Duodécima grabación

DUODÉCIMA GRABACIÓN

Subiendo de vuelta a casa, me encontré con Mercè, que ya estaba enterada de todo y venía a buscar a mi madre y a Remei para llevárselas. Ella, Màrius y David sabían que Silvestre y mi padre iban desbordados con sus revoluciones y, aunque tenían otro carácter, nos querían lo suficiente como para no desear que estuviéramos solos ahora que la situación se había complicado. Mercè no cesó de insistir hasta que las otras dos llegaron a un acuerdo. El argumento que acabó de convencerlas fue que desde al azotea de su casa, por el lado de poniente, se podía ver la fachada de la ciudad, los perfiles de los edificios recortados, y cómo ésta se extendía hacia arriba. Mi madre y Remei pensaron que desde allí podrían ver o al menos intuir lo que fuera pasando.

Salimos de casa al amanecer, todo estaba desierto y nadie rondaba aún por las calles, a excepción de algunos hombres que pasaban como alma que lleva el diablo. Oíamos a lo lejos los primeros chasquidos de los disparos. En la cabeza de mi madre se aparecían las más terribles desgracias que le pudieran suceder a su Josep y lloraba en silencio, igual que Remei, que en cuestión de interiorizar dramas siempre la ganaba y ya había salido de casa con los ojos enrojecidos. Cuando llegamos a la caseta de los pescadores, Màrius y David nos esperaban, todavía a la luz de un quinqué, con un cuenco de leche con café aguado preparado en la mesa y una panera de mendrugos para mojar. Pero nadie hizo caso al desayuno porque a todos nos urgía subir a la azotea y contemplar Barcelona en el momento en que el alba empezaba a iluminarla al otro lado del Moll de la Fusta. Desde allí, entre los perfiles de los barcos amarrados en desorden, se podía ver la ciudad entera, extendida como una inmensa alfombra que el sol naciente engalanaba de colores.

El castillo de la montaña de Montjuïc, que se alzaba amenazador a la izquierda; las chimeneas del Paralelo; el alto edificio de Telefónica, que marcaba donde estaba la plaza Catalunya; el campanario de Santa María del Mar; más lejos, la Sagrada Familia señalaba los límites de la ciudad hacia el norte; y más cerca, junto al mar, las Drassanes, la estatua de Colom, la Capitanía General, Correos, la basílica de la Mercè, el Gobierno Civil, la estación de Francia… Era como si viéramos la ciudad en uno de esos retablos desplegables de papel y nosotros fuéramos unos espectadores privilegiados.

Pronto aprendimos a interpretar la dirección de los disparos que oíamos. Y cuando aparecieron las primeras columnas de humo salpicando la anatomía de la ciudad, como señalando las heridas, el mapa del infortunio se fue concretando por barrios, casi por calles, gracias a los edificios de referencia. Se elevaban nuevas humaredas, una tras otra. Al principio espaciadas, aunque lentamente se iban compactando, oscuras, densas. El humo empezó a empañarnos el horizonte.

El tiempo corría espantosamente lento. Nuestros ojos estaban como hipnotizados y no podíamos apartarlos de aquel horizonte. Màrius quería que entrásemos en la casa para evitar que asistiéramos a aquella macabra representación, con nuestros padres jugando a la ruleta de la muerte. Pero fue en vano. Él y Mercè trataban de iniciar conversaciones que no tenían nada que ver con lo que nos martilleaba el corazón, aunque esas formalidades apenas duraban. Poco a poco, sus intentos se fueron espaciando entre las redes de nuestro silencio de gente angustiada.

De vez en cuando, Màrius se iba sin decir adónde y volvía al cabo de poco con las noticias que había podido reunir. Parecía que los enfrentamientos se focalizaban en determinados lugares: ahora en el Paralelo, ahora en la Universidad, o en el cuartel de los Docks en Poblenou. Aunque un poco lejos, veíamos claramente cómo los nuestros montaban una barricada en el paseo de Colom y se parapetaban para impedir que pasara algún contingente golpista con el objetivo de ir a socorrer a los rebeldes que ya estaban asediados en el Gobierno Civil y en el edificio de la Capitanía Militar.

