DECIMOSEXTA GRABACIÓN
Enterramos a Joana el 31 de mayo, un día luminoso de primavera, en una despedida multitudinaria a los más de sesenta muertos que hubo aquella noche del 29 de mayo.
La habíamos encontrado bajo un montón de piedras, maderas, tierra, tejas… Cuando le quitamos toda la suciedad de encima no parecía herida. La piel, como de porcelana, tenía un matiz delicado. Estaba preciosa.
Mi Joana estaba muerta y me estaba sucediendo a mí.
Ahora sí. La guerra había dejado de ser un juego.
A Remei la sacaron rota e inconsciente del mismo montón de escombros, abrazada al cuerpo de su hija, como para protegerla. En vano. Apenas respiraba y la llevaron sin muchas esperanzas al Hospital de Sant Pau, que entonces se llamaba Hospital General de Catalunya. La salvaron de milagro y en el último momento. No sé si fue una suerte para ella.
O sea, que enterramos a Joana sin ninguno de sus padres, porque Silvestre no llegó a tiempo y no pudimos esperar. Todos pensaron que no le había llegado la noticia a pesar de que las comunicaciones con el frente aún eran buenas. Custodiar la soledad de Joana en su pequeño ataúd de pino blanco fue estremecedor. No pude parar de llorar.
De Avinyonet de Puigventós vino sólo Herminia, la madre de Remei, que era una mujer grande, robusta, llena de arrugas y salud, que con un marido muy envejecido hacía todas las faenas del campo, de la casa y de lo que le echaran encima. Se quedó día y noche en el hospital, al lado de la cama de Remei, con la firme voluntad de meterla en un tren hacia Figueres y llevarla hasta Avinyonet en cuanto los señores médicos dijeran que su hija podía levantarse. Una vez allí ya se encargaría ella de curarla a base de alimentos del huerto y de los aires que bajaban limpios del Canigó. Un privilegio que nadie de la ciudad podía ni oler. Y puede que, con suerte, el viento le limpiara la memoria, aunque eso ya lo presentía más difícil. Todo lo decía con el acento cerrado del Empordà, donde silbaba mucha tramontana. Todo un personaje, créame.
Pasadas dos semanas, los médicos vieron que Remei se había escapado de la muerte, y le dieron permiso a Herminia para que le dijera que Joana ya no estaba en este mundo. Aquella mujer no fue capaz de hacerlo sola. Quiso que Marí y Mercè estuvieran presentes para ayudarla en aquel trance, pensando que tal vez juntas, a su alrededor, la consolarían mejor. Fue inútil. Exactamente como si otra bomba le estallara en el corazón. Cuando al cabo de muchas horas de llanto Remei fue capaz de articular unas palabras se abrazó a Mercè:
—No quise hacerte caso y me quedé en casa. Dios mío, he sido yo, quise quedarme en casa.
Se maldecía por haber sobrevivido y me parece que siguió maldiciéndose para siempre.
Cuando llegó Silvestre ya estaba todo consumado. La niña de sus ojos muerta, enterrada, Remei destrozada y sabiendo que vivir le costaría más que morir. Y él, que empezaba a comprender que aquella guerra le estaba derrotando en todos los frentes, cayó en un estado de pena inconsolable que pronto sustituyó por una rabia ciega, como si con la rabia pudiera curar el dolor. Tanto creció dentro de él que el odio se le dibujaba en cada surco de la cara. Todo su cuerpo estaba encendido de ira, y cuando Herminia le pidió permiso para llevarse a Remei a Avinyonet respondió con un sí abrupto, sin dudarlo ni un instante. Tenía prisa, mucha prisa por liberarse de cualquier atadura que le dificultara volver al frente y cumplir lo único que deseaba, la venganza.
Silvestre no volvió nunca. Ni siquiera mi padre, tiempo después, supo decirme nada de cómo había muerto aquel hombre roto y tierno. Alguna bala le libraría de su odio infinito.
En cuanto a Remei, el día que pudo levantarse su madre cumplió el juramento y se la llevó a Avinyonet. Herminia quería impedir que viera las ruinas de su casa para no afligirla con otra herida, y nos convocó a los más cercanos de buena mañana directamente en el hospital para ir juntos hasta la estación de Francia.
