DECIMOQUINTA GRABACIÓN
Si me permite la sonrisa, mis bajos estaban cada día más febriles por mi amigo. A medida que pasaba el tiempo, estar a su lado se convirtió en un juego de fascinaciones y deseos. Observar sus gestos medidos, serenos y elegantes, la extraña imprecisión de su mirada, los movimientos de un cuerpo delicado pero fuerte y sensual, una voz que te calaba sin imponerse nunca si no era por convicción, aquella inteligencia soberbia que jamás utilizaba contra las personas… Todo ello era un gozo constante para el enamorado y, dicho finamente, una prueba de resistencia sensual para un cuerpo como el mío, que deseaba lanzarse sobre él y manifestarlo bien alto.
Sin embargo, hubo avances, muy lentos pero evidentes, en nuestro lenguaje sentimental. El primero y más importante: él daba por hecho y aceptado que era, cómo se lo diría, mi amigo especial, aunque no sé si es una buena definición. Sus reacciones ante cualquier hecho que lo pusiese en duda confirmaban aquella seguridad. Por otra parte, nuestro lenguaje corporal también fue colmándose de pequeños gestos, casi imperceptibles para los demás, que le aportaban nuevos atributos de afecto y sensualidad. Refugiados en la normalidad del contacto corporal entre chicos, los viriles abrazos por cualquier alegría se convertían, al menos para mí, en algo más. La pelea amistosa era terreno resbaladizo. Cuando nos sentábamos juntos acercábamos las piernas de forma consciente y firme, y si por incomodidad uno de los dos se movía, la pierna del otro lo iba a buscar. Pueden parecerle tonterías, pero para mí era importante. Cuando volvíamos de noche a casa, mientras yo le contaba cualquier historia, el lenguaje de los empujones, o pasarle el brazo por los hombros, o hacerle alguna confidencia y sentir sus labios cerca de los míos, era tan excitante para mí que deseaba llegar a casa para masturbarme pensando en él.
Pero nuestra historia quedaba empequeñecida por la inclemencia de lo que nos rodeaba. Desgraciadamente, a los infortunios de una guerra que empezaba a conjeturarse que sería larga, se añadió una circunstancia que hizo tambalear nuestro día a día. Fue el trece de febrero y, como pasa en los meses de invierno, aunque no era muy tarde ya hacía rato que había oscurecido. En casa cenábamos pronto, en aquellos tiempos era normal hacerlo antes de las ocho de la noche. Mi madre puso sobre la mesa un tazón de caldo y cuatro lentejas que habían sobrado del mediodía. Recuerdo que yo estaba medio enfermo porque un resfriado de nariz me molestaba y me embotaba la cabeza. Me fui a la cama alrededor de las nueve. Cuando hacía frío en nuestra casa, la cama era el mejor refugio y nuestro cuerpo la única caldera encendida. Mi madre se quedaba a coser piezas de ropa hasta que los ojos le decían basta, y todo se hacía en el comedor. Yo me había acostumbrado al suave traqueteo del mecanismo de Gertrudis. No me molestaba, más bien le diría que me ayudaba a dormir. Pero aquella noche un zumbido extraño llamó la atención de Marí. En un primer momento sólo levantó la cabeza. Después detuvo los pedales de Gertrudis para oír mejor, como si el ruido se acercara. Era un sonido grave, o mejor dicho, un silbido hondo que se movía rápidamente, como una serpiente sonora procedente del mar y que, pasando por encima de casa con rapidez, continuó hasta la ciudad.
De inmediato identificó aquel ruido con el que de pequeña le habían contado los jóvenes de Sète que volvían de las trincheras de la primera guerra mundial. Historias terribles sobre el terror de las bombas, los estragos de los obuses, el silencio de los gases… La cara se le desencajó del pánico y comenzó a zarandearme con movimientos espasmódicos y con la mirada en el techo, siguiendo la ruta imaginaria que hacía el silbido de los obuses que nos sobrevolaban.
