51

De Cartagena, seca, calurosa, a Barcelona, húmeda, fría, mediaba algo más que los seiscientos kilómetros que las separaban. La España de los contrastes. Más que otro mundo, era otra dimensión, suponiendo que hubiera otras dimensiones, porque para los obreros todo era siempre igual. Trabajar en el campo, con las manos, en el fondo no era muy diferente a trabajar en la ciudad construyendo las casas para aquellos que pudieran alquilarlas o pagarlas.

La obra en la que trabajaba era de primera, de lujo.

Buena calle, buen barrio…

—¡Ginés!

—¿Qué?

—¿Fuiste a bailar ayer?

—Para bailes estoy yo, hombre.

—¡Pero si ya llevas aquí diez días! ¿A qué esperas para echarte novia?

—Vete a la mierda. —Hizo un gesto de fastidio mientras sonreía con la comisura del labio ligeramente levantada.

Dejaron de hablar a gritos. De momento su único «amigo» era él, Rosendo. La misma edad, aunque diferente cuna. Rosendo era segoviano. Había llegado en verano, así que le llevaba seis meses de adaptación y aclimatación.

Ni siquiera había tenido tiempo para descansar. El trabajo, el trabajo. De vestirse de soldado a vestirse de albañil, peón,paleta, como lo llamaban allí en catalán en una jerga nueva, aunque por lo menos en la obra todos hablaban la misma. Y más allá, en el barrio, lleno de emigrantes. Si había catalanes, no estaban cerca.

—Ginés.

Era su padre, fingiendo trabajar a su lado.

—¿Qué pasa, papá?

—Ten cuidado con ése.

—¿Rosendo? ¿Por qué?

—Porque no es trigo limpio. Por eso.

—Pero qué dices.

—Que yo me conozco esto y tú acabas de llegar —insistió el hombre—. Cuidado con quien te juntas, yo sólo te digo lo que hay. Tu amigo ha faltado varias veces, siempre en lunes, casualmente, y han estado a punto de echarlo. Tampoco es de los que trabajan muy duro, que digamos. Es un jeta. Recuerda eso de «dime con quién andas y te diré quién eres».

—Somos jóvenes, no veo…

—Ándate con ojo que el encargado no te lo quita de encima —volvió a cortarle—. Estás aquí, conmigo, porque se lo pedí por favor. No me hagas quedar mal, ¿eh?

Le vio alejarse, tapado hasta las orejas a causa del frío. Él también lo sentía, pero lo llevaba mejor. O sería el vigor que le salía por todos los poros del cuerpo.

El vigor y las ganas de comerse el mundo.

—¿Qué te van a traer los Reyes Magos? —le gritó de nuevo Rosendo.

—¡Carbón, cabrón! —le respondió cargando una viga en solitario sobre su hombro derecho.

Dio un par de pasos. Se encontró con la mirada seria, grave, del encargado. Ginés le hizo un movimiento con la cabeza. Sólo eso. El hombre le correspondió con otro, de asentimiento.

Su padre siempre preocupado por nada.

Caía bien. A todo el mundo, no sólo a las mujeres.

Y eso sí era una bendición.

52

Menos Rogelio, que volvía a trabajar fuera de Barcelona, en la costa, estaban todos reunidos, sentados en torno a la mesa. La noche de Reyes desparramaba su ilusión inocente, su toque mágico, aunque allí, con Salvador superados los trece años y ya camino de los catorce, no hubiera sorpresas, ni milagros. Era la última de las grandes comidas festivas después de Nochebuena, Navidad y Nochevieja. Por eso habían gastado un poco más, yendo incluso al mercado negro para conseguir lo que no se conseguía en las tiendas. Bajo la mesa, el brasero les daba calor. Corría el vino. Mejillas cálidas.

Era una fiesta.

—Úrsula, canta un poco, niña.

—¡Ay, mamá, qué pesada, déjame en paz!

—Mírala ésa, que se pone a cantar y a bailar a las primeras de cambio.

—Pues hoy no me apetece, y además, si aquí no hay sitio. La última vez casi tiro la radio.

—¡No, la radio no! —Anselmo hizo un ademán protector, como si fuera abrazarla.

Rieron.

Ginés miró a Benita.

La mujer apartó los ojos de él, rápida, pillada a contrapié.

—¡Vamos a brindar, va! —propuso Antonio.

—¿Otra vez? ¡Vas a pillar un pedo…! —le advirtió Anselmo.

Antonio ya tenía levantado su vaso de vino, las pupilas brillantes, las mejillas enrojecidas.

—¡Por 1951, que sea un buen año para todos!

Alzaron sus vasos, los hicieron entrechocar en el aire, luego se los llevaron a los labios. Unos dieron apenas un sorbo, dos. Antonio apuró el suyo.

—¿Quién es mi reina? —Se acercó a Carmen afectuoso.

—¡Tate quieto! ¡Qué pesado! —Se lo quitó de encima—. ¡Por Dios, que eres todo manos!

—Y algo más. —Se echó a reír antes de hipar con fuerza.

Volvieron las risas, las miradas. Carmen lo aprovechó para dar la noticia que ya le ardía en el pecho.

—Voy a trabajar aquí cerca —dijo.

—¿Dónde? —Benita fue la primera en mostrar su sorpresa.

—En la droguería de la señora Montse, como dependienta. Se les ha ido la chica y me lo ha ofrecido. Estoy cansada de fregar suelos, servir…

—Vaya con la marquesa —la pinchó Benita.

—Ya sabes que no es eso. Pero si tengo una oportunidad…

—Di que sí, mamá —se alegró Fuensanta.

—¿Y el sueldo…? —preguntó Antonio.

—No es mucho, pero estando aquí al lado me ahorro viajes y tiempo. Además, ahora tenemos la paga de Ginés. Tampoco vamos a ir tan mal.

—El Ginés es mayor de edad; se nos casa el día menos pensado y adiós. —Su marido no parecía muy convencido.

—¿Y a ti qué te pasa? —protestó el aludido.

—Quiere ser abuelo —insinuó Úrsula.

Hubo más risas. Todos salvo Carmen. Le puso una mano cariñosa en el brazo de su hijo mayor.

—Es ley de vida —dijo.

—Mamá, con la de peces que hay en el mar, ¿quieres que me meta ya en la panza de una ballena?

—¡Cállate, sinvergüenza! —Hizo como que iba a pegarle un cachete.

—Di que sí, Ginés —le animó su padre.

—No siempre serás guapo.

La voz de Fuensanta sonó igual que una sentencia.

—De momento… —la desafió Ginés.

—Yo lo veo feo —manifestó Salvador.

El capón de Ginés, que lo tenía al lado, fue rápido. El niño soltó un grito.

—¡Ay!

Volvieron a reír, todos, hasta Carmen.

Antonio llenó otra vez su vaso de vino.

Benita se puso en pie, se estiró el vestido, marcó un poco más su silueta, sus buenas formas, la intensidad de su pecho. Recogió los platos vacíos.

Esta vez no miró a Ginés.

—Viene la flota americana al puerto, ¿iremos a verla? —preguntó Salvador de pronto.

53

Eran hermanas, dormían juntas, vivían bajo el mismo techo, pero raramente estaban solas, raramente compartían sus vidas o sus confidencias. De día sus horarios las separaban. De noche las vencía el sueño, agotadas, y cuando no era una la que ya dormía profundamente, era la otra. Apenas un «hola», un «¿qué tal?» sucinto, un «adiós» rápido.

Contemplaron en silencio los barcos de la flota americana, grises, enormes, llenos de cañones, cargados de marinos que se asomaban a las barandillas y las miraban con cara de hambre.

Algunos, en tierra, intentaban hablarles.

Ellas se reían, porque no entendían nada, y seguían caminando, cogidas del brazo.

—¿Cómo debe de ser aquello? —suspiró Úrsula.

—¿A qué te refieres? —preguntó Fuensanta.

—América.

—No lo sé. —Fue sincera—. Ni me lo imagino.

—En las películas se ve tan grande todo, y tan bonito, con esos rascacielos, y la gente feliz…

—Tú lo has dicho: en las películas. ¿O te crees que la vida real es lo mismo?

—¿Y por qué no?

—Eres una fantasiosa.

—Y tú… —No encontró la palabra adecuada y prefirió cambiar de tercio—. ¿No te gustaría ir allí?

—No.

—¿Por qué?

—Porque a mí no se me ha perdido nada tan lejos. Y está el idioma. Anda que no debe de ser difícil hablar en esa lengua, si parece que masquen chicle todo el rato.

—Entonces, ¿en qué sueñas?

Fuensanta frunció el ceño y observó a su hermana menor de reojo.

—Soñar no sirve de nada, te hace mala sangre —dijo categórica.

—Eres tan… escéptica. —Ahora sí encontró la palabra que buscaba.

—Soy realista. Ni quiero hacerme daño con ilusiones ni que me lo hagan.

—Pues yo sí tengo sueños —le reveló Úrsula—. No siempre habrá cartillas de racionamiento, ni seré una criada, ni nos sentiremos como ciudadanos de segunda.

—Mira ésta —bufó Fuensanta.

—Un día seré artista, ya verás. —Lo dijo con firmeza—. Actuaré en todas partes, viajaré. Tú podrías venir conmigo, para estar juntas y cuidarnos la una a la otra.

—Tienes la cabeza a pájaros.

—Y tú el trasero pegado a tierra.

—Para no caerme.

Un marinero vestido de blanco, pelirrojo, con cara de chiste, les dijo algo que sonó a «biutiful», «prity» y alguna que otra palabra más. Tras el primer roce visual, ni le miraron. Siguieron caminando, dignas, cabeza en alto, con sus tacones repicando en el suelo. Los niños correteaban por el puerto, asombrados por la magnitud de aquellos barcos. Algunos marinos les daban chicles y los pequeños se arremolinaban en torno a ellos. Había mucha gente abocada al puerto. La flota era la atracción del momento.

—¿Te acuerdas de cuando nos pusimos tacones por primera vez? —Úrsula se estremeció.

—Prefiero no acordarme. —Puso cara de desesperación.

—Mira que éramos patosas…

—La que decía que nunca, nunca, nunca se acostumbraría eras tú.

—Ahora ya somos señoritas de ciudad —proclamó con orgullo—. Y tú más, que tienes un trabajo bonito. Ojalá pudiera yo dejar de ser criada.

—Pero estás bien, ¿no?

—Mucho, lo reconozco. Aunque no compares. Ser dependienta, y en lugar tan fino…

—Tendrías que conocer a la dueña, la señora Blanch. Ella sí es una señora. Por más gente distinguida que compre, no se puede comparar. Es una gran dama. Lástima que…

—¿Qué? —la alentó a seguir.

—La perfumería se la puso él.

—¿Quién? —Úrsula alzó las cejas.

—Su amante, mujer.

—¿En serio? —Se apretó más contra ella—. No me lo habías dicho. ¡Mira que eres reservada! Cuenta, cuenta. ¿Es una mantenida?

—Llámala «querida».

—¿Y él quién es?

—Bueno, yo sé lo que me cuenta Raquel, la encargada, que es de las que tienen la lengua larga y es muy cotilla. La señora es muy discreta, y él también. Desde luego por la perfumería no aparece. Cuando suena el teléfono, ella se va. Se ven en un pisito, porque la señora vive en la parte de atrás.

—Pero a él le has visto alguna vez.

—No, nunca.

Úrsula respiró profundamente.

—Qué cosas —dijo.

—Pues ella es feliz.

—¿Cómo puede serlo si le quiere y él está casado con otra?

—Si lo acepta… El amor es el amor, y no todo el mundo quiere casarse. Puede estar con él porque le ama, por necesidad… Yo creo que es porque le ama y se resigna. Según Raquel, él es mayor, pero muy caballero, todo un señor, y la esposa ya no está para según qué.

—Menudo bicho la tal Raquel.

—Dice que todos los hombres importantes de Barcelona tienen queridas.

—¿Nos buscamos uno?

—¡Ay, cállate! —Fuensanta puso cara de asco.

Se les acercaron otros dos marineros, tan de punta en blanco y planchados como los otros. De hecho se parecían entre sí, todos, salvo los negros. El primero que habían visto en carne y hueso, de verdad, no en una película, las había conmocionado.

Uno de ellos les soltó un aparatoso:

—¡Guap-p-pas!

—Y tú qué feo eres, mi niño —le endilgó Úrsula.

—¿Quieres callarte y no darles pie? —protestó Fuensanta en voz baja.

—Yo quierro tú —se animó el americano al ver que le hacía caso—. Yogood, bueno… ¿Tú sí mí?

—¿A que te doy una bofetada que te pongo la cara del revés?

Fuensanta cerró los ojos.

—¡Oh,yes, sí, tú mí yo! —Al marinero se le iluminaron los suyos, lo mismo que a su compañero.

—¡Anda ya, pesado, que ni siquiera sabes expresarte! ¡Con lo fácil que es hablar español… y hasta catalán, mira tú!

—¡Ay Dios, que ya no nos los quitamos de encima! —gimió Fuensanta.

54

Ginés trabajaba en lo alto del andamio, apilando los ladrillos de obra vista que el albañil colocaría después. El frío de enero no menguaba, pero en la obra, cargando de todo y moviéndose sin parar, al sol, a veces incluso sudaba. Llevaba ya el cabello un poco más largo, revuelto. Era de un negro intenso, azabache, que contrastaba con el tono gris de sus ojos transparentes. Fuensanta y Úrsula los tenían ligeramente marrones pero igual de hermosos. Salvador era diferente, sin ningún rasgo en común con ellos.

A un metro y medio escaso quedaba la otra casa, con un patio de luces que la nueva construcción cerraría. Las ventanas de la quinta planta estaban situadas justo frente a él, dos a cada lado. Las de la derecha tenían las persianas bajadas, quizá por precaución o intimidad. Las de la izquierda en cambio estaban subidas, permitiéndole ver el interior del piso.

Acogedor.

Cálido.

Aunque no fuese más que una habitación pequeña, con una cama individual adornada con una colcha, una mesilla de noche, un armario, una cómoda con algunos retratos y dos cuadros en la pared frontal. Dos marinas.

Continuó apilando ladrillos.

Hasta que escuchó aquel ruido.

La ventana abriéndose.

Volvió la cabeza y descubrió a la mujer.

Mediana edad, con una belleza natural, sin maquillaje, todavía sin peinar, con los kilos justos para el deseo carnal, la piel suave, los labios grandes, los ojos vivos.

Ella se dio cuenta de su presencia y fue a cerrar la ventana.

—Señora —la llamó—, no la cierre que así me llega su calorcito, por favor.

La hizo reír.

De verdad.

—No me seas zalamero.

—Oiga, que hablo en serio. Mire, ya estoy sudando. —Se pasó una mano por la frente.

La mujer le observó, quieta, como si el tiempo se hubiera detenido entre dos segundos. Una mosca atrapada por una araña justo antes de que al moverse y agitar la tela, la araña corra para envolverla con sus hilos.

Ginés también la miró más atentamente.

El pecho respirando acompasado, la boca sonrosada, los ojos en parte cansados en parte vivos de una mujer que, en los cuarenta, daba la impresión de haber vivido y haber olvidado. O no haber vivido, tal vez.

Esperó.

Era siempre igual.

Ellas le veían, le descubrían, y de pronto…

La araña.

—A ver si te caes y te matas —reaccionó ella señalando el hueco abierto entre ambos.

—Entonces sí. —Acentuó su magnetismo, más allá del tono envolvente de su voz, mostrándole sus poderes—. Más vale que se meta dentro y cierre porque verla da temblores.

Otra carcajada.

—Mucha labia tienes tú.

—La que usted me provoca, por Dios, si es que… ¿Cómo iba a imaginar que la ventana del cielo estuviera sólo en un quinto piso?

La mujer puso cara de feliz sosiego.

Quizá acabase de animarle el día.

—Hace frío. —Suspiró iniciando la retirada.

—Seguiré aquí —dijo él—. Hoy, mañana… Y gracias.

La ventana se cerró. La persiana no bajó. La mujer salió de la habitación atusándose el pelo con una mano.

55

El señor Francisco parecía un director de orquesta. Movía las dos manos al unísono siguiendo el compás. Frente a él, Salvador cantaba con vehemencia, lleno de convicción y aplomo. Más que hinchar el pecho, lo sacaba firme mientras su voz crecía y modulaba las sílabas de la canción.

Cara al sol con la camisa nueva

que tú bordaste en rojo ayer,

me hallará la muerte si me lleva

y no te vuelvo a ver.

Formaré junto a mis compañeros

que hacen guardia sobre los luceros,

impasible el ademán,

y están presentes en nuestro afán.

La mano izquierda atemperó la fuerza. La derecha mantuvo el compás. Para Salvador, sin embargo, lo mejor era la sonrisa del padre de Ana y Fernando. Una sonrisa cómplice, como jamás había visto en su padre, ni antes, en el pueblo, ni ahora, en Barcelona. Más que cantar, compartían algo.

Un sentimiento mutuo.

Feliz.

Bajó un poco el tono para las siguientes dos líneas.

Si te dicen que caí,

me fui, al puesto que tengo allí.

Y volvió a subirlo para el exultante tramo final, con los puños cerrados y un derroche de energía juvenil.

Volverán banderas victoriosas

al paso alegre de la paz

y traerán prendidas cinco rosas:

las flechas de mi haz.

Volverá a reír la primavera,

que por cielo, tierra y mar se espera.

Arriba escuadras a vencer,

que en España empieza a amanecer.

Con el fin de la canción, el señor Francisco le aplaudió vehemente, sincero. Su expresión lo decía todo.

—¡Fantástico, Salvador! ¡Muy bien! ¿Lo ves? Ya te la sabes de memoria.

—Sí, ¿verdad? —Se dejó arrebatar por aquella felicidad compartida.

—Y es maravilloso que sea así, porque no hay canción más bonita ni más definitoria de lo que somos. «Cara al sol.» ¿Qué más se puede pedir?

—Nunca me había aprendido una canción —reveló el niño.

—Ésta podrás cantarla muchos años, toda tu vida, y transmitírsela a tus hijos, a tus nietos, ya verás. Algún día la cantará todo el mundo.

La puerta de la habitación se abrió y por el hueco apareció la cabeza de Fernando.

—¿Vamos a jugar ya?

El señor Francisco hizo un gesto condescendiente. Salvador se dirigió al encuentro de su amigo. No llegó a alcanzar la puerta. Al pasar junto a su nuevo maestro, éste le retuvo un momento.

—Hijo, no olvides que ser un buen español forma parte de tu cultura. Eso te abrirá muchas puertas, puede que más incluso que sumar y restar bien o saber dónde está el golfo de Cádiz.

—Papá —escucharon de nuevo la voz de Fernando—, el golfo de Cádiz está en Cádiz.

El señor Francisco palmeó la mejilla de su pupilo, como solía hacer a veces.

—Anda, ve a jugar —le animó.

56

El médico se tomó menos de un minuto para auscultarle, pedirle que tosiera y controlarle el pulso y la tensión arterial. Regresó a su silla mientras le decía:

—Ya puede ponerse la camisa.

