El griterío de los más pequeños, dando vueltas alrededor de la mesa, se hizo casi ensordecedor.

Hasta que se encontraron con su abuela, interceptándoles el paso, surgida como un baluarte difícil de salvar.

—¡Queréis dejar de chillar ya, santo Dios! ¡Y estaos quietos, a ver si rompéis algo!

No le hicieron caso. Dieron media vuelta y salieron de estampida por el otro lado.

—¡Pero bueno…! —Carmen se cruzó de brazos.

Antoñito era el jefe. No sólo por ser el mayor, sino también por ser el único niño y sacar a relucir siempre su inventiva para los juegos. Teresa, Luci y Angelines le seguían ciegamente. La pequeña Cari, con sólo dos años y pocos meses más, hacía lo que podía.

—La de ventajas que tiene quedarse sordo —sonrió Antonio viéndoles pasar a la carrera.

—¡Encima, tú anímales! —se quejó su mujer—. ¡Quién te ha visto y quién te ve!

—En eso tiene razón, papá —intervino Fuensanta entrando en el comedor con la sopera—. Que a nosotros no nos dejabas pasar ni una, y en cambio ahora…

—La edad te ablanda —dijo su padre.

—¿La edad? —se burló Carmen—. Si sólo fuera la edad…

Fuensanta colocó la sopera en medio de la mesa. Por detrás llegó Asun, con más platos llenos de comida. Carmen las ayudó a distribuirlos mientras el griterío de los más pequeños iba y venía por el pasillo.

—Si es que cuando están juntos se vuelven locos —comentó Asun—. En casa, a Teresa y Angelines ni se las oye.

—Pues qué suerte. —Fuensantan sonrió—. Mi Luci ya sabes que es muy tranquila, y Cari… así-así, le va saliendo el genio para defenderse de su hermano y su hermana, pero lo que es Antoñito… Cada día va a peor. Se está volviendo un trasto.

—Es la edad, mujer.

—Pues si hace esto con nueve años, imagínate a los doce o trece, cuando se ponen imposibles. En la escuela, cuando voy a por él, veo cada cosa que asusta.

—Ay, a mí es que me da miedo que te rompan algo, hija —insistió Carmen.

—Mamá, ¿qué quieres? Es Nochebuena. Déjales que se agoten. Ya sabes que cuando se juntan…

—Si es que lo tienes todo tan bonito y buen puesto…

—La casa es preciosa —dijo Asun—. Y os ha quedado…

—Con la llegada de Cari ya no cabíamos, la verdad. Si no… de qué me cambio yo de piso, con lo que me gustaba el viejo. —Fuensanta suspiró.

—Ya, pero éste es mejor, y el barrio… no digamos —se puso seria Carmen.

—Ay, mamá, que tú sólo te fijas en esas cosas.

—A ver.

—¿Dónde están Ginés y Pablo? —preguntó Asun.

—Creo que en la terraza —intervino Antonio, que seguía felizmente sentado en una de las butacas.

—¿Con este frío? —se preocupó ella.

—Yo a Pablo no le dejo fumar en casa, qué quieres. Luego todo huele mal, y a los niños no me parece que les vaya a sentar bien estar todo el día tragando humo.

—Di que sí, Fuensanta —la apoyó su madre—. ¿Lo oyes, Antonio?

Su marido se encogió de hombros.

Ya habían apagado el televisor, pero él seguía sentado delante, dejando que del trajín de la Nochebuena se ocuparan ellas. Ginés y Pablo siempre iban a lo suyo, hablando de fútbol, como si no hubiera otra cosa.

El pan de cada día.

—Bueno, todo está a punto. —Fuensanta entrechocó las manos—. Sólo falta Salvador y ya cenamos.

Como si decir su nombre fuese un reclamo, en ese mismo instante escucharon el timbre de la puerta.

El griterío de los cinco pequeños se desplazó en dirección al recibidor.

—¡El tito, el tito! ¡Es el tito!

Antoñito abrió la puerta, con el resto expectante a su espalda. No vio a nadie al otro lado hasta que, de pronto, surgiendo de su escondite en el rellano, a la izquierda de la escalera, emergió la figura de Salvador transmutado en una especie de Frankenstein casero, manos engarfiadas, boca abierta, ojos asesinos.

—¡Aaah! —gritó el aparecido.

—¡Aaaaaah…! —Los cinco pequeños retrocedieron por el pasillo atropellándose unos a otros.

