92

Había oído decir que, tras una larga enfermedad, el último estertor era algo así como una liberación, una despedida, un suspiro cargado de dolor pero también de paz, como si la marcha final enlazara con la bienvenida al nuevo mundo.

Al oírselo a su madre, lo recordó.

Fue un sonido quebrado, ronco, que procedía de lo más profundo de su ser maltrecho y anciano. Una roca convirtiéndose en arenilla. Un tronco desgajado del gran árbol. Bernarda Jumilla ni siquiera se estremeció, no tuvo una convulsión, nada.

Sólo ese gemido, o lo que fuera.

Y su mirada se tornó vacua, se quedó vacía.

—¡Mamá…!

Arrancó un borbotón de lágrimas, el caudal de la impotencia, sin freno, sin medida. Cayó de bruces sobre el cuerpo de la mujer y abrió sus brazos, como si quisiera abarcarla, o acompañarla. El cadáver se movió ahora por el impulso de aquel llanto convulso. Úrsula la sujetó por la espalda. Ella también dijo:

—Mamá…

Felisa fue la primera en reaccionar. Salió de la habitación. La enfermera fue la primera en entrar, acudiendo a su llamada. La negrura de una, ropa negra de arriba abajo, contrastó con la blancura del uniforme de la segunda. Igual que dos cuadros de un tablero de ajedrez con vida propia. O dos figuras. Dos peones.

Allí no había reinas, caballos, torres o alfiles.

Carmen notó cómo se hundía en un pozo sin fin.

Oscuro.

Había llorado muchas veces en la vida, pero recordaba dos muy precisas: cuando lo hizo sobre el cadáver de su padre, asesinado, y cuando murió su José, meses después, víctima inocente de la maldita guerra que había cambiado sus vidas.

Ésta era la tercera.

—Mamá, lo siento… —gimió rota.

Había muerto con ella al lado, y con Úrsula, pero en realidad llevaba dos años muerta, desde que se fueron a Barcelona dejándola sola.

—Lo siento… lo siento… lo siento… —repitió una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…

93

La bañera era enorme.

Cabían dos personas, igual que si se tratara de una cama.

Sí, los ricos vivían bien.

—Joder, si viven bien —susurró.

La había llenado de agua caliente, espolvoreado con algo parecido a unas sales de baño, y en una cesta disponía de media docena de tipos de jabón, esponjas y otros utensilios que no tenía ni idea de para qué servían. De hecho, lo de las sales lo había descubierto leyendo las etiquetas. Por un momento pensó que se trataba de eso, de algún tipo de sal, para que el agua se asemejara a la del mar.

Se sumergió en la bañera, despacio, absorbiendo toda aquella sensación de paz y bienestar.

Después reclinó la cabeza en la parte de atrás y esperó.

Un minuto.

Dos.

Tres.

Se había equivocado.

No siempre…

Se abrió la puerta pero no volvió la cabeza.

Calma.

Dejó que la señora Arguindei entrara en su campo visual y le mirara a los ojos. Estaba seria. Contempló su rostro, su cuerpo bajo el agua, su sexo flotando como una extraña alga, y luego sí esbozó una sonrisa apenas definida. Estaba hermosa, se había arreglado. La mirada destilaba furia, energía y lujuria. Pupilas brillantes, labios entreabiertos.

Llevaba una bata.

Se la quitó y se mostró desnuda.

Un buen cuerpo, cuidado, sin grasa, con los pechos todavía mirando al frente y un triángulo púbico lleno de pequeños rizos orlando la rosada presencia de aquellos labios húmedos.

Una mujer espléndida.

Pensó que le diría algo, que le pediría algo, pero no lo hizo. Primero le mostró aquello que iba a entregarle. Después dejó caer la bata al suelo. Finalmente se metió en la bañera, con delicadeza, igual que una ninfa etérea regresando al paraíso de los dioses.

Se colocó frente a él, al otro lado.

Y alargó un pie para acariciarle el rostro con él, hacerle abrir la boca, hundírselo en ella.

Ginés se lo chupó.

Entonces sí, por primera vez, la señora Arguindei gimió.

94

Fuensanta se sentía distinta.

Cuando era niña, en el pueblo, su maestro, que era muy filosófico, le dijo que en la vida existían los círculos y las puertas. Los primeros se abrían, constantemente, y con los años y el paso del tiempo, iban cerrándose. El último gran círculo se completaba con la muerte. Sobre las puertas le dijo que constantemente aparecían en el camino. Había personas que seguían la senda, sin desviarse a derecha o izquierda, mientras que otras, curiosas, la mayoría, se paraban aquí y allá para ver qué se escondía detrás de cada una. Según el maestro, las puertas debían abrirse, necesariamente, porque el ser humano era curioso por naturaleza. Quien no abría puertas no conocía, no sabía, no aprendía, y llegaba a ese último círculo sin nada en las alforjas y la mente vacía.

Pablo era un círculo y una puerta a la vez.

Se sentía abrumada, excitada, sorprendida, desconcertada… Un sinfín de palabras que ni siquiera definían remotamente su estado de ánimo. Siempre se había sentido prisionera de sí misma. Demasiado reflexiva, demasiado concentrada, demasiado temerosa de abrirse, como si la asustara que le hicieran daño o que, con ello, delatara su vulnerabilidad. En casa creían que era seria. Los demás, que era fría. Todos, que era especial.

Y no creía serlo.

Sólo sentía la necesidad de ser cauta.

No quería que nadie le hiciese daño.

Ahora no sólo tenía un pretendiente.

Pablo era algo más.

Un sueño.

Su madre solía decirle que el día menos pensado conocería a alguien. Y que por supuesto sería alguien de su clase y condición. Otro emigrante. Probablemente murciano. Las familias se conocían, formaban clanes, hacían cenas o celebraran festividades para que los hijos entablaran relaciones. Incluso se planificaban bodas, como antaño, a espaldas de los novios. Palabras como «conveniencia» o «arreglo» estaban a la orden del día. En el pueblo era cuestión de tierras. En Barcelona, de supervivencia.

Y aparecía Pablo, catalán, con clase, atractivo, señor, lleno de ternura, tacto, cortesía…

El hombre casi perfecto.

Un hombre que la rondaba a ella.

Fuensanta Cerón García.

Llevaba unos días preguntándose si era deslumbramiento o amor, sin encontrar ninguna respuesta porque tenía la cabeza hecha un lío.

Pablo le había pedido verla, acompañarla, recogerla en el trabajo, pasear juntos…

Y además lo había hecho con timidez, inseguridad, como si la importante fuese ella.

—Increíble —exclamó en voz alta.

—Pues no señora, tres y de golpe —le dijo una mujer que llevaba un carrito triple con tres niños a su lado.

Tuvo ganas de reír.

No era bueno hablar en voz alta en mitad de la calle.

Desde hacía unos días, desde la aparición de Pablo, lo que más le gustaba era pasear sola, tardar lo más posible en regresar a casa. Pablo trabajaba, así que no siempre disponía del tiempo necesario para disfrutar de momentos de ocio juntos. Fuensanta había aprendido a perderse por Barcelona, algo que jamás había hecho en aquellos dos años. Perderse por barrios cercanos o lejanos, por el Raval, como esa tarde, o por Gracia o más lejos, la Bonanova, Sarriá, con sus casas señoriales, sus torrecitas, de cuando aquello eran pueblos alejados del centro de la ciudad. Le gustaba imaginar, soñar.

El Raval era oscuro, sucio y gris, pero formaba parte de la Barcelona secreta, oculta y, a veces, peligrosa. Calles estrechas, bares y tascas en penumbra, con olores muy fuertes sazonando su entorno, prostitutas exhibiendo su mercancía, hombres buscándola, comercios diminutos, gritos y vida. Un barrio secreto.

El barrio donde menos hubiera esperado ver a Rogelio.

O quizá fuese el único en el que lo hubiera imaginado.

Su compañero de piso caminaba a unos treinta metros de ella. Y desde luego era él. Conocía su ropa, su característica forma de andar, a base de largas zancadas, con las manos en los bolsillos, la cabeza ligeramente inclinada, los ojos fijos en el suelo.

No quiso llamarle. La distancia era excesiva. Todo el mundo la habría mirado a ella y ella no habría estado segura de lograr alertarlo a él.

Apretó el paso.

Corrió.

A unos diez metros de distancia, de pronto, Rogelio se metió en un portal.

Para cuando llegó Fuensanta, ya no había rastro suyo.

Se detuvo en la acera, sin saber qué hacer. La casa era estrecha, con una fachada ennegrecida tachonada de ventanas ciegas, dos por planta, unas cerradas y otras con la persiana rota o una cortina vieja ocultando el interior. No había portera, la escalera tenía los peldaños de madera gastados y combados. Ningún sonido procedente de un piso llegó hasta ella.

De acuerdo, alguien vivía allí, y no era cuestión de que fuera piso por piso preguntando por Rogelio.

Era su vida.

Miró por última vez el discreto edificio, una ruina, y optó por hacer lo más lógico: irse.

Bastante más allá, llegando a la Rambla, se dio cuenta de que ya no pensaba en Pablo, sino en Rogelio y sus secretos.

95

El viejo autobús de La Torre subía la cuesta del Cedacero, que ellas llamaban la cuesta del Tío Sesero, a una velocidad tal que una anciana coja lo habría superado con creces. La senda, pedregosa, serpenteaba por un paisaje lunar, sin árboles, de pura roca y olvido. El polvo que desprendían las ruedas no era excesivo dada la escasa velocidad. Se posaba de nuevo sobre la tierra castigada por un sol inclemente en un cielo sin nubes.

Sólo al llegar a la cumbre, al paso abierto entre las dos montañas, o colinas, o lo que fuese según cada cual, pudo acelerar un poco la marcha, aunque no demasiado. La carretera se hacía más peligrosa a partir de ese punto. Una velocidad excesiva podía provocar que el autobús derrapara y se despeñara, cosa que jamás había sucedido.

Carmen y Úrsula daban saltos con cada tumbo.

Para una, era el viaje más triste, de vuelta a una casa ya vacía con la que no sabía qué hacer. Para otra, significaba redescubrir el origen, el pasado, dos años después de haberlo perdido.

La chica miró la mole del Cabezo del Horno.

—El mar —suspiró Carmen.

Allí estaba. El mar, con La Azohía a la izquierda e Isla Plana a la derecha. Cuatro casas a un lado. Cuatro casas al otro. Mazarrón quedaba ya cerca, a unos pocos kilómetros a partir de Isla Plana.

—Mamá.

—¿Qué?

Era el mejor momento —estaban solas, sentadas en la parte de atrás y sin nadie cerca—, pero cada vez que trataba de lanzarse, temblaba, pensaba que habría otro aún mejor.

—¿Qué haremos con la casa? —preguntó sin atreverse a hablarle de ello.

—De momento cerrarla.

—Pero no volveremos.

—Quién sabe. A lo mejor tu padre y yo, de viejos…

—Falta mucho para eso.

—¿Y qué quieres? Nadie va a comprarla. No vale nada. Probablemente se caerá a pedazos con los años.

Úrsula se mordió el labio inferior.

¿A qué esperaba?

¿Al viaje de regreso?

Era su vida, ¡su vida! Tenía aquel sueño al alcance de la mano.

Si su madre no la entendía y la apoyaba…

—Mamá.

—¿Qué? —Alargó la última letra envolviéndola en un suspiro.

—El señor Enrique quiere que conozca a un amigo suyo que es empresario. —Se lo soltó sin casi respirar, convirtiendo las palabras prácticamente en un encadenado oral.

—¿Y para qué quiere que le conozcas?

—Para hacerme una prueba.

—¿Una prueba de qué? —Había conseguido despertar el interés de su madre.

—Dice que soy muy buena. Que canto y bailo muy bien. Una prueba para ser artista.

—¿Artista?

—Sí, mamá. Artista.

Lo esperaba todo menos aquello.

—Úrsula, estamos de luto.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—¿Quieres ponerte a cantar y bailar ahora?

—Quería mucho a la abuela, lo sabes, pero es mi vida.

—Puedes hacer esa prueba dentro de un año.

—¡Mamá! —Se asustó de veras.

—Y además, anda, cállate y no digas tonterías. ¿Cómo te van a hacer una prueba si eres una cría?

—¡Me la quieren hacer porque lo hago bien, tú lo sabes, todo el mundo lo dice! ¡Sólo te pido que me acompañes! ¡Siempre lo he soñado y ahora…!

—Quieres ser artista.

—¡Sí!

—Puta.

—¡Mamá, no!

—Todas esas mujeres van ligeras de ropa, son unas desvergonzadas, viven de lo que enseñan, no de su arte. Y cuando se les acaba la lozanía…

—¡Estás equivocada! —Bajó la voz porque una señora sentada más adelante volvió la cabeza para mirarlas—. Yo interpreto canción española, y bailo flamenco. No voy a enseñar nada… Bueno, excepto cuando taconeo y me subo la falda, pero con eso no se ven ni las rodillas.

—¡Ay, hija, con qué me vienes tú ahora!

—Me lo propusieron justo al irnos. ¿Qué quieres que le haga? Mamá, por favor… —Sus ojos se poblaron de humedad—. ¿Quieres que sea una criada toda la vida?

—No.

—Entonces…

—Enamórate de un buen hombre, cásate, sé feliz.

—¿Ésa es tu idea de la felicidad?

—¿Qué otra hay?

—¿Tú eres feliz?

—¡Pues claro que sí!

Buscó más argumentos. Los había estudiado todos. Llevaba días con aquella conversación en su mente, en negativo y en positivo, aunque la realidad superaba cualquier ficción. Lo del «buen hombre», «casarse» y «ser feliz» no lo había ni imaginado.

—Mamá —recuperó la calma—, tengo un don, un regalo de Dios. Y Dios no da nada sin más. Lo da para que lo usemos.

—A buenas horas mientas tú a Dios.

—¿Cuántas veces me has oído decir que mi sueño era cantar y bailar en un teatro?

—Demasiadas.

—Confía en mí, por favor, ¡por favor! —Se lo suplicó uniendo ambas manos a modo de rezo.

—¿Y en los demás quién confía?

—No soy tonta.

—Una ingenua. Eso es lo que eres.

—Por eso te necesito, para que estés a mi lado, para que vengas conmigo. Si la prueba sale mal… ya está, se acabó. Pero si sale bien… No puedes negarme esta oportunidad.

Dejaban la parte montañosa atrás. Llegaban al llano. La carretera ya era recta. Pronto estarían en Mazarrón, y en casa. Felisa ya se había ido la tarde antes. Ellas se habían quedado por el tema del papeleo, el traslado del cuerpo.

—Hablaremos con tu padre.

—¡Él hará lo que tú le digas!

—Ya veremos, Úrsula. Ya veremos. —Quiso zanjar la cuestión dando muestras de cansancio.

—No puedo creerlo. —La chica reflejó todo el horror que sentía.

—¡Eres una niña todavía, por Dios! ¡Si tuvieras treinta años…!

—¿Treinta años? ¡A esa edad ya seré vieja!

La mujer de delante volvió a mirarlas. Y con disgusto.

—Te he dicho que ya veremos, y haz el favor de callarte, va —susurró en voz baja antes de volver a recordarle—: ¡Estamos de luto!

No iba a convencerla ahora.

En un autobús, con el féretro de la abuela todavía sin enterrar en el cementerio, antes de que se reuniera en el cielo con el abuelo.

Tenía que esperar.

La devoraba la ansiedad pero tenía que esperar.

—Señor, qué aire más limpio, y qué grande y libre es esto comparado con Barcelona —suspiró Carmen.

96

Marcelino Riera llevaba tres meses con ellos, en la obra, pero ya se hacía notar.

Primero, su buen humor. Siempre estaba contento. Segundo, su talante. Todo lo veía bien, válido, positivo. Tercero, nunca se quejaba por nada. Decía que para qué. Lo que no se podía cambiar, no se cambiaba. Las energías, a guardarlas para lo que sí se podía cambiar. Cuarto, su optimismo. El vaso siempre estaba medio lleno, nunca medio vacío. Quinto…

La lista era interminable.

Marcelino Riera tenía diecinueve años.

—Te lo dije, periquito, te lo dije. Con ese Kubala, el Barcelona va a ganarlo todo. Es demasiado bueno. El mejor del mundo. Vosotros nunca tendréis un jugador así.

—Anda, cállate, pesado —refunfuñó Antonio.

—Es que tendrías que verlo jugar, es un malabarista. Yo me quedé…

—¿Pero tú te crees que yo tengo dinero para malgastar con el fútbol? Ni siquiera he ido a ver al Español. Para eso está la radio.

—¡Huy, la radio!

—Te lo imaginas y ya está.

—Yo un día, de viejo, diré que vi jugar a Kubala. Tú, nada.

—¡Tú tienes todo el tiempo del mundo que perder, yo no!

—Y encima periquito…

—¡Que te calles, pesado, y sujeta bien esto, a ver si vas a liarla!

Subieron la viga, entre los dos. Antonio iba delante. Marcelino atrás, porque por la escalera el peso recaía en él y era más fuerte pese a su joven edad. Hacía calor, pero el día se había puesto ventoso. En la construcción habían erigido tan sólo la estructura, pilares y plantas; no había un solo tabique, así que a veces las ráfagas les sacudían más de lo normal por estar en el piso más alto.

Dejaron la viga en el suelo y fueron a por otra; rodeando la escalera quedaba el hueco del ascensor. El tubo desaparecía en la profundidad del edificio.

—Te lo dije cuando debutó en aquel partido de Copa contra el Sevilla. Te lo dije. Y fíjate: la segunda Copa del Generalísimo seguida. El próximo año lo ganamos todo, ni el Bilbao, ni el Valencia… Nada de nada.

—¿Otra vez? ¡Serás plomo!

—¿Y de qué quieres hablar en lunes, hombre?

—¡Voy a pedirle al encargado que te ponga con otro, que me estás dando la tabarra…! ¿Y a qué viene tanto Barcelona, tanto Barcelona, si tú tendrías que ser del Sevilla o del Betis, que eres sevillano?

—Es que soy del Betis —proclamó con orgullo—. Pero desde que bajamos a Tercera en el 47… ¡Y pensar que ganamos la Liga en el 35, el primer club andaluz en conseguirlo! ¡Nos han echado una maldición, seguro, primero a Segunda y luego a Tercera! ¡Pero volveremos, por mis muertos! ¡Viva er Beti man que pierda! —cantó—. ¡Mi padre es del Sevilla, ya ves! ¿Te he contado alguna vez…?

Antonio se resignó. Era como tratar de ponerle puertas al campo. Marcelino hablaba, y hablaba, y hablaba. Era superior a sus fuerzas. Y los lunes tocaba fútbol. Un chaval estupendo si no fuera por eso.

Le apreciaba.

Encima tenía cuatro hermanas, y él era el pequeño.

El orgullo de la familia.

En el piso inferior cogieron la siguiente viga. No era muy pesada, pero sí incómoda de manejar. Con la escalera desnuda, siempre existía el temor a perder pie.

Ni siquiera prestaban atención al hueco del ascensor.

