DECIMOCTAVA GRABACIÓN
De aquella segunda Navidad en guerra no recuerdo casi nada, sólo que fue mucho más triste que la anterior. Y si bien quisieron presentarnos la batalla de Teruel como un éxito importante y alentador, ya no se lo podía creer nadie. Imagínese que hasta la Lotería Nacional se celebró en Barcelona, porque ni Madrid ni Valencia eran ya lo bastante seguras. Lo que eso significaba lo entendió todo el mundo, hasta los que no tenían ni un céntimo para comprar un boleto. A pesar de todo, procurábamos mantener una actitud animosa de puertas afuera, como si el optimismo de los periódicos y de la radio fuera verdad, aunque sólo con ver un mapa ya era suficiente para hacerse una idea de hasta qué punto la República iba perdiendo terreno y quedaba atenazada.
Mi madre no disimulaba el cabreo con «su». Francia republicana. Estaba completamente indignada porque su país había cerrado las fronteras y no dejaba que llegaran ni las armas ni las ayudas de otros países del mundo. No sirvieron de nada la legitimidad de nuestras instituciones o el fascismo sin atenuantes de los golpistas. El Gobierno francés argumentaba que lo hacía en nombre de la neutralidad, sabiendo perfectamente que ni Italia ni Alemania eran ni serían nunca neutrales. Fue una ignominia para todos los valores que representaba la República francesa. Una ignominia y un error descomunal. No tendría que pasar más de un año para que la Historia escarneciera con una guerra espantosa la hipocresía de sus dirigentes.
Frío, hambre, bombardeos y una situación militar agónica iban resquebrajando la moral de los civiles y ya nadie que tuviera una pizca de sentido común estaba para fiestas. Si he de serle sincero, aparte del bombardeo que se llevó a más de sesenta personas el mismo día de Año Nuevo, me cuesta recordar algún detalle de aquellas fiestas de Navidad. Tan sólo que mi padre no pudo venir, y su falta hacía aún más pesada la losa de una ausencia que duraba desde el inicio de la guerra, y que mi madre y yo nos prohibíamos interpretar como desinterés hacia nosotros. ¿Qué pasaba en el corazón de aquel hombre? ¿Qué veía o vivía para alejarnos de él de una manera tan radical? Mi madre podía entender que la dejara sin su cuerpo porque era la herramienta que una guerra necesitaba, sin embargo no sentir su aliento se le hacía insoportable.
Yo era joven, creo que valiente, pero el corazón ya no sabía dónde mirar para no encogerse más. Y aunque era un alocado, o jugaba a serlo, el mundo estaba infinitamente más loco que yo. Además, y por encima de todo, estaba enamorado. Y, cómo decirlo… En aquel entorno y a mis años, la fuerza de mis sentimientos trascendía todo lo que me pasaba. ¿Cómo no iba a ser así? Mi amor por David era la única llama luminosa que no se apagaba, que no languidecía nunca.
El día 7 de enero las sirenas de las alarmas aullaban otro bombardeo. Era noche cerrada. Salimos todos de casa de Màrius para ir al refugio. Los jóvenes habían aprendido a correr disimulando el pánico. Siempre teníamos que esperar a los mayores, que soportaban estoicos que les hiciéramos bromas sobre sus dudosas condiciones atléticas.