—¿Se puede saber qué es esto? —tronó su abuela cortándoles el paso antes de ver a su hijo persiguiéndoles haciendo gestos cómicos—. ¡Salvador, será posible! ¡Eres más crío que ellos!

Salvador ya había cazado a Cari. La niña se debatía en sus brazos entre risas. El resto había escapado pero todos asomaban sus cabezas desde los respectivos escondites esperando a que su tío volviera a perseguirles.

—Hola, mamá. Feliz Nochebuena.

—Hola, hijo —cedió a su beso.

Cari pasó de unos brazos a otros. Su abuela casi la estrujó.

—¡Huy, cosita bonita!

Luego la dejó en el suelo porque ella seguía agitándose buscando la libertad.

—Si te descuidas llegas mañana —protestó Fuensanta.

—He tenido trabajo —se excusó Salvador.

—¿En Nochebuena?

—Nochebuena es ahora. Que yo sepa la tarde no es Tardebuena, y en los juzgados se trabaja igual, que la justicia es lenta y si encima nos tomamos las fiestas al pie de la letra…

—Pues una fiesta es una fiesta.

—Cállate, marquesa —la pinchó Salvador.

Se escapó del manotazo de su hermana por los pelos.

Antoñito, Teresa, Angelines, Luci y Cari seguían esperando.

—¡Ti-to, a-que-no-nos-co-ges!

—¡Basta de jugar! —ordenó Asun—. ¡Todo el mundo a la mesa, va!

—¿Y los maridos? —preguntó el recién llegado.

—En la terraza. Anda, ve a por ellos.

Hizo lo que le pedía Fuensanta, pero no llegó a abrir la vidriera. Pablo y Ginés regresaban al interior del piso en aquel momento. Reían por algo, pero no les preguntó el motivo.

—Ah, hola, Salvador. —Pablo le tendió la mano.

—¿Qué hay? Hola, Ginés.

—¿Todo bien?

—Sí, trabajo. Siento llegar tarde.

—Se ve que no hay más abogados en Barcelona. —Ginés le dio un codazo a su cuñado.

—¡A cenar! —insistió Carmen desde el comedor.

Se reunieron todos. Los cinco niños tenían una mesa para ellos. Incluso Cari iba a comer solita. El resto ocupó la larga mesa repleta de comida, embutidos, quesos, gambas, mejillones, tortillas de patatas, patatas fritas, pescaditos, ensaladilla rusa, sardinas en escabeche y en aceite, almendritas, hueva, cecina…

—¿Y cuándo cantamos villancicos? —protestó Teresa.

—Luego. Ahora a cenar —dijo Asun.

—Quiero un polvorón —pidió Antoñito.

—De postres —le tocó el turno a Fuensanta—. ¿Cómo vas a comerte un polvorón ahora, hijo, por Dios?

—No, si no van a parar —se quejó Carmen.

—¡Ay, mamá, déjalos! ¡Menuda abuela, siempre regañando!

Carmen se hizo la ofendida.

—¿Vendréis luego a la misa del gallo? —preguntó.

—No sé, ya veremos. Tal y como va a quedar la cocina…

—Yo te ayudo, ¿eh? —se ofreció su cuñada.

Se fueron sentando. Pablo ocupó la cabecera. A su lado Fuensanta, cerca de la puerta de la sala para poder ir y venir de la cocina. Luego Asun, Ginés, Antonio, Carmen y Salvador.

—¡Al ataque! —Antonio paseó la mirada por los platos, feliz por empezar a comer.

—La sopa ha salido riquísima —anunció la dueña de la casa.

—¿Y tus padres? —le preguntó Salvador a Pablo.

—Ellos son más de Navidad. Mañana iremos a su casa a comer y así todos contentos.

Dejaron de hablar unos segundos.

Y luego un minuto, quizá dos.

—Este jamón está buenísimo.

—Oye, ¿dónde has comprado estas gambas? Parecen fresquísimas.

—Yo creo que me pasaré al caldo porque todo esto a esta hora no me sienta bien.

Pablo se acercó a su mujer y le susurró al oído:

—¿Y la sorpresa?

—Luego, ¿no? —le hizo un gesto cómplice—. Mejor que cenen a gusto, que luego mamá se va a emocionar.

Siguieron comiendo.

Otro minuto.

—¿Qué ha dicho el tío Paco? —Salvador señaló la pantalla del televisor.