Pasaban cerca, nada más.

Antonio afianzó las dos manos en la viga. Inició el camino. Marcelino Riera la sujetó por detrás, apoyándola en su vientre. Subieron los peldaños, un tramo, la vuelta, el otro tramo. Llegaron a la planta superior. Una ráfaga de viento los sacudió.

Pero no fue ella.

Antonio, simplemente, perdió el contacto.

Los dedos de la mano izquierda dejaron de hacer fuerza. La viga se escurrió hacia abajo. Intentó sostenerla únicamente con la mano derecha y no pudo. Entonces levantó una pierna, apoyó la viga sobre el muslo, la empujó hacia atrás de manera instintiva y la asió con los dos brazos.

No se dio cuenta de nada.

Hasta que escuchó la maldición, el grito…

—¡Antonio, cuidado…! ¡Cuidado…!

Volvió la cabeza justo en el instante en que el extremo de la viga caía al suelo y Marcelino desaparecía por el hueco del ascensor.

Vio su expresión.

Su imagen rota, con los brazos agitándose en el aire en busca de un asidero que no existía.

Y después escuchó algo más que su corto grito, el breve alarido final, abortado por el impacto de su cuerpo, su cabeza, contra el borde de la siguiente planta, y la otra, y la otra, hasta el sordo choque con el suelo, tras el cual llegó el más espantoso de los silencios.

97

Salvador le dirigió otra mirada más, de reojo. Tan evidente que Ginés no tuvo más remedio que preguntar:

—¿Qué te pasa, chaval?

—¿A mí? —El niño se puso rojo—. Nada.

—Venga, suéltalo.

—Que no es nada.

Su hermano mayor dejóEl Mundo Deportivo a un lado de la cama y se sentó en ella, el cuerpo inclinado hacia delante, las manos juntas y los codos apoyados en las rodillas. Iba en calzoncillos porque el calor apretaba. Salvador intentó no mirarle la entrepierna.

—Ya sabes que puedes preguntarme lo que quieras —dijo Ginés.

Salvador se encogió de hombros. Él también cerró el libro que estaba leyendo. El silencio se mantuvo unos segundos.

—¿Alguna chica?

—No sé, supongo —decidió sincerarse.

—Vaya por Dios. —Ginés sonrió—. ¿Ya te has quedado alelado por una?

—No.

—¿Es esa niña, Ana?

—¡Que no!

—Ten cuidado, que eres muy joven. Y cuanto más joven se cae, peor. Luego ya te ves con novia y a la que te descuidas, casado, en un abrir y cerrar de ojos.

Salvador apoyó la espalda en la pared.

—Yo sólo quiero saber cómo te das cuenta de que estás enamorado.

—Ni idea —manifestó con contundencia.

—¿Tú nunca te has enamorado? —El niño abrió los ojos.

—¿Yo? No. ¿Para qué? El amor es la trampa, la excusa, llámalo como quieras. —Frunció los labios lleno de seguridad y continuó—: A las mujeres las puso Dios en la tierra para disfrute nuestro.

—¿Seguro?

—Mira los moros, los muy listos, que tienen las que quieren. Y los animales de las selvas, que van con todas las que pueden. El hombre es el que perpetúa la especie. Ellas son el medio, nada más. Por eso se arreglan tanto, y se perfuman, para atraparnos. A nosotros no nos hace falta nada de eso, ni maquillajes ni vestidos, ni… Tú pásalo bien y listos. Cuantas más, mejor. Y te diré una cosa. —Le apuntó con un dedo—. No le hagas ascos a ninguna. Todas tienen algo, todas son como copas de buen vino esperando ser llenadas y bebidas. Créeme, salvo excepciones, no hay ninguna fea, aunque si están bien… mucho mejor.

—Ya, pero si son viejas…

—Tú ya me entiendes. Te hablo de mujeres, no de carcamales o las que salen con taras, un ojo torcido o vete tú a saber qué. Mira, antes de los veinte son como los melones: imposible saber si saldrán buenos al abrirlos aunque los palpes a fondo. Después de los veinte son peligrosas: piensan en bodas y todo eso, pero si las consigues y se te abren… como la mejor de las frutas, jugosas y deliciosas. Después de los treinta ya son mujeres en plenitud y saben latín. Muchas se han casado jóvenes y han despertado, tarde, pero lo han hecho, mientras que las solteras necesitan amor, mucho amor. Entre los cuarenta y los cincuenta tienen toda la experiencia y muy pocos compromisos. Se dan sin reservas porque saben que no les queda demasiado y lo aprovechan. Y te diré algo: en el fondo son las mejores, puro fuego dormido que renace con un suave soplo. No son todavía viejas y tienen experiencia.

—¿Y si están casadas?

—Anda con lo que me sales tú. ¿Y qué?

—Pero es pecado.

—Salvador, chaval… Si hace falta te confiesas y ya está. Lo mejor de la vida son ellas. ¿Vas a privarte por una tontería?

—Ya, pero no has contestado a mi pregunta.

—¿Cuál era?

—Que cómo sabes que pasa algo.

—Bueno, si al verla se te salta el corazón, si sudas, si tartamudeas y te duelen las tripas, si no puedes dormir, si deseas tocarla… Entonces es que sí, que te pasa algo y ya puedes empezar a preocuparte.

—¿Y qué se hace?

—Echar a correr. —Se rió.

—Va, en serio.

—Pues se hace lo que se puede, y más a tu edad. Cada uno es distinto, pero si eres listo… te las llevas a todas. ¿Que te da fuerte con una? Intenta buscarte a otra.

—¿Tú has tenido muchas novias?

—Qué manía con llamarlas «novias». He tenido muchas, sí. Todas las que he podido. Donde pongo el ojo, pongo la bala. Es igual que practicar un deporte y más descansado, aunque se necesita mucho ojo, mucha mano izquierda, mucho de aquí —se tocó la frente—, y de aquí. —Se tocó el labio inferior—. Lo único es que has de tener cuidado en no preñarlas, porque entonces… estás frito, se te quieren casar y si vas de ángel…

—¿Cómo se hace eso?

—¿El qué, preñarlas? Ya lo verás.

—Anda, va, cuéntamelo.

—Que no, hombre. —Volvió a tumbarse en la cama.

—Entonces, ¿cómo quieres que aprenda?

—Como todos: sobre la marcha. Esas cosas te las enseña la vida. ¿A ti no se te ha puesto dura nunca?

—Sí. —Se puso rojo.

—Pues por ahí se empieza, chaval. —Cogió el periódico deportivo y trató de seguir leyendo.

Salvador estuvo a punto de intentarlo de nuevo.

No pudo porque la puerta de la habitación se abrió en ese momento y Fuensanta metió la cabeza por el hueco.

—Podrías llamar, ¿no? —protestó Ginés—. Casi me pillas en pelotas.

—Para lo que hay que ver… Oye —cambió rápida de tema—, ¿no te extraña que papá no haya vuelto todavía a estas horas?

Ginés le echó un vistazo al reloj. Luego se encogió de hombros.

—Ése, sin mamá, está muy despendolado.

—Ya, pero…

—Fuensanta, que es mayorcito. Cuando llegue le preguntas, y si no… viento.

Ella cerró de un portazo.

—¿Lo ves? —bufó Ginés sin mirar a Salvador.

98

El policía era amable.

En realidad todos lo habían sido, los de la ambulancia, los de la urbana, los de la guardia civil… La obra se había llenado de personas, autoridades, uniformes. Un enjambre de desconocidos dedicados exclusivamente a ellos dos.

Marcelino y él.

El muerto y el vivo.

—Comprenda que deba hacerle estas preguntas ahora, señor Cerón.

—Sí, sí.

—Es tarde, está afectado, quiere irse a su casa… Pero cuanto antes acabemos, antes podrá hacerlo, ¿comprende?

Antonio asintió con la cabeza.

Buscó los ojos del encargado y los encontró, cerca, a espaldas del policía. Una mirada grave y cargada de estrellas en un universo infinito.

—Dice que usted y ese muchacho movían la viga.

—Sí.

—La subían a la última planta del edificio.

—Sí.

—Usted iba delante y él detrás, por lo que no veía a su compañero.

—Así es.

—Y de pronto él…

—Resbaló, o tropezó…

—Pero usted no le veía.

—No.

—Entonces, ¿cómo sabe que resbaló o tropezó?

—Porque es la única explicación lógica.

—¿Había protección en ese hueco de ascensor?

Tenía la mente en blanco. El miedo lo agarrotaba. Buscó de nuevo los ojos del encargado. Ahora eran duros, lo miraban fijamente.

Antonio percibió el destello.

—¿Protección? —repitió.

—Algo que impidiera una caída.

—Bueno, es que Marcelino se fue directo al agujero…

—Ya. —La paciencia era exquisita aunque la determinación no cedía—. ¿Pero había seguridad, unas maderas cruzadas…?

El destello en los ojos del encargado se hizo mayor.

El asentimiento con la cabeza, imperceptible.

—Yo…

—Haga un esfuerzo. Es importante.

—Marcelino… Oiga, es muy… confuso…

—Confuso pero sencillo. Responda.

Estaba acorralado. Tanto que empezó a sudar, más y más mareado. El encargado repitió el gesto. Los ojos se convirtieron en piedras. Antonio se rindió.

—Sí. Cada vez que… se sube una planta, se protege el hueco del ascensor con dos… dos maderas cruzadas, en forma de aspa.

—¿Está seguro?

—Por favor…

El policía se puso en pie. Hizo un gesto a dos de sus hombres. Ellos ayudaron a levantarse a Antonio. No tuvo que decirle nada. Ninguna explicación. La comitiva inició la marcha, con el encargado de la obra conduciéndola. Llegaron a la escalera y la subieron, con precaución. El verano alargaba los días, la luz aún clareaba el lugar. Aun así se movieron despacio.

En cada planta, protegiendo el hueco del ascensor, vieron las dos maderas habituales, clavadas a ambos lados formando un aspa. Servían de aviso más que otra cosa. Siempre habían sido suficientes.

Llegaron a la última planta y se detuvieron frente al hueco del ascensor.

También tenía las dos maderas, rotas por el centro.

Dos maderas que antes no habían estado allí.

Dos maderas que, tal vez, sólo tal vez, hubieran evitado la caída de Marcelino Riera.

Antonio se las quedó mirando, hipnotizado.

Se habían dado prisa.

Mucha prisa.

Volvió a buscar los ojos del encargado pero ya no los encontró en su campo visual.

—Ha llegado el constructor —les avisó alguien.

99

La salida del cementerio fue pausada. No había mucha gente. Entre la guerra, los años y la progresiva huida de muchos en busca de una mejor vida en otras partes, apenas si quedaban docena y media de personas para acompañarlas. Los despidieron entre las últimas lágrimas y abrazos y finalmente se quedaron solas.

Carmen, Úrsula y Felisa.

Habían llevado el ataúd en carro, caminando bajo el sol tras él. Sobre la tierra reseca, los cuerpos enlutados eran como hormigas silenciosas. Con el carro vacío, por lo menos se ahorraban la caminata de regreso. El tío Estanislao sacudía de vez en cuando con un suave latigazo a Catalina, la burra. No era más que un cordel atado a un palo, pero Catalina probablemente no lo sabía. El trote era mucho más vivo que a la ida.

No hablaron hasta llegar a la casa.

La vieja casa familiar.

Ahora ya vacía.

—Quede con Dios, señora Carmen —se despidió el tío Estanislao.

—Gracias. No le he preguntado por su hija.

—Está bien, muy bien. En Almería, ya sabe. Está esperando al tercero.

—Felicidades.

Se despidieron de él. Úrsula abrió la puerta y aguardó a que entraran su madre y Felisa. La prima era soltera, tal vez por ello fuese tan avinagrada.

Carmen se dejó caer en una silla.

—Mamá…

—Tráeme un vaso de agua, por favor.

Felisa ocupó otra silla, sin decir nada. Parecieron esperar a Úrsula. Carmen paseó una mirada por el lugar, con sus gruesas paredes, sus ventanas pequeñas. Si cerraba los ojos el tiempo dejaba de existir. Si cerraba los ojos era capaz de escuchar las voces de todos ellos a través de los años, como si ese tiempo se comprimiera. Allí habían nacido sus hijos, allí la había violado Sebastián Moreno aquella noche, allí había muerto José, allí, allí, allí. Todo allí.

Menos su padre, abatido en el camino, caído junto a la cuneta mientras corría a casa.

Allí.

—Toma, mamá.

Úrsula le puso el vaso en la mano. Lo apuró sin decir nada y lo dejó sobre la mesa. Fue el detonante para que Felisa tomara las riendas, decidida a terminar con todo aquello cuanto antes.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó su prima.

—Ahora nada. —Carmen se encogió de hombros.

—¿Nada? —Abrió los brazos abarcando la casa—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué quieres que haga?

—Véndela y saca unos cuartos.

—¿Y quién va a querer comprar esto, Felisa, por Dios?

La mujer acentuó su expresión amarga.

—Supongo que llevas razón —dijo.

—¿No se rumoreaba que iban a hacer una nueva carretera y a construir casas, sobre todo en el puerto? —intervino Úrsula.

—¿Y para qué? —espetó Felisa.

—Por las playas.

—¿Y quién leches quieres que se venga aquí? —gruñó con su peor talante—. ¿Las playas? Ni que esto fuera la Costa Brava esa de la que se habla. ¿Todo el mundo se va y resulta que van a venir otros, aquí, y por las playas? Ursulita, que somos unos muertos de hambre, hija, y eso no va a cambiar nunca. Ni agua hay. Santo Dios, ¿carretera? ¿Para qué, para que los burros no se cansen las patas y los carros no se rompan las ballestas con los agujeros? No me hagas reír.

—No discutáis. —Carmen frenó el arranque de su hija—. De momento cerraré la casa. Más adelante ya se verá.

—Se lo van a llevar todo —insistió Felisa.

—No hay nada.

—Lo que sea. Al menos llévate algo a Barcelona. Mejor que dejarlo aquí…

Tenía la sensación de que no iba a regresar nunca.

Algo que la asustaba, pero también le daba serenidad.

No se lo dijo ni a su hija ni a Felisa.

—Recuerdos sí —aceptó—. Las fotografías y los retratos, el anillo de mamá, la pulserita, lo que guardaba de papá…

Continuaron sentadas.

Ahora en silencio.

Ya no había lágrimas, sólo un vacío enorme que flotaba entre ellas pero que no las devoraba. La muerte quedaba al otro lado, en el cementerio. Había pasado, dejando su huella. Sabían que el resto consistía en una larga digestión tamizada por el paso de los días, las semanas, los meses, los años…

La vida.

Debió de transcurrir un minuto, tal vez dos.

—¿Un rosario? —propuso Felisa.

100

Tenía la sensación de que su cuerpo era de plomo y pesaba una tonelada. Si levantaba un brazo, apenas podía sostenerlo. Ponerse en pie requería una energía de la que carecía. Pensar tampoco era fácil, sobre todo porque lo único que veía era a Marcelino desapareciendo por el hueco del ascensor, con su cara de espanto, y lo único que oía era el sordo ruido de su cabeza quebrándose con cada golpe hasta el choque final de su cuerpo contra el suelo.

¿Cómo borrar eso?

¿Cómo hacerlo desaparecer?

Sudaba.

El calor, la angustia, el mareo… y con Carmen todavía fuera.

—Coño… —gimió.

Aquellas maderas puestas y rotas después, la falta de seguridad en la obra, sus manos incapaces de sostener la maldita viga, todo confabulado para un fin.

Y un chico de diecinueve años había muerto.

El timbre de la puerta lo sobresaltó.

Estaba solo en casa. No había ido a trabajar. No podía. La noche sin dormir, la fiebre, el delirio, la culpa, el miedo, los fantasmas…

Al diablo quien llamase.

El timbre volvió a sonar al cabo de unos segundos.

Los demás tenían llave, así que sólo podía ser una vecina, o un cobrador, o quien fuese que no haría sino molestarle, verle con mala cara y preguntarle si se encontraba bien. Eso o la noticia ya se había expandido y llegaba la curiosidad, el morbo, las preguntas, los falsos consuelos…

El timbre sonó por tercera vez, y ahora acompañado por unos enérgicos golpes en la puerta.

Fuera quien fuese, no se iría fácilmente.

Sabía que él estaba allí.

Hizo un esfuerzo. Primero, moverse. Después, quedarse sentado en la cama. Por último, levantarse.

Desplazar su cuerpo de plomo fue lo más difícil.

—¡Va! —gritó para que su visitante no insistiera.

Llegó a la puerta y la abrió. El choque visual fue eléctrico. La cabeza se le despejó del todo. El cuerpo se olvidó de su peso. Lo único de lo que fue consciente fue de la presencia de Manuel Arguindei allí, en su casa.

El dueño de la constructora.

Ginés estaba trabajando en el piso de su hermano Carlos.

Se quedó paralizado.

—Antonio…

El hombre dio un paso al frente. Le abrazó. Fue incluso más que un abrazo. Le palmeó la espalda con afecto, una mezcla de sentimiento y compañerismo. Cuando se separó, por detrás suyo apareció otro hombre. Un desconocido.

—¿Podemos pasar? Te presento al señor Ernesto Mata, mi abogado.

Una mano que estrechar. Sólo eso. Se apartó de la puerta, todavía bloqueado por la sorpresa, y les permitió la entrada. Los dos hombres miraron con disimulo el marco hogareño, el comedor, las sillas. Manuel Arguindei no esperó a que le invitara a sentarse. Lo hizo directamente. Antonio no supo qué hacer o decir.

—Siéntese —le pidió el constructor.

Sonó a orden.

—Señor… —logró articular una primera palabra.

—Vamos, siéntese. No pasa nada. Estamos aquí para arreglar las cosas, ¿verdad, Ernesto?

—Así es —dijo el abogado.

Antonio se sentó. Cuando lo hubo hecho él, le secundó el acompañante de Manuel Arguindei.

—¿Cómo está? —El constructor le miró con fijeza.

—Mal.

—Es comprensible. Una fatalidad así, un accidente…

Dejó que las dos palabras, «fatalidad» y «accidente», flotaran en el aire y luego cayeran sobre su cabeza como una fina llovizna capaz de impregnarle. Manuel Arguindei era un hombre alto, fornido, cabello negro, cejas rectas, ojos penetrantes. Pese al calor, vestía un impecable traje, la corbata perfectamente anudada al cuello. Ni siquiera sudaba. Sin duda era un señor.

—Antonio, usted no es tonto, ¿verdad? —Su rostro se revistió de una mayor seriedad y su voz se agravó más.

—No, no señor.

—¿Sabe lo que está en juego?

—¿En juego?

—Sí, en juego. Usted, la empresa, todos.

—No… no le entiendo.

Manuel Arguindei se inclinó sobre la mesa. Tenía las manos unidas y las abrió con fuerza y expresividad.

—Antonio, lo hecho, hecho está. Ya nadie le devolverá la vida a ese muchacho. Ahora de lo que se trata es de salvar a la empresa, es decir, salvarnos todos, sus compañeros de trabajo, usted mismo.

