DÉCIMA GRABACIÓN
Se acababa el año 35 y el frío de aquel invierno, especialmente crudo, atravesaba las piedras.
En el trabajo, la sangre se convertía en mil cristales de hielo que se me clavaban por dentro de las manos y el dolor me habría hecho gritar a cada movimiento si no fuera porque, siendo el más joven, quería proclamarme el más hombre. Antes de Navidad, mi padre me separó de él consiguiendo que me trasladaran a otro muelle, porque el que me habían asignado hasta entonces no me correspondía. Había unas categorías, unos niveles, y yo sabía que había empezado allí sólo para que mi padre pudiera echarme un vistazo de vez en cuando. Así que pasado el tiempo de aprendizaje, Josep Massagué no quería que sus compañeros sospecharan que me malcriaba o me consentía con algún privilegio. Yo estuve de acuerdo, a pesar de que casi todos habrían aceptado que no me trasladaran, porque mi padre era un hombre querido y respetado, pero el orgullo y los cojones de la militancia no le permitían estas debilidades con los suyos.
Como ya he dicho, el invierno era muy duro para la gente del barrio, y dentro de las casas se pasaba frío y a menudo mucha hambre. En nuestra familia éramos dos hombres y mi madre, y Gertrudis con sus pedales y mecanismos misteriosos, y todos juntos hacíamos juegos malabares para que entrara algún dinero en casa. Sin embargo, por poco observador que fueras, era evidente que en el barrio se pasaba hambre, aunque todo el mundo procurara encubrirlo como buenamente podía.
En el trabajo, los trozos de pan para desayunar eran cada vez más míseros, y poco a poco veías cómo los obreros que trabajaban a tu lado perdían peso, y no de grasa precisamente, puesto que muchos no habían podido acumularla nunca, sino de carne.
Después de la partida de Mireia, David no levantaba el ánimo y me preocupaba verlo cada día con un aspecto más melancólico. Yo lo atribuía a la añoranza que debía de sentir por ella, pero el día de Navidad me confesó que le pasaba algo extraño en el ojo izquierdo y que notaba cómo iba perdiendo vista poco a poco. Me lo dijo con el tono suave y sereno de siempre, con aquella voz que me cautivaba como un embrujo, como si no hablara de nada grave.
Si he de serle sincero, no le hice mucho caso. Pensé que sería algo pasajero, y él era tan discreto con sus problemas que me olvidé del asunto. Pero pocos días después, en Nochevieja, un grupo de jóvenes fuimos a la playa a encender fuego, no me pregunte si para quemar el año que moría o para dar un poco de luz al que venía. David iba vestido de domingo y las llamas daban una luz particular a su pálida piel. Se le notaba preocupado. Su aire triste me generaba ternura, ganas de demostrarle mi afecto, pero siempre me contrariaba expresar mis sentimientos, me parecían reacciones poco masculinas, y perdone la expresión. Aun así, en aquel momento, para animarlo, no se me ocurrió otra cosa que decirle:
—¡Eh, hoy pareces un artista de cine!
Sólo una tímida sonrisa; tampoco esperaba más.
—Debe de pasarte lo mismo que a mí y me ves borroso.
—¿Quieres decir que sigues con problemas en el ojo? ¿Vas a peor?
—Pues creo que el izquierdo lo tengo bastante mal. He perdido casi toda la visión, y en tan pocos días que estoy algo asustado.
Se hizo un silencio. De pronto parecía que estábamos dentro de una burbuja que nos separaba y protegía de todo. Los gritos y ruidos de los compañeros alrededor de la hoguera resonaban lejanos. Cada día se me hacía más evidente que mi corazón era el prisionero de ese amigo. No soportaba verlo vencido, y fue entonces, sin que mi cabeza me lo mandara, cuando me oí decir:
—Eh, David, ¡anímate! Yo soy tu amigo, más que un amigo, ¿me oyes? Y me gustas mucho…
Estaba hecho un lío, y sin embargo comprendí que esas palabras eran como si me medio declarase. Confuso, no sabía qué decir para echar marcha atrás. Pero ¿quería volver atrás?
—Me gusta ser tu amigo —añadí.
Un dolor en el estómago. Un cerebro desbocado corriendo en una dirección y en la contraria. Cuando de pronto me llegó el coraje:
—¡Qué coño! ¡Me gustas y basta! ¡Que te quiero, hostia! ¡Yo te quiero!
