UNDÉCIMA GRABACIÓN
No fueron los dioses quienes alumbraron aquel mes de julio del 1936.
Seguramente debían de tener hombres infiltrados en los cuarteles, porque cuando el 17 de aquel mes una patulea de generales fascistas —perdone pero todavía no puedo hablar desapasionadamente— proclamaron el golpe de estado contra el Frente Popular, contra Catalunya y contra no sé cuántas cosas más, ni a mi padre ni a ninguno de sus amigos los pilló desprevenidos. Desde que la izquierda había ganado presentían que aquel triunfo tendría una respuesta brutal. Estaban tan plenamente convencidos, que hacía semanas que se organizaban preparando una serie de acciones para cuando llegase la acometida prevista.
En aquellos primeros días de julio del 36, pese a no saber demasiado de qué iba eso de la política, espiando las idas y venidas de padre, que sólo paraba en casa lo justo para dormir, me olía que algo gordo estaba a punto de pasar. Cuando regresaba, muy entrada la noche, le controlaba discretamente las bolsas ojerosas, que de puro cansancio le llegaban hasta los labios. También podía medir, y en propia piel, la mala leche que se gastaba por cualquier contrariedad. Pero no me afectaba, su determinación me hacía verlo como un héroe dispuesto a lo que fuera para salvar al mundo y a los suyos.
Mi madre, en cambio, estaba bastante harta de que el ambiente en casa fuese como una telaraña de conspiraciones y malos augurios. Durante todos los años de matrimonio había apoyado sin fisuras las inquietudes de su marido, pero desde hacía meses se olía que las cosas tomaban un cariz demasiado peligroso. Y, si bien había aprendido a querer a su nuevo país, Marí no conseguía entender casi nada de aquel violento entramado social y político que lo atenazaba. Era un mundo lejano al suyo pero que adivinaba bordeando el desastre. En el fondo de su corazón, Marí pensaba que Josep iba demasiado lejos, y que detrás de las obsesiones libertarias ponía en peligro a los suyos en unas proporciones que, por primera vez desde que se enamoraron, le costaba admitir.
Mi padre no se daba cuenta de todo ello, o no quería dársela, y no era por menosprecio a los sentimientos de Marí, a quien respetaba con devoción, se lo puedo asegurar. Hasta donde yo sé, con ella siempre se comportó con una deferencia de igual a igual. Para decirlo lisa y llanamente, de una manera inusual entre los matrimonios de aquella época. Y no sólo por la calidad de su amor. También por el convencimiento de que mientras no hubiera un cambio radical en el comportamiento de los hombres hacia las mujeres, el progreso en mayúsculas no sería posible. A todo el que lo quisiera escuchar le espetaba que el protagonismo de la mujer era la piedra angular de la revolución. Pero mucho me parece a mí que, para Josep Massagué i Fita, la familia y el amor a los suyos habían perdido los contornos individuales o personales y eran conceptos que se habían hecho universales. Dicho así puede sonar bonito, pero en realidad hacía tambalear nuestra casa.
Una mañana, antes de marcharse hacia el trabajo, nos dijo entre atribulado y solemne que en las últimas reuniones de la CNT se sentían tan vigilados y presentían el peligro tan próximo que habían decidido buscar nuevos lugares de encuentro que no fueran habituales ni sospechosos. Evidentemente, él se había ofrecido para que el próximo concilio revolucionario de aquella misma noche tuviera lugar en casa, en el comedor, o sea, en mi habitación. Escuchándolo, a mi madre se le erizó la permanente como si algún rayo interior le hubiera provocado un calambrazo, pero cuando consiguió encontrar las palabras para llenarse la boca con alguna razón, mi padre ya cerraba la puerta para bajar la escalera y yo tenía prisa por ir detrás de él, no fuera que me tocase recibir. Mi madre me miró con ojos inquietos, me dio un beso mientras me arreglaba el cuello y, sin decir nada más, empezó a preparar el comedor para que, aquella noche «memorable», su Josep pudiera quedar bien delante de sus compañeros de locuras.
Aquella tarde ni Sarita ni pandilla, me quedé en casa. No quise salir. Incluso para mí, lo que debía pasar aquella noche era demasiado importante como para ignorarlo. Joana y David tendrían que conformarse.