En el barrio, de forma cuidadosamente organizada, a cada vecino se le había asignado un refugio. También se había previsto un margen para la gente que estuviera de paso, así se garantizaba que todo el mundo estuviera a cobijo de las bombas. Puedo asegurarle que estaba bien pensado. Como ya teníamos práctica en estos menesteres, nos habíamos acostumbrado a los comportamientos que una situación de emergencia requería, y la gente los realizaba con cierta familiaridad. Cuando no iban mal dadas, los encuentros dentro del refugio resultaban distendidos, o si quiere familiares. A los mayores se les notaba el cansancio en la cara, y si además habían tenido que correr al oír roncar a los aviones o el silbido de las bombas que caían cerca, se añadía un grado más de crispación a su expresión. Cuando estaba dentro y esperaba la primera bomba, la gente padecía indefectiblemente un reflejo que los obligaba a mirar hacia arriba, como si no estuvieran protegidos por el túnel o pudieran atravesarlo para ver cómo los buitres de hierro se acercaban. Si las bombas caían lejos, se quedaban atentos para adivinar si se acercaban o no. Nos hicimos expertos en calcular distancias y vaticinar trayectorias. Si las explosiones se alejaban, la gente se relajaba y hablaba de cualquier cosa, pero si volvían se hacía un silencio sepulcral, y nunca mejor dicho, porque todo el mundo sabía que más de un refugio se había hundido y había enterrado a los desgraciados que se cobijaban en él.
Con la explosión cercana de una bomba, los niños más pequeños comenzaban a gritar, las madres a lloriquear, algunas miradas se perdían en el suelo, otras lo hacían hacia arriba entre aterradas y desafiantes. Veías a hombres maduros y muy hechos con expresiones de espanto haciendo muecas de miedo. Cuando alguna estallaba tan cerca que hacía temblar el túnel y caía polvo o mortero del techo, muchos se cubrían la cabeza con los brazos espasmódicamente. Yo no podía evitar levantar los hombros hasta taparme las orejas. No me gustaba hacerlo, me parecía que era un gesto de cobardía, máxime cuando veía que David sólo bajaba los párpados, concentrándose y dejando el cuerpo completamente relajado.
Aquella noche cayeron tan cerca que durante un rato pensé que no saldríamos vivos. Poco después, cuando las sirenas anunciaron que ya no había peligro, empezamos a salir en orden aunque nerviosos, con ganas de dejar aquel pozo claustrofóbico y ver qué había pasado fuera. Sabíamos que habiendo caído las bombas tan cerca forzosamente veríamos desgracias. Aún no habíamos salido a la calle y el humo ya nos envolvía. Todas las señales del horror estaban allí, pero aún no veíamos dónde habían impactado las bombas. Los cinco hicimos juntos y entre la penumbra los pocos metros que nos separaban de la playa, para ver si la casa de Màrius había sufrido algún impacto. Mientras corríamos hacia la esquina, rodeados de otra gente, vimos la luminaria de un fuego en aquella dirección y eso nos hizo temer lo peor. Pero la imagen que nos esperaba no era la que temíamos.
La Escuela del Mar estaba en llamas, como una tea encendida quemando los últimos sueños.
Aquel edificio de madera… ¿le había dicho que era de madera, verdad?… no había resistido la explosión de alguna maldita bomba y se había hundido como un juguete para convertirse en una pira de vigas llameantes. Como un faro señalando el final de otra esperanza. Puede que para algunos, como David o como yo, de la esperanza a secas.
Comencé a correr hacia la fachada principal para ir a apagar inútilmente no sabía bien qué, pero enseguida advertí que David no me seguía. Al volverme para buscarlo lo vi iluminado por los reflejos de las llamas, paralizado, con las lágrimas rodando por su rostro. Me acerqué, lo abracé y le dije al oído:
—Vamos, vamos a salvar lo que se pueda. ¡Vamos!
Pero David permanecía inerte y casi no le oí cuando me contestó:
—La Nausica.
¡Ostras, la Nausica, cómo no lo había pensado! Hizo una pausa y más decidido continuó:
—Por la puerta principal, no. Vamos por el lado de la playa. Quizá las bombas no le hayan dado.
Sabíamos que normalmente la varaban más cerca del agua que del edificio. Juntos arrancamos y corrimos hasta que sentimos la arena bajo los pies. Aquél era nuestro terreno, pero estábamos desorientados, cegados por el humo y el sudor que nos entraba en los ojos. Había momentos en que no veíamos nada. Y de pronto apareció allí, cerca del mar, con unos mamparos encendidos que casi la rozaban. Nos acercamos saltando por encima de objetos que la explosión había lanzado, tropezamos, caímos, nada era importante. Se le habían desplomado encima un montón de maderas aunque ninguna encendida. Nos miramos y sin decirnos nada limpiamos un círculo alrededor de la barca para protegerla, enterrando las maderas encendidas en la arena. Respirábamos aceleradamente, el sudor nos caía a chorros por el calor de la pira y la tensión.
