1
Mucho antes de que el tren aminorara la velocidad, al internarse por el dédalo de vías traqueteando sobre sus ruedas, ya tenían las manos y los rostros pegados al cristal de la ventanilla.
—Qué grande parece.
—Fijaos qué casas más altas.
—No se ve el mar.
El cansancio había desaparecido. O sería que los tres eran demasiado jóvenes para sentirlo.
Ella sí estaba rendida.
—Sentaos, venga. A ver si la máquina frena de golpe y os caéis.
No la obedecieron.
Al otro lado del cristal estaba Barcelona. La deseada. El punto final.
El comienzo.
—Mira, mamá…
Salvador era el más expectante, Úrsula la más nerviosa, Fuensanta, como siempre, la más reflexiva, seria, callada, aunque sus ojos gritasen con la voz del alma.
La voz de los silencios.
Carmen se resignó a la alegría de sus hijos y se fijó en las reacciones de sus compañeros de viaje, sentados en los bancos de madera a ambos lados del pasillo. El hombre de la mirada huidiza, con la gorra calada hasta las cejas; la mujer de los ojos enrojecidos y el semblante pálido; el quinto de rostro enjuto, con el uniforme arrugado y cuando menos dos tallas por encima de la suya; la pareja que apenas había hablado, inmóvil, cogidos del brazo prácticamente a lo largo de todo el trayecto pese a la incomodidad…
Por momentos se había sentido incluso culpable debido a la constante cháchara de Úrsula o el inquieto no parar de Salvador.
Claro que ellos eran jóvenes.
Tanta energía…
—¿Aún no llegamos?
Carmen endureció el tono por primera vez.
—¡Queréis sentaros!
—Haced caso a mamá —la ayudó Fuensanta.
La marcha del tren ya era muy suave. Los cruces de las vías, monótonos. La locomotora arrojó un último estertor en forma de nube y después de él pareció quedar exhausta, amparada por la enorme bóveda de la estación.
El largo viaje había llegado a su término.
Como si procedieran del otro lado del mundo.
—Ahora sí, venga, que papá nos estará esperando. —Era la orden de puesta en marcha.
El hombre de la mirada huidiza y la gorra calada hasta las cejas fue el primero en recoger la vieja maleta atada con una cuerda, y enfilar hacia la puerta de salida. La mujer de los ojos enrojecidos y el semblante pálido cargó sin ayuda las dos enormes bolsas formadas por hatos de ropa. La pareja estrechamente unida y temerosa se ocupó de dos maletas y un cesto cubierto por una mantita raída. El quinto de rostro enjuto, en cambio, se acercó a ellos. Había deslizado no pocas miradas en dirección a Fuensanta y Úrsula antes de decantarse por la primera, la mayor, ya muy mujer.
Mucho.
—¿Puedo ayudarlas?
—No, gracias. Somos cuatro. Podemos con todo.
—Como quieran.
Una última mirada. Fuensanta apartó los ojos. Barcos en la noche. Era la más alta, así que se ocupó de bajar las tres maletas y los dos hatillos de la parte de arriba. Para cuando enfilaron el pasillo, el quinto ya no se encontraba a la vista y el vagón se estaba vaciando.
—Cuidado, no les des golpes, no sea que se abran y se desparrame todo por el suelo —le dijo Carmen a su hijo.
—Yo cargo ésta, que es la que más pesa —se ofreció Úrsula.
—Deja, ya la llevo yo. Tú coge la otra y este hatillo —decidió Fuensanta.
Llegaron a la plataforma, descendieron los tres escalones y pusieron su primer pie en tierra. La Estación de Francia era inmensa, bulliciosa. Olía a trenes y vida. Olía a máquinas y tiempo.
Allí, en alguna parte, tras los andenes, estaría Antonio.
Cuatro años.
Otra vida perdida.
Carmen elevó la cabeza, como si pudiera verlo de buenas a primeras. Fuensanta se dio cuenta de ello y la imitó. Úrsula y Salvador, en cambio, contemplaban la estación, el alto techo, los contornos de su primera Barcelona, asimilando toda aquella descarga de energía brutal que nunca olvidarían.
Carmen tomó una vez más el mando.
—No os separéis, ¿eh?
Caminaron unos metros, no demasiados.
La pareja de hombres, serios, trajeados, salió de alguna parte.
Ni siquiera se dieron cuenta de nada hasta que uno les cortó el paso y el otro levantó la solapa de su chaqueta para mostrarles el distintivo.
—Papeles.
—¿Cómo dice?
—Papeles.
—Mi marido está…
—Señora, papeles. —El tono fue cortante.
Seco.
—Perdone.
Tuvo que agacharse, desanudar su hatillo, revolver por entre las dos cajas de recuerdos, lo más indispensable, porque el resto se había quedado atrás. Cuando se levantó les entregó toda la documentación que llevaban encima. Incluido el libro de familia.
—¿De dónde vienen?
—De Murcia.
—¿De qué parte?
—De Isla Plana. Bueno, de Mazarrón, aunque yo nací en…
—¿Y los salvoconductos?
—¿Cómo dice?
—¿Está sorda, señora? Los salvoconductos.
—No tengo nada más que eso. —Señaló lo que acababa de entregarle.
—Entonces tienen que acompañarnos. —El hombre le puso la mano en el brazo.
—¿Acompañarles? ¿Adónde?
—Ya lo verá.
La mano se convirtió en una zarpa. El otro hombre le puso la suya a Salvador en el hombro.
—Oiga, venimos a trabajar… —Carmen sintió que un enorme peso lastraba su cuerpo y convertía en inconexas sus palabras—. Mi marido y su primo nos han encontrado trabajo a mis hijas y a mí, porque el niño va a estudiar. Si me dejan ir a buscarle… Él les contará… Tenemos casa. Tenemos donde ir… Por favor…
El hombre tiró de ella. Ya no la escuchaba.
—Tú vigila que no echen a correr —le dijo a su compañero.
—Mamá… —se asustó Salvador.
—¡Andando!
—No pueden hacer esto… ¿Qué es lo que pasa? ¿Adónde nos llevan?
—No sé a qué vienen todos aquí, por Dios, con una mano delante y otra atrás. —El hombre no parecía dirigirse a ella, sino hablar en voz alta—. Como les dé por hacerlo en masa…
—Venimos porque aquí hay trabajo —habló por primera vez Fuensanta—. Allí sólo hay hambre.
El primer hombre se detuvo. No soltó el brazo de Carmen. Se encaró con la muchacha y su rostro grave se convirtió en una máscara seca y endurecida.
—En esta España nadie se muere de hambre, niña.
Fue como si se lo escupiera a la cara, palabra por palabra.
Pero lo peor fueron los ojos.
—Por favor… —gimió por última vez Carmen.
2
Antonio estaba seguro de haberlos visto.
En el andén, casi al final de la abigarrada muchedumbre, caminando en dirección a la salida.
Por fin juntos.
Cerró los ojos un momento, o se pasó una mano por ellos, al borde de su resistencia.
Y de pronto…
Ya no estaban.
Pero eran ellos. Tenían que serlo. Carmen llevaba aquel vestido tan bonito y serio, el de la boda de la hija de la señora Honoria, el que se había hecho deprisa y corriendo, porque era una boda de compromiso, con apenas un retal comprado en el mercadillo, porque la niña ya estaba muy adelantada y se le notaba la barriga. Un vestido de no pocos años, probablemente más ajado de lo que pudiera recordar. Y a su lado Fuensanta, alta y esbelta, convertida ya en toda una mujer. Y luego Úrsula, su chispa. Y Salvador, con sus pantalones cortos, camino de la adolescencia. Ellos. Todos menos Ginés, en la mili.
Ellos.
—Pero ¿qué…? —farfulló sin entender nada.
Salieron las últimas personas, llevando sus maletas, sus capazos, sus hatillos o cajas atadas con cuerdas. Todo servía para cargar. Salieron y se desparramaron por la estación, encontrándose con sus seres queridos o caminando en dirección a la calle.
Era imposible que se hubieran perdido.
—Perdone, ¿ha visto usted a una señora muy guapa, con dos jóvenes y un niño que…?
—No, lo siento.
—Parece que viajaban al final, en uno de los últimos vagones. Es que juraría…
—No la recuerdo.
Se quedó quieto, con una sensación espantosa, un vértigo interior que le desarbolaba. ¿Le habían jugado los ojos una mala pasada? ¿Se trataba de un espejismo? ¿Su ansiedad acababa de confundirle?
Se acercó a un empleado. Un ferroviario que cerraba la marcha de los pasajeros más rezagados.
—Señor, usted perdone. —Estrujó la gorra entre sus grandes y fuertes manos—. ¿Hay alguna otra salida de la estación?
—No, sólo ésta.
—Estoy esperando a mi mujer y a mis hijas… Bueno, dos muchachas y un chico. Venían en este tren, seguro. Y hasta he creído verlos a lo lejos, pero de pronto…
—¿Tenían los papeles en regla?
—Bueno…
—¿Los salvoconductos?
—Venían de Murcia.
—Tanto da de donde vengan. —El tono era cansino, austero—. Sin un salvoconducto, si te paran, no tienes nada que hacer. Así son las cosas. La policía suele detener a muchos nada más poner pie en tierra. Si no están en regla, los deportan.
—¿Cómo que los deportan? —Se quedó súbitamente pálido.
—Pues eso, que los devuelven a su tierra, en tren o en coche, según la cantidad. En cada viaje detienen a unos cuantos. Los paran al azar, si sospechan, y si no tienen los papeles en regla, de vuelta a casa. —El tono cansino se hizo severo—. Si a todo el mundo le diera por irse de un lado a otro a la vez, esto sería un caos, ¿entiende?
—Pero mi familia tiene trabajo aquí, como yo.
—Si les han detenido tendrá que ir a por ellos, y demostrarlo, se lo advierto. —El empleado de Renfe iba a reemprender su camino.
—¿Adónde los llevan?
—Primero a una habitación de aquí mismo, en la estación, para interrogarles. Luego depende, al palacio de las Misiones, cerca del palacete Albéniz, de subida al castillo de Montjuich, o al mismo castillo, o a las cuevas de la Tierra Negra, en la carretera que va a Casa Antúnez.
No ocultó su susto.
—¿Y qué hago yo?
—Ya se lo he dicho: ir a por ellos. Pero no lo intente aquí. No le dejarán. Ellos siguen un sistema, un protocolo… —Frunció el ceño y rectificó—: Un protocolo, eso. Quiero decir que se va paso a paso, primero está la A y luego la B, ¿me explico?
No quiso decirle que no.
Apenas si podía pensar.
Cuatro años solo, trabajando, sin su mujer, sin sus hijos, ni siquiera en Navidad. Cuatro años de espera, hasta que llegase el momento.
Ya.
Y ahora…
Antonio echó a correr hacia la salida de la estación.
3
Como en tantas otras ocasiones, las reacciones eran divergentes, tamizadas por el carácter de cada cual. Carmen era la única que lloraba, víctima de su desmoronamiento anímico, venida abajo de forma radical. Abrazaba a un desconcertado Salvador, casi le estrujaba entre sus brazos. Úrsula permanecía asustada y Fuensanta contenida. En parte porque también notaba las miradas de los hombres, la forma en que asaeteaban su figura, recorriendo sus formas, algo a lo que tampoco era ajena su madre. La habitación, pequeña, con las paredes desgastadas, olía a humedad y sudor. Una habitación por la que cada día debían de pasar muchos como ellos.
Los condenados.
—Señora, ¿quiere dejar de llorar?
—¿Y qué he de hacer? —se lamentó—. No somos delincuentes. Si me dejaran ir a buscar a mi marido, él les explicaría…
—¿Qué, le abrimos la puerta, así, sin más?
—No voy a escaparme y dejar a mis hijos.
—Ni yo voy a contarle la de cosas que hemos visto aquí.
—¿Por qué no nos acompañan? Tengo la dirección anotada, por si acaso.
—Es increíble. —El hombre movió la cabeza de lado a lado—. ¿Usted se cree que vamos a llevarla por ahí como si fuéramos lazarillos? Y encima cuatro personas.
