Decimotercera grabación

DECIMOTERCERA GRABACIÓN

Le voy a ahorrar los detalles y preparativos. En casa todo era un desbarajuste. Mi madre era quien lo pasaba peor, a ratos parecía haber perdido el juicio. Desgarbada, los ojos oscurecidos, los labios en un rictus de máscara griega.

Mi padre tampoco estaba bien, pero no lo estaba con él mismo. Se creía con el deber de partir, era el único gesto coherente con su forma de ser y de pensar. Sin embargo, su amor inalterable por Marí lo hacía sentirse un traidor hacia aquella mujer que lo había dejado todo por él, de la que estaba enamorado y a quien amaba con la misma pasión que cuando la encontró en Le Paradis de Sète. Aunque él creía ciegamente en la victoria sobre el fascismo y que aplastarlo sería cuestión de poco tiempo, sabía que la dejaba desvalida, a merced de un futuro incierto en que él no podría velar por su seguridad. También sabía que yo no la abandonaría, estoy seguro de que lo sabía. Me conocía lo bastante bien, y mientras en el puerto hubiera un puesto para faenar y juntar cuatro céntimos para el pan de casa, él sabía que yo estaría allí. Y si era preciso defenderla de lo que fuese, también. Pero mientras él debía de pensar en todo eso, en el bando de los que nos quedábamos, mi madre y yo sabíamos que Josep Massagué nunca habría podido abrir el cajón de su conciencia si no hubiera encontrado el ánimo para tomar un arma e ir al frente a batirse con quien fuera para defender la libertad y su revolución. No se habría perdonado fallarles a los suyos, a la gente con quien había compartido tantos riesgos y tantos sueños. No le sería posible mirarlos a la cara si a la hora de retar a la muerte no pudieran contar con él.

Así pues, las cartas estaban echadas. Y bien marcadas. Por eso lloraba Marí, y lloraba sin consuelo porque lo sabía perfectamente.

Quisiera detenerme para hacer un paréntesis, señor director, Lluís, y decirle que, desde que empezamos estos encuentros, tengo la sensación de que hay hechos que más tarde se convertirían en hitos de los libros de Historia por los que yo paso por encima sin orden ni concierto. Lo lamento. Y al mismo tiempo debo confesarle que, si bien esos acontecimientos me marcaron a fuego para siempre, hoy por hoy me importan más bien poco. Desde hace días, cuando usted se va, le doy vueltas a lo que le he contado, y no sabe cuánto me altera ver que los hechos que viví y su trascendencia acaban convirtiéndose en un entramado de barrotes. Sí. Como si cada acontecimiento histórico forjase un barrote. Y, rediós, hubo tantos que al final mi relato queda aprisionado entre los imponentes giros de aquellos años. Quiero decir, y perdóneme, que explicarle el envoltorio me obliga a arrinconar continuamente lo más esencial, lo que más me importa y, en todo caso, el sujeto de cada palabra que le haya dicho hasta ahora. Y es tan sencillo: mi amor por David.

¿Sabe? Los viejos no sabemos, y quizá no queremos, contar las cosas en línea recta. Necesitamos dar vueltas, a menudo deslumbrados por los recuerdos o aprendizajes que nos lanzan destellos desde algún rincón de la memoria. Al final, el rodeo que damos es tan prodigioso que acabamos extraviando el hilo de lo que queríamos contar. Si somos benévolos, podríamos imaginar que acabamos perdidos entre la hiedra de tanta vivencia acumulada. Lo más curioso es que cuando eso ocurre lo notamos. Al menos yo soy del todo consciente. Pero con franqueza, es tan divertido abrir los cajones donde dejamos reposar las vivencias de este tortuoso cerebro, ver cómo se han adornado con el poso de los años y cómo se han hecho irrepetibles, que ya no sé renunciar a ello. Un poco infantilmente, jugamos a perdernos por su laberinto, creyendo presuntuosos que traspasamos pequeños tesoros, testimonios de un mundo que no volverá a ser. ¡Ah! Y que ya no interesa a nadie. O, oiga, quizá sólo sean los ribonucleicos, que se van deteriorando y que ya sólo saben conducir nuestros pensamientos en círculos que no llevan a ninguna parte.

¿Lo ve? Ya me he vuelto a enredar. Pero retomo el hilo. Ahora le querría hablar de mi amor inmenso por David, aunque tendré que contarle primero cómo se preparaba mi padre para marcharse con la columna Durruti, que, junto con la columna Ortiz, partía el 24 de julio hacia el frente de Aragón para enfrentarse a las tropas facciosas. Pues vamos a ello.

Desde que anunció a Marí su marcha al frente no habíamos vuelto a verlo. Volvió la noche antes de partir para comandar una sección de la columna, y todos sabíamos que sería por poco tiempo. Se le veía atribulado aunque con ganas de vernos. Quería llevarse unas botas nuevas y robustas que tenía guardadas y podernos decir adiós con calma. Recuerdo que cogió los zapatos como excusándose ante mí, diciendo que no sabía si le darían unas botas militares que había en el edifico de intendencia del ejército. Hizo bien en cogerlas, porque al final algunos se fueron al frente con alpargatas, y ya se puede usted imaginar… Incluso en un país como el nuestro, donde todo se aguanta con alfileres, era impensable que un ejército pudiera avanzar con alpargatas.

