iniciar una gran operación que habría de cambiar el curso de la guerra, después de tanto tiempo de retroceder palmo a palmo jugándose la vida ante un enemigo mejor armado, mejor entrenado y con un espíritu de victoria evidente. Y he aquí que les enviaban a una patulea de adolescentes barbilampiños, inexpertos y sin ninguna preparación técnica ante los terrores que habrían de afrontar. Muchos de aquellos hombres tenían hijos de nuestra edad, y tan sólo con una mirada tuvieron suficiente para darse cuenta de la magnitud de la tragedia que se avecinaba. Algunos nos recibieron con menosprecio, escarneciéndonos, y nos sentimos humillados, maltratados, cuando gritaban que volviésemos a casa, que huyéramos. Otros, quizá los más veteranos, aún reaccionaron peor: sencillamente comprendieron que anunciábamos la caída final y rompieron a llorar.
Nosotros, en cambio, no entendíamos nada que no fuera la humillación que padecíamos.
El veterano enjuto a quien se me asignó era de Porrera, un pueblo hundido en un valle del Priorat. Cuando acabó de enjugarse alguna lágrima rebelde me dijo:
—Tú, chico, ¿de dónde vienes?
—De la Barceloneta —respondí seco y tratando de dar cierto tono de virilidad a mi voz.
—¿Y cómo te llamas?
—Germinal.
—Mal nombre para los tiempos que vienen…
—¿Qué quieres decir?
—Nada, chico, nada.
Al ver que yo seguía mirándolo serio, esperando que continuara, medio rezongó:
—Que valdría más que te llamaras Jesús o incluso Sagrado Corazón de María… Déjalo estar. Ven, que te enseñaré tu sitio…
Aquel hombre de talante áspero me salvó la vida dos o tres veces y se convirtió en mi miliciano de la guarda, el compañero inseparable hasta mi último día de guerra. Se llamaba Jaume Simó y cuando me vio lloró dos veces. La primera porque se dio cuenta de la escasa calidad de los refuerzos llegados, o sea, yo mismo. La segunda, por su único hijo, Joan, a quien también acababan de llamar a filas con poco más de diecisiete años y del que ni siquiera sabía adónde lo habían destinado.
¿Se lo imagina? Para mi suerte, procurar que yo viviera fue para aquel hombrecillo una forma de prolongar la vida de su hijo. Soñaba que, en algún lugar, un veterano haría por Joan lo que él hacía por mí. Escondida bajo todas las pieles curtidas que protegían su alma anidaba mucha ternura. El caso es que nos llevamos bien enseguida. Yo trataba de servirle de herramienta para que su experiencia fuese más útil, y él no permitía que nadie me tocara los cojones sin saber que nos los tendría que tocar a los dos, por decirlo a su manera, y usted perdone. Cumplíamos lo que nos mandaban animosamente.
Nos asignaron una barca de esas grises de la Marina que no era un mal bote. Resultaba fácil manejarlo a pesar de la corriente del río, que los primeros días no sabíamos cómo enfrentar. En aquel bote, siempre en secreto y con precauciones, cruzamos el gran río muchas veces antes del día decisivo. Siempre eran escapadas de noche, y mayormente cuando no había luna para no ser vistos desde la orilla contraria. A veces llevábamos «nadadores espías» hasta la mitad del río, casi nunca más de cinco o seis a la vez. Eran buenos atletas. Cuando estábamos a medio camino de las dos orillas, el que mandaba daba la orden de desnudarse, tirarse al agua y nadar amparados por la oscuridad hasta el otro lado. Allí tenían que espiar los lugares donde estaba emplazado el enemigo, descubrir cuántos eran y qué defensas tenían. Mientras tanto, emboscados en la oscuridad, Jaume y yo teníamos que quedarnos en algún lugar en medio de la corriente. Tirábamos un peso muerto por la proa para que inmovilizara la barca y esperábamos en silencio el regreso de los muchachos.
Era cautivador y bello, si me permite. Allí solos, en medio de la nada, con las sombras, el agua y el miedo jugando con nuestras siluetas y nuestra imaginación. Aquella sensación rara en el estómago. No se le podría llamar pánico, era como si cada célula del cuerpo estuviese atenta a todo lo que nos rodeaba. Aquella mezcolanza entre el placer de una situación bella y la inminencia del pánico… Por fortuna, en aquellas salidas nunca se nos murió nadie ni sufrimos ningún susto importante.