—¡Bombas! ¡Bombas! —gritaba.
A los pocos segundos hubo una explosión enorme y larga, los obuses estallaban uno tras otro.
Del susto salí de la cama de un salto. Tenía a mi madre paralizada a mi lado con los ojos aterrorizados, incapaz de moverse, mientras seguía gritando con acento francés: ¡Bombas!, ¡bombas! La abracé. Parecía una muñeca rota. Me abroché los pantalones, le puse una bata. Corrimos espantados escaleras abajo huyendo del miedo y de unas ventanas sin horizontes que no nos dejaban ver lo que pasaba.
Como casi siempre, Remei y Joana se nos habían adelantado y ya estaban abajo. Enseguida vimos los resplandores rojos y ocres en el cielo, más allá de los tejados, señalando la dirección de las desgracias. Corrimos muy alarmados hasta el paseo porque desde allí podríamos ver lo que pasaba al otro lado del puerto. Los obuses, por lo que parecía, no habían tocado nuestro barrio, caían en la ciudad. Mientras corríamos volvimos a oír la serpiente de silbidos por encima de nuestras cabezas y alguien gritó detrás de nosotros:
—¡Ya vuelven!, ¡ya vuelven!
Justo al llegar a la esquina del paseo, vimos un sector de la ciudad en llamas y en pocos segundos el estallido de fuego y luz de las bombas que momentos antes volaban por encima de nosotros, seguidas de aquel sonido opaco pero profundo y espantoso. El tronar seco y grave de las explosiones. ¡Rediós!
En aquellos instantes no teníamos tiempo para comprender qué era aquello nuevo y terrible que nos sucedía. No habíamos vivido nunca un bombardeo, sólo habíamos visto imágenes parecidas en los noticiarios del cine, y la realidad no tenía nada que ver con aquello. El panorama que se nos ofrecía era dantesco. Igual que sucedió en la noche del 19 de julio, nosotros estábamos allí, espectadores atemorizados y privilegiados, con toda la ciudad enfrente extendida detrás del trozo de mar que nos separaba y salvaba, mostrándonos la magnitud de la catástrofe.
Alguien dijo:
—Eso ha debido de ser en la derecha del Eixample. O más arriba. O en Gràcia.
—O en la Sagrada Familia. O en Vallcarca —dijo otro.
David llegó corriendo, resoplando, y se puso a mi lado trayendo noticias.
—Dice Radio Barcelona que ha sido en los alrededores de la Casa Elizalde, donde fabrican armamento, dice que hay muertos y heridos y que pronto algún responsable de la Generalitat irá a la radio a hacer una declaración.
Pero declaración ya había, la que alta y clara proclamaba aquel fuego por todas partes: la guerra, la guerra de verdad había llegado a Barcelona. Y desde aquel día ahogaría a personas de toda clase, sin elección, sólo porque sí. Daba igual que las vidas fueran de niños o de mujeres enfermas o de jóvenes valientes o de viejos sin esperanza. La guerra había llegado a Barcelona. Hasta entonces en la ciudad se sabían cosas por los relatos de los refugiados, o por las heridas de los que volvían del frente, o por la ausencia de los que no volverían nunca, o por el hambre que se comenzaba a pasar, o por la fatiga de la heroicidad cotidiana… Pero Barcelona aún no había sentido ese tajo sucio y chapucero sobre su carne.
Aquella primera noche murieron dieciséis personas, pero también murió una forma de vivir en la ciudad.
Estábamos asimilando y entendiendo todo aquello, allá, arremolinados, viendo aquel cataclismo mientras nos mirábamos desconcertados. A mí el corazón me palpitaba como un caballo desbocado. De vez en cuando miraba a David, esperando que su semblante me serenara. Él estaba absorto observando el horizonte en llamas. Cuando notó que lo miraba se giró hacia mí para decirme preciso y decidido:
—Germinal, tenemos que ir.