Antonio se la abrochó y se sentó delante de él, con la blanca mesa llena de papeles separándoles. El doctor garabateaba algo en uno y luego levantó la cabeza.

—¿Y dice que se le caen las cosas?

—Sí, bueno… no siempre, a veces, como si dejara de tener fuerza en las manos.

—¿A qué se dedica?

—¿Cómo dice?

—¿En qué trabaja, hombre?

—Soy albañil de segunda.

—¿Cuándo empezó a notar que se le caían las cosas?

—Hará medio año. Me ha pasado tres o cuatro veces. Y con la última… Me asusté un poco.

—Normal.

—Es que en una obra se te cae algo y…

—Sí, claro. —El médico se mordió el lado derecho del labio inferior—. Desde luego habrá que hacerle algunas pruebas, análisis de sangre, examinarle, pasarle por rayos equis. —Alargó la mano, tomó el cigarrillo que estaba consumiendo, le dio una calada y luego volvió a dejarlo sobre el cenicero, repleto de colillas—. Pueden ser muchas cosas, señor Cerón.

—Pero ¿algún indicio…?

—Artritis, por ejemplo.

—¿Y eso sería grave?

—Sí y no. Depende del proceso. Toda enfermedad es grave si evoluciona con rapidez. Las degenerativas no tienen vuelta atrás. No puedo aventurarle un diagnóstico. ¿Qué edad tiene?

—Voy a cumplir cuarenta y uno.

—¿Fuma, bebe…?

—Sí.

—Está en la edad en la que ya debemos empezar a controlarnos. Pero no se preocupe antes de hora. Con cincuenta o sesenta años sí, pero ahora… Usted parece fuerte.

—Lo soy.

—Hombre, lo que sí está claro es que en unos pocos años quizá deba plantearse dejar esa profesión.

—Pero si no sé hacer otra cosa —se alarmó.

—Trabajo no falta, y hay muchos en los que no se necesita preparación ni hacer fuerza. Usted tranquilo. —Atrapó otra vez el cigarrillo—. Voy a pedirle los análisis y todo lo demás… —Se puso a escribir sin soltar el pitillo y, al mismo tiempo, gritó—: ¡Amalia, que pase el siguiente!

Al otro lado de la puerta se oyó la silla de la enfermera rozando el suelo.

57

Llevaba allí más rato de la cuenta, disimulando, despistando, temeroso de que el encargado se diera cuenta o le llamara para encomendarle otro trabajo. A veces miraba la ventana con descaro. Otras de reojo. Era la misma hora que el día anterior, cuando ella había aparecido de pronto. Al otro lado del cristal, la puerta de la habitación no estaba cerrada, sino abierta.

Quizá no estuviera en casa.

No quiso esperar más.

Se sujetó al andamio, alargó el brazo lo más que pudo y golpeó el cristal con los nudillos.

Una vez.

La segunda con más fuerza.

La mujer apareció en la puerta, curiosa, buscando la procedencia de aquel ruido. Ginés golpeó el cristal por tercera vez, haciéndole notar que estaba allí. Cuando le vio, no ocultó su sorpresa.

Pero también sonrió.

Caminó hasta la ventana y la abrió con una mano mientras con la otra se tapaba el pecho para no sucumbir al frío exterior. Llevaba un vestido grueso, pero algo escotado, y una rebeca por encima. Era hermosa, con el punto perfecto, la sazón adecuada, las carnes prietas en el momento álgido de su equilibrio. Ella también le miró con fijeza, náufrago de sus ojos grises, la nariz recta, los labios esculpidos por un Miguel Ángel celestial, la mandíbula cuadrada, con el ligero hoyuelo en el centro.

—Vaya por Dios —exclamó.

—Usted perdone —se excusó él con piel de cordero—. Es que aquí arriba… ¿Podría darme un vaso de agua?

La mujer alzó ambas cejas.

—¿Quieres agua?

—Son cinco pisos. Entre bajar y volver a subir… Me pareció que tenía pinta de buena samaritana.

—Espera. —Se dio media vuelta.

Ginés la observó un poco más, de espaldas, porque ella dejó la ventana abierta de par en par. Buenas piernas, buen trasero. Clase. Por lo menos la justa, más que él. Dejaba un halo celestial a su paso. Halo y morbo.

Era como si exudase calor.

Y a él le alcanzaba de lleno.

Canturreó una canción, aunque no más allá de diez segundos. La mujer regresó de inmediato llevando un vaso de agua en la mano. Ginés alargó la suya para tomarlo. Sus dedos se rozaron.

Lo apuró despacio.

Muy despacio, sin quitarle el ojo de encima, sin que ella apartara los suyos.

—En un par de días ya no me verá y podrá abrir la ventana tranquila —le dijo—. Ya ve que trabajamos mucho y vamos rápido.

—Una pena. —Se cruzó de brazos.

—¿Ah, sí?

—Me habéis quitado el sol. —Puso cara de resignación—. Por suerte esta habitación no la usa nadie.

—El sol es usted, mujer —la piropeó sin disimulo—. Qué envidia me dan los que se vengan a vivir aquí, tan cerquita suyo, aunque sin el andamio no lo tendrán fácil para pedirle un vaso de agua como lo tengo yo ahora.

No le devolvió el vaso. Le quedaban dos o tres sorbos de agua.

—¿De dónde eres? —le preguntó.

—De Murcia.

—¿Y allí todos son como tú?

—¿Y cómo soy yo?

—Un liante.

—¿Liante yo? —Puso cara de sorpresa e incredulidad—. Ahí se equivoca, señora. —Bebió otro sorbo de agua—. Yo digo lo que siento. Por la cara. Directo. Y no, allí no todos son como yo. Las ganas.

—Pues menos mal. ¿Cómo te llamas?

—Ginés, ¿y usted?

—Luisa.

Apuró el último sorbo y alargó de nuevo el brazo para devolverle el vaso. Esta vez ella lo tomó por la parte inferior. No hubo roce. Pero su moderado escote se abrió un poco al inclinarse hacia delante. Ginés no la dejó arriar velas.

—Tiene usted un piso precioso —manifestó—. Por lo menos lo que se vislumbra desde aquí.

—Gracias.

—Pero la veo siempre sola. ¿Su marido…?

—Soy viuda. No llevo anillo, ¿ves? —Le mostró su mano abierta.

—Vaya, lo lamento. —Reflejó en su rostro una tristeza que estaba lejos de sentir.

—Así son las cosas. —Se estremeció de pronto, al sentir el frío de una breve ráfaga de viento que irrumpió en las alturas entre los dos.

Iba a cerrar la ventana.

De todas formas la conversación acabó allí, al sonar una voz con estruendo.

—¡Ginés!, ¿dónde estás?

58

El timbre del teléfono, sonando en la trastienda, hizo que Fuensanta y la encargada, Raquel, intercambiaran una rápida mirada mientras la señora Blanch corría a su encuentro.

Era la tercera vez en una semana.

No había nadie en la perfumería en ese momento. Era la hora de la mañana en la que menos clientela tenían. Como siempre que llamaba él, la conversación fue breve. Mercedes Blanch reapareció ya con el abrigo, zapatos de tacón y arreglada en menos de tres minutos.

Fuensanta admiraba su distinción.

Lo demás…

—Si viene el representante de Carabaña dile que vuelva por la tarde, por favor. —Se dirigió a su encargada—. De todas formas ya puede servirnos jabón de tocador y sales; tú misma haz el pedido. Los de Laboratorios Puig no creo que se pasen hoy, pero si lo hacen, diles que de momento estamos servidos.

—De acuerdo, señora Blanch.

—Quizá no venga a comer.

—Ya cerraré, no se preocupe.

La dueña de la perfumería salió por la puerta, cruzó la acera y levantó la mano para detener un taxi. Fuensanta y Raquel la vieron subir a él y desaparecer.

Entonces la encargada rompió el silencio.

Como siempre.

—Por Dios, a toque de pito, ¿tú ves?

—Siempre dices lo mismo. Cada vez.

—Es que… Anda que no es comodón ni nada el señor. Cuando le apetece a él… ¡hala, y a callar! ¡Esta semana ya van tres!

—No hacen daño a nadie. Y gracias a eso ella tiene esto y nosotras trabajo.

—¿Que no hacen daño a nadie? —Raquel se escandalizó—. ¿Y su esposa?

—Si ella no quiere o no puede…

—Vaya con lo que me sales ahora. —Su pasmo aumentó—. ¿Desde cuándo piensas así?

—Desde siempre.

—Pues calladito te lo tenías, guapa.

—Bueno, te lo digo ahora.

—Muy moderna eres tú.

—No se trata de ser moderna o antigua. Las cosas son como son, y hay que entenderlas.

—A mí un hombre que me llama sólo para lo que la llama él… Qué quieres que te diga.

—¿Tú eres feliz con tu marido?

—Pues claro que sí, vaya pregunta. Para eso me casé con él, ¿no?

—No sé.

—¿Cómo que no sabes? No hay nada que saber. El matrimonio es para toda la vida, así que hay que estar segura. Además, están mis dos hijos. Y suerte de mi madre, que vive con nosotros y los cuida, que si no… ¿Por qué me lo preguntas?

—Cada pareja es un mundo, es lo que creo, y desde fuera nadie lo ve igual, por eso lo mejor es no meterse, vivir y dejar vivir.

—Madre del amor hermoso. —La miró como si fuera la primera vez que la tenía delante—. Menos mal que te pilló la guerra siendo cría, que si no, con esas ideas…

—Yo sólo digo que en los asuntos del corazón no manda nadie.

—Oye, ¿y tú aún no…?

—No, no tengo novio —respondió con fastidio—. ¿Por qué todo el mundo me lo pregunta y pone la cara que pones tú cuando le digo que no?

—Es que no lo entiendo, porque pretendientes tendrás, seguro, digo yo.

—Pues no me gusta ninguno.

—A ver si es que picas demasiado alto… Bueno, mira la señora Blanch. Si es eso lo que buscas…

—¡Ay, calla! —le reprochó—. Yo no busco nada.

—Pues con lo guapa que eres… Y tu hermana, y tu madre, y esa que también me dijiste que vivía en vuestra casa.

—Benita.

—Ésa —asintió Raquel antes de continuar—. El otro día que vinieron a verte todas… Hay que ver. —Su rostro reflejó admiración—. ¿Todas las murcianas sois así?

—No sé, pero en nuestra familia ya ves.

—Lo que yo digo, debes de tener a un montón detrás de ti.

Una mujer joven metió la cabeza por la puerta de la perfumería. Era Leonor, una de las dependientas de la tienda contigua, dedicada a la venta de muebles.

—¡Eh, chicas! —Llamó su atención—. ¿Habéis oído algo de lo que está pasando?

—¿Y qué es lo que está pasando? —Raquel se alarmó.

—No sé, por eso os lo pregunto, por si sabíais algo. Dicen que hay disturbios estudiantiles, y cuando ésos la lían…

—Con lo tranquilos que estábamos.

—Mi jefe, el señor Ramos, ha dicho que son de inspiración comunista.

—Y eso de la inspiración ¿qué es? —añadió Raquel.

—Pues lo de siempre.

Fuensanta las dejó hablar. Caminó en dirección a la trastienda y se dirigió al lavabo.

A veces, cada vez más a menudo, necesitaba estar sola.

59

No tuvo que levantar la cabeza, ni volverla para mirar atrás, para saber que él estaba allí.

Ya era cuestión de puro instinto.

—Jorge…

No hubo respuesta.

—Sé que estás ahí, sal.

El niño se materializó delante de ella. Primero le miró las manos, que zurcían rápido el descosido del dobladillo de una blusa. Después se concentró en su rostro, ojos, nariz, labios…

—Deja de mirarme.

—¿Y qué hago, cierro los ojos?

—Vete.

—No.

—¡Estás siempre espiándome! —se quejó con amargura—. Ya está bien, ¿no? Y si sólo fuera espiarme… Pareces un pulpo. Eres todo manos. ¡Mira! —Se subió la manga y le enseñó un trozo de piel con una tonalidad más oscura—. ¡Eso de tu pellizco de ayer! ¡Me haces daño! ¡Quieres parar!

—Era una caricia.

—¡Pues deja de acariciarme! Y además, ¿por qué tienes tú que acariciarme? ¡Eres la piel de Barrabás! Soy una mujer, ¿sabes?

—Tienes dieciséis años.

—¡Casi diecisiete!

—Hasta los veintiuno no serás una mujer.

—¿Y eso te da derecho a estar todo el santo día encima de mí? ¡Se lo diré a tu padre de una vez, te lo juro! ¡Cada día estás peor!

—¿Y por qué no lo haces?

—Porque te castigaría y me sabe mal. No eres más que un tonto con mucha cara dura.

—¿Y si te despide?

—Pues mira…

Jorge se sentó delante de ella, en el suelo, en cuclillas. Cambió su concentración y se fijó en las piernas de Úrsula, por lo menos lo que podía ver bajo la falda, hasta los tobillos.

—Tienes unos pies bonitos, seguro.

—¿Quieres parar? —Trató de esconderlos bajo la silla mientras se desesperaba—. ¡Qué agobio! Pero ¿qué te pasa?

—Ya lo sabes.

—No, no lo sé —gimió ella.

—Un día serás mi mujer.

El impacto la desarboló.

—¿Yo? —Apenas si pudo creer lo que estaba oyendo—. ¿Estás majareta?

—Lo serás —insistió el niño con una convicción que la asustó aún más—. Y entonces esta casa será tuya.

—¡No digas más burradas, va!

—Déjame que te dé un beso.

—¡No!

—¿Y un pecho? ¿Puedo tocarte un pecho?

—¡No! —gritó aún más fuerte.

—Quiero saber si son tan blandos como parece. —Alargó una mano hacia ella.

—¡Como me la pongas encima te la corto! —Blandió las tijeras delante de él—. ¡Y basta ya, Jorge, por Dios! ¡Basta ya!

No pudo evitarlo.

Llegó al límite y se echó a llorar.

El chico no supo qué hacer. Le cogió de improviso. Era la primera vez que la veía así, rota, descompuesta. Las lágrimas cayeron por las mejillas de Úrsula marcando surcos húmedos en su blanca piel. Ni siquiera intentó detenerlas o apartarlas. Las dejó fluir, libres, mientras fingía zurcir el maldito dobladillo.

Jorge tragó saliva.

—Perdona —musitó.

—Pues para ya —gimió ella—. Esto no está bien, nada bien. Me iré de aquí, te lo juro. Me iré y no me verás nunca más, así que allá tú. Será por tu culpa.

—No dejaré que te vayas —aseguró el niño—. Ni que te despidan nunca. Jamás permitiré que te pase nada malo, Úrsula.

—No eres más que un crío —le recordó.

Su voz cobró una nueva fuerza cuando le respondió:

—Pero creceré.

Úrsula se fijó en él. Ya estaba creciendo. Y rápido. Lo mismo que Salvador, la misma edad, las mismas dudas, los mismos misterios y secretos.

—Déjame trabajar, ¿quieres?

Por una vez, él no insistió; se levantó y salió del cuarto de las labores, en silencio, llevándose consigo todo su juvenil ardor y su extraña pasión.

A Úrsula le costó volver a concentrarse en lo que estaba haciendo.

60

Las dos preparaban la cena en silencio, armonizando sus movimientos dentro de la pequeña cocina. Poner las teas bajo el fogón, prender la lumbre, conseguir que el carbón encendido calentara la olla lo más rápido posible, apurar al máximo lo que el racionamiento les había permitido comprar… La luz de la única bombilla era mortecina, iluminaba lo justo.

Y se fue en ese instante.

—¡Maldita sea! —rezongó Benita—. ¡Otra vez!

—¿Y la vela? —Carmen palpó el lugar en el que habitualmente la tenían dispuesta sin dar con ella.

—Apenas si quedaba un cabo. Se agotó con el apagón de ayer. Hay otra en el armarito.

La localizó, la acercó a la lumbre y prendió la pequeña mecha. Luego hizo que cayeran algunas gotas de cera sobre un plato y antes de que se solidificara asentó el extremo en ellas. La vela esparció un halo espectral a su alrededor. Los gritos de protesta del resto llegaron hasta la cocina. Especialmente porque sin luz no iba la radio.

—Bueno, ya está. —Carmen suspiró.

Continuaron con su labor, hasta que Benita le hizo el comentario.

—¿No crees que tu hijo pasa mucho tiempo en casa de esa gente?

—¿Los Morales? —Hizo un gesto ambiguo—. Mujer, aquí se aburre, y allí juega con su amigo Fernando, tienen un patio, le dan de merendar… Y está aquí mismo. Mejor allí que en la calle. No le veo nada malo.

—Dicen por el barrio que ese hombre está muy metido en política.

—Allá él. Los niños son los niños y sus padres… sus padres.

—Si a ti te parece bien…

—Para Salvador fue muy duro venirse aquí, ya lo sabes. No digo que no lo fuera también para Fuensanta y Úrsula, pero ellas eran mayores. En cambio él… siempre ha sido tan sensible… Tener un amigo le ha hecho mucho bien. Y la niña es preciosa. Creo que se llevan estupendamente y es lo que cuenta. Si aquí tuviéramos espacio o más dinero, también les daría de merendar a ellos.

Benita ya no dijo nada más. Peló una patata con buena mano, dejando caer una larga monda sobre la repisa.

De todas formas el silencio no duró demasiado.

—¿Qué tal por la droguería?

—Bien, muy bien —admitió Carmen—. Los dueños son muy buena gente, y están mayores. Se sienten felices de que trabaje allí.

—Eres una tonta. Por lo que te pagan, y aunque te dan manga ancha, podrías quedarte en casa.

—¿Y ser la criada de todos?

—Mujer, cualquiera diría.

—Perdona, no quería…

—No, si te entiendo —la interrumpió Benita—. Pero a fin de cuentas tienes a tus cuatro hijos contigo. Podrías dejar de trabajar si quisieras, aunque es bueno ayudar con el dinero que sea. Qué más quisiera yo que mi Rogelio no estuviera siempre fuera, que parece que sólo a él lo envían a construir casas a la costa. —Terminó la patata y cogió otra—. A veces no sé si le mandan o es él que pide irse y estar lejos.

—Es muy independiente.

—Lo que tiene son unas ideas que… —Su madre le dio un tajo a la patata y la monda cayó a la mitad—. A veces me da miedo. Es mi hijo pero no sé si me lo cambiaron en la cuna. Parece mentira, porque después de lo que pasamos con la guerra…

—Ellos no la vivieron. Ninguno —le recordó Carmen.

—Me gustaría que Ginés y él se hicieran más amigos y salieran juntos por ahí.

—Rogelio es mayor, y aunque sólo sean tres años, cuentan.

—Tu Ginés se irá pronto, ya lo verás.

—¿Por qué dices eso?

—Porque le pillará una.

—No lo creo, vaya uno es él.

—Es demasiado guapo, Carmen. Y hay mucha mujer todavía sola. Faltan hombres. Han pasado ya doce años desde que acabó la guerra pero faltan hombres. Van a ir a por él y cualquier listilla lo meterá en el saco. Para tu hijo es un pasaporte.

—A veces la belleza puede ser una maldición —consideró ella.