Cuando el fuego ya no fue un peligro para la Nausica, comenzamos a vaciarla de trozos de vigas y de toda clase de cosas que, lanzadas por la explosión, le llenaban el vientre. Poco a poco le descubrimos las costillas y pudimos ver el alcance de las heridas. Descoyuntada por la onda expansiva, las lamas separadas, muchas cuadernas arrancadas de la quilla… Difícilmente aquella barca podría volver a navegar sin que un carpintero de ribera la tratara largo tiempo, y más difícil aún sería que volviera a hacerse a la mar cargada de niños para oír las palabras del maestro Llull en la voz engolada de algún profesor emocionado. Mejor dicho, eso sería ya imposible. Los dos lo comprendimos perfectamente. La Nausica sólo era un desbarajuste de maderas, pero para nosotros era mucho más que eso. Su desmembramiento se nos impuso como un aviso definitivo: nuestra adolescencia se había consumido de repente.
Hasta aquel día, el desplome de mis sueños me producía un vacío que yo llenaba con la inconsciencia de otro sueño. Pero con el final de la Nausica sentí como si aquel vaivén de morir y renacer se hubiera truncado. Lo que moría era ya para siempre.
Me atrevería a decirle, Lluís, que a los símbolos no se les debe dar demasiada importancia. Yo no creo mucho en ellos porque he visto caer tantos… Finalmente sólo son eso, símbolos, y el día a día de los humanos pisa por tierra firme. En aquellos años que me tocó malvivir se me hundieron los ideales, los sueños, las ideologías, los proyectos, los horizontes, y el desmoronamiento de cada uno de ellos me hacía sentir más huérfano. Fui espectador de cómo los dioses caían pulverizados desde los altares de mi Olimpo, uno detrás de otro, empujados por un ciclón de devastación humana.
David, imagínese, quedó profundamente desamparado, y por unos días aquella serenidad que yo admiraba tanto fue sólo la cínica expresión de la tristeza y el desánimo. La Nausica no navegaría más, como tampoco lo harían en los tiempos venideros las naves del conocimiento, la cultura, la sensibilidad: todo lo que le hacía soñar y vivir. El mundo en el que él pensaba tener un lugar se hundía sin remedio y en el cielo no había ningún signo que prometiera esperanza. Si debo serle sincero, ni la destrucción de la casa de mis padres me provocó tanto desconcierto. De alguna manera fue como si hubiéramos perdido la última luz segura en un horizonte tan confuso.
Mientras tanto, el rumor de que el desesperado gobierno de la República llamaría a filas a la leva de los que habían nacido en los años 19 y 20 aumentaba día a día. Eso quería decir que las cosas iban muy mal en el frente. Realmente, si le digo la verdad, a mí no me preocupaba demasiado, aún me quedaban ganas de alguna heroicidad sublime. Pero mucha gente de la generación de mis padres y más mayores se indignaban al pensar que pudieran reclutar a casi niños cuando ya todos los hombres que servían para algo estaban movilizados. Además, muchos pensaban que quedaba muy poco por defender. El avance de las tropas rebeldes era incuestionable y nadie discutía que la guerra iba por mal camino. La fatiga y el desánimo eran gusanos que roían las pocas convicciones de la gente. ¿Por qué pues sacrificar inútilmente a los más jóvenes e inexpertos? Cuando surgía el tema en la mesa, mi madre y Mercè mostraban sus temores, aunque incluso ellas, que eran unas magníficas catalizadoras de malos presagios y expertas en predecir cataclismos, no acababan de creerse que los prohombres de la República osaran enviarnos a las trincheras.