Seguía sin entenderle, pero ya no lo expresó en voz alta. Quizá su cara lo dijera todo.

—¿Sabe lo que representaría una multa, un juicio por imprudencia, una indemnización tal vez millonaria para la familia del chico?

«Marcelino», pensó Antonio. «Marcelino Riera.»

—Los tiempos son difíciles, amigo mío. Algo así nos hundiría a todos. Incluso podrían acusarle a usted de algo.

—¿A mí?

—He dicho «podrían». No se alarme. Todo está controlado, ¿verdad, Ernesto?

—Así es.

—Controlado… si somos listos y actuamos bien, sin que nadie más salga perjudicado. Es lo que queremos, ¿no?

Tuvo que asentir con la cabeza.

—Cuando salgamos de aquí, Ernesto y yo iremos a ver a los padres del muchacho. Les compensaremos. Y lo haremos generosamente. Nada podrá devolverles a su hijo, es cierto; lo sé y lo lamento más que nadie. Pero es mi obligación moral hacerlo. Ni siquiera es laboral: es moral. Sin embargo, para que podamos hacer esto, antes he de saber si cuento con usted, porque de usted depende todo, Antonio.

—¿De mí?

—En ese hueco de ascensor había dos maderas cruzadas, como en todas las plantas. Lo hacemos siempre así, siempre. El choque de…

—Marcelino Riera.

—El choque de Marcelino Riera al tropezar fue tan brutal, tanto, que las rompió y se fue hacia abajo.

Dejó que la idea se apoderara de él.

—Recuerda usted esas dos maderas, ¿no es así?

—Anoche…

—No, anoche no. Todo el día. Estaban ahí, ¿verdad, Antonio?

El abogado era un témpano. Llevaba una cartera de piel, negra. Tenía la nariz aguileña y vestía de negro.

—Antonio, usted le dijo no hace mucho al encargado de la obra que le buscase algo más tranquilo, si podía ser, porque tenía un problema de artritis.

Lo sabía.

—Señor Arguindei, yo no…

El hombre levantó su mano derecha.

—Imagine que los de la inspección se enteraran de algo así y pensaran que se le cayó la viga y que eso fue lo que causó el accidente.

Antonio se quedó sin sangre.

—No fue lo que pasó, claro. Y la empresa le protegerá si pese a todo llegase el caso, faltaría más. Pero imagíneselo por un momento. ¿Lo hace?

—Sí… señor.

—El caso es muy sencillo, Antonio. Mucho. Pero pueden complicarlo. Por eso le digo que hemos de estar unidos, y ser fuertes. Pensar en nosotros. Sin olvidar al muchacho, por supuesto. Usted es buen trabajador, hizo lo que debía. Las maderas protegían el hueco. Es todo lo que cuenta, lo que ha de decir. Mire, voy a proponerle algo. —Le puso la mano derecha sobre el brazo y se lo presionó—. En cuanto esto se dé por cancelado y las aguas vuelvan a su cauce, siempre y cuando mantenga su declaración, usted se vendrá conmigo, al almacén situado al lado de nuestras oficinas. Se encargará de él, ¿qué le parece? Un trabajo cómodo, bajo techo, seguro, controlando lo que entra y sale, y además con un mejor sueldo, fijo, nada de horas. ¿Qué me dice? No tendrá que volver al andamio.

Le proponía un sueño.

Un sueño después de una pesadilla y el infierno subsiguiente.

—¿Me ha comprendido, Antonio? —La presión en el brazo se hizo mayor.

—Creo que sí, señor —exhaló con un hilo de voz.

—Repítalo.

—¿El qué?

—Lo que pasó ayer.

—Marcelino Riera y yo subíamos vigas. —Sus ojos no se apartaban de los del constructor—. Yo iba delante, él detrás. Hablaba mucho, como siempre. Marcelino era de los que no paraban, muy joven, despreocupado. Yo no le vi, pero debió de tropezar, resbalar, o quizá se le escurrió la viga y al tratar de sujetarla…

—Siga.

—Cayó sobre las maderas que protegían el hueco del ascensor, con tan mala suerte que las partió y…

Manuel Arguindei sonrió por primera vez.

—Bien, Antonio. Bien. —Le soltó el brazo y se echó hacia atrás—. Esto es exactamente lo que sucedió. Espero que no lo olvide. —Miró a su abogado y agregó—: No lo olvidará, ¿verdad, Ernesto?

—No, estoy seguro de que no —repuso él.

Llegaba el fin de la charla. El constructor se puso en pie.

—Tómese unos días, los que haga falta —le dijo—. Recupérese y no piense más en esa tragedia, salvo cuando le pregunten si hay otra inspección o incluso un juicio, que no creo. Por el dinero, no se preocupe. Usted tendrá su salario. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, señor Arguindei.

—Manuel. En el almacén me llamará señor Manuel. —Le tendió la mano.

Antonio se la estrechó.

Un minuto después de que se fueran, seguía en el mismo lugar, frente a la puerta, de pie, preguntándose qué había sucedido, aunque poco a poco iba entendiéndolo perfectamente.

101

La noche era tan hermosa, tan cálida, que por un momento quiso congelar el tiempo, hacer que ese segundo se convirtiera en el símbolo de su paz. Algo extraño, teniendo en cuenta la muerte de la abuela y lo sucedido con su padre.

Tormentas que intentaba alejar, egoístamente.

Observó de reojo a Pablo.

Le acababa de contar lo del accidente, que su padre no dormía, no comía, lloraba como un niño, y encima con su madre todavía en el pueblo.

—Me siento culpable. —Fue sincera.

—La vida sigue. Vamos a cenar, nada más.

—Nada más. —Suspiró—. ¿Te parece poco? Estoy de luto.

—Eso se lleva en el corazón.

—Siento que me veas vestida así.

—Estás muy guapa.

—Gracias. —Bajó la cabeza, avergonzada.

Unos pocos pasos más, hasta que Pablo se detuvo frente al restaurante. Estaban en la calle de Santa Ana y se llamaba El Cantábrico. Un restaurante de lujo, o al menos se lo parecía a ella. Para comer el mejor pescado.

—¿Vamos a cenar aquí? —Se asustó.

—Sí, ¿por qué?

—Es muy elegante.

—Lo que te mereces.

—Pablo, va.

—Trato de conquistarte, ¿recuerdas?

Le ocultó su rojez. Tampoco le recriminó su osadía. A veces las cosas iban muy despacio. Otras se precipitaban. Cruzaron la puerta y una mujer tocada con un delantal blanco les condujo hasta una mesa apartada, situada en la parte más oculta y discreta del restaurante, como si ya supiera qué hacer o le bastase con verlos. Una vez sentados, les colocó en las manos la carta del local.

Fuensanta se mareó con sólo ver los precios.

Pero se calló.

Era su noche, su primera salida, su primera cena.

Ni el dolor de su padre por la pérdida de su compañero, ni el luto por la abuela… Nada podía enturbiar un momento como aquél.

Un sueño.

Pablo leía la carta. Parecía un niño grande. Lo era. Afectuoso, tierno, educado…

¿Le gustaba o estaba deslumbrada?

—Te recomiendo un surtido de crustáceos.

—Bien.

—El vino lo escojo yo.

—Mejor.

—¿Te gusta? —Dejó la carta sobre la mesa.

—Mucho.

—No sabía dónde llevarte —le confesó—. Es la primera vez que estamos sentados y podemos hablar mirándonos a la cara.

—Dices unas cosas…

—¡Es la verdad! Cuando paseamos he de observarte de reojo, y dejar que tú hagas lo mismo conmigo. Claro que siempre puedo comprar un perfume a diario, y así charlo contigo en la perfumería.

—Serías capaz.

—Desde luego. —La cubrió con una mirada de ensoñación—. Venga, háblame de ti.

—¡Huy! No hay mucho que contar.

—Me pareces un misterio.

—Para nada.

—Deja que eso lo decida yo.

—Llegué a Barcelona hace dos años, en el 49. Trabajé en la Hispano Olivetti unas semanas. Luego ya fui dependienta de la perfumería. Soy una chica más.

—No es verdad.

—Y emigrante.

—Mira, Fuensanta —se puso serio—, no importa de dónde seamos, sino lo que somos. Y sobre todo lo que somos aquí dentro —se tocó la frente—, y aquí dentro. —Hizo lo mismo con el corazón.

—Pero tú eres alguien… importante, no sé.

—¿Importante yo? —Soltó una carcajada—. Mi padre tal vez, el muy ilustre señor abogado. Yo no. Trabajo con él, hago lo que puedo… Que no te engañe la ropa. Lo que cuenta es lo que hay bajo ella.

—¿Tu padre defiende gente en juicios y esas cosas?

—Sí.

—¿Y es bueno?

—Mucho, he de reconocerlo. Ojalá me pareciera a él.

—Seguro que te pareces.

—Pues no. He salido a mi madre. Ya lo verás.

Se quedó en silencio.

Su primera salida, su primera cena, y le hablaba de cosas mayores, con palabras mayores.

No quiso que él notara su aturdimiento.

—¿Saben ya qué van a pedir los señores? —la salvó elmaître del restaurante surgiendo súbitamente a su lado.

102

Rogelio dejó sus cosas en la habitación y volvió a salir. La radio emitía una especie de comedia u obra teatral. Sus padres y Salvador tenían las orejas pegadas a ella y reían. Metió la cabeza por la puerta de la cocina, después caminó hasta el cuarto de Fuensanta y de Úrsula y llamó con los nudillos.

No obtuvo respuesta.

Probó con la habitación de Ginés y Salvador, aunque por un momento pensó que ella podía estar atendiendo a Antonio, todavía postrado en cama.

—¿Ginés?

—Sí, pasa.

Abrió la puerta.

Fuensanta tampoco estaba allí.

—¿Y tu hermana?

Ginés se estaba vistiendo para salir. Sentado en la cama, se anudaba los cordones de los zapatos. Un cigarrillo colgaba de sus labios, indolente. El humo le hacía cerrar el ojo de ese lado.

—De parranda —dijo haciendo oscilar el pitillo de arriba abajo.

—¿Cómo que de parranda?

—Pues eso, que ha salido.

—¿De noche?

—Sí.

—¿Sola?

Ginés le lanzó una mirada cargada de intención. Con la nube de humo que le envolvía, y la débil luz de la lamparita alcanzándole de lado, su rostro casi se hizo siniestro.

—Con uno.

—Vaya, ¿con quién?

—¿Y yo qué sé? Pregúntaselo tú.

—¡Pues sí que cuidas de tu hermana!

Otra mirada.

—Si tanto te interesa, ¿por qué no se lo dices?

—Somos amigos —quiso dejar claro él.

—Ya. —Ginés acabó de anudarse el segundo zapato y se puso en pie.

—Eh, ¿qué pasa contigo? —vaciló Rogelio.

—Nada. A mí… —Se encogió de hombros sin renunciar a su sorna y se miró en el espejo del armario. Se quitó el cigarrillo para estudiar mejor su aspecto.

—Deberíamos hablar más. —Rogelio se apoyó en el quicio de la puerta.

—El que nunca está en casa eres tú, hombre misterioso.

—Tengo cosas que hacer.

—Como todos.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Adelante.

—¿Qué te motiva a ti?

—No te entiendo. —El cigarrillo volvió a sus labios.

—¿Qué esperas de la vida?

—Pasármelo lo mejor que pueda.

—¿Sólo eso?

—¿Hay más? —Le dio una calada y luego lo apagó en el cenicero, rebosante de colillas.

—¿Has visto el país en que vives?

—El que nos toca.

—¿Y no te preocupa?

—No.

—¿Por qué?

Ginés se cruzó de brazos en medio de la habitación.

—Porque mande quien mande a nosotros nos pasará lo mismo.

—Eso no es verdad.

—Ya me dirás.

—¿Te resignas a lo que haya?

—Soy realista, Rogelio. ¿Y a qué viene esto ahora?

—Sin lucha no hay cambios.

—¿Eres comunista?

—¿Y qué, si así fuera?

—¿Lo eres?

—No.

—El día menos pensado te meterás en líos.

—Y tú un día te casarás, tendrás hijos, y te preguntarán por qué no hiciste nada cuando podías.

—¿De qué estás hablando, por Dios, Rogelio? —Puso cara de fastidio—. En primer lugar, yo no voy a tener hijos. En segundo lugar, hubo una guerra, ¿recuerdas? Ganaron unos y palmaron otros, aunque mi padre jamás hable de ello.

—Por miedo.

—Por lo que sea. —Volvió a escrutar su rostro y frunció el ceño—. No, tú no eres comunista. Tú eres anarquista, de los que ponen bombas y creen que así van a arreglar las cosas o provocar alguna reacción.

—No seas absurdo.

Su voz no sonó demasiado convincente.

—Sí lo eres —asintió Ginés reanudando sus movimientos hasta pasar por su lado para salir de la habitación.

—No debería haber hablado contigo, ya veo —dijo Rogelio—. No entiendes nada.

—A mí déjame en paz. Ya te he dicho que vas a meterte en líos. Mejor no estar a tu lado cuando eso suceda.

Salió al pasillo dando por terminada la conversación y dispuesto a marcharse del piso.

103

A la salida del restaurante, la noche les envolvió con un halo de paz. Fue Fuensanta la que enfiló en dirección a la Rambla en lugar de hacerlo hacia la Puerta del Ángel. Pablo no hizo más que seguirla. Sus pasos fueron audibles en la calma hasta que desembocaron en la populosa arteria y el ruido del tráfico se apoderó de ella.

—Yo voy hacia abajo. —La muchacha se detuvo.

Pablo pareció un tanto sorprendido.

—Te acompaño —dijo.

—No es necesario. Me sabe mal.

—¿Cómo que te sabe mal? —Su rostro se transformó en una mueca de incredulidad—. No pienso dejarte ir sola. ¿Por quién me has tomado?

—Perdona.

—¿Cogemos un taxi o prefieres caminar?

—Prefiero caminar.

—Bien.

La tomó del brazo y cruzaron la calzada hasta el tronco central. Durante una decena de metros no dijeron nada. Fuensanta miraba el suelo. Pablo a ella, de refilón.

—¿De verdad pensabas que te dejaría ir sola?

—¿Por qué no?

—¿Y a estas horas?

—No pasa nada. Los tiempos cambian.

—Hay cosas que no pueden cambiar —se obstinó él.

La cena había sido íntima, agradable, llena de pequeñas confidencias, sobre todo por parte de Pablo. Fuensanta se había resistido a hablar de las suyas. Ahora, caminando en dirección a su casa, contemplaba el abismo.

Se abría allí, ante sí misma.

Y entendía su miedo.

Pablo, su familia, su padre abogado, su clase… ¿Cómo podía competir con todo ello su pequeño mundo formado por un padre y un hermano albañiles, una hermana criada, una madre dependienta de una droguería…?

El miedo se convirtió en pánico.

—¿Estás bien? —le preguntó él.

—Sí.

—Pareces pálida. ¿Tienes frío?

—No. —Se estremeció bajo el calor de la noche—. Es sólo que… bueno, me gusta caminar, y a veces el silencio es agradable.

—¿Quieres que me calle?

—No seas tonto.

—Fuensanta…

Ella se cogió de su brazo. Fue instintivo. Un amparo protector. Continuaron caminando, cruzando tan sólo palabras triviales, hasta llegar a la calle Fernando.

Después la plaza de San Jaime, la calle Princesa.

Llegaban a Tantarantana.

El pánico ya fue irrefrenable.

—He de dejarte aquí. —Fuensanta se detuvo.

—Te llevaré hasta la puerta de tu casa.

—No.

—Quiero ver dónde vives, por favor.

—Escucha, mi madre está fuera por lo de mi abuela. Si mi padre está en la ventana y me ve aparecer acompañada estando de luto… Mejor no arriesgarme. Y aunque no lo estuviéramos… —buscó la mentira más convincente—, no quieren que salga con nadie hasta que tenga veintiuno.

—Pero eso es absurdo.

—Es lo que hay. Por favor…

—De acuerdo —aceptó él.

—Gracias.

Volvió la ternura a su rostro de hombre enamorado.

—Ha sido una noche maravillosa. —Suspiró.

—Yo también lo he pasado muy bien.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Repetiremos?

Fuensanta bajó los ojos. Una parte de sí misma gritaba que sí. Otra parte suplicaba un no.

Ganó el sí.

—Claro.

—¿El sábado por la noche? Podríamos ir al cine. ¿Has vistoLo que el viento se llevó, en el Windsor?

—No, y todo el mundo habla de ella.

—Entonces…

—No sé si mi madre llegará antes, ni si por lo del luto me impedirán salir, pero… sí, me gustaría mucho.

Hubo una vacilación final.

Hasta que ella le tendió la mano y Pablo se la estrechó.

—Adiós.

—Adiós.

Inició la marcha, apartándose de su lado, y aunque sabía que él la estaba mirando no volvió la cabeza. Al llegar a Tantarantana dobló a la izquierda y entonces sí: se detuvo y se asomó por la esquina, para estar segura de que no la seguía. Vio a Pablo dar media vuelta sin intentarlo.

Y le vio dar un saltito, feliz, como un niño con zapatos nuevos.

Sonrió.

Con tristeza, pero sonrió.

Cuando llegó a la puerta de su casa alzó la voz, dio un par de palmadas y llamó:

—¡Sereno!

A lo lejos se escuchó la respuesta:

—¡Voy!

104

Úrsula dormía, vencida por las horas de trayecto, de nuevo en tren, así que la despertó suavemente.

—Ya llegamos.

La chica entreabrió los ojos. Se desperezó. El tren iba tan lleno como en el primer viaje, el del 49, igual que si el flujo de emigrantes continuara y se mantuviera con visos de eternidad. Miró por la ventanilla apartando los últimos rescoldos del sueño y redescubrió Barcelona. La diferencia era que la primera vez llegaba a una ciudad desconocida y misteriosa y ahora volvía a su casa.

Carmen llevaba rato observándola fijamente mientras dormía.

Su niña. Su ángel. Su bicho.

Tan bonita, tan dulce, tan llena de vida.

—Úrsula.

—¿Sí, mamá?

Ya habían devorado bastante miseria en el pasado, y comido miedo. La guerra, la muerte de su padre asesinado, la violación, la muerte de José, la cárcel de Antonio, los cuatro años separados mientras él trabajaba en Barcelona, la emigración, la muerte de su madre…

Úrsula era una buena chica.

Y estaba en lo cierto.

Tenía un don.

—Eres una hija muy buena —le dijo—. Demasiado inocente, aunque eso, a tu edad…

No podía detenerla. Frenarla un poco sí. Detenerla no. No quería que un día la odiase, ni le echase en cara su fracaso por no haberle dado una oportunidad.

—Harás esa prueba —concluyó.

—¡Mamá!

Úrsula se le echó encima y la abrazó. Los demás ocupantes de aquel espacio formado por los dos bancos de madera, uno frente al otro, no les prestaron demasiada atención. Ellos también contemplaban asustados la magnitud de la ciudad que iba a acogerles. Carmen besó la cabeza de su hija, le pasó una mano por el enmarañado pelo, se llenó de su emoción.