No dije nada. Era tan evidente que comencé a caminar delante de él entre la gente. Marí nos observaba con un interrogante en la cara pero no tuvo ánimo para detenernos. Íbamos decididos, atravesamos el barrio casi corriendo. Subimos por la calle Comerç. No estábamos solos haciendo el camino, se nos iba uniendo gente y todos seguían el resplandor en el cielo. Se había hecho el silencio, el bombardeo había cesado hacía rato. Cuando íbamos llegando al paseo de Sant Joan se nos heló la sangre. A poca distancia, a menos de trescientos metros paseo arriba, una visión apocalíptica se abría ante nuestros ojos: casas ardiendo, bomberos arrojando agua con aquellos artefactos de entonces, voluntarios sacando vigas, piedras, buscando gente enterrada… Cuando nos acercamos un poco más, oímos los gritos de los heridos mezclados con los de los bomberos, los guardias y voluntarios dando órdenes y avisos, formando cadenas humanas para acercar el agua hasta el fuego. La gente de los servicios sanitarios corría de un lado a otro tapando heridas y parando hemorragias. Chicos llevando literas con los heridos que chillaban o se quejaban por el dolor de sus miembros destrozados. También llevaban a otros silenciosos, sin sentido, y mientras, los cuerpos de los muertos se dejaban en un lugar apartado, tapados de arriba abajo, juntos y en desorden.
Estábamos allí cuando un hombre de unos cuarenta años nos gritó con las venas del cuello hinchadas:
—¡Eh, vosotros! Si no hacéis nada poneos en la cadena. Poneos en la cadena, ¡venga, cojones!
El humo, el polvo, el miedo, los gritos. No sé cuantas horas estuvimos allí. Coger y pasar el cubo de agua de una mano a la otra y volverlo a dar se convirtió al cabo de un rato en un gesto mecánico que nos permitía mirar todo lo que pasaba alrededor: la llegada de los familiares, los lamentos de los que estaban allí, los gritos de los supervivientes, los desgarros en la carne, los miembros aplastados por toneladas de escombros, chorros de sangre barboteada por un corazón que no quería pararse, niños reventados, los alaridos de una madre… No crea que exagero, un espanto atroz. Como le he dicho, al día siguiente se contaron dieciséis muertos, pero sabíamos que podrían haber sido muchos más, muchos más. También supimos que las bombas no las tiraron los aviones sino un barco de Mussolini.
¿Sabe?, de golpe aprendimos a medir el horror con unas magnitudes nuevas. Empezábamos a intuir que, en poco tiempo, él «podría haber sido peor» entraría con tozudez en nosotros y pasaría a ser una clave para sobrevivir a los íntimos llantos del espíritu. Aquéllos no eran los primeros muertos que veíamos David y yo. El día del levantamiento de los golpistas ya pudimos ver muchos, pero desde luego había una diferencia: por la postura que conservaban sus cuerpos se sabía que habían muerto luchando por algo que les importaba. Ahora no. De repente estrenaban una nueva forma de matar a personas que no sabían por qué morían, que morían por nada; eso a lo que ahora llaman cínicamente víctimas colaterales y que todo el mundo sabe que es la mercancía más preciada de una guerra moderna: la eliminación masiva de la población civil lejos del frente de combate. Me parece que todo eso se inventó en la guerra del 36. Guernica fue el símbolo y la Barcelona que yo viví un magnífico campo de experimentación para aquellos asesinos.
A raíz de estos hechos, y pocas noches después, Mercè vino a casa con Màrius para decirnos que su casita era mucho más baja que la nuestra. Esto parecería un chiste si no fuera porque, después de que los cañones del Eugenio di Savoia nos largaran sus altramuces, todos decidimos convertirnos en expertos en balística, trayectorias, obuses y lo que fuera. Los cálculos de Mercè la llevaron a la conclusión de que sería mucho más fácil que alcanzaran nuestra casa que la suya. Los seis o siete metros de diferencia de altura nos convertían en un blanco muy peligroso, decía con vehemencia, y a renglón seguido pasaba a anunciarnos que en su casa, que como reiteraba además era más baja, había sitio de sobra para todos.