Llegada la hora, mi padre esperaba impaciente. Sentado y apoyado en la mesa del comedor, movía la pierna derecha nerviosamente, mientras mi madre trajinaba en la cocina preparando pastelillos desde hacía horas. Como era de prever, los sindicalistas llegaron repartidos para no llamar la atención. Algunos eran de la Barceloneta pero la mayoría venía de Poblenou. Joan y Gregori, los primeros. Después, y por turnos, Antoni, Francisco, Ricard, Aureli, Josep y algunos más, aunque yo nunca había oído hablar de ellos y ahora ya no los recuerdo. Se reunieron nueve o diez, demasiados culos para nuestras seis sillas. Cuando mi padre vió que algunos se habían quedado sin asiento, los invitó a utilizar mi cama para acomodarse. Durante unas décimas de segundo, mi madre no pudo disimular una arruga en la frente. La intimidad de su hijo era sagrada y aquel lecho la representaba toda; en esto, la educación republicana francesa era muy intransigente.
Aquella noche, joven, en mi cama y alrededor de la mesa del comedor de casa, se sentaron obreros adustos, bregados y curtidos, respetados cuando no temidos en el barrio y en toda la ciudad. Eran casi todos los cabecillas más conocidos del movimiento obrero anarquista. Supongo que ya debe de saber que por entonces la CNT era la organización más importante entre la clase trabajadora y la que marchaba al frente de la lucha obrera. A pesar de que me impresionaban, nunca me habría imaginado que, pasado poco tiempo, aquellos hombretones compañeros de mi padre se convertirían en consejeros, ministros, personalidades públicas y, algunos, leyendas vivas y piezas clave de los muchos acontecimientos de la época. Héroes para unos y malvados para otros, pronto llenarían muchas páginas de los libros de historia. Se les veía gente dura, facciones fuertes, cuerpos fibrosos y desgastados pese a la juventud de la mayoría, gente resuelta, atrevida y de mirada dispuesta a todo. Precisamente esta mirada audaz los hacía atractivos… y preocupantes.
Estaban tan convencidos de que los fascistas intentarían cortar de cuajo los avances republicanos y tan exaltados en sus convicciones, que si no fuera porque al cabo de unos días la Historia les daría la razón, habrían podido parecer un grupo de psicópatas, neuróticos a fuerza de conspiraciones, intrigas, conjuras, secretismos, revoluciones pendientes, mapas de la ciudad, ubicaciones y planos de cuarteles, espionaje, tácticas de guerrilla y, finalmente, acción armada.
Una vez estuvieron aposentados, mi padre me mandó que fuera a la habitación matrimonial, con aquel ademán y tono de voz que te dan a entender que debes obedecer y callar. Me sentí un pasmarote pero no puedo decir que me extrañara. Tenía muy asumido que mi padre no quería que me mezclara en sus asuntos, y todavía menos que sus compañeros tuvieran que conspirar delante de un chiquillo que no se enteraba de nada. De todos modos, una vez confinado detrás de la puerta, y con algo de imaginación, me monté una excitante película sobre lo que se estaba cociendo.
Los oía confabular sobre qué harían mientras se aproximaba el golpe militar que preveían inminente y cómo vigilarían discretamente los cuarteles para saber las reacciones de las guarniciones del ejército más propensas a la rebelión. También discutieron en qué lugares estratégicos de la ciudad distribuirían a sus afiliados, para que si el golpe militar tenía lugar no los pillara en paños menores. Hay que decir que no confiaban para nada en que los cuerpos armados encargados del orden público, sobre todo la Guardia Civil, fueran fieles a la República o al gobierno de Catalunya. Conspiraron para reunir todas las armas que tuvieran al alcance y, por si hiciera falta, planificaron cómo asaltarían alguna comisaría que sabían poco vigilada. Después, repasaron la gente de confianza que tenían dentro el ejército, tanto en el cuerpo armado como en el logístico o de servicios, para encomendarles que espiaran o boicotearan los movimientos de los militares más arrebatados. Y finalmente, cuando el ejército golpista saliera a la calle, harían sonar las sirenas de todas las fábricas para movilizar a sus afiliados y alertar a la ciudad de que el alzamiento de los fascistas había comenzado. Evidentemente, plantarían cara a esos facciosos de mierda. Pero no lo harían en los cuarteles, aquél era su terreno y se parapetarían haciéndose fuertes. Haría falta esperar a que se adentraran en la red de calles de la ciudad y, una vez allí, rodearlos, atacarlos, derrotarlos y después iniciar la revolución.
¡Así de fácil lo veían!