Así lo hicimos. Con la casa destruida, el marido en la guerra y su Joana enterrada ninguno de nosotros tuvo valor para animarla a quedarse. Todos los amigos la acompañamos en una especie de procesión silenciosa, hasta llegar al andén donde humeaba el tren que iba a Figueres. Allí, como diciéndonos adiós, nos dio un beso a cada uno sin estar, sin ni tan sólo mirarnos, y cuando acabó subió al tren. Esperamos a que se sentara en su sitio y nosotros nos colocamos juntos al otro lado de la ventana, mirándola a través del cristal, hierática, como si ni supiera que estábamos allí. Cuando después de los anuncios y de los pitidos el vagón comenzó a moverse, sólo pudimos ver cómo su perfil, inerte, se desplazaba.
Tampoco volví a ver a Remei, ni supe nada más de ella. Aquella gente, aquella familia que había sido parte de la mía, se había hundido delante de mí, bajo las bombas de los aviones italianos, la noche del 29 de mayo del 37.
La desaparición de Joana me dejó sin brújula. Dentro de mí se produjo una rotura de vínculos, percepciones y sentimientos. Era la primera pérdida íntima que la guerra me procuraba. Ya no se trataba de sentimientos solidarios hacia el sufrimiento de los otros. El dolor, el escalofrío, eran en carne propia. La noche antes de que se marchara Remei, me recuerdo llorando en la cama, medio avergonzado por no poder reprimir los sollozos. También recuerdo a David pasando su mano por mi espalda, en silencio, sólo para decirme que estaba allí. Y sollocé más fuerte aún.
Usted seguramente ya debe de haberse dado cuenta de que, entre tanto desconcierto emocional, ni le he mencionado que mi casa quedó totalmente en ruinas, con lo que eso significaba para nosotros. Simplemente, ya no nos quedaba nada salvo la vida, que tampoco valorábamos demasiado.
Si quiero relatárselo bien tendré que volver atrás. Cuando el cuerpo de Remei apareció medio sin vida, mi madre y Mercè la acompañaron al hospital, sabiendo ya que Joana estaba muerta. Había tanta urgencia por salvar a los heridos que no era prioritario llevarse los cuerpos de los muertos, y el de nuestra compañera quedó allí, en el suelo, bajo una sábana arrugada. David y yo nos pusimos cada uno a un lado y la velamos. Era extraño, los dos solos, de noche, velando un cuerpo amigo de dieciséis años… hasta que los gritos de urgencia de los voluntarios nos empujaron y, como dos autómatas, nos unimos a ellos y a los bomberos para desenterrar más cuerpos de entre las ruinas. Fue espantoso y largo.
Al cabo de mucho tiempo llegó un vehículo para llevarse a nuestra amiga. Era una ambulancia destartalada. Cuando lo entendimos fuimos corriendo hasta su lado para acompañarla mientras la subían al furgón. Un enfermero demacrado por el cansancio cerró la puerta de atrás y silbó al conductor para que arrancara. Y nos quedamos allí, atónitos, viendo alejarse aquel vehículo con Joana dentro. Una punzada en el estómago me hizo contraerme y comencé a vomitar hiel. David me abrazó para que no cayera y me hizo sentar en el suelo. Allí, encogidos, nos quedamos los dos en silencio mientras la muerte murmuraba muy cerca nuestros nombres.
Estuvimos callados, sin decir nada, hasta que con las luces del alba mi compañero me preguntó si quería que intentáramos recuperar algún objeto familiar de entre los restos de mi casa. Dije que sí, desorientado. Ni se me había pasado por la cabeza. En aquella luz matinal y tenue, que apenas traspasaba el polvo y el humo que persistían en el aire, deambulaban como sombras algunas personas que habían sobrevivido, buscando absortas entre la nada. Nuestra casa había quedado hecha añicos, no había ni una pared que se alzara más de dos metros sobre la montaña de escombros. Recuerdo que sentí cómo un olor especial me entraba por la nariz. Era impresionante pensar que el esqueleto de tu casa tuviera un olor propio, que el barullo caótico de tus pertenencias despidiera un efluvio tan particular. Aún hoy guardo nítidamente definido aquel olor.