—¿Qué quieres que diga, hombre? Lo de siempre —rezongó Ginés atacando con ferocidad su tercera gamba—. Yo creo que cada año es lo mismo. Le cambian cuatro cosillas y listos. —Puso la voz aflautada, adoptó un aire marcial y agregó—: Españoles…

—Pues ha estado muy bien —dijo Carmen.

—¿Ha soltado lo de los veinticinco años de paz? —quiso saber Salvador.

—¡De paz… iencia! —se burló su hermano.

—¡Ginés! —se enfadó su madre—. ¡Un día vas a tener un disgusto!

Se rieron todos y Carmen se sintió aún más herida.

—Sí, sí, reíros, que parece que nadie se acuerde de la guerra.

—Venga, mamá —la calmó Fuensanta—. ¿Qué tal todo, papá?

—Bien, hija, bien. Muy bueno.

—Menos mal que contigo habla —manifestó Carmen—, porque en casa, arrancarle cuatro palabras seguidas…

—Que no oigo, mujer, ya te lo he dicho.

—Pues te compras un aparatito de esos que se enchufan en la oreja.

—¿Y qué hago yo con ese trasto?

—Papá, te lo voy a regalar por Reyes —dijo Fuensanta.

—¿Para qué se lo vas a regalar, mamá? —se escuchó la voz de Luci—. Se lo pides a ellos y te lo traen gratis.

Los siete mayores se miraron entre sí.

—Si es que lo oyen todo, no se pierden ni una —cuchicheó Asun—. Parece que no están y luego…

—Y que lo digas —asintió su cuñada—. Ahora porque tenemos el dormitorio en un extremo del piso y ellos están en el otro, que si no… Antoñito es de los que tienen cuatro orejas.

—Ya, ya.

—No te gastes el dinero que no me lo voy a poner —aprovechó Antonio para que quedara clara su posición—. Encima será carísimo, seguro.

—Anda, papá, no seas así. Tú lo pruebas —insistió su hija—. ¿Verdad, Pablo?

—Verdad, verdad.

—¡Yo he pedido un Scalextric! —anunció Antoñito.

—¡Ay, por Dios! —Fuensanta se llevó una mano a la cabeza.

Comieron en silencio otro poco más. Las fuentes se vaciaban rápidamente. Fuensanta y Asun hicieron un primer viaje a la cocina para llevar platos vacíos. En el segundo, Pablo las acompañó para sacar el cava fresco de la nevera. Su aparición fue saludada con aplausos por parte de Ginés.

—¡Bien!

—Tú cuidado que aún quedan muchas fiestas —le previno su mujer.

—Cualquiera diría.

—Acuérdate del año pasado.

—Cállate y ven aquí, marimandona —intentó atraparla Ginés.

—¡Haz el favor, que están los niños!

—¡Huy, mírala!

—¿Qué tal la nueva obra? —le preguntó Pablo.

—Bien, muy bien —asintió Ginés—. Ya empezamos el otro día. Está en Mitre, cerca de la plaza Lesseps, y cuando acaben de abrir esa avenida lucirá mucho. Ahora menos, porque la tapan, pero en unos años…

—Si es que Barcelona está cambiando cada día, qué barbaridad —opinó Carmen—. Vayas por donde vayas se están construyendo casas.

—Por eso están llegando tantos otra vez, en oleadas, de Murcia, Andalucía, Extremadura… Trenes llenos, oye. Bajan y al día siguiente ya trabajan. Yo en la obra tengo de todo —dijo Ginés.

—Pronto habrá más murcianos aquí que en Murcia —bromeó Salvador—. Siendo el encargado espero que les trates mejor que al resto.

—Mira tú; el que no cumpla, a la calle, sea murciano o gallego.

—Pero ¿de verdad llegan tantos? —se interesó Pablo.

—Que sí, que no es broma —dijo Ginés—. Hombres y más hombres, de todas las edades, y las mujeres y los hijos esperando allá.

—Como en los años cuarenta, sí. —Antonio movió la cabeza, de pronto pensativo.

—La gente va a donde haya trabajo, es natural —fue categórica Fuensanta.

—¿Y el campo qué? ¿Para las cabras? —protestó Carmen.

—¿Qué quieres, mamá? Es ley de vida. Fíjate en nosotros. Recuerda cómo llegamos a Barcelona, con una mano delante y otra detrás, y ahora en cambio…

Su madre bajó la cabeza.