Cuando apenas clareaba el día, y con mi madre adormilada a mi lado, abrí los ojos. Mi padre yacía en mi cama, vestido y con zapatos. El olor a humo de picadura y de algún caliqueño mal apagado ofendía mi nariz. Me levanté descalzo para no hacer ruido y me acerqué a mi padre hasta oírlo respirar. No lo había visto nunca así, tan cerca, y, cómo lo diría, quizá indefenso. Tenía la cabeza vuelta, el cabello tapándole media frente. ¿Sabe? Observándolo allí, pensé por primera vez que se hacía viejo. Mejor dicho, me parecía verlo haciéndose viejo en ese mismo instante.
Ya se lo debe de imaginar, al día siguiente, delante de unos asombrados David y Joana, hice una gran representación, mejorando con exageraciones y rellenando con imaginación todo lo que me había parecido entender aquella noche. A medida que avanzaba en el relato, y como veía que la intriga y la emoción abrían de par en par los ojos de mis amigos, decidí ocultar que no había visto nada, y comencé a dibujar detalles escenográficos, gestos de los protagonistas, el baile de algunas miradas capciosas y los movimientos de los vasos de vino que pasaban de mano en mano. Me gustaba ser el actor principal, tener a mis espectadores embelesados, pero, por encima de todo, no quería que los ojos de David dejaran de mirarme ni un solo segundo.
Y finalmente sucedió.
El 17 de julio llegaron las primeras y confusas noticias que hablaban de que las guarniciones del ejército español en Marruecos se habían levantado contra la República.
Barcelona parecía tranquila, pero mi padre no estaba para puñetas ni dilaciones. Tenía claro lo que debía hacer y desapareció sin decirnos nada y sin que tuviéramos tiempo de preguntarle dónde iba. Por lo que después nos dijo Remei, Silvestre había actuado exactamente igual que mi padre.
El día 18, muy temprano, en casa se podía cortar el aire con un cuchillo, y lo mismo ocurría en el barrio y en la ciudad. Era una espera densa; todo parecía en calma y todo estaba a punto de estallar. Me encuentro, señor director, con que ahora sé muchas cosas que pasaron aquel día, pero que en aquellos momentos no sabía nadie. Haré abstracción y sólo le contaré mis vivencias tal y como me llegaron. En todo caso, las horas pasaban muy lentamente y, en principio, no parecía que los militares movieran un dedo en Barcelona. Llegaban rumores de que algunos hombres significados de la extrema derecha habían entrado en los cuarteles para confabularse con los rebeldes, y eso desataba rumores y malos augurios que se esparcían por todos los rincones de las casas y nos burbujeaban en el cerebro.
David apareció muy temprano, desconcertado, y entró directamente en materia:
—A casa no han llegado noticias. Padre estaba faenando en el mar y, cuando ha llegado a la playa, los pescadores de las otras barcas le han avisado del levantamiento africano. Tu padre debe de saber más cosas.
—¡Quizá sí, pero búscalo! Ayer se largó y no lo hemos vuelto a ver.
Hizo una pausa con cara de estárselo pensando, como cuando resolvía un problema de los deberes de la escuela.
—¿Qué te parece si nos diéramos una vuelta por El Ocaso del señor Ramanguer? Seguro que por la librería debe de haber pasado todo el mundo y él estará al tanto de todo.
—Lo que deberíamos hacer es dejarnos de hostias, ir a la ciudad y sumarnos a la primera patrulla de trabajadores armados que encontremos.
—¡Eso! Y si tenemos suerte nos topamos con tu padre y nos mete un par de sopapos que nos deja contentos. Además, Germinal, nadie nos querrá y tendrán razón. ¿Qué sabemos nosotros de todo esto? ¿Tú te ves con una barra de hierro en la mano reventando a alguno de esos atontados?
—Y por qué no. Como si no tuviéramos suficientes cojones.
—Más bien diría que tu padre tiene miedo de que tengas demasiados —me dijo bajando la voz.
—Como quieras. Pero sus compañeros de trabajo siempre cuentan que cuando él tenía mi edad ya estaba metido en todos los líos del puerto, sindicatos o cualquier cosa que se meneara. En cambio a mí me trata como si fuera una niñata. Y ya estoy harto.
David nunca contestaba enseguida; siempre se tomaba unos segundos, como si los contara, supongo que para evaluar lo que había escuchado o lo que quería responder.
—Seguramente lo que pasa es que no quieren que vivamos como ellos han tenido que vivir. ¿Sabes?, a veces acompaño a mi padre para verlo aparejar la Sarita. Casi no recuerdo cuándo fue la última vez que me dijo que subiera. Tampoco acepta que lo ayude cuando ha de varar la barca, y a fe que, cuando los palos van mal de sebo, le resulta muy duro. Si le pregunto sobre el trabajo, dónde echa los trasmallos o cuál es el mejor lugar para el palangre, cualquier asunto, me contesta que yo no debo meter las narices en estas cosas y que tengo que aspirar a una vida mejor que la suya, estudiar y todo eso. En alguna ocasión le he oído decir a mi madre: «Antes de morir debo convertir en astillas esta barca para que nunca jamás nadie de la familia tenga que vivir así».