Pues bien, otra vez los malos augurios se cumplieron. Y lo hicieron generosamente. David y yo recibimos con dos días de antelación, tal como le digo, sólo dos días, la citación oficial que nos obligaba a presentarnos el 28 de abril al CRIM de nuestro sector, que era el nombre fatídico del centro de reclutamiento.
Fue un cataclismo difícil de explicar. Marí renegaba en francés con algunas mejoras autóctonas que había aprendido por el camino. En cambio, Mercè jugaba sus cartas preparando todos los informes médicos que pudo reunir sobre la enfermedad de su hijo, mientras no paraba de aconsejarle que hiciera todo lo posible para que lo descartaran. David lo vivía confuso. Utilizar la enfermedad para no ir al frente le violentaba. No quería que lo tacharan de cobarde, y siempre recordaré cómo me miraba pidiéndome ayuda. Pero aquí sí que topaba con una roca. Ni por un instante me hice cómplice suyo, yo no lo quería de compañero en ninguna trinchera. Sólo deseaba que nada pudiera hacerle daño hasta que yo volviese convertido en un héroe y, evidentemente, con violines y trompetas sonando desaforados para que se sintiera muy orgulloso de mí.
En cualquier caso, lo que mucha gente temía había llegado: las levas de diecisiete y dieciocho años también irían a filas. No le relataré los dramas y las indignaciones que aquello provocó en gran parte de la población. Todo el que no fuera ciego o fanático comprendía que se estaba perdiendo la guerra y que se enviaba a los adolescentes al matadero. Y no fueron conjeturas, yo fui uno de ellos y puedo dar testimonio. Aún hoy me resulta difícil entender como Negrín y los de su grupo se atrevieron a reclutar a unos desgraciados como nosotros para enviarnos a la que sería la batalla más despiadada y sangrienta de toda la guerra civil, la batalla del Ebro.
Un día antes, el 27 de abril, fui a la caja de reclutas a hacerme la revisión y a que me dieran el uniforme y todo lo necesario. David aprovechó para entregar el papeleo y los certificados que Mercè le había preparado. Ya puede imaginarse que por lo que a mí respecta hice toda una exhibición de músculos, altura, reflejos, virilidades y rapidez, además de aceptar las agujas en mi nalga derecha con estudiada indiferencia. Así que pasé el examen fácilmente, ávidos como estaban allí de musculatura fresca.
Cuando salí, satisfecho de mí mismo, David me esperaba impaciente. Estaba guapo como un dios y le relaté todas las pruebas que yo había pasado victorioso, sin sospechar que, en vez de seducirlo, quizá lo estaba escarneciendo. Cuando acabé mi cháchara, me contó en tono neutro que lo habían rechazado. Sin que él me lo notara, sentí en mi corazón como si acabase de ganar la primera batalla de aquella guerra que me esperaba.
Volvíamos a casa para explicárselo todo a la familia pero, como si lo tuviera pensado antes, David me pidió que nos quedáramos un rato en la playa. Recuerdo que iba a hacerle una broma pero tenía el gesto demasiado adusto, y eso quería decir que algo importante tenía en el buche.
—¿Qué te pasa?
—No, pensaba…
—¿Y pensar te pone así? ¿Desde cuándo?
—Te echaré de menos.
La sencilla frase me sorprendió, y más viniendo de él, pero salvé la cara:
—Yo también. Pero alguien tiene que ir a matar fascistas. Aquí estarás bien.
—Sin ti, no.
—David, yo…
Pero me cortó. Seguro que le había dado muchas vueltas y había decidido decírmelo:
—No sé, Germinal, si me entenderás. A veces he pensado que tú sentías algo parecido, bien, en realidad… no lo sé. Me parece que te quiero desde que te conozco… Y cuando digo que te quiero… no sé bien cómo expresarlo… quiero decir que no sé si te quiero como querría a una chica, pero a veces pienso que sí. Que te quiero más y todo.
