25
Fuensanta se lo encontró a la salida de los vestuarios de las mujeres, apoyado con indolencia en la pared. No estaba sola, iba con Manuela, pero la muchacha comprendió al instante la situación y se apartó de ella antes de que pudiera reaccionar.
—Hasta mañana.
La vio alejarse con más prisa de la que tenían al cambiarse de ropa, dirigiéndose a las puertas que comunicaban la empresa con la calle.
Intentó mantener su propio paso.
—Hola. —José María la detuvo.
—Buenas tardes. —Quiso evitarle como pudo.
No lo consiguió.
—Espera, mujer.
La mano era firme. No le apretaba el brazo, pero tampoco era fácil desprenderse de ella como no fuese a través de un gesto desabrido que llamaría todavía más la atención de todas las que habían acabado su jornada laboral. Fuensanta quiso darle una bofetada.
Acabó mordiéndose el labio inferior.
—Oye, ¿qué te pasa? —quiso saber José María.
—¿A mí? Nada.
—Voy con buen fin, ¿sabes? Soy una persona decente.
—No he dicho que no lo seas.
—¿Entonces?
Fuensanta miró su mano. Sólo eso.
El controlador de la fábrica la soltó.
—Quiero hablar contigo, no te vayas.
—Se me hace tarde.
—Quería invitarte un día, cuando tú quieras. Un paseo, un baile, el cine… Lo que prefieras. Así hablamos y nos conocemos fuera de esto. —Abarcó el ámbito laboral en el que se movían ocho horas al día.
—No puedo salir, mis padres…
—Vamos, mujer. —Hizo una mueca de desagrado—. ¿Qué te han dicho ésas? —Señaló a algunas de las jóvenes que seguían saliendo del vestuario femenino.
—Nada.
—Sea lo que sea es mentira. Cada cual hace su trabajo, eso es todo.
—He de irme.
—Te acompaño.
—No. —Se frenó en seco tras dar un solo paso—. No quiero murmuraciones.
El gesto de José María se endureció todavía más.
Se hizo hosco.
—Pues mira lo que voy a decirte: ten cuidado, ¿eh?
—¿Por qué he de tener cuidado?
—Porque igual sí, igual es verdad lo que comentan esas brujas y entonces…
—Entonces, ¿qué?
La respuesta de José María murió antes de fluir de sus labios. La figura del hombre que emergió junto a él y Fuensanta era mucho mayor, más impresionante, más sobrecogedora. Pedro, el encargado, debía de medir un metro ochenta, era un hombre corpulento, físicamente desagradable, con una voz atronadora. Vestía de calle, parecía distinto al hombre que las gobernaba durante la jornada laboral, pero sus manos seguían siendo grandes, lo mismo que su nariz, su boca o su mentón.
—Si queréis hablar, hacedlo fuera —les dijo de forma abrupta.
—No hacíamos nada… —trató de meter baza José María.
—Fuera —repitió Pedro con firmeza.
Fuensanta bajó los ojos. Fue la primera en reanudar la marcha, en parte rabiosa, en parte asustada. Un gallo era malo. Dos, peor. José María era de los que actuaban rápido. Pedro de momento le lanzaba miradas, nada más. Pero la desnudaban.
Quizá fuese por ser «la nueva».
O tal vez porque, como decía Manuela, ella era diferente.
A Ginés le encantaba ser guapo. A ella no.
Temió que José María la alcanzara en la calle y siguiera insistiendo, manteniendo aquella conversación tan inquietante y tensa. De la simpatía al rechazo. Del amor al odio. No quería enemigos, pero de pronto deseó estar en el pueblo, lejos de allí.
Demasiados perros de presa para tan poca ave.
Ni su tensión emocional ni su miedo menguaron hasta llegar a la parada del metro.
26
Era la primera vez que veían reír tan abiertamente a Benita, y la primera que Anselmo abandonaba su habitual tono taciturno para convertirse en el más hablador de la velada. Y todo por la vuelta del hijo pródigo.
Rogelio.
Con el fin de la obra en la que trabajaba fuera de Barcelona, regresaba a casa.
Carmen ya sólo pensaba en Ginés.
El resto disfrutaba de la cena, la pequeña e improvisada fiesta. Por una vez no se escuchaba la radio, ni se pensaba en el trabajo del día siguiente. Por una vez se celebraba algo, juntos. La cena no era abundante, pero sus cartillas de racionamiento unidas daban para algo.
En lo físico, Rogelio se parecía más a su madre que a su padre. En lo humano era muy distinto. Tenía personalidad. Hablaba con voz suave, reposada, alejado del habitual tono gritón de todos ellos. Parecía el más integrado en su nuevo mundo, su nueva cultura. Sus ojos tenían una doble perspectiva. Fríos a veces, cuando los posaba en la mesa o cualquier objeto inanimado, y cálidos otras, cuando lo que tenía delante era una persona. Úrsula y Fuensanta fueron las primeras en darse cuenta de ello. Rogelio era diferente, de pies a cabeza. Una diferencia que en aquellas pocas horas de convivencia ya se les hacía abismal. Tenía una nariz prominente que, junto con el tono de voz y la mirada, le daba personalidad. La boca era generosa, de labios muy bien dibujados. La mandíbula pronunciada, la frente despejada, las orejas pegadas al cráneo, el cuerpo sólido, trabajado, y las manos, pese a ser las de un albañil, estaban limpias. Grandes y fuertes, muy masculinas, pero limpias y se diría que cuidadas.
Todo giraba en torno a él.
—¿Cómo es la Costa Brava esa de la que tanto hablan? —preguntó Antonio.
—Ni te lo imaginas. —Su gesto fue reflexivo—. Lo que se está construyendo allí, la de gente que viene de fuera de España a tomar el sol y pasárselo bien… Una locura. Tanto es así que los curas van de cabeza, los pobres.
—¿Los curas?
—Piden campañas de moralidad, y desde los púlpitos sueltan cada arenga… Las extranjeras lo enseñan todo. Y hasta parecen muertas de hambre. Ya me entendéis. Es como si en sus países no hubieran hombres, o fueran tan fríos como su clima mientras que aquí, mediterráneos, latinos… Es como juntar esa hambre con las ganas de comer.
—O sea que tú…
—¡Anselmo! —Benita le reprochó el comentario lanzando una mirada rápida en dirección a Salvador y Úrsula.
—Mujer…
—Esto ya no lo para nadie —continuó Rogelio—. Van a venir más, y se construirá más. Y a la larga, ésa será la mejor señal de que España se normaliza, seguro. Para nosotros no, pero para el resto del mundo… Tenemos el sol que les falta. Y como estamos cerca de la frontera lo tienen fácil, primero los franceses, pero luego otros, de toda Europa, ya lo veréis.
—¿Por qué dices que para nosotros no? —preguntó Fuensanta.
Era la primera vez que hablaba.
—Porque llevamos ya diez años sin guerra pero ya ves cómo están las cosas. En cambio en Europa la guerra se les acabó hace cuatro años y ya están mucho mejor que nosotros.
—Ya estamos con las mismas —protestó Benita.
—Es lo que hay, mamá. Aquí seguimos con gente en las cárceles, y fusilamientos…
—¡Quieres callarte! ¡Como te oiga alguien decir esto…!
—¿Lo ves? Siempre el miedo. No sólo perdimos la guerra, perdimos el futuro.
—¡Tú qué vas a saber de perder o ganar guerras, si eras un niño!
—Un niño que tiene esto. —Rogelio se tocó la cabeza con un dedo—. Pueden engañar a unos pocos mucho tiempo, y a muchos un poco de tiempo, pero no a todos todo el tiempo. Tragamos, qué remedio, pero por lo menos no pueden meterse en nuestras cabezas ni impedir que reflexionemos.
—El día menos pensado te meterás en un lío. —Su madre se estremeció.
—Por lo menos hay alguien que tiene ideas —volvió a hablar Fuensanta.
—¡Eso, tú apóyale! —Benita miró a Carmen—. Pero ¿qué les pasa a éstos? ¿Quieren otra guerra o qué?
—Bueno, ea, basta de hablar de política —saltó Anselmo—. Venga ese vinito, caramba.
Brindaron con sus vasos. Incluso Salvador. Las risas suplieron a las discusiones. Rogelio recuperó su tono calmado, pero ya no dejó de mirar más o menos intermitentemente a Fuensanta.
De lo que se dio cuenta Carmen fue de la mirada de Úrsula dirigida al recién llegado.
Una mirada de admiración que jamás había visto en los ojos de la adolescente.
27
Lo mejor de trabajar allí era que, salvo por lo del catalán, tenía tiempo para todo y, cuando estaba sola, lo disfrutaba.
Entonces incluso se ponía la radio y cantaba.
O bailaba.
El señor Enrique trabajaba, la señora María salía mucho para hacer ella misma la compra a veces o visitar a su madre o sus hermanas, y Jorge estaba en la escuela, aunque en ocasiones a Úrsula se le antojase que el horario lectivo era demasiado corto, porque a la que se daba cuenta ya lo tenía pegado a su trasero.
Aquel niño…
Salvador no era así, tan lanzado. Sería cosa de los ricos.
Comenzó a ordenar la mesa repitiendo en catalán el nombre de los objetos.
—Laforquilla… lacullera… elganivet…
Por lo menos la señora María llevaba razón: aprendía rápido.
Qué remedio.
Por la radio sonó una canción que le gustaba mucho y la ponían a todas horas. Dejó lo que estaba haciendo y se imaginó, como tantas otras veces, que estaba en un escenario. La gente la aplaudía a rabiar y ella, la reina de la canción y la danza española, esperaba a que la orquesta empezara a tocar para deslumbrarles con su arte.
Se arrancó, primero con un zapateado intenso.
Luego, tras dar varias vueltas sobre sí misma, con brío y arrojo, se quedó quieta, en posición, los brazos en alto, el cuerpo erguido, la mirada fija en su público, y comenzó a cantar.
A pleno pulmón.
Después de la primera estrofa, volvió a bailar, ahora sincronizando perfectamente cante y danza. Se subió las faldas en la arremetida final y zapateó con una súbita explosión de frenesí que por poco la hizo llevarse por delante una mesita cargada de objetos diminutos de porcelana.
Se quedó quieta, asustada, sosteniéndola.
Y entonces sonaron los aplausos.
El susto fue tremendo. Volvió la cabeza y se encontró a Jorge, saliendo de detrás de un cortinaje desde el cual la había estado espiando. La cara del niño era de sorpresa, pero también la iluminaba un destello de pasmo.
—¡Eres fantástica!
—¿Qué estás haciendo aquí? —Se puso muy roja—. ¿Cuánto llevas…? ¡Mecachis, Jorge!
—Hemos salido un poco antes porque el profesor se ha puesto enfermo. —El niño mantuvo su expresión alucinada—. ¿Cuándo has aprendido tú a hacer esto?
—Yo no he hecho nada. —Volvió a su trabajo con la cabeza baja.
—Has cantado y bailado muy bien.
—Eso lo he hecho siempre, desde que era niña. Me sale así.
—Podrías ser artista.
—Es lo que quiero.
—Se lo diré a papá.
—¡No! —El corazón le dio un brinco en el pecho—. Por favor, Jorge, por favor…
—No era por chivarme, es que él conoce gente.
—No, no, te lo suplico. —Se colocó delante de él con el rostro compungido—. Si me despiden me dará mucha vergüenza. No les digas nada, por favor.
—Bueno. —Una sonrisa maliciosa iluminó la cara del niño, como si acabase de ver abrirse una puerta inesperada—. No diré nada si te subes las faldas y me dejas verlo.
—¿Ver qué?
—Ya sabes.
Úrsula se puso como la grana.
—¡Oye, tú! ¡Serás cochino!
—Entonces me chivo.
—No, no lo harás. —Avanzó hacia él con los puños cerrados.
—Oh, sí.
—Y yo te digo que no, porque si te chivas, yo les contaré todo lo que haces mal, y sabes que la lista es larga.
Jorge sostuvo su mirada.
Evaluó la situación.
—Sólo las piernas.
—¡No!
—Está bien —admitió con fastidio.
Había superado la crisis, pero poco más. Úrsula frunció el ceño preocupada.
—Eres muy lanzado tú, ¿no? Pero ¿qué te sucede? A tu edad…
—Eres la criada. —El niño se encogió de hombros—. Mi abuelo le hizo un hijo a una. Creen que no lo sé pero sí. Se habló mucho de ello. Era muy guapa, como tú.
Las lágrimas aparecieron en los ojos de Úrsula. Jorge reparó en ellas.
—¿Qué te pasa?
—Sólo soy la criada, ¿verdad? O sea que sirvo para todo, para un cosido o para un fregado.
—Bueno…
No le dio una bofetada. No se atrevió a tanto.
Sólo dio media vuelta y se marchó a la cocina.
Por una vez, el niño no la siguió.
28
La buscó un segundo después de apagar la luz.
La atrapó por detrás. Una mano en el pecho, la otra entre las piernas. Carmen se tensó al momento, se envaró como si toda ella, de pronto, se hubiera convertido en una vara de hierro sólida.
—Antonio…
—Ya toca, mujer. —Escuchó su aliento pegado a su oreja, y después sintió el beso, la humedad de la lengua segregando saliva en su piel.
—¡Quieres estarte quieto! Va.
No le hizo caso. La mano superior apretó el pecho. La inferior atravesó la delgada coraza de sus piernas cerradas y alcanzó su objetivo.
Antonio gimió.
Se apretó contra la espalda de su esposa y le hizo sentir el poder de su erección.
—¡No! —Ella se apartó con brusquedad.
Una mano perdió fuerza. La otra quedó fuera de la sagrada zona.
—Joder, Carmen…
—No tengo ganas, lo siento.
—Nunca tienes ganas. La última vez fue… Ya ni me acuerdo. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Algo ha de pasarte. Antes era distinto.
—Antes, antes. Por Dios, ni que aún tuviéramos veinte años.
—Es lo mismo. Las ganas son las ganas.
—Estoy cansada.
—Y yo, coño. Pero eso sirve para relajarse. Es bueno.
No hubo respuesta. Antonio no supo qué hacer, si insistir o no. Volvió a abrazarla por detrás, sin tocarle el pecho o buscar el sexo, y lo intentó por el lado amable.
—Venga, mujer.
—Es que además creo que Anselmo y Benita nos oyen. Estamos pared con pared.
—¿Y qué si así fuera? Ellos también son un matrimonio. Eso se entiende. ¿Y cómo es que no les oímos nosotros a ellos?
—¿Qué te crees, que lo hacen cada día, o como animales? Ni siquiera sé si lo hacen.
—¿Te ha dicho algo ella?
—No.
—Entonces… —Sus manos volvieron a buscarla, más despacio, pero sin renunciar a su deseo.