—No digas eso. La belleza es un don, aunque a ti y a mí no nos ha valido para pescar a un marqués.

—Eran otros tiempos.

—Ya.

El silencio duró apenas diez segundos.

—¿De verdad piensas que Ginés se irá pronto? —suspiró Carmen.

—Bah, no me hagas caso. —Acabó con la última patata—. De momento es joven y con lo lanzado que es… De rompe y rasga. Va a hacer lo que quiera, como y cuando quiera. Para eso hubo una guerra, ¿no? Para cambiar las cosas y que ellos tuvieran otra clase de vida.

—La vida sigue siendo la misma, Benita. Allí o aquí, somos los de siempre, tragando lo que tragamos, y todavía apechugando con lo que pasó después de tantos años, sin dinero, con la comida racionada, sin luz…

La bombilla se iluminó de nuevo en ese momento.

—¡Vaya por Dios! —cantó Benita.

En la sala, la radio volvió a funcionar.

—¿Qué, no está la cena? —les llegó la voz de Anselmo.

—¡Cállate ya, pesado! —tronó la de su mujer—. ¡Si quieres la cena antes, te la haces tú o te vas al restaurante, señor, que eres un señor!

61

Se atusó el cabello con las dos manos, se pasó la lengua por los labios para darles brillo y se ajustó el nudo de la corbata entre las puntas del cuello de la camisa. Lo de la corbata era lo peor. Nunca la había llevado. Pero en Barcelona marcaba todavía la diferencia entre las personas. Antes de subir ya había comprobado que todo en su porte estuviera en orden, sobre todo las manos, limpias, muy limpias tras frotarlas diez minutos con agua y jabón.

Llamó al timbre y esperó.

Los pasos tardaron cinco segundos en escucharse. Pasos envueltos en zapatillas de estar por casa. Se detuvieron al otro lado de la puerta. No había mirilla.

Ella tampoco preguntó quién llamaba.

Abrió.

Y al verle se quedó con unos ojos como platos.

—Hola, Luisa. —La envolvió con una primera sonrisa rebosante de simpatía y calor.

—Hola —apenas si pudo reaccionar la mujer.

—Pasaba por aquí y he pensado… Esa señora tan maravillosa, sola, en su piso.

Luisa parpadeó. Llevaba una bata. No estaba arreglada ni maquillada. El cabello lo tenía alborotado. Probablemente no se sintiera en su mejor momento, ni mucho menos atractiva, pero a él se le antojó todo lo contrario.

Todavía más deseable.

—¿Y…? —Esperó algo más.

—Pues que me gustaría invitarla a pasear, tomar algo. Hace un domingo precioso. Quizá un vermutito…

Lo miró de arriba abajo. Se le notaba el esfuerzo. Parecía un pincel. Y estaba allí, sin máscara, con su desafío, inmutable, sonriendo como hacía años que no veía sonreír a un hombre en su presencia.

Irresistible.

—Anda, pasa —lo invitó.

—Gracias.

Se coló dentro. Lo único que se alteró en él fue su mano derecha, oculta detrás de su cuerpo. La cerró y apretó el puño en señal de victoria. Luisa le precedió por un pasillo largo, con cuatro puertas, dos a cada lado. Al final desembocaron en la sala comedor, no muy grande, coqueta, con muebles modernos, como si los hubiera cambiado no hacía mucho. En una mesita pequeña, situada entre dos butacas, vio fotografías. La vio a ella, casada, con un hombre, más joven e igualmente muy atractiva.

Pensó que se retiraría y le dejaría solo, para quitarse la bata, parecer más femenina, arreglarse, pero lo que hizo fue dar media vuelta, cruzarse de brazos y encararse con él.

—Ginés…

—¿Sí?

—¿Qué quieres?

—¿Yo? —Se revistió de inocencia—. Lo que le he dicho, invitarla a dar un paseo, merendar…

—¿Sabes la edad que tengo?

—No, ni me importa.

—A mí sí.

—Pues no veo por qué. Los amigos no van por ahí según sus edades.

—Los amigos.

—Claro.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Adelante.

—¿Con cuántas mujeres has estado?

—Vaya. —La pregunta le pilló de improviso. No supo si mentir y hacerse el santo o decir la verdad y parecer un sátiro—. Va a hacer que me ponga rojo.

—Te diré con cuántos hombres he estado yo: con uno. Mi marido.

—Pero murió.

—Sí, murió.

—Y es joven todavía, y tan guapa… Por Dios, es increíble. —Señaló las fotos de la mesita—. Mucho más ahora que entonces.

—No quiero ir a pasear.

—Está bien.

—No quiero que me vean contigo.

—¿Porque soy unpaleta?

—Porque eres un niño.

—No soy un niño y lo sabe.

Luisa soltó una bocanada de aire retenida en sus pulmones, como si llevara allí una eternidad. Su pecho subía y bajaba muy rápido, al compás de los latidos de su corazón. Su apariencia sin embargo era de calma.

De profunda calma.

Sólo la intensidad de los ojos la delataba.

—Supongo que sí —concedió. Y miró a su alrededor, acorralada, como si por allí hubiera alguien espiándola. Luego se mordió el labio inferior y mostró un primer atisbo de rendición—. Será mejor que te sientes. ¿Quieres un vaso de agua, de leche…?

62

Y de pronto, era como si volviera la guerra.

Antonio aún recordaba las trincheras, las explosiones, los disparos, los del enemigo y los suyos, aunque jamás había apuntado ni tenía la sensación de haber matado a nadie. Y recordaba cuando había caído preso, la cárcel, el miedo, la seguridad de que cada noche sería la última porque lo fusilarían.

Aquellas lágrimas de impotencia.

—¡A la huelga!

—¡Todos!

—¡Pues claro que sí, y si es necesario, a las barricadas!

Parecía que eran las mismas voces, las de Agapito, Eusebio, Leonardo, Restituto, Ricardo. Pero no. Eso era imposible porque ellos estaban muertos. No quedaba nadie. Los había visto caer, a uno en el frente de Aragón, de un disparo, a otro en el Ebro por lo mismo, a otro evaporado al caerle un obús encima, a otro…

—¡No son sólo los tranvías, son las condiciones de trabajo!

—¡Exacto, compañeros! ¡Esto hay que arreglarlo ya!

—¡Basta de explotación!

Se trabajaba muchas horas y en condiciones cada vez más duras, todo estaba muy caro, una escalada de precios que se disparaba de día en día. La única vía de subsistencia a veces era el estraperlo y su inhumana carga para unos salarios siempre en precario. No les quedaban cosas que empeñar. Ya no podían más. La subida de los tranvías era la gota que rebosaba el vaso.

—¡Huelga!

—¡Huelga!

—¡Huelga!

La misma palabra en todas partes.

La primera huelga en la España de Franco.

Y en Barcelona.

—¿Y si vienen a matarnos, con los tanques…?

—¡Coño, Antonio!

—Es que así empezamos en el 36.

—¿Tú con quién luchaste?

—Con la República.

—Yo con los nacionales, ¿ves? ¿Y qué? No se trata de eso, ahora no hay rojos ni azules. Se trata de ganarnos un respeto. Hoy son los tranvías, ¿y mañana? ¡Cada día llegan más compañeros, también es por ellos! ¡Aquí o se va a la huelga o esto estalla! ¿Quieres ver cómo tu familia pasa hambre?

—No.

—Pues a la huelga. Es nuestro derecho. Somos trabajadores.

—Nuestro derecho en la República. Ahora manda Franco.

No había vuelta atrás.

El primer desafío.

¿Qué haría el Generalísimo?

Como si fuera un presagio, empezó a llover.

63

Cenaban en silencio, sin querer herir el aire con sus voces, cuando inesperadamente se abrió la puerta del piso.

Y por ella apareció Rogelio.

Se lo quedaron mirando como si fuera una aparición, un fantasma recién materializado de la nada. Llevaba un chaquetón grueso, una bufanda, unos guantes. Tenía la piel casi cortada por el viento y el frío. Su madre fue la primera en reaccionar.

—¡Rogelio!

Le abrazó, le besó, se fundió con él. El joven alargó una mano como pudo para estrechar la de su padre. Paseó una mirada por el resto, Antonio, Carmen, Ginés, Salvador, Fuensanta. Úrsula no había llegado de su trabajo en casa de los padres de Jorge.

Se quedó con la última.

Fuensanta.

Un largo segundo.

—¿Habéis terminado la obra? —se extrañó Anselmo.

—No. —Rogelio se quitó el chaquetón, la bufanda y los guantes—. Pero con lo de los tranvías y la huelga en ciernes era un poco estúpido quedarse allí, por si va para largo. Además, es aquí donde se va a ganar la batalla.

—¿Batalla? ¿Qué batalla?

—Mamá, no empieces. ¿Hay algo de cenar?

Cogió una silla y se sentó a la mesa, entre Carmen y Fuensanta. Pero no logró eludir la presión de sus padres.

—Rogelio, que te veo venir —se envaró Benita.

El joven se enfrentó a los ojos de su padre.

—Esto va a ser importante, papá. —Se dirigió a él.

—¿Y qué vas a hacer, ponerte al frente?

—Haré lo que haga falta.

—Hijo, que a los que destacan y se significan…

—Pero por Dios —buscó apoyos en el resto—, ¿es que no lo veis? Es ahora o nunca. O les paramos los pies o vamos a tener que volver a Murcia con el rabo entre las piernas. Lo de los tranvías es la gota final. Hay que decir basta, que sepan quiénes somos y que conozcan nuestra fuerza.

—Pero ¿de qué fuerza hablas? —gimió Benita casi al borde de las lágrimas, derrumbándose sobre su silla.

—La nuestra, la de los obreros. ¿Quién trabaja en este país, los ricos? Sin nosotros todo se detiene. Y si nos explotan, han de saber que no vamos a quedarnos de brazos cruzados. —Miró a Antonio y a Ginés—. ¿No vais a ir a la huelga vosotros?

—Sí —dijo el primero sin ocultar un leve encogimiento de hombros.

Rogelio siguió mirando a Ginés.

No encontró ningún apoyo en él.

—No podemos bajar la cabeza más de lo que ya la bajamos. —Su voz se hizo opaca—. No somos una mierda, somos el motor obrero de Cataluña, y Cataluña lo es de España. Ellos lo saben tan bien como nosotros y tendrán que escucharnos.

—Sabes lo que harán, ¿no? —dijo su padre.

—¿Meternos a todos en la cárcel?

—A algunos sí, pero lo fundamental es lo otro, la represión. Habrá despidos, sanciones… Un día, una semana… ¿Y de qué vamos a comer?

—No es la decisión de un solo hombre, es la de todos. La huelga es inevitable. Ya es oficial: mañana se boicotearán los tranvías.

—¿Y cómo iremos a trabajar?

—A pie. O mejor: no iremos. De eso se trata en una huelga.

La cena había quedado truncada. El único que todavía comía era Ginés. Más que Rogelio, por la puerta había entrado la revolución. Un silencio amargo se expandió más allá de sí mismos, galvanizando sus cuerpos, congelando sus mentes. Había dolor en el rostro de Benita, cierto orgullo en el de Anselmo, preocupación en el de Carmen, miedo en el de Antonio, expectación en el de Salvador y admiración en el de Fuensanta.

—Sabéis que tiene razón —habló ella.

—Eso, tú apóyale —protestó Benita.

—No me apoya a mí, mamá. Apoya el sentido común.

—¿Y tú qué dices, Ginés?

El muchacho dejó el tenedor en el plato. Chasqueó la lengua.

—Supongo que hay que hacer algo, como lo harán todos —se resignó—, pero de ahí a estar en primera línea para ser un héroe… A los héroes les hacen estatuas de piedra una vez muertos.

—Mejor morir de pie que…

—¡Cállate! —gritó su madre.

—Eso lo decían en la guerra —rezongó Antonio—. Y ya ves lo que pasó.

Otro silencio.

—Mamá, tengo hambre —insistió Rogelio.

Fuensanta se puso en pie.

—Yo te lo traigo —se ofreció.

Caminó hasta la cocina y cuando llegó a ella se apoyó en la pared y cerró los ojos.

A veces era incapaz de sentir.

Otras…

Tardó un poco en reaccionar. Cuando lo hizo oyó abrirse de nuevo la puerta del piso y, casi al instante, escuchó el grito feliz de Úrsula.

—¡Rogelio!

64

En casa de Ana y Fernando, la merienda se había convertido en una suerte de encrespado funeral. De hecho Salvador estaba allí de milagro. De no haber insistido en la droguería, casi llorando, su madre no le habría dejado ir. Pese a la proximidad de ambas casas, las calles ya no eran seguras. No en aquellos días.

El señor Francisco movía la cabeza de lado a lado, serio, grave. El delgado bigote formaba de pronto un tajo negro en mitad de la palidez de su cara. El uniforme de falangista no era un simple traje. Lo ostentaba igual que si un sinfín de condecoraciones asaeteara su pecho.

Era un general.

Salvador lo veía así.

—Locos, ¡locos! —El puño del hombre golpeó la mesa—. ¿Es que no lo ven? ¡España necesita el esfuerzo de todos! ¿Hay que hacer sacrificios? ¡Pues se hacen! ¡Nada es fácil cuando la recompensa es tan alta! ¡Y hemos de merecerla! ¿Qué quieren? —Miró a su mujer, a sus hijos y a su invitado, como si esperara una respuesta—. ¿Qué es lo que quieren? ¡Hicimos una cruzada para acabar con esto! ¡Ayer murió ese pobre niño! ¡Cinco años! ¡Tenía cinco años! ¿Merecía caer un inocente por la locura de unos pocos?

—No son pocos, Francisco —le hizo ver su esposa—. Es toda la ciudad que…

Se calló de golpe al hundir su marido el frío acero de sus ojos en ella.

Salvador tuvo miedo.

El mismo hombre que le revolvía el pelo, le acariciaba la mejilla, le enseñaba los logros de la Falange y le mostraba el camino, le hacía cantar… Ese mismo hombre, de pronto, parecía distinto.

Pensó en su padre, en su hermano Ginés, y sobre todo en Rogelio.

Tan distintos.

—Una huelga, Elena. Una huelga. —El tono del cabeza de familia era de sostenida incredulidad—. ¿Es que no van a aprender nunca? Sí, tienes razón, son muchos. Nadie se sube a un tranvía, unos por miedo y otros por tener la cabeza contaminada. ¿Y por quién? Pues por los de siempre. No acabamos con todos. Fuimos demasiado generosos, demasiado permisivos. Queda una manzana podrida y ya ves: contamina al resto. Malditos comunistas… Malditos sean mil veces, rojos, ateos, impíos… —Volvió la cabeza hacia Salvador e, inesperadamente, le preguntó—: ¿Y tu familia qué?

—¡Francisco! —reprochó su esposa.

—Es nuestro invitado, el mejor amigo de Fernando y Ana, ¿no? Tengo derecho a saber cómo son sus padres.

—Es un niño.

—¿También están de acuerdo con la huelga? —añadió, prescindiendo del comentario de su mujer.

—Papá no —se apresuró a decir Salvador—. Tiene miedo.

—Claro que ha de tener miedo. Hizo la guerra en el bando equivocado, supongo que por estar donde estaba y no tener más remedio. Pero ya pagó por ello. ¿Y tu hermano?

—Ginés está en contra del todo.

—Bien, bien. Buen chico.

Temió que le preguntara por Rogelio, pero el señor Francisco no lo conocía. Ni sabía que existía. Sólo a veces habían hablado de Ginés y de su padre, por curiosidad.

Sólo por curiosidad.

—¿Tus hermanas…?

—Han ido a trabajar.

—¿Lo ves? —El hombre miró a su esposa—. Muchos siguen a unos pocos, ciegos, con la cabeza llena de mentiras. —Centró de nuevo su atención en Salvador—. Tú eres de los nuestros, ¿verdad, hijo?

—Sí señor.

La señora Elena se puso en pie.

Estaba muy seria.

—Será mejor que te termines la merienda y te vayas a casa —le dijo al chico—. En un día como hoy nunca se sabe. Y dile a tu madre que si necesita algo…

—Se lo diré.

—Algún día deberíamos conocer a tus padres —manifestó el señor Francisco.

Salvador intentó no ponerse rojo.

Trató de imaginarse a su padre allí, y no pudo.

No acababa de entenderlo, le resultaba imposible.

—Tendrías que venir a la academia, papá —dijo Fernando—. Hay muchos niños que si no son rojos como dices, poco les falta.

—¿Quieres acabarte mi chocolate, Salvador? —Ana le ofreció la mitad de su tableta—. Yo no quiero más.

65

El señor Enrique la llamó al verla pasar cargada con un montón de ropa.

—Úrsula.

—¿Sí, señor?

—Ven un momento, por favor.

La chica entró en la sala. Sacó la cabeza por uno de los lados para tratar de ver a su amo.

—Deja eso sobre la mesa, mujer.

Le obedeció. Colocó el montón de ropa con cuidado, tanto para que no cayera nada al suelo como para no volcar uno de los dos candelabros o el jarrón que presidía la señorial mesa familiar. Acudió de nuevo frente al dueño de la casa con las manos unidas por delante.

—Usted dirá.

—Quería darte las gracias por venir estos días.

—No hay de qué, señor.

—Has de hacerlo a pie, y no sólo no has faltado sino que me dice mi mujer que has sido puntual, como siempre.

Úrsula ya no dijo nada.

—Me han dicho que mañana los tranvías volverán a las viejas tarifas, pero que lamentablemente la huelga ya no será cancelada —lamentó el señor Enrique—. El movimiento obrero se ha expandido por toda la ciudad, así que es más que una huelga convencional: es una huelga general. Y esas cosas, por desgracia, nunca se sabe cómo van a terminar.

—¿Cree que habrá violencia, señor? —se atrevió a preguntarle.

—Es más que posible. Cuatro exaltados son pocos, pero suelen hacer mucho ruido. Si a eso unimos que la masa a veces es ciega y sorda…

Úrsula tragó saliva.

Pensó en Rogelio.

Llevaban dos días sin verle.

—Escucha, Úrsula —continuó el señor Enrique—. Diles a tus padres que si algún día hay demasiada confusión o algo peor, disturbios, lo que sea, te quedarás aquí a dormir, ¿de acuerdo? Que estén tranquilos.

—Sí señor.

—No quiero que vayas sola por la calle. Ya eres mayor pero por si acaso. Es mejor prevenir.

—Sí señor.

—¿Te parece bien?

—Sí señor.

—De acuerdo. No se hable más. Ojalá no tengas que hacerlo, pero así todos nos quedamos tranquilos. A veces creo que ya eres parte de la familia.

—Gracias, señor.

—Venga, tranquila.

El señor Enrique volvió a coger el periódico que estaba leyendo cuando la llamó. Úrsula cargó de nuevo con la ropa y salió de la sala. En la mitad del pasillo se encontró con Jorge, apoyado en la pared.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó el chico.

—Nada que te importe, y haz los deberes, va. Luego te ponen malas notas y te castigan.

Pasó por su lado.

Temió que él hiciera una de las suyas, la tocara, la rozara aprovechando que tenía las manos ocupadas.