David calló, como si se avergonzara de hablar de él. Después retomó el hilo, pensando en voz alta:
—Pero si los militares salen de los cuarteles deberíamos hacer algo…
—Habrá un follón de cojones, quizá tiros, muertos, y nosotros nos quedaremos aquí mientras los nuestros se la juegan.
—Germinal, tú quizá sí que servirías para algo, pero yo, con un ojo criando malvas, a duras penas veo dónde pongo los pies, estaría perdido.
¡Eh! Ése sí que era un buen argumento, el único que me podía enternecer la intensa mala leche que llevaba dentro. El efecto fue inmediato.
—Pues vamos a ver a Ramanguer, que él sabrá algo.
Llegamos en un santiamén. Que el asunto no iba bien nos lo advirtieron los cuatro pelos de Ramon, que se habían erizado un dedo más todavía por la tensión electroemocional que les enviaba su amo. Conviene aclarar que la noticia del levantamiento militar tampoco sorprendió a nuestro librero. Cuando Ramanguer caía en uno de sus delirios misticoproféticos, siempre predecía, con una voz engolada que conseguía bajando y tensando el gaznate de forma conveniente, que no pasaría demasiado tiempo sin que los reaccionarios españoles mataran la República. Porque los españoles de derechas eran unos salvajes, sentenciaba. Ahora todo se estaba cumpliendo y las neuronas de su cuerpo, que seguramente era el único grupo organizado que funcionaba en aquella anatomía desgarbada, habían pasado de la actitud de alerta a la de guerra.
En El Ocaso del Capitalismo no había ningún hombre joven dispuesto a tomar las armas, o se habían acobardado o ya hacía rato que las tenían en las manos en algún lugar más necesario. Sólo encontramos a Joaquim, un libertario de los antiguos que pasaba de los sesenta y cinco y, para mi sorpresa, una de las doritas, Núria, la rubia. Nos decepcionó contemplar un panorama tan magro de corajes colectivos. Cuando Ramanguer nos vio, por las pupilas de sus ojos pasaron primero la luz y después la tormenta.
—¿Qué hacéis aquí?
Pensé que nos reprochaba que vagáramos por el barrio mientras muchos hombres se habían movilizado heroicamente y me excusé.
—Es que nadie quiere decirnos dónde están las patrullas del sindicato y venimos a preguntárselo para ir a ayudar en lo que sea.
—¿Patrullas? —La voz se le desfiguró y empezó a gritar—: ¡Ya os diré yo dónde están las patrullas! ¡Desgraciados! ¿Pero qué os habéis creído? —Seguía berreando acompañándose de gestos desmesurados y enfurecidos—. Vuestra guerra está en casa, haced el jodido favor de ir para allá inmediatamente, in-me-dia-ta-men-te. Y vigilad que allí no pase nada, que no me entere yo de que haya pasado algo.
Nos gritaba mientras se nos iba acercando. El cabreo le había enrojecido la cara y la rabia le hinchaba las facciones aumentando así su fealdad, como para asustarnos mejor.
—Id con vuestras madres hasta que todo esto acabe. Y tú, David, como vea que con ese ojo enfermo se te pasa por la cabeza hacer alguna heroicidad dudosa, te plantificaré un revés que verás como se juntan la Osa Mayor y Casiopea en un instante milagroso.
Contado ahora y sin conocer al personaje, quizá le puede parecer que debía de ser casi cómico. Le puedo asegurar que no, que el fuego de sus ojos atravesaba los cristales más gruesos y fundía el metal cuando nos cincelaba el cerebro para que sus mensajes quedaran grabados. También le diré que, de reojo, vi a la dorita Núria completamente embobada ante tanta enérgica virilidad. Sospeché y entendí, algo celoso, el encantamiento que sentía por el librero. Por la belleza del señor Ramanguer.
Yo aún me habría sublevado frente a los gritos de aquel hombre, pero David me cogió suavemente por el hombro haciéndome entender que teníamos que irnos, y yo, cuando sentí el brazo de mi amigo, lo seguí invadido por una calma sumisa y turbadora hasta donde me pidió. Regresamos por las calles de siempre sin decir nada. Pero ni el sol de un mediodía de verano deslizándose entre las sábanas que colgaban de los balcones ni el roce con mi amigo querido podían hacerme olvidar que volvíamos derrotados por la artillería prosopopéyica del señor Ramanguer.