¡Lo había dicho! ¡Rediós! Pronunciando las sílabas como si en cada una me fuera la vida.
Súbitamente se suspendió la función teatral del mundo. Todo, pero todo, las olas, las estrellas, la luna, las llamas que se elevaban, las tortugas que estaban a punto de poner huevos en algún hoyo de una playa tropical… Todo, absolutamente todo se paralizó para escucharnos. Yo sólo podía sentir la sangre zumbándome dentro de la cabeza. Pensaba que me diría «pero qué dices, hombre» o «y tú de qué vas». Me preparaba para un drama entre amigos y, en cambio, llegó la respuesta inesperada:
—Ya lo sé. Ahora ya lo sé. —Y bajó los ojos.
Me quedé sorprendido porque ésta era la única respuesta que no me esperaba.
—¿Qué quieres decir con «ya lo sé»? ¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé y punto. Es un secreto.
Ostras. Mientras lo decía no hacía ninguna mueca de preocupación o contrariedad, y eso me permitía interpretar que lo que yo le había declarado no le producía ningún rechazo. Enloquecí. Por fin había desatado los sentimientos, las dudas, los miedos, los deseos que desde hacía tanto tiempo tenía aprisionados en el corazón. Todo se me debió de poner en las piernas porque recuerdo que corrí hacia el fuego, con el mundo aún parado y las tortugas atareadas, di vueltas y más vueltas a la hoguera sin sentir el calor de las llamas, hasta que las emociones me agotaron. Sudoroso de alegría, miré si él todavía estaba allí, si de verdad estaba allí. Observé que me miraba divertido y comencé a desandar los metros que me separaban de él, el centro de todo lo que me importaba en aquel instante. Me esperaba dibujando una sonrisa. Pero he aquí que cuando me acerqué no supe continuar el juego y, supongo que por miedoso y poco espabilado, corté el hilo de la conversación. Y cómo me he arrepentido de no haber prolongado aquella imperfecta declaración de amor al menos media eternidad.
—¿Cuándo tienes que volver al médico? —le pregunté.
Hizo un gesto extraño con los ojos, y desdibujó la sonrisa para responderme conciso:
—Tengo hora para mañana por la tarde. Me han dicho el nombre, es el doctor Martínez, y parece que es de los buenos.
—Voy contigo.
—No es necesario. Ya vendrá mi madre a hacer su papel. Está muy preocupada. Después nos encontramos en la Sarita y te cuento cómo ha ido.
—Ni hablar. Voy, te acompañaré y mientras el médico te visita estaré con tu madre.
Cuando el doctor Jordi Martínez le dijo que su hijo perdería casi totalmente la vista del ojo izquierdo, las lágrimas de Mercè reencontraron fácilmente un camino ya conocido. Aquel doctor dijo un nombre raro que no pudimos memorizar pero nos hizo comprender que el nervio óptico se le estaba secando, o algo así. Intentó consolarnos diciendo que en quince días vería el efecto de las gotas que le había recetado y que entonces podría darnos un diagnóstico más concreto. Insinuó la posibilidad de una mejora y recomendó a mi amigo que no leyera a fin de que el ojo bueno no padeciera y comenzara una deriva parecida a la del ojo malo.
Regresamos sin salir de la pesadilla y puedo asegurarle que David era el más entero de los tres. Yo miraba de reojo a Mercè, que caminaba sin rumbo mientras las facciones se le oscurecían entre las sombras de los pensamientos más tenebrosos: David, su tesoro, a quien dios había regalado un don extraordinario para el saber y a quien los maestros auguraban un horizonte magnífico en los estudios, quizá incluso hasta en la universidad, no sólo sería un enfermo sino que parecía que la naturaleza lo escarneciera arrebatándole aquello que más necesitaba, la vista.
Mi terreno era más resbaladizo, porque sólo tenía ganas de abrazarlo, de estrecharlo contra mí allí mismo, en plena calle, hasta fundirme con él y gritarle que yo sería sus ojos, su fuerza y si fuera preciso su cuerpo. Pero finalmente tan sólo me atreví a pasar mi brazo de amigo por su espalda mientras lo miraba pensando cuánto lo quería. ¿Quiere que se lo diga? Fijó sus ojos en los míos dos o tres veces y podría asegurarle que me entendió. Hoy no tengo ninguna duda.