No encontrábamos nada, el trasiego, la confusión… En un primer momento parecía imposible identificar ningún objeto. Una vecina del rellano de arriba, que lloriqueando buscaba sus cosas a nuestro lado, llamó mi atención señalándome entre los escombros:
—Hijo, ¿no es ése el armario de tus padres?
El armario, el guardián de nuestras miserables riquezas, estaba totalmente reventado. A fuerza de remover entre los listones pudimos recuperar algunos papeles llenos de polvo y de porquería. La caja donde mi madre guardaba el dinero; tómeselo a broma, era muy poco. También alguna ropa que yo no reconocía, aunque pensé que a ella le consolaría poder lavarla y vaya usted a saber si aprovecharla. Debíamos de estar en la zona donde se había desplomado la habitación entera. De las dos sillas no quedaba ningún pedazo que no fuera para hacer fuego, y los muelles desencajados del somier de la cama de matrimonio apuntaban por todas partes en un desorden grotesco. Hurgando aquí y allá, en un rincón impensado, apareció un trozo de hierro deformado. Enseguida supe que mi aro, mi círculo de tantas pequeñas glorias, estaba allí, señalándome un mundo acabado. Me era imposible tirarlo y lo dejé en el montón donde poníamos los objetos recuperables.
David y yo nos íbamos desanimando tras mucho rato sin encontrar nada aprovechable. Él se entretenía rebuscando mientras yo recogía las cosas para llevarlas a su casa sin poder dejar de pensar que tan sólo unas horas antes habíamos sacado a Joana de los escombros a pocos metros de allí. Cuando ya me iba, David me tocó la espalda. Llevaba un libro cubierto de porquería en la mano. Al principio no adiviné qué era, pero a medida que él, con los ojos brillantes, iba quitándole las capas de suciedad, fue apareciendo el libro de poemas que Salvat-Papasseit le había dedicado a mi padre. Aquel tesoro, como le gustaba decir. Lo cogí cuidadosamente y, al contacto del papel, un hálito de emociones y recuerdos me subió por los dedos directo al corazón. Aquel libro seguramente era el símbolo de toda una forma finida de entender la vida en casa. Abracé emocionado a David, y me parece que por primera vez en la vida me reconocí desvalido y frágil, buscando refugio en sus brazos. No sé muy bien cómo decírselo, Lluís: hasta entonces yo no había experimentado nunca el sentimiento de esconderme o, mejor dicho, de protegerme en los brazos de alguien. Siempre había sido al contrario, era yo quien cogía a alguien entre los míos para ampararlo de lo que fuese, era el papel que siempre me había tocado.
Volvimos a casa, quiero decir a la de David, cargados con los objetos que habíamos recogido, silenciosos, caminando por la playa llena de los restos desbaratados del bombardeo: objetos en posturas impensables y en lugares absolutamente incoherentes. Una composición del caos.
Al vernos sin casa, Màrius decidió que la suya fuera definitivamente la nuestra, y desmontó la habitación donde tenía los aparejos de la Sarita, trastos viejos que le venían de antiguo y que no había tirado por si llegaban tiempos peores. Pues los tiempos peores ya habían llegado y aquellos pertrechos no le servían para nada. De la pequeña habitación hizo una alcoba arreglada para mi madre, improvisando un armarito donde poner cuatro cosas, una silla desvencijada, una red vieja que servía de cortina y una cama de matrimonio.
Cuando se la enseñó a Marí ella no sabía qué decir. Era cierto que no tenía nada que ver con su casa, pero la generosidad de los amigos la enterneció profundamente.
—No necesito una cama tan grande —dijo ella como para dar las gracias.
—Para cuando venga Josep —sonrió él.