—¡Por favor, para!
—Me pongo y lo hago, será rápido.
—Si no me apetece sabes que me duele.
—¿Y por qué no te apetece?
No hubo respuesta.
Antonio aflojó la presión. No retiró las manos, pero las abandonó sobre el cuerpo de su mujer. La respiración dejó de ser un rugido para acompasarse segundo a segundo.
—¿Seguro que ellos no…?
—No lo sé, por Dios, ¡duérmete!
—Benita es muy guapa, y muy mujer, como tú. Las dos sois muy mujeres.
—Pues será por eso.
—Yo te quiero, Carmen.
—Yo también. ¿Qué tiene que ver eso con lo otro?
—Va junto, digo yo. Si quieres a alguien lo deseas.
Fueron otra decena de segundos de silencio.
—¿Qué te parece Rogelio?
—Por favor… ¡quieres dormirte! —gimió Carmen.
—No puedo, estoy excitado. ¿Qué hago con la tranca así de gorda?
—¿Qué pasa con Rogelio? —Su mujer eludió el tema—. ¿A qué viene preguntar por él ahora?
—Por las niñas.
—¡Ay, Antonio, déjalas que vivan su vida!, ¿quieres?
—Mejor casadas.
—Ya.
Se apretó contra su espalda por tercera vez, y sus dedos rozaron el pezón de uno de sus pechos por encima de la combinación.
—Joder, Carmen, joder…
Ella no se movió.
—Me haces mala sangre, ¿sabes? —Suspiró.
La mano volvió a caer, vencida.
Cinco segundos más.
—Maldita guerra de los cojones.
Fue lo último que dijo.
29
Alguien gritó su nombre por detrás de ella.
—¡Fuensanta, te llama el señor Pedro!
Dejó lo que estaba haciendo y se encontró con la mirada de Manuela antes de levantarse. No hubo ningún gesto, nada. Sólo la intención, rápida. Se alisó la bata y caminó en dirección a la garita del encargado. Cuando llegó ante su puerta llamó con los nudillos.
—¿Da su permiso?
—Entra, Fuensanta, entra.
Se coló en el pequeño despachito. No era gran cosa. A veces se preguntaba qué hacía un encargado exactamente. Sentado en su silla, detrás de la mesita, el hombre parecía más alto, más grande, más de todo. Era como si allí tuviera más poder y eso aumentase su percepción.
—Cierra la puerta.
Le obedeció. Luego cubrió la última distancia, los dos pasos y medio que la separaban de su proximidad. No supo si mirar al suelo o mirarle a él a los ojos. Optó por esto último.
Más por defensa que por desafío.
—Usted dirá. —Habló la primera al comprobar que no lo hacía él.
—Quiero que sepas que José María Ponce ya no te molestará más.
No supo qué decir.
—Sé que te estaba molestando, así que he hecho que lo trasladen.
Mantuvo la misma actitud.
—¿Estás contenta?
Se encogió de hombros. Era lo único que pudo hacer.
—Vaya, no hablas mucho, ni eres muy agradecida, ¿eh?
El encargado sonreía feliz, seguro. En la fábrica era un pequeño gran obstáculo. Allí dentro se transformaba en Dios. El despacho, con la puerta cerrada, se convirtió de pronto en una cárcel sin aire.
—¿Quiere algo más, señor Pedro?
—Pues sí, mira.
Otro silencio.
—¿Y qué es?
—Verte.
—No entiendo.
—Sí entiendes.
—Tengo trabajo y…
—Me gusta verte, Fuensanta. Madre mía lo guapas que sois las murcianas; y lo bien hechas que estáis. Mucho.
Ella tragó saliva. Ahora sí bajó la vista al suelo.
—Yo soy de Salamanca, tierra seca, ya sabes.
—No, no sé.
—Claro, eres muy joven. Por eso te conviene alguien como yo.
Las rodillas empezaron a doblársele.
—De todas formas estás muy desarrollada. Ya eres una mujer.
—Tengo dieciocho años.
—Pronto serán diecinueve.
—Sí.
—A esa edad me tuvo mi madre a mí.
Pensó en su propia madre. Había dado a luz a Ginés con dieciocho, sus años.
—En serio, he de volver al trabajo, señor Pedro.
—Porque tú quieres.
—No, porque yo quiero no.
—¿Vamos al cine el domingo por la tarde? Mejor aún: cine y merienda. Todo junto. ¿Qué me dices?
Ya se quitaba la careta. Ella lo esperaba. Pese a todo sintió la náusea, el nudo en el estómago, la sensación de vértigo venciéndola.
—He de ayudar en casa —dijo.
—Vamos, Fuensanta. —El gesto fue de dolor—. ¿Por qué eres así?
—Cada cual es como es.
—¿Sabes cuánto te convendría que tú y yo fuéramos amigos?
—Por favor, señor Pedro…
—Soy tu jefe, pero podría ser algo más, y nos iría bien a los dos.
—No puedo, en serio. —Levantó los ojos de nuevo—. Mi madre no me dejaría.
—Soy soltero. Seguro que si voy y se lo pido…
—No, no lo haga.
Fue la guinda. El punto sin retorno. El encargado perdió su sonrisa, su ademán protector y conmiserativo. Endureció el gesto, cerró el puño de la mano derecha, tensó su espalda. Lo peor fue su rostro, que por un momento se convirtió en una máscara de piedra sazonada con una mezcla de frustración e ira.
—Vete —la despidió.
Fuensanta dio media vuelta.
Un paso. Dos.
—Como te vea hablando con otro…
—Yo no hablo con nadie. —Alcanzó la puerta y la abrió.
—Más te vale. Pero no creas que voy a dejarte escapar, ¿sabes? Tú te mereces algo más que esto y yo puedo dártelo. Es más, voy a dártelo. Empieza a cambiar y a ser menos tonta.
Fuensanta salió de la garita y cerró la puerta.
Luego fue a los lavabos para desahogarse en ellos y no hacerlo delante de sus compañeras.
30
La casa de Fernando y Ana se le antojaba espectacular.
El comedor era grande, espacioso, y la galería soleada. Ellos tenían una habitación para cada uno. Nada de compartir, y más siendo chico y chica. De momento él también estaba solo en la suya, pero cuando llegase Ginés eso se acabaría. Lo mejor de todo, sin embargo, era el patio. Un fantástico rectángulo abierto al aire libre en el que podían jugar, correr y hacer lo que se les antojase. En un rincón incluso tenían gallinas que ponían huevos. Un lujo. En el patio, bajo un techado de uralita que también protegía el gallinero, había un sinfín de cosas, desde maderas hasta capazos, desde herramientas hasta restos de materiales de construcción, desde juguetes viejos y rotos que para sí mismo constituían un tesoro hasta baúles con cachivaches, ropa o recuerdos del pasado.
Salvador amaba ese lugar.
—¡A merendar!
La llamada de la señora Elena, la madre de Fernando y Ana, les arrancó de sus juegos. Al comienzo, Salvador actuaba con cierta timidez y respeto. No corría, no se atrevía a mucho, mesuraba sus actos y sus palabras, con timidez. Ahora esto pertenecía al olvido. Tenía hambre, así que fue el primero en alcanzar las escaleritas que conducían al piso y saltar los tres escalones de golpe. En la mesa del comedor, la merienda relucía como el mejor y más sabroso de los banquetes. Se le hizo la boca agua y el estómago le crujió. En casa de los dos hermanos la leche era auténtica, no de polvos, y no se rebajaba con agua. También el pan era más bueno, y la sal y el aceite le daban un sabor mágico. Tenían patatas, no boniatos, bebían café, no achicoria. Hasta se preguntó de dónde sacaban ellos el chocolate.
—Comed despacio —les recordó la mujer.
Masticaron sin dejar de reír. Cruzaron miradas astutas, como si guardaran ya secretos inconfesables. Salvador fue el primero en beber de su vaso de leche y, al dejarlo de nuevo sobre la mesa, Fernando y Ana se carcajearon de su bigote blanco. La señora Elena era más que agradable; menuda, risueña, con un halo de bondad envolviendo siempre sus facciones.
También era parlanchina.
—¿Así que tus hermanas y tu madre trabajan?
—Sí señora.
—Bueno, supongo que para eso vinieron aquí, pero ha de ser duro.
—A ellas les gusta.
—¿Tienen buenas casas?
Salvador se encogió de hombros.
—Eso no lo sé. Mamá llega muy cansada, eso sí. A mí no me cuentan nada. Tampoco sé lo que hace Fuensanta en esa fábrica de máquinas de escribir. Lo que sí hacen es meterse mucho conmigo, para que estudie. Dicen que yo voy a sacarlas de todo cuando sea mayor, porque tendré estudios.
—Claro que sí. Tienen razón. ¿Verdad, niños?
Fernando y Ana asintieron con la cabeza. La merienda desaparecía a pasos agigantados. La mujer parpadeó al notarlo.
—¿Queréis más pan?
Salvador no se atrevió a decir nada hasta que Fernando movió la cabeza de arriba abajo. Entonces le secundó. Ana no hacía más que reír. Parecía muy feliz.
Feliz y emocionada.
La señora Elena fue a la cocina. Regresó al minuto con otras tres rebanadas de pan que colocó en el centro de la mesa. Se sentó en la cuarta silla y continuó contemplando con orgullo la ferocidad con la que devoraban la merienda sus hijos y su invitado.
—¿Qué harás en verano? —le preguntó.
—No lo sé. Estudiar, supongo, para recuperar lo que no sé.
—Toma nota y ejemplo, Fernando. —Se dirigió a su hijo antes de volver la cabeza y, al escuchar el ruido de la puerta, agregar—: Ahí llega vuestro padre, y temprano, vaya novedad.
Salvador dejó de masticar.
Era la primera vez que veía a Francisco Morales. El señor Francisco.
Por la puerta del comedor apareció la figura de un hombre alto, delgado, bigotito recortado a la moda, uniforme de la Falange, camisa azul mahón, boina roja, corbata negra, el símbolo del yugo y las flechas prendido en el lado superior izquierdo de su pecho. Era elegante, impresionaba. Había algo en él tan turbador como fascinante.
A Salvador se le desencajó la mandíbula inferior.
Fernando y Ana eran sus amigos.
Su padre parecía… un dios.
—Vaya, vaya —dijo el hombre al ver la escena y mientras recibía los besos de bienvenida de sus hijos—. Así que éste es el famoso Salvador.
—Sí, papá —asintió Ana con ojos luminosos.
—¿Cómo estás, camarada? —Le tendió la mano.
Salvador se la estrechó.
«Camarada.»
—Bien, señor —apenas si pudo decir.
—Me alegro de conocerte en un día tan especial para nosotros. —Paseó una mirada orgullosa y radiante por su familia—. Tengo maravillosas noticias que estoy seguro te gustará compartir.
Su esposa y sus hijos aguardaron expectantes.
—El Generalísimo viene a Barcelona —anunció con expresión triunfal—. Y hay más. Voy a tener el orgullo, el placer inmenso de conocerle. ¿Qué me decís a eso?
31
Era jueves por la tarde, día de paseo para las criadas, pero Carmen estaba demasiado cansada para salir. Cosía en casa. Zurcía y remendaba la ropa que habían vuelto a darle las Señoritas del Ropero. Pronto llegaría el verano y necesitaban más prendas y de distinta textura. Salvador se estiraba cada día más. Y lo mismo Úrsula. Ya no quería llevar como si tal cosa lo que no le servía a Fuensanta. No en Barcelona.
Aires nuevos.
A su lado, Benita dejó el calcetín al que trataba de coser un imponente agujero sin conseguirlo.
—No hablas mucho de la guerra —dijo de pronto.
Carmen hizo un gesto vacuo.
—No —concedió.
—Ni de antes.
La miró al darse cuenta de que la mujer del primo de su marido quería conversación.
—Ya sabes la historia, ¿no?
—Me la contó Anselmo, pero no es lo mismo.
—Supongo que no.
—¿De verdad te fugaste con Antonio para no casarte con aquel pretendiente que te echaba los tejos?
—Sí.
—A la murciana.
—A la murciana. Era la única forma. Mi padre casi me mató de la paliza, pero luego nos hizo casar, claro.
—No sé cómo no le pegó un tiro a Antonio. Dicen que era muy bruto tu padre.
—Para lo que le sirvió… El tiro se lo pegaron a él el 19 de julio.
—Pobre hombre.
—Yo estaba enamorada de Antonio, y esas cosas, a los diecisiete años… Sebastián Moreno era una mala persona, una bestia, como casi todos los que tienen dinero o poder. No entendió que le rechazara. Los ricos no entienden que se les diga que no. Sé que hubiera hecho algo muy malo, Benita. Antonio tampoco era un luchador. Nunca lo ha sido. Total, nos llevamos un año. Éramos muy jóvenes. La única solución era fugarse, consumarlo, y regresar al día siguiente. Mi padre me deslomó, pero luego… al altar.
—Y a los nueve meses nació Ginés.
—Sí. Y después Fuensanta, Úrsula, José…
—Y Salvador de guinda.
Carmen apretó las mandíbulas. Intentó seguir cosiendo pero se pinchó un dedo a pesar del dedal. Se lo llevó a la boca sin proferir ni una queja, para chuparse la sangre.
—Tu padre hubiera preferido a ese tal Sebastián, ¿no?
—Sí. Tenía tierras. Ya sabes cómo es eso. Supongo que le habría hecho caso, pero me enamoré de Antonio. Perdí la cabeza por él.
—Mala cosa el amor.
—¿Por qué lo dices?
—Porque cuando se pasa, hay lo que hay, y lo que hay suele ser decepcionante. Somos unas tontas.
—¿Tú no quieres a Anselmo?
—Es mi marido.
—Ésa no es una respuesta.
—¿Te casarías ahora con ese pretendiente si pudieras cambiar?
—¡No!
—¿Con tierras, dinero…?
—¡No, Benita! —Se estremeció—. ¡Por Dios santo!, ¿qué dices?
—Bueno, tampoco te pongas así, sólo era una pregunta. —Advirtió el súbito resplandor de humedad en los ojos de su compañera—. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Va, cuéntamelo. —Le puso una mano en la rodilla y se la presionó—. Hay cosas que es bueno sacar de dentro, y compartirlas con alguien.
Carmen sorbió los mocos. No llegó a llorar.
—Duele.
—Ya lo sé. Venga, suéltalo.
—En los pueblos hay mucho odio, mucho resentimiento.
—¿Te hizo algo por rechazarle?
—Creo que él mató a mi padre y…
—¿El tal Sebastián Moreno?
—Sí.
—Pero ¿cómo…?