Marí dudaba, no le atraía en absoluto la idea de marcharnos de casa, pero Mercè insistía con tanta exaltación que finalmente mi madre me pidió que fuera yo solo, que ella ya iría si las cosas empeoraban. Me indigné, y el hecho de que lo dijera delante de Mercè y Màrius me lo tomé como un insulto. Y menos mal que David no estaba. ¡Yo, Germinal Massagué, abandonando el barco familiar con una mujer dentro, lastrada por Gertrudis y en pleno temporal! Me planté solemnemente para que entendiera que si ella no iba yo tampoco.
Remei, a quien mi madre había llamado por el patio interior, llegó muy alterada llevando de la mano a Joana como si se tratara de un fardo. Oyó la propuesta de Mercè, lo pensó diez segundos y dijo resuelta que no, que no quería irse de su casa, que allí lo tenía todo y que si tenía que huir de su guarida sería para marcharse a Avinyonet de Puigventós, a casa de su familia y para siempre. Siguió argumentando que, además, ella y Joana hacían jornada completa en el taller de confección y que en casa sólo estaban para dormir, al contrario que Marí, que se quedaba encerrada cosiendo todo el día y hasta altas horas de la noche, por lo que, evidentemente, ella sí tenía que aceptar el ofrecimiento de Mercè.
Mi madre parecía rendirse, pero seguía insistiendo en que fuera yo solo, que ella no tenía ganas, y que con un colchón en la habitación de David habría suficiente y no molestaríamos tanto. A pesar de la visión onírica que se me ofrecía no cedí.
Y al cabo de dos días ya estábamos los dos allí. Eso sí, con cuatro cosas contadas. Decidimos que iríamos a buscar a Gertrudis pasados unos días, ya que aquella chatarra necesitaba un esfuerzo colectivo y coordinado para moverla de sitio. Después de hablarlo, Mercè y mi madre pensaron que a fin de hacer más practicable el comedor de aquella casa tan pequeña nos instalaríamos en la habitación de David. El cuarto de mi amigo no era muy grande, pero sí suficiente para los tres, así que Màrius añadió un catre con un colchón para mi madre, un poco apartado, a la derecha de la cama que ya había, y por los demonios del cielo y los dioses del infierno yo tendría que dormir forzosamente con David. La verdad es que él tenía pocos enseres personales, sólo los estantes con los libros, que eran muchos y magníficamente forrados, casi todos en papel azul oscuro, resistente y brillante, clasificados según un orden estricto. Como si se tratara de un altar, aquél fue el sector más respetado de la habitación. En cambio David sólo ocupaba un espacio minúsculo del armario para la ropa, y se lo brindó a Marí. En todo caso nos instalamos discretamente y procurando no cambiar de sitio sus pocas pertenencias. Como ya puede imaginarse por lo que le he ido contando, mi madre era muy mirada y sensible en lo referente a abusar de la intimidad de David. Yo no.