Más peligroso era cuando pasábamos patrullas reducidas que, además de cuantificar las fuerzas del enemigo y situar sus posiciones, tenían como objetivo principal intentar capturar algún soldado rebelde y tomarlo prisionero para que en los interrogatorios cantara todo lo que supiera y más. En estas ocasiones, mientras ellos cumplían con la misión, camuflábamos la barca en la orilla enemiga bajo algún árbol, en los matorrales o entre juncos que nos hicieran invisibles. La espera hasta la vuelta de los compañeros se hacía eterna, los pensamientos volaban oscuridad arriba hasta los lugares más íntimos de cada uno, pero siempre pendientes de un hilo ante el miedo a lo que pudiera pasar en cualquier instante. Los ruidos de un animal rompiendo una ramita nos contraían la columna y un escalofrío la recorría de abajo arriba, nunca al revés. En aquellos ratos, David ocupaba el espacio de mis ensueños, y me recreaba alargándolos hasta que el olor de un peligro o la llegada de los compañeros me arrancaban de sus brazos.
Con las patrullas tampoco nos pasó nunca nada y siempre pudimos volver sanos y salvos. Nos sentíamos orgullosos, pero más que por nuestros méritos era porque al otro lado del río el ejército enemigo no nos creía capaces de ninguna ofensiva que les hiciese peligrar. Apenas había vigilancia. Jaume decía, cazurro, exhibiendo refinadas metáforas anatómicas:
—Están tan acostumbrados a correr detrás de nuestro culo que lo que menos esperan es vernos los cojones.
Poco antes del gran día, cogimos nuestro bote para navegar hasta la otra orilla con unos ingenieros encargados de estudiar los lugares donde se tendrían que anclar o enclavar los pontones, cables y barcazas. Sabíamos que estábamos allí para atravesar el río en cualquier momento, aunque los mandos no nos hablaran nunca de por qué estaban tan obsesionados con el factor sorpresa. Pero hasta los más jóvenes sabíamos que si se trataba de pasar a la otra orilla el engaño sería decisivo para el resultado. Los otros, los «nacionales», tenían una superioridad en aviación y artillería tan enorme que cualquier noticia de nuestras intenciones habría desatado un infierno.
Mientras tanto, en una franja muy alargada en el entorno del río, todo el material se trasladaba de noche y se camuflaba tan bien como se podía. Debíamos de ocupar un espacio de territorio muy considerable porque decían que había de todo y mucho: miles de hombres, barcas, estructuras de puentes, camiones, tanquetas, depósitos, artillería pesada, ligera, todo lo necesario para una gran batalla. También sabíamos que si conseguíamos atravesar el Ebro, pasado el primer desconcierto tendríamos que reconstruir constantemente nuestras pasarelas, puentes y estructuras fluviales porque sus aviones los bombardearían sin tregua hasta joderlos y mandarlos al fondo del río. O sea, que cuantos más hombres y material pudiésemos pasar en las primeras horas de la operación mucho mejor.
El intervalo de tiempo fijado definitivamente para comenzar el ataque y atravesar el río iba desde el anochecer del 24 de julio a la mañana del 25 de julio. Tenía que ser una movilización coordinada, una máquina funcionando a la perfección, y ya hacía tiempo que el ejército republicano no estaba preparado para nada de todo aquello. Pero la moral era alta, porque llevar la iniciativa en una operación de aquellas dimensiones nos invitaba a creer lo que decían los jefes militares: que si podíamos darles un golpe mortal la victoria aún era posible. Aquella última noche nos encargaron que con nuestro bote pasáramos unos cables de un lado al otro del Ebro para fijarlos a unas argollas que ya se habían dejado preparadas. Estos cables tenían que atravesar toda la anchura del río para que los soldados pudieran agarrarse a ellos y cruzarlo tan rápidamente como fuera posible, cuanto más mejor, mientras las barcazas y los pontones permitían el transporte del armamento pesado y el material logístico. Aunque en aquella época del año el río no era muy caudaloso le aseguro que impresionaba. Incluso para un inconsciente como yo, acostumbrado al agua desde pequeño, aquello tenía muy mala pinta, sobre todo porque había lugares en los que la profundidad era mayor y no se hacía pie. Eran pocos metros, pero ver a los soldados a contracorriente y medio a oscuras, con todo el peso que llevaban, asustados y desconcertados por la desazón del momento, hacía prever que habría desgracias.