Mi madre, más práctica y doméstica, le dio una manta para dormir al raso, una fiambrera llena y un poco de ropa. Sólo un poco porque él no quiso más, pues decía que «todo aquello lo acabarían en cuatro días».

Ni le cuento la despedida de Marí. Él la animaba diciéndole que volvería antes de que la cama se enfriase y no sé cuántas tonterías más, todo para tranquilizarla. Al principio mi madre estaba de morros, pero, viéndolo insistir tanto para darle ánimos, fue cediendo, no fuera que al final su marido partiera con el corazón encogido. Así que todo acabó entre sonrisas y buenos deseos. Yo ya sabía que cuando mi padre cerrara la puerta aquello sería un valle de lágrimas occitanas, que son unas lágrimas que vienen de muy lejos.

Él quiso que lo acompañara hasta la calle y lo seguí sabiendo lo que tendría que escuchar. «Júrame que cuidarás de tu madre en todo momento, que te dejarás la piel trabajando para llevarle el pan, y no vayas demasiado a la ciudad, que te podría pasar cualquier cosa». Seguramente me veía aún como a un chiquillo. ¡Ah!, y para acabar: «No dejes lo de Ramanguer, estudia y hazle caso, lee lo que te diga y no le hagas enfadar». Un beso y marchando. Esta vez ni te quiero ni nada, iba al grano.

Mientras en casa se vivía este revuelo, la ciudad organizaba una fiesta de despedida para los milicianos de las dos columnas. Corría el rumor de que iría a despedirlos un enorme gentío. Estaría todo el mundo, con las autoridades y Companys al frente. Bien. Casi todo el mundo, porque los pobres desgraciados de derechas esperaban escondidos y atemorizados tras las ventanas alguna oportunidad para huir, porque mire, la gente significada de derechas recibió a base de bien. Algunos con razón, pero otros sin ella. También recibieron los curas. Seguro que entre ellos debía de haber buena gente, no lo dudo. Pero qué quiere, la rebelión militar había estado a punto de imponerse dejando mucha sangre en la calle y la gente identificaba a la Iglesia con los golpistas. En verdad, los sermones y las fotos de los obispos significándose a favor del régimen fascista y saludando entusiastas con el brazo en alto fueron mayoritarios y a menudo fanáticos, con muy pocas y honrosas excepciones. Se hicieron muchos disparates, ¿sabe? Y los de mi bando también. Me podría entretener explicándole la génesis y las circunstancias que provocaron las muchas animaladas de los míos. Incluso si las comparase con las animaladas de los otros quizá podríamos discutir quien lo hizo peor. Pero hoy ya no quiero justificar ninguna de las barrabasadas que se cometieron por entonces, cada cual con sus razones.

Pues bien, a la despedida de la columna fueron todos menos mi madre, que dijo que no quería apuntarse para montar el numerito, ni tampoco Remei, que amenazó a Silvestre diciéndole que si prefería los encantos de Durruti a los suyos, que le fuera mirando el culo y se olvidase de ella. Todo fue en balde. A David, a Joana y a mí no nos afectaban esos dramas, cosas de mayores, que siempre lo complicaban todo, así que corrimos al cruce de Paseo de Gracia con Provenza, adónde a duras penas pudimos llegar, tanto era el gentío que ocupaba calles, aceras, azoteas, farolas, árboles o monumentos. Barcelona todavía estaba conmocionada por los estragos del golpe militar y las señales eran bien visibles porque apenas habían transcurrido cuatro días. Restos de barricadas, calles con los adoquines levantados, casas quemadas o agujereadas por los disparos, a duras penas habían retirado algunos animales muertos… Todo estaba allí para que tres adolescentes lo convirtieran en un gran acontecimiento.

La República se había quedado sin ejército. La certeza de que dentro del estamento militar profesional anidaban muchos golpistas dispuestos a secundar la rebelión en un futuro próximo incentivó al gobierno de la República a disolverlo. Siempre se ha dicho que fue un gran error, y a mí siempre me ha indignado oírlo. En todo caso, y metidos en esa tesitura trágica, la fuerza del mensaje que se daba al mundo y a nosotros mismos era enorme: hablaba de una sociedad civil con el suficiente coraje como para organizarse e ir al frente con unas armas insuficientes, a menudo arrebatadas a los vencidos, para defender la democracia y las libertades. Hay que decir que, en una Europa donde Benito y Adolf ya hacía bastante que proclamaban sus histriónicos proyectos de un orden nuevo, la determinación de los republicanos fue, como mínimo, impactante. Y probablemente por eso caló en la conciencia del mundo entero.