Cuando Marí me vio, sus ojos húmedos parecían maldecirme, pues se había temido lo peor. Se me acercó y, cuando ya me esperaba una guantada, me abrazó, me dio un beso y tan sólo dijo:
—Seguro que te ha hecho venir él. Gracias, David.
Mi amigo bajó la cabeza. Yo los miré, pensando que daría la vida tanto por el uno como por la otra. Y que si bien no podría detener la salida de los militares de los cuarteles, me juré solemnemente que al menos defendería con uñas y dientes aquellos dos baluartes sentimentales y, a poder ser, audazmente, con un fondo de trompetas y trombones que hiciera más patente mi desmesurado valor, claro está.
Nos sentamos alrededor de la mesa, pero a mi madre la comezón no la dejaba tranquila. De repente, como si hubiera visto la luz, se levantó y desde la ventana del patio de luces llamó a Remei.
—Remei, ¿me oyes?
—Sí, ¿qué quieres? —respondió al momento.
—¿Tienes nuveles de Silvestre?
—No, Marí. Qué voy a tener, estoy aquí con Joana comiéndome las uñas como una tonta.
—Podríamos pasar por el local del sindicato. Quizá encontremos qualcú que nos pueda decir si tout va bien.
Y de esta manera marchamos los cinco, calle del Mar abajo, hasta los bajos medio escondidos de una casa sencilla donde se encontraba la central de la CNT del barrio. Por cierto, el barrio no estaba como siempre, la gente no había ido a trabajar, se formaban corros aquí y allá para comentar las últimas noticias de la radio. A simple vista se notaba que había muchas más mujeres y niños que hombres. Cuando llegamos a la CNT, Joana, David y yo nos quedamos fuera.
Hacía un día magnífico y el sol era un dios que nos invitaba a vivir. ¿Qué sabíamos nosotros de golpes de estado facciosos y de lobos cavernícolas de colmillos afilados?
—¿Vamos a la playa? —pregunta Joana.
—No podemos dejar a vuestras madres —responde David.
—¿No es mear fuera del tiesto que hoy vayamos a la playa? —añado yo.
—Ya voy yo a pedir permiso, ahora vengo. —Estaba claro que no quería escucharnos.
Joana regresó con una sonrisa triunfadora:
—A la una en casa.
Fue la condición para nuestra libertad, y corrimos juntos hacia la playa. No estábamos solos, había también algunas mujeres hundiendo sus pies en el agua o mojando la piel de algún niño para aliviarle aquel calor espantoso.
Nos sentamos; David y yo nos quitamos la camiseta y Joana se remangó tanto como pudo. ¿Quién podía pensar que el mundo se volvía loco frente aquel mar de un azul tan esplendoroso?
Estábamos así, callados, cuando David soltó:
—¿Cómo acabará todo esto?
—¿Lo de los militares? Les ganaremos —contesté rotundo.
—No, no tanto por lo que pasa hoy… Pienso más en nosotros, ¿qué nos espera, cómo será nuestra vida de aquí a unos años?
Joana y yo ya estábamos avezados a que, cuando David estaba fino, se pusiera a volar por alturas que nosotros no abarcábamos, y muy a menudo ni ganas teníamos de ello. Nos miramos con un gesto poco disimulado de resignación y prudentemente no dijimos nada, esperando que él mismo encontrara la respuesta que nosotros ni siquiera buscaríamos.
Pero David parecía abstraído, no decía nada. Pasados unos segundos, Joana soltó con una voz entusiasmada:
—Pues yo pienso trabajar de modista y algún día me casaré y tendré cuatro hijos, y ¿sabéis qué nombre les pondré?
—¡Anda, venga, escuchemos la animalada que estás pensando y quédate tranquila! —dije como pareja oficial autorizada.
—Pues los llamaré Mireia, David, Germinal y Joana.
—¡Vaya! Y que uno sea rubio y presumido —sonrió David mirándome a mí—. La otra, la más lanzada del barrio, y para que todo sea más completo le enseñas a bailar el tango. Y finalmente que no falte un tuerto. La pandilla de los cuatro bis. Y Germinal será el encargado de hacértelos.
Me violentó que fuese él quien lo dijera y me volvió aquel vacío en el vientre.
—No. Su padre no será Germinal. Sé desde siempre que no será él. A pesar de que es mi amigo y de que me gusta, sé que no será, y no me preguntéis por qué —dijo una Joana decidida, como retándome.