Hacia el mediodía del 19 se decía que los facciosos iban perdiendo y que no lo conseguirían, aunque aún había potentes focos de resistencia. Los de la CNT, que trataban de controlar toda la parte cercana al puerto, habían entrado en el cuartel de Drassanes, tal como me había anticipado mi padre. Lo tomaron casi todo, pero en un extremo de aquel vetusto edificio resistió un grupo de militares rebeldes y empezó un enfrentamiento sangrante, de los de palmo a palmo y cuerpo a cuerpo. Nosotros oíamos las señales. Mis ojos no podían apartarse de allí. Yo veía el perfil de mi padre en cualquier sombra.

En los lugares de la ciudad donde había combates, la gente de nuestro bando cogía las armas de los muertos para proseguir la lucha. Gracias a esa determinación, los focos resistentes de los golpistas fueron capitulando. Fue durante la noche del 19 al 20 cuando el cuartel de la Maestranza de Sant Andreu fue abandonado y la CNT obtuvo treinta mil fusiles y ametralladoras que repartió entre sus simpatizantes. Si tuviéramos más tiempo debería explicarle que este hecho condicionó decididamente el futuro inmediato, porque a partir de entonces las fuerzas obreras poseyeron las armas y, en esa situación, ello implicaba tener gran parte del poder.

De noche sólo quedaban ya rebeldes en el Gobierno Militar, en una parte del cuartel de Drassanes y en el convento de las Carmelitas de la Diagonal. Y a primera hora de la mañana ya flameaban iglesias por toda la ciudad. Para que entienda hasta qué punto se identificaba a los militares con los obispos y compañía, le diré que salvo la catedral, el monasterio de Pedralbes y quizá alguna iglesia que ahora se me escapa, a mediodía del 20 ya ardían todas las de Barcelona. Mientras tanto, en las Drassanes, la situación empeoraba por momentos. La mañana del 20, desde el patio, vimos el humo, oímos los chasquidos de las armas y seguimos las carreras de nuestra gente alrededor del viejo edificio. Y todo eso lo vivíamos separados tan sólo por la lengua de agua del puerto. ¿Se lo imagina? Yo sabía que mi padre estaba allí dentro. David también porque se lo había dicho. Noté cómo se me acercaba hasta sentir su roce. No se lo quise decir a mi madre, que mientras duró aquel infierno no fue consciente de que su Josep estaba por allí en medio.

De vez en cuando, Màrius volvía con noticias dudosas. Parecía que en esos momentos, a media mañana, los últimos bastiones fascistas habían quedado acorralados en diferentes lugares de la ciudad y empezaban a capitular. Pero el punto más conflictivo continuaba en Drasssanes. Mire, señor director, el sentimiento que tenía en el corazón, viendo el escenario donde luchaba mi padre, el humo que lo engullía todo, nosotros sin poder hacer nada, separados por el mar aunque a no más de trescientos metros, con hileras de gente armada en el paseo, caballos muertos en medio de la calle, coches quemándose, otros llevando heridos, cuando ya era evidente que habíamos ganado, pero con tu padre allí dentro, quizá agonizando… No se lo sabría explicar. Dentro de mí todo estallaba con violentos dolores.

Con el paso del tiempo, los tiros se fueron espaciando; sin embargo, eso era asumido por Marí y Remei dramáticamente, como tenían por costumbre. Un fusil que dejaba de disparar quizá quisiera decir que el marido de la una o de la otra ya no podía disparar. Esos sentimientos confusos las dejaban sin aliento. Si por un lado tenían ganas de que todo terminara, por otro acabar podía significar que los suyos estaban muertos. Cuando de golpe los disparos callaron, nuestras miradas buscaron absurdamente algún lugar indeterminado, como interpelando al silencio.

Màrius, que una vez más había salido a buscar información, volvió diciendo que todo se había acabado, que era cosa de poco tiempo que los sublevados capitularan en todas partes y que en Barcelona la República había ganado. Pero nada de todo eso satisfacía ni a Remei ni a mi madre. Para ellas la pregunta trascendente no era quién había ganado sino quién había muerto. Màrius bajó la cabeza y con la voz turbia sentenció:

—De los nuestros han muerto… parece que muchos. Y los de la CNT son los que más han recibido. Parece ser que en Drassanes ha habido una carnicería.