—Las cosas hay que hacerlas bien, ¿sabe? —dijo el segundo de los hombres—. Ustedes se suben a un tren y ¡hala, a verlas venir! Pero esto no funciona así.
—No tienen derecho…
—Mamá, cállate —la conminó Fuensanta.
—Haga caso a su hija. Parece la más centrada —dijo el primer hombre.
—Centrada y guapa —convino el segundo.
—No, no voy a callarme. —Carmen apretó las mandíbulas—. Mi marido es albañil. Llegó aquí hace cuatro años. Trabaja en una buena empresa. Se llama Construcciones Arguindei. ¿Qué más quieren que les diga? Vamos a vivir en la calle de Tantarantana. Sé que está cerca de la estación. No les engaño. ¿Creen que hubiera venido de Murcia con mis hijos sin tener nada?
No hubo respuesta.
Sólo la última espera, breve.
Un tercer hombre entró en la habitación. Llevaba una especie de libro o registro en la mano izquierda y sostenía un cigarrillo con la derecha. Tenía los dedos índice y medio completamente amarillos. Un amarillo casi tan ennegrecido como sus dientes. No era necesario que sonriera para vérselos porque una cicatriz levantaba su labio superior por el lado izquierdo. La marca le llegaba hasta el lóbulo de la oreja. Era como si una mitad de su rostro riera y la otra mitad formara parte de un funeral.
El aparecido dejó el registro sobre la mesa y apuró el cigarrillo de una larga calada. Al soltar el humo, éste formó una densa neblina en mitad del lugar.
Casi se hizo sólida.
Luego arrojó la colilla al suelo y la aplastó con la punta de su zapato.
—Escríbanme aquí sus datos. —Abrió el registro por la página correspondiente—. Y con letra clara.
Carmen miró aquel objeto igual que si fuera el primero que veía en su vida.
—¿Me ha oído, señora? —Y se dirigió a sus dos compañeros para preguntar—: ¿Qué le pasa a ésa?
—Ya sabes. —El primer hombre se encogió de hombros.
—Lo que todos —le secundó el otro.
—¿Sabe escribir?
—Sí —dijo Carmen—. Pero mi Salvador tiene mejor letra.
—Pues que lo escriba Salvador. —Le colocó el libro delante y le tendió una pluma.
Una pluma estilográfica.
El niño miró a su madre.
—Haz lo que te dicen, hijo.
—Yo no sé escribir con eso —musitó temeroso.
—¡Venga, cagüen todos los santos! —estalló el hombre de la cicatriz—. ¡No tengo todo el día! ¡Escribe!
Salvador tomó la pluma.
—¿Y qué pongo?
—¡Nombres, edades, procedencia! ¡Aquí, aquí y aquí! —Su dedo impactó tres veces en la página siguiendo los espacios de la primera línea horizontal libre.
—Yo te lo digo. —Contuvo sus nuevas lágrimas Carmen—. Primero tú mismo, ¿de acuerdo? —Condujo la mano del niño hasta el lugar en el que debía comenzar a escribir—: Salvador Cerón García, once años, de Mazarrón. Sí, ya sé que vas a cumplir doce en unos días, pero ahora tienes once. —Esperó a que completara la primera identificación y continuó—: Úrsula Cerón García, quince años, de Mazarrón. —Otra pausa y la tercera—: Fuensanta Cerón García, dieciocho años, de Mazarrón.
—¿Tienes dieciocho años? —le preguntó el primero de los hombres.
Fuensanta bajó los ojos al suelo.
—Sí señor.
—Pareces mayor.
—Falto yo —rompió el incómodo silencio su madre—. Carmen García Jumilla, treinta y ocho años, Mazarrón.
Salvador escribió la última palabra.
—No era tan difícil. —El hombre de la cicatriz sacó un nuevo cigarrillo de la cajetilla y golpeó la mesa con uno de sus extremos antes de llevárselo a los labios y prenderlo con una cerilla que también arrojó al suelo una vez apagada. No habló hasta darle la primera calada. Entonces lo hizo con contundencia—. Ya podéis llevároslos.
El temor volvió a atenazar el rostro de Carmen.
—¿Adónde quieren llevársenos? Por favor, por favor, por favor…
Se le doblaron las rodillas. Fuensanta la sostuvo mientras Úrsula y Salvador buscaban la forma de abrazarla, formando una piña.
El primer hombre abrió la puerta.
El segundo les empujó, ya sin ningún miramiento.
4
A un lado, el retrato de Franco. Al otro, el del Papa. En el centro, el crucifijo, con un Jesucristo doliente y flaco, lleno de sangre, frente, manos, pecho, costado, rodillas, pies, como si acabasen de pintarlo cinco minutos antes y aún se estuviese secando. Sobre la mesa, completando la escenografía, la representación del yugo y las flechas en forma de pisapapeles.
Daba la impresión de ser muy pesado.
—¿Podría decirme al menos si siguen aquí?
El hombre sentado detrás de la mesa leyó atentamente el primero de los papeles.
—No, no puedo porque no lo sé. —Suspiró pasados media docena de segundos—. ¿Eso es todo?
—¿Qué más quiere que le traiga? —Antonio se sintió desfallecer—. Eso prueba que tenemos un techo, un lugar en el que vivir, y que yo tengo un trabajo, me gano un jornal.
—Se gana un jornal, se gana un jornal… —El hombre chasqueó la lengua—. Que ya no está en el campo, hombre. Aquí lo llamamos salario, sueldo, paga… ¿Cuatro años?
—Sí, desde el 45.
—Ya. —Volvió a deslizar la mirada por los papeles.
La más apasionante de las lecturas.
—Mi hijo mayor está cumpliendo el servicio militar, en Cartagena. Cuando lo termine también se vendrá con nosotros. Fuensanta trabajará en la Hispano Olivetti; ya está todo acordado porque la mujer de mi primo también trabaja allí y le ha conseguido un buen puesto. Úrsula ya tiene casa para servir, y también mi mujer. El niño va a estudiar. Ése sí.
—¿Cómo sé yo que lo de esas casas para servir y lo de la Hispano Olivetti es verdad?
—No iba a mentirle en algo así.
—O sea que su palabra es ley.
—Sí, porque soy una persona honrada, aunque si hace falta voy a ver a esos señores para que lo pongan por escrito. Lo malo es que si se los llevan… El viaje, el dinero… Señor, creía que demostrando que tenemos un techo… porque trabajo no falta.
—Creía, creía. —El hombre resopló como una foca y agitó los extremos de su bigote—. Usted mejor que no crea nada. Para decidir ya estoy yo.
—Sí señor.
La nueva pausa fue menos larga.
—Así que todos para Barcelona —rezongó mirándole a los ojos.
—Sí señor.
—Y al sur, que le den.
Antonio cerró la boca.
—A este paso no va a quedar nadie allí, ¿se da cuenta?
Se estaba jugando el futuro, el de su familia y el suyo. No soportaría estar más tiempo sin ellos. Los necesitaba. Y aquel hombre del bigote, sentado detrás de su pequeña mesa de madera, flanqueado por los dos retratos, bajo el crucifijo y con el yugo y las flechas animando su horizonte, tenía la llave, el absoluto poder de cambiar sus vidas otra vez.
Antonio miró la paternal imagen de Franco.
Casi parecía sonreír.
—Espere aquí. —El hombre se levantó y a los tres pasos desapareció por la puerta de su derecha, dejándolo solo.
Solo con sus fantasmas.
5
Con Salvador dormido en su regazo, Carmen apoyó la cabeza en la pared y miró a sus hijas.
Era la primera vez que salían del pueblo. Lo más lejos que habían llegado era a Cartagena, aunque una vez, una sola vez, viajaron hasta la misma Murcia. El acontecimiento de sus vidas.
Ahora habían cruzado media España de golpe.
Todas aquellas horas, la incertidumbre, la esperanza, para nada.
Antonio debía de estar como loco.
A Úrsula le afloraba el miedo. Su habitual semblante risueño había dado paso a una expresión de fragilidad. Un tallo a punto de quebrarse. Fuensanta, por contra, parecía enfadada, tensa. Sus rasgos se endurecían más y más.
La joven se encontró con los ojos de su madre.
No los rehuyó.
—Para esto hemos venido —suspiró.
—¿Qué querías que hiciéramos?
No hubo respuesta.
—Tu padre está aquí por vosotros —le recordó Carmen—. Se fue en busca de algo mejor, y se ha roto el alma para conseguir que nos reunamos con él. No lo olvides.
—El desarraigo no es bueno.
—No hables así. Si estamos juntos es lo que cuenta. El sol sale para todos, en Mazarrón o aquí.
—Saldrá para todos, pero no calienta igual.
Una mujer, sentada como ellos en el suelo, a unos tres metros, se metió en la conversación.
—La muchacha tiene razón —opinó—. Ya ve. Los catalanes perdieron la guerra, pero vuelven a tener la sartén por el mango. Hay cosas que no cambian.
Carmen no dijo nada.
—¿De dónde es usted? —preguntó Úrsula.
—De Badajoz.
—¿Y cuánto lleva aquí?
—Dos días.
—¿Vino sola? —Abrió los ojos la chica.
—Mi marido murió en la guerra. De mi hijo no sé nada. Pero estuvo en Barcelona al final de todo. Más que venir a trabajar, que venía, quería saber de él. —Esbozó una comedida sonrisa a la que le faltaban dos dientes—. Malditos salvoconductos… y mi mala suerte.
—¿Usted cree que hay buena o mala suerte? —preguntó Fuensanta.
—Sí —contestó categórica la mujer.
—No he conocido a ningún rico con mala suerte ni a ningún pobre con suerte.
—Cuando llegué a la estación había tres hombres. Detrás de mí, a dos pasos, caminaba un señor que había hecho el viaje a mi lado en el tren. Dos de los hombres me pararon y el tercero se dirigió a él. Dos pasos. Ésa fue la diferencia. De haber ido primero, los dos hombres lo habrían interceptado y yo me las habría visto con el otro.
—¿Qué sucedió?
—Que a mí me trajeron aquí y van a deportarme, mientras que el que detuvo a ese hombre le dejó pasar. Le lloró, le juró que estaba enfermo, que se moriría, y el policía de la secreta o lo que fuese le mostró una puerta y le dijo que tenía cinco segundos para echar a correr. Luego volvió la cabeza. A los tres segundos mi compañero de tren había desaparecido, porque aun enfermo y moribundo corrió como un galgo, se lo aseguro. A mí, en cambio, las lágrimas no me sirvieron de nada.
—Porque es una mujer —repuso categórica Fuensanta.
—¿Y qué temían, que me hiciera puta o algo así, a mis años?
—Señora… —se escandalizó Carmen.
—Está dormido. —Señaló a Salvador—. Y de todas formas qué más da.
El postrer tono de amargura de la mujer puso fin a la conversación. Carmen acarició la cabeza de su hijo, preservándolo instintivamente de todo mal. Úrsula se refugió en su hermana mayor, y en el lugar, poblado por dos docenas de personas, la mayoría hombres, renació el silencio.
Los gritos estallaban en la mente de cada cual.
Los de Carmen procedían de sus sueños rotos.
Su madre en el pueblo, tras haberse negado a dejar su casa, ni siquiera para irse con sus nietas y su nieto pequeño, tozuda, inquebrantable, con su salud quebradiza tras tantos años de penalidades.
El límite de la resistencia.
Ella sola y Ginés todavía encadenado con sus obligaciones militares, a falta de un año o más para que se reuniera con ellos.
Si estuvieran ya todos juntos…
Con Ginés siempre era distinto.
Pronto anochecería, y pasar allí la noche formaba la frontera final de su terror.
Una puerta se abrió a lo lejos.
Se escuchó una voz.
—¡Carmen García Jumilla!
La sorpresa la paralizó. Fuensanta fue la que primero reaccionó.
—¡Aquí!
—¿Carmen García y tres hijos? —tronó la voz.
—Sí, ya vamos.
Fue la primera en ponerse en pie, antes incluso de que lo hiciera Úrsula. Carmen despertó a Salvador. Las dos jóvenes agarraron sus pertenencias a cuatro manos. A su madre sólo le quedó un hatillo de ropa. No dejó en ningún momento a su hijo.