Hubo un momento de silencio, no exactamente tenso; era como si el juego de cartas no cuadrara del todo. Decidí terminar aquello:
—¡Cómo que no seré yo! Esta noche nos vemos en la Sarita y te hago el primero… ¡Qué digo el primero…! No, te haré dos a la vez. Tú di si quieres un David o una Mireia y yo me pongo a ello —repliqué medio señalándome la bragueta. Nos pusimos a reír y dejamos discurrir el tiempo hasta la hora de la comida.
En la sede del sindicato, Remei y Marí no eran las únicas mujeres que preguntaban por sus maridos. Emilio, un andaluz delgado como un bailarín y de quien las mujeres decían que era del otro bando erótico, fue el encargado de tranquilizarlas. Se expresaba con tanta complicidad que parecía como si estuviera en la misma situación que ellas, y vete tú a saber si no era cierto. En un andaluz florido, dijo que sus hombres estaban repartidos cerca de los cuarteles montando turnos que más o menos durarían doce horas, según lo que pasara, y que, si la cosa no iba a peor, una vez transcurrido ese tiempo irían a casa para dormir un rato y regresar, y así hasta que las cosas se aclararan.
Cuando mi padre entró en casa eran las diez de la noche del día siguiente: las doce horas de Emilio se habían convertido en más de treinta. Tenía un aspecto que yo no le conocía: serio, fatigado pero con una especie de energía trascendente que lo mantenía en pie, casi levitando. Estaba haciendo lo que creía que debía hacer con él y con su vida.
Pero ¿y con nosotros? Yo observaba cómo mi madre dudaba entre echarle la caballería o darle un beso. Le dio el beso.
—Ve a lavarte mientras te pongo un plato en la mesa, té hará bien.
Mi padre obedeció y cuando salía del comedor me miró de reojo, a mí y a un fardo alargado envuelto con una manta que había dejado contra la pared. No hacía falta registrarlo, sólo podía ser una escopeta. Comió intranquilo hasta la última migaja. Iba sucio, la barba rubia recordaba un cepillo y tenía los ojos rojos de tanto vigilar sombras y presagios. Rebañó el plato con el último pedazo de pan y se levantó mirándonos, obligándose a ofrecernos una sonrisa, sólo para tranquilizarnos. Me pasó la mano por el hombro mientras se acercaba a mi madre. La tomó entre los brazos y se besaron largo rato. Debo decirle que era raro que eso pasara delante de mí en aquella casa.
Estoy seguro de que mi madre le habría sermoneado invitándolo a pensar más en la familia y menos en tantas revoluciones pendientes, pero se lo ahorró. No era el momento. Y, en el fondo, se sentía orgullosa del coraje de su hombre, bello, aquel marinero a quien sedujo, a quien se dio y a quien, a cambio, hizo poner los pies en el suelo. ¡Y lo mucho que se arrepentía! ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca! Viendo cómo se desarrollaban los hechos, qué más querría ahora que tenerlo embarcado entre los peligros del mar, lejos de los temporales que se acercaban por tierra. Mientras mi padre cerraba la puerta de la habitación, nos pidió que lo despertáramos al cabo de cuatro horas para continuar los turnos de vigilancia cerca de no recuerdo qué cuartel.
No sé cuánto tiempo dormí, pero, como si formara parte de una pesadilla, me despertó un estruendo imponente.
¡Ostras! Eran todas las sirenas de las fábricas de Poblenou y las de los barcos desperdigados por el puerto de Barcelona, que aullaban a la vez con una potencia ensordecedora. ¡Rediós, pero si aquélla era la señal convenida! Los obreros manipulaban las sirenas para dar la señal de alerta a la ciudad aún dormida. No debían de pasar demasiados minutos de las cuatro de la madrugada de aquel 19 de julio de 1936.
Válgame dios, cuán impresionante era aquel impacto sonoro en el silencio de esa noche maldita. El ruido era tan terrorífico que su estrépito parecía irreal. El barrio temblaba, la ciudad entera temblaba. No tanto por el fragor de las sirenas como por el miedo a los facciosos, que en aquellos momentos dejaban los cuarteles con la orden de adueñarse de los puntos neurálgicos y estratégicos de Barcelona.
La gente empezó a salir, primero a las ventanas, después a la calle. Miraban hacia arriba, hacia el cielo, buscando el origen de aquella fuente de sonido colosal. Entre los curiosos pasaban corriendo embalados los hombres de las casas vecinas con cualquier cosa en las manos. Marchaban decididos hacia los lugares donde la CNT los había convocado si se daba el caso.