—Le rechacé. Preferí a Antonio. Eso no lo soportó. Cuando estalló la guerra, sabes que en el pueblo, como en todas partes, hubo de todo hasta que no se decantó la cosa por la legalidad y la República. Y aquella noche del 19 de julio… ¿Quién podía odiar a mi padre? Hubiera matado a Antonio de no estar fuera, pescando. Luego el que tuvo que huir fue él.
—Pero ¿por qué piensas que mató a tu padre?
—Era lo único que se interponía entre él y yo esa noche.
Benita alzó las cejas.
—¿Qué quieres decir?
Las lágrimas resbalaron libres por las mejillas de Carmen.
—Nada.
—¿Qué pasó, Carmen?
—¡Nada!
—¿Qué te hizo ese hombre? —Benita no daba su brazo a torcer.
Las lágrimas la hundieron. Tuvo que bajar la cabeza para que saltaran sobre su regazo. Acabó pasándose el antebrazo por los ojos y volvió a sorber los mocos.
—Aún duele, ¿verdad?
—Mucho —gimió Carmen.
—¿Volviste a verle?
—No, ya no. Todos pensamos que volvería al acabar la guerra y haberla ganado ellos, pero no regresó. Corrieron rumores, que si estaba en Madrid, que si era muy adicto al Régimen, que si tenía un alto cargo, que si se había casado con una señorita de buena posición… Rumores. No se le había perdido nada en Mazarrón, y por lo que a mí respecta… No sé qué habría hecho en el caso de haberse presentado, con Antonio preso y yo sola con todos. Ay, Benita…
—Va, cálmate. —Le presionó la pierna por segunda vez—. Somos familia. Es bueno compartir esas cosas, aunque no quería violentarte, mujer.
—No pasa nada. —Buscó el primer atisbo de serenidad.
Temía que Benita le hiciera más preguntas, pero las invadió el silencio, una calma tensa a la espera de que una u otra volviera a hablar.
No llegaron a hacerlo.
Los gritos, provenientes de la calle, se colaron por la ventana abierta a la primavera.
—Pero ¿qué…?
Se asomaron. Bajo los balcones y ventanas vieron a una vecina de la casa contigua. Se llamaba Amalia y era de Córdoba. Una mujer muy dada a los lamentos y las alharacas. Lloraba sentada en el bordillo de la acera, con las manos en la cabeza.
—¿Qué le pasa? —preguntó Benita dirigiéndose a una de las que la rodeaba.
—¿Qué va a pasarle? —La mujer mostró su indignado pesar—. Que le han detenido al niño, el Julián, y no por hacer algo, qué va, sólo porque viene Franco y ya se sabe, están metiendo presos a todos los desgraciados acusados de delitos, carteristas o no. Y tanto da que se hayan vuelto honrados, maldita sea, que aquí es como en todas partes y los que pagan son siempre los mismos.
Más vecinas se acercaban a consolar a la madre de Julián.
La tarde era hermosa, pero la calle estaba más cerca del infierno que del cielo.
32
Fuensanta se lo encontró bajando la escalera. Rogelio subía cansinamente. Los dos se movían en silencio, sin hacer ruido, así que más que nada tropezaron el uno con el otro en la revuelta del primer piso.
—Hola, llegas temprano.
—¿Adónde vas?
—A la compra.
—Te acompaño.
La sorprendió, pero no dijo nada, ni bueno ni malo. Después de todo vivían juntos, separados por varias paredes pero juntos. Rogelio la dejó pasar y fue tras sus pasos, que si bien primero habían sido rápidos, ahora se hicieron más reposados.
Llegaron a la calle.
Bajo la mirada de las puertas y ventanas que siempre, siempre, tenían ojos, allí o en el pueblo.
—¿Qué tal la vuelta a Barcelona? —Fuensanta emprendió la marcha.
—Bien. —El joven se encogió de hombros—. Una obra es igual en todas partes, la Costa Brava o Barcelona.
—Bueno, pero allí está el mar, y todas esas mujeres de las que hablabas.
—Ésas son para otros, no para nosotros. —Sonrió.
—Ya, ya —se burló ella.
—Que te lo digo en serio.
—Bueno, te creo.
—¿Y tú qué tal?
—Regular.
—Somos tantos en casa que no podemos hablar a solas con nadie. Siempre hay alguien. Y tú estás siempre tan seria…
—¿Yo?
—Sí, y no lo digo como reproche. Cada cual es como es. Pero uno se queda con las ganas.
—Pues pregunta.
—Ya lo he hecho. Y has dicho que regular.
—Es lo que hay.
—Pero el trabajo en la Hispano Olivetti es bueno, ¿no? Mi madre dice que es de lo mejor.
—El trabajo sí. La gente…
—¿Malas compañeras?
—No, son estupendas. —Bajó la vista al suelo al darse cuenta de que estaba hablando demasiado y de la forma más inesperada—. Es por otras cosas.
—¿Alguno de los empleados?
Fuensanta le dirigió una rápida mirada. Lo único que encontró en sus ojos fue ternura y calor, respeto y solidaridad. Ningún asomo de curiosidad o chafardería.
No hablaba con nadie. Ni con Úrsula.
Y Rogelio parecía tan diferente…
—Sí —se rindió—. Pero no es precisamente un empleado.
—¿Qué cargo ocupa?
—Es el encargado de mi sección. Un mal bicho. Y me lo está poniendo difícil.
—¿Tú…?
—Le tengo a raya, si es lo que quieres saber. Y antes de que me ponga una mano encima le saco los ojos. Pero tengo miedo, ¿sabes? Hay hombres peligrosos y ése lo parece.
—¿Cómo se llama?
—Pedro Hidalgo.
—No le des pie a nada. Ya verás como se le pasará.
—¿Pie? —se escandalizó—. ¿Por quién me tomas?
Habían llegado a la panadería. Se alegró de zanjar el tema, o al menos de que él no insistiera. Guardaron turno sin hablar. Cuando les tocó la vez, Fuensanta entregó la cartilla y pidió un kilo de pan. La panadera le pesó una barra y cortó un pedazo de otra.
—Aquí tienesla torna.
—Hay cosas a las que aún no me acostumbro. —La muchacha se volvió hacia Rogelio—. En el pueblo pides una hogaza de pan y eso es todo. Aquí, a peso, con lo dela torna para llegar al kilo.
—Las costumbres cambian, el pan es el mismo.
Fuensanta contó los céntimos y le dio el importe exacto. Lo introdujo en el capazo, recogió la cartilla y salieron de nuevo a la calle.
—¿Qué más has de comprar?
—Legumbres, lo que haya.
—¿No te apetecería un poco de pescado fresco?
—Claro.
—Entonces ven.
La tomó del brazo y enfilaron el camino del puerto.
—¿Adónde…?
—Ya lo verás. Oye, con respecto a lo de ese tal Pedro Hidalgo, ¿quieres que vaya a buscarte una tarde de esta semana? Puedo organizármelo para salir antes.
—¿Para qué harías eso?
—Para que te viera conmigo y entendiera.
—¿Como si fueras mi novio?
—Algo así.
Se puso roja.
—No, no, es mejor no liarla.
—Esa gente se achanta rápido. Si cree que estás sola, insistirá. Si piensa lo contrario, se rendirá antes.
—No creo que le importe mucho que yo tenga novio. Y no quiero hablar más de eso, por favor.
—Perdona.
Llegaron al puerto intercambiando diálogos más rituales, sobre Barcelona, la gente, el ambiente, las diversiones. Los barcos que iban de un lado a otro por los caminos del mar formaban casi un muro en las escolleras. De uno todavía descargaban carne de ballena. Se lo dijo Rogelio. Había muchos carros tirados por mulos y caballos esperando la carga para llevarla a su destino. Los pescadores en cambio ya habían terminado sus trabajos. Algunos formaban una fila junto al muelle y a sus pies tenían pequeños montoncitos de pescado diverso.
—¿Ves? —dijo Rogelio—. A peseta el montoncito. Lo que les dan a ellos para comer, muchos lo venden. ¿Qué tal?
—No lo sabía.
—Porque sales poco. Te falta mucho por aprender. ¿Cuál te gusta?
Escogió uno, no el que parecía tener más cantidad, sino el que daba la impresión de ser mejor en calidad. El pescado fue envuelto en un papel de periódico y acabó en la cesta. Quedaba el camino de regreso a su barrio.
Un paseo.
—Gracias por lo del pescado —dijo Fuensanta iniciándolo.
—Me apetecía estirar las piernas, y ha sido una excusa para charlar contigo.
Volvió a ponerse roja.
—¿Ya no te parezco seria?
—Sí, pero forma parte de tu encanto. Y qué caramba, también lo soy yo.
—No me extraña, con tus ideas…
—¿Qué les pasa a mis ideas?
—No, nada.
—Escucha. —Detuvo su paso para ponerse frente a ella—. No quiero bajar la cabeza, ¿entiendes? Ya la bajaron nuestros padres perdiendo la guerra. Yo no. Cuanto más tiempo callemos, más tiempo tardará esto en arreglarse. Y entonces será peor.
—¿«Esto»? Pero ¿de qué «esto» hablas?
—Fuensanta, que seamos pobres, obreros, trabajadores, no significa que tengamos que ser o estar ciegos. Esto es una dictadura, no hay libertad, somos prisioneros de un credo totalitario. Esto es esto. Y yo no quiero vivir en un país así, ni tener un día unos hijos que me pregunten por qué me callé y me rendí, por qué no hice algo para cambiar las cosas. ¿Tan difícil es de entender?
—Das miedo —vaciló ella.
—Debería darte miedo todo lo demás, no yo. Miedo ese tal Pedro Hidalgo que te acosa sin que puedas denunciarlo. Miedo los uniformados, todos, que le robaron la legalidad a este país. Miedo el fascismo absolutista y devorador. Y deberías sentir miedo de tu propio miedo, que te impide abrir los ojos o reconocer la verdad.
—Rogelio, por favor… —Miró a derecha e izquierda, como si alguien pudiera oírle.
Era la primera vez que estaban a solas.
Y quizá fuese excesivo.
—Vuelvo a callarme, está bien. —Levantó las dos manos, se puso de nuevo a su lado y continuaron la marcha.
Aunque ahora el silencio fue distinto.
Inquietante.
—Sé dónde tienen buenos garbanzos. Ven.
33
A la ciudad la estaban engalanando.
Colón, la Rambla, farolas, tiendas, banderitas en los tranvías…
Venía Franco.
A Úrsula todo le parecía irreal. Incluso él. No era más que una imagen y una voz. La imagen que veía en las portadas de los periódicos y la voz aflautada que transmitía la radio. Como si tras ello no hubiera un ser de carne y hueso. Era el Generalísimo. Más que general. ¿A todos los que ganaban guerras les llamaban así? ¿Y si ganaban dos guerras? Venía Franco y la realidad se imponía. Pero para sí misma aquello era como una fantasía más. En las paredes de muchas casas se veían pancartas, su rostro, el yugo y las flechas, el característico «¡Arriba España!» que gritaban los muros en silencio. La vida, el mundo, era un gran teatro. Como si cada día se montara justo al amanecer y los actores lo poblaran. Había habido una guerra, pero ella tenía dos años cuando empezó y cinco cuando terminó. Ni la recordaba. No sabía nada del hambre, la miseria o el miedo de entonces. Después sí: el hambre de después era la que les había empujado hasta Barcelona. Para muchos el Generalísimo había salvado a España, pero entonces su propio padre… ¿Qué?
Había luchado y perdido.
¿Por eso no les hablaba nunca del pasado?
Venía Franco, sí, y la única que se beneficiaría de ello sería Fuensanta, porque a su hermana iban a sacarla de la fábrica para llevarla a verlo pasar. Se lo dijo la noche anterior. Todos en autocares. Una fiesta. Durante un par de horas no trabajaría, y no les descontarían dinero por ello. Fuensanta vería al Generalísimo. En cambio, ella y su madre…
Las criadas no tenían derechos.
Caminó un poco más. La gente no parecía ni mejor ni más contenta. Las mismas caras de siempre. Lo que cambiaba era el entorno. El rojo y el amarillo de las banderas le daba una nota de color al gris habitual.
El gris.
Por primera vez se dio cuenta de que Barcelona era una ciudad gris.
Las casas, las ropas de las personas, las expresiones de muchos, casi siempre los obreros.
Los supervivientes.
Mandara quien mandase, los obreros serían siempre los mismos.
Así que… ¿qué más daba?
—Panadería,forn. Periódico,diari. Tienda,tenda…
Ya lo hacía de forma maquinal. Trataba de recordar todas las palabras, y hasta se emocionaba cuando conseguía pequeños avances inesperados. Por lo menos tenía contenta a la señora María.
Qué caramba, era una buena mujer.
En cambio, aquel bicho de Jorge…
No era malo, sólo un poco salido.
—¿Un poco? —refunfuñó en voz alta contradiciendo sus pensamientos—. Hay que ver cómo crecen… Como siga así, ése va al infierno de cabeza.
Puestos a romper corazones, podía haber roto el de algún hombre joven y guapo.
Y con dinero.
—Buñuelo,bunyol. Luz,llum. Buzón,bústia…
¿Cómo se decía caja en catalán?
Miró al cielo.
Pero de pronto, lo que vio fue el suelo.
Tumbada boca abajo, con el corazón latiéndole en el pecho, la sensación de que algo muy fuerte y muy grave acababa de suceder, los ecos de la explosión retumbando en los oídos.
La explosión.
Porque había sido eso, una explosión, a su espalda, no muy lejos, tal vez a unos veinte o treinta metros.
Miró hacia allí.
Vio el humo, a la gente corriendo, el miedo y la angustia surcando la calle.
Creyó ver otra clase de rojo.
El de la sangre.
Pero no estuvo segura. Se levantó, histérica, alucinada, con el pánico dominando todas y cada una de sus terminaciones nerviosas, y echó a correr para alejarse del lugar. Correr enloquecida hacia donde fuera. Correr como jamás recordaba haber corrido en la vida.
Estaba de una pieza, era todo lo que sabía.
34
Cuando acabó la sintonía de cierre del parte informativo de Radio Nacional de España, se miraron entre sí.
—No han dicho nada —manifestó Antonio.
—Quizá la noticia no les ha llegado —consideró Carmen.
Ahora las miradas convergieron en ella.
—¿Y si no era una bomba? —insistió la mujer.
—Mamá, lo era —fue categórica Úrsula.
—¿Cómo sabes tú eso? ¿Has oído estallar muchas bombas? Pudo ser el gas, o cualquier otra cosa.
—Por lo menos han estallado dos más esta tarde, y una por la mañana —dijo Fuensanta—. No se hablaba de otra cosa en la fábrica.
—¿Y por qué no dicen nada?
—Por la misma razón por la que las han puesto: porque viene Franco. Mañana los periódicos tampoco hablarán de ello. No interesa. Barcelona ovacionará al Generalísimo y eso es todo lo que ha de importar. Que uno o dos locos pongan bombas es lo de menos —musitó Anselmo.