—¿Qué pasa?
—No lo sé, mamá, pero date prisa, que a ésos cuanto peor se les pone el genio…
Llegaron a la puerta. Los demás compañeros de infortunio les miraron sin saber si desear su suerte o lamentar su mala suerte. El hombre que les esperaba tenía tan mal talante como el resto. Más que tratar con personas parecían hacerlo con ganado. No hubo el menor miramiento, únicamente la sensación de que estaba trabajando y poco más.
—Vengan, va.
—Señor…
—No hable, camine.
—Por favor, estamos agotadas. ¿Adónde…?
—¡Que se calle, señora!
Fue más que un grito. La empujó pasillo arriba. Carmen trastabilló un par de pasos pero no llegó a caer ni a soltar a Salvador. El niño tuvo una reacción inesperada. Toda su calma se transformó en un repunte de agresividad al ver el trato dado a su madre. Se volvió hacia su agresor con los puños apretados antes de que Fuensanta se diera cuenta.
El hombre se encaró con él.
—¿Y tú qué, mocoso? ¿Quieres algo? —El tono se hizo áspero—. Hijo de rojo tenías que ser. —El hombre escupió al suelo—. Porque Cartagena fue la última en caer, ¿no?, maricones comunistas…
Fuensanta se puso delante de su hermano.
—No es más que un niño.
—Que un día será hombre, así que más le valdrá saber ya de qué va la vida o acabará en la cárcel.
Otro hombre apareció al final del pasillo. Su silueta se recortó en el claroscuro de la puerta que le enmarcaba.
—¿Vienen ésos o qué? —preguntó.
—¡Ya va, coño! —le respondió el que les conducía.
Carmen arrastró a Salvador. Úrsula la siguió y Fuensanta cerró la marcha. Por detrás se escuchó el rezongar de su carcelero, acompañado por un segundo escupitajo.
Llegaron a la puerta.
Una estancia iluminada.
Y allí, en el centro, él.
Esperando.
Toda la tensión, el miedo, la emoción, se desbordó en ese instante.
—¡Antonio!
—¡Papá!
—¡Carmen, Salvador, Úrsula, Fuensanta…!
Por un momento incluso llegaron a creer que estaban solos y el mundo era perfecto.
6
La calle era estrecha y corta, pero era su calle, su nuevo horizonte. La casa era vieja y estaba sucia, pero era su casa, su nuevo mundo. La escalera era pequeña, no tenía luz, olía a guisos pegados en sus paredes a lo largo de los años, y por ella subieron por sus gastados peldaños hasta el tercer piso. El camino había sido largo y tocaba a su fin. Ya era muy tarde aunque la noche destilaba placidez y la portería todavía no había sido cerrada. Úrsula y Salvador, con los ojos y los sentidos muy abiertos, mantenían viva la alucinación del trayecto por aquellas calles empedradas, llenas de vida, carros, automóviles, tranvías, gentes. Carmen iba colgada del brazo de su marido, con cierto orgullo por haber recuperado su dignidad de mujer casada. Antonio pasaba un brazo por encima de los hombros de Salvador. Fuensanta era la más callada.
En el pueblo había pocos hombres.
Allí parecía haber demasiados.
La puerta del piso se abrió antes de que llamaran o Antonio utilizara la gruesa llave que ya sostenía en su mano. La luz del recibidor enmarcó a Benita y Anselmo.
Casi diez años sin verlos, porque ellos habían llegado a Barcelona al poco de acabar la guerra, con la primera oleada de emigrantes dispuestos a trabajar para reconstruir la ciudad y poner de nuevo en pie la economía catalana.
Comenzaron los abrazos, los besos, los comentarios…
—¿Qué os ha pasado? ¡Vaya susto!
—Si es que son…
—¡Benita, estás más joven y guapa que cuando os fuisteis!
—¡Úrsula, Fuensanta, pero si sois dos mujeres!
—¡Anselmo, gracias por todo!
—¡Salvador, válgame el cielo, qué mayor que estás!
Dejaron las maletas y los hatillos, conocieron la casa. Era grande, oscura, un mundo formado por rectángulos uniformes, puertas y pasillos. Una habitación para Carmen y Antonio, otra para Fuensanta y Úrsula, otra para Salvador y Ginés cuando se uniera a ellos al término de su servicio militar. Quedaban dos más, la de Benita y Anselmo y la de su único hijo, Rogelio, de veintitrés años, que no estaba en la ciudad por trabajar de albañil en una obra de la Costa Brava. Todo compartido. Todo dispuesto para comenzar de nuevo.
Salvador se asomaba a las ventanas.
—Pero no se ve el mar.
—¡Ay, calla, pesado, tú y el mar! —protestó Úrsula.
—Yo pensaba que en Barcelona se veía el mar desde todas partes.
—¿Con casas tan altas y tanta gente?
—Pues sí.
—Como si en Mazarrón lo tuviéramos a las puertas de casa.
—Casi.
Parecía el único desilusionado, el único impresionado por la apariencia de cárcel lúgubre de aquellas paredes vacías. Únicamente en el comedor se notaba la esencia de un hogar, con un aparador, seis sillas iguales, muy viejas, y otras dos de distinta procedencia, quizá abandonadas y recuperadas para la vida, la habitual Santa Cena presidiendo la pared principal y algunas fotos familiares, de Benita y Anselmo, sus padres posando frente al fotógrafo, un calendario con el mes y el año, un paragüero viejo…
Y la joya de la casa: una enorme radio.
—Va muy bien; se oyen hasta emisoras moras y todo eso —dijo Benita.
—¿Para qué quieres oír hablar en moro?
—Ah, no, eso no, pero es para que veas que es muy buena, y costó muy poco. La pagamos entre todos, los realquilados que teníamos antes incluidos.
—¿Adónde han ido?
—El piso lo alquilamos nosotros al propietario, así que cuando os vinisteis tuvieron que marcharse. Eran dos matrimonios jóvenes. Han encontrado otra casa. Espacio no falta en Barcelona. Ni eso ni trabajo, ¿verdad, Anselmo?
—Verdad, Benita.
—¿Puedo oírla? —preguntó Úrsula.
Benita movió un dial. El aparato se iluminó.
La música llenó el comedor.
—¡Qué bien se oye!
—Si no se va la luz, porque siempre hay restricciones, anima mucho, sobre todo de noche. Y hay muchas emisoras. —Accionó otro dial para demostrarlo.
—¡Mamá, ven!
El grito de Salvador era más que una llamada. Fueron en tropel a la cocina.
Por un grifo abierto manaba un chorrito de agua.
—¡No hay pozo! —exclamó el niño—. ¡Abres aquí y sale el agua que quieras!
7
De pronto, el silencio era como el del pueblo.
Igual pero también distinto.
Como si hubieran muchas clases de silencios.
Bajo la sábana, con olores nuevos a los que acostumbrarse y una compañía que creía casi olvidada, Carmen sintió las manos de Antonio buscando la carne de su cuerpo.
Manos grandes, de yemas rugosas.
Por el pecho, el vientre, a la caza de su sexo.
—Antonio…
No hubo respuesta. La boca de su marido se apoderó de la suya. No eran unos labios, era eso mismo: una boca. Como si fuera a devorarla. Una boca candente y una lengua que la penetró buscando la humedad de su saliva.
Cuatro años.
Quiso hablar y no pudo.
Tuvo miedo y se lo tragó.
Y con el primer estremecimiento, Antonio interpretó el deseo.
Se le puso encima, con la erección por bandera.
La abrió de piernas.
Boca, lengua, manos, sexo, todo en una espiral de agitado nerviosismo.
—Espera a que se duerman…
Otra vez la boca y la lengua de su marido hicieron retroceder sus palabras.
Más que amor, era desesperación, posesión.
Cuando lo tuvo dentro gimió.
—Despacio…
—No puedo…
—Me duele…
—Pasará.
—Por favor, despacio…
La respuesta fue el empujón de Antonio, como si quisiera atravesarla, hundirle el estilete de su ansiedad. Al primer jadeo siguió otro mayor. Una mano le aplastó el pecho, le pellizcó el pezón. La otra tiró de su pelo.
—He pensado tantas noches en esto. —Jadeó con el calor de su aliento ardiéndole en la cara—. Creía que me volvería loco.
—Cálmate.
—No puedo.
—Deja que me moje.
No salió de su interior, continuó empujando, empujando, empujando. Por un instante, el dolor casi llegó a ser placer. Por un instante. Luego, en la mente de Carmen aparecieron los fantasmas.
Siempre ellos.
Abrió los ojos y se encontró con la oscuridad.
—Muévete…
—Me aplastas.
—Muévete…
Era lo más rápido. Si se movía todo acabaría antes. Le quería. Era su marido. Y sin embargo la vida apretaba. Y mucho. No sólo se trataba de aquellos cuatro años. Existía un pasado. Siempre.
Allí, en medio.
—Así…
Volvió a cerrar los ojos y se abrazó a Antonio al retroceder hasta el 36.
—¡Así…!
—Dámelo… —le susurró al oído.
—Oh… Carmen… Dios…
La descarga fue cerrada, una explosión sorda, un terremoto interior que ella percibió tan sólo a través de la tensión de Antonio. Notó sus manos crispadas, el movimiento de la cabeza, alzada hacia lo alto, la penetración final mientras eyaculaba cuatro años de soledad y esperas. No gritó. Jamás gritaba. En el pueblo por los niños. Allí por ellos y por Benita y Anselmo. Nadie gritaba en la España de la posguerra, ni siquiera por el placer del sexo, gratis y caro a la vez.
No lloró hasta que él se venció sobre ella.
Y aun así, se mordió las lágrimas, intentó que no lo notara.
Casi lo consiguió.
—¿Qué te pasa? —farfulló Antonio.
—Nada.
—Uno no llora por nada.
—Es que después de tanto tiempo…
—Eso no se olvida, mujer.
—Perdona. —Le abrazó con fuerza.
—No seas tonta.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Te has quedado a gusto?
—Mucho.
—Bien. —Acarició su cabeza mientras un nuevo acceso de dolor la abrasaba por dentro.
—Venga, estás nerviosa. Vamos a dormir. —Antonio la descabalgó.
Quedó boca arriba, tal cual, sobre la sábana.
Y ella se dio la vuelta del otro lado, mordiéndose el puño de su mano cerrada para tratar de dominar toda aquella emoción.
Pasaron unos segundos.
—Menudo susto, ¿eh? —suspiró él.
—Ya pasó.
—Todo irá bien, ya lo verás. —La voz iba menguando con rapidez—. Esto es diferente, pero ahora estamos juntos, y cuando venga Ginés… Todo irá bien, sí. Muy bien.
Se durmió en algún momento, un minuto o dos después de sus últimas palabras.
Carmen ya no pudo.
8
Benita les había dicho:
—¡No podéis ir así! ¡Parecéis unas pueblerinas, por Dios! ¡Esto es Barcelona!
—¿Y cómo quieres que vayamos? —se alarmó Carmen.
—¡Pues como mujeres de ciudad, con falda, y desde luego más corta, no hasta los pies, de tubo, zapatos con tacón, un bolso…!
—¿Para qué queremos un bolso?
—¡Para llevar cosas! ¡Aquí las mujeres llevan cosas en los bolsos! ¡Un espejito para arreglarse, el pintalabios los días de fiesta, la polvera, un pañuelo…!
—¿No lo llevan en la manga? —se asombró Úrsula.
—¡Ay, Señor, Señor! —Benita había elevado las manos al cielo—. ¡La de trabajo que voy a tener con vosotras!
Así que ahora iban «de compras».
—Lo que no encontremos en el mercado de San Antonio, lo buscaremos en la parroquia, que encima es gratis. Usado pero… con un remiendo aquí y otro allá.
—¿En la parroquia dan ropa?
—Están unas señoras, las Señoritas del Ropero. Ellas buscan cosas en las casas de los ricos y las llevan a la iglesia. No puedes ir todos los días a pedir, y sobre todo cuando hay gente más necesitada, pero algo es algo. Cuando vayamos sí que tenéis que parecer de pueblo. Cuanto peor parezcáis, mejor. Yo me vestí mucho gracias a ellas cuando llegué.