Calló sonrojado, mirando al suelo, los ojos le brillaban, aquel azul suave… Me quedé mudo por lo que acababa de oír. No era posible que aquello que yo no me había atrevido a confesarle por miedo a perderle, ahora aquel tímido compulsivo me lo declarara con un esfuerzo titánico contra su vergüenza y los prejuicios de la gente.
Desesperadamente, yo trataba de hilar unas palabras poéticas para decirle que él era mi Amado Amigo, como en el poema de Llull. Pero mientras intentaba bordar alguna frase digna, David me dejó con la palabra en la boca porque se levantó repentinamente y comenzó a correr hacia casa. Reaccioné tarde y cuando cogí impulso ya no lo pude alcanzar. Él entró en el comedor y se sentó al abrigo de nuestras madres y de Màrius, que nos estaban esperando. Cuando llegué pocos segundos después, Mercè me miraba como preguntándome qué pasaba. Marí, con los ojos fijos en una prenda de ropa, parecía no haber notado nada. Màrius, con su dolor, ya tenía bastante como para pensar en tonterías. Y él, dominando la situación, lucía una gran sonrisa en los labios. El malnacido me había ganado en todos los terrenos. Yo tenía el corazón desbocado, la felicidad me bullía por todo el cuerpo y me dejé caer rendido en la silla, con una mezcla de gozo y vacío en el estómago.
Mirándolo fijamente dije de manera atropellada:
—David se ha salvado.
Mercè lanzó un suspiro de alivio aunque inmediatamente clavó su mirada en Marí, que tenía la cabeza gacha y los ojos llorosos. Continué más bajito:
—Yo debo marcharme mañana.
Todos mirábamos a mi madre, que levantó la cabeza lentamente, mientras tiraba la ropa que tenía en las manos:
—A Sète, nos vamos a Sète, ¡los abuelos nos ayudarán!
En sus ojos ya había fiebre y quemaban los míos.
—¡Pero, madre, qué dices! —repliqué como si no supiera que desde que me habían llamado para el reclutamiento ella sólo pensaba en Sète y en su Le Paradis, que se había convertido en el refugio adónde conducían todas las huidas.
Mercè, que se veía venir el desenlace, se le acercó discretamente y le cogió una mano, pero Marí la rehusó bruscamente y siguió con su ofuscación:
—Crucemos la frontera, mucha gente lo hace, a escondidas… o dando la cara, ¡al fin y al cabo yo soy francesa!
—Madre, sólo por mi edad ya sabrían que estoy huyendo. Tú eres francesa, pero yo no. Me detendrían y me tratarían como a un desertor. ¿Y padre? ¿Lo dejamos? Yo no puedo huir mientras él se la juega por nosotros…
De repente fue como si le hubiera tocado un resorte que la hiciera explotar:
—¿Por nosotros? ¿Dices que por nosotros? ¿Es que no te das cuenta? Ya hace tiempo que nosotros no contamos para nada en esta guerra…
Se levantó de la mesa, con la garganta surcada de nervios y venas de donde surgía una voz que ya no controlaba:
—¿Por nosotros? Y tú, ¿por quiénes de nosotros lucharás? ¿Es que no lo ves, Germinal? Si tú te vas, de nosotros ya no quedará nada, nada.
El alarido que le salió de la garganta me dejó helado.
Màrius y Mercè la abrazaron, más por tenerla sujeta y que no hiciera ningún disparate que por consolarla. La mantuvieron un tiempo así hasta que los gritos se fueron espaciando. Pasado un rato sólo le salía un lamento profundo, la voz de su dolor, y unos sollozos que contraían su cuerpo con espasmos cortos.
Aquello duró un tiempo que al reloj del corazón se le antojó interminable. Muy despacio, el silencio se hizo en el comedor y, cuando parecía que íbamos a quedarnos inmóviles como en una fotografía, mi madre se levantó decidida y se fue a la cocina. Mientras nos interrogábamos con la mirada, oímos el sonido de un pote sacando agua de la tina y las salpicaduras cayendo. Se lavaba la cara. Debió de secarse los ojos para borrar cualquier resto de lágrimas porque volvió al comedor con el semblante cambiado. Se hizo sitio apartando la silla para sentarse y tan sólo dijo:
—Hala, comed, y después iros a lo vuestro que mientras tanto prepararé cuatro cosas para mañana.