—¿Y la gente que las sufre? —consideró Fuensanta—. Ellos son inocentes. Pudo haber sido Úrsula.
Carmen abrazó a su hija pequeña.
—¡Ay, mamá, que no me ha pasado nada!
La mujer no cedió en su fuerza protectora.
—No llores, ea —suspiró Antonio al ver que su esposa se estaba viniendo abajo.
—No quiero más bombas. —Ella apretó los dientes y movió la cabeza de lado a lado, con determinación—. No vine aquí para eso. Ya tuve bastante con una guerra.
Benita apagó la radio.
El silencio sobrevoló sus cabezas unos segundos hasta que la puerta del piso al abrirse les rompió la concentración y los pensamientos. Por el hueco apareció Rogelio.
Los siete esperaron a que dijera algo.
—Se habla de varias a lo largo de hoy. Cuatro, cinco, probablemente más —les informó.
—¿Tantas? —se extrañó su padre.
—Mucho ruido y pocas nueces. —Rogelio chasqueó la lengua.
—¿Y qué quieres?
—La única forma de acabar con esto es que muera él.
—¡Cállate! —le ordenó Benita—. ¿Estás loco? ¿Quieres buscarnos la perdición? Como alguien te oiga acabarás preso, o fusilado.
—A mí no van a fusilarme, mamá.
—¡Míralo, el héroe! ¡Por Dios!, ¿qué he hecho yo para merecer esto?
—No se trata de ti ni de mí, ¿es que no te das cuenta? —Buscó alguna complicidad en los demás—. Se trata de este país, y de lo que somos, y de lo que seremos como callemos. Todos creían que el Régimen duraría poco, que se desmoronaría por sí mismo, y esperaron, y nada. Y luego creyeron que Europa haría algo, al acabar la guerra y acabar con el fascismo, y de nuevo nada. Nada —lo repitió con más énfasis—. Dentro de no mucho se acabará aceptando a España, y aquí paz y después gloria.
—¿Y qué quieres que hagan los de fuera, que nos invadan para echarle? —añadió su madre.
—No, eso es cosa nuestra.
—¿De quiénes?
—Nuestra, de los españoles, porque si no, ése seguirá y seguirá, y luego aparecerá otro, y de esta dictadura no saldremos en años, quizá en toda una vida. Por eso hay que hacer algo más que poner unas bombas para hacer ruido.
—Hijo…
—Papá, no. Lo siento. Entiendo que estéis cansados, que ya lo pasasteis mal del 36 al 39. Pero no me pidas que me calle o trague. No puedo. Sin libertad no hay vida, no hay nada. Sólo muerte en silencio.
—¡A nosotros ni nos va ni nos viene quién mande! ¡Siempre seremos pobres!
—¿Y la dignidad?
—¡La dignidad no se come! ¡Y cállate ya, Rogelio! ¡No quiero oírte más!
Benita se levantó convertida en una furia. La última mirada de rabia no la dirigió sin embargo a su hijo, sino a Anselmo. Una mirada acusadora, directa, hecha de fuego y despecho. El hombre bajó la vista al suelo.
Carmen fue tras ella dejando a Úrsula.
La chica buscó el amparo de su hermana.
Pero Fuensanta estaba pendiente de Rogelio, con un destello de admiración en sus ojos. Una luz súbita, recién aparecida.
Antonio fue el siguiente en levantarse. Le siguió Salvador. Luego lo hizo Anselmo.
Rogelio fue el último.
Las dos hermanas se quedaron solas.
Úrsula miró hacia atrás para estar segura de que nadie más podía oírla.
—Fuensanta.
—¿Qué?
—No sé si…
—¿Qué te pasa? —La joven le tomó las manos.
—Ayer dijiste que compraste aquel pescado en el puerto, que te llevó Rogelio.
—Sí.
—¿Saliste con él?
—Me lo encontré y me acompañó, nada más. —Le apretó un poco más las manos a su hermana y comprendió la intención de la pregunta—. Tranquila. No es mal chico, pero no hay nada. Ni siquiera es mi tipo. —Sonrió para afianzar sus palabras—. ¿Te gusta a ti?
—¿A mí? —Se puso roja.
—Te lo comes con los ojos.
—No es verdad. —El rojo pasó a grana.
—Tú misma. —Fuensanta dejó de presionarle las manos, distendiendo la conversación—. Pero te recuerdo eso que dicen de los primeros amores, y más a tu edad, que son inevitables aunque acaben quemándote el alma. Rogelio es demasiado mayor para ti.
—Ya lo sé —suspiró la chica.
—Vamos a jugar al parchís, anda. Así te distraes un poco.
Y del cajón del aparador sacó el cartón dibujado a mano, el dado, el cubilete y las fichas de papel pintado.
35
La multitud se agolpaba en las calles, se subía a los bancos, las farolas, los árboles. La estatua de Colón era un hervidero de cuerpos en precario equilibrio, la Rambla un río nervioso. No quedaban huecos libres. Una abigarrada masa humana se apretujaba a lo largo de calles y paseos, avenidas y plazas. Las banderas españolas ondeaban en los balcones y estandartes, pero más en los cientos, miles de manos que las sostenían y agitaban. El anochecer era hermoso, cálido, como si hasta los cielos hubieran querido contribuir a los fastos del momento.
Apretada junto a sus compañeros y compañeras de la Hispano Olivetti, Fuensanta se sentía un poco perdida y un mucho sorprendida.
Estaba en Barcelona, cuna del republicanismo cuando no del independentismo.
La ciudad que, poco más de diez años antes, había caído en los estertores de la guerra, sepultando con ella todo un mundo.
Y ahora sus gentes agitaban banderas españolas y saludaban al Generalísimo.
—¿No es emocionante? —dijo una de sus compañeras.
—Sí —admitió Fuensanta.
—¡Vamos, grita, hoy se puede!
Como si la muchedumbre la hubiera escuchado, un clamor que se inició en alguna parte no muy lejana se expandió hasta envolverlas.
—¡Franco, Franco, Franco!
Las banderas se agitaron todavía más.
Había perdido la noción del tiempo. Llevaban allí un buen rato. La parafernalia precisa y exacta para que todo estuviera controlado. Espontáneamente controlado. Los obreros no parecían obreros. Llevaban sus mejores ropas de domingo. Las obreras eran hermosas, igual que si una venturosa mano las hubiera seleccionado siguiendo un mágico azar. Todo el mundo feliz.
Sonriente.
O casi.
Fuensanta se fijó en él, un hombre de rostro apagado, ojos vencidos, labios tristes. Un hombre que no gritaba ni agitaba bandera alguna, que parecía haberse caído desde una farola, de pie, pero arrugado como una pasa. No supo calcularle la edad. Indefinida. Aunque a tenor de aquella expresión debía de tener muchos años, muchísimos.
Demasiados.
Y de pronto se dio cuenta de que aquel hombre tenía hermanos y hermanas.
Aquí y allá.
Diseminados por entre el gentío.
Gotas aisladas, tan amargas como él.
Su silencio era más ensordecedor que el coro de los adeptos.
Fuensanta pensó en Rogelio.
De no haber sido por su amigo, no le hubiera importado nada. Pero le tenía en la memoria. Sus palabras, sus gestos, su determinación. De no haber sido por él, cantaría y celebraría la fiesta pese a su natural y aparente frialdad. Y de pronto no podía. Algo interior la atenazaba. De no haber sido por él, le importaría poco quién mandase, y cómo, y por qué. Tenían razón: ellos seguirían siendo pobres. Pero Rogelio existía, era una voz nueva, diferente, y ella no dejaba de pensar en eso.
Volvió a mirar al hombre triste.
Intentaba ocultar su rostro, sobre todo a las miradas de los espías vestidos de paisano diseminados entre la gente, ojos ingrávidos, la mentira del actor que intenta disimular su condición. La muerte silenciosa del alma.
—¡Hija, qué seria estás siempre! —le dijo su compañera—. Hay que ver qué poco entusiasmo muestras para casi todo.
—Caray, ni que tuviera la gripe —se defendió.
—Pues casi.
—¡Ya viene! ¡Ya se acerca! —gritó uno de los que estaban encaramados en lo alto del monumento a Colón.
La expectación se disparó, y con ella el nerviosismo, la catarsis envolviendo el conjunto de aquella masa humana convertida en un solo cuerpo, una sola mente. Los cuellos se estiraron, los cuerpos se tensaron, los ojos buscaron por entre el horizonte tachonado de cabezas y banderas en alto la figura del hombre que esperaban.
El Caudillo.
—¡Mira, mira, ahí está! —señaló su amiga.
El automóvil, descubierto, avanzaba lentamente, despacio, para que todos pudieran ver al artífice de la victoria, al hombre cuya cruzada había salvado a España. Estaba de pie, sonriendo, saludando a los que le vitoreaban, con el alcalde de Barcelona a su lado.
Porque ahora los gritos eran ensordecedores.
—¡Franco, Franco, Franco!
Los brazos se dispararon.
En alto.
Fuensanta fue una más, como todas, como todos. Barcelona se rendía. Volvía a rendirse. O quizá allí estuviese sólo una parte de la ciudad, la que quería olvidar.
El hombre triste lloraba.
Y no de alegría.
Los hombres tristes, diseminados aquí y allá, como gotas de aceite en medio del mar, lloraban.
En silencio.
Brazo en alto, prietas las mandíbulas, fingiendo una emoción que no sentían porque sus lágrimas y su dolor procedían de otra parte de sí mismos, con la impotencia galvanizando sus figuras convertidas en vivas estatuas de sal.
Por un momento los ojos del hombre y los suyos se encontraron.
Un largo momento que la atravesó de arriba abajo.
Francisco Franco, el Generalísimo, el Caudillo, pasó frente a todos ellos.
Un segundo, dos, tres…
—¡Franco, Franco, Franco!
Luego se alejó por su izquierda.
Y el clamor, las banderas, todo fue menguando gradualmente y de manera tan rápida…
—¡Ha sido muy emocionante!, ¿verdad?
—Sí.
—Tenerlo tan cerca…
—Sí.
—Aunque tanto rato, tanta espera, para apenas nada, verle pasar unos segundos.
—Sí.
La jornada había terminado. Hora de regresar a casa. Hora de retomar el pulso a la realidad tras aquella tarde festiva.
Fuensanta buscó al hombre triste.
Ya no le vio.
36
Le tocaba el turno de parar a Fernando, así que Ana y él se alejaron lo más que pudieron del patio, internándose por el piso. La chica se ocultó detrás de una de las butacas del comedor. Salvador, más osado, enfiló pasillo arriba, abrió una puerta y se encontró, de pronto, en el dormitorio del señor y la señora Morales.
Estaba oscuro.
Ya no retrocedió.
Se acurrucó al otro lado de la cómoda y esperó.
Mientras lo hacía sacó la cabeza a ras de ella, para atisbar por la rendija de la puerta que acababa de dejar entornada.
No se oía nada.
La cartera del señor Francisco, el padre de sus amigos, estaba abierta sobre la cómoda, cerca de sus ojos, como si el azar la hubiera puesto así por una extraña casualidad.
A un lado, la fotografía de Francisco Franco. Al otro, la de José Antonio Primo de Rivera.
Se los quedó mirando.
—¡Os encontraré! —oyó gritar a Fernando a lo lejos.
Salvador levantó más la cabeza.
La oscuridad, rota por el resquicio iluminado de la puerta, se había convertido en una suave penumbra que bastaba para ver aquellas dos imágenes.
Tan poderosas.
Alargó la mano, sin darse cuenta, atrapado por un extraño influjo, y entonces escuchó la voz.
—Puedes cogerlas.
El sobresalto fue mayúsculo. El susto, de muerte. El señor Francisco, tumbado en la cama, abrió la luz de su lamparita de noche y luego se incorporó. Estaba vestido, señal de que no hacía más que echar una cabezadita o descansar.
—Oh, lo siento… —Salvador se incorporó temblando.
—No te preocupes, estaba despierto —le tranquilizó el hombre.
Se detuvo a su lado.
—Fíjate —le dijo.
Salvador se fijó.
Los dos hombres.
—¿No es extraordinario que ambos sean españoles, y que hayan estado aquí, entre nosotros, en tiempos tan difíciles como los que hemos vivido?
—Sí señor. —Tenía la garganta seca.
—¡Un, dos, tres, Ana! —se escuchó el nuevo grito de Fernando acompañado por el de rabia de su hermana.
—No tienes más que mirarles a los ojos —continuó con el mismo fervor el señor Francisco—. Qué lástima que ya sólo quede uno.
Fernando avanzaba por el pasillo.
—¡Voy-a-en-con-tra-a-arte, Sal-va-do-or! —cantó.
—¿Sabes que le estreché la mano el otro día? —El dueño de la casa puso su mano derecha frente a los ojos del niño—. Mira, hijo, mira: esta mano tuvo el honor, el privilegio, de tocar la del Caudillo.
Su éxtasis alcanzó cotas de apasionada rendición.
A Salvador le latía el corazón muy rápido sin saber por qué.
—Un día lo recordarás. —Aquella mano santa, bendecida por Dios, se puso en su cabeza—. Éstos son los milagros de la nueva España. Y tienes suerte de que hiciéramos lo que hicimos para que nuestros hijos pudieran vivir en paz. Para que tú vivieras en paz, Salvador.
Fernando ya estaba allí, pero no le importaba.
No iba a echar a correr.
—Gracias, señor Francisco. —Suspiró.
—Un día hemos de hablar, Salvador. —La mano bajó por su rostro hasta acariciarle la mejilla—. Incluso tu nombre es más que español: Salvador. Él nos salvó. —Hizo un gesto en dirección a la fotografía del Generalísimo—. Tú tienes madera. Fernando es más crío, y Ana es una chica. Pero tú… —Los ojos se entornaron hasta convertirse en rendijas—. Creo que podemos esperar grandes cosas de ti, hijo.
No tuvo tiempo de decirle nada.
La mano le palmeó la mejilla.
Entonces se acabó de abrir la puerta y Fernando gritó:
—¡Un, dos, tres, Salvador!
37
La fiesta de cumpleaños de Jorge era un éxito. El pelotón de niños, unos procedentes de la familia, otros de la escuela, y otros de la escalera o el barrio, dominaba el campo de batalla en el que se había convertido la casa. Incluso la señora María, de natural animosa y bienintencionada, se veía desbordada por el ímpetu demoníaco de aquella horda de pequeños salvajes gritones que corrían de un lado a otro y arrasaban con todo lo que encontraban a su paso pese a la prohibición de moverse por determinadas zonas de la casa.
—¡Ay, hija, suerte que esto es sólo una vez al año! —le decía a Úrsula.