Un año más.

Otra Navidad.

Y siempre el mismo recuerdo, la misma tristeza, la misma historia, la misma ausencia.

Lo sabían y aun así…

—Dale ya la sorpresa —volvió a susurrarle Pablo al oído de su esposa.

—¿Tú crees?

—Sabes que en estas fiestas siempre está de los nervios. Hace dos años se puso a llorar y nos aguó la cena. ¿Qué más da ahora que a los postres si va a estar la mar de feliz?

—Pero entonces seguro que llorará igualmente —se preocupó Fuensanta.

—Mejor de felicidad que de tristeza. Anda, no esperes más.

—¿Qué estáis murmurando? —Asun frunció el ceño.

Fuensanta se puso en pie.

—Atención —dijo—. Atención todos.

Uno a uno dejaron de masticar o alargar la mano para coger algo de los platos y centraron su atención en ella. Incluso los cinco pequeños. Fuensanta paseó una mirada por todos y cada uno, hasta detenerse en su madre. Sus ojos brillaban, y en sus labios flotaba una sonrisa de ternura y orgullo.

—Tengo una sorpresa guardada desde hace tres días… y os juro que no sé cómo he podido aguantarme hasta hoy —exhaló en un suspiro—. Pensaba dárosla luego, a los postres, pero Pablo dice que cuanto antes, mejor. Así que, ¿estáis preparados?

Los únicos que gritaron fueron los niños:

—¡Sí!

Fuensanta abandonó su lugar en la mesa. Se acercó a un aparador de madera noble que tenía a un lado un mueble bar y, al otro, un aparato de radio, ambos insertados en la estructura. Alzó la cubierta central y dejó a la vista algo más: un tocadiscos.

Luego tomó un paquete oculto bajo el tocadiscos, en un cajón.

Un paquete cuadrado, grueso, muy protegido, con la palabra «frágil» escrita por todas partes y muchos sellos.

De él extrajo un disco.

Un disco pequeño, un EP de 45 revoluciones por minuto, con cuatro canciones, dos a cada lado.

Les bastó con ver la imagen de la cubierta.

—¡Ay, Dios! —gimió Carmen llevándose las manos a la boca.

No sólo hubo lágrimas en sus ojos. También asomaron en los de Antonio y Asun.

—Mamá. —Fuensanta le tendió la cubierta mientras se guardaba el disco para ponerlo en el reproductor—. Es la nueva grabación de Úrsula en México. Tu regalo de Navidad.

Apenas si pudo cogerla. Le temblaron las manos. Vaciló. En la portada se veía un primer plano de su hija, guapa, guapísima, ojos negros, labios pintados de rojo, rostro nacarado, con una sonrisa luminosa y unos dientes blancos y puros como la nieve. Por encima, su nombre, La Granadina. Por debajo, los títulos de las cuatro canciones, con el que era el tema estelar a la cabeza, «Isla Plana».

Carmen se llevó la cubierta al pecho, se fundió con ella.

Primero la abrazó la propia Fuensanta. Luego Salvador, Asun…

Antonio sólo hizo una cosa.

Alargó la mano para tocarla.

Fue más, mucho más que un beso.

—¿Y ahora por qué lloráis? —Angelines se puso triste.

—Estamos contentos —se sobrepuso Fuensanta—. La gente también llora de felicidad, cariño.

El silencio se convirtió en un bálsamo.

De alguna forma, ahora sí estaban todos.

—Pon el disco —sugirió Pablo.

—¿Y la carta?

—Luego.

—¿También hay una carta? —se extrañó Ginés—. ¿Y por qué te lo manda todo a ti y no a mamá directamente?

—Úrsula quería que os diera yo la noticia, esta noche, por eso no le escribió directamente a mamá. Pensó que si le llegaba a ella y la leía estando sola igual le daba un patatús.

Carmen levantó los ojos.

—¿Qué… noticia? —apenas si pudo balbucear.

El disco ya giraba en el plato.

Fuensanta dominó la emoción por última vez.

—Víctor y ella están esperando un hijo, mamá —anunció despacio—. Vendrán a España dentro de dos meses para que nazca aquí.

Y mientras el grito de Carmen los fulminaba, Fuensanta colocó la aguja sobre el microsurco.

La guitarra de Víctor acompañó el primer estallido de alegría.

Luego lo hizo la voz de Úrsula, La Granadina, una de las estrellas de la canción en toda Latinoamérica.