Le aseguro que impresionaba ver cómo miles de voluntarios sin ninguna experiencia militar intentaban e inventaban otra forma de ir a la guerra, movilizando y organizando en cuatro días a una especie de colectivo armado dispuesto a marchar al frente de manera inmediata. Si tengo que serle sincero, siempre que he leído reseñas de aquella jornada me ha parecido que se escribieron con un desprecio evidente hacia los que tenemos memoria. Y también hacia los que se jugaban la vida. Como si fueran cuatro descerebrados que se hubieran juntado caóticamente alrededor de Durruti. Pues mire, aun sabiendo que aquello era el preludio festivo de una agonía sangrienta, le puedo asegurar que todavía hoy me admira la capacidad de unas organizaciones populares que tuvieron la suficiente inventiva y coraje como para disponer de esa respuesta armada tan sólo tres o cuatro días después del golpe de estado del 19 de julio. Si a ello añade que aquella primera experiencia estaba mayormente protagonizada por anarquistas impenitentes y gente voluntaria de todo tipo, que por primera vez cogían un arma para defender la República, se puede decir que como mínimo era algo épico y, si quiere, creativo.

Mientras tanto, la gente cantaba, gritaba consignas o aplaudía a los personajes más conocidos. Estaba el presidente, los consellers, también había deportistas famosos, actores, artistas vestidas con sus mejores y más sinuosos ropajes… Algunas de nuestras favoritas del Paralelo ocupaban lugares preferentes. Recuerdo cómo la preferida de David, la Bertrand, irradiaba belleza y alegría. Busqué excitado a la Ninfa de Oro pero no la vi por ningún lado. No le di demasiadas vueltas al tema.

Para nosotros era un caudal de sorpresas, emociones y novedades observar aquellos vehículos militares de formas contrahechas que se habían ganado hacía pocos días a los rebeldes. O la hilera de camiones reciclados, coches confiscados, autocares adaptados y todo lo que tuviera ruedas para poder llevar a los milicianos a Aragón y montar una logística que funcionase. En otro lugar, la gente miraba orgullosa a un pequeño grupo de ambulancias con personal médico voluntario y un cuerpo de enfermeras que daba gusto ver y que sonreían cuando les aplaudían. Se decía, como si fuera algo milagroso, que incluso había autobuses reconvertidos en quirófanos de campaña y primeros auxilios. También había algunos camiones cisterna con agua potable para que la tropa pudiera beber sin peligro de enfermar. A saber…, un montón de cosas extrañas que Joana, David y yo descubríamos fascinados, ávidos de gestas.

La corriente de emociones era increíble. Los gritos de la chiquillería perforaban cualquier tímpano sensible. Las mujeres lloraban sin recato, tanto daba si sabían por qué. Algunos hombres enardecidos por la histeria del coraje preguntaban con los ojos desorbitados dónde podían alistarse inmediatamente. Los enamorados, con sus abrazos larguísimos y besos de cine con respiración asistida, se desinhibían de las miradas ajenas. Era magnífico ver todo aquello. Y en medio de aquel alboroto, un coche de correos tocaba el claxon para hacerse notar y que la gente supiera que iría diariamente al frente a llevar las cartas para los seres queridos con el paquete de tabaco incluido, faltaría más. Y detrás, siguiéndolo a pocos metros, un autobús reconvertido en biblioteca ambulante para que los ciudadanos en lucha pudieran leer en el frente. ¿Se lo puede usted imaginar? Pero ningún ingenio causó tanta admiración como un coche remolque que, fuese verdad o mentira, se anunciaba como el Cinematógrafo del Frente. Así, entre los noticiarios inflamados de republicanismo patriótico, los milicianos podrían ver la película que se acababa de estrenar en Estados Unidos, con Jeanette MacDonald gesticulando y canturreando entre los bigotes de su amado, mientras al fondo de la pantalla una ciudad lejana temblaba por el efecto de unos terremotos muy distintos a los nuestros.

Y cuando parecía que la pulsión no podía aumentar ni un decibelio emotivo sin reventar, se levantó espontáneamente una aclamación que se impuso a todos los demás rumores: llegaba Durruti. Altivo, adusto, sencillo, apareció con aquel rostro malcarado y anguloso que provocaba cierto miedo pero que a la vez inspiraba confianza a la gente, y no me pregunte por qué. Fue aclamado como un semidiós mientras respondía con la indiferencia decidida de los héroes. Y por fin, no muy lejos de él, mi padre, de pie, mandando un camión lleno de milicianos. Alto y con su cabello rubio, se le distinguía entre cualquiera. Desprendía un aura radiante, una imagen que me enorgullecía como hijo. Qué quiere que le diga, se me caía la baba.

Válgame dios, aquello no arrancaba nunca. Ahora dirían que había problemas de logística. ¿Pero cómo quería usted que se pusiera en marcha pseudomilitar aquel atajo de ácratas de corazón y de formas? Algunos decían que eran cuatro mil, otros que más de siete mil, todos ellos mandados por responsables de la CNT que a menudo tenían al lado a un oficial fiel a la República que los orientaba. El oficial sabía que el jefe anarquista no tenía experiencia en el mando militar, pero también sabía que ni un solo miliciano se pondría a sus órdenes.