—No, suerte que crecerá —le rectificó ella.
—Mira que ets assenyada. —Parecía ponderar sus palabras.
Úrsula no le preguntó qué significaba aquello de «aseñada». Parecía decirle que era limpia, pero no estaba segura, porque lo de ser limpia no tenía nada que ver con lo que estaban hablando.
Se fue con la olla de chocolate deshecho al comedor.
—¡El chocolate! —gritó anunciando la parte culminante de la merienda.
La horda escuchó su voz. Daba la impresión de que eso era imposible pero lo hizo. La marea humana se dirigió al comedor a la caza de una silla. Comenzaron las peleas por las más cercanas a la mesa. Niñas protestando porque los niños las desplazaban y niños sacándoles la lengua y burlándose de ellas. Jorge se colocó al lado de Úrsula y la rozó con el brazo.
—Estás muy guapa hoy —le susurró.
—Bueno, estamos de fiesta, ¿no?
—Guárdate un poco de chocolate para ti.
—¿Crees que sobrará, con todos éstos dispuestos a meter hasta la mano para rebañar la olla?
—Tú también tienes que celebrarlo.
—Gracias. —Se revistió de una triste expresión de pena—. Lo que siento es no haberte traído un regalo, aunque fuese una tontería.
—No importa. Eres pobre, ¿no?
—Supongo que sí. —Puso cara de circunstancias por el comentario del niño antes de cambiarla para gritarles—: ¡Eh, cuidado, que habrá para todos!
Sirvió el chocolate en tazas y vasos, y por espacio de unos segundos prevaleció el silencio, roto únicamente por las risas o burlas de unos y otros al verse los bigotes marrones bajo sus narices. Los más untaban pedacitos de pan en el chocolate. Otros preferían bebérselo directamente. Estaba en su justo punto, ni demasiado espeso ni muy líquido. Úrsula había metido el dedo en la olla mientras se hacía y podía dar fe de ello.
Lo que hubiera dado por una tacita.
—Què, com va això? —preguntó la señora María.
—Aichó va molt bé —le respondió en su forzado acento catalán.
La dueña de la casa suspiró orgullosa de sus progresos.
Los más rápidos repitieron chocolate. La olla, ciertamente, quedó vacía en unos pocos segundos más.
—Mare de Deu! —exclamó la señora María.
Jorge llamó la atención del resto. Se hizo el silencio. El niño miró a Úrsula.
—Ya sé lo que puedes regalarme —le dijo.
La criada se puso roja.
Todos la miraron con interés.
—Vas a cantar y a bailar para nosotros —propuso Jorge.
—¿Yo? —La rojez se hizo llama.
Los niños y las niñas la vitorearon como si fuera una gran artista. Los aplausos estallaron. La señora María seguía a su lado y su sonrisa lo dijo todo.
—No irás a hacerle un feo a mi hijo en este día, ¿verdad?
—Pero señora, yo…
—Venga, mujer, que estamos de fiesta. Todos vosotros sabéis cantar y bailar, ¿o no?
«Todos vosotros.»
El señor Enrique apareció por la puerta de la sala. Se apoyó en el quicio. Quizá fuera casual. Quizá no. Los niños se apartaron de la mesa para formar parte de su público. Quedó un espacio vacío entre todos para que pudiera moverse.
Estaba atrapada.
—¿Y qué…? —Se sintió acorralada por las circunstancias.
—¡Venga ya, Úrsula! —la animó Jorge.
Cerró los ojos, se resignó y dio un paso al frente. En medio de la sala levantó los brazos al cielo y los colocó en posición, con las manos formando una exquisita escultura animada, muy quieta. Llevaba su uniforme, no un traje debailaora, pero fue igual que si su cuerpo lo transformara en algo más. Una vez concentrada contó hasta tres y de pronto…
Primero un taconeo.
Después la escultura animada de sus manos cobrando vida, como si cada dedo tuviera alma propia, muñecas, brazos, cintura, piernas.
Con el taconeo mantenido, su voz quebrada y hermosa rasgó el aire poblándolo de armonías.
Finalmente, el estallido.
No estaba frente a un grupo de niños. No estaba en la casa en la que servía. No iba vestida de criada. Estaba en un teatro abarrotado y llevaba el traje más bonito jamás confeccionado para una artista. Era la misma sensación que cuando cantaba y bailaba en su piso, cerrando los ojos, llena del fuego que siempre, en esos momentos, la acompañaba. El fuego de sus sentimientos al desnudo, surgiendo de sí misma como un grito de rebeldía.
La canción inundó la sala.
El baile la desbordó.
Taconeo, palmas, vuelta, armonía…
No fueron más de tres minutos, quizá cuatro. Con el último arrebato, descargando su furia y con la voz ya convertida en el tronco de un árbol roto, Úrsula se irguió sobre sí misma, cual gigante, y quedó quieta, clavada en el suelo, callada de manera tan brutal como explosiva.
Entonces llegaron los aplausos, la ovación, los vítores.
Abrió los ojos.
Seguía siendo la criada, no llevaba un bonito vestido ni estaba en un teatro. Ésa era la burla constante.
Pero el éxito podía sentirlo.
Los niños vitoreándola, la expresión de Jorge, radiante y feliz.
Y la de la señora María.
Y la del señor Enrique.
Sobre todo la del señor Enrique, que la contemplaba boquiabierto desde el quicio de la puerta, del que no se había movido en todo el rato.
38
Había días y días.
La mayoría eran malos, algunos peores, otros más o menos duros.
Pero aquél había sido sin duda de los más amargos.
Carmen se apoyó en la pared de la escalera antes de decidirse a dar los últimos pasos y entrar en su piso. No quería que la vieran tan cansada, ni que notaran que había llorado, ni que percibieran en su expresión la derrota de su alma agotada.
Tan rápidamente agotada.
La señora Dalmau no era un ser humano, era…
Apretó los puños, las mandíbulas, llevó aire a sus pulmones y cerró los ojos buscando un poco de serenidad. La misma que había sido incapaz de encontrar a lo largo del trayecto desde la casa en la que trabajaba hasta la suya. Ahora ya no tenía más remedio que forzarse a sí misma.
—Vamos —se decidió.
Subió el tramo final y abrió la puerta.
Nada más asomarse al interior del piso, comprendió que algo sucedía.
Algo realmente sobrecogedor.
—¿Qué pasa? —Se asustó al ver las caras de Úrsula, Fuensanta, Salvador y Benita.
La que le respondió fue su hija mayor.
—Es papá —dijo—. Le han robado el jornal.
—Pero…
—Él está bien, ni se ha dado cuenta —la tranquilizó Úrsula.
—¿Dónde está?
Señalaron su habitación, pasillo abajo.
Sí, había días malos.
Y podían ser peores.
Sus pies, más que su ánimo, la llevaron hasta la habitación. No llamó a la puerta. La abrió sin más. Antonio estaba sentado en la cama, con el cuerpo doblado hacia delante y la cabeza hundida entre las manos. Lloraba. Posiblemente la hubiese oído llegar, así que lloraba, tal vez avergonzado, tal vez hundido, destrozado. Lloraba como Carmen no recordaba haberlo visto llorar nunca.
¿O sí?
En aquellos días, en la guerra, o al morir José…
—Antonio…
—Vete.
Se acercó hasta sentarse a su lado.
—Déjame solo, mujer —le pidió él.
Carmen le pasó un brazo por encima de los hombros.
Se acercó un poco más.
Entonces percibió el olor a vino.
Un olor fuerte aunque ya relativamente apagado. Un olor amargo, mezclado con humo de tabaco y sudor. El olor de la vergüenza.
Quiso callar, levantarse y salir de allí.
Pero no pudo.
No en un día como aquél, después de lo que había aguantado en casa de la señora Dalmau, después de sentir que se estaba vendiendo por unas pesetas.
—Has bebido.
No gritó, ni lo dijo con otra cosa que no fuera una extraña calma. Sólo constató un hecho.
—¡No!
—Te lo has gastado todo en vino.
—¡No! —Antonio volvió hacia ella su rostro consternado, en parte temeroso, en parte culpable—. Es que me han acompañado unos del trabajo a la comisaría, y luego me han invitado ellos, para animarme. Roque y Dimas, eso. Sí, los dos.
—No me mientas, Antonio.
—¡No te miento!
—¿Cuándo te han robado y dónde?
—¡En el tranvía!
—En el tranvía vas solo. Roque y Dimas me dijiste que se iban en el metro.
La expresión de Antonio mostró su acorralamiento.
—¡Coño, Carmen!
—Te has bebido el jornal, Antonio —insistió ella en el mismo tono amargo.
—¡Cállate!
La calma se hizo guerra. La catarsis se convirtió en la catapulta de su ánimo. La frustración dio paso a la ira. Y con ella el volcán entró en erupción.
La lava surgiendo del interior de la tierra.
—¡Maldita sea! —comenzó a golpearlo con los puños cerrados—. ¡Maldita sea, Antonio, cabrón, cabrón, cabrón! —Los golpes casi lograron aplastarlo—. ¡Maldita sea!
Lloraba y le golpeaba al mismo tiempo. No quería hacer daño, no buscaba su rostro o puntos vitales. Sólo abatía sus puños cerrados sobre su cuerpo, sin importar dónde impactaran. Descargaba su impotencia, la tensión del día vivido con la señora Dalmau, la certeza de que desde su llegada a Barcelona, una parte de sí misma estaba muriendo tras cuatro años de soledad y distancia.
Antonio se dobló, inane, soportando la lluvia de golpes.
No fue así por mucho tiempo.
Su reacción pilló por sorpresa a la propia Carmen.
—¡Coño, basta ya!
La bofetada impactó en la mejilla de su esposa y la derribó al suelo. Fue tal la fuerza del golpe que Carmen rodó sobre sí misma y se estrelló contra el tocador haciendo caer lo que había encima. Quedó aturdida, conmocionada, y también desguarnecida. Cuando quiso darse cuenta, Antonio ya estaba casi sobre ella, de pie, con los puños cerrados y una expresión rayana en la locura tintando sus ojos.
—¡Tú ya no haces nada! —la increpó—. ¡Soy un hombre! ¡Yo soy un hombre! ¡Tu marido! ¡Cagüen Dios…!
Se agachó y levantó su puño derecho.
No llegó a descargarlo porque, de pronto, se abrió la puerta y por ella entraron sus tres hijos. Fuensanta y Úrsula le sujetaron, empujándolo fuera del alcance de su madre hasta casi derribarlo sobre la cama. Salvador se echó en brazos de ella, llorando.
Los ojos de Carmen estaban fijos en los de su marido.
De repente, ni siquiera le conocía.
Tanto odio, tanta animadversión, tanta amargura en ellos…
Por la puerta abierta también aparecieron Benita y Anselmo.
—Eh, eh —dijo el hombre—. Tengamos la fiesta en paz, ¿de acuerdo?, que aquí se oye todo.
39
Pedro Hidalgo no la hizo llamar. Pasó por su lado y le ordenó:
—Ven.
Fuensanta se levantó rehuyendo las miradas de las demás, en especial la de Manuela. Bajó los ojos al suelo, introdujo las manos en los bolsillos de su bata y caminó detrás del encargado, a unos tres pasos. Los del hombre eran firmes, seguros y rápidos, así que tuvo que apretar los suyos para no quedar rezagada. En un instante ya habían salido de la zona de la fábrica en la que trabajaban. No se atrevió a preguntarle nada.
Pero temblaba.
Y más tembló cuando él abrió la puerta de uno de los almacenes, siempre vacío a aquella hora porque no se trabajaba en su interior hasta la parte final del día.
Todavía caminaron un poco más.
Hasta la zona más alejada de la entrada.
Tan envuelta en penumbras…
El encargado se detuvo, dio media vuelta y la observó.
—Oye, vamos a hacer las cosas bien, ¿estamos? —le soltó sin ambages—. Te dije que me gustas, que no iba a dejarte escapar sin más, que soy soltero y que, a las buenas, tengo buenas intenciones. Así que… Mira. —Sacó del bolsillo de su pantalón dos entradas—. ¿Ves? Son para ver a Antonio Machín. Sabes quién es Antonio Machín, ¿no?
Tenía que decir algo y lo hizo, sobre todo para escuchar su propia voz en medio de aquella pesadilla.
—No, no lo sé.
—¿No lo has oído por la radio? Es una sensación. Todo el mundo canta «Angelitos negros».
—No le conozco —mintió.
—Actúa en el Romea. He conseguido esto por ti. —Agitó las dos entradas en el aire—. Es mi regalo. Una muestra de mi buena voluntad. Vamos a ir juntos.
—No puedo ir, señor Hidalgo, de verdad.
—¿Señor Hidalgo? —Se guardó las entradas de nuevo y su cara reflejó un acusado desagrado—. ¿Señor Hidalgo? Vamos, Fuensanta. Ésta es tu oportunidad. No pasa nada. Bueno, sí que pasa, pero eso ya se verá, ¿no? Cenamos, vemos el espectáculo… ¡Melodías de color, se llama! Esos negros hay que ver cómo cantan. ¿A cuántos espectáculos has ido tú desde que llegaste a Barcelona, por Dios? Te aseguro que no te arrepentirás…
—No puedo, se lo juro. Mis padres no me dejarían…
El encargado caminó hasta ella.
Un metro, un palmo, un centímetro.
—Iré a buscarte. Yo hablo con ellos. A mí no me dirán que no.
—Por favor…
—Eres tan guapa…
Una mano le alcanzó la cadera, se movió hacia atrás, le atrapó la nalga para evitar que retrocediera y, al mismo tiempo, poder manejarla y acercarla a él. La otra mano llegó el pecho, se apoderó de uno de los senos.
—¡No! —reaccionó tarde Fuensanta.
—¿Lo quieres aquí? ¿Te apetece en este asqueroso lugar? —Pedro Hidalgo buscó sus labios, perdida toda contención—. Joder… Fuensanta, joder…
Fuensanta sintió algo más que asco. Sintió la desesperación de su ira.
—¡Suélteme!
—¿Vas a pelear? ¿Sí? ¿Como una gata?
El forcejeo fue rápido. Primero consiguió apartarle la mano que presionaba su seno. Después movió el cuerpo lateralmente para que la soltara. El empujón final consiguió separarla de su agresor. Lo suficiente como para que pensara en echar a correr, aunque no lo hizo porque sabía que él la atraparía y quizá sería peor.
Pedro Hidalgo pareció no entender nada.
Estaba rojo de furia.
—¿Qué te pasa? ¿Sabes cuántas querrían estar en tu lugar? ¿No quieres prosperar o es que aspiras a algo más? ¡Te irá bien! ¡Conmigo te irá bien!
Retrocedió al ver que él avanzaba de nuevo.