Y comenzó el grueso de la operación con las primeras luces. Mientras cargábamos en el bote material de toda clase, entreveíamos a los primeros soldados entrando en el agua para cogerse a los cables. Algunos pasaban decididos, pero ante las dudas de los más jóvenes, o sea, de los míos, los suboficiales empezaron a utilizar las culatas de los fusiles para obligarlos a avanzar. Los veteranos lo resolvían con la habilidad de las ratas que por encima de todo no quieren morir, pero para los de mi quinta era diferente: el miedo les contraía la cara, la contracorriente del río los obligaba a soportar una carga a la que no estaban acostumbrados y que el agua hacía mucho más pesada. Se agarraban al cable con el pánico en los ojos, y cuando dejaban de hacer pie el miedo por no saber nadar y la inexperiencia hacían que se aferraran de manera torpe primero y luego desesperados, cortándose las manos, hasta que los más débiles acababan gritando de terror y de dolor, y algunos se dejaban ir. Después de unos movimientos convulsos tratando de flotar, apenas podían verse unos segundos antes de ser engullidos, lastrados por el peso del armamento. Si la profundidad del agua era ridícula, la del pánico era abismal.
Los primeros muertos de guerra que vi fueron aquellos muchachos, Lluís. Ni tan siquiera tuvieron la oportunidad de apretar el gatillo para disparar el primer tiro al enemigo. Ahogados. Silenciosos. Anónimos. Bajando por el río a sus diecisiete o dieciocho años.
Bien, continúo deprisa: el ejército republicano atravesó el río y encontró poca resistencia, al menos en los primeros momentos. La operación fue un éxito. Luego algunos marineros fueron destinados a las tropas de tierra y cruzaron también. Pero Jaume Simó creía que era mejor que nos quedáramos con los que se encargarían de mantener el río apto para conectar el nuevo frente con la retaguardia. Así que nos quedamos, y fue útil, porque tenían razón los que pensaban que los aviones nos harían la vida imposible. El enemigo sabía mejor que nosotros que mantener aquella línea de avituallamiento y comunicación era vital para las tropas que habían cruzado, por lo que tratar de reconstruir todo lo que los bombardeos hundían era una tarea que nos ocupaba todo el día, salvo el momento en que volvían los aviones y nos obligaban a huir como ratones, porque cuando los italianos hilaban fino le veíamos las orejas al lobo. Jugar al gato y al ratón, destruyendo y reconstruyendo pasarelas, se convirtió en un círculo inacabable que tenía sus tiempos, como unos horarios de obligado cumplimiento, y que se prolongó durante unos meses. Era peligroso, claro que sí, pero pasados los primeros sobresaltos se convirtió en un juego excitante, diría que vicioso: hacer equilibrios malabares sobre el hilo que separaba la vida de la muerte, una apuesta incierta. El riesgo se convertía en una audaz diversión que me ponía a mil por hora. Cosas extrañas de las guerras, Lluís, muy extrañas.
La noticia de que los nuestros no habían encontrado demasiada resistencia y de que estaban a las puertas de Gandesa fue recibida con excitación por los más jóvenes y con mucha incredulidad por los veteranos. Simó, que veía como yo derrapaba y empezaba a soñar imposibles, rezongaba:
—Chico, cálmate. Los verás volver, y de una forma que lo recordarás mientras vivas.
¡Ostras, tenía razón aquel hombrecillo! Los primeros avisos de que los nuestros retrocederían, y de mala manera, los dio la ingente cantidad de heridos que nos traían los sanitarios para que los pasáramos de orilla a orilla. Cuerpos mutilados, sangrantes, que con dificultad podíamos reconocer como humanos, una especie de vanguardia del horror que nos daba un aviso preciso de lo que venía detrás. Eran el lúgubre y frenético preludio que anunciaba el fin de todo.
Pronto no fueron sólo los heridos los que volvían. También comenzaron a replegarse las tropas. Primero los llamaban despliegues tácticos, después derrotas circunstanciales, y finalmente fue la desbandada caótica de un ejército vencido, sin una logística seria que le permitiera mantener la cara delante de un enemigo muy superior. La oficialidad y el mando, sobrepasados por tantos flancos, ya sólo procuraban que la huida fuera lo más ordenada posible.
A medida que el ejército fascista iba cerrando las bolsas, los destacamentos republicanos quedaban entrampados de espaldas al río. Fue entonces, al menos donde yo estaba, cuando el desastre tomó unas dimensiones tan grandiosas como brutales. Cataclísmicas, si la palabra existiera. Pero ¿qué palabra podría definir todo lo que yo vi y viví?