No fue así.

Desde el día de sus lágrimas estaba más comedido. Llevaba una temporada calmado. Quizá estuviese cambiando, creciendo, madurando. No era un mal chico. Le caía bien. A lo peor era por no tener hermanos ni hermanas. Ser hijo único debía de resultar bastante aburrido.

Y estaba enamorado de ella.

Qué cosas.

Con toda la inusitada fuerza del primer amor.

El maldito y dichoso primer amor.

66

—¿Qué hacemos, señora?

Mercedes Blanch no le respondió. Raquel se llevó un puño cerrado a los labios. Sus nudillos se blanquearon por la fuerza. Fuensanta, lo mismo que ellas dos, miraba la calle desde la puerta de la perfumería. En un momento estaba vacía y al siguiente veían pasar a los hombres corriendo, unos espantados, otros gritando consignas. No había ni rastro de la policía o el ejército. Todo eran rumores.

—Deberíamos cerrar —insistió Raquel—. Hoy nadie va a comprar nada.

En la acera el viento hizo revolotear un panfleto. La palabra «Huelga» era la más visible. Después la fecha, 12 de marzo. Fuensanta hizo ademán de ir a recogerlo.

—¡No salgas! —la detuvo la encargada—. ¿Estás loca? ¿Y si te detienen y te lo encuentran?

—¿Por qué iban a detenerme?

—No sé. —Sus nervios rozaron el límite que su cuerpo podía permitirse—. A mí es que todo esto me asusta mucho.

—¿Quieres callarte, Raquel? Me estás poniendo nerviosa —le ordenó la dueña de la tienda.

Fuensanta le pasó un cálido brazo por encima de los hombros. Por la calle Caspe apenas si quedaban ya un par de comercios abiertos. De hecho no entendían la tozudez de Mercedes Blanch.

—Voy a hacer una llamada —dijo de pronto.

La vieron caminar hacia la trastienda, donde estaba el teléfono que sonaba casi exclusivamente para hacerla salir al encuentro de su hombre. No dijeron nada, pero imaginaron que lo estaba llamando. Pasaron otros tres obreros a la carrera, sin fijarse en ellas.

—Nos destrozarán los escaparates y saquearán todo lo que tenemos, ya lo verás —siguió con sus malos augurios la encargada.

A su espalda, la voz de Mercedes Blanch sonaba plácida, relajada. Voz de mujer enamorada a pesar de que las circunstancias no daban para mucho romanticismo. La conversación no se prolongó demasiado. Regresó al lado de sus dos dependientas con el rostro sombrío.

—Hay medio millón de personas en las calles. Algo nunca visto. La ciudad está paralizada.

—Entonces, ¿qué hacemos? —se alarmó todavía más Raquel.

—Cerrar.

—¡Gracias a Dios!

Bajaron la persiana metálica entre las tres. Fue oportuno, mucho. La irrupción de un piquete las sobresaltó justo en el momento en que abrían la puerta de la persiana para regresar dentro a por sus cosas. Un hombre patibulario, tocado con una gorra, las increpó.

—¿Qué estabais haciendo con la tienda abierta? ¡Vamos, que esto es por todos, también por vosotras! ¡A la huelga!

Se ocultaron dentro y esperaron a que la calle se despejara. Podían quedarse allí, pero no sabían por cuánto tiempo. De nuevo Mercedes Blanch tomó la iniciativa.

—Marchaos a casa.

—¿Y usted? —preguntó Fuensanta.

—Estaré bien.

—Pero sola.

—Tranquila.

—¡Como haya tiros…! —Raquel se estremeció.

Recogieron el abrigo y el bolso. Se asomaron al exterior para otear el panorama. Nadie. La despedida fue rápida. A su espalda la puerta se cerró de nuevo. La encargada enfiló por su derecha. Fuensanta lo hizo por la izquierda.

Apenas si pudo dar una docena de pasos.

Vio a Rogelio corriendo hacia ella y se detuvo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó sorprendida.

—Venía a por ti. —Jadeaba—. ¿Cómo se te ha ocurrido ir a trabajar hoy? Vamos, te llevo a casa.

La cogió del brazo. Casi la arrastró.

—¿Has venido… a por mí? —Lo repitió como si la mera idea no le entrara en la cabeza.

Rogelio ya no pudo responderle.

—¡Soldados, corre! —la apremió sin dejar de sujetarla.

67

En el exterior el frío arreciaba, pero allí dentro el fuego les hacía sudar. A cualquier espectador ajeno y lejano le habría parecido una pelea. Daban vueltas sobre sí mismos, sus manos recorrían sus cuerpos, él la penetraba y salía abruptamente haciéndola gemir, ella le atrapaba el miembro con las piernas abiertas y lo succionaba mientras lamía su rostro. Se miraban a los ojos, un segundo, con pasión, deseo, la avidez de la ansiedad. Luego se besaban y volvía la rueda, el círculo vicioso de su furia. Ginés mordía sus pezones, presionaba las partes más blandas de su cuerpo, la cintura, el interior de los muslos. Se deslizaba hacia abajo y hundía el rostro en aquella cálida humedad mientras Luisa se retorcía y gemía, agarrando la sábana con las manos como si quisiera destrozarla. Después era ella la que lo montaba, cabalgaba sobre su sexo, lo llevaba a su boca, le pellizcaba los pezones haciéndole estremecer.

—Dame por detrás… por detrás…

—¿Así?

—Sí… ¡Sí!

Ginés acarició su espalda, golpeó sus nalgas, buscó un pecho por debajo de su cuerpo y le presionó el pezón todavía mojado por su saliva. Luisa gritaba y gemía cada vez más. Él acarició el agujero de su ano con la yema de su pulgar.

Con la última embestida, ella cayó de bruces sobre la cama.

Pero él no se salió.

Siguió empujando, empujando, empujando.

Hasta que le dio la vuelta para verle la cara y entonces ya no esperó más.

—Mírame… —le pidió.

Luisa tenía los ojos cerrados.

—¡Mí… rame…!

Sólo los entreabrió.

Ginés lanzó un grito.

Fuerte, salvaje, mientras todo su ser se estremecía con el orgasmo.

Ella volvió a cerrar los ojos y gimió con el suyo.

Uno fue una explosión. Otro un bálsamo.

Quedaron inmóviles, con sus cuerpos pegados, bañados en sudor. El rostro de Luisa vuelto hacia el techo, ahora con los ojos muy abiertos. El de Ginés hundido entre su cuello y la cama, con los suyos cerrados.

Acompasaron sus respiraciones.

Un minuto, dos.

—Pesas —suspiró la mujer.

Ya se había adormilado, así que le costó reaccionar y apartarse de encima suyo. Cayó de lado, respirando con calma tras la guerra de los sentidos. Luisa no se quedó en la cama con él. Se incorporó y caminó hasta el rincón de la derecha. La jofaina con agua estaba allí, y también las toallas. Se agachó, se abrió de piernas sobre ella y se lavó a conciencia, frotándose bien por dentro.

Ginés ya no dejó de observarla.

—Eres preciosa —dijo.

—Gracias.

—¿Por qué no me crees? Lo digo en serio.

—Lo sé.

—Una pena que hayas estado tan desaprovechada.

—Cállate, ¿quieres?

—Bien.

Luisa acabó su ablución. Se secó. Luego regresó a la cama y se tumbó a su lado, de cara a él. Su mano libre se apoyó en el sexo del hombre, ahora inconsistente y flácido. Sus dedos juguetearon unos segundos con su blandura. Acabó deslizándolos hacia los testículos y tras agarrárselos se quedó quieta.

—Mira que venir hoy.

—¿Qué pasa? —se extrañó él.

—Con lo que está sucediendo…

—Pues eso, mejor. No se trabaja y lo pasamos bien. Es perfecto.

—¿Por qué no estás con los tuyos?

—¿Y quiénes son los míos?

—Todos, los de la huelga, las barricadas. ¿Por qué no estás descarrilando tranvías, en tu casa, con tu familia…?

—No es mi guerra, cariño.

—¿Ah no?

—No.

—Eres uno de ellos, Ginés. Lo quieras o no.

Se encogió de hombros. Tenía los dos brazos estirados por detrás de la cabeza, las piernas abiertas, la mano de Luisa en sus testículos. Una geometría perfecta. Y lo sabía.

Ella retiró la mano.

La recogió sobre sí misma.

—No eres bueno —susurró.

—Vaya por Dios —gruñó él.

—No voy a enamorarme de ti.

—Dices cada cosa…

—Abrázame.

—¿Qué te pasa?

—Abrázame, sólo eso.

Lo hizo. Movió el brazo de su lado y mientras ella se le aproximaba la rodeó con él y la estrechó contra sí. La mano de Luisa volvió a tomar contacto con su cuerpo, ahora lánguida. Una caricia inconsistente sobre su pecho. Ginés la besó en la frente, por entre la maraña alborotada de su pelo.

—Quien te entienda… —musitó.

—No hace falta que me entiendas. Sólo se trata de follar, ¿no?

68

Carmen y Antonio llevaban casi una hora asomados a la ventana, sobre una calle Tantarantana vacía y huérfana de vida. Ella se agarraba a él buscando su protección, colgada de un brazo que en ese momento parecía inerte. El silencio del hombre era más ensordecedor que el de su entorno.

—¿Dónde estarán? —se preguntó Carmen por enésima vez.

—Saben cuidarse, tranquila —insistió Antonio—. Con Salvador aquí, los mayores son los mayores.

—Úrsula sigue siendo una cría.

—Ella está en casa de sus señores, mujer.

—¿Y Fuensanta y Ginés?

No tenían respuesta para ellos. Sólo la lógica.

No se imaginaba a Ginés manifestándose, formando parte de un piquete, arriesgando su vida por descarrilar un tranvía. Estaría en cualquier parte menos en la calle.

Fuensanta era otra cosa.

—Mierda de país… —rezongó.

—No digas eso, hombre.

—Es lo que hay, Carmen. Aquí estamos siempre igual. No teníamos que haber perdido la guerra.

—¡Chist! —le reprochó como si las paredes pudieran oírle.

—Tú no sabes lo que pasé yo preso. —La voz era crepuscular—. Cómo tuve que mentir, fingir, hacerme pasar por lo que no era… Ni te lo imaginas.

—Porque nunca hablas de ello.

—No vale la pena. —Dejó caer la cabeza sobre el pecho—. El caso es que jamás aprenderemos. Siempre habrá dos Españas. Siempre. Y ellos nos darán por el culo una y otra vez. Los curas, los militares, los poderosos. Nada va a cambiar, con o sin Franco.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—No, a ti te pasa algo. Hace días que…

—¿Y a ti? ¿Qué te pasa a ti?

Carmen se puso roja.

—Yo estoy bien.

Antonio la miró fijamente, con la cabeza vuelta hacia ella. No hablaban de sexo. No era necesario. No se atrevían. Pero estaba allí, presente, siempre.

Todo el mundo decía que tenía a la mujer más guapa.

Toda una hembra.

Estuvo a punto de decírselo, reventar, explotar, cuando ella señaló a la calle.

—¡Mira!

Fuensanta y Rogelio caminaban en dirección a la casa. La sorpresa no eliminó lo más importante para ambos: el alivio de verla sana y salva. Cuando llegaron al portal él se despidió y desanduvo lo andado.

—¿Adónde…?

—A meterse en líos, mujer —dijo Antonio.

Fueron a la puerta para recibir a su hija. La muchacha llegó al piso con poco entusiasmo, la cara seria. Se encontró con su madre encima, abrazándola, y su padre detrás, con las manos en los bolsillos y su eterna expresión de gravedad.

—No tenías que haber ido —le reprochó ella.

—Mamá, va, déjalo.

—¿Qué noticias hay? —preguntó él.

—Pues que Franco no va a dejarnos pasar ésta y que ya viene el ejército.

—¡Ay Dios! —Carmen se llevó una mano al pecho.

—¿Qué va a hacer Rogelio?

—¿Qué quieres que haga Rogelio, papá?

—Pero ha ido a buscarla —le defendió Carmen—. Porque ha ido a buscarte, ¿no? ¿O te lo has encontrado en la calle?

—Ha ido a buscarme —confirmó Fuensanta.

—¿Lo ves? —Carmen miró a su marido.

Seguían en la puerta del piso. Quizá por ello la señora Agapita, la de la última planta, les lanzó el grito por el hueco de la escalera.

—¡Carmen!

—¿Qué? —Se asomó.

—Que ha telefoneado la Úrsula, que se queda a dormir en casa de sus señores y que no se inquieten.

La señora Agapita era la única de la escalera con teléfono. No era cosa de molestarla, pero para una urgencia…

—¡Gracias!

—¿Están bien?

—¡Sí, gracias!

—Bueno, con Dios —se despidió la mujer.

Entraron en casa.

Pasara lo que pasase, iba a ser un largo día. Y no el último.

69

Era la primera vez que pasaba una noche fuera de casa. La primera vez que no tenía a Fuensanta al lado. La primera vez que dormía en una cama que no fuese la suya, y sólo había tenido dos, la del pueblo y la de Barcelona.

Todo era extraño.

Los olores, las sensaciones, los ruidos, el tacto de la sábana, la manta, el edredón… Hasta la oscuridad parecía distinta.

Un negro más intenso y fuerte.

Úrsula pensó en sus padres, en Fuensanta, en Ginés, en Salvador, en Rogelio. Ella a salvo, cálida y confortable, y a lo peor Rogelio estaba ya detenido, o en medio de una calle, con la cabeza abierta.

No, él no. Era listo.

Demasiado.

Y Fuensanta una tonta si lo dejaba escapar.

Se dio la vuelta. No podía dormir. Tenía la cabeza demasiado llena de cosas, imágenes, pensamientos, ideas que iban de un lado a otro igual que saetas de fuego. El corazón se le desbocaba.

Cerró los ojos con fuerza.

Quizá pudiera conseguirlo.

Dormir, descansar…

El ruido llegó hasta ella procedente de la puerta de la habitación.

Se volvió, tan asustada como desconcertada, y por el débil trasluz vio la silueta de Jorge en pijama.

No supo qué hacer, salvo callar y darse la vuelta para fingir que ya dormía. Dejó de respirar. Abrió los ojos sin poder creerse lo que estaba sucediendo. Los pasos del niño, aunque quizá ya no lo fuera tanto, se acercaron a su cama apenas rozando el suelo con sus zapatillas. Úrsula se tensó.

Y más cuando Jorge apartó el embozo de la sábana y la manta que la cubría y se tendió a su lado.

Abrazándola por detrás.

—Vete —le dijo.

El chico no se movió.

—Jorge, vete —repitió.

—Déjame estar aquí, contigo.

—No.

—Por favor.

—¿Tienes miedo?

—No, pero no puedo dormir sabiendo que estás aquí, tan cerca.

—Me van a echar.

—Duermen, y me iré antes de que amanezca.

—Pero ¿qué quieres?

—Estar contigo, nada más.

Úrsula seguía de espaldas, con Jorge pegado a ella. El brazo no la presionaba, sólo se apoyaba en el suyo, delicado. Cuando él movió los pies percibió el frío.

—Estás helado —le dijo.

—Es que llevo un rato ahí afuera, sin atreverme a entrar.

—Tú no eres un niño, eres una especie de monstruo precoz.

—Te quiero.

—¡Cállate!

—Es la verdad.

—Voy a gritar —le advirtió.

—Sabes que será peor. Tú eres la criada. Para mí no, claro, pero para ellos…

—¿Por qué eres así, por Dios?

—Sólo quiero abrazarte.

—No, quieres tocarme los pechos.

—No pasa nada.

—Y más abajo.

—Sólo un poco. No sé cómo es.

—¡Que no!

—Por favor…

—¡Ni por favor ni nada! —Su cuchicheo casi se convirtió en un lamento desesperado. Sabía que no podría echarle de allí sin provocar un escándalo—. Si te dejo quedarte, las manos quietas.

—Bueno.

—Jorge…

—Bueno, sí.

Úrsula suspiró con todas sus fuerzas. Lo más seguro es que ni pudiera dormir, vigilante, en guardia. ¿Cómo hacerlo con un pulpo a su espalda?

El chico se pegó a ella.

—Ay la Virgen… —gimió al notar su excitación.

No pudo calcular el paso del tiempo. Era como si, de pronto, cada segundo fuese una hora. Debieron de transcurrir un par de minutos.

La mano de Jorge se deslizó hacia su pecho.

Úrsula le dio un palmetazo.

—¡Jorge!

Su visitante nocturno la retiró.

Ya no volvió a intentarlo.

70

Benita lloraba, y lo hacía con un desconsuelo amargo que surgía de lo más profundo de su ser, el lugar que toda madre guarda para sus hijos a modo de caja de caudales con sus sentimientos a flor de piel.

—Estará bien, ya lo verás —insistía Carmen.

—Pero es que son dos días… ¡Dos días, y sin dar señales de vida! Me matará a disgustos… Por Dios, ¿dónde puede estar si no es preso o en una cuneta ya muerto?

—No digas esas cosas. Precisamente él sabe cuidarse.

—No, no sabe. —Movió la cabeza de lado a lado con dolor—. Si lo supiera estaría aquí, no se metería en líos, tendría ya novia, una buena chica, limpia, que le cuidaría y con la que sería feliz sin necesidad de querer salvar al mundo. ¿Salvar al mundo de qué? El mundo siempre será el mismo. Para lo poco que estamos aquí, tanto sufrimiento, tanta miseria, tanta guerra…

—Esto no es una guerra.

—¡Como si lo fuera! ¡Hay soldados!, ¿no? ¡Pues si hay soldados es una guerra!

—Vamos, tranquila.

—¡No quiero tranquilizarme! —Se puso en pie de golpe—. ¡Tú tienes a todos tus hijos, los cuatro, pero yo sólo tengo uno y no sé dónde para! Debería ir a la policía…

—Si vas a la policía a preguntar por él será tanto como señalarle con el dedo, ¿es que no lo entiendes?

Benita volvió a derrumbarse sobre la silla, el rostro oculto por sus manos. Carmen ya no intentó calmarla. Cada vez que lo hacía la excitaba más sin pretenderlo. Se sentó a su lado y la acompañó en silencio.

Tenían cinco hijos, cuatro ella y uno su compañera de piso, y eran tan distintos…

Además, crecían rápido.

Pensó en José.

No tuvo tiempo de dejarse arrastrar por su propio sentimiento. Fuensanta, que había bajado a la calle a ver si conseguía pan, regresó con las manos vacías. Su cara lo decía todo.

—¿Nada? —preguntó su madre.

—Por el barrio no. Y llegar a la Rambla o tratar de acercarse al puerto… Sinceramente, no me he atrevido.

—No, claro. ¿Alguna noticia?

—Hay policía y soldados por todas partes. Han debido de mandar a muchos. Se habla de al menos cinco mil.

—¡Jesús!

—Me he encontrado al señor Lorenzo. Siempre está al tanto de todo. Dice que ayer ya se tomó la decisión de sancionar con despidos, descuentos de horas de trabajo y mucha represión a los obreros que no acudan a sus puestos. Según él es lo normal, pero aun así…

—¿Y de qué vamos a comer? Tantos días…

—Lo más triste es que los periódicos no hablan de ello. Silencio absoluto. Como si en Barcelona no sucediera nada.