Nosotros nos situamos para ver de cerca a mi padre y a Silvestre, que era su segundo, en pie sobre el camión. Silvestre, más chaparro pero con un ancho cuello que no desmerecía su pecho y una mirada de ésas de que-tiemble-el-enemigo. Joana y yo nos llenamos de orgullo cuando los vimos dedicándonos sonrisas sin cesar. Levantaban el brazo para saludarnos, aunque tratando de no perder la pátina trascendente que el momento requería. Sin embargo, duró muy poco. Pasaban continuamente improvisados coordinadores que iban dando instrucciones a los mandos a golpe de gritos y mucha gesticulación, y eso desvió su atención. Cuando al cabo de un rato nos volvieron a buscar con la mirada, nos sorprendimos porque ahora ya no sólo levantaban los brazos sino que lanzaban besos y sus ojos parecían encendidos. Enseguida entendimos que tantos aspavientos no eran para nosotros. Su atención se desviaba un tanto hacia la derecha, y fue siguiendo su mirada cuando descubrimos a Marí y a Remei, endomingadas y engalanadas como pimpollos y con unas sonrisas juveniles, mirándolos en plena agitación y enviando besos a docenas con mensajes subliminales muy explícitos. Debe de sonarle ridículo, pero me emocionó verlos mirándose de ese modo, después de las últimas tormentas que se habían desencadenado en casa. No sé qué asociación de ideas hice, la cuestión es que sentí el deseo de coger de la mano a Joana y pasar el brazo sobre la espalda de David.

De golpe, la hilera de gente y máquinas se puso en marcha. La explosión de gritos, voltear de brazos, rugido ensordecedor de motores, mandos vociferando órdenes, todo ello generó un vendaval emotivo. Yo no quería que se me escapara nada. Mi cabeza parecía un molinillo, yendo de mi padre hacia los vehículos armados, hasta los milicianos saludando a sus familias y pasando altivos ante los que nos quedábamos. Aquellos rostros, aquellos ojos… Cuántas cosas se dibujaban en la miraba de los que se iban, Lluís. En cambio, en esos momentos no sabíamos ver cuántas se desdibujaban en la de los que se quedaban.

De reojo, yo espiaba las reacciones de mi madre y de Remei, pero ellas se mostraban sonrientes y saludaban enardecidas. Lentamente, la hilera desfiló ante nosotros hasta que Silvestre y mi padre se perdieron. Ya me lo imaginaba; cuando me volví para mirarlas de nuevo, Marí y Remei estaban abrazadas, llorando sin consuelo. En fin, a pesar de que viéndolas algo se me rompía por dentro, nada me hacía presentir que no volvería a abrazar a mi padre hasta dos años después y en unas circunstancias sórdidas que, si me lo permite, prefiero dejar para más adelante.

Pero qué quiere, acabábamos de cumplir dieciséis años, éramos jóvenes, la fiesta proseguía, las calles estaban llenas a reventar de chicas y chicos de nuestra edad, y eso no ocurría cada día. Los tres nos dejamos llevar por aquel gentío, charlando, gritando, cantando por la calle, sintiéndonos protagonistas de no sé exactamente qué que iba a cambiar el mundo.

Y pasaron las horas antes de que enfiláramos hacia casa. David nos dejó a Joana y a mí a pie de escalera. Yo lo miraba embobado mientras nos despedíamos. Poseía una serenidad en el gesto, en la voz, en la mirada, que me hacía sentir permanentemente fascinado. Y yo ya tenía muy claro que mi sangre se agitaba por algo que iba más allá de la palabra amistad.

Hablando de ello, y no se enfade, tendría que permitirme dar todavía otro rodeo porque, cuando lo pienso, me doy cuenta de la inmensa suerte que tuve cuando un profesor de la Escuela del Mar, sobre la Nausica, nos habló de Ramon Llull. Era un bonito día de primavera, con el agua en calma y bonanza en el viento. El profesor Carbonell se hacía a la mar vestido como un dandi aunque hiciera calor; en pie y solemne, nos relataba los muchos viajes que el maestro Llull había hecho por mar. Entonces nos habló del Llibre d’Amic i Amat y nos leyó unos fragmentos. En cuanto oí el título, «Libro del amigo y del amado», esas palabras se me fundieron en una sola expresión maravillosa: el Amigo Amado. Fue como si la luz entrara de repente en medio del desorden de mi corazón. Esa expresión definía inesperadamente la confusa madeja de sentimientos y sensaciones inexplicadas que yo sentía por mi compañero. El Amigo Amado. O quizá aún mejor: el Amado Amigo.