Al anochecer tenía clase en casa del señor Ramanguer y en cuanto entré en la rebotica todo indicaba que él ya lo sabía. Los ojos empañados, la voz sin fuerza, falta de aquella estridencia que la hacía especial, y los cuatro cabellos casi aplastados por tanto desánimo. Nos sentamos uno frente al otro, separados por su humilde mesa llena de libros, libretas, gomas y aquella máquina rara con la que sacaba punta a los lápices.
—Bien, lo habíamos dejado en Séneca, ¿recuerdas?
—Sí, Ramon.
Me obligaba a llamarlo por su nombre de pila. Y no lo pudo evitar:
—Séneca… ¿Te imaginas si no puede leer?… Claro que no podrá leer… Y si no lee no podrá acceder al conocimiento… Tanto que le falta por descubrir, y ¡él lo hace tan rápido con su prodigiosa cabeza! Un corazón tan sensible a la cultura y le han prohibido leer, pobrecillo. Poca gente lo sabe, pero no hay tortura más perversa que ésta. Más que el sufrimiento físico, estoy seguro. Nada puede ser peor para una persona como él.
Hubo un momento de pausa. Tenía los ojos rojos y me miraba a la altura del corazón. Y con aquella voz abatida continuó:
—¿Sabes, Germinal? David no es que sea listo, es sencillamente poseedor del bien más exquisito de la persona. Posee la in-te-li-gen-cia, así como suena. Y en su caso con todas las sílabas. Algunas personas llegan a poseer una brizna, un fragmento. Él no, él la posee íntegramente, y eso no se ve muy a menudo. Contaría cabezas como la suya con los dedos de una mano, y mira que he visto pasar unas cuantas… Es un don, Germinal, que se tiene o no se tiene, como ser artista o maestro, cuando estas palabras valen la pena ser pronunciadas. Es un don y él lo posee plenamente. Pero con eso no basta, ahora le tocaba acumular conocimientos, cultura… ¡Con su prodigiosa memoria! ¿Sabes, Josep? Perdona… Germinal, la verdadera cultura es el conjunto de todos los conocimientos que la humanidad ha adquirido con el paso de los siglos: descubrimientos, inventos, filosofías, arte, historia… todo lo que el ser humano ha aprendido o inventado, incluso los grandes errores, como las guerras… Memorizamos las fechas, aprendemos a comprender los hechos más importantes, los avances, los desastres, y así tenemos referencias, refinamos comportamientos, adquirimos educación, nos damos, a veces muy deficientemente, formas y normas… Todo junto nos ayuda, y al final hasta nos permite convivir. Es bueno que la gente amase cultura, muy bueno.
Hizo una pausa para respirar a fondo, como para dejar que el pensamiento tomara impulso.
—Pero tampoco quisiera esconderte que el mundo está lleno de cretinos que tienen una gran cultura. Si no, te engañaría. ¡Lleno! También pasa lo contrario, gente que no tiene cultura, o muy poca, sabe caminar por la vida y se hace valer y querer gracias a su inteligencia. Pero cuando van las dos juntas, Germinal, cuando la cultura y la inteligencia se dan la mano, la persona que tiene este don hace de su cultura un jardín prodigioso por el cual se pasea, observándola, y mientras disfruta, con su inteligencia evalúa, compara, manipula, discierne y extrae conclusiones que le permiten tomar una decisión u otra y así replantar el jardín, que no cesa de florecer. David posee en plenitud este privilegio, y ahora es un momento clave en su aprendizaje para acceder a la cultura más universal posible, porque, si llega, combinará la información, los datos, las filosofías, los pensamientos, los porqués y las consecuencias de los hechos históricos, el progreso, la innovación, la provocación, el arte… Y sacará conclusiones. Y es posible que David no sólo fuera una gran persona para los amigos que le quieren sino que lo sería para la sociedad entera. Puede que… hasta para el mundo.
Parecía trastornado, los ojos extraviados pero mirándome al corazón. Yo callaba, observándolo mientras él lentamente parecía abandonar la catarsis en la que le habían colocado sus palabras, hasta que bajó los ojos y el tono de voz para proseguir:
—Es eso lo que se pierde, lo que perdemos si David no puede curar su ojo. Hace muchos años, cuando yo era un joven ilusionado, decidí montar la librería para que gente sencilla como David tuviera acceso a la cultura y que no fuera sólo el privilegio de los cuatro hijos de los ricos de siempre, que finalmente la quieren para hacer prevalecer rentas y privilegios. ¡Desgraciados! Podrían cambiar el mundo, enderezar el rumbo de la suerte del ser humano mucho más deprisa. ¿Me entiendes, Germinal? Yo estoy triste por los tres: por ti, por el amigo y por el mundo.
