Decimocuarta grabación

DECIMOCUARTA GRABACIÓN

Mientras, mi enamoramiento por David se alimentaba continuamente con nuevos descubrimientos sobre su forma de ser. Con los embates que el inicio de la guerra nos procuraba, parecía que el corazón y la cabeza de mi compañero, que tan a menudo funcionan por separado, se hubieran conectado íntimamente, impulsando y palpitando en la misma dirección. Los latidos de un corazón generoso y los impulsos de una mente espléndida recorrían juntos el camino. A la frialdad de su inteligencia el corazón añadía sensibilidad, sentimiento. Pero también sucedía lo contrario: cuando el corazón se le desbocaba, su cabeza procuraba guiarlo, aunque tratando de no ahogarlo. Lo que quiero decir es que David no imponía lo que le dictaba la razón eliminando la fuerza de los sentimientos, sino que, y perdone pero me parece importante, lograba que esos sentimientos pulieran y completaran su raciocinio. Probablemente por eso su sensibilidad hacia el sufrimiento de los demás no lo debilitaba, sino al contrario, le hacía más fuerte, le daba coraje. No sé muy bien cómo explicárselo… En cambio, lo que sí podría explicarle, y con detalle, era el deseo creciente que me poseía y que controlaba cada vez con mayor dificultad. No se preocupe que no lo haré.

Ambos formábamos un binomio acoplado, y con lo que aprendíamos el uno del otro nos íbamos complementando. Él era capaz de discernir, organizar y prevenir cualquier situación que se presentara. Yo era fuerte y decidido, de entrada ya caía bien a la gente y, está mal que lo diga, tenía mucha capacidad de improvisación. Así que, de una forma espontánea y según la naturaleza del problema, frente a cada coyuntura nueva o inesperada dejábamos que uno de nosotros tomara la iniciativa y el otro se ponía a rueda, que dicen los ciclistas, y nos alternábamos según iban surgiendo las necesidades.

Al anochecer acabábamos reventados de cargar y descargar, llevar las maletas de la gente hasta los lugares de acogida, vivir sus angustias, decir adiós a sus miradas agradecidas pero llenas de miedo. Todo ello turbaba nuestra capacidad emotiva, todavía poco musculada. Cuando ya tarde volvíamos hacia el barrio, caminábamos cansados, sin demasiadas ganas de nada, a menudo en silencio. Antes de entrar en casa nos acercábamos hasta donde estaban los aparejos de la Sarita, dejábamos la ropa encima y nos bañábamos un rato. Era un modo de volver limpios, pero también de entrar en nuestro espacio reservado, donde nosotros, la pandilla de los cuatro, habíamos compartido antiguas inocencias, un puñado de recuerdos de hacía muy poco que ya nos parecían irrecuperables.

Eran momentos extraños, como de un mundo aparte. Teníamos un trapo con el que nos quitábamos la sal de la piel y sobre el que nos tumbábamos de lado dejando pasar el rato. Yo había aprendido a convivir con el deseo por el cuerpo de David. Miraba cómo las sombras perfilaban la sinuosidad de sus músculos con una franqueza cada vez menos disimulada. Con frecuencia, contemplándolo en la dejadez voluptuosa de su fatiga, el cuerpo lanzaba señales de mi deseo y abrazarlo en ese instante habría sido para mí entrar en un paraíso.

Por otra parte, Joana, siempre que podía escaparse de la vigilancia de su madre, venía corriendo a encontrarse con nosotros. Pero a pesar de que Remei se había relajado un poco, las ocasiones de reunirnos con ella eran escasas. Nuestra amiga entraba en el taller al alba y salía al anochecer. Como ya se podrá imaginar, David y yo nos lamentábamos por Joana porque pensábamos que estaba perdiendo todas nuestras experiencias y el hecho de poder vivir un tiempo de circunstancias únicas que tenían que aprovecharse en plenitud. Cuando ella llegaba, intentábamos traspasarle todo lo que habíamos vivido, contándole lo más llamativo con todo tipo de detalles. Ya no nos hacía falta exagerar para impresionarla, las situaciones que vivíamos eran lo bastante extraordinarias.