Recogió la pieza de ropa roja y apartó la mirada de mí. No querría ponerme melodramático, señor director, pero pensé que la apartaba de mí para siempre.
Acabada la comida, David y yo salimos de la casa con el ánimo sombrío y el corazón aturdido. Se me juntaban dos sentimientos. Por un lado presentía la soledad en que viviría mi madre cuando yo no estuviera, y además era consciente de que incumplía todos mis juramentos de no abandonarla nunca. Por otro, separarme de David se me hacía una montaña, como algo irracional, un ahogo que oprimía no sé qué dentro de mí. No sé explicárselo.
Una vez iniciado el paseo, intenté dos veces la declaración de amor que tenía preparada, y las dos veces me cortó. «Más tarde, esta noche…», me decía. Lo que aún no entiendo es por qué lo obedecía y callaba.
No sé, y perdóneme, si usted puede imaginarse lo que podían significar en aquellos años unas relaciones amorosas entre dos chicos que apenas tenían diecisiete. Y tampoco creo que pueda entender qué quería decir verbalizarlas. Era un tipo de relación mal vista o condenada por casi todo el mundo, y eso que eran tiempos en los que se cuestionaban todos los viejos esquemas morales. Como mucho se podía llegar a perdonar una relación furtiva entre dos hombres jóvenes como un ejercicio físico de desahogo sexual. Pero que fuera al revés, que sin haber ninguna relación física se hablara de amor, amistad amorosa o cualquier sentimiento parecido, eso era inaudito, y mucho más escandaloso que una eyaculación rápida detrás de un portal, y sobre todo con muchos remordimientos. Pero en nuestro caso estaba bien claro que el deseo se vestía con los sentimientos más prohibidos entre dos hombres: los de los enamorados.
Fue una tarde preciosa. Uno de esos días de abril en que el azul lo inundaba todo y el sol anunciaba la muerte de un invierno ahíto de frío y privaciones. Recordándolo ahora, le puedo asegurar que cada conversación que iniciamos era como echar anclas en la playa de los sentimientos del otro para establecer lazos que no nos dejaran separarnos nunca.
Cuando pusieron la cena en la mesa aún había luz. Mi madre y Mercè me cebaron como si fuera una despensa sin fondo para alejarme del hambre al menos por unos días. Mientras masticaba, Marí no paraba de darme consejos. Yo quería estar especialmente atento con ella y con lo que me decía, no tanto por hacerle caso como para que sintiera el amor que le tenía, sin las discusiones ni la consternación de las últimas horas. Me esforcé por darle la seguridad de que volvería y que la guerra no podría conmigo. Fue fácil para mí, porque se lo decía sinceramente. Yo era un pretencioso, un engreído que suponía que mis dotes físicas me sacarían de cualquier peligro y que mi cabeza sabría prever la capacidad de odio y crueldad de los humanos, yo incluido. Qué gran error… ya le digo, ¡un presuntuoso!
Con todo, la gente aún pensaba que no nos llevarían a las trincheras y que nos confiarían tareas de retaguardia, de logística o sanitarias, cualquier actividad que no fuera demasiado peligrosa. Se comentaba que nos llamaban para liberar a los soldados veteranos de esas faenas y que así podrían enviar al frente a hombres más experimentados. Nadie sospechaba que nos llevarían a la primera línea de fuego, sin tiempo de prepararnos para otra cosa que no fuera para ser el blanco inocente de un ejército profesional y bregado en dos años de guerra.
Ya era noche cerrada cuando David y yo propusimos salir a dar una vuelta. Me parece que a nadie de casa se le escapaba nuestra ansiedad por estar juntos. Mercè nos animó mientras mi madre, callada, me miraba ávidamente cuando cruzábamos el umbral de aquella casa. Pensé que estaba guardando mi imagen en un cajón especial de la memoria, como si me fotografiara.