—¡Mirad eso!
Úrsula pegó la cara a un escaparate.
Contemplaron una espectacular lámpara de lágrimas, con un cuerpo central y seis más pequeños, con sus correspondientes brazos, envolviéndolo. Debía de haber más de doscientas cuentas, colgando como racimos de cristal, con los lados biselados. La luz rebotaba en ellas diseminando haces de colores irreales, rojos, verdes, azules, amarillos…
—Algún día tendremos una así, ¿verdad?
—¡Huy, sí! —Benita la arrancó de su sueño—. Y candelabros de plata, y colchas y edredones, y una vajilla completa, y hasta cocinaremos sin carbón y sin teas.
—¡No te burles! —se enfadó Úrsula.
—Tú pareces tocar más de pies en el suelo. —Benita se dirigió a Fuensanta.
La muchacha se encogió de hombros.
—Hablas poco, y aquí eso no es bueno.
—¿Por qué?
—Si quieres pescar novio…
—¿Y quién dice que quiero pescar novio?
—Mujer…
—Si yo ya se lo digo, que tiene dieciocho años y está en edad de merecer —intervino su madre.
Fuensanta la taladró con los ojos.
—Tranquila, hay mucho murciano. —Benita reemprendió la marcha guiándolas—. Creo que todos están aquí. Bueno, hay de todas partes, pero mejor murciano malo conocido que extremeño bueno por conocer. —Se rió de su perversidad—. Fijaos en ésta.
Las ropas colgaban de los percheros. Faldas, chaquetillas, camisas con puntillas, abrigos, y sobre la mesa ropa interior de todos los tamaños: bragas, sujetadores, medias. Benita se puso a revolverlo todo.
—A ver qué te iría bien a ti… —Le probó por encima una falda a Úrsula.
—¿Esto? —se alarmó la chica.
—¡Tú cállate y déjame a mí!
—¿Y cómo me subo al tranvía, me arremango hasta los muslos?
—Mucho quejarte ahora pero luego…
—¡Mamá!
Carmen no dijo nada. Ya no se atrevía. Le bastaba con mirar a su alrededor. Hasta las mujeres más sencillas, las que no llevaban un pañuelo en la cabeza, iban perfectamente peinadas, con rizos, permanentes o moldeados. Y lo peor eran los zapatos. Hasta los más sencillos tenían unos tacones con los que difícilmente caminaría sin caerse.
Ser de ciudad era peligroso.
—Vamos a seguir mirando; no es cosa de comprar lo primero que se ve. Y hay que preguntar precios. A la que ven que te vas, bajan. Si se regatea bien…
Por los alrededores del mercado había otra clase de vendedores.
—¿Ves a esa embarazada? Pues no lo está. —Benita disfrutaba asombrándolas—. Debajo lo que lleva es mercancía. Se le llama estraperlo. Lo que no hay en la calle lo venden en el mercado negro, bajo mano. Más caro, naturalmente, pero si puedes pagarlo… Lo que no se da en la cartilla de racionamiento lo tienes así. Mirad a ésa.
Una mujer llevaba un vaso. Un hombre medía una cucharada de aceite. El aceite acabó en el fondo del vaso, ella pagó y se fue con su preciada mercancía.
—Aceite de verdad. —Benita suspiró—. Y también hay pan del bueno, del que tiene sabor y no se pone como una piedra a la hora, y carne, y… ¿Seguro que no os trajisteis más dinero?
—Vendimos lo que pudimos.
—Ya, ya.
—Cuando trabajemos todas… Con tres jornales más habrá suficiente, ¿no?
—Nunca es suficiente para vivir un poco bien.
Caminaron unos pasos en silencio, deteniéndose en los puestos del mercado. A fin de cuentas era la primera toma de contacto pese a la urgencia de su cambio. Comenzaban a trabajar ya mismo. Habían ido a pie, sumergiéndose en el vértigo urbano. Barcelona era enorme.
Y no pasaban desapercibidas.
Dos mujeres adultas y hermosas, muy mujeres y muy hermosas. Y dos jóvenes en su punto de esplendor, una seria, otra risueña. Los primeros requiebros las hicieron enrojecer. Los últimos los tomaron como hábito. La gente se miraba a los ojos al hablar. Lo peor era cuando lo hacían en catalán.
—Qué raro es, ¿no?
—Te acostumbras. —Benita se encogió de hombros.
Úrsula se detuvo de nuevo frente a un cartel que anunciaba un precio.
«30.»
—¿Eso sólo vale treinta céntimos?
—¡Treinta pesetas! —La mujer del primo de su padre soltó una carcajada.
—¿Treinta… pesetas?
Hasta Fuensanta se dejó llevar.
—Te pareces a mi Rogelio —le dijo Benita—. Serio. Pero trabajador. Lástima que sea tan mayor para ti.
La muchacha se puso roja.
—Sólo tiene veintitrés años, mujer —intervino Carmen—. ¿Qué son cinco años?
—¡Queréis dejarme en paz! —protestó Fuensanta con un deje de irritación.
Su hermana acudió en su ayuda.
—Benita, ¿por qué sólo has tenido un hijo?
—¡Úrsula! —la riñó su madre.
—Mira, niña, para traer más muertos de hambre a este mundo…
—¿Y cómo…? —insistió la chica.
—¡Úrsula! —volvió a gritar Carmen.
Benita no le hizo caso.
—Utilizo el método de la aspirina.
Las tres se quedaron expectantes.
—Me pongo una aspirina entre las rodillas. Y mientras no se caiga… ¡te aseguro que no te quedas preñada!
La carcajada fue unánime.
Sus risas se esparcieron por el mercado.
Muchos las miraron, aunque ellas ni se dieron cuenta.
Alguien se reía y era feliz.
9
Pese al fresco, Antonio y Anselmo fumaban en camiseta, asomados a la ventana, contemplando arriba y abajo el bullicio animado de la calle Tantarantana. No eran los únicos. El atardecer poblaba el firmamento de un tono azulado tan intenso como plácido. Cuando el primero acabó su pitillo, lo proyectó hacia delante impulsándolo con el dedo medio mientras lo sujetaba con el índice y el pulgar. La colilla salió disparada, rebotó en la pared del otro lado chisporroteando y cayó a la acera, casi sobre una mujer que al verla levantó la cabeza con aire de enfado.
—¡Grosero!
—Lo siento, perdone —dijo Antonio sin mucho énfasis, porque apenas si alzó la voz para que le oyera.
La mujer se alejó calle arriba, arrebatada, con genio.
—Coño —suspiró él.
Salvador apareció a su espalda y se incrustó entre los dos. Anselmo le revolvió el pelo.
—¿Estás contento?
—Sí.
—¿Aunque no veas el mar?
—Bueno. —El chico hizo un mohín contemporizador.
—Ha tenido que dejar a todos los amigos del pueblo, y eso no es fácil, ¿verdad, hijo? —comentó su padre.
—Pero quería estar contigo también.
—Eso sí.
—Todos dejamos algo cuando nos vamos a otra parte. —Anselmo hizo un gesto de resignación—. Benita y yo, con Rogelio… También nos pasó. —Miró a su primo y agregó—: ¿Tus hijas tenían novio? Nunca lo hemos hablado.
—No, no.
—Pues mira que son guapas las condenadas. Diferentes, cada cual con lo suyo, pero guapas. Úrsula es un bicho, y Fuensanta muy mujer. Y la Carmen también está fenomenal, oye.
—Mira quién fue a hablar. Que a Benita se la comen con los ojos cuando sale a la calle.
—Pues ya serán dos. Habrá que andar con ojo. —Anselmo chasqueó la lengua—. Éste, en cambio… —Le revolvió de nuevo el pelo—. No se parece en nada a ellas, ni a ti ni a su madre. Ha salido bien distinto.
—Quizá fuera el momento —consideró Antonio.
—¿Por qué?
—Nació el 14 de abril del 37, ¿no te acuerdas? Cumple la semana que viene.
—El día de la República, sí señor. —Hizo un rápido cálculo mental—. Y a los nueve meses del comienzo de la guerra, vaya por Dios.
—José se nos murió casi al mismo tiempo.
—Una pena.
—Sí, una pena. Con dos añitos…
—Maldita guerra.
Los hermanó el recuerdo y se unieron en un breve silencio que rompió Salvador.
—Hoy he ido en esa cosa que va por debajo del suelo.
—Lo llaman suburbano, hombre —le recordó Anselmo.
—Pues he tenido un poco de miedo. ¿Cómo es que no se cae el techo?
—Porque los que hacen las obras saben de esas cosas —le respondió su padre—. ¿Acaso no hacemos Anselmo y yo casas? Pues es lo mismo.
—Pero las casas van para arriba, y eso es como un gusano que se mueve bajo tierra.
—Tienes mucho que aprender, Salvador, y será mejor que lo hagas cuanto antes, que Barcelona es mucha ciudad. Si te ven despistado, o ignorante, o muy de pueblo, lo pasarás mal. Fíjate en todo, habla lo justo, pregunta lo que quieras y estudia. Ésa es la clave. Tu padre y yo ya no salimos de paletas; tus hermanas seguro que se casarán bien si no son tontas y saben elegir, pero tú vas a tener la oportunidad de ser alguien, así que no la desaproveches. Intégrate cuanto antes y todo irá bien.
—¿Y cómo me integro?
—Aprende el catalán, que esta gente es muy suya, y hazte del Barcelona.
—¿Por qué?
—Porque el fútbol es libertad, de lo poco que tenemos los pobres para disfrutar o hermanarnos con los ricos, y porque es el equipo que representa a la ciudad y, en parte, a la catalanidad. Incluso a su cultura. Aquí se perdió la guerra pero se ganan otras batallas. Este año va a conseguir la Liga otra vez, la próxima semana, ya lo verás.
—No le hagas caso —dijo Antonio—. Yo soy del Español.
—¿Cómo va a ser representante de la catalanidad un equipo que se llama Real Club Deportivo Español? ¡Real y Español! —Anselmo movió la cabeza de lado a lado—. Ése va a ser el fallo de muchos emigrantes, que se harán del Español para ir a la contra, sólo por eso, como si les pesara tener que estar aquí. Pero aquí comen, aquí van a vivir, y aquí van a nacer sus hijos, así que no se trata de renunciar a nada, sino de adaptarse. El fútbol es el pan de los hambrientos, que te lo digo yo que llevo más tiempo en Barcelona que este zoquete de padre que tienes.
Salvador miró a su progenitor.
—¿Qué hago, papá?
—Eso es cosa tuya. Si quieres ser culé en lugar de periquito…
—¿Culé?
Los dos hombres soltaron una carcajada.
—Venga, vamos a darle a éste lecciones de catalanidad porque si no… —Anselmo le revolvió el pelo por tercera vez.
10
La carta a Ginés era todo un ritual. Las respuestas del joven decían poco: hablaban del servicio, de Cartagena, de cómo estaban las cosas, de lo que hacía… Pero las cartas dirigidas a él eran casi un diario familiar. Carmen exigía que estuvieran todos presentes, y más ahora que eso incluía a Antonio, para decirle cada cual algo al hijo mayor. Las escribía Salvador, por aquello de la letra clara y los estudios, aunque en el pueblo la escuela y la clase fueran todavía de lo más precario.
—Dile que llegamos bien, que fue un viaje muy largo, y cansado, pero que por fin estamos juntos, esperándole.
—¿Y lo de que nos detuvieron?
—No, eso no, que igual se preocupa.
—Nunca he visto a Ginés preocupado —dejó ir Fuensanta.
—Pero está solo, lejos, y a lo peor le da por pensar en cosas malas.
Úrsula apoyó a su hermana.
—Mamá, que Ginés siempre ha ido a la suya. ¿Qué cosas malas quieres que piense?
—Bueno, ya basta, ¿no? —Carmen hizo un gesto de dolor—. A veces no parecéis hermanos.
—Dijiste que ya no se peleaban tanto —le recordó Antonio a su mujer.
—Depende… —Se concentró de nuevo en la carta—. Va, escribe, que se hace tarde.