En la sección de los mayores, Remei lo llevaba mejor que Marí. Con el paso del tiempo se había acostumbrado a vivir sin marido. Recobró el buen humor y recriminaba a su amiga que no hiciera lo mismo. Yo pensaba que esa diferencia se explicaba porque el trato con las otras costureras del taller despojaba a Remei de muchas tinieblas. Allí podía compartir algunos de sus dramas más íntimos con compañeras que a buen seguro estaban en una situación parecida o incluso peor. En cambio, mi madre, encerrada todo el día con la maldita máquina de coser, se quedaba aislada y bebiéndose la soledad a grandes tragos.

Marí cosía compulsivamente, y eso le era rentable para ganar algún céntimo, y aún más para sobrevivir a la ausencia de Josep, siguiendo con mirada abstraída la aguja de Gertrudis y el trazo perfectamente ordenado de sus puntadas. A duras penas salía de casa, se le agriaba el carácter, vestía mal, con desgana, apenas comía, y si no hubiera sido por las visitas casi diarias de Mercè, por las charlas nocturnas con Remei, que le traía piezas de ropa, y por las visitas de Dora, que, desde que mi padre se había marchado, pasaba a menudo y la distraía mientras tendía la colada del vecindario, se habría consumido como una vela.

No era porque le faltasen las cartas de mi padre, puesto que llegaban enseguida y a menudo. Eran largas y estaban bien escritas. Se notaba que era un hombre leído y, aunque en aquel tiempo yo no podía juzgar la belleza de las frases, las recuerdo de un estilo cuidado. Siempre se recreaba explicándonos detalles del paisaje, los colores, los árboles, los perfiles de las personas que se encontraba, los dibujos que formaban los caminos que recorría igual que si fuera una novela. Leyéndolo, nadie habría dicho que eran paisajes de guerra o personas con las que quizá tendría que enfrentarse. En cada carta procuraba incluir un apartado divertido, normalmente relacionado con el rancho que comía o con anécdotas de la convivencia entre los soldados. También incluía un párrafo más poético, como por ejemplo las descripciones de las puestas de sol, que parecía que las pintase con las palabras. Este último apartado solía preceder, como preparándolo, al fragmento más íntimo, amorosamente dedicado a Marí; ella se lo saltaba, sofocada hasta que seguía con otro trozo dedicado a mí, en el que me enviaba abrazos y consejos que ya se puede imaginar usted.

Eso me hace recordar que, mientras el verano del 36 iba languideciendo, el trabajo en el puerto aumentaba gradualmente y los compañeros de mi padre tenían muy presente la situación en casa y me encargaban tantas horas como podían. Los hijos de los que estaban en el frente merecíamos el agradecimiento de fornidos y duros trabajadores que, a su manera, nos trataban con delicadeza.

No sé dónde he dejado el hilo. ¿Le hablaba quizá de David? En cualquier caso, empezó los estudios superiores. No sé cómo se lo montaron los profesores para conseguirle una beca en aquellos tiempos de penurias. Se me han borrado tantos detalles de la memoria y revuelto tantos otros… Pero me parece recordar que llegaron a hablar con alguien importante del Ayuntamiento. Déjeme que también le cuente, a modo de anécdota, que David se acostumbró, contra el parecer del médico, a utilizar su ojo bueno para los estudios, y debía de tener razón porque eso no le provocó empeoramiento alguno.

Y fue con los fríos de noviembre cuando llegaron dos cartas con aquellos impresionantes matasellos que indicaban que las misivas venían de lejos. Ya no las trajo el cartero bien parecido porque se había ido voluntario a la guerra. Las repartía un hombre cojo que había regresado del frente, contento de que le hubieran destrozado la pierna. Una llegó a casa de Silvestre y Remei, dirigida a Joana. La otra la trajeron a casa e iba a nombre de mi padre. Ambas venían de Argentina y decían lo mismo, aunque en diferentes lenguajes, porque a Joana le escribía Mireia y, en cambio, la de mi padre iba firmada por el señor Jimeno en persona.