Y calló. Con los ojos llorosos.
Yo estaba conmovido por lo que había dicho de mi amado. Pero también lo estaba por la inesperada suerte de descubrir la particular belleza del señor Ramanguer. La percibí completa, si es que puede decirse así. Aquel cuerpo medio abandonado por la naturaleza y la dejadez de tantos años, las facciones casi ridículas, un desbarajuste de disonancias que nunca habían podido armonizarse. Y de pronto, detrás de un recodo, repentinamente, aparece la belleza del señor Ramanguer. Qué suerte. Dejar de hablar por separado de la bondad, la generosidad, la militancia, y poder hablar de la armonía integral de todas estas cosas y llamarle sencillamente: la belleza del señor Ramanguer. Sí, fue un descubrimiento.
Al acabar aquella clase imposible, y por primera vez, quiso acompañarme un rato. Ya estaba oscuro. Se cogió de mi brazo, que se sentía orgulloso de guiarlo, porque con sus ojos moribundos de tantas luchas con el saber y unas gafas que no conocían la limpieza nunca sabía dónde ponía los pies. Y así íbamos, por las calles estrechas de nuestro barrio, con los olores de mar que nos decían dónde estábamos, bajo los parpadeos de unos faroles raquíticos que nos hablaban de un mundo que estaba a oscuras, tambaleándonos, con unas piernas que no nos aguantaban de pie, tanto era lo que nos pesaban la tristeza y el amor.
Es a menudo en los cataclismos de la humanidad, señor director, ¿me permite que le llame Lluís?, cuando la negrura y el desconcierto intimidan al mundo, cuando surge la luz solitaria pero atrevida de las personas. Y estas pequeñas, ínfimas partículas de un colectivo adquieren una dimensión épica que se expande con una fuerza inaudita y acaba iluminando la vida de los que les rodean y, muy de vez en cuanto, de la humanidad entera.
Volví a experimentar ese sentimiento pocos días después, a principio del 36, cuando el año aún remoloneaba por los alrededores de la fiesta de Reyes, las escuelas empezaban a preparar el segundo trimestre y en el puerto hacía un frío de espanto. David llegó hasta la Sarita levantando la arena de la playa con la fuerza de su mirada. No corría, galopaba. Estaba contento. Joana y yo hacía rato que estábamos a lo nuestro sin quitarnos la ropa, hacía un frío que pelaba y no estábamos para ceremonias. Cuando llegó no tuvimos tiempo ni de arreglarnos la ropa. Nos pescó así, desprevenidos, pero estaba tan absorto que ni se dio cuenta. Estaba emocionado y hablaba tan precipitadamente que apenas lo entendíamos. Nos dijo casi gritando que los maestros de su escuela lo habían convocado en el claustro y que cuando lo tuvieron entre ellos le dijeron que habían decidido ayudarlo mientras durara la enfermedad. Que harían turnos en horas extra, fuera del horario de clases. Que le recitarían y le explicarían los textos de las materias de examen para que pudiese comprender y memorizar el contenido sin tener que leer tanto. Que no querían que perdiese el curso, y de esta manera ganarían tiempo mientras llegaba una solución médica. Nos abrazamos los tres riendo contentos, sin que Joana y yo pensáramos en ponernos la ropa en su sitio. Éramos felices.
Y ahora que tengo ochenta y siete años, aún me pregunto de dónde salía gente como aquélla, hecha de una pasta especial. Qué tiempos, en los que aún se creía en el ser humano como un ente único, merecedor de una oportunidad ante el destino y alentador de generosidades magníficas. ¿Usted se imagina en los inicios del siglo veintiuno algo parecido? Yo ya no soy capaz. ¿O es que sólo cuando los colectivos se enfrentan a momentos de dificultades excepcionales se crean las condiciones para que la épica del humanismo de los mejores aflore deslumbrante? Lo ignoro, ¿sabe? Pero aunque no querría revivir por nada del mundo los momentos horrorosos que tuve que transitar en aquellos años, le diré que secretamente, casi con vergüenza, siento nostalgia. En algún lugar de mí aún pervive el recuerdo de la solemne heroicidad de los marginados, la posibilidad de captar la imponente grandeza de los sin nombre. Debe de ser gracias a ellos, o sólo por ellos, por lo que la humanidad entera se merece un futuro.