Remei y Marí empezaron a correr y todos nosotros detrás de ellas. Debía de ser pasado el mediodía, no recuerdo la hora pero sí en cambio un extraño bochorno que no dejaba respirar. Cuando llegamos a nuestra calle estaba llena de vecinos, excitados, que trataban de saber algo de los amigos, de los familiares, de los suyos.

Y comenzaron a aparecer algunos combatientes. Venían extenuados, muchos maltrechos, con heridas abiertas. Pero no había ni rastro de Silvestre o de mi padre. Se hablaba de docenas de muertos en los alrededores de Drassanes. El rumor de que Francisco Ascaso, uno de los que vinieron a casa hacía tan sólo unas noches, había caído muerto era un mal augurio para los que esperábamos que mi padre estuviese vivo. Y no llegaban. El corazón me iba a mil. No era posible que mi padre estuviera muerto. Me prohibía pensarlo mientras no dejaba de hacerlo.

Y de repente, al fondo de la calle, perfilado por el contraluz milagroso de un sol de poniente, lo vi cuando daban las seis, inconfundible por su físico, tan diferente de los demás. En un país de gente morena y paticorta, el hecho de que el cabello pajizo ondease a más de un metro ochenta del suelo lo hacía absolutamente singular. Ése era mi padre, qué cojones, mi orgullo, mi héroe. Pero incluso de lejos, enseguida percibí que su andar no era el de siempre. En cada movimiento habitaba un esfuerzo, una punzada de dolor en cada gesto. A su lado, Silvestre, más bajo y fornido, no parecía tan fuerte como en realidad era.

A medida que yo corría hacia él, notaba cómo el movimiento de sus piernas hablaba de fatigas extremas y, cuando me acerqué un poco más, las señales de la pelea se hicieron evidentes: la cara ennegrecida, la piel ensangrentada, la ropa maltrecha, desgarrada en rodillas y codos. Y aún más cerca, percibí una inmovilidad extraña en el brazo derecho y una costra de sangre al final de la ceja del mismo lado que le tapaba medio ojo. Sin embargo, no me extrañé, ni siquiera me preocupé. Para mi alocada cabeza todo aquello no era nada más que los signos que adornaban a los héroes. Yo corría hacia él, como si la calle fuera un túnel de paredes oscuras y mi padre, en cambio, se perfilase nítido ocupando un centro luminoso.

Cuando lo abracé, con todas mis fuerzas, sentí la respuesta de un cuerpo dolorido y tenso. Le busqué los ojos para disfrutar del resplandor de la victoria pero ¡ay!, no encontré nada de lo que buscaba. Nada de lo que un adolescente podía imaginar en alguien que ha participado en el triunfo de un día histórico. En su mirada no había ningún rastro de vencedor, ni siquiera un deje de convicción del deber cumplido. Ninguno. Sólo percibí vacío, un vacío blanco, si me permite la expresión. Un extraño y blanco vacío en la mirada.

Hasta pasados unos días, y nunca por su boca, no supe que allí donde él había luchado, en el patio de los cuarteles de las viejas Drassanes, justo en esos momentos en que yo le exigía los gestos del ganador, yacían docenas de cuerpos destripados de compañeros, de amigos con los que había compartido el camino de la revuelta y a los que había visto agonizar a su lado, incapaz de hacer algo ni siquiera para consolarlos.

Cuando ahora se habla de aquellos días, Lluís, no se suele decir cuántos fueron los muertos que hubo en la ciudad, pero por lo que recuerdo seguramente pasaron de los quinientos. Durante el franquismo no se mencionaba nunca, sospecho que para no dar pistas sobre la dimensión de la participación del pueblo en la derrota de los fascistas.

Josep y Silvestre tardaron mucho en caer entre los brazos abiertos y emocionados de sus mujeres, porque los vecinos los paraban y los llenaban de besos y caricias. Algunos daban gracias con lágrimas en los ojos, otros preguntaban angustiados por los suyos, que también sabían en Drassanes y que no llegaban. Ellos, en medio del gentío, permanecían callados, con apenas una sonrisa forzada para todos. Me parece que mi madre, que la conocía como si la hubiera parido, debió de captar las miserias que enturbiaban la cabeza de su marido. Lo besó, discreta y delicada, mientras le miraba las heridas de reojo, sin hacerle ni exigirle demasiadas carantoñas.