Josep, ¿qué habría sido de él? Nadie lo había olvidado, pero la vida era tan perentoria que a veces parecía como si el perfil de su recuerdo se desdibujara. No era por falta de cariño, sencillamente sobrevivir era tan duro que no quedaba ánimo para mantener ninguna llama encendida. Sus cartas se espaciaban, aunque las palabras amorosas hacia nosotros no habían menguado. En todo caso, y por las razones que fueran, no decía nada de venir a vernos, mientras nosotros no parábamos de oír a los vecinos con noticias de que fulano o mengano andaban por el barrio con unos días de permiso o curándose las heridas.
Mi madre y yo no hablábamos nunca de ello. Era un pacto que decidimos no romper. Incluso más adelante, cuando las cartas fueron más infrecuentes y me atrevería a decir que rutinarias, no lo comentábamos nunca en sentido crítico. Pero yo no lo entendía, y si bien aparentemente deseaba creer que mi héroe estaba tan ocupado con sus gestas que no tenía tiempo para nosotros, por dentro pensaba que algo grave le estaba cambiando o que quizá fuera que estaba viviendo el hundimiento de todos sus sueños.
En la nueva distribución que Màrius hizo de la casa a mí me tocó la habitación de David, y heredé el catre de mi madre, aunque no podía disfrutarlo mucho porque antes de que naciera el día ya estaba en el puerto. La guerra había traído actividad y vida a los muelles de mercancías y los brazos fuertes iban demandados. Eso me procuraba trabajo, aunque tenías que aprender a descubrir los riesgos que menudeaban, porque el puerto y la zona que lo rodeaba era el objetivo militar preferido de los bombarderos. Pero no crea, para entonces ya todo era un objetivo militar. Hubo muchos trabajadores que no pudieron aguantarlo, tenían los nervios sometidos al pánico y dejaron la faena. Cuando se podía trabajar lo hacía tanto como podía, no tenías nunca la certeza de si cobrarías, pero la gente era honrada y casi siempre te llevabas alguna cosa a casa.
Aquel verano fue caluroso como pocos, y, para no perder la costumbre, David había terminado los estudios con notas altas. Por otro lado parecía que los bombardeos se habían calmado, y la gente volvió a encontrar cierta serenidad. Y en medio de todo aquello… No me pregunte las motivaciones, imagino que sería complicado explicar seriamente por qué y tendríamos que bajar a los pozos más recónditos de la naturaleza humana… he aquí que se habían reanimado los locales del Paralelo con una fuerza imprevista. Las ganas de ver a las mujeres bonitas de las llamadas «revistas», y vivir intensamente los placeres mundanos en una ciudad cada vez más asediada, hacían que las representaciones y estrenos en los locales especializados, con la visión y revisión de sus vedettes, provocaran una tribulación inmoderada en los parroquianos.
Fuera por lo que fuese, eso llevó a que la dueña del antiguo taller de Remei se acordara de la maña que tenían Mercè y Marí para los menesteres delicados y comenzaran a llegar encargos para los complicados vestidos de las vedettes. Para nosotros fue muy importante porque, de todas las labores que podían hacer ellas dos, ésta era la mejor pagada. Pero aparte de la entrada de algún céntimo, también significó nuestro gozoso reencuentro con la excitación erótica de entregar a las mujeres más bonitas y osadas de la ciudad los vestidos que nuestras madres les bordaban y perfeccionaban. Y las visitas a los antros y cabarés más sofisticados de aquella Barcelona agónica y ligera nos permitieron volver a ver a «nuestras nenas» y devolver la sonrisa a nuestros instintos más desenfrenados.
Pude comprobar que mi heroína, la Ninfa de Oro, estaba un poco de capa caída porque sus coqueteos con militares de alta graduación, involucrados hasta las ingles en el fracasado golpe de estado, habían difuminado la luz que irradiaba, por decirlo de alguna forma. En cambio a la de David, Blanca Bernard, le pasaba todo lo contrario. Comprometida con la República, y con un discurso gracioso y de izquierdas sobre el escenario que respaldaba con un cuerpo sublime, se había convertido en la preferida de casi todo el que tuviera un poco de trasfondo mental. O sea, que por suerte o para tortura de David, tuvimos que llevarle muchas filigranas de escasa ropa. Yo seguía sin entrar y no sabía lo que pasaba dentro, pero al salir del camerino mi compañero estaba indefectiblemente trastornado. En las últimas visitas parecía que ella le trataba con más confianza, le hacía preguntas sobre los estudios y le animaba a no dejarlos. Saltar las murallas de la discreción de David era una terea difícil que yo abordaba entre curioso y ansioso.