Eran tiempos precipitados, poco dados a la calma o a la reflexión, unos tiempos que palpitaban a una velocidad demoníaca. En casa se vivía desde hacía meses en estado de lucha. Las elecciones del mes de febrero del 36 tenían que decidir si la derecha continuaría mandando y agitando el país. Como si le fuera la vida en aquellas elecciones, y quizá tenía razón, mi padre estaba hecho un gigante. No comía, se pasaba el día conspirando, haciendo recados, convocando, asistiendo y protagonizando mítines, repartiendo panfletos, colgando carteles que llamaban a la movilización y otras cosas seguramente más secretas. Cuando llegaba la noche, mi madre le rogaba con voz severa que se fuera a descansar, pero él engullía las horas repasando los panfletos editados o los que tenían que editarse, los de las organizaciones amigas y los de las enemigas también.
Hoy todavía hay gente que no entiende cómo pudo ser que muchos sindicalistas vinculados al anarquismo participaran en las elecciones. Me parece que no yerro si le aseguro que, aunque mayormente estaban en contra del juego de los partidos políticos, muchos, la mayoría, se volcaron en él, unos con la boca pequeña y otros a pecho descubierto. La cuestión era echar a la derecha del poder. En todo caso mi padre fue de estos últimos y tuve que acostumbrarme a dormir con la vela encendida en la mesa del comedor haciendo danzar las sombras. Suerte que era tan raquítica que sería exagerado decir que me molestaba.
Vivía todo aquel exceso familiar con desazón, aunque sólo porque quería participar más. No es que tuviera unas ideas políticas muy claras ni una conciencia social demasiado escrupulosa, pero había cuatro cosas que me parecían evidentes y, por encima de todo, sabía quiénes eran los míos. Aun así, cuando empujado por el deseo de contribuir hablaba en el trabajo con alguno de los compañeros comprometidos, la respuesta era invariable:
—Pregúntale a tu padre. De todos nosotros es quien te lo puede explicar mejor.
Pero decirle a mi padre que yo quería participar en actividades sindicales y tomar parte en la lucha que él dirigía era una labor peligrosa, y procuraba hacerlo a un metro de distancia en recuerdo de la primera vez que le pedí si me dejaba acompañarlo a alguna de sus reuniones. Y por la cara de mala leche que ponía.
—De eso me encargo yo. Sólo tienes catorce años.
—¡Quince! Y a punto de cumplir dieciséis.
Estos matices le importaban poco.
—Tú ocúpate de tu madre, trabaja para traer dinero a casa y estudia hasta que se te cansen los ojos, como David. Eso es lo que quiero que hagas. Quiero que seas un hombre de verdad, que no puedan tomarte el pelo como lo han hecho con nosotros, que puedas comprar libros a tu hijo, mandarlo a estudiar a la universidad. Y si después de todo eso aún tienes tiempo, lucha, cojones, lucha. Pero ahora es a mí a quien le toca habérselas con estos cabronazos y conseguir que pierdan las elecciones. Y si al final no les ganamos, continuar la lucha hasta que se rindan y nos dejen vivir dignamente. ¿Me entiendes? ¡¿Me entiendes?!
No se daba cuenta de que me estaba gritando con las venas del cuello hinchadas a punto de explotar, como si el futuro lo ahogara.
Pero ganamos. ¡Claro que ganamos! En las barriadas populares como la mía la gente salía a la calle para asegurarse de lo que les parecía imposible y acababa de suceder: que el Frente Popular había ganado a todas las derechas de la CEDA unidas bajo el mando de un tronado parafascista llamado Gil Robles. Cuando poco a poco la alegría dejó de ser sorpresa y prendió en el corazón de la gente, llegaron los gritos, los besos, los abrazos, los cantos, los saltos… en todo el barrio, en la ciudad, en el país. Los vecinos sacaron de los escondrijos instrumentos medio herrumbrosos, los cuatro mendrugos del rincón más profundo de la despensa, y comenzaron una fiesta inesperada que ocupó toda la playa de la Barceloneta. Fue increíble.
Cuando el Gobierno de Catalunya, con Companys a la cabeza, recobró la libertad, Mercè, la madre de David, izó una pequeña senyera en la Sarita para celebrar la liberación de aquel hombre del que siempre hablaba como si estuviera enamorada. En casa se declaró una fiesta permanente durante días y noches. Vinieron muchos amigos anarquistas del barrio y de Poblenou para ver a mi padre, algunos con nombres que le sorprenderían porque ahora ya forman parte de la historia del movimiento obrero y político de aquellos años.