Mi madre la abrió, entre impaciente y contenta, y pudo leer cómo el viejo contrabandista, ahora industrial de carnes y otros negocios provechosos, más allá de los formulismos iniciales que por entonces eran indispensables en una carta, invitaba a mi padre a que fuera a Argentina con todos nosotros y le decía que allí no le faltarían ni trabajo ni casa. También afirmaba, o mejor dicho avisaba, que en su nuevo país se insistía en que la situación en España todavía iría a peor. Que el fascismo tenía voluntad de implantarse en toda Europa y que la siguiente ficha de ajedrez en caer sería la nuestra. Que no nos lo pensáramos demasiado, que nos marcháramos cuanto antes y que lo mismo que nos decía a nosotros también se lo había dicho a Màrius y a dos familias más que eran como hermanas.

Mi madre lloraba emocionada, en su interior se abría una rendija de luz, aunque sabía que ella misma tendría que cerrarla. No pudo profundizar más porque Remei y Joana llamaron a la puerta.

—Marí, ¿te ha llegado la carta de Jimeno? ¿Es verdad que dice que vayamos? Es que a Joana le ha escrito Mireia pero dice que su padre os ha enviado otra a vosotros para confirmarlo. ¿No es una broma de críos?

—No, no es una broma. También dice que no nos preocupemos por el billete, que no nos preocupemos por el trabajo, que no nos preocupemos por nada, que cojamos el primer barco que encontremos y nos marchemos de aquí.

Se hizo un silencio profundo, ambas miraban sin verse porque el pensamiento subía y bajaba del cielo al infierno en un vaivén angustioso. Finalmente Remei dijo:

—¿Tú crees que se lo tendríamos que decir a nuestros maridos?

—Yo al mío no puedo. Pensaría que le pido que traicione sus ideales, y si estuviera dispuesto a hacerlo ya estaría aquí.

—Me parece que al mío tampoco. Pero… ¿y si las cosas van mal? Ahora tendríamos la gran oportunidad de huir.

Mi madre cavilaba, los ojos hundidos, el cabello desmañado, la piel tersa de tan poca luz que le daba. Al final miró a su amiga.

—Remei, si yo estuviera en tu lugar me lo pensaría. Lo que quiero decir es que quizá deberías contárselo a Silvestre. Mira, yo tengo muy claro que esto no acabará bien. Todo el mundo dice lo contrario, ya lo sé. Pero ¿y si las cosas se tuercen? Yo al menos puedo huir hacia Sète. A mí no me hace falta atravesar el Atlántico para encontrar un hogar, ¿me entiendes? Lo tengo a cuatrocientos kilómetros, puedo ir cuando quiera y llevarme conmigo a Germinal, a Josep, y empezar de nuevo con un plato caliente en la mesa. Pero vosotros, ¿adónde iréis? Si Silvestre estuviera de acuerdo, si lo pudieras convencer… Esto puede acabar convirtiéndose en un infierno, y seguro que Jimeno cumpliría las promesas que os hace.

—Marí, ¿acaso no conoces a Silvestre?

A mí estas conversaciones entre las mujeres me parecían fuera de lugar. Corrían tiempos en que ni yo ni demasiada gente podíamos intuir la dimensión del infortunio que se aproximaba. Pero las madres, las mujeres, tienen una percepción de los raros equilibrios de la vida mucho más elaborada que nosotros, y los valores que mueven y conmueven sus almas habitan espacios más delicados. A finales del 36, la idea de que la República pudiera no ganar aquella guerra incipiente no parecía plausible. Sólo las mujeres, que no miraban los planos en los que se dibujaban las trincheras sino los pliegues de la intimidad, podían hablar de esas cosas sin que el aliento de la traición enturbiase la charla.

La situación de la ciudad y de su gente empeoraba cada vez más, y todos los menesteres indispensables para el día a día empezaban a escasear. Lo único que aumentaba continuamente era el abanico de actividades solidarias.

Reunir a los refugiados, llevarlos a los centros de acogida, repartir cada día toneladas de pan a todas las entidades que según la Generalitat las necesitaban, buscar ropa para que los damnificados pasaran el invierno, dar sangre para los heridos del frente… Esto último era muy importante y, de hecho, era admirable lo bien organizado que estaba. Lo mismo pasaba con la construcción de túneles para refugiarse de las bombas. La primera vez que intentaron bombardear Barcelona, por fortuna los obuses cayeron en el mar, pero la reacción de los colectivos y asociaciones de los barrios fue inmediata y empezaron a preparar refugios antiaéreos para cuando los rebeldes tuvieran mejor puntería.