Es curioso cómo en algunas situaciones los pequeños gestos devienen a veces retos difíciles. Saber que mi madre tendría que desvestirse delante de mí, y ya no digamos de David, nos desconcertó un poco. Aquella noche llegamos los primeros como por casualidad. Para los chicos es diferente: calzoncillos, camisetas y fuera. Pero para una mujer… La oíamos lavarse en la cocina. El excusado estaba fuera, en el patio de poniente. David se puso de espaldas a la cama de mi madre y se tapó la cabeza con las sábanas. El frío inclemente era una buena excusa. Yo, no sé por qué, pensé que mi madre se sentiría mejor si me veía cerca de ella, y cerré los ojos pero de cara a su cama… Bien, miento, de vez en cuando los entreabría. La vi entrar, y bajo la luz de la vela miré cómo empezaba a desnudarse con calma, cómo se quitaba la ropa, doblándola y poniéndola cuidadosamente en el respaldo de la silla, hasta quedarse desnuda, como si nosotros no estuviéramos. Ni por un momento se preocupó de si la mirábamos. Es curioso cómo reaccionamos a veces, porque ante su naturalidad yo estaba avergonzado y tenso. Cuando ella hacía algo que a mí me parecía que se salía de lo «normal» para los tiempos en que vivíamos, yo lo justificaba pensando en que era francesa, y quizá tenía razón, se consideraba que la educación republicana había hecho de las francesas las mujeres más avanzadas del mundo en cuestión de costumbres. Sólo fueron unos segundos los que estuvo desnuda antes de ponerse el camisón. ¡Qué bella era! La luz suave de una llama huidiza daba vida a sus formas armoniosas: los pechos llenos y firmes, la cintura aún estrecha, las piernas finas y largas, ¡ay!, como una estatua. Me sorprendió descubrir en mi madre una belleza inesperada, y también entendí por qué fulminó a mi padre allá en Le Paradis con tres cafés bien llevados y servidos.
Ella apagó la vela y yo encendí un mundo de recuerdos tratando de evocar su belleza de cuando yo era niño con los ojos de ahora. En su madre, un hijo descubre a la mujer que hay en ella siempre demasiado tarde.
No dejaré de comentar que, decidido como estaba a no forzar ninguna iniciativa erótica, dormir al lado de David fue una de las torturas más extrañas y placenteras de mi juventud. Pero no pasó nada, dejando a un lado los roces fortuitos, o quizá no, que inundaban de provocaciones mi sexualidad reprimida.
Mire, Lluís, querría hacer un inciso únicamente para decirle que soy consciente de que me alargo demasiado, aunque voy resumiendo todo lo que puedo. Tendrá que perdonarme, pero es que pasaron tantas cosas en aquel 37, y de tanta intensidad, que sólo enumerándolas la narración se hará interminable. Procuraré centrarme en el pequeño espacio de lo que me pasaba a mí y a los que yo quería. De todas formas, si usted quiere que le concrete algún acontecimiento social o político en el que crea que le conviene profundizar sólo tiene que decírmelo. En cualquier caso, no puedo dejar de hablar de los Hechos de Mayo, llamados así porque sucedieron en aquel mes del año 37, aunque el enfrentamiento entre los sectores más prosoviéticos del PSUC y los de la CNT y el POUM ya se incubaban desde mucho antes. Me parece que todo explotó el día 3…, sí, a primera hora de la tarde del 3 de mayo.
Estalló el conflicto en el centro de la ciudad, cuando el conseller de Interior del Gobierno de la Generalitat, militante del PSUC, que era como se llamaba entonces el partido comunista, dio la orden a la policía y a sus mandos, mayoritariamente también comunistas, de entrar armados y hacerse con el céntrico edificio de Telefónica, en la plaza de Catalunya. Este inmueble estaba en manos de la CNT desde que se lo ganaron a los militares durante el levantamiento del 19 de julio del 36. Pero el reparto de los lugares clave de la ciudad entre las organizaciones sindicales y políticas era frágil y complicado. Ya sé que puede sonar extraño y que hoy parece incomprensible.
Cuando llegaron los del PSUC, los sindicalistas opusieron resistencia. Las armas tomaron la palabra y comenzó una matanza. No le especificaré los detalles porque, viniendo de mí, sería parcial y venenoso. Resumiéndolo mucho y de mala manera, aquello fue el enfrentamiento del aparato bolchevique estalinista contra la revolución obrera libertaria, o sea, la CNT, y contra cualquier expresión del socialismo más avanzado y democrático, como el POUM, que no hacía mucho que se había fundado pero tenía unos cuadros dirigentes magníficos. Usted, Lluís, ¿ha oído hablar del POUM? Yo no hablo mucho porque no eran del todo de los míos, pero aquéllos del POUM sí que valían la pena. Ellos y, según cómo y cuándo, también los de Esquerra Republicana. De los otros no quiero ni hablar.