Finalmente subimos a casa y mi madre le preparó un poco de pan con aceite y un trocito de la longaniza de las grandes ocasiones. Se lo comió todo muy lentamente, callado, dolorido, se veía que su pensamiento volaba lejos y que con el pan masticaba terrores y heridas. Era tan evidente su tormento que no me atreví a romper aquel silencio para pedirle el relato de sus gestas. En cuanto se tragó el último bocado, Marí lo hizo tumbarse en el comedor, en mi cama, para curarle las heridas. Todo él parecía arisco, como si Josep Massagué no quisiera que lo curasen, como si rechazara nuestra calidez, como si le diera vergüenza estar vivo, pensé más tarde. Aunque ésa sí era una batalla perdida, porque mi madre esperaba paciente a que la fatiga lo rindiera. Cuando la oscuridad se hizo dueña de aquel pequeño espacio, procuró encender el quinqué en un lugar cercano pero que no le molestara. Y mientras él descansaba con los ojos clavados en el techo, perplejos, ella le iba cortando la ropa que rodeaba las heridas con unas manos ágiles y cuidadosas. Le limpió el orificio por donde la bala había entrado en el brazo; afortunadamente, era tan limpio como el de salida, y la trayectoria quedaba lejos del hueso. Le repasó las piernas cubiertas de hematomas que parecían mucho más graves de lo que evidenciaron una vez limpiados con agua tibia de tomillo. La ceja con un trozo de carne levantada fue la cura que le requirió más trabajo y concentración, pues lo cierto es que remover tan cerca del ojo daba impresión. Finalmente, cuando acabó lo más gordo, se entretuvo recorriendo uno por uno con un ungüento de árnica el reguero de morados que cubrían su cuerpo.

Mientras tanto, algunos vecinos llamaban a la puerta para saber si estaba bien. Seguramente tenían ganas de escuchar a mi padre haciendo la glosa detallada y épica de los hechos. Qué quiere, aún atemorizada por las horas terribles que acababan de pasar, la gente necesitaba saborear el regusto de la gloria. Pero era inútil: mi madre, tan gentil como firme, no les dejaba atravesar el umbral. Parecía que en vez de tener en casa a un héroe que había librado a la ciudad de las hordas fascistas tuviéramos un enfermo afligido.

Debía de ser así, porque Ramanguer apareció llevando del brazo al doctor Mestres, un médico bondadoso que había hecho de los trabajadores y las familias del puerto su dudoso negocio. Saludó diligente a mi padre y, después de examinarlo deteniéndose en cada detalle, pasó con cuidado un líquido por pliegues y llagas y empezó a coser todo lo que hiciera falta concentrando los ojos, empequeñeciéndolos detrás de unas gafas de montura metálica para no errar el embaste de ninguna herida. Pasado un buen rato, y antes de marcharse, susurró algunos consejos a Marí y le dio unas pastillas por si algún dolor se endemoniaba durante al noche, y mientras caminaba hacia la puerta se despidió de mi padre con un adiós animoso, diciéndole que no tenía nada demasiado grave para un hombre tan fuerte. Detrás de él, la mirada de Ramanguer hacia su amigo herido era de una ternura conmovedora. Los lagrimales se le humedecían, pero no con expresión dolorosa sino más bien con un orgullo amoroso.

Cuando se fueron todo retornó al silencio. Ni mi madre ni yo nos atrevíamos a hablar y, si lo hacíamos, bajábamos la voz tanto como podíamos para no molestar a aquel hombretón abatido, que miraba fijamente a un lugar que yo pensaba que estaba en el techo cuando en realidad era el inmenso y preciso agujero del horror.

No fue hasta pasado mucho tiempo cuando entendí algunos gestos, miradas y expresiones que aquella noche me cincelaron la memoria para siempre. Pero en aquellos instantes no supe hacer ninguna lectura, como diría usted, de las dinámicas emocionales que invadían a mi padre. Aún tendría que vivir muchos horrores para aprender a leer las páginas más secretas del alma. Todo llegaría. Por supuesto. Todo llegaría.