Nosotros participábamos con entusiasmo en todas esas actividades, sobre todo dando sangre y construyendo refugios, pues nos parecían asuntos más propios de hombres. Ya teníamos dieciséis pletóricos años y, aunque sólo fuera por las resonancias guerreras de palabras como bombas y sangre, aquello aparentaba ser más arriesgado y patriótico.

Ya no recuerdo la fecha exacta, pero hacia finales del mes de noviembre llegó la noticia de que Durruti había muerto en Madrid. Mi barrio y la ciudad entera se conmovieron al saber que traerían su cuerpo a Barcelona para enterrarlo. A los de casa, la esperanza de que mi padre y Silvestre vinieran al entierro con el grupo de confianza del difunto nos puso el corazón a mil por hora. Acudí con ese anhelo pero había un gentío tan numeroso que ni pude acercarme a la primera fila de la comitiva fúnebre. Por entonces se dijo que asistieron a su último adiós más de un millón de personas; puede que exageraran, aunque si no llegó a esa cifra poco debió de faltar. Durruti era un personaje extraño, un hombre con cara de demonio venerado por muchos como un héroe y estigmatizado por todos los demás.

Sin embargo, mi padre no vino.

Y así llegó la primera Navidad de la guerra. Se dice rápido pero se vivió despacio.

Mientras se acercaban las fiestas, teníamos la percepción de estar actuando en un escenario en el que interpretábamos un papel que habíamos preparado mal y por sorpresa, aunque lo representábamos con entusiasmo. Todo el mundo, y el primero el Gobierno de la Generalitat, quería aparentar y convencerse de que las cosas iban bien, y los barrios de la ciudad se llenaron de fiestas populares, eso sí, llenas de discusiones pasionales sobre si debían utilizarse los símbolos religiosos navideños o si aquel año no se permitía que naciera el niño Jesús en una ciudad donde ya no quedaban ni santos ni iglesias por quemar.

Con las fiestas llegaron también muchos soldados de permiso, y me parece que las chicas fueron generosas. Durante unos días, la imagen de los jóvenes en la calle se equilibró un poco. Tenga en cuenta que a medida que se llamaba a nuevas levas, los hombres jóvenes iban desapareciendo de las calles y ya tan sólo se veían mujeres, niños y gente de cierta edad. Las parejas empezaron a ser un bien escaso y la preponderancia de chicas sin novio, una llamada a las fantasías de conquista. David y yo vivíamos con alegría esas circunstancias porque teníamos una edad en la que aún navegábamos entre dos aguas. Quiero decir que si bien por un lado se notaba que éramos muy jóvenes, por el otro ya se entreveía perfectamente que teníamos el cuerpo repleto y el deseo afilado. Así que no le esconderé que para ambos empezó a prodigarse un festín de sensualidad en las miradas, pequeños gestos y encuentros esporádicos tras portales discretos, o sobre más de una cama de matrimonio partida por la guerra. Por cierto, me sorprendió el éxito de David en estas maniobras, parecía como si su timidez fuera un imán o un trofeo deseable, sobre todo para las mujeres mayores que él.

Cuando llegó el día de Navidad, Mercè y Màrius nos invitaron a comer a su casa, lo que quería decir hacerlo bien y acompañados. Ya no podían vender pescado en el restaurante El Gran Faisán porque lo habían colectivizado para hacer un comedor popular para los refugiados, o sea que nos hartamos de buen género hasta reventar, y yo más que nadie porque tenía un contenedor estomacal que parecía elástico. Fue un ágape opíparo y, bien mirado, una comida de ricos. No sé de dónde sacó Màrius el vinito para acompañar los dulces que Mercè había preparado para los postres y el bizcocho que trajo Remei. Nos llenó generosamente el vaso de aquel vino y eso no pasó desapercibido para nadie. Nosotros sabíamos que aquel gesto era un símbolo que significaba algo, seguramente que ya éramos hombres, pero en aquellas circunstancias quizá quería decir bastante más.