—¿Y qué quieres? —exhaló su madre.

—Simplemente la verdad. Desde luego Rogelio tiene razón…

El simple nombre de su hijo hizo que Benita arreciara en su llanto.

Mientras Carmen volvía a consolarla, Fuensanta las dejó solas, casi con rabia, y se metió en su habitación.

71

Ginés pasó un dedo por su espalda desnuda, desde la línea que separaba las nalgas hasta la nuca. Luisa se estremeció. Sólo eso. Continuó inmóvil, boca abajo, con los brazos subidos y las piernas ligeramente abiertas.

Lo repitió al revés.

Pero no se detuvo en las nalgas: bajó un poco más, hasta rodearlas y llegar al sexo.

Ella se cerró de golpe.

Tate quieto —protestó en un ahogado suspiro arrastrando cada palabra.

—Me voy.

—Vete.

Se levantó de la cama y se vistió, despacio, sin prisa. Con el fin de la huelga todo volvía a la normalidad y la rutina. Se puso los calcetines, los calzoncillos, la camiseta, los pantalones, los zapatos, la camisa… Mientras lo hacía no dejó de contemplar el cuerpo esbelto y contundente de Luisa. Un cuerpo sazonado con y por la edad. Un cuerpo en plenitud. Quizá no le quedasen muchos años. Tal vez sí. Y era una pena.

Aunque había muchas Luisas.

Se acercó a la ventana y subió la persiana. La claridad relativa dio paso a la luz absoluta. Luisa se revolvió en la cama y se dio la vuelta. Acabó de desperezarse, se estiró y luego se sentó apoyando la espalda en la cabecera de madera.

Estaba seria.

Hermosamente seria.

—Tengo malas noticias —le dijo él.

Ella calibró sus palabras.

—Y me las dices ahora.

—Mujer, antes no era cosa de estropear la fiesta. Y de todas formas no es nada grave, sólo van a cambiarme de obra.

—No, no era cosa de estropear la fiesta, como dices. ¿Y por qué te cambian? ¿Están hartos de que hables con las vecinas?

—Lo hacen porque me tienen aprecio. Siempre que empiezan una obra nueva, se llevan a los mejores de las que ya están más o menos en marcha.

Luisa siguió la línea de su cuerpo, sus facciones.

—No va a cambiar nada, de verdad —le prometió Ginés.

El silencio se le antojó extraño. De pronto era como si ella hubiera envejecido cinco años. Quizá diez. Sus ojos tenían sombras. Su cuerpo, huellas. Su alma, dolor.

Lo percibió de lleno.

—Ha estado bien, ¿no?

—Sí, muy bien.

—Dos orgasmos, el de la boca y éste. —Se tocó la entrepierna sonriendo con desparpajo.

Luisa le miró con fijeza.

Y se lo dijo.

—Quiero pedirte que no vuelvas, por favor.

No fue una conmoción, pero sí acusó la sorpresa. Se quedó quieto un par de segundos. Luego quiso sentarse en la cama.

—Quédate ahí. —Ella se apartó.

—¿Qué te pasa?

—Se acabó.

Pensó en muchas cosas, un sinfín de razones. Sólo se le ocurrió expresar una en voz alta.

—Pero si te gusta.

—Por eso.

—Te gusta mucho.

—Por eso mismo.

—¿Quieres dejarlo… de verdad?

—Sí.

Quería preguntar por qué, pero de sus labios surgió otro interrogante más preciso.

—¿Y yo?

—Tú caes de pie siempre, corazón. Tarde o temprano, y supongo que será más lo segundo que lo primero, aparecerá otra, y otra, y otra más.

—Tú me gustas.

—Siempre seremos la misma. No importa con cuántas estés. Siempre seremos una, con distintos nombres, caras, pero la misma. Eres así, y no te culpo. La débil fui yo. No te reprocho nada; al contrario, te doy las gracias por lo que me has regalado y por despertarme, por recordarme qué soy y quién soy.

—¿Y qué eres?

—Una mujer madura.

—Sólo una mujer. Preciosa, increíble…

—No saques a relucir tu labia ni tu encanto. —Esbozó una sonrisa cansina—. Dios sabe que ese dichoso magnetismo tuyo es irresistible.

—Yo quiero verte. —Dio de nuevo un paso hacia ella.

—No me toques —le advirtió alzando una mano.

—No te entiendo.

—Lo imagino. Aún no puedes. Quizá lo consigas el día que te hagas mayor o pierdas tu atractivo.

—Hostia, Luisa… —Empezó a revolvérsele la sangre.

—Por favor. No quiero que me veas llorar.

Ya no supo qué hacer. Por primera vez, no lo supo. No tenía ni idea. Lo único que sabía de las mujeres era que todas tenían algo deseable, que le resultaban fáciles y que eran raras.

Ahora…

Salió de la habitación, del piso, confundido, violento.

No sonrió de nuevo hasta tres calles más allá.

72

Antonio buscó a su mujer en la cocina, en el lavadero y en su habitación. La encontró haciendo la cama.

—¿No hay ninguna camisa limpia?

—Están tendidas, lo siento.

—Coño.

—Cógele una a Ginés, ¿qué quieres que te diga? Las cosas todavía están de aquíp’allá.

No le dijo nada más. Caminó por el pasillo hasta el cuarto de los chicos. Se metió en él y abrió el armario. Rebuscó por entre la ropa de su hijo mayor hasta dar con lo que quería. Sacó la camisa y entonces la percha se le escurrió hasta la parte de abajo.

Fue al agacharse para devolverla a su lugar cuando vio la caja.

Parte de su contenido, porque no estaba bien cerrada.

Retiró la tapa y fue como si recibiera un puñetazo en el pecho, porque se quedó sin aliento y medio mareado.

Una fotografía de Franco, otra de José Antonio Primo de Rivera, una insignia con el yugo y las flechas, un libro de la Falange, una boina roja…

Aquello no era de Ginés.

Antonio se apoyó en el armario. Pensó que le sobrevenía un ataque al corazón. El latigazo en el pecho fue demoledor. Le robó la respiración. Dilató las pupilas y continuó recibiendo la descarga de aquellas imágenes.

Su significado.

Tapó la caja.

Pero su contenido seguía allí, agazapado, oculto.

—Salvador… —gimió.

Primero fue el miedo. Un pánico cerval que le mantuvo aplastado contra el suelo. Después fue la rabia, la desesperación subiendo por su cuerpo igual que un vómito amargo. Por último la ira, implacable, violenta.

Entonces se incorporó.

Cogió la caja con las dos manos y se dirigió al comedor.

Salvador hacía los deberes allí. Había más luz, y de todas formas no era bueno que cada cual estuviera en su cuarto gastando energía eléctrica que luego había que pagar. La radio, cosa rara, estaba apagada. Fuensanta remendaba, Úrsula no había llegado de su trabajo y Carmen se disponía a planchar la ropa. Anselmo y Benita habían salido. Rogelio volvía a estar fuera después de reaparecer como por arte de magia, sin mediar más palabras que las de su eterna reserva.

Ni siquiera le alertó.

Nada.

Vació el contenido de la caja sobre la mesa, y en el instante en que su hijo levantó la cabeza le cruzó la cara con una bofetada que lo hizo saltar de la silla y caer al suelo.

Todo tan rápido que Carmen y Fuensanta apenas si reaccionaron a tiempo.

Antonio ya estaba sobre el niño.

Ahora los golpes eran con los puños cerrados.

Golpes envueltos en las lágrimas de los dos.

—¡Antonio!

—¡Papá, basta!

No pudieron con él. Fuensanta intentó sujetarlo por detrás. Carmen se interpuso entre su marido y su hijo, sin importarle que los golpes fuesen para ella. Antonio estaba enloquecido, fuera de sí. Ni siquiera hablaba o gritaba. Pegaba y pegaba, embestía igual que un toro. Los alaridos de dolor del chico no contaban.

—¡Antonio, que lo matas!

—¡Papá, por Dios!

Fue más el cansancio y el dolor, que no la fuerza de ambas, lo que hizo que acabara perdiendo el resuello, agotado, herido. Carmen logró interponerse del todo. Fuensanta lo empujó a un lado. Cayeron los dos, padre e hija, aunque ella se apartó muy rápido de su lado, temerosa de su ira.

El hombre quedó sentado en el suelo, roto.

Lo estuvo más cuando se encontró con la mirada de Salvador.

—¿Te lo ha dado ese hombre? —Señaló los objetos, los libros y las fotografías.

Nunca había alzado la voz. Era un niño amable, discreto, apacible y bueno.

Nunca hasta esa noche.

—¡Sí! —gritó Salvador aterrorizado, histérico y presa de algo parecido a un ataque de nervios—. ¡Sí, me lo ha dado él! ¡Y ojalá fuera mi padre y no tú! ¡Ojalá lo fuera! ¡Ojalá!

Carmen le puso una mano en la boca.

Sólo eso.

En ese momento los cuatro se echaron a llorar.

73

Era un hombre joven, como de veintitantos, quizá veinticinco, tal vez veintiséis. Vestía con exquisita corrección, traje impecable con chaleco a juego, camisa, gemelos en los puños, corbata, pasador, zapatos relucientes. Iba peinado hacia atrás y el cabello le brillaba. Los ojos eran limpios, la sonrisa franca, la nariz recta. Era muy delgado y también relativamente alto. Por lo menos media cabeza más que ella.

Finalmente sus modales, su voz cálida.

—Quería un perfume elegante, discreto.

—¿Alguna calidad, precio…?

—El mejor, claro.

—Claro —dijo Fuensanta.

Le dio la espalda y contempló los estantes con las botellitas de colonia y los perfumes. Tenía claras sus opciones, pero tardó en coger los tres elegidos y darse la vuelta. Se tomó su tiempo. Sintió los ojos del cliente fijos en su espalda. Sintió un cosquilleo.

Se volvió hacia él con los tres frascos.

—Éste es muy suave. —Señaló el primero—. Éste es más penetrante pero nada escandaloso. —Puso un dedo sobre el segundo—. Y éste perdura más —hizo lo mismo con el tercero—, aunque ya se sabe que no todas las pieles son iguales y que, por lo tanto, el aroma depende siempre de cómo reaccione con cada una.

—¿Podría…?

—Por supuesto, señor.

El hombre tomó el primer frasquito, lo abrió y olió el perfume. Cerró los ojos concentrándose durante unos segundos. Al otro lado de la perfumería Raquel le hizo una seña. Fuensanta la captó y trató de no ponerse roja. Había demasiados espejos, y si el cliente se daba cuenta, sería algo de lo más embarazoso. Se concentró tratando de no prestarle atención a su compañera.

—Me gusta mucho —reconoció él.

Aspiró igualmente los otros dos perfumes. No pareció salir de dudas aunque acabó apartando el segundo.

—¿Le importa ponérselos usted para ver si…?

—Oh, claro, señor.

Fuensanta aplicó una gota del primero en su muñeca izquierda. La acercó al hombre y dejó que la oliera. Repitió la operación con el otro perfume en su muñeca derecha.

La última duda quedó desvelada.

—El primero, desde luego —dijo con firmeza.

—De acuerdo.

—Gracias. ¿Me lo envuelve para regalo?

Fuensanta bajó levemente la cabeza, tomó un frasco nuevo, con su envase, y caminó en dirección a la caja. Allí lo envolvió con esmero, incluyendo un lazo de color rosa y la etiqueta de la perfumería. Luego aceptó el billete del hombre, que ni siquiera le había preguntado el precio, y le entregó el cambio.

—Gracias —dijo de nuevo él.

—A su servicio, señor.

Más que distinguido, era educado, comedido en sus gestos. Y cuando sonreía retrocedía en el tiempo y parecía de nuevo un niño. Un niño mayor, con traje y corbata, elegante y evocador.

Fuensanta le vio salir por la puerta.

Raquel ya estaba a su lado.

—Hija —suspiró—, ¡qué hombre! ¡Y tan joven!

—No estaba mal.

—¿Que no estaba mal? ¿Por qué no le decías algo?

—¿Y qué querías que le dijese?

—No sé, un poco de coqueteo no viene mal a veces. Yo porque estoy casada y porque era tuyo, que si no…

—¿Quieres que la señora Mercedes me eche?

Siguieron mirando la puerta por la que acababa de irse el cliente.

—No llevaba anillo de casado —le hizo notar Raquel—. Menuda suerte tiene su novia. —Se cruzó de brazos y agregó—: Lástima que los buenos caigan tan rápido, porque no abundan.

74

Ya estaba acostumbrada a hacerlo, no le daba la menor vergüenza. La costumbre había pasado a formar parte de cada fiesta, cada cumpleaños, cada ritual. Como lo sabía, incluso preparaba algo, una canción nueva, un baile adecuado. Y además, tenía un precioso vestido de volantes, ceñido, con la falda muy ancha, puntillas en las mangas.

Y zapatos.

—¡Canta, Úrsula!

—¡Baila, Úrsula!

—Vamos, así, ¡así!

Casi se sentía una más de la familia, porque aun siendo la criada, la trataban de una forma especial, con cariño. La señora María hablándole ya siempre en catalán. El señor Enrique usando siempre un tono amable, jamás una palabra altisonante o un reproche, ni siquiera cuando se le escurría un vaso de entre las manos o rompía un plato. Tal vez fuera por haber tenido sólo un hijo, y varón. La señora solía decirle que si hubiera tenido una niña…

En cuanto a Jorge…

Su enamorado adolescente.

Pronto dejaría de ser un niño, y entonces sí sería un problema.

—¡Otra, Úrsula!

—¡Una copla!

Cada vegada ho fa molt millor, oi?

En esta ocasión tenía un público variopinto, mezcla de niños y padres. Uno de los hombres estaba admirado, los ojos muy abiertos. Las esposas aplaudían e incluso alguna se había arrancado a bailar con ella.

El señor Enrique no disimulaba su orgullo.

—¿De dónde la has sacado?

—¡Menuda fiera!

—Parece poquita cosa pero cuando se arranca… ¡Madre de Dios, qué genio, qué poderío!

—Y lo simpática que es.

—Esa sonrisa… Tiene mucho encanto.

—¿De verdad es la criada? ¿Cuánto hace que la tienes?

—¡Joven, le pago el doble si deja esta casa y se viene a la mía!

Úrsula reía. Que la dejaran cantar y bailar se le antojaba el máximo de la felicidad. En su casa ya casi no lo hacía. Nadie creía en sus sueños.

La señora María se acercó a su esposo.

Aquesta noia… Però tu has vist?

Tanmateix tota una artista —repuso él.

El dia que menys t’ho esperis…

Y el señor Enrique asintió con la cabeza.

Sí, el día menos pensado…

75

Todos se lavaban en el lavadero. Estaban habituados a encontrarse, tropezarse, verse más o menos vestidos, más o menos expuestos a la mirada ajena. Ellas trataban de salir con la ropa puesta, aunque no estuviesen secas del todo. Ellos lo mismo, aunque con menos por cubrir. Al comienzo los problemas habían sido constantes. Con el tiempo, se habían minimizado. Existían ya reglas y normas. La puerta del lavadero no tenía llave ni pestillo. Cuando alguien se encontraba dentro, si no era para lavar la ropa, colocaba una señal en el pomo de la puerta. Un trozo de cartón atado a una cuerda en la que podía leerse la palabra «Ocupado». Como mucho, el que quería entrar llamaba con los nudillos, para saber si dentro había alguien del género masculino o el femenino. En invierno los baños, dentro del propio rectángulo del lavadero, al que subían mediante un taburete, no eran frecuentes. En verano, con el calor, sí.

Ahora era primavera.

Ginés se frotó los sobacos, a conciencia. A Luisa le gustaba su olor corporal. Ella era así. A otras no. Le prefería sudado antes que oliendo a jabón o colonia. Le lamía la piel como si degustase un chocolate. La mayoría, sin embargo, arrugaba la nariz.

Y Luisa ya no estaba.

Después de los sobacos hizo lo mismo con las manos. Siempre ellas. Era unpaleta, lo último de la escala social, pero cuidaba sus manos, las protegía, llevaba guantes de trabajo siempre que podía. Las manos decían mucho de una persona. Con ellas se acariciaba a una mujer. Con los dedos en su boca o en el sexo se le daba placer. Las tenía grandes, fuertes, aunque por desgracia ásperas, no de señorito.

Y después de probar a una mujer como Luisa…

Una señora de verdad.

Con clase…

Acabó su aseo y se secó con la toalla. No se puso la camiseta. Llevaba únicamente los pantalones. Iba descalzo. Miró su cuerpo joven y proporcionado, musculado y atlético, en el espejo de la pared. Se puso de perfil, de cara, sacó pecho, flexionó un brazo, el otro. Sonrió. Se guiñó un ojo a sí mismo.

Gustándose.

Caían como moscas. A veces era más un deporte, un juego, que otra cosa. En la mili, uno llamado Norberto, de Zaragoza, le había dicho:

—A oscuras todos son iguales.

Y era cierto, pero luego se abría la luz, y si lo que estaba debajo no era hermoso…

Acabó su examen y abrió la puerta.

Sin pensar.

Así que cuando se dio de bruces con Benita, casi la derribó al suelo y tuvo que sujetarla con las dos manos.

—¡Mira por dónde vas!

—¡Coño, perdona!

—Anda que la lengüecita…

La dejó en pie y retiró las manos de su cuerpo.

Ella no pudo evitar ver el suyo.

Un segundo, dos.

Electrizantes.

Lo notó Ginés. Lo sintió Benita. La reacción fue tardía, azorada. Un golpe de viento arrebatándoles la abstracción. La mujer apartó la vista. Él disfrutó de su desnudez.

Luego cada uno siguió su camino.

Llegó a su habitación sabiendo que ella había vuelto a mirarle.

Y pensando algo que, alguna vez, ya había intuido o pensado.

Que Benita era demasiada hembra para el pobre Anselmo.

76

La dueña de la droguería, la señora Montse, era una anciana peculiar. Los años no menguaban su lucidez. Sus fuerzas sí. Tenía una visión acerada, un verbo rápido, y llegaba a deducciones tan instintivas como acertadas. También tenía buen humor, mucho más que su marido, que siempre se quejaba por todo. Carmen solía hablar bastante con ella, aunque en el trabajo, las horas que permanecía en la tienda, casi no parase quieta. Parroquianos, parroquianas, mover el género, ordenar… El barrio crecía, aunque ahora las nuevas oleadas de emigrantes se desplazaran ya hacia la zona de Hospitalet de Llobregat. Empezaban a llamarla «la pequeña Murcia».

Era hora de cerrar. El último cliente se marchó con su botella de salfumán.

—Esta semana ha venido ya tres veces —le hizo notar la mujer.

Carmen no la entendió.

—Viene por ti —aclaró la señora Montse.

—¡Ande ya! —se escandalizó.

—No quería decírtelo porque sé que vas a pedirme más sueldo, pero desde que estás aquí ayudándonos vienen más hombres, y gastan más.

—¡Qué cosas tiene! —Carmen se puso roja.