Pasado el tiempo y recordando situaciones, siempre he imaginado que los profesores nos lo leían intuyendo que quizá entenderíamos poca cosa, pero creyendo tenazmente que nos dejaban una semilla que con el tiempo brotaría dentro de nosotros. ¡Y brotó! ¡Vaya si brotó! Aquellos poemas de sentido religioso me dieron las palabras precisas para definir mi amor, mi completa amistad y, más que todo eso, me ayudaron a entender lo que sentía. Conjugar amor y amistad, he aquí lo que me pasaba. Poder mirar a los ojos de David y decirle secretamente: tú eres mi Amigo Amado. Qué suerte que alguien me dejara escritas en algún lugar las palabras que definían mis sentimientos. Puede que no entendiera gran cosa de los poemas que nos leyó el profesor Carbonell, ni el significado que tenían en la obra del sabio mallorquín, pero me permitieron entenderme mucho mejor. Debe de ser el misterioso don de los grandes poetas.

De acuerdo, me voy de madre otra vez. Nos habíamos quedado en que los tres volvíamos a casa. David no nos había dicho que su madre, Mercè, estaba arriba con la mía. Y Joana no sabía que Remei también estaba con ellas, se enteró cuando se dio cuenta de que la puerta de su casa estaba cerrada. Estaban, pues, juntas las tres, y Remei y mi madre todavía llevaban los vestidos de fiesta con que se habían despedido de sus maridos. Pero en cuanto entrabas allí ya percibías que había muchas tinieblas esparcidas por el comedor. Mientras yo musitaba un buenas noches, Mercè acababa una frase que más o menos decía: «… y contad conmigo para cualquier necesidad, que entre nosotras no tiene que faltar nunca nada de lo que la otra tenga, ni ahora ni por lo que está por venir». Y al verme lo dejó ahí, entre otras cosas porque la mirada de mi madre presagiaba tormenta:

—¿Por qué llegas tan tarde?

—Es que había fiesta en la calle…

—¿Y tú qué tenías que celebrar?

Mientras bajo al cabeza llaman a la puerta. Es Joana. ¡Rediós! Ahora Remei cogía el relevo y entraba al trapo.

—No, si es que estos dos botarates no se dan cuenta de nada. —Remei no tenía ya freno—. Tanto les da si mañana sus padres quizá mueran reventados, mientras puedan reírse y tocarse donde les dé.

Mercè se levantó, posiblemente para rebajar la tensión, y anunció que se volvía a casa, repartiendo besos y empujando a Remei a hacer lo mismo, aunque ésta sólo dijo buenas noches. Al cerrarse la puerta tras ellas, mi madre y yo sentimos que afrontábamos la primera noche sabiendo que mi padre no estaba cerca. Sin decirnos nada, pactamos prescindir del mal humor y hacernos compañía. Yo intenté estar pendiente de ella, y me pareció natural darle un beso antes de sentarnos a la mesa aunque nunca lo hubiéramos hecho antes. Ella tampoco me hizo sentir su amargura. Me puso el plato en la mesa y actuó como siempre, quedándose a mi lado y vigilando que me lo acabase todo. Mientras me retiraba el plato y me servía un trozo de manzana le dije:

—Mañana pasaré por el trabajo, a ver si empezamos otra vez.

—Si no lo hacen nos matarán de hambre.

—Es que dicen que no hay patronos, que han huido.

Era cierto, los patronos habían desaparecido. Y muchas otras cosas. Por poco que miraras más allá de ti mismo, las señales de que comenzaban otros tiempos llamaban a la puerta. Mejor dicho, ya habían entrado. Y el signo de nuestras pequeñas vidas cambiaba a un ritmo frenético.

Joana se quedó amarrada a casa, pues Remei no la dejaba salir ni para estornudar. Trabajaban juntas en el taller de confección y volvían siempre juntas para encerrarse en casa. Cuando a la hora de siempre llamé a la puerta para decirle a Joana si venía a la Sarita, Remei se interpuso para dejar bien claro que mientras no volviera Silvestre todo eso de que la niña saliera cuando quisiese se había acabado. De vuelta a casa se lo comenté a mi madre, que me rogó que no insistiera en ello si no quería que las dos familias riñéramos, que dejara pasar la ventolera y un poco de tiempo.

David había acabado el curso con muy buenas notas y con sus profesores boquiabiertos. A pesar de que había perdido casi toda la visión del ojo izquierdo consiguió unos resultados magníficos. Todo hacía pensar que podría continuar estudiando, becado, siempre que el curso de la guerra lo permitiera.

Mientras, yo trabajaba cuando podía, pero no era nada sencillo. El puerto se había colectivizado, como casi todo, y los obreros que trabajábamos en él estábamos en asamblea permanente. Eso me preocupaba, porque ya se sabe que las asambleas se pagan muy mal. Había poco trabajo, llegaban menos barcos, se decía que los armadores y gobiernos extranjeros todavía no consideraban el puerto de Barcelona lo bastante seguro. En cualquier caso puedo asegurarle que cuando llegaba un barco, allí estaba yo.

En la zona del puerto donde sí había actividad, y quizá demasiada, era en el Uruguay, un barco de pasajeros de pantoque negro y castillo blanco. Originalmente le habían encasquetado el nombre de alguna de las infantas bobónicas, y la República lo rebautizó y lo reconvirtió en una prisión flotante para la gente de derechas más significada y comprometida con el golpe de estado. El cataclismo sirvió para justificar demasiadas animaladas, y allí se hicieron muchas. Le cuento todo esto para que entienda mejor el decorado que nos rodeaba cuando David y yo entrábamos o salíamos del barrio, y le puedo dar fe de que aquel barco sólo era uno más de entre todos los desmanes humanos que nos rodeaban.