Sí. Ganamos aquí y en todas partes, hasta más allá de las fronteras. Hoy, joven, tiene que resultarle difícil imaginar que lo que pasaba aquí pudiera interesar en todo el mundo. Pero así era, los ojos de mucha gente progresista nos miraban expectantes. Los diarios más importantes, muchos intelectuales, artistas, filósofos avanzados decían que en la República Española pasaba algo diferente, que se estaba iniciando un camino hacia la izquierda desde formas democráticas, que el socialismo tenía aún una oportunidad, que aquí había una voluntad de transformación de sectores muy amplios de la sociedad que iban desde los revolucionarios hasta los moderados. Todos estaban de acuerdo en que las fuerzas de izquierdas de la nueva República podían redimir a aquella España negra del retraso atávico que la estrangulaba. Dejémoslo estar…
Yo, mientras tanto, procuraba pasar tanto tiempo como podía al lado de David. El hecho de que mis sentimientos por él fuesen tan fuertes como poco usuales no me producía ningún desasosiego especial, aunque nunca me atreví a preguntarle si los suyos eran semejantes a los míos. Preferí navegar por aquel mar de incertidumbre antes que arriesgarme a su rechazo.
De todos modos, no piense que con toda esta confusión interior el cuerpo se me quedó parado. Las doritas serían testimonio de lo contrario. Ahora ganaba algo de dinero y podía apartar unos pocos céntimos para las urgencias vitales, además de que las dos prácticamente me regalaban sus servicios, digamos que por unas derivaciones afectivas, casi maternales. Todo eso pasaba bajo la mirada de Dora, que siempre me observaba con unos ojos entre provocadores y autoritarios, hasta que un anochecer, viendo que mi incontinencia se volvía agitación, me apartó a un lado para decirme con su voz ronca de tanta vivencia pasada:
—Eh, tú, no te pases de la raya. Quiero demasiado a tu madre para permitirte que vengas a gastarte el jornal con las nenas. Haz el favor de calmarte los bajos si no quieres que te cierre la puerta de mi café.
Sabedor de que Dora sólo tenía una palabra, me lo tomé como lo que era, un aviso contundente.
Seguramente trastornado por la fuerza de ese deseo sexual por las chicas, la historia con David no hacía que me cuestionara mi virilidad. Una cosa eran el sexo y la diversión y otra la confusión de sentimientos inesperados que sentía y padecía por mi amigo. Así lo clasifiqué en la caja de mis secretos más íntimos y así quedó ordenado, procurando que en definitiva no se hiciera demasiado evidente. Por suerte, en los juegos de los adolescentes hay muchas formas de sensualidad que se cobijan bajo expresiones de camaradería, solidaridad o aventura. Los roces de los cuerpos que se encuentran en el esfuerzo, en la lucha o en el reposo, con una forma de lealtad física llena de ambigüedad, si me permite, de voluptuosidad, y que habita en un límite indefinido, miedoso y frágil. Este límite equívoco definía uno de los espacios más excitantes que yo había conocido, y me instalé en él con un secreto entusiasmo.
Cuando entrada la primavera, Robert Gruells, un empleado bien plantado de correos con una bolsa envejecida de cuero pegada al cuerpo donde traía más penas que alegrías para repartir entre la gente del barrio, se paró delante de la casa de Joana en horario escolar, remarcó a Remei que aquella carta venía de América, todo un acontecimiento vecinal, y sólo para que no se le tomara por chismoso se ahorró decir el nombre del país de origen. Remei, que se avergonzaba porque casi no sabía leer, se fijó en la forma diferente del sello, los colorines y dibujos, el matasellos medio borrado pero grandísimo. Aun así le costó descubrir que llegaba de Buenos Aires. Con el corazón dándole volteretas, empezó a abrirla precipitadamente sin darse cuenta de que no iba ni a su nombre ni al de Silvestre, sino al de Joana. Pero una vez ante aquella hoja misteriosa, con mucho trabajo entendió algo de la letra rasgada y menuda de Mireia.
No es preciso que le diga que al anochecer Joana vino a casa como un viento huracanado enseñando aquella hoja de papel como si fuera un trofeo que le hubiese concedido algún dios. Juntos corrimos a avisar a David para que se uniera a la fiesta que tendría lugar bajo la panza de la Sarita, porque había un código no escrito que nos mandaba que sólo allí podíamos leer una carta de Mireia.