—Todo irá bien, mamá —la oyó susurrar—. Todo irá bien, ya lo verás.

105

Asomado a la ventana, Antonio veía la calle desde las alturas, y no como otras veces, con indolencia o indiferencia, sino como liberación.

Era tan sencillo…

Un pequeño salto…

No sentía vértigo, sólo la irresistible atracción del vacío, algo que ni en las obras en las que había estado, a veces en andamios altos y peligrosos, había experimentado.

Las cosas cambiaban.

Acabar con todo…

Por abajo pasaban hombres y mujeres, ancianos y ancianas, niños y niñas. El carro de un carbonero, un perro, una pareja de la guardia civil. Una vecina, otra, desconocidos.

¿A quién le importaría que él saltase?

Cerró los ojos porque el rugido de las voces de su cabeza le aturdía.

Y sobre todo, omnipresente, el grito de Marcelino Riera.

El grito y los sordos choques de su muerte.

¡Salta!

Ni siquiera eso. Bastaba con inclinarse hacia delante.

¿Dolería?

Más de lo que le dolía ahora el alma, imposible. El dolor de una caída era fulminante. Duraba un segundo. El dolor invisible permanecía siempre.

Imposible arrancarlo.

Marcelino, el hueco del ascensor, la viga, su imagen abocándose al vacío, el grito, su cabeza y su cuerpo impactando con cada planta hasta el fin…

Se inclinó.

Abrió los ojos.

Y entonces las vio.

Carmen y Úrsula, calle arriba, regresando a casa.

—¡Carmen…! —gimió rompiendo a llorar.

106

Fernando estaba castigado en su cuarto. Media hora. En el patio, Ana y Salvador construían un rompecabezas a cuatro manos, concentrados en la operación de encajar las piezas. Habían merendado, y leído, y ahora esperaban el final del castigo de Fernando para jugar a algo más. Parecían aburridos. Llevaban unos minutos sin hablar.

Ana colocó la última pieza.

La contemplaron unos segundos.

Luego ella cogió la caja, la puso del revés y dejó que las piezas volvieran a caer al suelo.

Salvador no dijo nada.

—¿Qué te pasa? —preguntó la chica.

—Nada.

—Ya.

Otro breve silencio.

—Mi madre regresó ayer del pueblo —acabó diciendo.

—No lo sabía.

—No podré quedarme mucho rato más.

—¿Por qué?

—Estamos de luto.

—No hacemos nada malo.

Se fijó en su compañera. Había cambiado. Y mucho. Cada día parecía menos niña. Cada día tenía más formas de mujer. Los pechos le habían brotado como frutas jugosas. Los ojos crecían. Los labios se convertían en un misterio. Y la cabeza se poblaba de secretos indescifrables.

Todas las chicas los tenían.

—Mi padre no quiere que esté mucho por aquí —se oyó decir a sí mismo.

—¿Por qué?

Nunca le había hablado del día de la paliza.

¿Por qué ahora?

—Me encontró las cosas que tu padre me ha dado, las insignias, el libro… y se enfadó mucho.

—¿Te riñó?

—Me pegó.

—¡No! —Ella se horrorizó.

—Le dije que ojalá mi padre fuera el tuyo y no él.

—¿Por qué le dijiste eso?

—Porque es verdad.

—Entonces seríamos hermanos, tonto.

Calló. Con el calor, Ana mostraba más partes de su cuerpo. Los brazos desnudos, la falda subida por la que emergían sus largas piernas, la blusa ligeramente escotada entallando el pecho.

¿Cómo sería tocarlo?

—A mí me da igual lo que sea mi padre —manifestó ella—. El mío y el tuyo. Un día…

—¿Qué?

—Nada. —Pareció ponerse un poco roja.

—No, dilo. Un día ¿qué?

—Un día estaremos juntos.

Salvador apartó sus ojos de los de Ana. Sintió de nuevo la desazón, la inquietud, aquel vértigo que le aturdía y le impedía pensar con claridad. Algo le atraía, pero no sabía qué. Algo ejercía una poderosa influencia en sí mismo, pero no sabía ponerle cara ni entidad. Estaba confuso. Y desde que habló con Ginés todavía estaba más hecho un lío.

Necesitaba saber algo.

Lo necesitaba o se volvería loco.

Ana estaba allí.

Quizá era la clave, la respuesta final.

Se acercó y la besó.

La chica no se movió; al contrario, cedió rápidamente a su influjo, se abandonó, su cuerpo se volvió de gelatina.

Fue un beso dulce, en los labios.

Hasta que ella los entreabrió, asomó la punta de su lengua y le lamió los suyos, tratando de penetrar en su boca.

Salvador sintió un sudor frío.

Un mareo.

Casi una arcada.

El beso continuó, unos segundos más. Sus bocas se humedecieron, sus lenguas entablaron una breve y discreta lucha por la posesión del espacio.

En la parte baja de su cuerpo no sucedió nada.

Una tierra yerma y quieta.

Al separarse, la cara de Ana lo decía todo. Era feliz. Estaba risueña, distinta, y más y más mayor. Sonreía como si hubiese alcanzado una meta.

—Voy al retrete —le dijo él.

Se levantó y caminó hacia la casa. Abandonó el patio y llegó al baño. Una vez dentro cerró la puerta, con el pestillo, y se miró en el espejito.

Se vio a sí mismo, asustado.

Luego cerró los ojos.

Y a quien vio en la negrura, en su mente, en su horizonte, fue a Fernando, no a Ana.

107

La señora Arguindei ya no era la señora Arguindei. Era Carlota.

Acodado en la cama, Ginés pasó el dedo índice de la mano por su cuerpo. Comenzó en su frente, se deslizó por su nariz, atravesó el puente de sus labios, bajó por el mentón, llegó al cuello, recorrió el pecho y el hueco abierto entre sus senos, alcanzó el ombligo, y más abajo el pubis, la vagina todavía abierta y mojada, una pequeña boca sonrosada que fue el final de su camino.

—Sigo caliente… —gimió ella al sentirlo.

—Dame cinco minutos.

—No, es tarde.

—¿Te lo como?

—No seas malo… —Cerró sus piernas y el dedo se quedó allí, quieto, hasta que él lo sacó.

Ginés paseó una mirada mitad divertida mitad suficiente por aquel cuerpo granado, maduro al límite, y sobre todo tan ávido de vida y sensaciones. El cuerpo de una mujer desaprovechada. En unos pocos años, todo se marchitaría. Un desperdicio. En el fondo le hacía un favor. Sembrar en tierra seca para convertirla de nuevo en fértil. Quizá por la noche ella le regalase algo más que paz a su marido.

Gracias a él.

—Vete a trabajar, va —le pidió Carlota.

—¿Ya me echas?

—Sí.

—¿Sólo me quieres para eso?

—Pues claro.

Ginés no se movió. Su mano le acarició los pechos.

Ella se volvía loca con sólo rozarle los pezones, así que no se los tocó.

—Desde luego, van a terminar por sospechar si no acabo esto pronto. Ya no sé qué excusa darles.

—Ya le dije a mi marido que hablara con su hermano, no te preocupes.

—Pero la chapuza no va a ser eterna.

—¿Cómo te veré cuando termines? —Hundió en él unos ojos de loba a la caza.

—¿Quieres seguir viéndome?

—Claro, tonto. Aunque no aquí.

—¿Por qué no le dices a tu cuñado que me suba el sueldo, o me ascienda? Eso me iría muy bien.

—¿Qué me darás a cambio?

El dedo acabó en el pezón.

Notó su estremecimiento.

Se subió encima y le separó las piernas con los pies. Luego la penetró sin más.

Carlota ahogó un grito.

—¿Te parece bien esto?

—Eres insaciable.

—Y tú, señora Arguindei.

—No me llames…

Empujó y se hundió más y más en ella.

Ya no volvieron a hablar.

108

Úrsula volvió la cabeza por enésima vez para estar segura de que nadie reparaba en ella, de que nadie le prestaba la menor atención, de que ningún conocido podía descubrirla por ser domingo por la tarde.

El corazón le latía con fuerza, con demasiada fuerza.

Estaba de luto. Si su madre sabía algo de aquello…

La cola llegó a su fin. Alcanzó la taquilla del cine Tívoli y le entregó a la taquillera el importe exacto de la entrada, para que no se demorara dándole el cambio y la retuviera allí más de la cuenta. La pidió arriba, más barata. Con ella en la mano se dirigió a la puerta. El hombre que la custodiaba se la cortó, no sin antes mirarla de arriba abajo, y cruzó el amplio vestíbulo hasta llegar a la sala, situada a su izquierda. La escalera que llevaba al piso superior quedaba enfrente. La subió a la carrera y entró en aquel templo de la fantasía. Era la primera vez que iba a un cine como aquél, así que le fascinó el lujo del teatro, el patio de butacas, los palcos. El acomodador le indicó su lugar y se sentó, hundiéndose en el asiento. Ni se hubiera atrevido a comer pipas o altramuces allí. En los cines de barrio, con dos películas, sí. Allí no.

Quería que todo quedara a oscuras cuanto antes.

—Por favor, que no me vea nadie. Por favor… —suplicó una vez más.

El cine ya estaba lleno. No quedaba un hueco libre. Las luces se apagaron y entonces se enderezó y estiró el cuello. Se resignó al escuchar la sintonía del NO-DO y ver sus imágenes en blanco y negro. El jefe del Estado inaugurando un comedor infantil. El jefe del Estado inaugurando un edificio. El jefe del Estado recibiendo a dignatarios extranjeros. Un reportaje sobre un avión. La reaparición de Carlos Arruza en la Monumental…

El NO-DO terminó.

Y volvió a abrir los ojos.

Le latía el corazón.

Cuando la película comenzó dejó casi de respirar.

Allí estaban…

Los tres marineros, bajando del barco, Nueva York en color, Gene Kelly, Frank Sinatra, cantando y bailando y…

Un día en Nueva York.

Úrsula se mordió el labio inferior.

La emoción casi la hizo llorar, mientras desaparecía del mundo real, del cine, de Barcelona, y se transportaba a la pantalla, más allá de los sueños, donde todo era posible.

Hasta que tres marineros se pasaran dos horas cantando y bailando y enamorándose en el paraíso.

109

Fuensanta esperó a que no hubiera nadie en la perfumería. Entonces se acercó a Raquel y se lo dijo:

—He salido con Pablo.

La encargada abrió los ojos, pero más la boca.

Casi fue una exageración.

—¡No me digas!

—Sí.

—¡Huy, huy, huy! —Sacudió la mano derecha varias veces—. ¡Esto va en serio!

—Que no, mujer.

—¿Ah, no? ¿Sales con un hombre y no va en serio? ¿Qué hicisteis?

—Fuimos a cenar.

—¿Adónde?

—Al Cantábrico, en la calle de Santa Ana.

Raquel acusó el impacto.

—¡Por Dios bendito! ¡Has pescado a un rico!

—Yo no he pescado a nadie, no seas ridícula. —Se enfadó en serio—. Si lo sé no te lo cuento.

—Seguro que le gustas y que va en serio. No me pareció un joven de esos que va probando aquí y allá. ¿Cómo es su familia?

—Su padre es abogado. Se llama Miguel Sanromá.

—Ese apellido me suena.

—Habrá muchos.

—Bueno, mira, tú vete con cuidado y ya está. Aprovecha, aunque tampoco te hagas muchas ilusiones.

No se las hacía, pero le dolió que ella lo expresara en voz alta.

—¿Por qué?

—Porque igual me equivoco y sí que es uno de esos que sale con muchas, y entonces… A fin de cuentas somos lo que somos.

—¿Y qué somos?

Raquel abarcó la perfumería con ambas manos.

—Estamos aquí, trabajamos. Somos dependientas. Esos Sanromá deben de ser catalanes, claro.

—Sí.

—Pues tú eres una emigrante, no lo olvides.

—Hace un momento parecías contenta y feliz, y ahora…

—¡Estoy contenta y feliz! ¡A lo mejor hasta tienes suerte! ¡Caray, eres guapa, y elegante, muy fina! Pero hay que ser realista. Si subes muy alto igual te caes, o te hacen daño, que es lo mismo. Tú no le des nada.

—¿Qué voy a darle?

—Ya me entiendes.

Se puso roja.

—¿Crees que soy así de fácil?

—Yo sé lo que me digo, Fuensanta. —De pronto adoptó con ella un tono maternal—. Hay hombres decentes, pero son los menos. Los ricos siempre nos verán como mercancía. La señora Mercedes es una querida, una mantenida. Y es una gran mujer. Sin embargo ya ves. Tú sólo tienes veinte años y por lo que me has dicho no has tenido ningún novio. A mí ese chico me pareció un encanto, pero hay lobos con piel de cordero. Muchos buscan chicas inocentes, como tú, porque son más fáciles de conquistar y caer. Luego se casan con las de su clase.

—Hay que ver cómo eres. —Se sintió desfallecida.

—Disfruta, pasea, cena, y mientras, a ver qué pasa. ¿Saldrás con él otra vez?

—Sí.

—¿Te acompañó a casa?

—No, no le dejé.

—¿Por qué?

—Porque estamos de luto —mintió—. No quería que me vieran con él.

—¿Le has hablado ya de tus padres?

La salvó la campana. Entraron tres mujeres, dos muy bien vestidas —una relativamente mayor, la otra anciana— y la tercera una criada que la ayudaba. La anciana llevaba un bastón con la empuñadura de plata. Dejaron de hablar y se dirigieron a ellas directamente.

110

Carmen metió la cabeza por la puerta de la habitación y trató de ver si su marido todavía dormía.

—Antonio… —susurró.

—¿Qué?

Acabó de entrar y cerró tras de sí. Llegó hasta la cama y se sentó al lado de él, vestido sobre la sábana.

—Me voy a trabajar —le dijo.

—Bien.

—No hagas una siesta muy larga que luego por la noche no tienes sueño.

—No dormía.

Ella le pasó una mano por la frente. Antonio no la miraba. Tenía los ojos fijos en el techo.

—¿Estás bien?

No hubo respuesta.

—De acuerdo. —Le acarició la mejilla—. Hasta la noche.

Iba a levantarse pero él no la dejó. De pronto la sujetó con la mano y centró su mirada en ella.

—Carmen…

—¿Qué quieres?

—Voy a aceptar ese puesto.

—Pues claro que vas a aceptarlo. ¿Qué otra cosa puedes hacer?

—No estaba seguro.

—¿Vas a enfrentarte a tu jefe?

—Ese chico…

—Está muerto, Antonio. Nada le va a resucitar. Fue un accidente.

—Pero ese hueco no estaba protegido…

—Voy a repetírtelo: ¿vas a enfrentarte al constructor? ¿De qué serviría eso? Ellos tienen fuerza, poder, y si te despide ¿qué harás? ¿Crees que encontrarás trabajo en otra parte? Seguro que se conocen entre sí. La culpa de lo que pasó es suya. Por lo menos tú trata de sobrevivir. Tú y tu familia. Piensa en ti, en nosotros. Tendrás un trabajo más tranquilo, con un sueldo más digno. Es lo que hay, Antonio. Y la vida nos da muy poco como para despreciarlo.

—Yo… Cierro los ojos y escucho ese ruido…

—¿Y quién no tiene pesadillas al cerrar los ojos? —Carmen se estremeció.

—¿Tú también?

—Pues claro.

—¿De qué las tienes tú?

Carmen dejó de tocarle. Apartó la mano. A veces le miraba y no le reconocía. Peor aún: no le conocía. Otras veces a quien veía era a Sebastián Moreno.

Y lo peor: lo sentía encima.

—Anda, déjalo ya. He de irme. —Se incorporó.

Antonio le puso una mano en la pierna.

Se miraron.

La mano subió despacio, penetró por la falda.

Carmen se apartó e inició el camino de regreso a la puerta.

Tres pasos.

—No te duermas —le pidió antes de salir de la habitación.

111

Ginés dormía.

Él no podía.

Su hermano roncaba, profundamente, en ocasiones como un cerdo satisfecho y feliz. Salvador siempre le envidiaba. Era mayor, sabía muchas cosas, tenía agallas, trabajaba, había hecho ya el servicio militar, conocía la vida, tenía respuestas. En cambio de él se esperaba únicamente una cosa: que estudiase, que les sacara de apuros a todos, que fuese un «hombre de provecho». Era «el elegido».

Y nadie de su familia sabía quién era en realidad.

Ni él.

En la oscuridad de la habitación, protegido por la sábana que le cubría, se buscó el sexo con la mano.

Pensó en Fernando.

Comenzó a moverlo rítmicamente, subiendo y bajando, subiendo y bajando.

Fernando.

El beso en la boca de Ana se convirtió en el beso en la boca de su amigo.

La lengua…

Su sexo ya estaba duro, y la punta excitada, sensible.

Cerró los ojos, aunque la oscuridad no variaba, y se dobló sobre sí mismo masturbándose más y más, más y más, con Fernando besándole, tocándole, tan desnudo como él, porque no era su mano la que lo hacía, sino la mano y la boca de su compañero.

Fue rápido.

Fue fácil.

Y mientras se corría, llenándose los dedos de semen, ahogando los gemidos de placer aunque sabía que nada iba a despertar a Ginés, se dejó llevar por la fantasía de que Fernando estaba allí, a su lado, y siempre lo estaría.

Siempre.

Tenía una sola pregunta, y él era la respuesta.

112

Sabía que estaba allí, en la puerta, observándole, pero fingió no darse cuenta. De esta forma pudo exhibirse a placer. Llevaba unos pantalones cortos y las botas de trabajo. Nada más. Alargó el torso para pintar la parte de arriba y los músculos de su espalda trenzaron el dibujo de su masculinidad. Sudaba, y eso formaba una pátina que envolvía su piel dotándola de brillo. Su cuerpo era moreno, oscuro. Tenía el vello suficiente en el pecho para que una mano femenina jugara con él y lo acariciara sin necesidad de parecer un oso. Los brazos también seguían la línea armónica de su musculatura.

No volvió la cabeza. No le ofreció el rostro con el cabello alborotado.

—¿Qué miras?

—Nada —dijo Susana.

Ginés siguió pintando la pared de blanco.

—¿Cuándo acabarás?

—Mañana. O pasado.

—Ya pareces de la familia. Te pasas el día aquí.

—He trabajado solo.

La hija de Carlota guardó silencio. Eso hizo que, finalmente, él deslizara una mirada de soslayo en su dirección. Siempre la misma: cara de ángel, cuerpo de mujer, ojos de fuego, pechos exquisitos, manos preciosas.

Rompió de nuevo el misterio.

—¿De dónde eres?

—De Mazarrón.

—¿Dónde está eso?

—En Murcia.

—Murciano.

No era una pregunta. Era una aseveración.

—Sí.

—¿Por qué viniste aquí?

—Por dos razones. La segunda por el trabajo.

—¿Y la primera?

—Por las chicas. —Le guiñó un ojo.

—¿No hay trabajo ni chicas en Murcia?

—No.

—Y yo que me lo creo.