Como siempre pasa en las comidas importantes, la sobremesa se alargaba de una forma algo cargante y, mientras los mayores se divertían haciendo tertulia, Joana, David y yo nos aburríamos y bostezábamos sin ningunas ganas de disimular. Curiosamente fue Remei la que soltó:

—Va, venga. Salid a dar una vuelta, pero ni demasiado lejos ni demasiado tiempo.

Puede que quisieran hablar de algo que nosotros no podíamos oír. No nos hicimos de rogar. Buscando el poco sol que a duras penas atravesaba el cielo y con las manos en los bolsillos porque hacía un frío que pelaba, comenzamos a caminar por las calles desiertas del barrio. Yo pensé que con esa helor divertirse en la Sarita sería imposible. Esas calles vacías desanimaban a cualquiera, y tomé una decisión en nombre de todos:

—Vamos a La Dorita, que allí al menos no pasaremos frío. Me quedan unos céntimos. Tomamos algo, pasamos un rato, nos calentamos y después vamos hacia las Ramblas, que seguro que habrá follón.

Cuando entramos en La Dorita el ambiente era más bien escaso. Sólo había tres personas. La dueña, en contra de lo que era habitual, había abandonado la barra y estaba sentada en una de las mesas para los clientes, con los ojos vidriosos y un vaso de vino delante. No vimos a la dorita Montse porque estaba pasando las fiestas en Gelida con su familia. En cambio, la dorita Núria estaba sentada frente a un hombre al que veíamos de espaldas y que por las protuberancias dérmicas y capilares sólo podía ser Ramon Ramanguer. Hablaba por los codos y no se había enterado de nuestra entrada; la dorita lo miraba, embobada por aquella florida prosopopeya.

Dora nos veía frente a la barra, pero se lo tomaba con calma y vino parsimoniosa, balanceando el cuerpo. Había engordado un poco y las sombras anidaban en su rostro desde hacía meses. No nos dijo nada cuando nos sentamos en los taburetes, y tampoco nos hizo caso cuando pretendimos pedirle lo que queríamos beber. Era, ya se lo dije, una mujer impresionante, quizá imponente sería la palabra más adecuada, y ella lo sabía de sobra. Pasado un rato, y con una total indiferencia, se volvió con tres copas en la mano y una sonrisa cansada en los labios. Expectantes, no nos atrevimos a decir nada, se notaba que estábamos asistiendo a una ceremonia y que era preciso respetar el ritual que Dora oficiaba. Dándonos la espalda, destapó una botella que hizo pop y nos sirvió un líquido color de orina que soltaba burbujas por todos lados. Nos miró a los tres, como examinando la mercancía, y con un deje irónico dijo:

—Tal como están las cosas, es bueno que probéis el champán. Marí sabrá de qué hablo y seguro que estará de acuerdo.

Después de servirnos con destreza, sin derramar ni una gota de espuma, se llenó la copa y la levantó mirándonos a los ojos y sonriendo:

—Por vosotros. —Hizo una pausa—. Que sois nuestro mañana. —Y se le oscureció el semblante—. Hacedlo mejor, cojones… Sí, hacedlo mejor.

Dio un trago y se volvió. Su voz ronca testimoniaba que hacía rato que se había embriagado como sólo las dueñas de cafés dudosos saben hacer: sin perder la compostura ni el instinto de mando del local. Y así volvió al rincón de donde la habíamos sacado, con la copa en la mano, pensativa, indiferente, como si su mente hubiera abandonado ya aquel espacio.

Nosotros descubrimos, lentamente y sorbo a sorbo, aquel brebaje ligero, que sabíamos que era famoso y muy caro. Ya de entrada nos puso de buen humor el privilegio de poder probarlo y, poco después, el efecto de los parpadeos destellantes y del alcohol mejoró nuestras vidas, sobre todo a medida que nos aumentaba el calorcito en el cuerpo… y en la cabeza. O sea que dimos las gracias a Dora, que ni se enteró, y dejamos el café animados cuando ya era casi de noche.

Las calles estaban llenas de gente y a medida que llegábamos a la ciudad y nos acercábamos a las Ramblas se aglomeraba más y más personal, paseando risueño entre los símbolos caídos de las iglesias y los alzados por la nueva religión revolucionaria.

Los tres nos sumergimos entre ellos. Ninguno de nosotros podía sospechar que aquella Navidad sería la última que pasaríamos juntos.