—Bueno. —La dueña se encogió de hombros—. Pensaba darte unas pesetas más, pero si no las quieres…

—¡Claro que las quiero!

—Pues reconócelo.

—¿Qué voy a reconocer?

—Eres una mujer muy guapa, Carmen. Y estás en tu punto. La sazón de la vida.

—¡Tengo cuarenta años y he parido cinco hijos, por Dios!

—Si fueras soltera o viuda habría cola.

—¿Va a subirme el sueldo?

—Que sí, mujer, que te lo has ganado.

—¿Cuánto?

—No lo sé. He de hablarlo con mi marido.

—Vaya, pues gracias.

—Ya cierro yo. Anda, vete.

Recogió sus cosas y salió a la calle. Unas pesetas más. No todo era malo. Ahora su preocupación era la salud de Antonio, lo de la artritis. De momento no era grave, pero con los años… Ojalá Fuensanta y Úrsula se casaran pronto y bien. Significaba mucho para su vejez. Salvador aún era un niño y Ginés…

De Ginés, lamentablemente, no esperaba demasiado.

Mientras no embarazase a una.

Salvador también le preocupaba. Después de la paliza de su padre, de lo que le había dicho, de saberse que la influencia de aquel hombre llegaba a tanto… Quizá le habían dejado un poco de lado, con lo de ser un niño y estudiar. Aquella gente…

Le daban de merendar, se pasaba el día con Ana y Fernando, pero la otra cara de la moneda no hacía presagiar nada bueno.

Aunque eso nadie podía saberlo.

Salvador era tan diferente.

—Eres una mala madre —se dijo en voz alta.

Y en su interior, otra voz le dijo que no y se le rebeló. Hacía lo que podía. Trabajaba, cuidaba de los suyos, se le había muerto un hijo, en la guerra aquel hombre…

No quiso pensar en ello.

Siempre le dolía.

El despreocupado Ginés, la reservada Fuensanta, la feliz Úrsula con sus sueños, el incierto universo de Salvador…

Benita lo tenía peor con Rogelio.

¿Adónde iba cuando no estaba en casa?

¿Dónde dormía?

Y era mayor de edad. No podía obligarle a nada. Ni querían.

—Acabará mal. Espero que Fuensanta no se encariñe mucho.

Llegó a la casa y subió la escalera. Lo que más quería era tumbarse. Cinco minutos. Tumbarse en la cama, con los pies en alto. ¿Guapa ella? Tenía los pies hinchados. Todo el día de aquí para allá, y oliendo cosas tan fuertes. Una dependienta no se sentaba nunca.

Abrió la puerta del piso y llamó:

—¿Hay alguien?

—Yo. —Era la voz de Anselmo.

Fue a su cuarto, se quitó los zapatos, iba a cumplir su anhelo.

No pudo.

Sonó el timbre de la puerta y detuvo su gesto.

—No… —gimió.

Regresó al comedor, a la entrada, y tiró del gatillo de la cerradura. Su vecina, la señora Agapita, la de la última planta, la dueña del único teléfono de la escalera, apareció ante ella recortada sobre la penumbra exterior.

Casi siempre estaba malhumorada, sobre todo cuando la molestaban.

Esta vez su rostro reflejaba tristeza.

—Carmen —le dijo despacio, revestida de cautelas—, han llamado de su pueblo, una tal Felisa. Me ha pedido que le diera el recado.

Una llamada del pueblo.

Sólo podía significar…

—Es su madre. —La vecina suspiró—. La han llevado al hospital de Cartagena. Parece que está mal, muy mal. Como que debería ir porque… Bueno, ya me entiende, ¿no?

77

La mujer, exuberante, con una generosa carga de kilos de más, pero todos bien puestos, armonizando sus formas y dándole una poderosa morbosidad, se apoyaba en la puerta del pequeño bar, tasca, más bien un tugurio oscuro en mitad de la estrecha calle. Llevaba el cabello muy rubio, teñido, sombra azul en los ojos y un rojo sangre en los labios. El cabello, cardado, con una aparatosa permanente, se le desparramaba por encima de los hombros. Los ojos, océanos de luz, le encontraron cuando él se aproximaba por su izquierda, igual que alarmas a la espera del menor movimiento de su presa. La boca, generosa, se ensanchó entonces como si fuera de goma.

Una boca en la que hundirse, una boca capaz de devorarle.

Antonio ya no pudo dejar de mirarla.

Y ella se le ofreció, sin disimulo.

Se pasó una mano por el escote, penetró bajo él, abarcó su seno derecho, se frotó el pezón. Lo dejó así, duro, marcando su prominencia a través de la tela del vestido. Luego bajó por el vientre hasta la ingle y se hundió el mismo dedo en ella.

—El paraíso, nene.

Su voz era grave, pastosa.

En la cama tenía que ser un imán, y su cuerpo un grito.

Pasó frente a ella, despacio, reteniendo cada paso, imaginando lo imposible.

Imaginando.

—Espera, cariño…

Volvió la cabeza.

—Pareces fuerte… Hazme vibrar y te daré todo… todo…

La dejó atrás sintiéndose mal, frustrado y fracasado. Frustrado como hombre. Fracasado como persona. Primero la guerra, después la cárcel, finalmente aquellos cuatro años solo. Trataba de adaptarse a la nueva España y no podía. No podía por más que se mintiese a sí mismo. Se decía que aquélla ya no era su lucha. Estaba cansado. Siempre sería un desgraciado, en Murcia y en Barcelona. Sus hijos verían un mundo mejor, tal vez. Pero él ya no. Ni Carmen. Su Carmen.

Su desconocida Carmen.

—Luchaste por la legalidad —se recordó a sí mismo una vez más.

Ahora la legalidad era la de ellos.

Los que le robaban a su hijo Salvador.

Otra puta.

Otro bar oscuro, otra esquina afilada, la misma calle estrecha del Gótico, una mujer idéntica a la anterior, sólo que morena. Ella también tenía unos ojos, unas tetas, un coño.

Un deseo.

Quería follar. Follar y gritar, como antaño. Follar y romperse en el orgasmo. Y quería ver y sentir a Carmen, bajo él, con él. Carmen.

—Chato, ven que estoy muy mojada… —le llamó la mujer.

Era más joven que la anterior, estaba más delgada, era incluso más guapa.

Se pasó la lengua por los labios y le tiró un beso.

Antonio lo recibió igual que una bofetada.

En la guerra había estado con algunas. Putas y no putas. Milicianas con tantas ganas como él, porque al día siguiente podían estar muertos todos. Además, eran de izquierdas, ¿no? Al diablo la España mojigata de los curas. La guerra también había tenido sus cosas buenas. Pensaba en Carmen pero no se sentía culpable.

Ni siquiera recordaba sus rostros.

Ni sus nombres.

Pero sí lo que le hicieron, lo que les hizo.

El sexo era bueno para olvidar.

Dejó el Gótico atrás, y con el barrio sus pensamientos. Los bloqueó. Esa noche Carmen no podría decirle que no. Lo necesitaba. Si era necesario se lo suplicaría. Tenía que descargar, aullar como un perro.

Aceleró el paso.

Cruzó la Rambla, subió hasta la calle Fernando, enfiló por ella, atravesó la plaza de San Jaime, continuó por Princesa, alcanzó Tantarantana.

Ni siquiera esperaría a la noche, después de cenar.

Le pediría que fuera al cuarto.

No podía más.

Abrió la puerta y primero lo golpeó el silencio.

Un espejismo.

El llanto, ahogado pero evidente, salía de su propia habitación, y no tuvo que preguntarse de quién era.

78

El ambiente era de funeral. Todavía no había un muerto, pero ya se intuía, se vislumbraba a la vuelta de la esquina. De pronto comprendían que sólo era cuestión de tiempo.

Y se miraban entre sí, preguntándose cosas sin respuesta, contagiándose sus miedos.

—¿Seguro que está tan mal?

—Sí, Antonio, sí.

—Pero ¿qué te ha dicho la señora Agapita?

—Lo que le ha dicho Felisa a ella.

—¿Y por qué no llamas?

—¿A quién? ¿A la del colmado, para que vaya a buscar a Felisa y que ella me llame a mí después…? Por Dios, que es conferencia, y eso tarda lo que tarda. Si me ha pedido que vaya, y rápido, es porque la cosa está ya muy mal.

Úrsula sorbió sus mocos.

—¿Se va a morir la abuela, mamá? —preguntó Salvador.

Carmen contuvo su propia emoción. El pañuelo que sujetaba entre las manos era ya un pedazo de tela demasiado mojado como para secarse nada. Fuensanta le puso una mano en la rodilla a su hermano.

—Está mayor, hijo —manifestó su madre con la mayor de las condescendencias—. Y lo ha pasado muy mal, mucho. Demasiado.

—No sé por qué tuvo que quedarse allí —dijo Ginés.

—Pues porque no quería morir aquí, y sabía que si se venía, sería lo que sucedería.

—Pero tan rápido…

—La dejamos sola —admitió Carmen, sumergiéndose de nuevo en una ribera de emoción mal contenida—. Fuimos egoístas y…

—Estaríamos muertos de hambre. Todos —le recordó Antonio.

—Nadie te culpa.

—Pues lo parece.

—Vamos, papá.

—Si es que…

—No discutáis —insistió Fuensanta—. Por favor…

Carmen se enfrentó a la realidad. De hecho, se habían reunido para hablar de ello, aunque nadie se atrevía a coger el toro por los cuernos.

—Me iré mañana mismo —les anunció.

—No puedes hacer esto sola —la previno Fuensanta.

—Entonces, ¿quién se vendrá conmigo?

Les miró a todos, uno a uno.

—Te acompañaré yo —dijo Úrsula.

—Tú trabajas, como los demás —advirtió Carmen.

—Pero soy la única que puede pedirles un permiso a los señores sabiendo que me lo darán. —Fue sincera—. Papá y Ginés no están para perder horas, y esto, probablemente, será cosa de días. Fuensanta está en las mismas y Salvador tiene la escuela.

Transcurrieron media docena de segundos.

—Úrsula tiene razón —reconoció Fuensanta.

—Mañana se lo diré a mis señores. Podemos irnos al día siguiente.

—¿Y si llegamos tarde?

—Mamá, milagros no —repuso Úrsula.

—Me gustaría tanto que Salvador se despidiera de ella…

—Es el viaje de ida, más el de vuelta, más lo que te encuentres allí —le hizo ver Fuensanta—. Puede ser rápido o estar así una semana, incluso dos. Vete tú a saber. ¿Quieres que pierda el curso? Tanto estudiar, tanto estudiar y ahora…

—Es su abuela.

—Y su futuro —dijo tajante Fuensanta—. Es el único de esta familia que tendrá una oportunidad, te lo recuerdo. Eres la primera que siempre ha insistido en ello.

Carmen se rindió. Miró a Antonio y a Ginés sin hallar ningún eco en ellos.

—Está bien —dijo—. Iré con Úrsula.

—Yo me ocuparé de ellos, tranquila —habló Benita por primera vez.

—Gracias.

Todo estaba arreglado.

Por eso volvió a desmoronarse y rompió a llorar con más fuerza que ninguna de las veces anteriores.

79

Tropezaron en la puerta, cada uno surgiendo de un extremo del piso. Rogelio con ropa de trabajo, pantalones de pana, la camisa y el chaquetón. Fuensanta muy arreglada, aunque no iba de paseo ni era fiesta, como correspondía a una dependienta de una perfumería con clase. Despachando allí, además, olía a rosas. El aroma le alcanzó a él de lleno.

Rogelio le franqueó la puerta.

La siguió escaleras abajo.

—Siento lo de tu abuela. Mi madre me lo dijo anoche al llegar a casa.

—Gracias.

Cubrieron el último tramo. Iban a llegar al portal.

—¿Adónde vas? —le preguntó de pronto Fuensanta.

—Al trabajo.

—¿Aún trabajas?

—Pues claro, ¿por qué?

—No sé, tú sabrás.

—¿Cómo no iba a trabajar? ¿Crees que vivo del aire?

—Tu madre cree que no lo haces.

—Mi madre siempre está igual, como si aún fuera un crío.

—Pues está muy preocupada.

—¿Y qué quieres, que me pase el día en casa?

—Oye, que a mí me da igual.

—Si te diera igual no me lo habrías preguntado así.

—¿Así, cómo?

—Tan enfadada.

—Yo no estoy enfadada.

—Eh, eh. —La detuvo en el portal, justo antes de que salieran a la calle—. Tranquila.

Sus ojos se enzarzaron en una pelea silenciosa, sin vencedor ni vencido. Fue un pulso cargado de emociones. A su término se relajaron, los dos, sobre todo Fuensanta.

—A veces me das miedo. —Suspiró.

—¿Yo? —El asombro de Rogelio no tuvo límites—. ¿Por qué?

—Porque eres un misterio.

—Y tú una chica especial.

—¿Qué tengo de especial?

—Ves a través de mí.

—No es cierto.

—Fuensanta… —Chasqueó la lengua sin encontrar las palabras adecuadas—. Me gustaría que las cosas fueran distintas.

—¿Distintas cómo?

—Distintas a todo. Entonces tú y yo seríamos normales.

—¿De qué normalidad hablas?

—De la vida.

—O sea que no soy normal.

Rogelio levantó una mano. Primero le presionó el brazo. Una caricia. Luego llegó hasta su mejilla. Un roce.

La mano volvió a caer.

Más resignada que vencida.

—Eres como el fuego —dijo con suavidad—. A veces quemas por fuera, pero por dentro eres de hielo.

Fuensanta estaba electrizada por aquel contacto inesperado. Intentó no transmitirlo con emoción alguna, y menos por el tono de su voz.

—Tú qué sabrás. —Suspiró.

—Siempre somos de tres formas distintas. Como creemos, como nos ven los demás y como somos en realidad.

—Has dicho que si las cosas fueran distintas seríamos normales. Cómo de normales.

—Entonces tal vez tú y yo nos arreglaríamos.

—¿Que nos arreglaríamos? —Soltó un bufido de sarcasmo, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando—. Dios, Rogelio, dicho así parece…

—Es lo que hay.

—¿Y por qué las cosas son como son? ¿Qué pasa contigo, y con tu vida? ¿En qué andas metido?

—Cosas.

—¿Qué clase de cosas? —Apretó las mandíbulas—. ¿Quieres hablar de una vez?

—No puedo.

—¿Estás con alguien?

—Sólo con mi causa.

—¿Y cuál es tu causa?

—La libertad.

—¡Por Dios, menuda palabra! —Hizo ademán de salir a la calle pero él la retuvo en el portal.

—Es la única que vale la pena, y si no lo entiendes así…

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—Me ha estado quemando todo este tiempo, abrasando por dentro, y ya no puedo más. —Tomó aire y se lo soltó—: Cuando estaba en la Hispano Olivetti te hablé de aquel hombre, Pedro Hidalgo, el encargado, y al poco, justo después y antes de que me fuera, le dieron una paliza.

Rogelio sostuvo su mirada.

—¿Tuviste algo que ver? —preguntó Fuensanta abiertamente.

—¿Y si fuera así?

—Dios santo… —Se llevó una mano a la boca y se la tapó con ella.

—No fui yo, tranquila.

—No te creo. —Dominó sus lágrimas.

—No fui yo… pero hablé de ello.

—¿Con quién?

No hubo respuesta.

Esta vez no logró detenerla aunque lo intentó.

Fuensanta alcanzó la calle y hundió en él sus ojos de cristal.

—Maldita sea, Rogelio… Maldita sea —exhaló sin apenas aliento antes de echar a andar.

80

Úrsula esperó a que los señores hubieran desayunado. Disponía de tan sólo cinco minutos para pillarles juntos, antes de que él se marchara al trabajo y ella le soltara sus primeras instrucciones en catalán. De pronto toda la confianza la había abandonado. La seguridad de la noche anterior, cuando les dijo a sus padres que le darían permiso para ausentarse varios días, sin saber siquiera cuándo regresaría, acababa de desaparecer de un plumazo.

Era la criada.

La apreciaban, estaba segura de ello, y Jorge la idolatraba, pero era la criada.

Entró en el comedor y se quedó quieta, a la espera de que repararan en su presencia.

Que vols alguna cosa, nena? —le preguntó la señora María.

—Hablar con ustedes. —Bajó la cabeza.

—¿Sucede algo? —El señor Enrique captó enseguida su nerviosismo.

—Tenemos un… problema… —vaciló.

—Vaya por Dios. —Esta vez lo dijo en castellano—. ¿Qué se ha roto ahora?

—Es en mi familia, señora. —Ya no había vuelta atrás—. Mi abuela se está muriendo.

Oh, quin greu em sap. —A la mujer le cambió la cara.

—Lo siento mucho, Úrsula.

—Mi madre viajará mañana al pueblo, pero no puede hacerlo sola en estas circunstancias, y me ha pedido que la acompañe.

Su petición se columpió sobre unos segundos de espera.

—Es natural —dijo el señor Enrique.

—¿Por cuántos días? —se inquietó la señora María.

—No lo sabemos. —No quiso mentirles—. Pueden ser pocos, cuatro, cinco, pero también una semana o más.

Déu n’hi do, quin contratemps, i just ara que…

—¿Y tu padre y tus hermanos…? —tanteó el cabeza de familia.

—Ellos no pueden, señor.

—Ya.

El matrimonio intercambió una mirada de comprensión y asentimiento. A Úrsula le renació la seguridad. Les hubiera dado un beso a ambos.

—Nos arreglaremos, Úrsula. Tienes que ir con tu madre —aceptó él.

Sintió la aceleración de su corazón.

—Señor… gracias, le juro que les compensaré, que…

—No tienes que hacer nada. —Levantó una mano—. Y ya que te vas a ir… Yo también quería hablar contigo. Era una sorpresa, pero vale más que te la diga ahora, así tienes tiempo de pensarlo bien durante ese viaje.

T’agradarà. —La señora María sonrió.

Úrsula no entendió muy bien lo que estaba pasando. Aún la dominaban los nervios por su petición.

¿Una sorpresa?

El señor Enrique se puso en pie, casi solemne, pero también paternal. Llegó hasta ella y le puso las dos manos en los hombros. La miró con ternura.

—Sabes que te queremos en esta casa, ¿verdad?

—Sí, sí señor, bueno… es decir… Creo que…

—Hablé con un amigo mío, empresario de variedades, sobre tu talento, y va a hacerte una prueba. Si la superas, que estoy seguro de que lo harás, puede que te dé la oportunidad de debutar en público.

La noticia la atravesó.

Sus sueños, sus quimeras, todo convergía en ese punto, en ese momento de su vida.

La puerta.

—Señor… —balbuceó.

—Eres muy buena, y lo sabes —continuó el señor Enrique—. También eres muy joven, demasiado, pero ya aprenderás. Tienes tiempo, y tienes a tu familia para apoyarte, aconsejarte y guiarte. Lo único que lamento yo será que como esto salga bien, vamos a perderte. Pero es ley de vida. Tienes demasiado talento para ser siempre una criada. Antes o después alguien te habría descubierto igual, así que me alegra de haber sido yo.

—¿De verdad cree que soy buena?

—Mucho.