¿Sabe, Lluís? Si me permite… Aquellos golpistas fanáticos debían de pisar las calles acojonados porque habían fallado en un factor vital para una operación militar tenebrosa: el factor sorpresa. Aquellos desgraciados no habían sorprendido a nadie. El famoso factor sorpresa. ¡Los cojones! Los sindicalistas que vigilaban los cuarteles de la ciudad habían dado la señal, y las patrullas, organizadas, y armadas con lo que podían, ya sabían que se iniciaba el golpe de estado. Tenían una consigna clara: dejar que los rebeldes salieran de las guarniciones, donde eran demasiado fuertes. Esperar pacientemente a que se distribuyeran por la ciudad, lejos de su terreno… Cuando estuviesen por las calles, ¡ya llegaría la hora de emboscarlos!
Perdone, señor director, veo que estoy levantando la voz sin darme cuenta. No sé cómo lo relatan los libros de historia, si es que en alguno se ha sabido explicar aquel momento. Yo lo recuerdo así, tal como se lo cuento. Y todavía, si me lo permite, añadiría una coletilla, para especular sobre una cuestión que siempre me ha llamado la atención y llenado de cierto orgullo, a pesar de todo lo que aconteció en este desgraciado país en los tres años que siguieron. De aquel tiempo terrible recuerdo conmovido una rara capacidad de creatividad social con que la gente y los colectivos resolvían situaciones, imprevistas, difíciles, si no fatídicas, inventando respuestas y propuestas imaginativas para defender los pobres avances de aquella sociedad enferma de desvaríos.
También es muy cierto que, obligada por las circunstancias, la respuesta social fue a menudo caótica, tan corajuda y generosa como despiadada en ocasiones, y la experiencia me hace añadir que, al final del camino, fue incapaz de defender lo más esencial: la supervivencia. No supimos hacerlo. Pero aun así déjeme decirle que, en muchos gestos y gestas de aquella gente, hubo una potencia creativa cuasi artística. ¡Inútilmente artística!
Debe de parecerle una sandez, pero usted, que es director de cine y que juega a tensar situaciones, si se lo representa como en una escenografía dantesca, con aquellas calles desiertas en una ciudad adormilada por el calor sofocante de una noche de verano, estremecida por el miedo a los fascistas, las botas militares aplastando las avenidas de las libertades una y otra vez… Y de pronto surgía de entre la noche aquel sonido desmesurado, como un grito que emergiera del vientre de la ciudad, un clamor escalofriante, impresionante, rodeando a aquellos facinerosos, sorprendiéndolos y, por qué no, ¡maldiciéndolos! ¡Ah!, aún me emociono…
Ya se lo puede imaginar: la gente, aterrada por el recuerdo de tantos otros golpes militares triunfantes a base de sangre y represión, cuando oyó que la ciudad levantaba la voz, potente y alentadora, proclamando a los lobos que aquella noche no se saldrían con la suya, pues mire, la pobre gente se lo creyó. La pobre gente que, como mi padre, habían salido de sus casas soñando que quizá por una vez corrían para cambiar la Historia.
Pero déjeme volver atrás y déjeme volver a casa. Con el primer bramido de las sirenas vibraron las paredes y los tres saltamos de la cama de un brinco, como si tuviéramos muelles bajo el culo. Era noche cerrada cuando nos vestimos y en pocos minutos mi padre ya estaba en el umbral de la puerta del piso con la escopeta mal envuelta bajo el brazo. Se detuvo un instante, miró a su mujer y la besó como en los cromos prohibidos.
Yo esperaba mi turno para abrazarlo, pero cuando pareció llegado el momento me dijo adusto:
—Acompáñame hasta la calle.
Lo seguí cautivado. Bajábamos aquella escalera angosta y oscura, él mudo, yo con el corazón desbocado y pensando que seguramente quería llevarme con él. De repente se volvió, dejó el hatillo con la escopeta y me abrazó. Me rodeó el cuerpo con suavidad, estrechándome contra su pecho. Nunca lo había hecho así, ni nunca yo había sentido su corazón tan cerca. Lentamente, y mirándome a los ojos, inició unas palabras que pronunció como si las tuviera memorizadas, aprendidas para la ocasión:
—Germinal, hace pocos años leí en un libro que muy a menudo, demasiado a menudo, los padres se mueren sin haber dicho a sus hijos hasta qué punto los han querido. Yo ya sé que no he estado muy pendiente de ti, con tanto trabajo en el muelle y tanta militancia de los cojones, pero ahora, antes de irme, quiero decírtelo. Mejor aún, quiero que me escuches decírtelo: yo te quiero, Germinal. Eres lo que más quiero de este mundo. Que se te quede grabado en esta cabeza, tan vacía como la mía. —Y sonrió mientras me acariciaba los cabellos—. Tú eres mi hijo, lo que más quiero en este mundo.