—Ya está, ya le he dicho que llegamos bien y le he contado cosas del viaje y del tren. ¿Qué más pongo?
—Que ya vamos a trabajar, nosotras tres, y que tú irás a una escuela muy buena que está cerca de casa.
Salvador se aplicó en la redacción de la carta, manejando el lápiz con cierta soltura, despacio, con la lengua fuera de la boca y el máximo de concentración. La letra era clara y grande.
—Benita y Anselmo le mandan recuerdos.
—Re… cuer… dos de par… te de Ben… i… ta y An… sel… mo —lo repitió Salvador a medida que lo escribía.
—Y de Rogelio, aunque no esté aquí. —Carmen miró a su marido—. Dile tú algo al niño, hombre.
—¿Qué quieres que le diga?
—¡No sé, tú sabrás! ¡Eres su padre!
—Pues que cuando venga trabajaremos juntos y todo eso. No sé.
—¡Ay, mira que eres corto a veces!, ¿eh? —Vio que Salvador terminaba la última parte y atacó de nuevo con una batería de consejos maternos—: Dile que no se meta en líos, por favor. Calladito y haciendo caso a los superiores, que para eso están y saben más. Si le encierran en el calabozo y le alargan el servicio, no va a terminar nunca. El hijo de la señora Maru estuvo seis meses más, y en África, que no le rebanaron el cuello los moros de milagro.
—Que no comprometa a ninguna chica.
—¡Fuensanta! —se alarmó Carmen.
—Mamá, hasta tú sabes cómo es. ¿No quieres que cada cual ponga algo de su parte? Pues ésta es la mía. Que luego no diga que tal y que cual.
—Vaya concepto tienes de tu hermano.
—Pregúntale a la Dora, o a la Bernarda.
—¿Ésas? Pues vaya ejemplos me pones tú, que iban a por él descaradas y sólo les faltaba subirse las faldas y bajarse las bragas.
—¿Crees que no lo hicieron?
Carmen le tapó las orejas a Salvador y fulminó a su hija con una mirada cargada de desesperada furia. El niño fingió que la cosa no iba con él.
—¿Tú te crees que con la de marineros que hay en Cartagena, y de toda España, habrá muchachas para alguno? —calculó Úrsula.
—Si hay una, sólo una, se la llevará Ginés. —No se calló Fuensanta.
—Caray —intervino Benita—. ¿Tan guapo es el mozo?
—Ya lo verás.
—¿Acabamos la carta en paz o qué? —se desesperó Carmen.
11
Vestían falda ceñida como las señoritas, llevaban un bolso y se habían puesto tacones.
Pero tenían que sujetarse la una a la otra porque con los adoquines del suelo tropezaban cada tres pasos, y sostener el bolso llevando el brazo como en cabestrillo no las ayudaba en nada.
—Fuensanta, que nos matamos…
—Será cuestión de práctica, digo.
No lo manifestó con el más convincente de los tonos.
—Pero si es que no se puede, con estas faldas… Fíjate cómo nos miran las piernas.
—Nos miraban igual el primer día.
—Pues sí que tienen hambre éstos. ¡Ay!
Fuensanta la sujetó con energía. El bolso casi le salió despedido por el aire. No era nuevo: tenía un cierre roto y un remiendo por la parte interior. Lo llevaba todavía vacío pero le pesaba. Su mayor preocupación, sin embargo, era la estabilidad y el hecho de no saber cómo demonios iba a subir al tranvía.
—Hemos de acostumbrarnos, Úrsula. El lunes empezamos a trabajar, no lo olvides.
—¿Qué quieres que le haga? ¿Tú viste cómo estaba de alto el estribo del tranvía? Se nos van a ver las bragas, que te lo digo, y al primero que me roce o me pellizque… yo lo mato, ¿eh? Lo mato.
Su hermana mayor no dijo nada.
—¿En qué piensas? —la interpeló Úrsula.
—En que yo me siento guapa.
—¡Huy, mírala a ésa, y yo! Pero eso no quiere decir nada si me caigo y me rompo una pierna o voy y me siento desnuda.
Dieron otra decena de pasos. Ahora sin caerse. Todo un milagro. La parada del tranvía quedaba ya cerca. Un nutrido grupo de personas aguardaba la llegada del transporte.
—¿De verdad te sientes guapa?
—Sí.
—Pero… ¿guapa, guapa?
—Diferente.
—Más mujer, ¿no?
—Es posible.
—Si nos vieran ahora en el pueblo…
—Hay que vivir aquí para entender eso. Allá es otro mundo. Te das cuenta con sólo que lleves en Barcelona un par o tres de días.
Se detuvieron en la parada. Algunos de los hombres dirigieron sus ojos hacia ellas. Unos de manera directa, otros velada, con mayor o menor intención. Ellas lo resistieron centrando su atención en algún lugar indeterminado situado al frente. No hubo piropos. Eso quedaba para la calle, andando, o cuando pasaban por los aledaños de alguna obra. Entonces los albañiles se volcaban en los andamios y les llovían flores de todo tipo y de muy distinto calibre. Quizá fuera su cabello negro, a modo de bandera, quizá su talle, la generosidad de sus formas redondas, el volumen de su pecho. Muchos quizá y una sola realidad.
No pasaban inadvertidas.
—¿Qué opinas de Benita? —preguntó de pronto Úrsula.
—¿Por qué lo dices?
—Porque es rara, ¿no?
—Un poco. Aunque bueno… de pronto llegan cuatro extraños, y tres de ellos mujeres, cuando hasta ese momento era la única dueña de la casa.
—A mí me recuerda a la señora Begoña.
—Vaya por Dios.
—Creo que es de las que por delante dicen una cosa y luego por detrás… Ya me entiendes. Seguro que le da a la lengua y a esto. —Se tocó la frente con el dedo índice de la mano libre—. Y es mucha mujer para ese pobre Anselmo, ¿no te parece?
—¡Serás chismosa!
—Yo es lo que veo. Hay matrimonios que no encajan ni pa’ Dios. A ésa la coge uno con dinero y ganas…
—¡Quieres callarte!
—¡Huy, cómo te pones!
—Hemos de vivir juntos, no lo olvides. Mejor es que todos estemos a gusto y en paz.
—Para ti es fácil; siempre estás tranquila y te adaptas a todo.
—Ya, y tú eres de las que no se callan.
—Es que…
—Mira, ya viene el tranvía, prepárate —la cortó Fuensanta.
Úrsula se olvidó de todo.
Salvo de echarse a temblar preguntándose de una vez por todas cómo demonios iba a subir a la plataforma, rodeada de gente, con la falda tan apretada y el bolso y los tacones…
12
El suspiro de Benita, largo, prolongado, alertó a su marido.
—¿Qué te pasa?
Ella fingió indiferencia.
—Nada.
—Tú nunca suspiras sin más —le recordó él.
—Cosas mías.
—De acuerdo, cosas tuyas. —Continuó poniéndose el pijama con su habitual parsimonia, abrochándose botón a botón, con la mirada vacía que tantas veces le abstraía del mundo real.
Transcurrieron cinco segundos.
—Son un poco pueblerinos, ¿no crees?
Anselmo se volvió despacio hacia ella.
—Vienen de un pueblo, Benita. Lo mismo que nosotros hace unos años. ¿Qué quieres?
—Tú y yo éramos distintos.
—Eso es porque ahora lo ves así, pero no es cierto.
—No sé si hemos hecho bien en quedarnos a vivir todos juntos.
—¿Te has vuelto loca? —La preocupación nubló por primera vez el rostro del hombre—. Antonio es mi primo, y ellos su familia. Mejor la familia que unos realquilados.
—Con los realquilados sabes a qué atenerte. Además, los escoges tú. La familia te viene impuesta, no puedes cambiarla. Y no olvides que ellos son cinco, seis cuando venga Ginés, y nosotros sólo tres.
—¿Has tenido algún problema con Carmen o con las niñas?
—No, no.
—Entonces…
—Yo sólo te he dicho que son muy pueblerinos.
—Eso ya es suficiente.
—No veo por qué. No es más que un comentario.
—¿De qué tienes miedo?
—¿Miedo yo? —Los ojos de Benita se dilataron—. ¿De qué o por qué iba a tener miedo yo?
—Carmen es una mujer atractiva, y sus hijas más.
—¿Así que te las has mirado bien?
—¿Lo ves? —Su marido hizo un gesto de dolor—. Ella es la mujer de mi primo, y las niñas… eso, dos niñas. ¿Sabes en qué pienso yo?
—¿En qué?
—En Rogelio, cuando vuelva. Si le gustase Fuensanta…
—¡Pero si son hijos de primos!
—Anda que no se han casado incluso primos en el pueblo, y en tu misma familia, en Totana, Águilas…
—No veo por qué has de emparentarlos.
—Mira, se me ocurrió. Úrsula también es muy aparente, y más simpática. En dos o tres años…
—Esa niña tiene la cabeza a pájaros. Además, el que tiene que sentarla primero es Rogelio, porque a veces…
—Tú déjale, mujer.
—Eso, así de fácil. Se lo has consentido todo y parece… qué sé yo. Es más callado que tú, que ya es decir.
—¿Para qué voy a hablar yo si ya lo haces tú por los dos? —Anselmo sonrió mientras intentaba atraparla.
Ella se apartó de su lado.
—Mira que no estoy de humor —le advirtió.
—¿Y cuándo lo estás? —Mantuvo su débil sonrisa apenas iluminada por un destello de amor y ternura.
—Anda, cállate y apaga la luz.
Anselmo la acarició con la mirada, por encima y por debajo de la combinación que enmarcaba la pujanza de sus senos, los oscuros rosetones coronados por los pezones casi taladrando la tela, la mancha negra del sexo desparramada en el centro de su geografía como un triángulo cerrado y lejano.
Tanto deseo.
Tanta distancia.
Obedeció a su mujer. Bajó la vista, se metió en la cama y apagó la luz de la lamparita aun antes de que ella ocupara su lugar. La cama no era muy grande, pero ella se acurrucó en su lado, sin tocarle, como siempre.
Anselmo todavía habló una vez más.
—Rogelio nos sacará de la miseria, ya verás.
Luego nada.
13
Cuando le tocó el turno, lo primero que hizo fue entregar la cartilla de racionamiento.
La tendera la recogió, le echó un vistazo; hizo lo mismo con ella, sin disimulo.
—Nueva, ¿eh? —fue su primer comentario.
—Sí, sí señora.
—Y recién llegada.
—Hace unos días, sí.
Eso fue todo. Cordial y poco más. La voz sin embargo surgió de su espalda.
—Si es que vienen en manadas…
El silencio fue breve. Carmen volvió la cabeza y se encontró con la mirada y el desafío. La que había hablado era una mujer de unos cincuenta años, rostro grave, piel flácida, ojos hundidos en las bolsas formadas bajo ellos, como lunas dispuestas a desaparecer en su regazo, manos unidas sobre el abdomen, con el capazo colgando del lado derecho. Vestía de negro y gris, una rebeca por encima, la blusa por debajo, y la falda por la que asomaban las puntas de la combinación.
La mujer no se contentó con su primer comentario.
Sus ojos la atravesaron.
—¿Qué pasa, que allá no tienen nada o qué? ¿Tan mal están?
—Ya ve. —Carmen intentaba ser discreta.
—¿Y han de venir aquí todos a quitarnos el pan a nosotros?
Fueron apenas dos, tres segundos a lo sumo, el tiempo que transcurrió entre su intención de callar, bajar la cabeza y efectuar su compra, sin caer en ninguna provocación, y el instante en que sintió el fuego estallando en su pecho hasta disparar todas sus energías para la batalla.
La rebelión pendiente.
—No se lo quitamos, señora. Nos lo comemos y luego se lo dejamos aquí. Distinto, y huele peor, pero eso es todo. Si lo quieren, suyo es.
La parroquiana acusó el golpe.
Miró a su alrededor buscando una complicidad que no encontró, pálida, temblorosa.
—Grosera —dejó ir sin apenas aliento.
Luego dio media vuelta, se salió de su turno y abandonó la tienda arrastrando un vendaval airado tras de sí.