—Oh, señor… —Empezó a llorar.

—Eh, eh, espero que sean de felicidad. —Le acarició la mejilla con una mano—. Háblalo con tu madre durante ese viaje. Cuando regreses arreglaremos lo del día de la prueba, ¿te parece?

Hubiera deseado abrazarlo, pero se contuvo.

Mientras seguía llorando, desbordada por un inesperado chorro de felicidad, la señora María puso la guinda con un seráfico:

Que bé, oi, nena?

81

Ginés se detuvo frente a la casa, un solemne edificio de la parte alta del Ensanche, casi junto a la avenida del Generalísimo. La construcción, de empaque, ya revelaba mucho de sus vecinos. Se guardó el papelito con las señas en el bolsillo y entró en el vestíbulo, donde una mujer le salió al paso, digna celadora de la seguridad de los inquilinos.

—¿A qué piso va?

—Al tercero. Señor Arguindei. Me esperan.

—Suba.

Tomó el ascensor, de madera noble, puerta metálica. El camarín subió despacio, con una parsimonia absoluta. Lo habrían hecho en tiempos en los que la prisa no existía. Se detuvo en la tercera planta, que era la quinta contando el principal y el entresuelo, y llamó al timbre de la puerta de la izquierda.

Esperaba a una sirvienta, pero le abrió una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy señora, muy voluptuosa, muy de todo. Para estar por casa llevaba un vestido ceñido, escotado, zapatos de tacón y un buen número de joyas, pulseras, reloj, anillos, todo de oro, todo muy brillante. De joven debía de haber sido muy guapa, porque aún lo era. Al límite de la edad, pero lo era. Tenía la piel suave, los labios hechos de carne viva, los ojos de fuego helado.

—¿La señora Arguindei?

—¿Te envía mi cuñado, de la constructora?

—Sí.

—Pasa.

Ella cerró la puerta y él la siguió por un pasillo poblado de puertas, cuadros y luces. No tenía ni idea de a qué se dedicaba el hermano del dueño de la constructora, pero desde luego no era un muerto de hambre. Allí había dinero, poder. La mujer le precedió hasta una galería comunicada con la cocina. Se detuvo en el centro y abrió los brazos.

—Es aquí —dijo—. ¿Te han hablado de lo que hay que hacer?

—Un remiendo.

—Bueno, es algo más. —La señora Arguindei le observaba atentamente, como si lo hiciera por primera vez bajo la luz del sol que irrumpía en la galería—. Hay que tirar este tabique abajo para agrandar el espacio, arreglarlo todo, cambiar de sitio el lavadero, construir unos estantes, enrasillar, pintar…

—Bien —asintió.

—¿No has traído herramientas?

—Hoy sólo he venido a ver lo que hace falta. Mañana empiezo.

—De acuerdo.

Se paseó por el lugar, sacó un metro flexible del bolsillo y midió las distancias, estudió la consistencia del tabique golpeándolo con los nudillos. No era un experto cualificado, pero lo parecía. Después de todo, de peón recién llegado a saber lo suficiente como para desempeñarse como albañil, era un salto bastante rápido. En el tendedero había ropa, sobre todo prendas íntimas, de hombre y de mujer. Fingió no darse cuenta, arrastró con su hombro unas bragas de color rosa y cuando cayeron al suelo se volvió rápido para recogerlas.

Eran suaves.

—Perdone —se excusó volviendo a colgarlas.

Lo hizo con su habitual sonrisa depredadora, la irresistible, la que empleaba siempre al conocer a una mujer, le interesara a o no. Y casi siempre le interesaban.

La señora Arguindei era poderosa.

Como dirían en la obra, «un pedazo de señora».

Quizá demasiado lista.

—No pareces albañil.

—Es lo que soy ahora, pero tengo planes, claro.

—Claro. —Se apoyó en la pared y cruzó los brazos por encima del pecho.

—El futuro es de los que tienen ideas, ¿no? Ideas y empuje.

—¿Tú tienes ideas?

—Sí.

—¿Y empuje?

—Más.

—Bien. —Se separó de su apoyo y pareció dar por acabada la visita—. ¿A qué hora vendrás mañana?

—Temprano.

—¿Muy temprano?

—Sí señora.

Su mohín fue de disgusto.

—Me gusta dormir y me levanto tarde.

—Tendrá servicio.

—Sí, pero el ruido…

—No daré martillazos hasta que usted misma me lo diga. Puedo planificar las cosas, hacer primero una y después otra. Por mí no se preocupe. Tranquila.

—¿Cuánto durará esto?

—Trabajando solo… un par de semanas —calculó.

—¿Tanto?

—O tres. —Le regaló una sonrisa capaz de desarmarla.

Ella la resistió.

Arqueó una ceja.

—No sé por qué no mandaban a dos obreros —dijo.

Estaban de nuevo en el recibidor.

—Hasta mañana, señora. —Le tendió la mano cortésmente.

82

Cuando se subió al tren en Cartagena, rumbo a Barcelona, dos años antes, tembló de miedo por lo que para ella suponía algo como aquello. Un viaje en tren. Jamás había ido a tanta velocidad. En Mazarrón, como mucho, iba en carro. Y a Cartagena, a veces, en el autobús de La Torre, traqueteando a paso de tortuga por la cuesta del Cedacero, porque en carro suponía medio día de trayecto.

Y ahora se subía a un barco.

—Mamá, que me vas a poner nerviosa a mí, ¿quieres parar?

Carmen se santiguó.

—¿Pero esto puede flotar, hija?

—Que sí.

—¿Con lo que pesa? ¡Si es todo de hierro! A mí no me digas. Lo que pesa se hunde.

—¿Es que no ves la de barcos que hay en el puerto? ¿Alguno parece hundido?

—No.

—Pues ya está.

—¿Y las olas? El mar parece encrespado, ¿no?

Úrsula miró las plácidas aguas mediterráneas más allá de la bocana del puerto a la que se dirigían muy despacio.

—No sé por qué no tomamos el tren si tanto te preocupa y tanto miedo tienes.

ElMaría Ramos pasaba junto al rompeolas. Algunos niños que intentaban pescar cangrejos saludaron con las manos. Úrsula agitó la suya. Carmen, aferrada a la barandilla, como si de pronto la velocidad fuera a arreciar y ella estuviera a punto de caer al suelo, no se movió. Miraba las oscuras aguas del puerto, negras, con suciedad flotando a la deriva.

Y ni siquiera sabía si, cuando llegase, su madre ya habría pasado a mejor vida, sin darle tiempo a despedirse.

—Ay Señor… —Suspiró envuelta en dolor.

Úrsula la observó de reojo.

No era un buen momento para hablarle de lo suyo.

Quizá en el pueblo.

Quizá.

83

La batalla entre los indios y los vaqueros era encarnizada. El patio, convertido en una pradera infinita, era el escenario de la lucha a vida o muerte. Como estaba en su casa, Fernando era el vaquero y Salvador el piel roja dispuesto a cortarle la cabellera.

—Morirás…

—Por Manitú que no.

—Te mataré y dejaré tu cuerpo aquí para que se lo coman los coyotes.

—Yo te enterraré hasta el cuello para que te devoren las hormigas.

—¡Bang, bang! —tronaron los disparos de Fernando.

—¡Siu, siu! —silbaron las flechas de Salvador.

Dado que la pistola estaba hecha con pinzas de tender la ropa y el arco no era más que un palo con una cuerda y carecía de flechas, cada cual, parapetado a un lado del patio-pradera, poco más podía hacer para derrotar a su enemigo.

—Te reto a un duelo singular —propuso Fernando.

—En el Oeste no había duelos singulares, bruto.

—Entonces, ¿qué había?

—No sé, se enfrentaban y ya está.

—Pues enfrentémonos.

Salieron de sus escondites y adoptaron la mejor de las poses guerreras, las mismas que veían en las películas del Oeste. Fernando se imaginó a sí mismo con el uniforme de soldado, o quizá vestido de auténtico vaquero, con el revólver al cinto. Salvador se vio con un taparrabos, un penacho de plumas, eltomahawk en la mano…

En mitad del patio se echaron el uno sobre el otro y rodaron por el suelo. Sus rostros eran feroces.

—¡Vas a ver, indio salvaje!

—¡Tú vas a ver, blanco asesino!

La pelea no fue muy igualada. Los pocos meses de diferencia en favor de Salvador inclinaron la balanza de su lado. Dominó fácilmente a su rival y acabó sentado encima suyo, sujetándole ambos brazos.

—¡Ríndete!

—¡No!

—¿Quieres morir, suciocowboy?

—¡Moriré con honor!

Salvador le aplastó un poco más. Le hizo daño. El vaquero Fernando se convirtió en el niño Fernando.

—Me haces daño, bruto.

—Pues ríndete.

—No.

Se tumbó literalmente sobre él, pecho, piernas, pelvis.

—¡Ay!

—Dilo.

—Sí, sí, de acuerdo…

Salvador no se levantó de inmediato.

Tenía el rostro de Fernando a unos centímetros, respiraba su aire, sentía su calor, y por encima de todo estaba aquel contacto inesperado, diferente, tan íntimo…

El roce de su pelvis contra…

—¡Sal ya de encima, me aplastas!

La voz de Ana llegó hasta ellos.

—Os vais a hacer daño.

Salvador volvió la cabeza.

Luego se levantó, con el cuerpo medio girado, hurtándole su imagen tanto a ella como a su hermano.

—Voy al váter —dijo.

Y echó a correr.

No se detuvo hasta sentirse a salvo, solo, seguro, con el pestillo de la puerta echado. Entonces se bajó los pantalones, los calzoncillos, y contempló la erección de su sexo, disparado como una rosada flauta en mitad de su cuerpo.

No menguaba.

Sentía algo desconocido, un fuerte deseo.

Se tocó, cerró los ojos y la dureza se hizo mayor.

Era dulce, turbadora.

—Salvador.

Se asustó al escuchar la voz de Fernando.

—¿Qué?

—Yo también tengo pipi, va.

No supo qué hacer.

—¡Espera, ya acabo!

La puso bajo el grifo del agua, lo abrió y dejó que el frío calmara aquel calor y la atemperara.

Unos segundos eternos.

—¡Venga, pesado, ni que estuvieras lleno!

Su sexo perdía consistencia, despacio, poco a poco, para volver a ser lo que siempre había sido, lo que siempre era, apenas un pellejo.

84

Era el hombre del perfume.

Había vuelto.

Y quería que le atendiera ella, sin duda, porque se había hecho el remolón frente al escaparate, esperando a que acabara de despachar a una clienta.

Raquel estaba libre.

Cuando entró en la tienda, fue directo a Fuensanta.

—Buenos días.

—Buenos días, señor.

—¿Me recuerda?

—Por supuesto. —Esbozó una correcta sonrisa cargada de amabilidad—. ¿Le gustó el perfume?

—Mucho.

—Me alegro.

—Quisiera otro frasco, si me hace el favor.

—¿Otro? —No pudo evitar la sorpresa.

—Se le cayó al suelo y se le rompió al día siguiente.

—¡Oh, vaya!

Un perfume caro.

Un desperdicio absurdo.

O una mentira para estar de nuevo allí.

Se encontró con la mirada de Raquel desde el otro lado. La encargada parecía una celestina. Movió un poco la cabeza, como diciéndole «Ve a por él». Fuensanta intentó no ponerse roja. Tomó un nuevo frasco de perfume.

—¿Quiere que también se lo envuelva para regalo, señor?

—No, esta vez no es necesario.

—¿Quiere acompañarme a caja?

Todo fue muy rápido. El dinero, el cambio, la retirada del hombre, que vestía con la misma elegancia y corrección de la primera vez, el vacío dejado en la perfumería al salir.

—¡Ha vuelto! —estalló entonces Raquel.

—Se le rompió el primer frasco.

—¡Ha vuelto por ti, no seas tonta!

—Yo seré tonta, pero tú eres ridícula. ¿Cómo va…?

—¿Qué te apuestas a que regresa de nuevo?

—Está prometido, tiene novia, o va a tenerla. Ese perfume era para ella, estoy segura.

—Si aparece de nuevo, ¿me invitas a una merienda?

—Serás…

—Una merienda, ¿sí o no? —la retó Raquel.

85

Al llegar a Cartagena se sintió como si jamás se hubiera ido de allí, como si los dos años en Barcelona no existieran. Estaba en el mismo sitio, otra vez.

La bahía, el Arsenal, la Algameca Chica, la Algameca Grande, la Muralla del Mar, la iglesia de la Virgen de la Caridad, el cerro de San José, el castillo de Galeras, el de los Patos…

Y sin embargo todo era distinto.

El barco dejó atrás los dos espigones del puerto, el de la Curra y el de Navidad, y llegó a su destino final bajo el sofocante sol que anunciaba ya el verano. Úrsula había podido conciliar el sueño, dando cabezadas, pero Carmen no.

Se sentía agotada.

Nerviosa.

Podía encontrarse a su madre muerta y entonces…

Bajaron a tierra, pasaron el control, y sin perder ni un minuto, cargando cada una su hatillo, echaron a andar rumbo al hospital. La guerra había terminado doce años antes pero la ciudad parecía no haber cambiado. Las mismas ruinas. La iglesia de la Virgen de la Caridad, con su cúpula, era la única que no había sido bombardeada o saqueada en los primeros días de la contienda, porque el amor de los cartageneros por «su virgencita» era superior a cualquier enfrentamiento. A la catedral de la Asunción de María, al pie del castillo de los Patos, en cambio, las bombas la habían arrasado por completo.

El castillo de los Patos.

En realidad era el castillo de la Concepción, pero nadie lo llamaba así.

Antonio la había besado una tarde allí.

—Mamá, ¿estás bien?

—Cansada, sólo eso.

Úrsula la cogió del brazo. Un apoyo firme. Lo agradeció. Con el agotamiento encima, el trayecto se le hizo largo y pesado. La cabeza ya no paraba, los malos pensamientos iban de un lado a otro, la fatalidad la envolvía, y con ella la culpa.

Su madre habría muerto sola, sin nadie a su lado salvo Felisa.

Y ella no era más que una prima.

Aceleró el paso al divisar ya el edificio, discreto, aislado.

Una mujer vestida de blanco las atendió en recepción. Su tono fue adusto, grave y nada amigable.

—Venimos a ver a la señora Bernarda Jumilla.

—¿Son familiares? —les preguntó tras examinar un registro línea por línea.

—Es mi madre. Venimos de Barcelona. Por favor… ¿Está viva?

—Sí, señora, lo está. —La miró como si fuera una pregunta absurda.

A Carmen se le doblaron las piernas. Úrsula tuvo que sujetarla con más fuerza.

—Gracias a Dios… —gimió.

—Segunda planta, habitación 219. Pregunte allí.

Apenas si fue consciente de lo que hacía desde ese instante. La escalera, el pasillo, la recepción vacía, el número 219 escrito en la blanca puerta, la visión de Felisa, levantándose rápida al verla, y sobre todo la de su madre.

Un espectro.

Piel y huesos, ojos y miedo, dolor y derrota.

—¡Carmen! ¡Ursulita!

—¡Mamá!

86

Lo tenía todo a punto, las herramientas y el material, sólo faltaba comenzar la obra. Y si cada día la señora se levantaba tan tarde y no podía hacer ruido, lo de las tres semanas no iba a ser una broma, sino una realidad. Aunque a él eso le importaba poco. Allá el constructor y su hermano, el marido de la dama.

La dama.

Apareció ante él de improviso, en silencio, porque iba descalza. Lo primero que vio precisamente fueron sus pies. De mujer mayor, ya con nervios y venas marcadas, grandes pero bonitos, uñas pintadas. Se notaban cuidados, como los tobillos, como la pequeña porción de piernas que se veía sobre ellos.

Como el resto, a buen seguro.

Levantó los ojos para verla.

La señora Arguindei fumaba. Una mano sostenía el cigarrillo de color violeta en alto. La otra sujetaba la parte superior de la elegante y floreada bata de seda granate que la envolvía, como un delicado guante, marcando sus formas. Llevaba el pelo alborotado pero no salvaje. Sus ojos sí lo eran. De gata. Dos faros con luces fijas. La boca pedía besos, era un grito.

—Buenos días —le dijo.

—Buenos días, señora.

—Ya puedes hacer ruido.

—Más que acabar de levantarse, parece volver usted de una noche de diversión.

Lo consiguió.

La mujer soltó una carcajada amplia, libre. Una carcajada cargada de distensión, capaz de derribar toda barrera o prejuicio.

Nada más.

Luego, la mirada final.

—Si quieres algo, llama.

—De acuerdo, señora.

Los pies se alejaron, y lo que sostenían bajo la bata también. Un delicado aroma a tabaco flotó sobre su cabeza hasta deshacerse como una nube de verano.

Una mujer no iba descalza salvo que tuviera los pies bonitos.

Una mujer no mostraba los pies salvo que quisiera enseñarlos.

Ginés se levantó, cogió el mazo y dio el primer golpe.

La galería tembló. La casa retumbó.

Luego llegó el segundo, el tercero, y con cada uno saltaron esquirlas, pedazos de rasilla, yeso, los tochos con los que había sido construido el tabique.

Se quitó la camisa. Se quedó en camiseta. La primera pátina de sudor formó una película sobre su piel. La galería era calurosa.

Más golpes.

Perforó la pared.

—¡Eh!

Volvió la cabeza y se encontró con el ángel.

Idéntica a su madre, una copia exacta, pero con algunos años menos. Bastantes. La chica tendría dieciocho, diecinueve; no supo calcularlo bien. Cara de niña, sin maquillar. Cuerpo de mujer, formada en la plenitud del primer destello. La ferocidad de sus ojos no dejaba lugar a dudas acerca de lo que estaba haciendo allí.

—¿Sí? —Detuvo su gesto de golpear de nuevo el tabique.

—¡Podrías avisar!, ¿no? —le tuteó sin ambages.

—Lo siento, no creí… Nadie me ha dicho que hubiera alguien más en casa.

—¡Por supuesto! —Su tono fue irónico—. ¡Aquí nadie cuenta conmigo, como si no existiera!

—Tu madre me ha dicho que empezara —se arriesgó a tutearla también él.

—¿Va a durar mucho esto? —Señaló la ya maltratada pared.

—El ruido no. Al menos tan fuerte.

Llevaba una blusa holgada, de manga corta, aunque no tanto como para que no se marcaran sus senos, pequeños como manzanas. La falda era de tubo. Ella sí iba calzada. Zapatos planos. Era alta, delgada. Brazos y piernas torneadas. Le gustaron sus manos, sus dedos, sus uñas.

Ella se dio cuenta de su mirada.

Y de su intención.

—¿Qué miras? —le desafió.

—Nada, perdón, es que…

Agarró el mazo con las dos manos. Le dio la espalda y lo descargó contra la pared. Con más furia que ninguna de las otras veces. Tanta que el agujero dobló su tamaño de pronto. Luego la buscó a ella.

Salía ya de la cocina, de espaldas, casi, casi, echa una furia.

Una llama encendida.

Ginés soltó una bocanada de aire envuelta en un deje de suficiencia.