La noche entraba con suavidad en casa, con esa lentitud de los meses ardorosos de verano. Inesperadamente, mi padre intentó levantarse, midiendo el dolor de cada movimiento y buscando poder respirar en cada nueva posición. Quise ayudarlo, pero el gesto de rechazo fue inmediato. Casi tembloroso, envenenado por el dolor, se puso de pie. Yo todavía estaba cerca de él, por si acaso. Me miró fijamente. Me dio un beso en la frente sin esperar respuesta. Después, rígido, se volvió hacia la puerta de la habitación de matrimonio. Mi madre lo miraba entre solemne y llorosa, mientras él, cojeando, cargaba todas las heroicidades y miserias de un día que entraría en los libros de Historia abriendo de par en par todas las puertas.

Pero al día siguiente, Lluís, usted no podría creérselo. Fue como si se tratara de otra película. El cambio fue radical, y lo que menos me esperaba era ver cómo aquel hombre se levantaba risueño, bromeando, pellizcando el trasero de mi madre y vanagloriándose, mirándome de reojo, de haber parido al hijo más cantamañanas de todo el Mediterráneo. Se notaba que tenía ganas de estar con nosotros, que tenía prisa por salir a la calle con los que quería, pasear por el barrio, encontrarse con los amigos, hablar del triunfo de los obreros sobre el ejército faccioso y disfrutar de la vida. Salimos así, abrazados y sonrientes. En cuanto pisamos la calle, mi padre nos anunció que iríamos a tomarnos un refresco a La Dorita, y eso sí que era todo un acontecimiento. Creo que hasta ese día no habíamos entrado allí nunca los tres juntos.

Cuando llegamos, el local estaba lleno a rebosar. Había muchos compañeros de mi padre con sus mujeres, saludándose efusivamente, contentos de estar vivos. Algunos iban cosidos a heridas, otros gesticulaban exaltados y con una luz en los ojos que no sabías si explotaría en una risotada o en un llanto. Y entre todos ellos, como un icono fuera de lugar, Ramon Ramanguer, con los culos de vaso empañados de tanto llorar emociones, rodeado por todos y por nadie, como le sucedía a menudo. Cuando Ramanguer vio a su amigo tan recuperado, se abalanzó a sus brazos, le puso la cabeza sobre el hombro como para llorar mejor y se quedó así hasta que mi padre, tan amistosamente como pudo, lo apartó para mirarle fijamente a los ojos y decirle:

—Lo hemos conseguido, Ramon. Gracias a gente como tú, lo hemos conseguido.

Ya sólo le faltaba eso. El hecho de que mi padre lo incluyera en la gesta enrojeció cada una de sus facciones. Ramanguer bajaba la cabeza y moviéndola hacía como que sí. Era bonito verlos juntos y abrazados. Como una dicotomía anatómica… o estética. Mi padre, disminuido pero con el trazo de los dioses en su naturaleza, y Ramanguer, raquítico y frágil, recordando todo lo que había hecho y sufrido para que aquel chico fuera por el camino recto de la utopía. Seguro que, escondido tras sus gafas, debía de recordar cómo el joven de cabello rubio y rizado pasaba a curiosear por la librería antes de cada singladura y él le regalaba libros sociales o de poesía para que le fueran provechosos, igual que una enamorada le habría dado un jersey o le habría dado un beso en el último instante. También recordaba cómo Josep no sólo no los rechazaba ni se avergonzaba como hacían otros, sino que los cogía entusiasmado y se los guardaba allá donde late el corazón.

Yo estaba encandilado ante la escena.

Dora veía satisfecha cómo no paraban de llegar más trabajadores con sus mujeres arregladas para quitar el hipo y los chiquillos endomingados. Todos eran gente del puerto y del barrio. Estaba contenta, su café era una fiesta, y decidió no cobrar a los conocidos, o sea, a casi nadie.

Mi padre parecía imantar a sus compañeros, y enseguida lo rodearon para que contara con pelos y señales cada acometida contra los facinerosos. Le oí estrenar una versión funcional y reducida en la que sólo había buenos y malos, sin un solo rastro de aquel vacío que la noche anterior le invadía la mirada. Yo lo escuchaba entusiasmado, ésa era la versión épica que esperaba. En medio del relato y de la fiesta, el azar me acercó a Ramanguer, que seguía con cara de virgen dolorosa moviendo los labios. Yo imaginaba que repetía el relato de mi padre, pero al estar tan cerca de él pude escuchar como una letanía: «Nos espera el abismo, Josep… Nos espera el abismo…». Pensé simple y llanamente que el caudal de emociones lo había trastocado.