Insinué a David que me gustaría pasar la última noche bajo la Sarita. Hizo un gesto afirmativo y nos encaminamos hacia allí, uno al lado del otro, con los sentimientos en vilo por la angustia de tener que separarnos y una conversación pendiente sobre los impulsos que nos enloquecían. Los dos estábamos intimidados. Sin habilidad, comenzamos a repasar anécdotas de cuando éramos pequeños, riéndonos por nada o por casi nada, nombrando a las personas que nos habían marcado en la adolescencia, evidentemente el señor Ramanguer entre los primeros… Mireia… también Joana… Nos quitamos las alpargatas para caminar por la playa como hacíamos siempre, sintiendo cómo los granos de arena trataban de penetrar hasta los lugares más recónditos de los pies, igual que cuando éramos pequeños y nos hacían un daño agradable que los dos conocíamos bien. Ya al lado de la barca, apartamos los palos más sucios de sebo y nos sentamos como habíamos hecho tantas veces antes, uno junto a otro, oyendo como encantados el agua que casi no veíamos. Ya hacía horas que yo necesitaba desahogarme diciéndole todo lo que me hacía sentir. Si no lo decía entonces no lo diría nunca.
—Yo también —dejé ir.
David me miró, no sé si sinceramente sorprendido.
—Que yo también. Que me gustas mucho y me parece que me gustas más de lo que me ha gustado nunca ninguna chica y que, cuando pienso en ti, tengo deseos de tu cuerpo. Y que antes de partir quiero que lo sepas. Y que cuando acabe con la guerra vendré aquí para continuar estando contigo, si tú quieres. Ahora no hay nada en el mundo que quiera tanto como a ti. Eres mi Amado Amigo.
¡Ya lo había dicho! Yo no acostumbraba a sentir vergüenza por casi nada, pero no le esconderé que aquel día me temblaba la voz porque también me temblaban todos los músculos que la hacen posible. Por cierto, cuando él oyó la frase del maestro Llull, una estrella le pasó por los ojos y pensé que había acertado de pleno, orgulloso de haber quedado como un amante culto. Y aún me estremecí más de lo que ya estaba.
No me contestó. Se volvió suavemente y sólo me dijo:
—¿Me abrazas?
Si hacía un instante el mundo se había parado, ahora comenzaba a dar vueltas. Se tendió a mi lado dándome la espalda, esperándome. Mi cuerpo me recordaba cuánto había deseado este momento. Sentía cómo me hervían la sangre y el sexo. Me tumbé para abrazarlo y me sentí perfectamente acoplado a su espalda. Ya no me daba vergüenza que notara mi sexo hinchado, al contrario, gozaba con que supiera hasta qué punto me gustaba su cuerpo. Tímidamente, mi mano comenzó a acariciarlo, a recorrer las formas que tanto había deseado tocar. Ya debe de imaginarse que con sólo tocarlo inicié un camino de excitación desenfrenada. Bajé la mano por fuera de sus pantalones hasta tocarle el sexo, que estaba firme como el mío. Enseguida me di cuenta de que aquello duraría poco y que yo llegaría a la eyaculación de inmediato. Hice todo lo posible por frenarlo, apretando las nalgas o cruzando las piernas por las ingles, pero no sirvió de nada, y viendo que no tenía freno, me abrí al placer y me corrí. Mi sexo dentro de la ropa y mi cabeza en el universo.
Qué quiere, era el cumplimiento de un deseo mantenido durante años y sobre todo era la alegría de ver que mi compañero me correspondía, que su sexo también lo deseaba y que se abrían las puertas a una relación trascendente para los dos. Ya ve, después de tanto tiempo, con qué facilidad me quedó alelado sólo con recordarlo.