Con dieciséis años ya nos conocíamos la ciudad como la palma de nuestra mano. Nos gustaba pasear y vivir el nuevo ambiente. A primera vista ya era obvio que había cambiado de fisonomía. Más allá de los destrozos en los edificios se hacía evidente que sobraban o faltaban elementos que habían definido el perfil de la Barcelona de antes del levantamiento golpista. David quizá viera como un tuerto, pero su mirada captaba detalles que a mí se me escapaban. Como cuando me dijo, calmado como siempre.

—¿Te has fijado en que no hay ricos?

¡Rediós! Qué cierto era. Ni patronos ni ricos. Mirabas a los viandantes y nadie parecía rico. Nadie hablaba como los ricos. Nadie vestía como los ricos. No había coches ni carruajes de ricos. Nadie entraba en las tiendas de los ricos. Y éstas habían cambiado sus escaparates para no parecer tan de ricos. Sí. No había ricos, desaparecidos, muertos, escondidos… O puede que los ricos se hubieran vestido de obreros, con las típicas camisetas, camisas de cuello redondo, pantalones anchos y mal cortados. La ciudad entera vestía así. Al hecho de que no se vieran demasiados burgueses se añadía otra sensación inesperada: todo era de todos. Quizá quería decir que nada era de nadie, pero en aquellos primeros días la gente sencilla se lo creía y era feliz sólo con pensarlo.

Ya le he dicho antes que la mayoría de las actividades se habían colectivizado, desde la sanidad hasta las panaderías, pasando por los transportes y los cabarés. Parece imposible, ¿verdad? En fin, todo lo que usted sea capaz de imaginar, todo, estaba colectivizado. Puede que piense que debía de ser caótico. No se lo negaré, pero sorpréndase, porque muchas cosas funcionaron, y bastante bien. Nadie sabía cuándo ni cómo cobraríamos el trabajo, y aún menos quién lo pagaría, y sin embargo puedo asegurarle que la gente trabajaba con ganas de demostrar que la vida seguía. Incluso se exageraban las muestras de ello.

Hubo otro cambio importante que se hizo muy visible: la guerra civil empujó hacia la ciudad a una multitud ingente de refugiados. La llegada de forasteros, trastornados y cargados de miedo, hatillos y maletas, fue inmediata desde el inicio de la guerra y cambió la fisonomía cotidiana de la ciudad. La mayoría de esas familias no habían estado nunca en Barcelona, y las primeras que llegaron, que en gran medida venían de las zonas pobres y rurales de Aragón, evidenciaban que habían huido precipitadamente y que no tenían dónde ir ni dinero con el que pagar. Desorientados, sudorosos, aterrorizados, se sentaban en las esquinas, juntándose unos con otros, configurando grupos de personas y pertenencias, amontonándose como para protegerse mejor, o al menos resguardarse.

Para David y para mí, la estación de Francia formaba parte de nuestro paisaje diario, y los veíamos llegar a centenares, miles, grupos enteros de familias que huían de los lugares donde los militares rebeldes habían ganado. Las dos grandes bocas de la estación los soltaban a ráfagas, a medida que los trenes acababan el trayecto. Los recién llegados miraban boquiabiertos las columnas, las esculturas, los espejos y aquellas dimensiones del techo que tanto les sorprendían.

Nosotros oíamos cómo sus acentos de todos los rincones de la República se mezclaban por las calles.

—Me parece que hay un cuerpo de voluntarios…

—¿De qué hablas? —dije sin saber a qué se refería mi amigo.

—Que tengo entendido que hay un cuerpo de voluntarios que se encarga de esperar a los refugiados, recogerlos y conducirlos hasta una de las casas de acogida que la Generalitat y las organizaciones han preparado.

El mensaje estaba claro y, como siempre, me puse al frente. Era un clásico de nuestra forma de funcionar, él tenía la iniciativa y yo la ejecutaba a ciegas. Así pues, nos teníamos que enrolar en el cuerpo de voluntarios para ayudar a aquella gente. Dicho y hecho. Como en esos días yo no tenía mucho trabajo y David no tenía clase, nos acercamos a una oficina de la Generalitat que se llamaba Comité de Ayuda a los Refugiados para que nos dieran instrucciones. Y ya puede imaginarnos, lustrosos, satisfechos y con un brazalete que nos otorgaba no sé qué autoridad, yendo hacia los andenes de la estación para recoger a los recién llegados.