—No me toque…
—Te gustará, no seas tonta. —El encargado se abrió la bragueta con gestos rápidos. Inesperadamente apareció en su mano su sexo erecto. Se lo mostró con orgullo, como el que enseña su más preciada posesión—. Vamos, mira. Es tuyo. Te gustará mucho. Soy un hombre, ¿sabes? Vas a ver…
Lo único que tenía cerca era un pedazo de madera de una caja rota. No era mucho, pero lo cogió.
—Déjeme ir. —Lo blandió cerca de él.
Pedro Hidalgo seguía allí, con su miembro entre las manos.
La erección menguó.
Y su rostro pasó de la ira a la frustración de su rabia.
Para Fuensanta fue casi lo peor.
—Vas a arrepentirte de esto, niña. —Guardó su sexo y se abrochó la bragueta—. Se acabó para ti. —Los ojos la taladraron, muerto el deseo, superado por las ganas de matarla—. Y cierra la boca, te lo advierto, o te juro que acabarás en la cárcel, que a mí tú no me conoces, ¿eh?, puta de mierda, que venís aquí muertas de hambre y ya os pensáis que sois marquesas.
Pasó por su lado como un viento huracanado.
Frío.
Fuensanta no dejó la madera hasta mucho después de que él se hubiera ido dejándola sola.
Se sintió sucia.
Ni vomitando todo lo que llevaba encima, pudo quitarse de encima esa sensación.
40
No vio a Rogelio hasta que él apareció a su lado en el banco.
—Hola.
—Hola —musitó sin levantar la cabeza.
—¿Qué haces aquí? ¿Puedo sentarme?
No esperó su respuesta. Se sentó a su izquierda y la miró escrutando el perfil de su rostro. Los restos de las lágrimas aún eran evidentes. La palidez, sin embargo, era lo más acusado. Una pátina blanca que absorbía toda su luz hasta convertirla en algo mortecino.
Tanto como la oscuridad de sus ojos.
—¿Qué te pasa?
Fuensanta se encogió de hombros.
—Dímelo —la apremió Rogelio.
—No me pasa nada.
—Has llorado.
—No.
—Vamos, mujer.
—¿Y qué si he llorado? ¿Tú no tienes días malos?
—No es bueno guardarse la mala leche dentro. Tarde o temprano se agría y sale.
—¿Y tú qué sabes de eso?
Rogelio se enfrentó a su mirada.
Esperó su desmoronamiento.
Y cuando llegó, cuando ella se vino abajo, la abrazó para que llorara en su hombro, descargando toda su angustia.
Luego esperó.
Un minuto, dos, tres…
Un estremecimiento final, como si Fuensanta despertara y se diera cuenta de lo que estaba haciendo o dónde estaba, la hizo reaccionar y retroceder. Entonces el abrazo de Rogelio murió y ambos se separaron.
—Perdona. —Ella suspiró.
—No tienes que pedirme perdón ni darme las gracias.
Fuensanta miró al frente, buscando algo que no encontró.
—¿Qué te ha pasado? —quiso saber Rogelio.
—Es… la fábrica —confesó la muchacha.
—¿Ese hombre del que me hablaste, Pedro Hidalgo?
Le sorprendió que recordara el nombre, pero no dijo nada.
—Sí.
—Así que ni se ha rendido ni se le pasa.
—No, no se ha rendido, y ahora… va a ser peor.
—¿Le has rechazado?
—Sí.
—¿Y él…?
Fuensanta volvió a bajar la cabeza, los ojos hundidos en el suelo, por entre el rosario de colillas que silueteaba su pequeño espacio.
—Entiendo —suspiró Rogelio.
—Es un buen trabajo —dijo ella—, pero mejor si encontrara otro.
—¿Se lo has contado a mi madre?
—No, ni a ella ni a nadie.
—No lo hagas.
—Si vuelve a intentarlo o…
—Tranquila.
—No puedo estarlo.
—Ésos alardean mucho, gritan mucho, para intimidar a las jovencitas, pero luego… Prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Que si vuelve a intentarlo me lo dirás.
—¿Por qué?
—Tú hazlo.
—Está bien —se rindió deseando no seguir hablando de ello.
Un hombre vestido con ropa que jamás había sido suya se acercó a los dos. No les miró. Se arrodilló frente a ambos y recogió las colillas del suelo, al menos las que todavía tenían un poco de tabaco y no estaban apuradas al máximo, que eran las menos. Tras un estudio minucioso de las posibilidades de cada una, las guardó en una cajita metálica. Tenía ya las suficientes como para liar un par de cigarrillos o más. Rogelio apartó los pies para dejarle libre su campo visual. El hombre no dijo nada. Recogió dos colillas más, se levantó y se fue.
Le vieron alejarse con su tesoro.
Fuensanta se fijó en la cara de su compañero de piso.
—Sigues siendo un misterio. —Suspiró.
—No lo soy —reaccionó él.
—Nunca sé lo que piensas, ni qué pensar yo al respecto.
—Necesitas tiempo.
—Tienes muchas ideas en la cabeza, ¿verdad?
—Sí.
—Demasiadas, y esto es peligroso.
—Lo sé.
—Yo no quiero problemas. —Fuensanta dirigió por tercera vez los ojos al suelo, en el que únicamente quedaban las colillas apuradas no aprovechadas por el hombre que acababa de irse—. Lo único que quiero es vivir en paz y que me dejen en paz.
—No puede haber paz sin…
—No lo digas —le detuvo.
Les envolvieron media docena de silenciosos segundos. Una burbuja aislada; el tráfico, los automóviles, los carros o los tranvías se movían fuera de ella, hasta que Rogelio la rompió.
—Confía en mí.
Fuensanta recordó algo.
—He de decirte una cosa.
—¿Qué es?
—Le gustas a mi hermana.
—Ya lo sé.
—No es una niña, aunque la edad diga lo contrario. Es una mujer.
—Como tú.
—No quiero…
—Descuida.
—Bien.
La última mirada. Se hacía tarde. Para los dos.
—Estoy cansada —repuso ella.
—Vámonos a casa.
Y la ayudó a incorporarse.
41
Asomada a una de las ventanas que daban a la calle, Úrsula los vio llegar.
Como una pareja cualquiera.
Salvo que no iban del brazo.
Suspiró, llenó los pulmones de aire, y antes de que subieran por la escalera y llegaran al piso, se apartó de la ventana y caminó por el pasillo sin ningún rumbo. No se metió en su cuarto, porque Fuensanta entraría en él nada más aparecer. Vio la puerta abierta de la habitación de Salvador, y a él leyendo algo.
Se coló por ella.
Sólo necesitaba desaparecer unos minutos, hablar con alguien.
—¿Qué lees?
—Nada, un libro. —Su hermano puso los brazos encima.
—¿Es tuyo?
—Me lo han prestado.
—¿Tus nuevos amigos?
—Sí.
Úrsula se sentó en la cama libre, la que ocuparía Ginés cuando regresara de su eterno servicio militar. Todos le echaban de menos. Con Ginés siempre daba la impresión de que podían ir a mejor las cosas.
Su guapo hermano.
Ni Fuensanta ni ella podían competir con él, aun siendo mujeres.
—Te vi el otro día con ellos —continuó el diálogo—. Él parece buen chico, y ella es muy bonita.
—Ah —fue su lacónica respuesta.
—Ya sois inseparables, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te gusta?
—¿Quién?
—Ella, hombre.
Salvador dilató un poco las pupilas. Acabó forzando un encogimiento de hombros.
—¿Sabes una cosa? —Su hermana sonrió—. Es mejor que no crezcas.
—¿Por qué?
—Todo cambia. ¿Cómo son sus padres?
—Estupendos —contestó con rápida vehemencia—. Ella siempre me da de merendar, y tiene chocolate, y pan del bueno. Y él…
—¿Qué?
—Es la mejor persona que he conocido. —Expresó la admiración que sentía con cada una de sus palabras.
—¿Y eso por qué?
—Por cómo habla, por lo que sabe, lo que dice… Es falangista.
—¿En serio? —La que abrió ahora los ojos fue ella.
—Sí.
—Que no te oiga papá.
Salvador no dijo nada, siguió mirándola a los ojos.
—Ya sabes que luchó con la República —continuó Úrsula.
—Pero luego comprendió su error, ¿no?
—¿Por qué hablas así? —La chica frunció el ceño.
—Porque si no hubieran matado a todos los rojos, y los otros no se hubieran curado, como papá…
—¡Papá no estaba enfermo! —le recriminó su hermana.
—Las guerras siempre las ganan los buenos.
Úrsula se puso en pie.
—¿Qué te pasa a ti?
—Nada —se sorprendió Salvador.
—Pues creo que estás demasiado tiempo con esa gente.
Ya no hubo más. La mirada críptica de Salvador, el disgustado recelo de Úrsula. En alguna parte de la casa se oían voces. Y por el pasillo, Fuensanta la llamaba.
—¡Úrsula!, ¿dónde estás?
—¡Aquí! —respondió antes de salir de la habitación del niño.
42
Había días en que la mataría.
La asesinaría con sus propias manos.
Ella.
Algo inconcebible, porque sentía una total animadversión por toda clase de violencia.
Y sin embargo…
Las últimas dos semanas habían sido las peores. Insoportables. La sentía todo el día pegada a su cogote, vigilándola, acechándola, siempre en silencio, dispuesta a sorprenderla, escuchando sus continuos reproches porque todo, todo lo hacía mal.
«Carmen haz esto», «Carmen haz lo otro», «Carmen limpia aquí, ¿no ves que hay polvo?», «Carmen, pasando el plumero no se va la porquería, hay que hacerlo a fondo y con un paño», «Carmen, eres una calamidad», «Carmen, ¿no te enseñó tu madre a hacer las cosas o es que no tuviste tiempo de convertirte en una mujer?», «Carmen, lo quiero así», «No, Carmen, no, es la última vez que te lo digo», «Carmen», «Carmen», «Carmen»…
Una hora antes, en la sala, con su amiga Lourdes, ni siquiera se había cortado un pelo.
¿Para qué? Hablaba en voz alta, probablemente para que la oyera.
—Esa gente… Créeme que me crispa los nervios. Es superior a mis fuerzas. Y ya sabes lo tolerante que soy yo, que si la tengo aquí es por mi buen corazón, que si no… Si es que no saben, son de otra clase. Vergüenza debiera darles. Es sucia, descuidada… Mira, ¿sabes qué te digo?, que aún quedaron demasiados.
—Mujer —le había sonreído su amiga Lourdes—, si estuvieran todos muertos, ¿quién trabajaría?
Y se habían reído.
Era la primera vez que oía reír a la señora Dalmau.
Lourdes ya se había ido. En la casa reinaba el silencio. La dueña estaba en su habitación. Las visitas la cansaban. En realidad la cansaba todo. Todo menos reprenderla por algo. Eso parecía darle nuevas energías.
Carmen fue a la cocina para recoger la basura. El carro ya no tardaría en pasar. Abrió la puerta de la galería y allí, encima de todos los desperdicios, vio el jersey.
Un hermoso jersey, gris, con un roto remendable en una manga y algunos puntos descosidos en la parte delantera. Un jersey que, con los debidos zurcidos, y aunque no quedara impecable, le serviría a ella o a sus hijas para el invierno, porque era de muy buena calidad.
Lo examinó un poco mejor, extrañada de que la señora Dalmau lo tirara así como así.
Y fue a guardarlo en su bolso.
Ella apareció justo en la puerta, enlutada, seria, grave, una estampa decimonónica arrancada del siglo XIX. El sesgo de su boca era duro. El tono de los ojos gélido. El jersey, sujeto por las manos de Carmen, quedó entre las dos y ocupó todo su espacio.
—¿Qué haces?
No se lo ocultó. Creía que no era necesario.
—Cogía esto.
La señora Dalmau acusó el golpe. Como si le hubiera robado el aire que respiraba.
—Estaba en la basura —dijo.
—Por eso —intentó justificarse ella.
—¿No te dije que si querías algo lo pidieras?
—Sí señora, pero…
—Pero ¿qué?
—Bueno, que si estaba en la basura es porque usted no lo quiere.
—¿O sea que no hay que pedirlo?
—No pensaba que…
—¿Tú piensas? —Pareció sonreír pero sólo fue una mueca—. ¿A ti te vale este jersey, Carmen?
—Sí, señora Dalmau.
—¿Roto?
—Con unos zurcidos…
La orden fue contundente.
—Déjalo donde estaba.
Carmen no pudo creerlo.
—Pero señora…
—¡Que lo dejes, ladrona de los demonios! ¡Que no te vas a llevar nada de esta casa!, ¿me oyes? ¿Quieres que llame a la policía?
Comenzó a llorar, más rabiosa que asustada.
—Pero ¿por qué…?
El estallido flotó sobre su cabeza. Había sido inesperado, fuerte, pero no continuó. Fue una nube negra dispuesta a soltar rayos y truenos, una lluvia gélida de invierno.
Carmen se disolvió hasta casi desaparecer, un rastro animado y poco más. La señora Dalmau la redujo a una fina arenilla con sus ojos implacables. Un taladro del alma. Una vez aniquilada, la dueña de la casa se dio media vuelta y se alejó con toda su dignidad por bandera, dejándola sola, vencida y humillada.
Sobre todo humillada.
43
Antonio completó la carga de la carretilla y, tras levantarla con las dos manos, la empujó por el tablón manteniendo su precario equilibrio con la rueda delantera. Cuando llegó arriba esperó a que los dos peones, dos chicos jóvenes, la descargaran. Hubiera ayudado de no llamarlo el encargado.
Era un buen hombre, mejor que otros; le tenía aprecio.
—¿Quieres un destajo el domingo?
—¿El domingo?
—Sí, el domingo, que hay que acabar una faena para que el lunes puedan subir ya paredes. Necesito una cuadrilla de seis.
—¿A cuánto?
—Antonio, coño, a lo de siempre. ¿Lo quieres o no?
—Sí, claro.
—Pues entonces… Hala, hombre, venga.
Regresó a por la carretilla, que ya estaba vacía, y bajó con ella a por más tochanas. Las cargaron entre él y Conrado, uno que acababa de llegar de Mérida.
—No pongas tantas —le advirtió Antonio.
—¿Estás flojo o qué?
—Es por el equilibrio.
—Luego hay bronca porque tardamos. —Le puso otras dos tochanas coronando la pila.
—Ni que tuvieran que venir ya mañana los inquilinos a vivir en estos pisos —lamentó Antonio.
Cogió de nuevo la carretilla, asiendo con ambas manos los dos agarraderos. La levantó y la empujó. Pesaba un poco más. O eso o acusaba el esfuerzo de estar haciendo lo mismo casi toda la mañana. Pensó en lo bien que le vendría el dinero del destajo. Claro que los destajos eran más duros aún que una jornada laboral. Por eso se llamaban así, destajos. Había que trabajar como bestias para completar lo encomendado, hasta quedarse sin resuello. Si no, no servía de nada.