Mi vida sexual no ha sido pobre en cantidad y no me quejaré, pero la calidad de aquella pasión, sentir deseo o como quiera llamarse, sólo me ha sucedido con David, y ya ve que no le estoy hablando de un encuentro erótico de altos vuelos. Pero continúo. Cuando acabé de sacar todo lo que tenía dentro, y perdone la expresión, le desabotoné como pude los pantalones, que en aquellos tiempos no estaban pensados para entrar deprisa. Le cogí el sexo, sentía cómo palpitaba, y cuando empecé a acariciarlo noté como todo él me mojaba la mano mientras su cuerpo jadeaba. Lo apreté, le acaricié, me gustaba su humedad, y para entonces mis motores eróticos ya volvían a arrancar. Pero David, con una suavidad extrema, me cogió la mano con la suya mientras con la otra se desabrochaba sólo un botón de su limpia y humilde camisa para, dulcemente, poner mi mano entre su ropa, en el lugar donde late el corazón.
Estuvimos así, abrazados, las pocas horas que nos quedaban juntos. Daba igual si algún músculo se quejaba de aguantar tanto rato la misma postura. La música seguía sonando.
Al despuntar el alba nos movimos hasta quedar sentados de cara al mar, como si hubiéramos decidido que el sol saliera sólo para nosotros. No había ninguna tensión, como suele pasar después de la primera vez entre muchas parejas. Todo era suave, y distendido, y tranquilo.
—¿Estás con ánimos para marcharte? —me preguntó.
—Hombre, ahora me quedaría aquí para siempre y que la guerra se apañara ella sola.
Sonrió y con su cuerpo me dio un empujón de complicidad. Yo continué:
—Me gustaría pedirte una cosa, pero puede que te suene mal.
—Pues a estas alturas ya no sé qué puede sonarme mal de ti.
—Quizá te suene un poco… no sé… Me gustaría irme con una foto tuya en la cartera —lo dije con los ojos bajos, porque eso sólo se le pedía a la chica que te gustaba.
Su sonrisa fue tan amplia como la mar y tan cálida como el sol que se levantaba por el horizonte. Metió la mano en el bolsillo y, de entre dos trozos de cartón que hacían de protección, atados con un cordel, sacó una foto suya que yo no había visto nunca antes, sólo con su cara mirándome y unos pocos centímetros del hombro, no sé, como un artista de los antiguos. Casi riendo me dijo:
—Pues yo sufría porque me parecía feo decirte que quería ser tu padrino de guerra, aparte de que con los apretones de tus manos de hace un rato pensaba que los cartones no resistirían. Pero ya ves, está entera. Cógela, es para ti, para que te haga compañía y para que sepas que yo también te espero.
Estoy seguro, Lluís, de que mientras me escucha debe de pensar que estoy muy sonado. Pues iré más lejos. Si usted acaba haciendo una película de todo esto que le cuento aquí pondrá música, lo sé. Pero sepa que mi música, la que oí y que recuerdo perfectamente, siempre sonará mejor que la que ningún compositor con talento le pueda componer. Y es que cuando son tus sentimientos los que hacen música… es otra cosa. Tiene razón, sólo con oírme ya veo que estoy tronado.
Continúo. Llegué a la estación de Francia de buena mañana. Para conseguir ir solo necesité la complicidad de David, no podía soportar la idea de ver a mi madre hecha un mar de lágrimas. Y menos aún no poder darle un largo beso de despedida a mi amigo. Así que dije mal la hora y salí de casa haciendo creer a Mercè, a Màrius y sobre todo a mi madre que volvería antes de marcharme definitivamente. Sólo David sabía que iba de veras, y más tarde sería el encargado de continuar el drama.
No quise que viniera a la estación. Lo entendió.
—Eh, vuelve, te esperaré siempre.
Sentí como David, que me había acompañado por la playa un centenar de metros, me lo decía desde el fondo del corazón, despidiéndose.
—Yo miraré la foto todos los días.
Si no hubiera apartado los ojos de él no habría encontrado fuerzas para dejarlo. Repetí el gesto de mi padre, me volví de espaldas, levanté el puño y grité:
—No dejaré ni uno.
No fui capaz de volver la cabeza.