Allí, plantados, esperábamos que el tren y el azar decidiesen la puerta que se detendría ante nosotros, de la cual bajarían los fugitivos con esa mirada tan desamparada en los ojos. Familias enteras, pero sobre todo mujeres, niños y ancianos. No hacía falta preguntar si eran refugiados, el miedo se reflejaba en sus facciones. Descendían tímidos, caminaban con pasos imprecisos, dando vueltas mientras miraban aquellas estructuras metálicas que cubrían las vías y que parecían volar sobre sus cabezas como extraños monstruos mecánicos. Nosotros nos presentábamos procurando que entendieran que estábamos allí para ayudarlos y llevarlos a los espacios que la ciudad había preparado para acogerlos. No era nada fácil, parecía que no se lo podían creer. Yo imagino que durante la precipitada huida debían de haber previsto lo peor, dormir en la calle, buscar trabajo a cambio de un mendrugo de pan, pedir limosna, y he aquí que dos jovenzuelos con planta y con una sonrisa encantadora, no lo dude, les daban la bienvenida dispuestos a resolver algunos de sus problemas más inmediatos. Eso hacía que a menudo nos abrazasen medio llorosos y agradecidos. Nosotros, desconcertados, correspondíamos como podíamos, sobrepasados por unas emociones que nos eran desconocidas. Le puedo asegurar que entre los barceloneses nació un movimiento de solidaridad espontáneo y, dadas las circunstancias, pienso que generoso y civilizado. Se implicó en él tanta gente que acabó por convertirse en realidad un eslogan que fue muy popular: «Ningún refugiado sin techo».

No olvidaré nunca a los primeros que recogimos. Llegaron a las diez de la mañana de un domingo, venían cansados de viajar durante todo un día y medio. Como en una película de Keaton, la locomotora nos lanzó un último resoplido de humo y hollín mientras esperábamos estoicos en el andén con una sonrisa de bienvenida preparada. Cuando la puerta se abrió ante nosotros vimos las caras de cinco aragoneses que dudaban en bajar aquellos peldaños altísimos y miraban a uno y otro lado con ojos aturdidos. A su alrededor y en desorden había una multitud de paquetes, maletas y hatillos. Nosotros, algo desconcertados y con prisa por ayudarlos, aumentamos aún más su confusión. No entendían que estábamos allí para proporcionarles asistencia y no se fiaban de pasarnos sus pertenencias, que nosotros señalábamos con gestos confiados. Al final bajó una mujer, sin duda la que mandaba: María, nos dijo que se llamaba, de unos treinta años, morena, alta, de buena estampa. Detrás de ella, y enredándose con los malditos paquetes, fueron cayendo sobre el anden tres chiquillos. Una niña de unos diez años y dos hermanos más pequeños. Y cuando creíamos que la bajada de maletas envejecidas y paquetes había cesado apareció un hombre enjuto que bordeaba los sesenta, el padre de María.

David y yo nos presentamos lo mejor que supimos y, a fuerza de simpatía, conseguimos que en aquellos ojos se abriera la grieta de una sonrisa. Recitamos de memoria lo que los agentes del Comité de Ayuda nos habían aconsejado y, cuando finalmente los tuvimos calmados y a punto, exhibieron músculos y energía cargando las dos maletas de cartón y una de madera mientras se repartían los hatillos y paquetes, que eran muchos. Nuestros refugiados caminaban conmocionados y empequeñecidos por el puñado de temores que llevaban en el corazón y por el repentino estallido de tantas novedades. Si entre la magnificencia estructural de esa estación se hubieran fijado en la parte baja de alguno de los inmensos espejos y se hubieran visto reflejados como yo los estaba viendo, seguro que habrían arrancado a llorar.

A trancas y a barrancas, salimos a la calle soleada con el resto de los pasajeros que continuamente derramaban los trenes. Había una gran confusión. El gentío sudaba bajo un feroz sol de verano que aún hacía más agobiantes los ruidos, gritos, lloros, sacudidas de los carros, silbidos, herrajes maltrechos de coches y autobuses que, como cajas de cerillas, se veían colapsados por la gente que subía a fuerza de empujones. Todo ello como en una de esas películas de alto presupuesto para contar miserias. Y, en medio, David y yo tratábamos de proteger a nuestro pequeño rebaño, no fuera que se nos perdiese algún niño. Tomamos el paseo, uno delante y otro detrás para que no se nos despegara ninguno, pero era difícil. Asustados y sin experiencia, veíamos cómo la gente atravesaba el grupo y lo rompía peligrosamente. Hasta que la madre, que valía un imperio, se detuvo para deshacer uno de los cordeles de la maleta más grande y ató a los niños por el cinto. La situación mejoró bastante.

Nuestros refugiados caminaban poco a poco, expectantes, ante edificios de un lujo que jamás antes habían visto, y, por cierto, ahora llenos de banderas y pancartas. Andaban medio aturdidos cuando pasó de repente un coche de los confiscados, con esos faros redondos y brillantes, todo él repintado con siglas en blanco para hacerlo más chillón, tocando el claxon para hacerse notar. Y así, con los ojos como platos ante cada cosa que descubrían, conseguimos llegar al edificio señalado, muy cerca de las Ramblas, donde los dejamos en manos de los gestores de aquella operación de acogida. Debo confesarle que las muestras de afecto y gratitud de esos aragoneses me removieron fibras muy escondidas.