Enfiló el tablón, subió la rueda de la carretilla, y con el golpe, ésta se ladeó a la izquierda.
Quiso corregirlo, la inclinó hacia la derecha.
Las dos tochanas extras colocadas por Conrado resbalaron de su posición y se proyectaron hacia abajo.
Dos pisos.
Antonio contempló aterrado su viaje.
Ni siquiera pudo avisar.
Las dos tochanas se estrellaron a un metro de un albañil que levantaba una de las paredes de los pisos inferiores. Algunas esquirlas le alcanzaron a causa del impacto.
Pero lo peor fue el susto.
Y la sensación de que, de haberle caído en la cabeza…
El primer grito, la maldición tras el ruido del choque, procedió del mismo albañil. Los otros, de los que ya se estaban dando cuenta de lo que acababa de suceder, y de lo cerca que habían estado de la tragedia.
—¡Tú, maricón! ¿Quieres matarme o qué?
—¡Antonio!, ¿qué te pasa?
—¡Maldita sea, tienes la cabeza en otra parte!
El encargado ya estaba a su lado. Su cara lo decía todo.
—Lo siento. —Antonio buscó la forma de justificarse—. Ya le he dicho a Conrado que no me la cargara tanto.
—¡Si quieres matar a alguien, échaselas al Florencio, que tiene la cabeza dura! —gritó uno.
—¡Mejor no, que tiene siete hijos y luego habría que mantenerlos! —le respondió otro—. ¡Y además contentar a la mujer!
Eso distendió el ánimo. Hubo algunas risas.
—¿Todo bien ahí abajo? —preguntó el encargado asomándose por el hueco.
El albañil asintió.
—Señor… —Antonio quería decir algo.
—Vuelve al trabajo —le cortó el encargado—. Y ten cuidado, por Dios.
Le dejaron solo, para que volviera a tomar la carretilla y subiera las tochanas por el tablón.
Fue lo que hizo.
44
La tienda, en obras, cerca de su finalización porque quedaban sólo los detalles decorativos finales o el escaparate y la fachada, estaba situada en pleno Ensanche, en la calle Caspe. Había pasado una primera vez por delante, cumpliendo un mandado, y se había fijado en su rótulo:PERFUMERÍA ESTILO. PRÓXIMA INAUGURACIÓN. Ésta era la segunda vez que sus pasos la llevaban hasta allí.
Y ya no se trataba de una casualidad, sino de instinto.
Su voz interior.
Fuensanta penetró en la tienda, donde cinco obreros trabajaban aplicándose en su cometido. Por un momento, los cinco sintieron la descarga eléctrica que su presencia les provocó, aunque ninguno dijo nada. No estaban en el exterior, sobre un andamio, viendo pasar a las bellezas de la calle.
—Te va a dar un calambre, bobo —le reprendió un hombre a su aprendiz.
Fuensanta cruzó el lugar y se asomó por una puerta que daba a la parte de atrás, una amplia zona que bien podía albergar el almacén y un despacho u oficina cuando la perfumería ya estuviese en funcionamiento. Encontró a una mujer limpiando unos estantes en una habitación encalada, blanca y luminosa gracias a una claraboya que presidía el techo. No era una empleada. Ya la había visto la primera vez, hablando con los operarios y dando órdenes.
Era a quien buscaba.
—Perdone…
La mujer se dio la vuelta. Tendría unos treinta y pocos años, treinta y cinco a lo sumo, y era muy atractiva, esbelta, de formas elegantes, proporciones medidas, un rostro muy especial hermoseado por un maquillaje perfecto y un cabello modelado con esmero. Pese a que estaba limpiando, ni siquiera llevaba una bata o un delantal. Lucía un vestido primaveral, de manga corta, falda de tubo, zapatos de tacón. Todo en ella rezumaba distinción, cierta clase. Por lo menos la clase que Fuensanta creía que era superior a sí misma.
Algo probablemente inalcanzable.
—¿Sí? —La mujer dejó lo que estaba haciendo y se le acercó.
—¿Es usted la dueña, la encargada…?
—La dueña. Mercedes Blanch. —Le tendió la mano y la observó curiosa—. ¿Y tú?
—Me llamo Fuensanta Cerón. —Se la estrechó—. He visto un par de veces este lugar y…
—¿Sí? —la animó a seguir.
—Me preguntaba si necesitaría una dependienta.
La propuesta le hizo abrir los ojos. Ahora, además de mirarla a la cara, la examinó sin mucho disimulo. Fuensanta ya lo imaginaba, así que llevaba su mejor ropa, sus zapatos altos, iba bien peinada y su maquillaje era el correcto. También se había arreglado las manos. Sus uñas estaban perfectas, pintadas de color rojo, como los labios. Sin estridencias.
—¿Entiendes algo de perfumería, cosmética…?
—No. —Fue sincera—. Pero aprendo rápido.
—¿Qué edad tienes?
—Cumplí dieciocho.
La observó un poco más, ahora con mayor detenimiento. Pareció gustarle. Sonrió. Una sonrisa franca, de mujer con experiencia. Los ojos de Mercedes Blanch eran luminosos. Tenían una chispa única. Fuensanta apreció su collar de perlas, el reloj de pulsera, el nomeolvides de su muñeca, el anillo con la piedra que centelleaba como si fuera un sol emitiendo sus mejores rayos…
—¿Tienes un trabajo?
—Sí.
—¿Dónde?
—En la Hispano Olivetti.
—Buen sitio. ¿Por qué quieres dejarlo?
—Cuestiones personales.
—¿Muy… personales? —Ladeó la cabeza, como escrutándola.
—Sí.
—¿Cuánto ganas allí? Y será mejor que no me mientas porque puedo averiguarlo.
—No tengo por qué mentirle —se defendió Fuensanta—. Gano catorce pesetas al día, once con veinte de salario y dos con ochenta por el plus de carestía de la vida.
—Es un buen sueldo. No sé si podría pagarte tanto. Todavía no he hecho números.
—Póngame a prueba. Si lo valgo, me da eso mismo, ni un céntimo más.
Mercedes Blanch compuso una sonrisa todavía más abierta y sincera. Fuensanta se dio cuenta de algo esencial: que le caía bien. Le gustaba. La dueña de la futura perfumería se estaba tomando en serio su propuesta.
El corazón se le aceleró.
—La verdad es que aquí se necesitará a una dependienta guapa, limpia, buen aspecto, con don de gentes para tratar con los clientes…
—¿Eso qué es?
—Saber hablar, tener encanto, nada más. —No le importó su ingenua sinceridad—. No vamos a vender patatas, ni entradas de cine. Venderemos todo aquello que una mujer necesita para estar guapa y ser atractiva, oler bien, parecer más joven. Vendrán ellas mismas, pero también hombres. Conocer los perfumes, conseguir que los clientes queden satisfechos, recomendar lo mejor en cada caso, aprender a diferenciar una piel de otra… Todo eso requiere tiempo, dedicación.
—No es problema.
—Es curioso. —La mujer movió la cabeza de lado a lado sin dejar de mostrar su simpatía—. Ayer mismo me falló una de las dos chicas con las que contaba. Va a casarse. Sólo tengo a la encargada.
—Entonces…
—Inauguramos en tres semanas. Podría ponerte a prueba… digamos un mes. Como tú dices, si no vales…
—Valdré, descuide. —No podía creerlo—. Le aseguro que no tendrá queja de mí, y me esforzaré y…
Mercedes Blanch detuvo su entusiasmo alzando las dos manos.
—¡Señora Blanch! —la llamó uno de los hombres que trabajaban en la tienda.
—De momento no dejes tu trabajo y pásate por aquí dentro de un par de semanas. Ya sabremos si vamos bien de tiempo o las obras nos demorarán un poco más. Para entonces volveremos a hablar, ¿te parece?
—Sí, sí señora.
—Te espero.
—Gracias.
La precedió hasta la entrada. La mujer se quedó para hablar con el hombre que la había llamado. Fuensanta caminó hasta la calle.
No se dio cuenta de lo que acababa de hacer hasta que apretó los puños, dio un saltito de felicidad y alegría en el aire y echó a andar por la calle Caspe, en dirección al paseo de Gracia.
45
En el comedor de la casa, Antonio y Anselmo jugaban a la brisca con cierto denuedo, gritando o dejando caer la mano sobre la mesa sonoramente con cada jugada determinante. Por esa razón estaban solos, con la única compañía de la radio, que hablaba de lugares y países tan lejanos que no valía la pena ni imaginárselos. Además, en todas partes había problemas. Qué más daba dónde sucedieran. Benita y Carmen preparaban la cena en la cocina. Salvador estaba encerrado en su cuarto, como casi siempre en los últimos días. Fuensanta acababa de bajar a la calle y Rogelio fumaba indolente apoyado en la ventana. Hacía mucho calor, demasiado. Los hombres iban en camiseta o llevaban el torso desnudo. La piel de las mujeres se perlaba con una humedad pegajosa que allí, en el piso, parecía mucho más densa.
Úrsula se fijó en la espalda de Rogelio, su musculatura, sus proporciones. Casi podía olerlo.
Se acercó un poco más a él.
Entonces Rogelio se volvió.
Demasiado inesperado para esquivarlo.
—Vaya, ¿no estás de paseo? —Se sorprendió al verla.
—No. —La chica no supo qué hacer hasta que se colocó a su lado en la ventana.
Era la primera vez que hablaban a solas.
La primera.
—¿Y tú? —le preguntó.
—Yo estoy bien.
—Casi no se te ve el pelo.
—Trabajo, y cuando no trabajo me gusta dar una vuelta por ahí. Aquí somos demasiados.
Anselmo golpeó la mesa todavía con más fuerza en ese instante.
—¡A ver si la rompes! —se escuchó la voz de su mujer desde la cocina.
Úrsula miró a Rogelio. Tampoco lo había tenido tan cerca nunca. Sí, lo olía. Y sus brazos se rozaban sobre el alféizar que colgaba por encima del espacio abierto. Sintió una turbación extraña, pero más aún percibió una fuerza desconocida en su ser. La fuerza del desparpajo impulsado por su edad.
Lo desafió.
—¿Estás esperando a Fuensanta?
—No, ¿por qué?
—Ha bajado a la calle y estás aquí como un pasmarote…
—No sabía ni que estaba en casa. —Le dio una larga calada al pitillo y dejó que el humo trepara por el labio superior y ascendiera por su cara.
Úrsula tosió un poco y él apartó el cigarrillo de su proximidad.
—¿Te gusta mi hermana?
Rogelio no evitó la sonrisa.
—Por Dios…
—¿Te gusta sí o no?
—Tal vez sí, tal vez no.
—¿Te gusta porque es mayor, guapa…?
—No seas tonta.
—No lo soy. ¿Os haréis novios?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no le convengo.
—¿Y por qué no ibas a convenirle?
—Cosas mías.
—El hombre misterioso. —Hizo un gesto de fastidio—. Si te gusta…
—Pues por eso. Suponiendo que me gustase, si quieres a alguien has de querer lo mejor para esa persona. Sólo lo mejor.
—¿Y tú no…?
—No.
—No te entiendo.
—Yo no soy un buen partido, Úrsula.
Le mostró su desacuerdo, casi airada.
—Sí que lo eres.
—De acuerdo, pero no para ella.
La nueva mirada fue de desconcierto y duda. Quedó un tanto desarmada, sin saber cómo interpretar aquello ni qué decir. Lo resumió con un tácito:
—Tú sí que eres raro.
—Éste no es un mundo fácil, ya lo irás viendo.
—No, si ya lo veo.
—Te falta un poco todavía.
—No soy una niña. —Se encrespó.
—Ya lo sé.
—Trabajo y gano un jornal. —Su tono sonó un poco más tenso.
—No te enfades conmigo.
—No me enfado. —Le puso morros—. Pero cualquiera diría.
Rogelio se acercó a ella. El cigarrillo se consumía entre sus dedos sin que lo chupara. Sus labios casi penetraron en la masa capilar de la chica.
—Escucha —dijo con una voz envuelta en susurros—, pase lo que pase en el futuro, tú confía en mí.
—¿Por…?
—¿Lo harás? —No la dejó hablar.
—Claro.
—Bien.
—¿Pase lo que pase?
—Sí.
—¿Y qué ha de pasar?
Rogelio apuró el cigarrillo. Luego lo arrojó a la calle tras asegurarse de que no caminaba nadie por debajo.
—Puede que nada, puede que todo, no lo sé —manifestó con un deje de misterio y tristeza—. Pero es bueno que uno sepa que alguien cree en él. Y tú, por alguna razón que todavía no puedo precisar, eres la persona más feliz de esta casa. Quizá la mejor.
—¿Yo?
Rogelio le guiñó un ojo.
—Algún día lo descubrirás.
Fuensanta apareció calle Tantarantana arriba. Antonio ganó la partida con un golpe sobre la mesa y gritándole a Anselmo su victoria. Carmen apareció en el comedor con voz de sargento al mando.
—¡Úrsula, ven a ayudarme!
Rogelio volvió a acodarse en la ventana y sacó de nuevo el paquete de cigarrillos.
46
Leían en silencio, inclinados sobre la mesa del comedor. Cada cual tenía su libro. La señora Elena no quería que se pasaran todo el rato jugando sin más. Decía que leer engrasaba el cerebro, que era el único aceite capaz de tenerlo siempre a punto y a pleno rendimiento. Así que insistía y les obligaba, al menos, a media hora de lectura que ella misma vigilaba implacable. Ana lo aceptaba sin más. Fernando solía protestar, contando los minutos que le separaban de la libertad. Salvador lo único que quería era ser aceptado, formar parte de ellos, así que si había que leer, leía. Tampoco era una cosa mala. Los libros contaban historias, y si se metía en ellas, las apreciaba. Eran emocionantes.
De vez en cuando Ana levantaba la cabeza y le miraba.
Salvador pasaba las páginas despacio.
La dueña de la casa les interrumpió diez minutos antes de la hora fijada para que acabasen la lectura.
—He de ir a comprar y necesito ayuda —les dijo a sus hijos.
En cualquier otra circunstancia, Ana habría sido la elegida, sin necesidad de preguntar ni ordenar nada. Era una chica y la palabra «comprar» se asociaba a ella. En esta ocasión el que se puso en pie de inmediato fue Fernando.
—Te acompaño yo.
—¿Por qué me parece que es un interés muy condicionado? —Su madre frunció el ceño.
—Bueno, si has de cargar peso…
La señora Elena suspiró.
—Venga, vamos.