Así supimos que había llegado bien a pesar de que el viaje había sido una pesadilla. Que se habían instalado en el centro de Buenos Aires aunque a ella le habría gustado estar más cerca del puerto. Que, nada más llegar, su padre se había metido en el negocio de la carne y que parecía satisfecho, a pesar de que no era tan divertido como la ocupación de contrabandista que tenía antes. Que su madre había recuperado su lado Rovira y que, con su clase y maneras, había seducido a las señoras más importantes de la ciudad, a pesar de que éstas eran unas mujeres afectadas, cursis y, según su opinión, con la cabeza llena de pajaritos de escaso vuelo. Que sus amigas de la escuela y del barrio la habían acogido bien a pesar de ser unas repipis. En definitiva, y eso era lo más importante: que se aburría y nos añoraba.
Sencillamente, decía lo mejor que nos podía decir: que eso de aburrirse no le había pasado nunca con nosotros. Al final, y en un pequeño párrafo, le mandaba un beso a David y le rogaba que no olvidara lo que le había dicho en el puerto antes de subir al Estrella del Sur. David se puso rojo y ni Joana ni yo entendimos por qué.
La releímos unas cuantas veces, siempre en voz alta para que David no tuviera que forzar la vista. Después nos tumbamos en la arena formando un triángulo, poniendo la cabeza de uno sobre las piernas del otro. Y en silencio, cada uno debió de iniciar su diálogo íntimo con Mireia. No le sabría explicar por qué, pero por mi cabeza iban desfilando los problemas que teníamos en el puerto, la lucha constante por asegurar un trozo de pan, la energía malgastada de tanta gente como mi padre que soñaba con una vida mejor y que no podía escapar de la espiral de infortunios. Puede que Mireia hubiera tenido suerte.
Vivíamos todo eso mientras llegaban los primeros días del verano del 36 con buenas nuevas por todos lados. David había sacado unas notas de mérito, y los maestros, como siempre, habían hecho suyo el problema y ya le buscaban becas para que pudiera continuar los estudios. Joana también era feliz, pero debo confesarle que el motivo de su alegría casi me indignaba. Irradiaba felicidad porque finalmente la dejarían entrar en el taller de modista de su madre, aunque eso sí, como un favor excepcional y que no se hablara de los estudios nunca más. De cobrar un sueldo, por miserable que fuera, tampoco se hablaría. Pero hay que decir que el solo hecho de ser admitida como aprendiza fue considerado un privilegio por los vecinos, por los familiares y por ella misma. Yo entendía que su madre estuviera radiante, Remei no había salido nunca de aquel mundo, sin embargo me sorprendía la conformidad de su padre, Silvestre. Yo era demasiado joven y no podía comprender cómo un luchador con tantos sueños sociales aceptaba obstinado la entrada de su hija en la cueva de la explotación, sin los horizontes adónde él siempre había querido huir.
Mientras tanto, en la Barceloneta, el sol y la playa iban obrando sus milagros, o como se diría ahora, sus asistencias sociales. La gente de aquel barrio sencillo comenzaba a notar cómo el buen tiempo disimulaba las huellas que el frío y el hambre les habían marcado en la piel durante el invierno. Cómo el sol les devolvía poco a poco los colores y cómo el mar suavizaba la tirantez de los músculos. Pasaban las penas y medio olvidaban los agujeros del bolsillo, que ya eran como pozos, entreteniéndose inocentemente en preparar las galas para las hogueras de San Juan y San Pedro. Podían pasar muchas cosas en nuestro pequeño mundo, pero las hogueras de esos días eran sagradas, incluso para los que estaban dispuestos a reventar sagrarios o quemar santos. Los chicos éramos los encargados de buscar maderas y trastos viejos para que pudieran agrandarse las hogueras hasta las nubes, y a fe que no dejábamos ningún rincón del barrio por mirar, ni vecino por visitar, ni patio por requisar. Pero eran tiempos en los que la gente no tiraba casi nada, y reunir material que elevara las llamas cielo arriba terminaba siendo una tarea pesada. Y así llegó la verbena de San Juan, que ya por entonces era más celebrada que la de San Pedro. No he sabido nunca si por los méritos de los santos, por alguna atávica costumbre pagana o, sencillamente, porque la gente utilizaba la primera fiesta para desfogarse de las preocupaciones, quemar las adversidades y encargar al fuego el cumplimiento de algún deseo.