—De verdad. —Se colocó frente a ella para que pudiera verlo bien de cara.

—¿Cómo son las murcianas?

—Tetudas.

Susana se echó a reír.

—Eres un golfo —dijo.

—Es lo que les gusta a la mayoría.

—A mí no. —Su cara mostró un relativo desprecio.

—¿Tienes novio? —preguntó Ginés.

—No.

—Deberíamos salir un domingo.

—¿Lo dices en serio? —Apenas si pudo creerlo.

—Sin que lo sepan tus padres, claro. Me despedirían.

—Eres muy lanzado.

—Bueno, la que está ahí, en la puerta, hablándome y mirándome mientras trabajo eres tú. Yo no he ido a tu cuarto.

—Así que la desvergonzada soy yo.

—No he dicho eso, pero me gustan las chicas desvergonzadas, aunque yo lo llamo ser naturales. Guapas y naturales.

—¿Crees que soy guapa?

—Sí, ya sabes que sí.

La chica hizo un gesto mecánico. Se atusó el pelo. No hubo coquetería, sólo fue un gesto para no continuar quieta.

—¿Con cuántas mujeres has estado?

Ginés cinceló en su cara una sonrisa malévola matizada por el encanto.

—Va, dímelo —le apremió Susana.

—¿Con cuántos chicos has estado tú?

—¿Yo? ¿Por quién me tomas?

—¿Por quién me tomas tú a mí entonces?

—Es distinto.

—No creo que lo sea. —Se pasó el antebrazo por la frente para secarse el sudor—. Estar con alguien no significa querer a alguien. La vida te da experiencia, pero cada día es nuevo y empieza de cero.

—Ginés el filósofo.

—Eres demasiado guapa y vives en una nube para darte cuenta de algunas cosas.

Susana acabó apartándose de la puerta. Tensó el cuerpo. Su buena estatura se cimbreó igual que si se sostuviera en el aire. Había en ella algo etéreo.

Ginés pensó que era lo más bonito, con menos de veinte años, que jamás hubiera visto. Una delicia hecha nervio y feminidad.

—¿Qué, te animas?

—Estás loco —quiso ser contundente ella.

No le hizo caso.

—El domingo, a las cuatro, estaré en la esquina esperándote.

—No te hagas ilusiones. No pienso ir.

—Yo estaré igual. Te esperaré, aunque sólo diez minutos. —Hizo hincapié en la última palabra—: Sólo.

Susana Arguindei dio media vuelta.

Ginés tardó un poco en volver al trabajo.

113

Bernabé Castaños era un hombre ligeramente bajo, algo metido en carnes. Llevaba un traje arrugado y una corbata demasiado corta. Les tendió a ambas una mano flácida, sin energía, y sin hacer mucho caso de la madre, miró a la hija sin recato, primero la cara, después el cuerpo. Lo que vio pareció gustarle.

—Así que Úrsula, ¿eh?

—Sí señor. Úrsula Cerón García, para servirle.

—Con tal de que sirvas al público… —Siguió con su examen: manos, pecho, piernas—. Eres guapa.

—Gracias.

—Si eres la mitad de buena de lo que asegura mi amigo Enrique… —Le dio la vuelta, igual que si examinara un caballo que quisiera comprar. Sólo le faltó inspeccionarle los dientes—. ¿Qué edad tienes?

—Diecisiete.

—Bien. —Volvió a colocarse delante y entonces se dirigió a Carmen.

—Siéntese, señora.

Acabó el examen visual. Carmen ocupó una butaca y Bernabé Castaños una esquina de su mesa de despacho. En el centro de la estancia quedaba suficiente espacio para que Úrsula pudiera moverse.

—Pues venga, vamos allá. Cántame algo.

Había estado nerviosa todo el día, y la noche, y el día anterior, desde que supo que el momento iba a llegar. De pronto se le doblaron las piernas, las rodillas dejaron de sostenerla y la garganta se le trabó. Una pelota invisible acababa de instalarse allí de forma misteriosa.

—¿Así, sin más?

—Sí. Enrique me dijo que lo hacías en su casa.

—¿Qué… qué quiere que cante?

—Lo que tú prefieras. —Fue tajante—. Sólo necesito oírte. —Miró su reloj y agregó—: Date prisa que tengo una reunión.

Úrsula no quería mirar a su madre. Era su reto. Carmen estaba muy quieta, impresionada. En el despacho del hombre había retratos de muchos artistas más o menos conocidos. También había carteles enmarcados, y un estante con premios.

Úrsula apretó los puños.

No había llegado hasta allí para nada.

Contó hasta tres. Las piernas se enderezaron, las rodillas la sostuvieron, la bola de la garganta acabó en el estómago.

Arrancó.

Su voz hendió el aire a plena potencia. Primero fue un grito, un desgarro. Después lo moduló y lo convirtió en un lamento herido que acabó convergiendo en la canción, la melodía, muy sentida, muy emotiva. No rehuyó la presencia ni la mirada del empresario. Centró sus ojos en él.

Interpretó para él.

Le capturó el alma.

A media canción elevó los brazos al cielo y comenzó el taconeo. Se había puesto una falda acampanada para ello. Se la subió por los lados, hasta más encima de las rodillas, y dio sus primeros pases. Uno, dos y tres. Uno, dos y tres. El taconeo fue de liviano a rápido, y de rápido a trepidante. En pleno arrebato regresó la voz, de nuevo unquejío amargo y denso, cargado de sentimientos que armonizaron con la letra hasta la explosión final.

Se quedó quieta, con el cuerpo arqueado y sus ojos de niña, hechos alma, otra vez clavados en el hombre.

En ese momento Úrsula supo que acababa de decirle adiós a su niñez y a su adolescencia.

—No te muevas de aquí —reaccionó Bernabé Castaños.

Caminó hasta la puerta de su despacho. No salió. La secretaria que las había acompañado recibió las órdenes, secas, tajantes y contundentes.

—Marina, que vayan a buscar a Víctor. Y cancela mi reunión.

Cerró la puerta y volvió frente a Úrsula.

Otra larga mirada.

—¿Cuántas canciones sabes?

—Muchas.

—¿Y a bailar, te ha enseñado alguien?

—No señor. Eso es cosa mía.

Bernabé Castaños asintió con la cabeza. Carmen seguía quieta, sentada en la butaca. No existía para él.

—He mandado a buscar a un guitarrista. Es muy bueno y ahora mismo no tenía a nadie a quien acompañar ni grupo de flamenco en el que meterle. Quiero escucharte con él, ver de lo que eres capaz sintiendo la música.

—Sí señor. —Tragó saliva.

—Siéntate. Tardará unos quince o veinte minutos aunque vive cerca. Y por su bien espero que esté en casa.

La dejó en el despacho y salió de nuevo. Úrsula por fin se enfrentó a su madre.

—Mamá, le ha gustado.

Carmen le cogió la mano.

—¿Qué te pasa?

—Nada. —Dominó aquella emoción.

No fueron quince o veinte minutos. Fueron treinta y cinco. Cuando volvió a abrirse la puerta, reapareció el empresario con un hombre de unos veintisiete o veintiocho años. Era de rostro agitanado, tez oscura, cabello rizado, pañuelo al cuello y ropa sencilla. Tenía un aire misterioso que acentuaba su atractivo. Llevaba una guitarra en la mano.

—Víctor, Úrsula. Úrsula, Víctor —los presentó.

Carmen volvió a desaparecer de la escena.

—Escucha. —Bernabé Castaños le puso una mano a Víctor en el hombro—. Lo fácil sería que ella cantara una canción que tú sepas, la acompañas y ya está. Pero no quiero eso. Quiero ver cómo os compenetráis. Úrsula va a cantar y a bailar. —La miró para decirle—: Lo mismo que has hecho antes. Y tú simplemente tocarás arropándola, ¿has entendido?

—Sí, señor Castaños.

Su voz era ronca, y al mismo tiempo dulce, cargada de matices.

—Pues vamos allá. —El empresario dio una palmada y recuperó su lugar en la esquina de la mesa. Víctor se sentó en la butaca que estaba frente a la de Carmen, con el cuerpo inclinado hacia delante y su guitarra bien sujeta entre las manos y una rodilla.

Úrsula se tomó su tiempo.

Luego repitió lo que acababa de hacer un rato antes, aunque distinto, porque nada podía ser igual cuando surgía del volcán de su corazón. Primero Víctor no la siguió; esperó, se dejó llevar por el magnetismo de la chica. Luego, en la segunda estrofa, la guitarra comenzó a sonar, a sonar. Un rasgueo, apenas unos roces. Después la pulsación, la unión de voz y melodía. Tras la calma, la tempestad. Con el baile las cuerdas estallaron y las manos se convirtieron en molinos de viento. No se las veía. Subían y bajaban con una rapidez de vértigo. Hacia el final del tema y del número, retornó la digitación, un delicado tono que acabó extinguiéndose mientras Úrsula lo acompañaba con un taconeo. Esta vez no hubo explosión de raza y genio, sólo la suavidad del sonido menguando hasta ser un susurro que expiró en el silencio.

Úrsula miró a Víctor.

Víctor miró a Úrsula.

Boquiabiertos los dos.

Bernabé Castaños tardó todavía un largo segundo en ponerse a aplaudir.

114

A la salida del Windsor, la gente se desparramó por la calle en dirección a la noche. Algunas personas todavía lloraban. Otras comentaban la calidad de la película. Unas hablaban del trabajo de Vivien Leigh. Otras ponderaban la fuerza interpretativa de Clark Gable. Nadie estaba indiferente. Nadie salía sin sentirse arrebatado por la desbordante calidad de las imágenes que acababan de ver.

Fuensanta era de las que tenían los ojos húmedos.

—¿Emocionada? —le preguntó Pablo.

—Mucho. —Fue sincera.

—¿Tomamos algo?

—Ha sido muy larga —se excusó—. Debería irme a casa. Lo siento.

—No te preocupes. Cogeremos un taxi.

—Hasta la calle Princesa —le recordó.

Pablo se resignó.

—De acuerdo.

Tardaron en dar con un taxi libre. Cuando se sentaron en él, ella misma le dio la dirección. Princesa con Comercio. Luego se arrellanó en el asiento. Se sentía cansada, como si la película se le hubiera metido en los huesos. Cansada y feliz.

Pablo le cogió una mano.

Y Fuensanta no la apartó.

Cerró los ojos.

La nube tardó unos segundos en deslizarse hacia la normalidad. Y fue Pablo el que deshizo el silencio, probablemente buscando algo que decir.

—Las escenas de la guerra han sido muy impactantes.

—Sobrecogedoras. Ese incendio…

—¿Dónde estabas tú cuando…? —No hizo falta que terminara la frase.

—En el pueblo.

—¿Lo pasaste mal?

—Cuando empezó yo tenía cinco años, y ocho al acabar. Ahora lo recuerdo como si fuese un sueño, o una pesadilla. Murió mi hermano José, mi padre acabó en la cárcel…

—¿Luchó con la República?

Se arrepintió del desliz, de haberlo dicho.

—Sí —confesó.

—Los míos estaban en el Montseny. Eran republicanos pero… bueno, las circunstancias mandan. Para lo que llaman «la burguesía catalana» fueron tiempos difíciles.

—¿Y tú?

—Yo sí lo recuerdo. No era tan niño como tú. El hambre…

—Sí, el hambre es lo peor. Te vuelve loca. Mira Escarlata O’Hara cuando dice que jamás volverá a pasar hambre. Seguro que en el cine todo el mundo se ha estremecido.

—Por suerte ahora todo está bien, ¿no?

Sin saber por qué, pensó en Rogelio.

Un fantasma apareciendo y desapareciendo de su mente.

—Sí, ahora sí —concedió.

—¿Por qué no me hablas de tu familia?

—Porque no hay mucho que contar, Pablo.

—Pero yo quiero saberlo todo de ti.

—Entonces te hablaré de mí, pero no de ellos. Son gente sencilla.

—Es tu familia. —Lo dijo de una forma dulce.

—Eres un encanto —reconoció.

Pablo le presionó un poco más la mano.

Guardaron silencio a medida que se aproximaban a su destino. Cuando el taxi se detuvo en la esquina de las dos calles, Fuensanta deshizo el contacto y se dispuso a despedirse de su acompañante. Lo que menos esperaba era que él también bajase, por la otra puerta, después de darle un billete de cinco pesetas al taxista sin esperar la vuelta, para rodear el coche y abrirle la suya.

—¿No sigues en él?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no quiero despedirme a la carrera, en un taxi.

El automóvil ya se alejaba por la calle Comercio.

Entonces Pablo la sujetó por los brazos y la besó.

Un beso instintivo, armado de valor, rápido.

Ella no lo despreció, pero tampoco se movió. Continuó inmóvil, paralizada, sin saber qué hacer ni cómo reaccionar. Por un lado sorprendida, por el otro asustada, por el otro… extrañamente tierna.

Sentimientos cruzados.

Al separarse y notar aquella inmovilidad, Pablo se vino abajo igual que un niño sorprendido por una imprudencia.

—Perdón… —musitó.

—No. —Adornó con una dulce sonrisa sus palabras—. Me ha gustado.

—¿De verdad?

—Pues claro.

Le dio alas. Las sintió en el corazón. Intentó repetirlo.

Esta vez sí: Fuensanta retrocedió asustada mientras miraba calle arriba y calle abajo.

—Es tarde —dijo sin apenas voz—, pero pueden verme igual. —Mantuvo su sonrisa al proclamar—: Y que me haya gustado no significa que quiera empacharme la primera vez.

Le hizo reír, más distendido.

—Eres…

—No lo digas. —Le puso una mano en los labios.

—Iba a decir que eres extraordinaria.

—No seas bobo —le contuvo.

—La primera vez que te vi…

La mano se los selló.

Quedó allí, quieta, unos segundos.

Después le deseó buenas noches y se apartó de su lado.

115

Lo primero que hizo cuando ella quedó completamente desnuda fue hundir su rostro entre sus pechos.

Eran grandes, muy carnosos, blandos, y tenían los rosetones oscuros, como dos lagos sólidos coronados por el pequeño montículo. Parecían agotados, exhaustos, igual que si alguien se los hubiera chupado mucho, hasta la extenuación. Posiblemente un bebé, o dos, o más.

—Quieto, fiera —trató de apaciguarle.

Antonio no le hizo caso.

Le lamió un pecho, el otro. Pellizcó su cintura con las manos. Después bajó hacia la pelvis, lamiendo el vientre camino del sexo.

La mujer le sujetó por el pelo.

—Espera, ¿qué haces?

—Tengo muchas ganas.

—Y yo, amor, pero disfrútalo.

—Mira.

Le enseñó su pene, apuntándola desde abajo en un ángulo de 45 grados.

—Hermoso. —Ella se lo agarró con una mano.

—¿Te gusta?

—Sí, mucho. Ya quiero sentirlo dentro de mí.

—Chúpamelo.

—No, cariño. Ya sabes que hoy no lo haré.

—Pero te gusta.

—Me gusta mucho. —La mano subió y bajó por él—. Pero eso vale más, y tú me has dicho que sólo llevabas siete pesetas.

—Te pagaré la próxima vez.

—Huy. —Dejó de sujetársela y echó la cabeza para atrás, desparramando el pelo por la almohada—. Aquí no se fía, cielo. La próxima vez, lo pagas y yo te la chupo, te hago lo que quieras. Pero hoy sólo vamos a follar. Vamos, métemela ya si estás tan ansioso. Mira. —Le ofreció su sexo, grande, enorme, con unos labios vaginales que parecían dos verrugas gigantes a ambos lados de él—. Esto te gusta, ¿verdad? Está tan calentito…

—No quiero correrme rápido.

—Pues tarda lo que quieras, amor. Soy tuya.

—No, no eres mía.

—¿Qué te pasa?

—Quiero sentirla en tu boca.

A ella se le fue la sonrisa de los labios.

—Ya te he dicho que no.

—Hazlo.

La mujer frunció el ceño y cerró las piernas.

—No lo estropees, ¿de acuerdo?

—Coño…

—Se te está bajando. —Le hizo notar—. ¿Vas a desperdiciar tu dinero?

—¡Chúpamela!

Ya no eran sólo las piernas. También fue su ánimo.

—Creo que será mejor que te vayas.

—¡He pagado!

—¡Por follar, así que si quieres, folla, si no…!

—Mierda…

Fue extraño.

Casi nunca se sentía violento, salvo en ocasiones con sus hijos o en casos extremos con Carmen. Ni en la guerra, viendo morir a sus camaradas, o disparando a ciegas al enemigo.

El enemigo.

La bofetada tampoco fue muy fuerte. Sólo una descarga. Un golpe de rabia y frustración, de ceguera y locura. Pero al impactar en la mejilla de la prostituta estalló igual que una centella en el silencio del cuartucho.

Ella le empujó hacia atrás.

Y mientras trataba de no caer, Antonio vio el cuchillo en su mano.

Tardó en comprender la realidad.

El cajón de la mesita abierto, la ramera ya sentada en la cama, el brazo extendido con su arma por delante, el rostro enfurecido, el voluptuoso cuerpo desnudo pero ya no deseable.

Antonio sintió ira.

Y tras ella, o confundido con ella, un profundo sentimiento de impotencia.

—Por favor… —suplicó.

—Vuelve a pegarme, hijo de puta —movió el cuchillo frente a su cara—, y te juro que se lo cuento a tu mujer, que sé dónde vives, cabrón. Que lo sé.

Era mentira, pero daba lo mismo.

Su sexo había retrocedido hasta convertirse en el pellejo de siempre. El mismo con el que se acostaba cada noche al lado de Carmen.

—Vístete fuera —le ordenó ella.

—Pero…

—¡Fuera!

Y la obedeció.

116

Ginés contó hasta tres y luego llamó a la puerta.

Ella estaba en casa.

Escuchó el rumor de sus pasos, la delicada sinuosidad de su cuerpo deslizándose por encima de las baldosas. Era temprano. Un domingo por la mañana dedicado a la holganza. Por eso no le extrañó que Luisa le abriera la puerta en bata, desarreglada, pero tan hermosa y deseable como siempre, como al comienzo, al descubrirla al otro lado de la ventana, o cuando fue a verla la primera vez, y las siguientes.

Ahora le parecían pocas.

Ella se lo quedó mirando como si viera a un fantasma.

No hubo excesiva simpatía en su voz.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Nada.

—Entonces vete.

—No, espera. —Puso un pie entre la puerta y el marco antes de empujarla con suavidad y colarse dentro.

—Ginés… —El tono fue determinante.

—Caray, sólo quería verte.

—Ya me has visto.

—Venga, mujer.

—Ginés… —Lo repitió de nuevo alargando un brazo por si las moscas.

Estaban en el recibidor. La luz del techo no era muy fuerte. No pretendía hacerlo, su propósito era otro. Pero se le antojó que ella estaba preciosa. Todas aquellas sombras, lo que había bajo la bata, los recuerdos de aquellos días…

Carlota Arguindei era una loba. Luisa, un corazón.

—Venía a ver si podías prestarme un poco de dinero —confesó.

