DECIMOSÉPTIMA GRABACIÓN
Bordeábamos el otoño y aquel verano que moría nos había permitido respirar con cierta calma. Los bombardeos, como ya le dije en la última sesión, habían disminuido, vaya usted a saber por qué. Pero aquello duraría bien poco. Cuando nos acostumbramos a no estar siempre escrutando el cielo, atemorizados, volvieron los aviones fascistas con una carga de devastación inaudita. Irremisiblemente, la Barceloneta volvió a ser uno de los objetivos principales, una especie de zona cero que atraía todas las desventuras que caían del cielo.
No quiero aburrirle repitiendo los horrores de aquellas calamidades, pero fueron de tanta intensidad que empezó a hablarse de evacuar el barrio entero. El mes de octubre fue aterrador, cada calle tenía sus muertos y era muy difícil encontrar una familia sin duelo. Las casas se caían ya casi sin crujidos, de tan frágiles que estaban por las ondas expansivas. Los hundimientos dejaban espacios vacíos sobre los restos de lo que hacía muy poco eran habitaciones. Podían verse las paredes maestras que quedaban en pie, pintadas con los colores íntimos de las habitaciones hundidas. Las separaciones de los tabiques caídos cuadriculaban raras composiciones cromáticas. Y de tanto en tanto, algún objeto que se había resistido a caer, un utensilio de la casa, un cuadro, un juguete, quedaba allá, a la vista de todos, en una exposición cruel y sorprendente para los vecinos que lo descubrían.
Se ha hablado poco de los casi tres mil muertos por las bombas en Barcelona, de las casi mil quinientas toneladas de bombas y obuses lanzados sobre la ciudad, de los más de mil ochocientos edificios arrasados. ¿Se lo puede llegar a imaginar? Eran los últimos adelantos de la guerra, con nuevo armamento y nueva tecnología estrenándose y probándose aquí, a iniciativa del fascismo.
—No me marcharé de casa, yo no seré un refugiado. Tendrán que sacarme de aquí con los pies por delante.
Yo, que había conocido el carácter de Màrius en su vertiente más calmada, intuí al pescador avezado a los temporales cuando decía estas palabras. De todos modos, mucha gente comenzó a abandonar el barrio. La población de la Barceloneta de entonces, unas treinta mil almas, era un conjunto heterogéneo de emigrantes huidos de la pobreza de España y de campesinos catalanes que escapaban del hambre que se padecía en las comarcas más humildes. Muchos habían encontrado trabajo en el puerto o en la industria vecina del Poblenou. Se marcharon bastantes de los que tenían la casa de la familia en el campo, esperando que llegaran tiempos mejores. También buscaron abrigo fuera los que tenían parientes o amigos en zonas más protegidas de la ciudad. Aun así, en el barrio quedó mucha gente que no quiso o no pudo abandonarlo, a pesar de las advertencias de evacuación.
Por si faltaba alguna calamidad, a mediados de noviembre Màrius cayó enfermo y transido de dolor. La espalda, las piernas, cada centímetro de su cuerpo le hacía un daño que lo paralizaba. Se lo veía espantado cuando tenía que hacer el mínimo gesto. Al tercer día de verlo en aquel estado, David decidió tomar la iniciativa y actuar como cabeza de familia. A la hora de la comida, en un firme tono de voz que no le conocía, anunció que aquella tarde él y yo sacaríamos a la Sarita para ir a echar las redes.
Silencio. Nadie lo cuestionó. Su padre no tenía aliento ni para escucharlo. Mercè y Marí sabían que hablábamos de la comida de todos nosotros: el pescado nos alimentaba y nos ofrecía la posibilidad de cambiarlo por las cosas que más necesitábamos. Yo procuré mantener una actitud seria y conforme para que no se me notara que estaba contento por dentro, y boquiabierto, porque mi compañero no me había dicho nada y la noticia me cogía por sorpresa. Pero no me molestaba, al contrario, me daba a entender que contaba conmigo como si fuera él mismo. Y por otra parte me divertía imaginar cómo podríamos cumplir con su atrevimiento, porque si bien lo sabíamos casi todo sobre las barcas también lo ignorábamos casi todo sobre la pesca.
Dicho y hecho. Tras los cuatro preparativos y después de escuchar las doloridas instrucciones de un Màrius desesperanzado, decidimos salir sólo a remo, porque la latina habría sido del todo inútil, no hacía ni una pizca de viento. Nos alejamos de la playa jugando a medir quién era más forzudo y quién podría hacer girar la barca a su favor con el impulso del remo, y así, con este juego, la Sarita dibujaba zigzags en la piel del agua.
Cuando nos pareció que habíamos llegado al sitio ya faltaba poco para que cayera la noche, y lanzamos las redes con las señales donde más o menos nos había dicho el padre de David, tratando de memorizar algunas marcaciones en la costa que a la vuelta nos permitieran encontrar el lugar. Después holgazaneamos un rato en aquel entorno plácido sólo por el placer de estar juntos, hablando de todo y de nada, mientras en el horizonte el perfil de la ciudad se desvanecía. A la vuelta, le dije a mi amigo que remaría yo y que se pusiera delante de mí para equilibrar la barca. Enfilé la proa hacia la costa y me lo tomé con calma, porque nuestro farol desprendía una luz tenue que me dejaba vislumbrar a mi amigo sin impedirme encuadrarlo entre los millares de estrellas relucientes que había allí arriba y que no sabían nada de guerras ni de miserias. Sólo estaban para nosotros.
Cuando tocamos arena, una luna medio mora se alzaba por levante, pero estábamos demasiado cansados para gozar del espectáculo. En casa ya estaban todos en la cama, pero Mercè nos había dejado pan untado y una vela. Calmamos el agujero del estómago y, como una parte más del trabajo, nos dormimos medio vestidos encima de la cama.