En éstas que se abrió la puerta de La Dorita, con un empujón contundente y lleno de autoridad. Todo el mundo se volvió porque el que entraba era Joan, rodeado de compañeros. Lo reconocí enseguida como jefe de los que hacía pocas noches se habían reunido en casa. La verdad es que, por los gestos que los obreros hacían, parecía que más o menos todos lo reconocían como el líder. Vestido de miliciano, la negrura de su indumentaria realzaba las facciones de una cara un poco demasiado redondeada. Se quedó quieto, posando la mirada sobre los rostros de cada uno de nosotros con una sonrisa afable y un ademán de autoridad, y empezó a saludar con calma a los presentes. Cuando el turno lo acercó a mi madre, parecía que la sonrisa se le ensanchara mientras le dedicaba unas palabras al oído. No adiviné si sobre el coraje de su hombre o sobre los pastelillos dulces con que se había lucido durante la reunión de unos días atrás. Después susurró algo a mi padre, que se puso serio. Cuando acabó de hablarle lo abrazó y continuó saludando con parsimonia a la gente.

Yo lo miraba observando el respeto que levantaba entre personas tan duras y curtidas. De vez en cuando, como si nada, se acercaba a alguien, perdiendo un poco la sonrisa como había hecho con mi padre, y le decía discretamente algo al oído. Entendí que eran instrucciones.

No debía de haber pasado aún un cuarto de hora de su llegada cuando Joan García se marchó y, detrás de él, todos los hombres con quienes había mantenido una conversación aparte. Mi padre fue uno de los primeros. Le podría decir que recuerdo aquel momento como la última vez que vi a Josep Massagué padre, o quizá sería más correcto decir, como el padre que había conocido hasta entonces.

Evidentemente, Ramon Ramanguer había acertado. Nos esperaba un abismo y, poco a poco pero sin pausa, empezó a engullirnos a todos. Sólo que el descenso a los infiernos fue muy lento, al principio casi inapreciable. Pequeñas caídas de las que pensabas que te levantarías para recuperar la pendiente perdida pero que en realidad ya nunca más remontarías. Pequeños detalles casi imperceptibles que cambiaban el rumbo de las cosas cotidianas y que no se enderezarían. Así, siempre bajando, sin freno, hasta que un día vimos que sí, que definitivamente estábamos al final del precipicio y sin un atajo que nos permitiera la esperanza de un retorno.

De noche, en casa, muy tarde, oí como mi padre llegaba y atravesaba el comedor de puntillas para no hacer ruido y entraba en la habitación, donde seguro que mi madre lo esperaba. Primero oí cómo se susurraban con unas voces dulcísimas. Después, un silencio roto por los espasmos de placer, por el ritmo de un sexo voluptuoso que devenía casi desesperado. Siguió un tiempo breve de silencio, un espacio vacío que poco a poco llenaron con sus voces. Aunque no podía entenderlas, podía oírlas. La de mi padre serena. La de mi madre al principio también, pero enseguida noté cómo le cambiaba y adquiría un tono adusto, que aparentaba primero incredulidad, desesperación después, hasta que se rasgó en un llanto que no intentaba disimular y que asustaba oír.

Así fue como mi padre le anunció que se marchaba al frente de Aragón para luchar contra los fascistas, que allí habían vencido a la República.

Marí entendió perfectamente lo que le quería transmitir: la guerra, el dolor, el hambre, el horror, quizá la muerte, estaban entrando en casa. Un llanto agónico le brotó del fondo del vientre y sus sollozos invadieron el espacio de aquella pobre casa toda la noche. Yo, encogido en la cama, ahora casi me da vergüenza recordarlo, cerraba los puños para darle fuerza a mi padre para que no se rindiera en aquel cruento combate de sentimientos. Qué quiere que le diga. Yo lo quería héroe, regresando victorioso. Lo sabía valiente, determinado, ágil, forzudo. Nadie podría con él, estaba seguro.

Dios mío, es cierto que sólo tenía quince años, pero le confieso que aún hoy no me lo he perdonado…