—Es que para mí se acerca al ideal de la belleza —me decía.
—Pero ¿te excita?
Colorado, siempre se ponía colorado. Cuando le hacía esas preguntas yo ya esperaba que los capilares le cubrieran las mejillas de timidez rojiza, por eso le preguntaba por la vía directa y sin tapujos:
—¿Consigue que se te hinche?
—No sería tanto eso… quizá sí… pero… es la belleza. Quiero decir que es eso que… muchos pintores quieren expresar en sus cuadros, o los escultores… tomar lo esencial de la belleza y plasmarla, ella lo hace de forma natural, posee ese don, sin esfuerzo, y sube a los escenarios a enseñarlo. Pero en ella no hay nada falso.
¡Válgame dios! Conociéndolo encontraba coherente que lo sintiera así, y yo le escuchaba asintiendo. Pero sinceramente, a mí me gustaban las cosas más explícitas, y mi Ninfa quizá no entendiera nada de pintura ni de escultura, pero en mover y conmover braguetas, en eso tenía un doctorado completo. A mí qué me importaba si era falsa, exagerada o presuntuosa toda la exhibición de atributos que hacía, sólo sé que cuando la miraba los botones parecían barrotes.
Hay que decir que nuestras salidas hacia el Paralelo se complementaban en las playas, que estaban llenas de familias con muchachas y mujeres de buen ver. Durante el verano, a medida que los llamados nacionales avanzaban, seguían llegando miles de refugiados. La ciudad estaba llena de acentos diferentes y se procuraba continuar asimilándolos tan bien como se podía. Aprovechando la bonanza del tiempo, muchos dormían en las playas de la Barceloneta, encendían fuego, comían lo que podían y siempre había alguien que se aguantaba el hambre con una guitarra y la pena con un cante. Aquél era nuestro territorio de cada día.
En otros tiempos no nos habríamos atrevido a intentar la conquista de baluartes femeninos que nos parecieran inexpugnables. Pero la falta de chicos y el que nosotros fuésemos los más mayores de los jóvenes que aún no habían sido llamados a filas nos convertían en un bien escaso y muy deseado. Tanto David como yo tuvimos todas las oportunidades de los reyes, y a fe que las aprovechamos, cada uno en su estilo, claro. Vivimos noches mágicas, reuniones alrededor del fuego, cantos compartidos, nostalgias que nos llenaban los ojos de estrellas húmedas, súbitas amistades que se volvían intensas sabiéndose efímeras, miradas llenas de ardor, huidas discretas a lugares oscuros. La fragilidad de nuestros días nos llevaba a aprovechar todo lo que la vida podía ofrecernos.
David y yo, según como se nos presentara la noche, nos esperábamos vagabundeando por la playa para volver juntos a la pequeña casa de Màrius, que yacía a pie de arena. Con los años que tengo le confieso que he vivido algunos privilegios, pero guardo aquellos momentos pisando la arena y oyendo el mar, relatándonos las últimas experiencias, un poco bebidos si la noche había sido afortunada, apoyados el uno en el otro, como uno de los lujos más placenteros de mi juventud. Tanto daba que las camisetas estuvieran desgarradas y las alpargatas deshilachadas. Un lujo.
A veces nos sentábamos y David iniciaba alguna conversación inesperada.
—¿Tú crees en dios?
Me hice el sorprendido.
—¡Hostia, no!
Continúa mirándome serio.
—¿No tienes dudas?
Levanto el puño.
—Ninguna.
Me mira sonriente.
—¿Ni cuando ves todo lo que ahora vemos? Las estrellas, el infinito, la armonía…
Le salté encima y lo inmovilicé subiéndome a su vientre.