Mire, Lluís, yo de la victoria inicial al cruzar el Ebro hasta llegar a Gandesa no podría relatarle casi nada, pero del retroceso final del ejército republicano y de la situación de miedo y desesperación de las últimas jornadas fui, desgraciadamente, un testigo privilegiado por mi función de marinero encargado de ayudar a recoger los restos de un ejército vencido. El río bajaba cada día más lleno de cadáveres, y eso era el anuncio de que más arriba las cosas también iban mal dadas. Masas amorfas que chocaban con los restos de las estructuras que querían hacer de puentes y que a pesar de todo intentábamos mantener funcionando. Los primeros días deteníamos los trabajos de reconstrucción para recoger los cadáveres que habían encallado o se habían enredado, izarlos y enterrarlos. Pero a medida que el número aumentaba resultó imposible, y los dejábamos pasar como una parte más del río. Jóvenes ahogados, destripados, comidos por los animales. Todo el repertorio de muerte y exterminio que pueda usted imaginar.
Estábamos a mitad del mes de noviembre. Jaume Simó y yo tratábamos de pasar primero, y salvar después, a tantos soldados como podíamos. La tarea de los últimos días fue atroz, no se la desearía a nadie. Tanto daba si una bala te reventaba la cabeza o pasaba de largo, eso acabó por no tener importancia. La peor herida, la más profunda, era la conciencia de todo lo que estaba ocurriendo. Porque pronto entendimos que llegaría un momento en que los restos de aquel numeroso cuerpo de ejército, que estaba rodeado al otro lado, esperaría una salvación que no le llegaría sino con cuentagotas, y que muchos de ellos comprenderían que nunca atravesarían aquel río. Luchar para que este sentimiento no nos paralizara o nos abatiera antes de tiempo era más doloroso que pensar en la propia muerte.
Se oían los disparos del enemigo, que se acercaba empujando a la multitud de soldados republicanos contra la orilla, mientras la aviación los bombardeaba continuamente, a ellos y a las pocas estructuras que apenas eran practicables para cruzar el río, hundiéndolas o dejándolas fuera de servicio. Los marineros que hacíamos la travesía para salvar a aquellos hombres sabíamos que eran los últimos viajes. Mientras íbamos a buscarlos, los soldados nos hacían señales con todo lo que podían para indicarnos que nos dirigiéramos hacia donde estaban ellos, y no hacia los otros, que también hacían señales. Sus mandos nos lo ordenaban desde lejos a gritos, fingiendo una autoridad ya inexistente. No teníamos ni que llegar a la orilla; sencillamente cuando aún nos estábamos acercando ellos se tiraban al agua y el primero que llegaba subía, y eso era todo: el caos.
En un viaje, con el fuego enemigo empezando a diezmar a los soldados en una especie de ruleta extraña, y con la barca de bote en bote, Jaume les gritó a los que remaban:
—¡Remad! ¡Remad y alejaros! —Mientras, con lágrimas en los ojos y viendo que con una persona más la barca se hundía, impedía a los soldados desesperados que subieran golpeándolos con una caña. Se quedaron muchos, perdida la esperanza, comprendiendo lo que aquello quería decir. Los que podían se agarraban a la borda con el cuerpo dentro del agua, provocando con ello que el bote casi no pudiera moverse. Realmente lo intentamos, y lo conseguimos.
A nuestra espalda todos supieron que la barca ya no volvería. Los más decididos, viendo como los compañeros rezagados morían por los tiros a boca de cañón del enemigo, se lanzaron al agua tirándolo todo, nadando sólo con la fuerza de la desesperación. Los que por suerte o por desgracia estaban cerca del cable que atravesaba el río, se agarraban y pasaban con el espanto de la muerte detrás y aquella maldita corriente helada delante. Sólo los más fuertes lo resistían. El resto, con los músculos agotados y agarrotados por el agua helada, se dejaban ir gritando. Nunca he podido olvidar el miedo, los gritos, los gemidos, las plegarias, las súplicas de aquel día ni un solo instante de mi vida, incluso ahora que lo estoy contando. Quizá llegaron muchos, pero yo sólo veía a los que morían sin conseguirlo.