La mujer del mostrador mantuvo la impasibilidad de su rostro.
—¿Qué va a ser? —le preguntó a Carmen cuando ella recobró el equilibrio emocional.
14
Benita se lo había dicho:
—No todo el mundo entra en la Hispano Olivetti. Has tenido mucha suerte. Muchísima. Si yo no hubiera llevado tanto tiempo en la casa… Pero así son las cosas. A veces hace falta mucha mano izquierda para conseguir algo. Fíjate que es lo que llaman una «empresa modelo». ¿Sabes tú lo que es eso? Pues un ejemplo a seguir. Por eso hay quien mataría por trabajar en ella.
Habían cogido el suburbano en la parada del Arco de Triunfo y bajado en la de la plaza de las Glorias. Fuensanta estaba nerviosa. Temblaba. Úrsula y su madre iban a ser criadas. Ella en cambio… La Hispano Olivetti. Y todo gracias a Benita. Quizá la hubiera juzgado mal. Tenía su carácter, como todo el mundo. No parecía de las que se achantase, ni callase por el simple hecho de ser mujer. Se llevarían bien. Era necesario.
El turno en la cadena era de ocho de la mañana a una del mediodía, y de dos a seis de la tarde. La comida, en los grandes comedores de la fábrica, a precios muy módicos. En máquinas, por contra, los turnos eran dobles, mañana y tarde. El suyo sería el de las seis de la mañana a dos de la tarde. Eso le permitiría ayudar en casa. Comenzaría al día siguiente. De momento el primer día era para las pruebas, la firma del contrato y ponerla en antecedentes de lo que tendría que hacer. Una de las pruebas había consistido en coger un lápiz con cada mano y hacer dos dibujos para comprobar su simetría, ya que en el trabajo de las máquinas se utilizaban ambas extremidades. Tendría que montar tornillos, remachar, taladrar, controlar…
La gente parecía amable.
¿O lo era porque la miraban tanto?
—¿Comprende los términos del contrato, señorita? —le preguntó el jefe de personal.
—Sí, sí señor.
—Léalo con cuidado. Cualquier duda, me lo dice.
Era un hombre atento y servicial, elegante: traje, corbata, camisa blanca, zapatos brillantes, marrones y blancos. Llevaba gafas de montura, el cabello pegado a la cabeza, un bigotito delgado que formaba un sesgo oscuro en mitad de su rostro pálido. No sonreía. Todo muy profesional.
—Una joven despierta como parece usted, seguro que aquí encontrará muchas oportunidades de aprender y ascender. Somos una gran familia, créame. No sabe la suerte que ha tenido. Lea, lea.
Suerte.
Comenzó a leer su contrato.
La fecha, el nombre, los datos…
«Reunidos de una parte D. Francisco Sucarana Camps, jefe de personal de la empresa Hispano Olivetti, S.A., dedicada a la fabricación de máquinas de escribir, con domicilio social en Barcelona, avenida de José Antonio n.º 860 a 872, con carnet sindical número […] El productor, Fuensanta Cerón García, prestará sus servicios en la empresa contratante con la profesión de peón adscrito a fábrica, percibiendo por ello un salario diario de 11,20 pesetas […] La jornada ordinaria de trabajo será la legal de ocho horas, establecida para esta especialidad, ajustándose a las partes contratantes para el trabajo extraordinario y retribución, así como para el régimen de descansos y recuperación de fiestas, a lo que para el ramo se halle específicamente dispuesto […] Tanto la retribución ordinaria como la que por su trabajo extraordinario pudiera corresponderle serán satisfechas al productor por semanas vencidas […] La duración de este contrato se fija por un plazo de tres meses prorrogables […] Este contrato es interino y será sustituido por el reglamentario una vez legalizado por el Sindicato […] Además del salario indicado en lugar oportuno, percibirá un plus de carestía de la vida reglamentado en 2,80 pesetas diarias…»
—¿Alguna duda?
—No señor.
—Entonces adelante. —Le tendió una pluma estilográfica.
—¿Cómo…?
—Oh, no hay ningún problema. Usted apoye la punta, con suavidad, y la tinta se desliza por ella dejando el surco impreso en el papel.
Puso su nombre.
Una simple línea, sin rúbricas ni florituras. El del jefe de personal ya estaba escrito, con el sello preceptivo encima.
—Bienvenida a nuestra casa. —Recogió el contrato con una sonrisa.
Fuensanta acabó de sumar las dos cantidades.
Once con veinte y dos con ochenta.
Catorce pesetas diarias.
A la semana…
—Señorita Sanz, ¿quiere acompañar a nuestra nueva empleada y explicarle sus cometidos?
El jefe de personal le tendía su mano.
Fuensanta dejó de sumar. Su cabeza no daba para tanto.
15
La casa era preciosa. Nada que ver con la de la calle Tantarantana. Preciosa de verdad. Muebles hermosos, de madera reluciente y marquetería, cortinas y cortinajes, cuadros de pintores de verdad, no procedentes de calendarios o grabados, butacas tan mullidas que sentarse en una de ellas se le antojó como dormir sobre un colchón de plumas, sillas tapizadas, alfombras, candelabros, columnas de mármol rematadas con motivos florales, aparadores repletos de vasos y platos con adornos dorados, lámparas de cristales…
La del comedor era impresionante.
Y luego estaban las habitaciones, con sus camas, sus cómodas, sus tocadores, sus armarios. Dejó de contarlas. Parecía que allí vivieran al menos cinco familias como la suya, y sólo eran tres personas: el señor, la señora y el niño.
Un niño de más o menos la edad de su hermano Salvador, que no le quitaba el ojo de encima y parecía reírse por debajo de la nariz.
—Ésta es la cocina…
Úrsula volvió a descolgar la mandíbula inferior.
¡La cocina era más grande que su casa del pueblo y que las de sus vecinos juntas!
—Todo lo que no sepas o no entiendas, lo preguntas, sin problema. Nada de manejar un aparato sin conocer su funcionamiento o su función. Naturalmente todo es cuestión de maña, no de fuerza, y de práctica. Entiendo que eres muy joven, casi una niña, pero mira, después de mis últimas experiencias con el servicio, prefiero enseñarte a que vengas ya con malos hábitos de otras casas en las que hayas podido servir. ¿Recuerdas mi nombre?
—María, para servirla.
—Bien. Muy bien. Buena memoria. Él es Jorge y mi marido se llama Enrique.
—Hola —dijo el niño.
—Tanto gusto, señorito.
—Mamá, ¿tiene que llamarme señorito?
—Si no te gusta, no, tesoro. Lo que tú digas.
—Entonces Jorge, y nada de usted.
Su madre le miró por encima de las gafas, pero no puso ningún reparo. Continuó encabezando la expedición por las entrañas del enorme piso. El lavadero, el retrete, el aseo, la galería, los trasteros, la despensa…
—¿Todo eso es comida? —no pudo contenerse.
—Sí.
—Válgame el cielo.
—¿Pasabas mucha hambre en el pueblo?
—No mucha —le dio vergüenza decir la verdad—, aunque… Bueno, lo que sucede es que aquí hay tanto que…
Regresaban a la sala, el lugar más cálido y confortable de la casa, con una vidriera de cristales de colores que la separaba del comedor y otra de la galería, porque la habían ubicado en la parte de atrás a fin de que no les molestase el ruido de la calle. Los balcones de la parte delantera también eran enormes, más grandes que la habitación que compartía con Fuensanta.
—¿Cómo prefieres que te llamen, Ursu, Lina, Ursulina…?
—Úrsula. Todos me han llamado así siempre.
La señora parpadeó un par de veces.
—Oh —dijo—. Bien, si lo prefieres…
Jorge seguía mirándola fijamente.
—Ahora lo primero que has de hacer es aprender el catalán —proclamó como si tal cosa la dueña de la casa—. Cuanto antes lo sepas, mejor. Así que yo voy a hablarte en catalán, y tú te esforzarás en comprenderlo. Un día me lo agradecerás.
—¿Cómo dice?
—Estás en Cataluña, ¿no? Pueden prohibirlo todo lo que quieran, que aquí, en casa, se habla el catalán.
—Pero señora, yo… Bueno, que no entiendo…
—Ah. —La mujer levantó las dos manos, como si la apuntaran con una pistola—. Verás como no es difícil. Otra cosa es la pronunciación, o el acento, pero entenderlo… En unos días lo tienes cogido. Así que para empezar… Algo sencillo, vinga, posa la taula.
Y tras decirlo salió de la sala complacida y feliz.
Úrsula se quedó mirando su estela con el corazón en un puño.
—No te preocupes, yo te ayudaré —le susurró Jorge.
—Pero usted no siempre estará aquí, señorito.
—Si me llamas de usted o señorito te dejo sola.
—No, no, espere… digo, perdón, espera. —Lo retuvo sujetándolo por un brazo—. ¿Qué ha dicho?
—Que pongas la mesa.
Úrsula miró la enorme mesa del comedor, al otro lado de la vidriera y bajo la araña de cristal. Debía de pesar cien kilos. Las patas eran gruesas, estaban muy trabajadas. Y el cristal de encima era…
—¿Que la ponga… dónde? ¿Cómo voy a…?
Jorge contuvo una carcajada ante su tribulación.
—Poner la mesa es parar la mesa: colocarle el mantel, las servilletas, los cubiertos, los vasos, los platos… Todo lo tienes ahí, en el aparador. Tú ve abriendo cajones.
La voz de su madre le llegó desde el pasillo.
—Jordi, que t’estic escoltant…
—No li dic res, mama, només que obri l’aparador i ho vagi trobant tot.
Úrsula empezó a sentir dolor de estómago.
—Me va a despedir en dos días —lamentó.
—No seas tonta —le reprochó el niño mientras abría un cajón y empezaba a sacar utensilios de su interior—. ¿Ves? El tenedor es laforquilla, el cuchillo es elganivet, la cuchara es lacullera, el vaso es elgot, el plato elplat y la servilleta eltovalló. La mayoría se parecen mucho.
—Jordi!
—Vaig, mama!
Le guiñó un ojo y echó a correr pasillo arriba.
Un aliado.
Un aliado inesperado aunque de apenas doce años que la miraba de una forma insistente, nada prometedora.
Úrsula suspiró.
Y no se sintió abatida, completamente desgraciada, hasta unos diez minutos después, cuando al escurrírsele por entre los dedos rompió accidentalmente el primer vaso de su nueva vida. Ogot, como lo llamaban ellos.
16
El Colegio Academia Álvarez estaba situado en la calle Princesa, muy cerca de su casa. Los chicos y las chicas acudían a clases separadas y a él lo habían destinado a la de los más pequeños. Iba a cumplir doce años y compartía aula con los de diez y once, para compensar su atraso. Si no bastaba el hecho de sentirse extraño en un mundo nuevo y desconocido, ahora aquello, ser el mayor pero también el más ignorante entre un enjambre de chicos burlones. Encima pasada más de la mitad de curso. Y aunque se hablara castellano, en un colegio catalán.
¿Cómo iba a ponerse al día?
—Oye, di algo.
—¿Qué queréis que diga?
Hubo un coro general de carcajadas.
—¿Lo veis? —se jactó el de la pregunta—. Habla raro.
Salvador recordó las palabras de su madre:
«Ten paciencia, no te pelees, haz caso de tus maestros, trata de hacer amigos, entiende que serás la novedad y eso siempre despierta todo tipo de recelos o burlas en los demás. Eso no durará más allá de unos días. Si eres listo, y lo eres, lo conseguirás. Aprende y calla».
—Yo no hablo raro —proclamó paciente.
—¡Anda que no! —El burlón mantuvo su provocación—. ¿Eso qué es?
—Murciano.
Otra carcajada general.
—¿Marciano?
—No, murciano, de Murcia. ¿Los de aquí estáis sordos o qué?
Todos miraron con expectación al que llevaba la voz cantante.
—Algunos sí. Nos quedamos sordos de tanto oír rebuznar a los que vienen.
—¿Ah, sí, Martín?