El caso es que la lucha fue sangrienta y el efecto devastador. La hoguera se extendió por todas partes de forma inmediata. En mi calle, en la Barceloneta, en el Poblenou, en los barrios obreros más infiltrados por la CNT, en todas las casas se elevó una protesta tumultuosa porque les estaban robando lo conseguido tras haberlo conquistado a los golpistas. Como los mejores y más significados del anarquismo estaban en el frente, los estalinistas mataban a los que quedaban en la ciudad. Era una guerra civil dentro de una guerra civil, a corazón abierto, a menudo calle a calle, sobre todo entre trabajadores, entre personas de la misma clase social y que miraban hacia horizontes parecidos. En mi barrio, los sindicalistas murieron a docenas, pero fue mucho peor en el Poblenou, o en Sants, o en Sant Andreu, donde se luchaba palmo a palmo y casa por casa.
¿No le parece inaudito? Más de quinientas personas morían justo cuando un ejército bendecido por el Santo Padre y comandado por casi todos los militares profesionales de la España más tenebrosa estaba clavando dentelladas decisivas en todo el territorio republicano. Por cierto, el conflicto se acabó cuando los de la CNT claudicaron a cambio de obtener poder político. Creo que fue un error, pero no me haga mucho caso; yo en estos temas siempre me paso de rosca.
Para David y para mí siguieron tiempos difíciles a pesar de que ya nos habíamos acostumbrado a vivir en la cuerda floja. Teníamos una edad en la que comenzábamos a estar desprotegidos, por no decir sencillamente que era peligrosa. Quizá le parecerá raro, pero nuestra edad nos ponía en el punto de mira de muchos resentimientos. ¿Cómo le diría? La ambigüedad de nuestros cuerpos, entre la adolescencia y la juventud, provocaba que los ojos más inquisitivos nos miraran con irritación, en un momento en que las últimas levas de jóvenes enviados al frente eran muchachos que sólo tenían unos meses más que nosotros. Algunos hombres malcarados o con la amargura de tener hijos o familiares en las trincheras nos preguntaban por qué nosotros no estábamos allí, si por cobardes o por algún privilegio. Aquello, más allá del enfrentamiento, nos violentaba, porque nosotros nos sentíamos capaces de estar en primera línea de fuego y defender la República.
Pero después de los Hechos de Mayo la desconfianza se acentuó hasta extremos impensables entre personas que, aunque aparentemente estaban en el mismo bando, empezaban a acumular odios y agravios. La gente de un mismo vecindario se miraba de reojo para averiguar si eran de los suyos, o de los otros, o de los de más allá, en una espiral absurda de reproches. Estas desconfianzas acabaron por engendrar rencores irracionales que se retroalimentaban y que fragmentaban muchísimo la fuerza de los que estaban a favor de la legalidad republicana.
Sobrevivir al día a día era un desbarajuste de emociones y excitaciones que por reiteradas acabaron resultando normales, cuando en realidad tenían su origen en un encadenamiento de situaciones demenciales. Continuamente nuestras fibras emocionales y racionales se ponían al límite de la tensión, y el valor de las cosas se pervertía hasta dimensiones insospechadas. Éramos como funámbulos que nos manteníamos frágilmente de pie sobre los estragos de una guerra que lo deshumanizaba todo. El hambre, la miseria, la épica, los ideales, la muerte, el rencor, la desesperanza, el amor, la crueldad, la compasión, todo se mezclaba desordenadamente en un cuerpo a cuerpo inaudito, y hacía de nuestro interior más íntimo una masa amorfa de horizontes yermos.
En todo caso, y definitivamente, la juventud dejó de ser un refugio para nosotros. Nuestros sensibles diapasones vibraban con tanto estrépito por los embates de aquellas aberraciones que había momentos en que nos parecía vivir a pecho descubierto, desnudos, a merced de todas las miserias y dolores que puede engendrar y descubrir el ser humano.