Los que se quedaron en la orilla sin ánimo o coraje para lanzarse al río fueron ejecutados allí mismo uno por uno, como en una celebración ritual de odio, venganza y sangre. Los más jóvenes, de rodillas, pedían que les perdonasen la vida. Válgame dios, menuda mierda, nadie debería vivir cosas semejantes. Nosotros, que al remar quedábamos frente a los que estaban muriendo, fuimos espectadores obligados de aquella matanza. Al llegar a tierra iba como un zombi, como se dice ahora, y cuando bajaron todos hice el gesto mecánico de girar la barca. Simó me cogió del brazo con una fuerza inaudita y me dijo mirándome a los ojos como un loco:
—Chico, ¿qué haces? Esto se ha acabado, ¿lo oyes? Esto se ha acabado. Coge los bártulos y vámonos antes de que estos hijos de puta crucen el río.
Mientras, la aviación celebraba el festín de sangre final. Humo, fuego, explosiones, gritos y llantos de voces desesperadas… La confusión, el horror… Los fusiles al otro lado no paraban porque los pobres rezagados, ciegos de pánico, no sabían esconderse e iban derechos al río con la esperanza de cruzarlo. Eran cazados como ratones. Cuando los hijos de puta del otro lado acabaron con todos, comenzaron a dispararnos también a nosotros. Estaban lejos, pero lo hacían bien, y los que nos mandaban decidieron que abandonáramos la orilla para protegernos en la sierra de Gobians. Creo recordar que era el 15 de noviembre.
Todo se había acabado. El frente quedaba como antes de que la República intentara cruzar el Ebro. La derrota era pavorosa y todo el mundo sabía lo que significaba: a partir de entonces ya sólo podíamos alargar la agonía. Habíamos perdido a más de treinta mil compañeros en aquella tentativa y nos habían hecho más de veinte mil prisioneros. Los de Marina, de pronto, nos quedamos sin una tarea específica, así que nos ordenaron que al día siguiente fuésemos con una unidad de tierra que se haría fuerte en la sierra de Cardó. Allí se reorganizarían las fuerzas, bajo el mando de un capitoste comunista muy famoso y grosero. Por cierto, y no me entretendré demasiado, yo hacía tiempo que me escondía de mis antecedentes anarquistas con la complicidad de Jaume Simó. Tenía demasiado trabajo en fintar las balas que me llegaban por delante para preocuparme de las que pudieran venir por detrás.
Déjeme decirle que la primera noche después de la derrota fue lóbrega como pocas que pueda recordar, porque por primera vez fui consciente de que lo que estaba viviendo ya formaba parte del final, que, dicho sea de paso, tampoco sabía muy bien qué representaba. A medianoche no sé qué me desveló, pero noté que bajo aquella manta destrozada estaba solo, que el cuerpo de Jaume no me calentaba, y me asusté. Son cosas extrañas, Lluís, pero una voz me decía que estaba en el río. Me levanté y, corriendo medio enloquecido, bajé tropezando a oscuras hasta hacerme tanto daño como para no sentir los pies. Cuando por fin lo encontré entre penumbras estaba erguido, mirando el lento pasar de aquella masa de agua, y los pequeños movimientos de su espalda me dijeron que tenía los ojos arrasados de lágrimas.
—Muchacho —me dijo cuando advirtió que estaba allí—. Muchacho. ¿Y si mi hijo fuera uno de los que no he dejado subir a la barca?
Y los espasmos le atacaron de nuevo. Lo abracé con la poca fuerza que me quedaba. Se dejó ir como si fuera un niño y poco a poco pude conducirlo hasta donde teníamos las cosas. Le puse la manta por encima, temblaba, me arrimé a su espalda para darle calor mientras le oía musitar palabras que no tenían sentido. Bajo las estrellas pensé que Jaume era el único referente de lealtad que tenía cerca, y me juré proteger su vida como si fuera la mía.
El 23 de diciembre, sólo dos días antes de Navidad, y cuando todo el mundo esperaba una tregua por las fiestas, Franco dio la orden de conquistar el resto de Catalunya y las tropas fascistas atravesaron el Ebro.
La mañana del miércoles 25 de diciembre del año 38, un obús acertó de pleno a Jaume Simó. La pila de trozos de su cuerpo que conseguí reunir y enterrar apresuradamente era ya lo único que me ligaba al frente. Cuando acabé de enterrarlos, puse sus zapatos sobre el montón de piedras, miré el cielo azul resplandeciente ajeno a la devastación que me rodeaba y empecé a gritar, a bramar, a aullar un juramento:
—Hoy he acabado mi guerra, ¿me oís? ¿Me oís? Soy Germinal Massagué y Guillaume. ¡Y juro que hoy he acabado la guerra! ¿Me oís?
Y así fue como el día de Navidad del 38, gritando desesperadamente a no sé quién, me hice desertor.