David y yo estábamos exultantes y motivados. No había cansancio que pudiera impedirnos ir a la estación y recoger a tantos refugiados como encontráramos. Vivíamos en un círculo emotivo que se retroalimentaba, primero porque nos sentíamos útiles y orgullosos de cargar como burros, y después porque los refugiados nos llenaban de energía con las emociones que nos procuraban sus agradecimientos.

Pero no todo era coser y cantar, no crea. De vez en cuando, alguna situación inesperada nos lanzaba extrañas señales de alarma sobre las maravillas de aquella nueva época que vivíamos. El primer aviso serio llegó un día, hacia la tarde: teníamos nuestro último servicio, por llamarlo de algún modo, antes de marcharnos a casa. Del vagón bajó una familia a la que nos presentamos como siempre. Para romper el hielo, les pedimos sus nombres y el del pueblo de donde huían. Lo hacíamos siempre así, para tratar de empezar la conversación; según entendimos, venían de un pueblo pequeño, cerca de Caspe. Enseguida notamos que contestaban desconfiados, con monosílabos ásperos. Se veía gente de campo, de piel dura y vida inclemente. El hambre había hecho de sus facciones un juego de ángulos pronunciados. Pero cuando David les preguntó si huían del fascismo nadie quiso contestar. Ese silencio inesperado duró hasta que un abuelo, que debía de andar por los setenta, y eso en aquellos tiempos eran muchos años, empezó a decir dubitativo:

—Yo soy republicano, muchacho… y… huyo de los míos, de los republicanos… que llegaron diciendo que venían a librarnos de los fascistas. Bueno, republicanos es un decir, una pandilla de locos anarquistas que han tomado la zona de Caspe, dicen que en nuestro nombre. Pero al que no piensa como ellos, sencillamente lo matan. Huimos de ellos y hemos venido aquí porque no podemos ir a la zona fascista, allí también nos matarían.

Pensé que debía de haber algún malentendido. Que no era posible que huyeran de los nuestros. Además, aquel viejo seguramente hablaba mal de las dos columnas que habían salido de Barcelona el día 24 de julio. No sólo no lo entendía, me era imposible admitir que gente como mi padre o Silvestre matasen a pobres campesinos. No pregunté más. Hicimos el trabajo como siempre y punto. Pero los ojos de aquel anciano, escondidos entre las legañas del llanto y de la pobreza, se me quedaron grabados en la memoria y, muchos años después, quise averiguar lo que había pasado en Aragón con nuestras dos columnas libertarias, justo al inicio de la guerra. Fue entonces cuando supe que algunos malvados de la columna que se habían quedado en Caspe aterrorizaron y mataron a mucha pobre gente de aquellas comarcas en nombre de prisas revolucionarias mal digeridas. El único consuelo, y no me mire mal, fue que mi padre no había podido ser. Su columna, la de Durruti, había ido a Zaragoza y después hacia Madrid.

Aquellos ojos fueron para nosotros un primer anuncio de los muchos disparates que se cometieron durante la guerra civil. Injusticias, asesinatos, una retahíla de crueldades que se desataron e hicieron subir a la superficie la parte más abyecta del ser humano. Sucedió lo peor que pueda imaginarse. Y más, porque se quedaría corto. Locuras colectivas y bajezas individuales de una crueldad desgarradora. Se mató en nombre de la revolución, de la religión, de los nuevos órdenes fascistas de derechas, de los inesperados totalitarismos de izquierdas, se mató en nombre de todo. Y de nada. Escúcheme, fue un escarnio a todos los valores humanos. Y en medio de tanta infamia, las pasiones desaforadas que provoca una guerra civil, triturando el poco sentido común que nos pudiera quedar. Sí. Se hicieron en todos los lados. Tanto en el lado de los míos como en el de los otros. ¡Desde luego que sí! No se crea que no tengo memoria y que no me avergüenzo.

¿Pero sabe? No quiero hablar demasiado de todo eso. Por una parte, y aunque a veces no lo parezca, usted está aquí para oír una historia de amor, ¿no? Y por otra, le seré franco: nunca, aún hoy, he escuchado la voz de los fascistas que gobernaron España durante cuarenta años gracias a la sangre de aquella guerra pidiendo perdón por su responsabilidad en tantas masacres. Nunca. Ni tampoco he escuchado ningún acto de contrición a los católicos, ni alguna revisión crítica a los comunistas, ni a los republicanos de uno u otro signo, que fueron protagonistas, a menudo muy destacados, de maldades increíbles. No seré yo quien responsabilice ahora a los míos, a los libertarios, de todo lo que ocurrió. Durante más de sesenta años han convertido el movimiento anarquista en un grandioso vertedero en el cual todos, todos los actores de aquel tiempo, han lanzado y escondido su propia basura. ¿Y ahora tengo que venir yo para volcar en él mis remordimientos? No, ya no lo haré.

Bien, no nos pongamos dramáticos, dicen que eso es agua pasada. Debe de ser que, al pasar, a mí no me calmó la sed. Dejémoslo aquí. Tengo unas galletas, ¿se las traigo con el café?