Entendí que me estaba diciendo adiós por si acaso no volvía. Inevitablemente, los ojos se me empañaron. Esto me violentaba, quería que me viera valiente a su lado y no como un niño llorica.
—También sé que tienes huevos y coraje para venir conmigo y que ya no hace falta que te esconda dónde voy. Hace más de un año que me pides que te deje luchar a mi lado, y alguna vez te has llevado un guantazo sólo por decirlo. Pensaba que algún día te podría explicar el porqué y, ahora que sería el momento, ya ves, no tengo tiempo ni para hacerlo malamente. Tan sólo deseo que entiendas que yo he luchado tanto como he podido y lo mejor que he sabido. Lo he intentado por ti, por Marí, por mí… ¡Qué cojones! ¡Por el mundo!
Respiró profundamente, como para tranquilizarse. Mientras tanto, pasaban corriendo algunos vecinos de su cuerda, saludándolo de reojo, como esperando que mi padre los siguiera, pero él quería transmitirme todo lo que había decidido decir.
—Y no sé si saldré de ésta. Estoy convencido de que tú también lucharás, tienes mi sangre y te conozco bien. Pero te querría decir que lo hagas de otro modo. Pase lo que pase hoy, el mundo cambiará rápidamente. Llegarán nuevos tiempos, y presiento que las cosas evolucionarán mucho, tanto si nos salimos de ésta como si todo se tuerce. Y de algo estoy seguro, Germinal: yo no seré un modelo para ti ni para la lucha que deberás llevar a cabo. Llegado el momento, te lo habrás de inventar tú mismo.
Notaba que me miraba como si sus ojos relucientes quisieran entrar en los míos. Yo entendía las palabras que me decía pero no tanto lo que me quería decir con ellas.
—Toda persona tiene en cada momento de su vida un deber con él mismo y con los suyos. El tuyo ahora, y no te debe saber mal, es quedarte aquí con tu madre haciendo lo que yo no puedo hacer: no dejarla desamparada ni un solo instante. Se lo merece, ¿sabes? Lo dejó todo para venir aquí con nosotros, en este podrido barrio de este podrido país.
Hizo una larga pausa y continuó hablando más sereno:
—Si allá adónde voy las cosas se tuercen y me tocan las de perder, no la dejes sola ni un minuto. Si todo fuese a peor y esos hijos de puta ganaran, no te entretengas pensando en mí. Deberás decidir en poco tiempo si puedes llevarla a Sète, diga lo que diga ella. Allí, con los abuelos, estaréis protegidos de los sicarios que querrán venganza. Y allí también será más fácil comenzar de nuevo, tanto para ella como para ti. A mí no me esperéis, ¿lo entiendes? No me esperéis.
Me abrazó y me dio un beso en la mejilla antes de que yo pudiera decir nada.
—Bien, y ahora voy a detener a esos facinerosos. A nuestra patrulla le toca defender toda esta parte del puerto, desde Colom hasta el Born, y debemos apoderarnos del cuartel de las Drassanes. Sabíamos que todo estaba a punto de empezar porque el hermano de Silvestre, Ramiro, es de los nuestros y hace de pinche en la cocina de oficiales del cuartel de la calle Tarragona. Nos había soplado que los hijos de mala madre sólo estaban pendientes de un cabrón que debía ponerse al frente de la rebelión; debe de ser que ya ha llegado. Adiós, Germinal, sé leal a lo que hemos hablado.
Y empezó a andar. Yo tenía la garganta tan agarrotada que no sé cómo pudo oírme cuando le dije:
—Lo haré, padre… También te quiero. Padre, se te ve la culata por debajo de la manta.
Me hizo un gesto de complicidad, sonrió, desenrolló la manta hasta que relució la escopeta entera.
—No dejes pasar ni uno —le grité.
—No te preocupes, no dejaré pasar ni uno.
Y se dio media vuelta levantando el puño. Como si fuera un dios, así lo sentía cuando se alejaba. Tenía miedo de moverme y no volverlo a ver. Lo perseguí con la mirada mientras andaba entre las sombras de las tímidas farolas hasta los límites del barrio. Cuando llegó al final de la calle giró a la izquierda. Y el horizonte se me vació.