Logró impactarla. La sorpresa la desarmó por completo.

—¿Has venido… a pedirme dinero?

—Sí, y te juro…

—¿Quieres cobrar los servicios prestados?

—No es eso.

—Lo parece.

—Tú me importas.

—Dios… —Dio la impresión de que iba a echarse a llorar al llevarse las dos manos a la boca. Por encima de los dedos extendidos sobre la nariz, ocultando parte de su rostro, sus ojos fueron los de una paloma a la que acababan de disparar.

Ginés resistió su derrota interior.

—No eres consciente de nada, ¿verdad?

—Si no puedes o no quieres, dímelo y en paz. —No supo entenderla.

Luisa extendió una mano hacia él. Le acarició la mejilla. La mirada volvía a ser tierna. Amarga, pero tierna.

—Eres demasiado guapo —musitó—. Demasiado. Pero eso no dura siempre.

No entendía las señales. Ni pareció importarle. Ella le acariciaba, su voz era suave. Así que intentó cogerla para besarla.

Luisa retrocedió como si una descarga eléctrica acabase de sacudirla.

Su mirada se endureció.

—Si quieres dinero, ahí está mi monedero. Cógelo. Si quieres follar, vete.

En Barcelona había sido la primera. La mejor. Una pena.

Ahora era tarde.

Alargó la mano, atrapó el monedero de la mesita de la entrada y lo abrió. Tras rebuscar en él extrajo dos billetes de veinticinco pesetas y uno de cincuenta. Se los mostró a su dueña.

Luisa se encogió de hombros.

—Gracias —le dijo mientras se los guardaba.

No era necesario que le mintiera asegurándole que se los devolvería.

—¿Vas a salir con una jovencita y quieres impresionarla?

—No —respondió demasiado rápido.

—Seguro que es muy guapa, y vale ese dinero. —Luisa se apoyó en la pared.

—No seas tonta. —Intentó ocultarle su palidez.

—Conmigo no salías.

—Porque no querías.

—Ninguna saldría del brazo contigo a la calle siendo mayor. Así que si necesitas dinero es por ese motivo.

Quería irse de allí.

—Tú me pediste que no volviera, ¿recuerdas?

—Pero has vuelto.

—Pensé que éramos amigos.

—No, nunca fuimos amigos. Fuimos lo que fuimos. Amantes. Y estuvo bien. He de darte las gracias. Hiciste mucho por mí. Más de lo que valen esas cien pesetas.

—¿Qué hice por ti?

—Me despertaste. Gracias a ti estoy viva… y saliendo con alguien.

—Vaya. —Se la imaginó desnuda, en la cama, con otro, y le dolió.

—Es mayor, aburrido, seguro… Un encanto.

—Me alegro por ti.

Luisa cubrió la distancia que la separaba de la puerta. La abrió y le franqueó el paso. Ginés ya no esperó más.

La miró por última vez desde el rellano.

—Que tengas suerte —le deseó ella. Y agregó mientras cerraba la puerta—: La necesitarás.

117

Fuensanta salpicó la prenda con agua y después cogió la plancha. Cuando daba la primera pasada, vio entrar a Rogelio, ya vestido. Instintivamente la muchacha se cerró la parte superior de la blusa, que llevaba desabrochada.

—Buenos días.

—¿Vas a pasear? —le preguntó—. Hace un día precioso.

—Sí, si te vienes.

—No puedo. —Le enseñó la cantidad de ropa que tenía por planchar—. He de ayudar.

—Los domingos son para descansar.

—Eso será para los hombres, que no hacéis nada. Nosotras…

Rogelio se sentó en una silla.

—¿Vas a pasarte el rato contemplándome? —protestó sin mucho énfasis ella.

—Como tú dices, no tengo nada mejor que hacer.

—Vete de aquí, va. Me pones nerviosa.

—¿Yo?

—Sí, tú.

Por un momento pareció que él iba a echarse a reír.

Sólo fue espejismo.

—Te he visto poco estos últimos días.

—Mira quién fue a hablar. El que se pasa todo el día en casa.

—Sales con un hombre, ¿verdad?

—No. —Se puso roja.

—Perdona.

Acabó de planchar la prenda. La plegó, la dejó sobre la mesa y cogió otra. Se entretuvo en examinar un agujero demasiado ostensible. Su gesto fue de fastidio. Otro remiendo. Otro zurcido. Ella a veces iba a trabajar tres días seguidos con lo mismo, porque en la perfumería no podía ir de luto.

El dichoso luto.

—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Rogelio.

—Bien.

—Es un buen sitio. Muy elegante.

—Y con una clientela muy selecta. Bueno, la mayoría.

—¿Sabes quién es el amante de tu jefa?

—No. Ni me importa.

—Es un pez gordo, pero más su hermano. Nada menos que uno de los capitostes de Gobernación, aquí, en Barcelona.

—Ni idea. —Siguió planchando con ahínco.

—¿Le has visto alguna vez?

—¿A quién?

—Al hermano.

—¡Ni siquiera he visto al señor! —protestó.

—¿Tan discreta es su querida?

—Se llama Mercedes Blanch. ¡Y quieres dejar de meterte con ella o con…! ¡Por Dios, qué agobio! Desde luego, cómo se nota que no tienes nada que hacer.

—Yo no me meto con tu señora —manifestó con absoluta seriedad—. Pero sí con esos malditos cabrones burgueses.

—Rogelio, ¿por qué no vives y dejas vivir? —exhaló con cansancio.

—¿Sabes lo que dices?

—Claro que lo sé.

—No. Si lo supieras no hablarías así. ¡Son ellos los que no dejan vivir! Entonces, ¿por qué hemos de permitirles que lo hagan tan tranquilamente? Una dictadura es eso: un camino de una sola dirección.

—¿Quieres bajar la voz? Las paredes oyen.

—Tienes veinte años. Si no luchas tú, ¿quién lo hará?

—¿Luchar para qué? ¿Por qué te amargas siempre?

—Porque no puedo fingir que no pasa nada, cerrar los ojos, resignarme.

—Siempre estás igual. ¿Qué vas a hacer, una guerra, solo, por tu cuenta?

—Siempre se puede hacer algo. Una pulga pica, una garrapata se pega a la piel, un mosquito molesta y deja una buena hinchazón.

—Menudos ejemplos. A las pulgas se las revienta, a las garrapatas se las arranca y a los mosquitos se les aplasta.

—No si son cientos.

—Ay, mira, déjalo correr. Hoy no estoy para discusiones. Es domingo.

—¿Te espero?

—No, vete tú.

Se enfrentó a su trabajo, a su rostro serio, a su contención. Fuensanta se dejó observar. No se azoró, ni se molestó. Ya no. Vivían allí, juntos. A veces no se veían en días. Otras, dos o tres veces en unas horas. La vida se les había hecho monótona. O casi. Cuando planchaba su ropa la acariciaba. Era extraño. Tal vez fueran los años que se llevaban, o que, pese a todo, sus palabras, sus ideas, la penetraban, la abrían en canal.

Le daban miedo pero…

—Rogelio.

—¿Qué?

—¿Nunca has tenido novia?

—No, ya te dije que no le convengo a nadie.

Fuensanta metió los dedos en la palangana, salpicó otra prenda, comprobó el grado de calor de la plancha, con su vientre lleno de carbón encendido. Seguía ardiendo. La aplicó sobre la prenda y el vapor se convirtió en humo. Una gota de sudor se desprendió de su frente y cayó al vacío.

Se pasó una mano por ella sólo cuando él se hubo ido.

118

Se acercaba la hora de regresar a casa. De hecho, sus padres no sabían que habían ido a la playa de la Barceloneta, a bañarse. Todavía les prohibían cosas. Todavía les faltaba un poco para disfrutar de más libertad e independencia. Por eso también se habían escapado sin Ana. Dos chicos solos. Dos chicos solos apurando el verano, el calor.

Se acercaba la hora pero le robaban minutos al tiempo.

Fernando se había adormilado al sol. Salvador, tendido a su lado, se volvió hacia él para despertarle y no lo hizo.

Era la primera vez que le veía prácticamente desnudo.

Tan sólo con el traje de baño.

Admiró su forma, los hombros redondos, el pecho todavía en pleno desarrollo, las costillas salidas a causa de la posición, boca arriba, el ombligo hundido en su vientre, como un pozo secreto directo a su génesis, los muslos de las piernas duros, el vello incipiente, los pies ligeramente grandes y con las uñas demasiado largas. Y en el centro de todo ello, oculto, el sexo.

Un sexo hermoso, capaz de cambiar, dulce y suave.

Se acercó un poco más y quedó a unos centímetros de su cara.

Aquel rostro extremadamente bello, o al menos así se lo parecía a él.

Lo examinó aún más despacio que el cuerpo. El cabello hacia atrás casi seco, las cejas espesas, la nariz prominente, los labios incitantes igual que un deseo en mitad de aquel marco maravilloso. Ana ya no existía. Existía él. Cada masturbación, cada sueño, cada fantasía. Él y sólo él.

La revelación.

La gran sorpresa.

Y todo el desconcierto que no menguaba, pero que poco a poco dejaba de importarle.

Salvador se acercó un poco más.

Le olió.

Por debajo del aroma a mar y sal, flotaba el de su amigo.

Un olor vivo, que impregnaba su ropa, el aire que le rodeaba, la piel que tantas veces había imaginado tocar, acariciar…

Extendió una mano.

La depositó en el hombro de Fernando.

No se movió.

Salvador miró arriba y abajo de la playa. No había nadie cerca. Se aproximó un poco más a Fernando, hasta casi quedar rozándolo. La distancia se hizo suspiro. Apenas unos centímetros. Hubiera deseado tocarse, masturbarse, eyacular de puro placer, pero no podía. La erección sin embargo le presionó el bañador. No por ser holgado se hizo menos evidente.

Su mano se desplazó.

Rozó el sexo de Fernando.

Y ya no pudo evitarlo.

El deseo, su rostro, el deseo, sus labios, el deseo, su olor, el deseo…

Cerró los ojos y lo besó.

Fernando tuvo una sacudida. Despertó de golpe. Salvador no pudo retroceder a tiempo.

Su amigo tensó todo su cuerpo.

—¿Qué haces?

—Nada.

Sintió el beso. Lo sintió en la boca. Se pasó una mano por ella, con asco y algo más: repugnancia. Luego debió de interpretar que no soñaba, que alguien le había rozado entre las piernas.

Miró las de su amigo.

Y dilató las pupilas.

—Pero ¿qué…? —Retrocedió de espaldas sobre la arena al ver el bulto.

—Espera —intentó detenerle Salvador.

Los ojos de Fernando iban de su erección a su cara delatora, atenazada por una terrible verdad que, de repente, estallaba allí con toda su crudeza.

—¡Serás… maricón! —estalló.

—No. —Comenzó a llorar.

—¡Lo eres! —Fernando se puso en pie de un salto—. ¡Lo eres! ¡Eres un maricón y me has besado y…!

—¡No, por favor! —Las lágrimas le rompieron el alma.

—Y mi hermana enamorada de ti… Todo este tiempo… En casa, fingiendo… —El horror se hizo más y más evidente—. ¡Te odio! —Recogió su ropa del suelo con gesto airado—. ¡Maricón, maricón, maricón!

Salvador se tapó los oídos.

Ni siquiera supo cómo dijo aquello.

—Te quiero…

—¡Y yo no quiero verte más! ¡Nunca! ¡Maricón, maricón, maricón! Cuando mi padre lo sepa…

—¡No!

—¡Entonces no vuelvas!

—Por favor… —Se puso de rodillas, ciego por las lágrimas.

Fernando ya no estaba allí.

119

Fingía no mirar el reloj, pero lo hacía, de soslayo, como si el gesto no fuera con él.

Las cuatro y ocho minutos.

Tampoco miraba la calle, ni la casa. Su único miedo era que saliera su madre, Carlota, la señora Arguindei, su loba ávida de carne fresca.

Las cuatro y nueve minutos.

Tal vez no acudiera a la cita. Tal vez la hubiera infravalorado a ella y se hubiera sobrevalorado a sí mismo. Se le daban bien las mayores, las maduras. Se deshacían en sus manos, huérfanas de afectos. Podía ganarse la vida haciendo de gigoló, aunque selectivo. Nada de ancianas decrépitas. De hecho era la primera vez que lo intentaba con una de más o menos su edad, sin contar el tiempo del servicio militar. De uniforme era otra cosa: se pillaba lo que se podía, y más en una Cartagena repleta de marineros.

Las cuatro y diez minutos.

Si esperaba uno más, y ella le espiaba, escondida, demostraría ceder, no ser más que un chico del montón, capaz de tragar mierda por una chica. Le había dicho a las cuatro. Y que a las cuatro y diez se marcharía.

Ninguna niña, por guapa que fuese y por mucho que le atrayese, valía lo que su dignidad y orgullo.

Ginés dio media vuelta y echó a andar.

Contó despacio, en voz muy baja y para sí mismo.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…

—Hola.

Como surgida de la nada, a su lado.

No le preguntó dónde se había ocultado, ni por qué, ni para qué. Era un juego, y jugaban los dos. Valía la pena. También era un pulso, y en un pulso las manos oscilaban de un lado a otro hasta que uno doblegaba la del contrario. Se la quedó mirando con calma, sin dejar traslucir ninguna emoción.

Parecía no haberse arreglado, pero lo había hecho.

En su aparente informalidad residía la gracia.

Sus armas.

—Hola —le dijo.

Susana continuó frente a él, las manos en las caderas. Una actitud en parte provocadora, en parte retadora. Los ojos desprendían chispas.

Un toque maligno.

—No sé qué hago aquí. —Exhaló.

—Yo sí. —Ginés sonrió.

—No estés tan seguro.

—Lo importante es que has venido, no que lo sepas o no o yo esté seguro.

—No me veo saliendo con un albañil.

—No voy a serlo siempre.

—¿Ah, no?

—Pienso dejarlo muy pronto.

—¿Y qué harás?

—Tengo planes.

—¿Qué planes?

—Despacio, ¿no? —Dio un paso y quedó literalmente pegado a ella—. ¿Vamos al cine? ¿Al Tibidabo? ¿A bailar? ¿A merendar?

—¿Adónde pensabas ir tú?

—Hay tiempo para todo.

—Me gusta bailar —dijo Susana.

Intentó no expresar sus emociones, contenerse.

Bailar con ella, tenerla entre sus brazos, apretarse… si se dejaba, olerla, aspirarla, sentirla…

Como su madre pero en joven.

—Entonces vamos a bailar —decidió.

La chica siguió quieta, estudiándole.

—He dicho que me gusta bailar, no que quiera ir ni que desee hacerlo contigo.

—Si vas a jugar, me voy. —Le sonrió escupiéndole todo su encanto a la cara.

Ella hizo una mueca.

La última mirada fue una rendición.

—Puede ser interesante. —Le devolvió la sonrisa—. Vamos a bailar.

120

Desde el día de la prueba, Úrsula no dejaba de pensar en todo lo sucedido. Era incapaz de apartarlo de su mente, trabajar, olvidar aquella catarsis. Aquel hombre, el empresario, le había dicho que se preparara, que pronto tendría noticias suyas. El guitarrista, Víctor, la había felicitado emocionado. Hasta su madre, en la calle, le dijo que había sido impresionante.

Impresionante.

¿De verdad iba a ser… artista?

¿De verdad estaba a punto de suceder… o había sucedido ya?

Se puso a limpiar el suelo del cuarto de Jorge tratando de concentrarse en lo suyo. Era la criada. Seguía siendo una criada. El futuro quedaba casi a la vuelta de la esquina, pero el presente mantenía mientras tanto su curso.

Limpió a fondo las baldosas, los rincones, los lugares más ocultos de aquella habitación hermosa que, según su dueño, un día sería la suya. Era extraño. Sus sueños estaban a punto de cumplirse. Los de Jorge jamás serían una realidad.

Su enamorado.

Aquel pequeño diablo…

Siguió canturreando una canción que llevaba en el alma y que se había inventado hacía poco: «Isla Plana».

Isla Plana, Isla Plana,

pedacico de mi España.

Isla Plana, Isla Plana,

desde el mar a la montaña.

Tierra mía, yo te canto,

yo te canto en esta vida.

En la risa y en el llanto

de mi alma vas prendida.

Aire puro, sol de oro,

eterna primavera.

Eres mi mayor tesoro,

yo nací a tu vera.

Y aunque lejos pueda estar,

no hay distancia infinita.

Yo te juro regresar,

que mi corazón palpita.

Isla Plana, Isla Plana,

murcianica hasta los huesos.

Isla Plana, Isla Plana,

yo te mando muchos besos.

Siguió tarareando la copla, recogió la ropa de la cama y justo cuando iba a salir se encontró con el señor Enrique.

Su cara era luminosa.

—Ha llegado pronto —comentó ella.

—Sí, las buenas noticias hay que darlas cuanto antes.

Úrsula se detuvo.

—¿Buenas noticias?

—Deja eso —le recomendó su señor.

No había nada cerca, ni una silla, así que retrocedió, volvió a dejarlo todo sobre la cama y salió de nuevo. De pronto su mente estaba en blanco.

Buenas noticias.

¿Para… ella?

—¿Sucede algo? —Le miró expectante.

—Me ha llamado Bernabé Castaños.

Se le paró el corazón.

—¿A usted?

—Quería comunicármelo el primero. A fin de cuentas puede decirse que soy tu descubridor.

—Ay… —Se llevó una mano al pecho.

—Enhorabuena, Úrsula. Vas a debutar en unavarieté de cine. Tal vez en el Condal. Será un primer paso, una prueba más efectiva que la que tuviste en el despacho de mi amigo, pero así tendrás tu bautismo de fuego, con público. Más tarde ya se verá cómo se enfoca tu carrera.

Su carrera.

—Señor… —Llegaron las lágrimas.

—Eh, eh, que no es para llorar, sino para dar saltos de alegría, ¿no?

No pudo evitarlo. Se le echó literalmente encima y le abrazó. Tal vez como hacía tiempo que no abrazaba a nadie, ni a su padre. El señor Enrique casi trastabilló hacia atrás. Primero no supo qué hacer con las manos. Luego, mientras reía, sí. Las puso en la espalda de Úrsula y correspondió a la emoción de su entrega, estrechándola contra sí.

—Bueno, bueno, bueno —dijo.

—Gracias… —Se le atragantaron las palabras.

—No, gracias a ti. —La acarició con un gesto paternal—. Lo único que siento, ya te lo dije, es que tendrás que dejarnos, y eso sí voy a lamentarlo. Casi eras ya de la familia.

—¿Dejarles? —Se separó para mirarle con el ceño fruncido.

—Pues claro, mujer. ¿No vas a ser la criada, y actuar, y prepararte y…?

No lo había pensado. O quizá sí.

Un torbellino de emociones la sacudía.

—¿Lo sabe ya la señora?

—Ahora le daré el disgusto.

—¡Pero yo no quiero…!

La carcajada del señor Enrique se comió sus palabras, y su desazón, y todo lo demás.

Finalmente, el presente terminaba y comenzaba el futuro.

Tenía un pie en él.