Los tres de la pandilla bailábamos abrazados en círculo alrededor de la madera encendida en medio de la playa hasta que el calor del fuego parecía fundir nuestras pieles. Bebíamos de las botas de vino que corrían de boca en boca y que alguien nos pasaba sin darse cuenta de que éramos demasiado jóvenes. Sonaba una orquestina en la que cantaban cinco o seis vecinos, conocidos nuestros, que participaban en todos los acontecimientos festivos del barrio. Nos hacían bailar siguiendo una estrategia conocida: se iniciaba el repertorio con las canciones más animadas para que la gente se calentara, proseguía con algunas antiguas que conocía todo el mundo, para pasar después al repertorio de las que en aquellos momentos eran las más populares en la radio y marcaban la moda, y por último atacaban con la lentas para que las parejas se saciaran. Más que bailarlas, nosotros las botábamos con una fuerza en las piernas que convertía la arena en una malla elástica que nos proyectaba hacia arriba, hacia una luna que se entretenía plateando la playa y el mar, como decorando un escenario mágico para que cada uno representara el papel que más le gustara.
Cuando la orquestina entendió que ya era hora de pasar a músicas más melodiosas por si las parejas querían restregarse lentamente, Joana tomó la iniciativa y nos dirigió hasta la Sarita, que no estaba a más de doscientos metros. Llegamos corriendo, sudados, entre risas, y si había alguien no lo vimos.
—Vamos al agua —dijo Joana mientras se quitaba el vestido.
Se entendía que, como cada año, teníamos que quitarnos la ropa, correr y gritar hasta donde rompían las olas y zambullirnos. Nos desvestimos deprisa, los chicos en calzoncillos, ella con una blusa blanca, y entramos en el agua con profusión de salpicaduras en aquel espacio de perfiles imprecisos donde lo único concreto eran nuestras pieles mojadas reflejando la luna y la hoguera.
Yo perseguía a mi pareja, Joana, que como de costumbre fingía que me tenía mucho miedo mientras reía huyendo y moviendo los brazos como si quisiera apartar el agua de su cuerpo. Mal me está el decirlo, pero el mío era tan potente que siempre le hacía ir a medio gas para evitar que el juego acabara demasiado pronto. En éstas que, por un momento, olvidamos que David estaba solo. Él, poco a poco, casi tímidamente, se acercó a nosotros, que estábamos en plena batalla. Joana y yo comprendimos enseguida que sin Mireia de pareja David no sabía bien cómo ubicarse. Sólo tuvimos que mirarnos y nos lanzamos contra él. Las pieles resbalaban una contra otra. David había cogido a Joana para zambullirla, y yo, para defenderla en el juego, lo abracé por la espalda y lo rendí.
Ojalá no lo hubiera hecho. En cuanto sentí su espalda contra mi pecho noté una bocanada de voluptuosidad y cómo mi sexo vivía contra mi voluntad. Incapaz de separarme de él, seguí abrazado a su cuerpo, haciendo como que luchaba mientras gozaba de su piel, encendido de deseo, con una sed desconocida para mí. No sabía qué hacer. Tenía que separarme antes de que él se diera cuenta, pero la exultación del cuerpo me paralizaba cualquier propósito. Pasamos unos momentos así, jugando a pelearnos, cuando de pronto Joana se declaró vencida y David la dejó ir. Mientras ella huía para rehacerse, él se volvió de cara, no sé con qué mirada extraña en los ojos, para continuar la pelea. Yo estaba avergonzado de que mi sexo estuviera oprimiendo su carne, pero hacía rato que ya no me obedecía. Pensaba que David tenía que notarlo por fuerza, era imposible que no se diera cuenta, pero también era imposible separarme de él. Estuvimos así, abrazados para pelearnos hasta que sentí cómo me llegaba el placer sin poder frenarlo, como una explosión de todo el cuerpo. Cuando las primeras convulsiones me poseyeron procuré que mis espasmos se confundieran con los movimientos de la pelea para que David no notara nada. Grité y reí, refugiado en el juego y en la penumbra iluminada por la luna. Cuando aquel placer tan intenso terminó, David seguía luchando y abrazándome, mientras yo me preguntaba si él era consciente de lo que había pasado. En sus ojos, que aún me miraban, sólo anidaba aquella rara serenidad que le caracterizaba.
Al final, decidí dejarme vencer y que sus brazos me sumergieran bajo el agua.