87

Era la misma puta de aquel día. La primera, la mujer exuberante, con todos aquellos kilos de más tan bien repartidos, morbosa, cabello rubio teñido y cardado, la sombra azul en los ojos, el rojo sangre en los labios, la boca generosa, el escote. Había buscado a la segunda pero no estaba en su sitio. Pero ella, calle arriba, sí.

Ni siquiera debía de recordarle.

Le dijo exactamente lo mismo, con aquella voz grave y pastosa.

—El paraíso, nene.

Antonio se detuvo delante de la mujer. Las fantasías de las noches anteriores volvieron a su mente. Ella comiéndole a besos. Ella chupándosela. Ella encima suyo, desparramada, abierta como una fruta madura. Y luego él, devorándoselo, penetrándola como un toro.

Eso y más.

—¿Cuánto?

—A ti te lo haría gratis, que pareces un fiera y seguro que me haces temblar de gusto. —Se pasó la lengua por la boca y le acercó los pechos hasta casi rozarle la camisa.

—¿Cuánto? —repitió.

—Follar cinco. Completo diez.

—¿Qué es el completo?

—Todo, mi niño. Todo. Lo que quieras. El dinero no cuenta cuando se está en el cielo.

—Es mucho.

—Tú prueba y luego dime si no ha valido la pena. ¿Sabes cómo me llaman? La Furia. ¿No quieres saber por qué?

—No sé —vaciló.

—Mira que ya estoy mojada sólo con hablar contigo. Ven, fíjate.

Le cogió la mano, la palma hacia afuera, se subió la falda y se frotó con ella la entrepierna.

Antonio sintió la erección.

—¿Dónde…?

—Ahí al lado. Limpio y discreto. Vamos, corre que ya no puedo más de ganas que tengo.

La última reconvención. El último vistazo calle arriba y calle abajo. La última culpa ahogada, sepultada por el deseo y la necesidad.

—Está bien —se rindió.

La mujer se le colgó del brazo.

—¡Ay, nene, qué fuerte eres! —Suspiró—. Creo que vas a hacerme gritar mucho, so fiera, y eso que yo soy de las que gritan poco, porque todo va por dentro. Puro sentimiento, ¿sabes? Emotiva que es una. —Otro suspiro—. Chato, ¿dónde te habías metido todo este tiempo?

88

De noche, en el hospital, los silencios eran extraños.

Sabían a muerte, porque el dolor se manifestaba con gritos, lamentos, carreras de enfermeras y médicos, voces y susurros.

El dolor, pese a todo, era vida.

Carmen se inclinó sobre su madre. En un par de ocasiones ya, le había parecido que no se movía, que el pecho no subía y bajaba al compás de su entrecortada respiración. No tenía más que piel y huesos, sin carne que llevarse a la tumba o regalar al más allá.

Un leve soplo la tranquilizó.

Pasó una mano por su ralo cabello.

Una caricia.

La mujer abrió los ojos.

—Lo siento. —Carmen lamentó su gesto.

—No dormía.

Se miraron la una a la otra. Dos años de distancia podían llegar a ser un mundo. En dos años la moribunda había envejecido veinte. Se moría. El médico se lo había dicho así. Se moría. Un día, dos, no más de tres. Incluso podía llegar a sentirse mejor unas horas y luego… el fatal desenlace. El cuerpo estaba muy castigado, pero más la mente, que ya se negaba a luchar.

—¿Y Ursulita?

—Duerme en la sala de espera. Está muy cansada.

—Tú también deberías dormir.

No podía decirle que ya lo haría después, que quería aprovechar todos los minutos que le quedaban.

—Estoy bien.

—Siéntate. —Palmeó la cama.

Durante las horas del día no habían podido estar a solas. Úrsula, Felisa, las enfermeras, el médico… Ahora era distinto. Se sentó en la cama, de lado, sin dejar de mirarla, y le tomó la mano libre.

Una mano muy fría.

—Háblame, Carmen.

—¿Qué quieres que te diga?

—¿Cómo te va en Barcelona?

—Bien.

—¿De verdad?

—Tenemos trabajo, salimos adelante.

—¿Fuensanta no tiene novio? ¿Ni Ginés novia?

—No.

—Demasiada ciudad. La gente ni debe de conocerse —lamentó la anciana—. ¿Y Salvador?

—Estudia mucho. Es un buen chico.

—¿Todo sigue igual?

—Sí.

—¿Nadie pregunta?

—No.

—¿Aunque sea tan distinto de sus hermanas y de…?

—No, mamá.

—¿No se lo has dicho a nadie?

—¡No!

—¿Se parece tanto a él?

Carmen ladeó la cabeza y apretó las mandíbulas.

—Dime, ¿se parece tanto a él?

—Cada día más —reconoció.

—¿Y Antonio no se extraña?

—No creo que recuerde ni su cara.

—¿Has vuelto a verle?

—No, por Dios. —Se estremeció.

—Tuvo que ser él, ¿sabes?

—¿A qué te refieres?

—A tu padre. Tuvo que ser él.

—Mamá…

—Lo he pensado muchas veces. Aquella noche… ¿Cómo si no se hubiera acercado a ti? Le mató para tener vía libre y hacerte lo que te hizo. No me digas que no lo has pensado nunca.

Lo había pensado. En el fondo lo sabía. Pero jamás hubiera creído que pudiera hablar con su madre de ello.

—No fue tu culpa, Carmen. —La envolvió con una mirada dulce—. Sebastián estaba loco. Tú le despreciaste, preferiste a Antonio, y eso le humilló. Luego llegó la obsesión por ti. Más obsesión, más locura. El deseo pudo más que la cordura, y encima, con el estallido de la guerra… Tuvo vía libre. Hubiera matado también a tus hijos si le hubieras ofrecido resistencia.

—Sabes que lo hice por ellos… —Estuvo a punto de derrumbarse.

—¿Crees que no lo sé? —manifestó con firmeza—. ¡El muy cerdo ni siquiera debe de imaginarse que te embarazó! ¡Ni aunque hubiera regresado después de la guerra lo habría imaginado! Si en el 36 no hubieran ganado los leales a la República, el pueblo habría sido casi suyo, habría matado a Antonio, y tú… —Respiró con fatiga después de su larga perorata—. En el fondo aún tuviste suerte.

Suerte.

Extraña forma de decirlo.

—El cielo le confunda —dijo con asco su madre.

—Dijeron que se había casado con una señorita bien. No sé si el cielo le habrá confundido, pero no era de los que se arredrasen por nada. Era malo, mamá. Malo, ya lo sabes.

—Perdóname.

—¿Por qué?

—Siempre te reproché que te fugaras con Antonio para forzar las cosas y que te dejáramos casar con él. Entonces preferíamos a Sebastián, claro. Tierras, dinero… Queríamos lo mejor para ti y pensamos que lo mejor era eso. Se volvió loco, sí, pero la guerra sacó lo peor de él, todo su rencor, su odio, su maldad. Lo que nos hizo, lo que te hizo, fue la demostración.

—Si me hubiera casado con él todo habría sido distinto.

—No pienses en eso.

—Pobre papá…

—Fue un buen hombre, como Antonio.

—Sí.

—La vida nos pone a todos en nuestro sitio, Carmen.

—¿Y cuál es nuestro sitio, mamá?

Otra mirada. Silencio. Era la hora de las confesiones.

Quizá tardías.

—Hola, abuela. —Úrsula apareció al pie de la cama—. ¿Cómo estás?

89

No lo esperaba, y mucho menos tan pronto, pese a las palabras de Raquel y su entusiasmo por su regreso a la perfumería.

Así que al verle se quedó…

—¡Oh, vaya, qué sorpresa más agradable! —tomó la iniciativa el cliente de los dos frascos de perfume, deteniéndose frente a ella—. ¿Cómo está?

—Bien. —Fuensanta no supo qué más decir, controlada y serena aunque la procesión iba por dentro.

—Qué casualidad, ¿no?

—Pues… supongo que sí.

—Bueno, es nuestro tercer encuentro. —Se alzó sobre las puntas de sus zapatos y el impecable traje lució todavía más, sin una arruga. También parecía un poco nervioso—. ¿Han cerrado ya la perfumería?

—Sí.

—Y está cerca, claro.

—Mucho.

—Perdone, soy un descortés. —Le tendió su mano derecha—. Me llamo Pablo. Pablo Sanromá.

—Fuensanta Cerón. —No tuvo más remedio que corresponder a su saludo.

—Fuensanta. —Lo pronunció como si entonara una canción, paladeando cada sílaba—. Precioso.

—Es habitual en Murcia.

—¿Es murciana?

—Sí.

—Yo soy de aquí, de Barcelona.

Hablaban en mitad de la calle, en la Vía Layetana, cerca de la plaza Urquinaona. A su alrededor el mundo había dejado de moverse y ellos parecían sumergirse en una cápsula intemporal.

Resultaba curioso.

—Espero que el segundo frasco de perfume esté bien —se le ocurrió decir a Fuensanta.

—¡Oh, sí, tranquila! —La sonrisa le relajó y le quitó un poco de presión—. Esta vez le dije que lo cogiera bien, aunque ya se sabe, a ciertas edades…

—No le entiendo —vaciló.

—Mi madre tiene setenta años. Yo fui su último regalo. Bastante inesperado, por cierto.

—Su madre.

—Sí. —Frunció el ceño al reparar en el detalle—. ¿Para quién creía que era?

—No lleva anillo de casado, así que deduje…

—No tengo novia, no.

Toda una declaración de principios. Y de intenciones.

—Bien… —Fuensanta inició la retirada.

—¿Va en esa dirección? —Pablo Sanromá señaló Vía Layetana abajo.

—Sí.

—Yo también. —Lo celebró con un suspiro de felicidad—. Si me permite acompañarla… Es decir, si no la espera nadie y no la molesto. En modo alguno pretendería…

—Es usted muy amable. —Trató de mantener una distancia que se desmoronaba por momentos—. Y no, no me molesta en absoluto.

—En este caso será un verdadero placer, puedo asegurárselo.

—Gracias.

Fue la primera en reanudar la marcha. Pablo se colocó a su lado, sincronizó su andar con el de ella. No hablaron otra vez hasta llegar a la calzada, donde el guardia urbano agitaba la mano para que los automóviles avanzaran.

—Cada día hay más tráfico —dijo él.

—Desde luego.

—Signo de prosperidad.

—Sí.

—Algún día todo el mundo tendrá coche, ya lo verá.

No pudo imaginárselo, pero ya no dijo nada. Esperaba una conversación trivial, un primer tanteo, y en modo alguno quería mostrarle su ignorancia. Pablo Sanromá no se había tropezado con ella casualmente. No le extrañaría nada que incluso la hubiera espiado o seguido alguna tarde.

La dichosa Raquel tenía razón.

El guardia urbano cambió el sentido de la marcha. Les tocó a ellos.

—¿Vive lejos?

—Por la Ribera.

—Perfecto. Y además hace una noche preciosa para pasear, ¿no cree?

La noche era más que preciosa. Era perfecta.

—Sí, sí lo es. —Exhibió su primera gran sonrisa de oreja a oreja.

90

En la penumbra de la habitación, porque la fiebre hacía que le dolieran los ojos y ni siquiera pudiera leer, Salvador escuchó las voces procedentes del pasillo, el rumor de los pasos, y finalmente cómo se abría la puerta apenas unos centímetros.

Por el hueco vio asomarse un ojo y la nariz de Benita.

—Estoy despierto —le hizo notar.

La puerta se abrió por completo. Junto a Benita vio a Ana.

—Tienes visita. Y que conste que ya le he dicho que andas con fiebre y que puede contagiarse.

—Hola, Salvador. —La chica entró en su cuarto.

—Si queréis algo me llamáis. —Benita se retiró dejando la puerta entornada.

—Hola —dijo él con fastidio mientras ella se sentaba a su lado, sobre la cama—. Menuda lata.

—¿Cómo estás?

—Psé.

—Es que como hacía dos días que no ibas al colegio ni pasabas por casa… He venido a verte.

—Si mañana no tengo fiebre, pasado ya podría ir al colegio, aunque no sé si me dejarán. Estando mi madre fuera…

Ana le puso una mano en la frente.

—Yo te veo bien.

—Ya.

—Si fuera enfermera te cuidaría. —Iluminó su cara con una sonrisa.

—Gracias.

—Cuando yo estoy enferma, mi madre me da su remedio especial.

—¿Y cuál es?

—El mejor. ¿Lo quieres?

—¿Lo traes aquí? —Buscó algo en sus manos sin ver nada.

—Sí —dijo Ana.

Se inclinó sobre él y le dio un beso en los labios.

Salvador se quedó petrificado.

—¿Qué tal? —Ana estaba exultante, feliz.

—No sé.

—Es un beso.

—Ya.

—Un beso de amor. —Ladeó la cabeza con encanto—. Bueno, mi madre me lo da en la mejilla, pero tú y yo… ¿Quieres otro?

Salvador tragó saliva.

Ni siquiera pudo responder.

Ana volvió a inclinarse sobre él y le besó, con más calma, más despacio, haciendo que el roce se convirtiera en una huella duradera y cálida.

Salvador tenía los ojos abiertos. Su amiga, cerrados.

Al separarse no lo hizo del todo. Quedó a medio camino, más cerca de él que del lugar que ocupaba antes su tronco.

—Nunca estamos solos, ¿verdad?

—No.

—¿Por eso todavía no me has dado un beso tú a mí?

Se sentía atrapado. No tenía ni idea de qué decirle. Pensó por un momento que la fiebre se le había disparado y que lo que creía que era la realidad no era más que un sueño, o una pesadilla.

—Somos novios, ¿no?

Siguió callado, confuso. Mitad deseo, mitad incertidumbre.

No, no era deseo.

Curiosidad.

—Dame otro remedio —pidió.

Ana le besó por tercera vez, aún más dulcemente que la anterior.

Oyeron la voz de Benita acercándose por el pasillo.

—¿Queréis algo de merendar?

91

—Ginés.

—¿Sí, señora?

—¿Puedes venir un momento? Te necesito.

Se levantó y se quitó los guantes de trabajo. Hacía calor, pero no le importaba usarlos; tocaba cemento, y eso era malo: abrasaba la carne y endurecía la piel. Con las manos libres se sacudió los pantalones. Iba en camiseta, y tuvo la delicadeza de ponerse la camisa. Si de algo entendía, era de medir y guardar las distancias. Hacerlas cortas no significaba abusar, ni pasarse de listo. Luego deslizó los dedos abiertos por el cabello y fue tras la señora Arguindei.

—¿Señora?

—¡Aquí!

Tenían un cuarto de baño. Un cuarto de baño de verdad. Los ricos no se metían en el lavadero, como la colada. Los ricos tenían lavamanos, retrete, inodoro y bañera. El de los Arguindei era más grande que la habitación que compartía con Salvador. Y olía muy bien, como si la mierda, allí, no expandiera olores como en todas partes. O eso o ellos cagaban flores. Tampoco se frotaban el culo con papel de periódico. El rollo de papel higiénico era suave. Los jabones del tocador o de la bañera desprendían aromas de lavanda. El espejo se abría y por detrás había de todo.

—¿Qué le pasa?

—Se me ha caído un pendiente. —Señaló el lavamanos—. He tratado de cogerlo pero se me ha escurrido hacia abajo.

Se asomó al agujero.

Vacío.

—Tendré que desmontar el sifón. Estará ahí.

—Vaya por Dios. Es un pendiente bueno, ¿sabes?

—Lo imagino. Todo aquí lo es. —La miró con desparpajo—. Voy a por las herramientas.

La dejó en el cuarto de baño.

A veces la vida era un chiste. Que fuera bueno o malo dependía de muchas cosas. Otras veces era una tragedia. Y las tragedias siempre eran malas. Lo importante consistía en creer que los chistes predominaban.

A veces ni siquiera tenía que esforzarse.

«Pedazo de señora…»

Cogió un martillo, una llave inglesa, un destornillador, una espátula, y regresó al cuarto de baño sin prisas, calculando la jugada. Estaba tranquilo. Siempre lo estaba. Las nerviosas eran ellas. Qué extraño.

—Se lo saco enseguida, señora.

Se quitó la camisa y se tumbó boca arriba debajo del lavamanos, las piernas abiertas, el cuerpo en tensión porque el juego lo exigía. Sabía que ella se quedaría allí, esperando. Se concentró y tuvo una fácil erección. Ni lo holgado de los pantalones era capaz de ocultarla. Al mismo tiempo hizo lo que se esperaba que hiciese. La tuerca del sifón estaba muy dura, tuvo que emplearse a fondo. Llave inglesa, martillo, un golpe aquí, otro allá, quitar algo de óxido con el destornillador…

Cuando lo consiguió, recibió un baño de agua sobre la cara.

—¡Oh, lo siento! —dijo ella.

—No importa, señora. Aquí está…

Le entregó el pendiente.

Lo depositó en la palma de la mano sin siquiera rozársela.

—Ahora se lo vuelvo a dejar como estaba, tranquila.

—¿Quieres una toalla?

—No. Hace calor.

Tenía la camiseta mojada, se le marcaba el pecho, el vello, los ojos de los pezones.

Ella seguía allí.

—Desde luego… tienen ustedes un cuarto para lavarse que es demasiado. Bonito de verdad. Así debe de dar gusto, claro. Ya me gustaría a mí algún día tomar un baño en una bañera.

—¿Nunca…?

—No, nunca. ¿Una bañera? —La miró desde el suelo—. Un sueño, oiga.

—¿Te gustaría de verdad?

—Pues claro. ¿Bromea?

Contó hasta tres.

—La criada se va a la compra a las doce, y siempre tarda más o menos una hora. Si quieres…

—Señora, querer sí quiero, pero molestar no.

—Si te lo ofrezco es porque no molestas ni me molestará a mí.

—Es usted muy amable pero no, en serio. Sé cuál es mi sitio.

—¿Y cuál es tu sitio?

—Éste, aquí debajo. Y usted ahí arriba, mirándome. —Le sonrió con toda la ternura posible.

—¿Qué edad tienes?

—Veinticuatro. —Mintió poniéndose dos de más.

La señora Arguindei pareció valorarlo. Trató de no mirarla.

—¿Estás casado?

—¡No, por Dios!

—¿Tienes novia?

—Tampoco.

—¿Cómo es eso?

—Dicen que no se ha hecho la miel para la boca del asno.

—¿Quién es la miel y quién el asno?

Ginés soltó una carcajada. La erección persistía. Bajó las piernas para que se le notara más.

—Además de guapo eres un petulante.

—Era broma, mujer. —Suavizó su imagen—: Lo cierto es que no he tenido muchas oportunidades. Hay que trabajar duro cuando se es pobre.

—Tú eres rico, te lo digo yo.

—Gracias. —Apretó la tuerca del sifón marcando la musculatura de sus brazos al límite—. Esto ya está.

Salió de debajo del lavamanos, mojado, radiante, con toda la explosión de su juventud y la armonía de su físico gritando en silencio.

La señora Arguindei se dio media vuelta.

Y se lo dijo sin volver la cabeza.

—Date ese baño a las doce. No habrá nadie en casa.

—Salvo usted.

Ella desapareció de su vista. Su voz no.

—Salvo yo.