—No me vengas con estupideces. Si en lugar de mirar al cielo miras a la tierra, viendo lo que vemos, si dios existiera lo tendríamos que ajusticiar ahora mismo. Yo sólo creo en la humanidad, y viendo lo que veo tampoco creo que esta fe me dure mucho.
Siento como empieza a reír por las contracciones del estómago, que le aplasto.
—Ya, ya, te llamas Germinal y tu padre ha hecho germinar en ti sus ideas.
Y me hace, burlándose, una señal de la cruz a la manera de los obispos. Le agarro los pantalones por el cinturón y le estiro fuerte hacia arriba.
—Mira, deja de tocar los cojones, prefiero creer en lo que me ha enseñado mi padre que en lo que me pueda inculcar un cura mientras me pone la mano en la bragueta. Además, ¡tú que dices! Si nunca has creído en dios y te burlas de la religión. Sólo hace cuatro días veías cómo caían los santos de los campanarios y ponías una cara de satisfacción que no te aguantabas los pedos.
Puso las manos en señal de plegaria y dijo bisbiseando:
—Sí, pero tengo un secreto, una pequeña religión. Creo profundamente en mi ignorancia.
Esto se complica, me bajo de encima y me coloco perpendicular a él con la cabeza sobre su pierna.
—¿Y qué quieres decir?
Una pausa. Me pone la mano en el hombro que queda a su lado:
—Que cuanto más trato de aprender más cuenta me doy de todo lo que ignoramos. Es como si la persona tuviera un espacio inmenso que no habita con su conocimiento, que lo sabe lleno pero lo siente vacío porque no lo puede explicar. Qué somos, de dónde venimos, qué nos espera… o de dónde vienen nuestros sentimientos, nuestras angustias, las locuras, las…
—¿Las majaderías de siempre? —le corto, pero mirándolo para que continúe hablando.
—Puede que sí. Pero mira, el miedo que provoca en el ser humano esta ignorancia sobre sí mismo y las cosas que le rodean hace que se refugie en la creencia de un dios y acaba haciendo del analfabetismo una religión. Es por eso por lo que a la iglesia le dan tanto miedo los descubrimientos científicos o el conocimiento. Y no tan sólo por lo que dicen. A la iglesia le da igual que la tierra sea redonda o plana, lo que le jode es que este espacio de ignorancia se reduzca, porque cada vez que lo hace su dios o su poder, que más o menos es lo mismo, también queda reducido.
Levanto la cabeza y lo miro.
—Cojones, sí que le das vueltas a todo. Yo a mi ignorancia la llamo ignorancia y basta. ¿No es más directo subir al campanario y lanzar abajo a los santos?
Pero la voz que me fascina responde:
—No, compañero, no lo creas. Eso servirá para que algún día alguien los suba otra vez, incluso más alto.
Cambio de estrategia.
—¿La chica con la que has estado te lo ha hecho bien?
No le veo, pero seguro que ya se está poniendo rojo; en cualquier caso me contesta airoso:
—Me ha hecho cosas con las que mi ignorancia se ha reducido —me dice medio sonriente. Le toco en la bragueta, meneo fuerte y saco la mano.
—Tú lo que tienes pequeña es la picha. ¿Y cómo quieres que te crezca si te pasas el día con estos pensamientos? Venga, vamos.
Yo le entendía, pero me gustaba provocarlo. Nos levantamos y caminamos la corta distancia que nos separaba de su casa. Siempre fue así, yo ante él tenía que ser jactancioso, macho, desvergonzado, como si eso pudiera hacerme más valioso ante sus ojos, más hombre, en el sentido más tópico: como el complemento a su sensibilidad inteligente. Me parece, si le digo la verdad, que me tenía bien tomada la medida y que no le engañé nunca. A pesar de mis fanfarronadas mucho me temo que sabía que si rascaba, sólo un poco, encontraría a un timorato protegiéndose de sus sentimientos hacia él. Ahora, cuando recuerdo su sonrisa ante mis envites, sospecho que nunca me creyó lo bastante buen actor para representar el papel que yo hacía con tanto gusto.
Muy bien, dejémoslo aquí. ¿Con cuánto azúcar lo querrá hoy?