121

Después de que le explicaran sus deberes y obligaciones, Antonio dio sus primeros pasos por el lugar en el que iba a trabajar desde ese día.

Era un almacén relativamente grande, pero no estaba lleno a rebosar de materiales de construcción. Cuando terminaba una obra, todo iba a parar allí. Cuando se iniciaba otra, se cargaba un camión con lo necesario destinado a ella. El flujo era continuo también entre la docena de construcciones ya en marcha. Había picos, palas, mazos, mallos, martillos, sierras, espátulas, un par de hormigoneras, tablones, tablas, sacos de cemento y un largo etcétera consistente en sobras, de grifería, rasillas, retretes o material eléctrico. La persona encargada del almacén, ahora él, tenía que llevar una contabilidad de lo que entraba y salía, ayudar a cargar o descargar y poco más. No era un trabajo duro, ni al aire libre, hiciera calor en verano o frío en invierno. De paso, también ayudaba en las oficinas, situadas al lado del almacén y comunicadas por una puerta interior. Lo de «ayudar» consistía en ir a buscarle un café al aparejador o un refresco al contable, barrer el suelo y hacer recados, es decir, llevar un sobre a un arquitecto, recoger unos planos de otro o pasar por el banco a depositar algo en caja, entregar una letra de cambio o incluso cobrar un cheque.

Así se paseaba.

Mientras se lo explicaban, dijo que sí a todo, mitad aturdido, mitad responsable. El cambio era muy fuerte. De la obra, con los amigos, a la soledad y la responsabilidad de llevar en solitario ese almacén. Conocía a los de la oficina: el constructor, el aparejador y los tres empleados. Buena gente.

Aunque él siempre sería el peón.

El hombre que había vendido su silencio por aquello.

Se sentó encima de unos sacos de cemento y contempló aquel horizonte acotado en el que iba a vivir desde ese momento.

Más dinero, menos riesgos.

Un mundo perfecto.

Pero no podía cerrar los ojos de noche sin ver a Marcelino Riera en la oscuridad y sin escuchar en su mente aquellos espantosos sonidos acompañados por su grito final.

¿Cuánto tiempo había tardado en superar los recuerdos de la guerra?

¿Los años que estuvo preso?

Y lo más importante, ¿cómo los había superado?

¿Coraje, necesidad, deseos de seguir adelante y olvidar?

La guerra era de todos, Marcelino Riera no.

Era suyo, sólo suyo.

—Maldita sea… —Apretó los puños mientras dejaba caer la cabeza sobre el pecho.

122

Tal vez lo esperara, tal vez no, pero cuando la vio delante de él se quedó muy quieto, paralizado, sin saber cómo reaccionar.

Ana.

Su rostro lo decía todo. Expresaba el dolor, el miedo, la incertidumbre. Un sinfín de emociones cruzadas, al límite, como un volcán a punto de entrar en erupción por la presión de su magma interior.

Salvador se enfrentó a sus ojos.

—¿Qué ha sucedido? —Fue la primera en hablar.

—Nada —mintió por mero instinto de supervivencia.

—Fernando dice que ya no sois amigos.

Se encogió de hombros.

Le ardía la mente.

El corazón.

—¿Por qué? —insistió la chica.

—Nos hemos peleado.

—Haréis las paces, ¿no?

—No creo. —Fue sincero.

Ana no pudo contener el llanto. Le cayeron dos gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas hasta dar el salto al abismo desde el mentón.

—Por favor…

—Lo siento.

—No, no lo sientas. —Movió la cabeza de lado a lado—. Fernando me ha dicho que… que ni siquiera te hable. —El sentimiento ahogaba sus palabras—. No entiendo nada. Si se ha enfadado él contigo o tú con él, ¿qué tiene que ver eso conmigo… con nosotros? —Suspiró con mucha fuerza—. Somos novios, ¿no?

Y él se lo dijo:

—No, Ana. No lo somos.

—¿Cómo que no? ¡Yo te quiero mucho!

—Y yo a ti… pero no de esa forma.

—¡Sólo hay una forma de querer! —casi gritó.

Estaba cansado de fingir o mentir. Ahora sabía la verdad. Por fin. Sabía quién era, y qué era. El hecho de sentirse mal, culpable o diferente, no significaba que tuviera que engañarla incluso a ella. Precisamente a ella no, porque era inocente. Lo más puro de su vida.

—Estoy enamorado de Fernando.

Las palabras penetraron despacio en la mente de Ana.

Una a una, buscando un camino hasta su razón.

Una vez en ella, se apoderaron de todo su ser.

—¿Que estás… qué…?

—He intentado… —No supo cómo explicárselo—. Lo que siento con él y por él no lo siento contigo. Perdona, Ana, perdona, por favor.

Apareció el horror.

Y con todo lo demás, el miedo, el rechazo…

—¡Esto es pecado!

Salvador sintió el invisible impacto de su rabia. Una bofetada en el rostro. Un puñetazo en el pecho. La explosión final aplastando su resistencia, aunque no su voluntad, porque era cuanto le quedaba.

—¡Estás enfermo! —Ana seguía llorando, pálida—. ¡Vas a ir al infierno!

—No puedo mentirte, ni mentirme a mí mismo. ¿Qué quieres que haga, que finja? Pasó, eso es todo, y me he dado cuenta a tiempo.

—¡Pero es asqueroso! ¡El amor sólo es posible entre un hombre y una mujer!

No iba a convencerla. Ya era un camino de dos direcciones. Jamás se encontrarían.

Bajó los ojos, impotente, para no enfrentarse más a su dolor.

Quedaba el final.

Y Ana se lo gritó a la cara:

—¡Te odio!

Dio media vuelta y echó a correr calle abajo.

Salvador supo que con ella se iba todo lo demás, incluido su padre, el hombre al que admiraba más que nada en el mundo.

123

Conocía a Isaías Montaña del barrio, del bar, de habérselo topado algunas veces por la calle, de comentarios cazados al vuelo aquí y allá. Decían que era listo, pero que acabaría mal. Decían que se movía por círculos poco recomendables, pero nunca parecían faltarle unas pesetas para gastar libremente. Decían esto, y aquello y lo de más allá.

A Ginés le caía bien, sin más.

Siempre estaba contento, hacía bromas, perseguía a todas las chicas, invitaba a fumar. Tenía tres o cuatro años más que él y era de Salamanca. Contaba anécdotas curiosas, como por ejemplo que en su tierra, o en León, no había cerveza y bebían orujo. Un vaso costaba dos reales. Y que para divertirse iban a la bolera americana, donde el que ganaba recibía un pollo de corral. Llevaba en Barcelona cinco años y se jactaba de conocer todos sus entresijos. Por lo menos los que podían favorecerle o ayudarle a sobrevivir.

Isaías Montaña no trabajaba, vivía a salto de mata.

Y vivía bien.

—Ginés, amigo.

—¿Cómo estás?

—Te andaba buscando.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Ven.

Lo llevó aparte. Salieron de la tasca y cruzaron la calle en dirección al parque de la Ciudadela. No se detuvieron hasta la otra acera, al amparo del Museo de Zoología y el Invernadero. Isaías se aseguró de que nadie anduviera cerca, de que nadie reparara en ellos. Para dar más énfasis a sus palabras le puso a Ginés una mano en el hombro.

—¿Quieres ganar dinero? —le preguntó.

—¿Y quién no?

—Me refiero a dinero… dinero, ya me entiendes.

—No, no te entiendo.

—Dinero sin necesidad de trabajar un montón de horas en una obra, y sin aguantar a un encargado cabrón o a un jefe hijoputa. Esa clase de dinero, Ginés.

—¿Y a quién hay que matar para eso?

—A nadie, hombre. —Hizo un gesto de suficiencia—. Robar… un poco, pero cosa fácil.

—Robar nunca es fácil. Díselo a todos los que están en La Modelo.

—Ésos son tontos —los despreció Isaías—. Hay que saber dónde meterse, cuándo, cómo. Y nada de pistolas o cuchillos. Por Dios, qué vulgaridad. —Se estremeció—. Te hablo de esto. —Se tocó la sien con el dedo índice.

—¿Por qué yo?

—Porque te he estado observando y eres listo. Además, no te conformas. Tienes ambición. El otro día te vi en El Cortijo, bailando con una que desde luego no tenía aspecto de ser de las nuestras.

—¿Y cómo son las nuestras?

—¡Tú ya me entiendes, chaval! —Le palmeó el brazo—. A una de las nuestras la hubieras llevado al Rialto. Pero no, estabas en El Cortijo. Y eso es porque la niña tenía mucha clase. Se le notaba. Una niña así cuesta. Hay que llevarla a sitios bonitos, hacerle regalos caros, vestir bien, oler mejor. ¿Sabe que erespaleta?

—Sí.

—Bueno. —Hizo un gesto dudoso—. Será por tu encanto. Pero a la larga… ¿Qué, te cuento de qué va la cosa o no?

Lo meditó. Decidió que con escuchar no perdía nada.

Isaías Montaña no había ido a la cárcel.

De momento.

—Cuenta.

—El trabajo es sencillo. —Dejó de sonreír—. ¿Sabes dónde está el dinero, Ginés? —Continuó sin esperar una respuesta—. En el estraperlo. Ahí. Y hay mucho, te lo puedo jurar. Mucho dinero esperando a que se le meta mano.

—¿Es seguro?

—Y limpio. Bueno, o casi. Porque lo tuyo sí es más sucio.

—¿Por qué?

—Porque vas a empujar un carro, chaval.

—Venga, suéltalo.

—Oye —le previno—, esto entre tú y yo. Si dices que no… a cerrar la boca.

—Claro, hombre.

—Es que si no te la cierran ellos, y ya puedes imaginarte cómo.

—Lo imagino.

—Aquí el que manda es legal, quiere que todo el mundo esté contento, pero si se la juegan… Una bestia, oye.

—¿Quién es el que manda?

—¡Eh, míralo éste! —Soltó una carcajada—. Aún no ha entrado y ya quiere saberlo todo. —Por fin adoptó un cierto aire de conspirador y comenzó con los detalles—. Mira, Ginés, el negocio está en el puerto, en los barcos. Llegan cargados de cosas. Sólo hace falta un poco de manga ancha, quitar de aquí, de allá, un poco de esto, un poco de lo otro. Nadie lo nota. La clave consiste en no ser avaricioso. De esta forma, todos ganan, todos ganamos. Están los que hacen la vista gorda o tienen manga ancha en los barcos, los del puerto, los de aduanas… Todo tiene un camino, todo sigue su curso. Y cada vez hay más barcos, cada vez llegan más cosas, sobre todo tabaco, licores, perfumes caros… Lo que necesitamos en este momento es gente que saque la mercancía del puerto, ¿entiendes?

—Sí.

—Si aceptas, vas a empujar un carro, eso es todo. Harás de burro unas horas pero vivirás como un rey el resto. —Se rió de su comentario—. ¿Quién sospecha de un tipo sucio, mal vestido, que empuja un carro de carbón? Nadie. Te aseguro que ni un solo policía o guardia civil nos ha parado para investigar la carga de los carros.

—¿Y debajo del carbón…?

—Exacto, chaval. Tampoco es mucho. Lo importante es no complicarse la vida. Llevar lo justo. Mejor muchos carros con poco que un cargamento con todo. Así, si pasa algo, que nunca ha pasado, lo que se pierde es poco. Ni siquiera te cae una condena excesiva… mientras no hables, porque eso sí: en caso de que vinieran mal dadas, a correr, y si te pillan, la boca cerrada. Si no te pinchan en la cárcel lo harían fuera.

—¿Adónde hay que llevar las mercancías?

—A otro lugar, hombre. Recogida, traslado y entrega. Fácil. Pero eso se te dice en el momento.

—¿Cuántas veces por semana?

—Depende del trasiego de barcos. Dos, tres, seguro. A veces puede que más. Un viaje al día, eso sí, no más.

—¿Y se gana mucho?

—¿Ya eres ambicioso? ¿Aún no has empezado y ya quieres saber si te harás rico? —Volvió a darle un golpe en el brazo—. Con dos o tres viajes a la semana te ganas casi el dinero de un mes. No me digas que no es fácil. El transportista ha de ser joven y tener buenos brazos, nada más. Ah, y agallas. Por eso he pensado en ti cuando me han dicho que buscara personal.

—Dime quién es el jefe.

—Ya te he dicho…

—Dímelo o ya te respondo que no.

—¿Por qué?

—Quiero saber dónde me meto.

Isaías lo consideró. No tuvo que pensarlo demasiado.

—El señor Gaspar —dijo.

Gaspar Santos. Había oído hablar de él.

Lo suficiente.

—¿He de decirte algo ahora?

—¿Quieres pensártelo?

—Sí.

—Como tardes mucho… ¿Sabes la de personal que se mataría por esto? Es una oportunidad, Ginés.

—Te diré algo.

—Más vale que sea pronto. Ya sabes dónde encontrarme.

Le tendió la mano y Ginés se la estrechó.

Una oportunidad.

Tal vez.

Isaías Montaña no le esperó. Lanzó una distraída mirada a derecha e izquierda y volvió a cruzar la calle dejándole allí, solo.

Una moto con sidecar pasó por su lado, eludiéndole, haciendo sonar la bocina, pero él ni se inmutó.

124

Volvían a caminar de regreso a casa después de una tarde deliciosa. Una tarde de ensueño, plácida, tan distinta a todas las suyas antes de conocerle…

Fuensanta calculó lo que le quedaba para llegar a las inmediaciones de Tantarantana. No quiso arriesgarse.

Esperó apenas unos metros más.

Y se detuvo.

—Pablo…

—No, sigamos —trató de apremiarla él.

—Ya sabes que no.

—¿Por qué?

La excusa del luto sonaba inconsistente. Y la de unos padres severos… ¿Acaso no estaba saliendo con él, y llegaba más tarde a casa, o incluso de noche?

Su voz se hizo suplicante.

—Por favor.

—Quiero ver dónde vives.

—No.

—¿Qué te pasa?

—Dame tiempo.

—¡Pero no tiene sentido!

—Entonces no te veré más.

—Eso no. —Él se asustó.

—Hay cosas que han de hacerse despacio, y bien. —Rozó su mano con el dorso de la suya—. Estos últimos días han sido…

—¿Eres feliz?

—Sí.

—Es todo lo que importa.

—Lo sé.

Pablo le atrapó la mano con un par de sus dedos.

—Te dejaré marchar sola con una condición.

—¿Cuál?

—Un beso.

—¿Aquí?

—Sí.

—Estamos en plena calle. Sabes que pueden vernos, o incluso si pasa un guardia… El otro día era de noche, pero hoy no.

—Entonces no te irás. —La retuvo con más fuerza.

—Estás loco.

—Me estoy volviendo loco, sí. Por ti.

—Suéltame. —Se puso roja.

—Fuensanta…

No tenía escape. Y lo deseaba. Deseaba volver a sentir sus labios, su cuerpo, el abrazo cálido de la vida inundándola hasta colmar la medida de sus ansiedades, como si esa vida le debiera algo y fuese la hora de pagarlo.

El portal, oscuro, quedaba a un par de metros.

Fuensanta lo tomó del brazo y lo guió hasta él.

Se refugiaron en su interior.

Entonces fue ella misma la que le besó, primero con suavidad, después con más fuerza, hasta convertir el contacto en una entrega apasionada. Cuando él la abrazó, tomó su cuerpo, envolvió su nuca con una mano, sumergió su boca en la suya, ella se derritió, literalmente, aunque más que el deseo lo que irrumpió en su ser fue la paz.

Se miraron a los ojos en aquella penumbra cargada de olores.

—Fuensanta, yo…

No le dejó seguir. No quería oírlo. Todavía no. Volvió a ofrecerle sus labios y durante un minuto, dos, quizá una breve eternidad más, continuaron besándose en silencio.

Aquella emoción…

Fue un ruido en la escalera, una puerta cerrándose, unos pasos descendiendo, lo que les obligó a separarse y salir a la calle de nuevo.

Fuensanta ya no esperó más.

Acarició su mejilla, le habló con los ojos y echó a correr.

125

Bernabé Castaños la miraba como si fuera un cuadro valioso que estuviese a punto de comprar.

Ceño fruncido, la mano en la barbilla, los ojos atravesándola, el silencio opresor envolviéndoles igual que un misterio a punto de ser desvelado.

Estaban solos en su despacho.

—Súbete la falda.

Le obedeció. Hasta las rodillas.

—Un poco más.

Un poco más.

—¡Más, caramba! ¡Los muslos!

—Pero…

—¡Vas a bailar para un montón de personas, y cuando des vueltas se te verán hasta las bragas, por Dios!

Se subió la falda hasta la mitad de los muslos.

El empresario asintió.

—Hay que hacerte un vestuario —dijo—, aunque de momento, para un solo número, bastará con un vestido. Rojo. Muy rojo, con lunares blancos.

No le preguntaba. Se lo decía.

—Hay algo más. —Puso cara de desagrado.

—¿Qué es? —Ella se asustó.

—Lo de Úrsula… —Chasqueó la lengua y movió la cabeza de lado a lado.

—Es mi nombre.

—Ya. Úrsula, y de Murcia. —El desagrado se hizo patente.

—Pues no veo cómo…

—La Granadina —dijo de pronto el hombre.

Úrsula se quedó en blanco.

Bernabé Castaños se frotó las manos y entonces sí sonrió, feliz.

—Desde hoy serás La Granadina. ¿No bailas flamenco? Pues ya está. La Murciana suena fatal, y lo mismo La Murcianita o algo parecido. En cambio La Granadina… —Se sintió más y más orgulloso de su buen olfato empresarial—. Sí señor, no hace falta ni nombre. Corto y contundente: La Granadina.

—¿Y si no me gusta?

No fue una mirada, fue una saeta. La disparó con el arco de sus ojos y la atravesó.

Nada que discutir.

—¿Te pareció bien Víctor?

—Sí.

—Va a acompañarte. Será tu guitarrista. Desde hoy sois pareja artística, así que ya podéis ensayar, y duro. Por ahora harás un número en unavarieté, tres canciones, para probarte y adquirir tablas de cara al público. Pero cuanto antes tengáis un repertorio, mejor. Y apréndete las canciones que le gustan a la gente y están de moda, ¿de acuerdo?

—Sí señor.

—Perfecto.

—¿En qué cine…?

—No lo sé. Hago las programaciones de varios. Por ahora tengo los números completos, pero cuando estés lista, tranquila, que te busco un hueco. Magos y orquestas, cantantes melódicos y grupos de flamenco, hay muchos. Pero intérpretes como tú… Tranquila. Tú dedícate a ensayar con Víctor, mañana y tarde. Lo demás corre de mi cuenta, preciosa.

Preciosa.

—Oiga, ¿y de qué viviré?

—Te adelantaré dinero, no te preocupes. Iré descontándotelo de lo que ganes. Lo importante es formarte. Imagínate… Con diecisiete años serás una auténtica bomba. Todo el mundo querrá saber de ti.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto te escribiremos una nueva biografía. Nada de Murcia ni de trabajos de criada. Eso no vende. Quizá sea bueno algo dramático, que seas huérfana. —Se le iluminó la cara—. Sí, huérfana de un héroe de guerra, por ejemplo. Vivías en un orfanato del que te escapaste para bailar.