Se volvieron todos y se hizo el silencio. Sólo lo rompió uno, susurrando:
—El falangista…
Salvador se fijó en él. No era ni más alto ni más fuerte, ni vestía mejor o parecía más listo. En clase estaba sentado en uno de los bancos delanteros, de eso sí se había dado cuenta. Pero nada más. Llevaba el cabello casi al cero, tenía los ojos pequeños y la nariz formaba una prominencia ostensible entre ellos y sobre la boca, de labios fijos y distendidos. El tal Martín no quiso rendirse.
—¿Qué pasa, hombre?
—Yo soy andaluz, ¿recuerdas? ¿También hablo raro?
—Y éste es gallego. —Martín apuntó a otro niño—. Pues claro que habláis raro. Si yo fuera a otra parte el raro sería yo.
—Tú eres raro en cualquier parte —le atacó el recién llegado.
No hubo ningún conato de pelea. Sólo las miradas y el silencio. El susurro de aquella voz flotaba entre ellos.
El falangista.
—¿Nos echamos una partida? —propuso de pronto Martín para zanjar el tema.
—Luego. —El defensor de Salvador pasó por su lado y se alejó dejando tras de sí un halo de inquietudes.
No tenían patio. No había recreo. El Colegio Academia Álvarez era pura docencia. Salvador se quedó mirando la figura de aquel chico.
Un amigo.
—Este Morales, cada día más pelma —dejó ir alguno de ellos.
17
La señora se llamaba Socorro Estebaranz, viuda de Dalmau, así que tenía que llamarla señora Dalmau. Era lo primero que le había dicho nada más entrar por la puerta, después de mirarla de arriba abajo y hacer una visible primera mueca de desagrado e insatisfacción, sin el menor disimulo. Cuando le dijo su nombre, con el apellido de Antonio, la mueca se mantuvo.
—¿Cerón? ¿Qué apellido es ése?
—No lo sé, señora. Típico de allí.
—Te llamaré Carmen.
—Bien, señora.
—Señora Dalmau.
—Bien, señora Dalmau.
Le enseñó la casa. Era oscura, casi tenebrosa, y olía a cerrado, a viejo, salvo en los armarios, que al abrirlos desprendían un fuerte olor a naftalina, tan agresivo que golpeaba la pituitaria hasta el extremo de dar ganas de estornudar y producía escozor en los ojos. No había mucho espacio por el que moverse. Muebles, mesas, mesitas, aparadores, armarios, librerías acristaladas, cornucopias, columnas, cortinas, alfombras, cuadros, objetos de adorno por todas partes… y lo peor es que todo, todo, parecía bueno. Tanto que con sólo romper una de aquellas cosas, la que fuera, lo más probable es que no pudiera pagarla ni con el sueldo de varios meses.
La angustia creció por momentos.
Y mientras, la señora Dalmau hablaba.
Disparaba todas sus obligaciones.
—Saldrás los jueves y los domingos por la tarde. Preferiría que durmieras aquí, pero si llegas a las seis de la mañana, antes de que yo me levante, para tenerme preparado el desayuno y la ropa antes de ir a misa, y te vas después de que yo me acueste, a las nueve y media de la noche, no me importará tanto. Lo que necesito es paz y sosiego, calma, no alterarme y contar con ayuda. Mis nervios siempre están alterados, ¿comprendes?
—Sí, señora Dalmau.
—No, no creo que entiendas, pero da lo mismo. Pareces fuerte. Muy mujer. De ti depende. La puntualidad es esencial en mi vida. La puntualidad y los pequeños detalles. Cada día te marcaré tus deberes y obligaciones, lo que has de hacer. Trabajo no falta. Hay mucho que limpiar. El trato de la ropa, por ejemplo, es esencial. Los lavaderos están arriba, en el terrado. Los lunes las criadas vais a lavar y dejáis la ropa en lejía hasta el martes. Ese día aclaráis y tendéis. El miércoles recogéis y plancháis. Las criadas son todas unas chismosas, y se pasan el rato hablando mal de sus dueñas o haciendo confidencias. Como me entere yo de que cuentas algo de mí, te echo. Así que mejor no les das pie ni confianzas. Que no te pongan ningún mote. Lo odio. A una la llaman La Ojitos, a otra La Gorda, a otra La Nena Chica… ¡Por Dios! Tú dedícate a lo tuyo y todo irá bien. Ah, y pobre de ti si rompes algo. A ver tus manos.
Se las mostró.
La señora Dalmau no se las tomó. Sólo las examinó, acercándose los impertinentes a los ojos. Lo hizo a conciencia, por ambos lados.
—Sí, son manos fuertes, aunque no delicadas. Y tampoco demasiado pueblerinas. ¿Trabajabas en el campo?
—No, señora Dalmau.
—¿Ah, no?
—No teníamos tierras, y cuidaba de mi madre, mis hijos… Con lo que mandaba mi marido desde Barcelona nos apañábamos, además de lo que conseguían mi Ginés y Fuensanta.
—¿Tu madre también ha venido?
—No, ella prefirió quedarse en el pueblo.
—Una mujer inteligente. Mejor morir en casa que fuera. ¿Y tú la has dejado?
—He de estar con mi marido.
No hubo respuesta, sólo un ligero aumento de la gravedad en aquella mirada seca, directa, cargada de intenciones. Lo peor sin embargo era el tono de voz, un flagelo. Le iba bien con su aspecto, enlutado de arriba abajo, ropa de antes de la guerra, falda hasta los pies, puntillas y encajes en cuello y mangas, botones inmaculados. Su único adorno era un camafeo situado a la altura de su corazón. Un camafeo con una virgen de nácar. La solitaria nota blanca de su avinagrada imagen. Más que delgada era un sarmiento. Llevaba el cabello recogido en un moño que estiraba sus facciones.
—¿Puedes quedarte ya hoy?
—Sí, señora Dalmau.
—Hay un par de uniformes en la cocina. Mira si alguno te sienta bien, que creo que sí. Ahora quiero que entiendas algo.
—Usted dirá.
—De ti sólo espero trabajo y lealtad, nada más. Cumple con tus cometidos y nos llevaremos bien. No robes nada…
—Señora… —la interrumpió antes de que ella levantara una mano cortando a su vez la protesta.
—Si quieres algo, unas sobras de la comida, lo que sea, pídelo. Ten en cuenta siempre que hago esto por caridad. Que no tenga que arrepentirme. ¿Qué edad tienes?
—Treinta y ocho.
—Antes has hablado de hijos.
—Tengo cuatro. Se me murió uno cuando tenía dos añitos.
No hubo ningún signo de piedad o una muestra de amabilidad. Nada que denotara empatía o un mínimo de afecto. Sólo la misma distancia revestida de desprecio cuando suspiró exhalando un brusco:
—Si es que parís como conejas, por Dios.
18
En la obra, descargando con rapidez el camión de machihembrados, el ambiente era festivo. Por lo menos por parte de la mitad de los obreros.
Todos los del Fútbol Club Barcelona.
—¡Mira que nos lo pusisteis difícil!, ¿eh, periquitos?
—¿Qué queríais, que os regaláramos la Liga?
—¡Pero si no os iba nada! ¡Vosotros, con tal de fastidiar…!
—¡Las cosas hay que sudarlas!
—¡Periquito, periquito, pi-pi-piii!
Antonio hizo ademán de tirarles un machihembrado. Algunos se apartaron, por si iba en serio. Siguió con lo suyo mientras los forofos del Barcelona seguían disfrutando su momento, la segunda Liga consecutiva, y ganada nada menos que en el último partido al rival de la ciudad, el Español.
Quizá sí que tuviera que cambiar de equipo. Resultaba que los que venían de fuera eran más fanáticos que los propios catalanes. Salvador también acabaría llevándole la contraria.
—Y con lo feliz que estabas tú ahora, ¿verdad, Antonio? —Su compañero Blas le dio unas palmadas en la espalda.
—¿Yo?
—¡Coño, con tu mujer ya en casa! —El hombre hizo un gesto obsceno—. Ya no pasas las noches fuera ni tienes que andar tocándotela cada vez que pasa una de ésas con las pechugas por bandera por la calle.
—No seas burro, anda.
—¡Pero follas!, ¿no?
—Blas…
—¿No le veis a éste cara de follar? —gritó su compañero dirigiéndose al resto.
Hubo varias risotadas. Del fútbol, de los avatares del dos a uno frente al Español y la consecución del Campeonato Nacional de Liga, se pasó a lo otro.
Lo otro.
—¡Tienes que presentarnos a tu parienta! ¡Alguien nos ha dicho que es un pedazo de mujer! ¡Y con lo feo que eres tú…!
—¿Ya puedes cumplir con ella?
—Mira que después de cuatro años a uno se le afloja todo.
Eran buenas gentes. De aquí y de allá. Murcianos, extremeños, andaluces… incluso había un árabe, de Melilla. Compartían el mismo espacio, los mismos problemas, el mismo salario, las mismas duras condiciones de vida, los mismos rigores de la obra.
La voz del encargado se hizo oír.
—¡Queréis callaros y trabajar más! ¡Quiero este camión descargado en diez minutos! ¿No veis que está a punto de llegar el de tochanas y luego nos vendrán dos de arena? ¡Venga, vamos, y cerrad la puta boca!
Antonio se aplicó en lo suyo.
Siempre había sido callado. Poco dado a alharacas. Y sí, era feliz. Feliz por tener a casi todos con él. Cuando llegase Ginés…
Acabaron de descargar el camión. Los machihembrados ya se apilaban a un lado. El camión se fue y dejó el aparcamiento enfangado listo para la llegada del siguiente. Ya era primavera, un 18 de abril espléndido, pero en la obra la humedad se hacía sentir.
Movió las manos.
Cada vez más, sobre todo en los fríos días de invierno, las sentía agarrotadas.
—Antonio, ven un momento —lo llamó el encargado.
Fue tras él. Apenas unos metros. Temió algún tipo de bronca. Cuando se detuvieron comprendió que no era así. La cara del jefe de obras era de preocupación.
—Van a trasladarte a la nueva obra que empieza la constructora dentro de una o dos semanas en Hospitalet.
—¿Por qué?
—Todos vais y venís, tampoco hay que darle más vueltas.
—Pero yo estoy bien aquí, con los compañeros.
—Ya lo sé, y eres de los mejores. Supongo que por eso te quieren allí, para arrancar a buen ritmo.
—Es más lejos, y también representa dormir menos, y gastar más en el transporte. Tranvía y metro, ¿no?
—¿Qué quieres que le haga? Yo no mando, Antonio.
—Sabe que mi mujer y mis hijos han llegado hace poco, y a ella, que ha empezado también a trabajar hoy, apenas si la veo. Con esto será peor. ¿No puede decirles algo?
—Ya lo he hecho.
—¿Y…?
—Nada, lo siento. De todas formas ya sabes que se necesita mano de obra en todas partes, y que trabajo no falta. Puedes buscarte otra empresa constructora que tenga alguna obra más cerca de tu casa, aunque tarde o temprano, cuando se termine… Esto es una lotería.
—No quiero perder la antigüedad.
—Entonces ya sabes.
Sí, ya sabía.
Obedecer y callar.
Como cualquier obrero.
El encargado cortó lo que aún pudiera dar de sí su diálogo.
—Mira, ya está aquí el camión de tochanas.
19
Fuensanta rompió el silencio entre las tres mujeres.
—Benita, ¿por qué os vinisteis a Barcelona y no os fuisteis por ejemplo a Madrid? A fin de cuentas es la capital de España, ¿no?
—No sé cómo será ahora, pero cuando lo hablamos Anselmo y yo lo tuvimos claro. ¿Crees que no preguntamos antes? Madrid era un pueblo. Barcelona, una ciudad. No sólo estaba claro en lo económico, sino también en el trabajo. Mira, fregando suelos en Madrid te pagaban setenta y cinco pesetas y en Barcelona podías llegar casi a las doscientas. Allí te exigían dormir en la casa y aquí aún puedes hablarlo. De uniforme nada; te lo tenías que comprar tú, mientras que aquí te lo dan. Pero lo peor eran las condiciones de trabajo. Hay que fregar de rodillas, de acuerdo, pero en Madrid la mayoría de los suelos son de madera y se friegan con cepillo y lejía. Te matas. En Barcelona los suelos son de cerámica, mosaico… Y si hay madera, está encerada, o es de eso que llaman parquet. Aquí pasas un paño y listos. Luego te pones de pie y lustras con la bayeta mientras caminas. Como puedes ver…
—Yo creo que la mayoría de la gente se viene aquí —intervino Úrsula—. Barcelona es más cosmopolita.