Era de noche, oía a mi madre respirar hondo en su cama, casi ruidosamente, mientras mi espalda gozaba del leve calor que le llegaba del cuerpo de mi compañero, que parecía dormir en un paraíso de calmas y silencios. Sólo su calor me decía que estaba allí. Era un instante plácido, justo cuando los pensamientos llaman a la puerta de los sueños. Pero de pronto sonaron las sirenas de alarma avisando de que iban a bombardearnos. Espantados, nos vestimos en un abrir y cerrar de ojos para salir corriendo hasta el refugio, que no estaba muy lejos. Todo nos venía de nuevas, porque aquél era el primer bombardeo que los aviones italianos perpetraban de noche. Nuestros movimientos eran torpes, casi cómicos.
Pronto el zumbido de los motores sonó como si ya estuvieran encima de nosotros. Abrimos la puerta de fuera, pero los silbidos de las bombas cayendo del cielo hicieron reaccionar a Màrius, que nos dio un empujón y nos hizo retroceder gritando:
—¡Debajo de la mesa! ¡Todos debajo de la mesa!
Era uno de los consejos que daba la radio.
Mire, si hubiera sido un juego nos habríamos reído de tantos choques entre nosotros y del golpe en la cabeza de mi madre contra el travesero de la mesa… Pero la primera explosión sacudió la casa con una fuerza tan descomunal que parecía un milagro que las paredes, vibrando, aún se mantuvieran en pie. Nos poníamos las manos en la cabeza tapándonos los oídos porque el estrépito nos ensordecía, tratando de proteger no sabíamos bien qué. Movimientos atávicos que hacemos los humanos cuando tenemos miedo. Gritábamos cuando las explosiones nos empujaban a unos contra otros con tanta potencia que sentíamos como si dentro de nuestros cuerpos también se reventaran extrañas paredes. La oscuridad, el olor, los destellos que cada bomba proyectaba por las ventanas con los cristales hechos añicos, el espanto sobre nosotros, el espanto paralizando los sentidos, las mentes.
También de repente llegó el silencio. ¿Habían parado? ¿Se habían ido? ¿Volverían?
Sin luz, el polvo en la nariz luchando con el hedor a quemado y a pólvora, de pronto una rara y densa quietud, después los primeros gritos. ¿Por qué los primeros gritos parecía siempre que vinieran de lejos? Seguramente los oídos memorizaban los estallidos de las bombas y se hacían insensibles a los lamentos de la voz humana durante un tiempo. Qué más da lo que fuera. No puede imaginárselo, Lluís. Corrimos apresurados hacia la puerta abierta de par en par. Afuera todo era confusión. Pasaba gente con luces pequeñas de aceite o carburo, aunque los incendios permitían verlo todo. La Barceloneta estaba herida de muerte y ardía por lugares diferentes. Comenzamos a caminar sin rumbo, aún medio aturdidos, hasta que de pronto oí a mi madre gritando:
—¡Mirad hacia la casa! ¡Hay llamas cerca de casa!
¡Ostras! David y yo iniciamos una carrera desenfrenada, dejando a los nuestros detrás y empujando a la gente que miraba desde lejos. En un instante estuvimos al lado de los primeros edificios caídos. Evitamos los escombros, las vigas encendidas, cualquier derrumbe que nos cortara el paso saltando por encima de lo que fuera. No me pregunte por qué ni por qué mecanismo, pero cuando en plena oscuridad entreveía las casas derruidas sobre los solares o en medio de la calle, yo aún no lo relacionaba con las víctimas. Fue cuando llegamos a casa y oímos los lamentos de los que estaban enterrados vivos, los gritos de los familiares indemnes que rodeaban con desesperación a los suyos, los de los bomberos que acababan de llegar… Fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta de que las casas hundidas que tenía delante, también la mía, se amontonaban encima de los cuerpos de los míos, de mi gente, aplastándoles la vida.