Fernando le guiñó un ojo a su amigo por el éxito de su estrategia para dejar de leer. Siguió a su madre, que ya caminaba por el pasillo.
—Regresamos en diez minutos —les advirtió ella.
La puerta se cerró y volvió el silencio.
Apenas duró.
Ana volvía a mirarle, ahora sin disimulo.
—¿No te gusta el libro? —quiso saber Salvador.
—No está mal. ¿Y el tuyo?
—Es muy interesante. Como una película que sólo puedo ver yo. —El comentario le hizo recordar algo de pronto—. El domingo vamos a ir todos al cine. Papá, mamá, mis hermanas y yo. Será como una fiesta. Veremos una del Oeste y una de canciones y bailes y todo eso.
—A mí me gustan las películas de risa y las de amor, aunque nunca haya besos. Los cortan para que no los veamos. Como si fuera algo malo.
—No lo sabía.
—¿Tú has dado ya un beso?
—Claro. Beso a mi madre, y ella a mí, y a veces también lo hacen Fuensanta y Úrsula.
—Eso es distinto. —Ana hablaba con aplomo, una seguridad desconocida hasta ese momento—. Me refiero a un beso-beso, de los de verdad, en la boca.
—No, de ésos no. —Se puso un poco rojo—. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Ah.
—¿Quieres que probemos?
Se quedó sin sangre. Frío. La miró como si estuviera loca o le hubiera propuesto saltar por la ventana. Algo le decía que aquello no estaba bien, que se la jugaba. Y sin embargo…
—¿Ahora?
—Estamos solos. Y casi nunca es así.
—¿Y si nos pillan?
—No lo harán, porque antes oiremos el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Pero si lo hacen yo me las cargaré y a ti no te dejarán volver.
—Entonces…
Ana exhibió una sonrisa maliciosa.
Tampoco la había visto sonreír nunca de esa manera.
Luego se acercó a él, cerró los ojos y le puso los labios en los suyos.
Un beso rápido, fugaz, con los labios apretados.
Salvador apenas si podía respirar.
Aunque no sentía nada.
Nada especial salvo el miedo.
—¿Ya está?
Ana sí estaba roja.
—Bueno, es la primera vez —dijo—. ¿Quieres volver a probar?
Salvador ya no supo qué decir.
En esta ocasión el beso de Ana permaneció en su boca al menos cinco segundos.
47
Fuensanta llevaba apenas cinco minutos esperándola. Benita apareció a la carrera y se situó a su lado de forma que las dos echaron a andar ya sin pausa. Bajo la atenta mirada de los hombres que las admiraban a su paso, la madre de Rogelio parecía tan congestionada como excitada.
—¿Sabes lo del señor Hidalgo?
Fuensanta se envaró al escuchar ese nombre.
—¿El encargado? —Quería estar segura de a quién se refería.
—Sí, claro, es el único que se llama Hidalgo.
—Hoy no ha venido a trabajar.
—¡Por eso mismo te pregunto si lo sabes! —saltó Benita—. ¿No os han dicho nada?
—No, ¿qué pasa?
—Yo lo he oído en la oficina. —Se acercó a ella en plan conspirador, bajando la voz para asegurarse de que nadie acechaba en su entorno—. Por lo visto anoche alguien le dio una paliza.
Fuensanta sintió que se le doblaban las rodillas.
—¿Una… paliza? —apenas si pudo balbucear.
—Sí, tres hombres. Está herido y bastante mal, en el Clínico. Ni siquiera dijeron nada. Se le acercaron y ¡zas, zas, zas!, le sacudieron. Desde luego, si hubieran querido matarle lo habrían hecho. Pero no, sólo fue la paliza, para hacerle daño. Tiene no sé cuántos huesos rotos, los dos brazos, las manos… —Se estremeció y se colgó del brazo de la muchacha—. Mira, me consta que más de una se alegrará de ello. Ese hombre… —Se estremeció por segunda vez—. ¿Contigo no habrá intentado nada?
—No —dijo demasiado rápido Fuensanta.
—¿Me lo habrías dicho?
—Claro.
—Pues ahora que lo pienso, es raro, porque con lo guapa que eres y lo mucho que se fijaba ése en las nuevas… —Soltó un largo suspiro—. Tendrá otra. Era un mal bicho.
—¿Por qué dices que era? No está muerto.
—Pero tardará mucho en volver por la fábrica, eso te lo aseguro. Y desde luego no creo que la policía encuentre a esos tres hombres.
No quiso seguir hablando de Pedro Hidalgo.
No con la incertidumbre que, de pronto, acababa de instalarse en su mente.
En lugar de eso se decidió a comunicar su decisión a Benita. A ella la primera, por haberla ayudado a buscarle trabajo en la fábrica.
Después de todo, ya era algo oficial.
—Voy a dejar la Hispano Olivetti. —Consiguió forzar su voz más allá de un susurro cargado de emoción y temor.
Logró impactarla.
Benita se detuvo en seco.
—¿Cómo dices?
—Me han ofrecido un trabajo muy bueno, en una perfumería nueva, y he dicho que sí.
—¿Estás loca? —La mujer la sujetó por los brazos—. ¿Cómo que has dicho que sí? ¿Vas a renunciar a un trabajo como éste, en una fábrica como la Hispano Olivetti, para ser dependienta en una perfumería?
—Voy a probar.
—Pero te pagarán más… no sé…
—De momento no.
—¡Fuensanta, yo di la cara por ti!
—Ya lo sé. —Era la parte peor, aunque no esperaba que ella se pusiera de esa forma—. Perdona, Benita, es que… Trabajaré más cerca de casa, y trataré con gente, con personas… No estaré en una cadena ni…
—Muy señorita estás tú —le recriminó ella—. Por Dios… —Su cara denotaba lo irreal que se le antojaba aquello—. ¿Se lo has dicho a tus padres?
—No, primero quería decírtelo a ti.
—Espero que ellos te convenzan de que estás loca.
—Ya he dado mi palabra. No puedo cambiarla. Ni quiero.
Benita continuó mirándola de hito en hito. Los segundos fueron aldabas golpeando en su razón. Por la cabeza de Fuensanta desfilaron varias cosas. Entre ellas Pedro Hidalgo. Y su paliza.
Tres hombres.
—Por favor, no te enfades —le suplicó.
—Desde luego…
—Sabes que te agradeceré siempre ese trabajo.
—Una perfumería.
—Sí.
Un hombre pasó por su lado. Las abarcó a las dos con ojos de depredador. Primero a la joven. Después a la mayor. Se quedó con esta última.
—Sirena, me gustaría ver si aún tienes sal pegada al cuerpo…
Benita se volvió hacia él.
Al hombre le cambió la cara de golpe, sólo con verla.
—Y a mí me gustaría cortarte la lengua y lo que te cuelga de entre las piernas, so cerdo, asqueroso, baboso de mierda, que para tonterías estoy yo.
El hombre se alejó a paso rápido.
—Andando —ordenó Benita sujetando a Fuensanta por el brazo.
48
Lavaba los platos, ajena a todo, envuelta en sus pensamientos, así que la voz de la señora Dalmau, surgiendo lo mismo que una guadaña a su espalda, casi le hizo soltar el vaso que sostenía en las manos.
—Carmen, haz el favor de venir.
Lo atrapó antes de que resbalara definitivamente de entre sus dedos.
Siguió a la dueña de la casa, que caminaba erguida, estirada, confiriendo a su imagen un destello todavía mayor de prepotencia y dominio. Se secó las manos en el delantal. Entre un «Carmen, ven» y un «Carmen, haz el favor de venir» mediaba un abismo. Lo primero era una orden. Aquí te pillo, aquí te mato. Lo segundo un vaticinio de tormenta. Iba a reñirla por algo, con o sin razón, eso era lo de menos. Al comienzo salía a bronca diaria. Ahora las broncas se promediaban por horas. La última, no mucho antes, había sido de órdago.
Y sin razón.
Carmen se preguntó de dónde sacaba tantas fuerzas para resistir aquel desigual combate.
La señora Dalmau no se detuvo hasta llegar a la sala. Su dominio. Su reino. Era el lugar preferido para increparla, decirle lo inútil que era, lo mal que lo hacía todo. Se volvió hacia ella, unió sus dos manos por delante, a la altura del pecho, la miró fría y fijamente, sin la menor simpatía, respeto o consideración, y se lo soltó.
—Vas a irte de esta casa.
Le costó entenderlo.
Las palabras tuvieron que penetrar una a una, despacio, en su cabeza.
—¿Cómo… dice?
—Ya me has oído. Quítate el uniforme, recoge tus cosas y vete. Se acabó, ya no puedo más. No resistiría un solo día más contigo atacándome los nervios. Fuera.
—Señora Dalmau, ¿se ha vuelto loca?
La última palabra la atravesó.
Toda ella tuvo una convulsión.
—¿Qué has dicho? —Pareció masticar cada palabra, colocarla en la punta de sus labios y escupírsela.
—Usted no tiene derecho a hablarme así —exhaló Carmen resistiéndose a doblegar su dignidad.
—¿Que no tengo derecho? —repitió para dar mayor virulencia a su enfado—. ¿Que no tengo derecho dices? —Sus ojos desprendieron chispas—. No sólo eres una desgraciada que no trabaja bien, sucia y estúpida. Encima eres una malcarada. Por Dios… ¡Habrase visto!
—Oiga, señora Dalmau. —Mantuvo su débil resistencia—. Puede decir de mí muchas cosas, pero que yo sea sucia o estúpida… ¿Y por qué me insulta? ¿Desgraciada? ¿Me llama desgraciada a mí? ¿Me lo llama usted, que desde el primer día la tomó conmigo? No me eche encima su resentimiento, ¿estamos?
—¿Resentimiento yo? —pareció reírse de la ocurrencia.
—Soy una emigrante, sí, y usted una señora, pero eso no le da derecho a faltarme al respeto.
—¿De qué respeto hablas? —La voz se convirtió en grito—. ¡El respeto se gana, no se nace con él, desgraciada, desgraciada, desgraciada! ¡Si estuviera aquí mi hijo, te aseguro que además de echarte te pondría en tu lugar! ¡Y tienes suerte de que sólo sea una vieja! ¡Vete, vete de una vez! ¡Vete, vete, vete! ¡No quiero verte ni un minuto más en esta casa, Dios bendito!
Carmen ya no pudo más.
Se dio media vuelta para no saltar sobre ella y agredirla.
Quería hacerlo.
No sabía si llorar, gritar, pelear…
Se detuvo en la puerta y la miró por última vez.
—Mucha misa diaria, pero es usted mala, señora. Mala de verdad. Mucho.
Cerró la puerta con violencia y un minuto después le decía adiós a la casa.
Su infierno.
49
Y pese a todo, el domingo era una fiesta.
Y el cine…
El cine.
Raramente estaban todos juntos. Raramente disfrutaban de algo como una familia. Raramente olvidaban, soñaban, compartían una evasión.
Y ése era el domingo, justo ése.
Quizá un momento que nunca olvidarían, que un día recordarían como algo diferente y especial.
Allí, en silencio, bajo el sofocante calor, mientras en la oscuridad de la abigarrada sala los actores de la película se amaban, reían, bailaban y vendían la ilusión de un mundo perfecto, un mundo en el que todo tenía sentido y acababa con un final feliz, Antonio, Carmen, Fuensanta, Úrsula y Salvador asistían al milagro de su conversión. Si Barcelona era un destino, el cine era la puerta a la magia. Una entrada daba derecho a abrir los ojos y creer.
Creer en la vida.
Porque allí todo era posible.
Salvador, con la respiración entrecortada, masticando con esfuerzo unos caramelos Darling que se le pegaban a los dientes, veía al chico y a la chica, enamorados, con ojos de ensueño, mientras recordaba los besos de Ana con una extraña sensación en el estómago. Quizá la mirada de su amiga fuese como la de los actores de la película. Quizá. Pero ¿y la suya? ¿Por qué no había sentido nada, mientras que Ana parecía haber tocado el cielo con las manos?
¿La vida real no era una película?
Fuensanta, feliz por su nuevo trabajo, se acababa de enamorar del protagonista. No había visto a un hombre más guapo en su vida. Y era bueno, amable, generoso, honrado, capaz de proteger a su amada, capaz de mentir para salvarla, capaz de todo, incluso de renunciar a ella, porque la amaba más que a nada en el mundo. La amaba como no creía que ningún ser humano pudiera amar a nadie en la realidad.
La magia del cine.
Porque si la vida real fuese una película todo sería mucho más sencillo.
Úrsula, además de no respirar, ni se atrevía a cerrar los ojos. Ni un parpadeo. Quería ver hasta el último plano, sobre todo de aquellos en que, sin venir a cuento, el chico y la chica se ponían a cantar y bailar. No era su arte, no era flamenco, no era canción española o copla o… Pero daba igual. Cuando ella se movía, parecía un ángel. Cuando él danzaba, una pluma. Y los dos se entrelazaban igual que suspiros en el aire, cantando unas canciones que no entendía, en una lengua aún más complicada que el catalán, aunque en el fondo eso era lo de menos: bastaba con verles a ellos.
Quería estar en la pantalla.
Cantar y bailar, siempre, siempre, siempre.
La vida tenía que ser algo más que servir en casa de los padres de Jorge, estaba segura, creía firmemente en ello. Y Rogelio se lo había dicho. Él había sabido ver en su interior.
Antonio miraba las casas de los héroes de la pantalla. Sabía que eran decorados. Lo había visto en alguna parte. Pero eran casas bonitas, tanto daba que fueran de mentira. Casas como nunca haría. Casas como nunca conocerían ellos, condenados a hacinarse en la calle Tantarantana. Casas llenas de luz y bailes y canciones y amores, sobre todo amores. Las películas, hasta las de indios o gángsteres, estaban llenas de amor.
Porque la vida, sin amor, no era nada.
Una completa mierda.
La última, Carmen, era quizá la más alejada de los sentimientos de los demás, porque le costaba concentrarse pese a lo bonita que era la historia, y lo guapos que eran los protagonistas, y lo hermosa que le resultaba la música, y lo bien que bailaban, y tantas y tantas otras cosas que, necesariamente, debían arrancarla de sus pensamientos pero no lo lograban, porque seguía con la señora Dalmau en la cabeza, deseando que se rompiera una cadera, que sufriera, que…
Si las películas eran un sueño donde todo, todo era posible, ¿por qué la vida era una pesadilla, una realidad donde nada, nada prometía un final medianamente feliz?
No faltaba trabajo, pero no quería volver a ninguna casa, ni fregar suelos, ni aguantar a otra mujer loca.
El chico de la película se parecía un poco a Ginés.
Un poco.
Cuando llegase su hijo mayor…
Cuando todos estuvieran juntos…
—Ginés —susurró para sí misma en un suspiro—. Ginés, hijo…