Úrsula tuvo que apoyarse en la mesa.

Comenzaba a entender por qué Bernabé Castaños le había pedido que fuera sola.

—Y si tu madre te acompaña, que tenga la boca cerrada, ¿de acuerdo?

—Sí señor.

—Espero que eso sólo sea al comienzo, hasta que te habitúes a tu nueva vida. Ya eres mayorcita. No vas a ir siempre pegada a sus faldas, ni quieras pretender que ella te proteja a todas horas. Ésta es una profesión seria, muy dura, que requiere enormes dosis de disciplina porque el talento no basta. La gente cree que todo es frivolidad, y no, para nada. Es arte. Y para cuidarte ya estoy yo. Pienso velar por mi inversión, tenlo por seguro. Si tú triunfas, yo gano. Si yo lo hago bien, tú trabajas.Quid pro quo. ¿Sabes lo que quiere decir?

—No.

—Que tú das y yo doy. —Unió los dedos índices de sus manos formando un gancho—. Somos un equipo.Varietés, salas de espectáculos, teatros, giras por España, el mundo…

Úrsula sintió el vértigo.

Un mareo.

Todas las películas que había visto, los musicales, los artistas a los que había admirado, las cantantes a las que imitaba, los sueños incontenibles con los que cerraba los ojos cada noche… Todo estaba allí, de pronto.

—Anda, ven —le pidió Bernabé Castaños.

Se acercó a él. El empresario tenía los brazos abiertos.

La abrazó.

Con fuerza.

Sintió sus labios en la cabeza, en la mejilla. La firmeza de su cuerpo. La intensidad de su gesto.

No fue como el abrazo paternal del señor Enrique.

Pero era el hombre que iba a convertirla en una estrella, así que no dijo nada, sólo se quedó quieta.

Muy quieta.

126

Benita salió del lavadero completamente empapada, la piel brillante, el cabello pegado a la cara, la combinación transparentándole el cuerpo, sus formas, sus zonas oscuras, sus relieves. Iba descalza. Llevaba su ropa en la mano.

Y lo que menos esperaba era encontrarse a alguien en el piso a aquella hora.

El choque con Ginés fue fortuito. Él también iba descalzo. Simplemente se encontraron en mitad del pasillo. Primero fue el susto. Después la ropa desparramada por el suelo.

—¡Por Dios! —exclamó ella—. Creía que estaba sola.

—Lo siento. —Se agachó para recoger sus prendas.

Vio sus pies, sus piernas, la combinación velando el triángulo negro de su sexo, y más arriba las circunferencias de los senos, las aristas de los pezones igual que si quisieran atravesar la tela.

Le entregó la ropa.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella sin siquiera protegerse.

—No he ido a trabajar.

—¿Te han echado?

—No hay mucho futuro en la construcción. —Lo dijo con su habitual aplomo y seguridad, metiendo las manos en los bolsillos. Tampoco él llevaba camisa.

—¿Y el dinero?

—Llegará de otra forma. ¿Y tú, qué haces aquí a esta hora?

—He pedido la mañana libre para resolver cosas. Ya me iba.

Seguían en mitad del pasillo, y aunque hablaban era como si no se escucharan. El verdadero diálogo era el de sus ojos.

Carne contra carne.

Para Ginés fue algo instintivo. Algo que llevaba dentro desde hacía mucho tiempo, semanas, meses.

Sabía leer en los ojos de una mujer.

Alargó su mano derecha, atrapó a Benita por el cuello, la acercó hacia sí y la besó en la boca.

Un beso muy húmedo, lamiéndola con la lengua.

—¿Qué haces? —Ella le apartó a duras penas, aunque sin lograr que él retirara la mano de su cuello.

En su voz el tono era doloroso. En sus ojos el destello, vívido. Una mezcla extraña.

—Nada. —Se encogió de hombros.

—Estás loco.

—Y tú eres demasiada mujer para tan poco hombre como tienes.

—Suéltame.

—Todas esas miradas, estos meses…

—Te digo que me sueltes. —Tembló.

—De acuerdo.

Abandonó la presión, abrió la mano, soltó a su presa. Luego levantó los brazos mostrándole las palmas desnudas. No sonreía con descaro, lo hacía con lástima. Un sentimiento profundo que para Benita fue igual que una bofetada.

—Maldito seas, Ginés… Maldito seas.

—Pensaba que era lo que querías.

—Tú no tienes ni idea de lo que quiero yo.

—Tal vez, pero puedo darte lo que te hace falta.

Vibró su cuerpo. Los pezones estaban más duros. Los ojos más brillantes. Pero era una luz amarga.

Ahora sí aplastó su ropa sobre su carne herida, tapándose.

Ginés no se movió del pasillo hasta que escuchó el portazo en la habitación.

127

Raquel estaba atendiendo a una clienta y Fuensanta aprovechaba para ordenar un pedido recién llegado cuando a ambas las alertó el timbre del teléfono.

Mercedes Blanch se levantó de su silla, dejó el prospecto que estaba leyendo y fue a responder la llamada.

Era más o menos la hora en que, si sonaba el teléfono, la dueña de la perfumería salía corriendo para disfrutar de un rato de amor con su amante. Disfrutarlo o hacérselo disfrutar.

Raquel continuó con la mujer que dudaba entre un agua de colonia y otra. Fuensanta alineó los frascos con elegancia en el estante de cristal.

La rutina se rompió de pronto.

El lamento de la señora Blanch, el grito, el gemido ahogado.

Fuensanta fue la primera en llegar a su lado. Raquel lo hizo casi a continuación, tras dejar a su parroquiana con la palabra en la boca. Mercedes Blanch apenas si se sostenía en pie. El auricular del teléfono vacilaba en su mano. Fuensanta logró sujetarla. Raquel le tomó el aparato. Una voz surgía del pequeño altavoz interior.

—¿Mercedes? Mercedes, ¿estás bien?

Raquel no supo qué hacer con él.

—Señora… tranquila, estamos aquí… —Fuensanta la ayudó a sentarse.

Temblaba y estaba muy pálida, al límite de un ataque de ansiedad o quizá de histeria.

—¡Mercedes, dime algo! —tronó la voz del hombre que la había conmocionado de aquella forma a través del hilo telefónico.

—¿Qué le sucede? —Fuensanta se arrodilló a su lado.

Mercedes Blanch la miró sin verla.

Su respiración, entrecortada, la empujó más y más hacia el ocaso.

—Han puesto… una bomba —acertó a decir—. Una bomba en… Oh, Dios… han matado a su hermano… Le han matado…

Sabían a quién se refería.

No había más hermano que el de su amante.

Fuensanta se llevó una mano a la boca para ahogar su propio grito de sorpresa y ansiedad.

—¡Mercedes! —siguió tronando la voz del teléfono.

128

Úrsula jamás hubiera imaginado aquello.

Llorar por despedirse.

Llorar por dejar de ser la criada.

—Señora…

Ja veus, nena. Qui t’ho anava a dir, oi?

Al menys ja parlo català.

Això sí, i molt bé. Ara em tocarà ensenyar a una altra.

Los últimos abrazos, aunque quedaba el más significativo.

—¿Dónde está Jorge?

—En su cuarto —le dijo el señor Enrique.

—¿Por qué?

—Está triste.

No supo qué hacer. O sí.

—¿Puedo ir yo a…?

—Claro.

Caminó hasta el cuarto del niño, o ya no tan niño. Catorce años, como su hermano. Todo dependía del punto de vista. Llamó a la puerta y no recibió ninguna respuesta.

Volvió a intentarlo.

—Vete —escuchó el quejumbroso gemido procedente del interior.

Úrsula abrió la puerta.

—Jorge…

—¡Vete!

—¿Cómo quieres que me vaya así?, no seas tonto.

Acabó de entrar en la habitación y se acercó a la cama. Jorge estaba sentado en ella, con la cabeza hundida entre las manos. Úrsula se sentó a su lado. Temió tocarle, pero finalmente lo hizo. Le pasó un brazo por encima de los hombros.

El chico empezó a llorar.

—Vamos, hombre.

—No quiero que te vayas —gimió.

—Ni yo quería irme, pero ya ves. Las cosas son como son.

—Yo… te quiero mucho.

—Y yo a ti.

—No, tú a mí no. No de la misma forma.

—¿Vas a dejar que me vaya viéndote llorar?

Jorge se encogió de hombros.

—Dame un abrazo, ¿quieres? —le pidió Úrsula.

Se resistió, así que lo abrazó ella, primero de lado, hasta que el chico se dio la vuelta y lo hizo de frente. No le importó sentirlo, ni darle un beso en la mejilla. Fuerte, muy fuerte.

—Espérame —le dijo él.

No supo entenderle.

—¿Dónde?

—Espérame —repitió—. Creceré rápido, ya lo verás.

Acarició su cabeza.

Quizá volviera a verle. Quizá no. Pero todo sería distinto.

—Vendrá otra más guapa que yo, y también te enamorarás de ella.

—¡No!

Era inútil y lo sabía, así que ya no pudo hacer otra cosa que darle el último abrazo, la última caricia, despedirse de su lado.

—Cuídate mucho. —Se puso en pie.

Jorge la miró cuando llegó a la puerta.

Tanto desconsuelo…

Úrsula la cerró, y aunque quiso echar a correr, se alejó despacio por el pasillo.

129

Tumbado sobre la cama, con el cuerpo extendido, las manos bajo la cabeza y la mente en completa ebullición, Ginés no dejaba de pensar, saltando de un tema a otro, de una mujer a otra, de una idea a otra.

Acababa de besar a Benita, se acostaba con la cuñada del constructor que les daba de comer a él y a su padre, y se estaba encaprichando de su hija, una niña rica, guapa, diferente a él. Tan diferente como lo eran la tierra de la luna.

La vida era un vértigo.

Intenso.

Provocador.

Sentía el gusto de la saliva de Benita todavía en su boca. Toda una hembra. Se lo había dicho: demasiado para tan poco hombre como era su marido. Pero el sabor de Benita se convertía en su cabeza en la imagen de Susana.

Maldita niña.

Isaías tenía razón: se necesitaba mucho dinero para salir y contentar a una niña así.

Un regalo.

Por el momento, se había terminado eso de ser albañil. Adiós a la esclavitud. Si tenía que jugársela, se la jugaría. Por probar no perdía nada. Si no le convencía lo del estraperlo, o si ganaba poco para tanto riesgo, lo dejaría y en paz. Trabajo no faltaba. Por todas partes se construía. Por todas partes había anuncios en demanda de personal. A lo mejor sí conseguía que Carlota Arguindei le hablara a su marido o a su cuñado de él. Aunque si iba a por la hija, mejor no acercarse ya mucho a su madre.

Salvo que le buscara ella.

Nunca le diría que no a una mujer.

Eso seguro.

Lástima de Luisa. Le gustaba. No le sería fácil encontrar a otra, en todos los sentidos, buena en la cama, generosa, inteligente y abierta…

Cerró los ojos porque el vértigo le zarandeaba por dentro. En la oscuridad vio chispas, luces de colores. El corazón le iba muy rápido. Se pasó la lengua por los labios. Estaba excitado. Benita le había excitado, y de qué manera. Se pasó la mano por el sexo. Estuvo a punto de desabrocharse la bragueta y masturbarse. De no haber sido por el encuentro con ella ya se habría ido. Estaría en la calle. Pero seguía en casa, en la cama.

Su instinto.

Algo que nunca le fallaba.

Tampoco esta vez.

La puerta de su habitación se abrió sin más. No hubo ninguna llamada previa. Abrió los ojos y la vio recortada contra el hueco, oscura, tan inmóvil como viva.

Benita.

Trató de no sonreír; permaneció quieto, a la espera.

El cazador, cazado.

La mujer de Anselmo le miró durante unos segundos, no muchos aunque parecieron transcurrir muy despacio. Iba con la misma combinación de antes y sin ropa interior, el cabello todavía húmedo, el cuerpo envuelto en una llama fría.

Dio un paso, cerró la puerta.

No dijo nada.

No era necesario.

Se detuvo a los pies de la cama y continuó contemplándole. Estaba seria, mucho. Se diría que enfadada. Las cejas formaban una línea casi recta sobre las pupilas. La boca no era un deseo, sino una mueca. Pero estaba hermosa, deseable. Vibraba con una intensidad oculta que pugnaba por salir a la luz, escapar de sí misma.

Y escapó.

Primero se situó a su lado. A continuación le desabrochó la bragueta. Después regresó a los pies de la cama, tomó las dos perneras del pantalón y tiró de ellas. Cuando se los hubo quitado los arrojó al suelo. Hizo lo mismo con los calzoncillos.

Miró su sexo, rápidamente duro y en alto.

Ninguna palabra, ni siquiera un cambio de expresión.

Se montó encima de él, una pierna a cada lado, de rodillas, y tras cogerle el miembro se lo incrustó en el sexo. Más bien lo hundió en él. Lo devoró igual que una leona se traga un cervatillo. Con el primer gemido brotando de su garganta, Ginés reaccionó. Intentó agarrarla, tocarle los pechos. Benita le apartó las manos.

Una vez, otra.

No habló.

Le miró fijamente y empezó a moverse, a moverse, a moverse…

Ginés intentó tocarla de nuevo.

Y de nuevo ella apartó sus manos.

Tenía lo que quería.

Lo tenía dentro de sí.

No dejó de mirarle, a los ojos, segundo a segundo, minuto a minuto, todo lo que duró aquel arrebato hasta el momento de sentir la subida final y quebrarse en el cenit de su orgasmo.

130

Lo que más odiaba del mundo era hacer recados en instituciones, y tanto daba que fueran bancos como oficinas estatales. La gente de las ventanillas, los que estaban detrás de los mostradores, creían que todo el mundo nacía enseñado.

—Le falta una póliza, señora.

—No es aquí. ¿No sabe leer? Vaya a aquella ventanilla.

—No ha cumplimentado este recuadro. No, no lo haga aquí, apártese y luego vuelva. ¿La cola? Sí, claro, ha de volver a hacerla, ¿qué quiere que le diga?

—Son dos pesetas con quince céntimos. ¿No tiene el importe exacto? Vaya a cambiar porque yo no tengo suelto.

—¿Qué pone aquí? Por Dios, señora, ¿no puede escribir más claro?

Y no, no tenía ni idea de pólizas, ni entendía los rótulos de las ventanillas, ni sabía cumplimentar todos aquellos papeles, ni comprendía su jerga, ni llevaba el importe exacto, ni era justo que hiciese otra vez la cola y, finalmente, no, no, no le era posible escribir mejor o más claro porque a duras penas había ido a la escuela en Mazarrón.

Carmen tropezó con el último escollo.

—Vaya allí, al final del pasillo, para que se lo sellen.

Caminó por el maldito pasillo. Le dolían los pies. Más por los nervios y el mal humor que por la hora perdida. De no ser porque la señora Montse era mayor y se lo había pedido por favor, se habría negado. Era superior a sus fuerzas. Trabajaba en la droguería como dependienta, no como administrativa ni recadera.

Aquel mundo tan serio, lleno de papeles y hombres con traje y corbata…

Pasó frente a un despacho. La puerta estaba abierta. Tenía que ser de alguien importante. Un pez gordo. Le bastó con echar un vistazo a su interior. La bandera de España, un retrato de Franco, el crucifijo en la mesa, muebles de madera noble, brillantes, librerías con gruesos volúmenes tapizados, adornos, una bola del mundo con su soporte, dos butacas señoriales, un sofá, una enorme alfombra hecha a mano con alguna representación de algo solemne…

Pasó de largo y llegó al final del pasillo.

—¿Es aquí…? —Puso el papel sobre el mostrador.

El último hombre ni la miró. Sacó un tampón de debajo del mostrador y lo estrelló sobre la parte superior izquierda del documento. Eso fue todo.

Carmen agradeció el final de la pesadilla.

Desanduvo lo andado por el pasillo, con la cabeza baja y ganas de estar lejos de allí. No vio al hombre que venía de cara y se detenía en la puerta de aquel despacho.

No le vio hasta que él la llamó.

—¿Carmen?

Se detuvo y levantó la cabeza.

Le miró.

Habían pasado quince años, toda una vida.

O no.

Sebastián Moreno sólo estaba un poco más viejo, sólo eso.

Sus ojos, su semblante, su alma, eran los mismos.

131

Ni siquiera se habían dado cuenta de que el sueño les vencía.

Una estupidez.

Por ello la primera señal de peligro les arrancó de cuajo de su plácido letargo.

La puerta del piso, cerrándose.

Benita se incorporó de un salto.

—¡Anselmo! —gimió.

Fue una rápida carrera contrarreloj. Ella pasando por encima de él para bajar al suelo. Ginés recuperando sus calzoncillos y sus pantalones.

El error fue no quedarse en la habitación, aunque fuera medio desnuda.

Benita salió al pasillo. Anselmo podía estar en cualquier parte, en su cuarto, en la cocina, en el retrete, en el comedor. Pero estaba allí.

Demasiado cerca, demasiado evidente.

—Anselmo… —exclamó su mujer.

El hombre tardó en reaccionar. Primero la miró de arriba abajo. Después se fijó en la puerta de la que salía. Finalmente captó su desarreglo, los nervios, el miedo y la súplica en su mirada asustada.

Era un hombre simple, pero no estúpido.

Dio un paso y puso una mano en el tirador de la puerta.

—Anselmo, no…

Fue inútil. Al otro lado, Ginés pugnaba por abrocharse la bragueta lo más rápido que podía. Cuando la puerta se abrió miró en dirección al hueco.

Los dos hombres se reconocieron.

Se interpretaron.

El grito asustado de Benita estalló casi en el mismo instante en que Anselmo se echaba sobre Ginés.

—¡Hijo de puta!

El muchacho era más fuerte, más alto, más de todo. Le habría bastado con un golpe para deshacerse de él. Le habría bastado con enfrentársele. Pero no lo hizo. Se cubrió la cara y el cuerpo con las manos.

Anselmo empezó a golpearlo, sin tino, impulsado por su furia.

—¡Hijo de puta! ¡Cabrón hijo de puta!

Benita ya no hizo nada. Estuvo a punto de tratar de sujetar a su marido, pero acabó resbalando por la pared, hasta el suelo, para cubrirse el rostro avergonzada y romper a llorar.

Debajo de Anselmo, Ginés seguía sin hacer nada.

—¡Fuera de aquí! ¡Marchaos! ¡Marchaos todos… malditos seáis! ¡Fuera, fuera, fuera…! ¡No quiero volver a veros, cabrones, cabrón… cabrón hijo de puta!

Le pegó y le pegó, una y otra vez, sin detenerse, hasta que se venció a sí mismo y le pudo el cansancio, el agotamiento, la propia rabia consumiéndole las pocas energías que le quedaban.

Aun así no dejó de decir aquello.

—Fuera… fuera… marchaos de aquí… Todos… Fuera… fuera… fuera…