Aún era noche cerrada cuando David me despertó y en voz baja para no molestar a los otros, zarandeándome, dijo:
—Hala, vamos, nos queda más de una hora de camino antes de que despunte el sol.
Nos recolocamos la ropa en su sitio y ya estábamos fuera. El tiempo no había cambiado, seguía sereno y sin viento. Habíamos dejado la Sarita a punto para que fuera fácil zarpar a oscuras, con la proa varada en la arena, atada a una estaca, y una boya lanzada por la popa. Hicimos lo posible para no mojarnos los pies, y una vez arriba fue David quien quiso remar solo. La luna estaba más alta. Fijó los remos a los escálamos y comenzó a remar como lo hacen aún los viejos pescadores: con precisos y cortos movimientos de los brazos, de cara a proa. La barca obedeció a los gestos firmes de David y por un rato pareció que flotáramos entre el agua y el cielo. Yo no quería dormirme, me gustaba ver el perfil de la ciudad con la media luna colgada al lado de Montjuïc, y el cuerpo de David perfilado en aquel entorno. Secretamente feliz en el silencio de una noche mágica.
Debíamos de haber hecho más de medio camino cuando nos pareció oír un ruido a proa. Era un rumor apagado. Sí, un ruido grave y lejano se acercaba por la proa. David dejó de remar, expectante. Escrutábamos delante de la barca sin ver nada ni saber de dónde surgía, pero aquel ruido se acercaba incesante, imponente. ¿Un gran barco sin señales? No, lo veríamos. Ya estaba más cerca. ¿Un trueno solitario y lejano? No, era un rumor constante y creciente. Ya casi lo teníamos encima… ¡Aviones! ¡Eran bombarderos! Muchos. Imponentes. Volaban bajo. A pesar de la poca claridad de la luna pudimos ver los perfiles metálicos, casi negros, que se acercaban en formación. Nos quedamos allí inmóviles, pequeños en medio del mar, petrificados, impotentes mientras por encima de nuestras cabezas pasaba aquel montón de hierro en dirección a la ciudad. A pesar de ser de noche y de la consigna de apagar las luces, Barcelona se veía diáfana en el horizonte y aquella luna medio mora los guiaba perfectamente para llevar la muerte.
Y fue así, involuntariamente, como asistimos desde el mar al bombardeo de Barcelona. Espero que no se extrañe si le digo que lo que vi fue de un impacto visual tan terrible como maravilloso. Desde aquel lugar privilegiado veíamos el gran lomo de la ciudad que sube hasta el Tibidabo estallando en extraños volcanes de fuego que se elevaban a rachas y marcaban un camino de terror que decidían en el cielo. También vimos cómo los grandes focos de la defensa antiaérea lanzaban luz contra la noche, con haces oscilantes que pretendían cazar a los buitres, sin acertarlos, y que nosotros veíamos perfectamente desde donde estábamos. Las baterías de la parte alta de la ciudad y del Carmel disparaban descargas a ciegas hacia un lugar del cielo demasiado alejado de donde volaban los bombarderos. Qué imagen, señor director, ojalá supiera relatárselo mejor. ¿Alguna vez ha intuido la belleza de un apocalipsis? Pues allí, en medio del mar, donde el reflejo del horror se duplicaba en la calma del agua, nosotros éramos espectadores estremecidos. Y maravillados.
La mayoría de los estragos se produjeron en el centro de Barcelona. No vimos ninguna descarga cerca de casa, ni siquiera cerca del barrio. Mudos, tratábamos de situar cada una de las explosiones en los lugares precisos de la ciudad, pero ninguna al lado de casa. Cuando los estallidos en cadena cesaron, vimos cómo los aviones daban una gran vuelta atravesando el aura de la luna y volvían hacia nosotros. No pasó mucho rato hasta volver a ver sus morros de acero pasando sobre nuestras cabezas, con aquel ruido que removía lo más profundo del vientre.
—Hijos de puta —repetía David.
—Volvamos, vamos a ver qué ha pasado —dije apresurado. Pero él no se movió, estaba envenenado aunque sereno como siempre.
—Si nos vamos ahora lo perderemos todo, y yo creo que no ha pasado nada ni en nuestra casa ni en el barrio. No falta ni media hora para el alba, vale más que esperemos, recojamos, y después nos vamos.
El silencio nos rodeó de nuevo, pero dentro de nosotros oíamos los gritos que salían de cada uno de los incendios que veíamos tan preciosamente dibujados en el horizonte. Qué sensación más extraña, señor director. Era una belleza tan aterradora… Estuvimos allí un rato, desconcertados, con un nudo en el estómago. Todo había pasado tan deprisa… Pero la naturaleza no entendía de ritmos ajetreados, y en el horizonte el alba preparaba parsimoniosa el reinado del sol. La ciudad ya no era un juego de sombras y fuegos, ahora se entreveían los edificios y algunas humaredas asediándolos. Y cuando el sol también nos tocó la cara a nosotros ya habíamos acabado. La pesca no fue abundante, aunque sí suficiente para comer unos cuantos días. Y estábamos vivos. No podíamos pedir mucho más en los tiempos que corrían. Nos sentamos en el banco central de la Sarita, cada uno con su remo y su rabia, de espaldas a proa para hacer más fuerza, y sin decirnos nada remamos hacia la playa hendiendo el agua con toda la potencia de unos brazos henchidos de angustias.
Mercè y mi madre nos esperaban tranquilas, porque hacía rato que sabían que estábamos sanos y salvos. Tal como habíamos previsto, en el barrio no había caído ninguna bomba. Aquel día habían recibido otros.
Estoy cansado, señor director, no sé dónde estoy. No es que me falle la memoria, solamente me fatiga explicarla…