—¡Huy, ésta, qué palabrerío se gasta ya! ¿Qué has dicho que es Barcelona? —se burló Benita.
—Cosmopolita. Mundana.
—¿Y dónde has oído tú esas cosas?
—En la casa donde trabajo.
—Sólo siendo listos se sale de pobre —reflexionó Fuensanta. Y apoyó a su hermana—: Y aprender es lo que te hace listo.
Por la radio sonó una canción española. Úrsula se levantó como impelida por un resorte y se puso a bailar y a cantar. Fueron pasos improvisados, pero llenos de brío y energía, sintiendo tanto el ritmo como la pasión que, de pronto, pareció desbordarla. Levantó las manos y empezó a tocar las palmas al mismo tiempo que daba vueltas sobre sí misma y repicaba con los zapatos sobre el suelo. Incluso su expresión cambió, arrebatada por el sentimiento de la letra que interpretaba al mismo tiempo que la cantante de la radio.
—¡Ea! —la jaleó Fuensanta.
Benita también le hizo palmas.
Fueron uno o dos minutos de alegría y distensión, un paréntesis exultante de vitalidad, hasta que apareció Carmen, ya vestida para ir a casa de su señora. Domingo o no, tenía que hacerle la cena y acostarla.
—¿Qué es todo este alboroto? —Vio cómo su hija acababa de dar vueltas con expresión perpleja—. ¡Úrsula!
La chica se detuvo por fin.
—Mamá, ¿qué pasa?
—¡Que abajo hay vecinos y si das tantos golpes subirán a quejarse! ¿Te crees que esto es el pueblo o qué?
—Pues he de practicar, ¿no? Algún día seré artista.
—¿Otra vez con eso? ¡Anda, anda, cállate ya!
—Pues lo hace bien —dijo Benita.
—Eso, tú aliéntala, como su hermana, que en esto son tal para cual. Mira, lo peor que puede tener un pobre son sueños.
—Mamá, te equivocas, lo único que puede tener un pobre son sueños —repuso Fuensanta muy seria.
—¿Y cuándo va a tener ésta tiempo de ser artista, eh?
Úrsula contuvo las lágrimas.
—No lo sé, mamá —fue lo único que acertó a decir.
Por la radio, la canción tocó a su fin. Sonaron las señales horarias de Radio Nacional de España y Carmen reaccionó de nuevo.
—He de irme. No quiero ni pensar en llegar tarde.
La oyeron caminar por el pasillo, abrir la puerta, salir, cerrarla. Esperaron un poco, a que llegara a la calle.
—Anda, busca otra emisora, a ver si ponen más música —le pidió Úrsula a Benita.
20
Al salir de la escuela, y después de darle uno a uno la mano al señor Álvarez en la puerta, bajaron la escalera juntos. Codo con codo. Era la primera vez que le tenía cerca, así que lo aprovechó.
—Gracias por ayudarme el otro día.
El niño volvió la cabeza hacia él.
—De nada.
—Es que como llegué hace poco y no tengo amigos…
—Martín es bastante idiota. Yo también pasé por esto la primera vez.
—¿De dónde eres?
—De Granada. Me llamo Fernando Morales.
—Yo soy de Mazarrón, en Murcia. Me llamo Salvador Cerón.
Una primera sonrisa les unió y les hermanó.
—¿Qué te parece esto? —Llegaron al vestíbulo en orden y sin hacer ruido.
—Me estoy adaptando —dijo Salvador inseguro.
—Cuesta, ¿verdad?
—Sí. —Suspiró.
—Los alemanes, al levantarse, dicen —Fernando se puso a imitar al señor Álvarez repitiendo su expresión favorita—: «Hoy-hede-hacer-algo-más-que-ayer-¡y-mejor!».
Soltaron sendas carcajadas. La segunda parte la había pronunciado en un tono muy marcado, tajante y silábico, imitando además un cierto y presunto acento alemán. Para cuando llegaron a la calle todavía seguían riendo.
—¿Vives cerca? —preguntó Salvador.
—Sí, en esta misma calle, casi en la Rambla, ¿y tú?
—En Tantarantana.
—He de esperar a mi hermana Ana. ¿Quieres conocerla?
—Bueno.
—Podríamos jugar algún día, si te dejan.
—Bien.
—En mi casa hay un patio. Es estupendo. Te gustará, seguro. ¿Tú vives en un piso?
—Sí, con mi familia y unos primos de mi padre. Somos muchos. —Se encogió de hombros.
Una niña apareció como surgida de la nada a su lado. Salvador la miró, y ella hizo lo mismo con él. Era de su misma estatura, proporcionada, con unas primeras formas de mujer surgiendo de su cuerpo, un leve pecho, el cabello inmaculado, ojos muy grandes, labios rosados, la tez suave. Se parecía a Fernando pero en guapo.
—Ésta es Ana —la presentó el chico.
—Hola. —Ella le tendió la mano.
Salvador se la estrechó.
Era muy suave.
Y fue incapaz de decir nada más.
21
El hombre, bata, sonrisa animosa, aspecto amigable, se detuvo a su lado después de verla trabajar durante casi un minuto, como si estuviera encandilado con ella. Fuensanta ni le miró, pero sabía que estaba allí. Continuó concentrada en su trabajo, para no perder el tren ni despistarse ni cometer un error. Casi sintió su aliento, el calor de su cuerpo pegado al suyo. Más que nerviosa acabó experimentando un mucho de inquietud.
—Trabajas bien —escuchó de pronto su voz.
—Gracias.
No volvió la cabeza, continuó con los cinco sentidos puestos en lo que estaba haciendo.
—No es fácil encontrar a una nueva que muestre tanta aplicación y ponga el máximo esfuerzo.
No era Pedro, el encargado, pero casi lo parecía por su aplomo y seguridad en el habla. Ya no le contestó. Sus ojos buscaron a la compañera que estaba situada frente a ella. Se llamaba Manuela y era una buena chica, catalana, de un pueblecito del interior, Vich. Cuando los encontró se tropezó con su seriedad y algo más: un destello de expectación revestido de cautela.
—Sigue así —le dijo el hombre.
—Sí señor.
—Me llamo José María. —La voz se hizo más suave, sólo para sus oídos.
No supo cuándo se había ido, si de inmediato o al cabo de unos segundos. Comprendió que estaba sola cuando Manuela soltó una bocanada de aire.
—Ten cuidado —la previno.
—¿Por qué? ¿Quién era ése? ¿Otro encargado, como el señor Pedro?
—Es un espía.
—No fastidies. —Apenas si pudo creerla—. ¿Un espía de qué?
—Pues de la empresa. ¿De qué va a ser?
—¿En serio?
—Tú y yo hemos de hablar. —La joven continuó manipulando las piezas que pasaban por sus manos—. ¿Tú te crees que con la cantidad de personal que hay aquí van a dejarnos sin controlar? ¡De qué, moreno! El encargado es el que manda, pero ésos…
—¿Y qué se supone que espía?
—Mira, tú no te has dado cuenta, pero ha estado midiendo el tiempo con el que hacías cada operación. La cosa va así: si eres rápida y trabajas más que las demás, te toman como referencia, a modo de ejemplo, y dicen «fulanita hace esto en tantos segundos, por lo tanto, si ella puede hacerlo, las demás también». Y así nos aprietan. Por eso cada vez que viene uno de ésos aflojamos y bajamos el ritmo.
—¿Yo iba muy rápida?
—Normal. Si no ya te lo hubiera advertido. Pero es que no nos ha dado tiempo. Lo siento. Aquí todos los odiamos. Son unos cerdos. Ganan más a base de fastidiarnos a nosotras. ¿Sabes que hubo uno hace tres meses que no lo soportó y se fue? Le girábamos la cara.
—Los encargados y esos controladores ¿son siempre hombres?
—Sí, hija, sí. ¿Qué quieres? Nosotras, a sufrir y callar, como siempre. También hay chivatos de la policía, y ésos son peores. Se hacen amigos tuyos, te dan coba, y a la que te descuidas, si dices algún inconveniente, ¡zas!, se te cae el pelo. Van todo el día con la oreja tiesa, a ver lo que pillan. Ésta es una gran empresa, no les conviene que haya gentes de ideas raras o que provoquen altercados. De todas formas, si quieres ascender lo tienes fácil, porque con lo joven y guapa que eres… Una subida de faldas es una subida de categoría.
—¡Queréis callaros! —las previno otra compañera envolviendo la voz en un susurro airado—. Vais a meteros en un lío, que ése la sigue mirando de reojo. Si queréis hablar id al lavabo.
Manuela asintió con la cabeza.
Fuensanta ya no se movió. Trató de concentrarse en lo que hacía y nada más.
Pero ya no dejó de sentir aquellos ojos en su nuca.
22
A veces tenía que esforzarse tanto que le dolían hasta los ojos; parecía una estatua intentando descifrar aquella jerga.
—Por favor, al menos dígamelo más despacio.
La señora María puso cara de resignación, pero no perdió su afabilidad ni su sonrisa. A fin de cuentas estaba empeñada en «hacerle el favor».
Un día se lo agradecería.
Pero mientras tanto…
—Vull que rentis els llençols amb molta cura, i després que planxis fins els calçotets.
Úrsula miró la ropa. Se resignó.
—Sí señora.
Después de todo, tenía que lavarla, eso estaba claro. Lo de losllençols, lacura y elscalçotets…
¿Qué tenía que «curar»?
Descubrió a Jorge por detrás de su madre. Acababa de llegar del colegio. El niño se ocultó para que ella no lo viera y aguardó a que estuviera sola. Luego apareció con una sonrisa de oreja a oreja.
—Dice que laves las sábanas con mucho cuidado, y que después planches hasta los calzoncillos.
—Jesús, María y José… —se abatió la chica.
—No te preocupes, que me tienes a mí, ya te lo dije.
—Y yo te recuerdo que tú no estás todo el día para ayudarme —se quejó Úrsula—. Esta mañana me ha tenido mareada media hora con lo de… —Buscó la palabra por su mente hasta que la recordó—. Lo de losmitjones.
—Mitjons —lo pronunció correctamente Jorge—. Calcetines.
—Eso. —Apretó los dientes al borde del estallido—. ¡Con lo fácil que es decirlo tal cual, lo que es, calcetines! ¿Por qué tenéis que complicarlo tanto todo? ¡Anda que no me he vuelto loca para saber lo que era un…!
—Mitjó.
—Calla, va. Haría el doble de trabajo si no me liara tanto.
—Lo hace con buena intención.
—No, si es estupenda. Para mala, pero mala, mala, mala, la de mi madre, que ésa sí es un bicho. La tuya es un sol, pero con ese empeño de catalanizarme…
—Ya te he dicho que te daría clases.
—Sí, hombre, para eso estoy yo. Sólo faltaría.
Mientras hablaba, ya separaba la ropa blanca de la de color, y se movía de un lado a otro del lavadero para organizarse. En la cocina tenían un aparato refrigerador. Le ponían hielo y mantenía las cosas fresquitas. Pero la ropa… Había que luchar con ella, prenda a prenda, lavarla, escurrirla pasando por los dos rodillos, golpearla… Aunque por lo menos lavaba en casa. Su madre lo hacía en un terrado.
—¿Quieres dejar de seguirme? —Se detuvo tan inesperadamente que Jorge tropezó con ella.
—No te sigo.
—¡Sí me sigues! ¡Qué agobio! ¡Me pones nerviosa!
—Podríamos ser novios.
La propuesta de Jorge hizo que le mirara con los ojos dilatados por la sorpresa.
—¡Pero tú estás loco! —gritó.
—Eres muy guapa.
—No, no lo soy.
—Sabes que sí.
—¡Y tú lo que eres es un niño muy salido de madre!
—Tengo doce años —se defendió Jorge.
—Y yo quince. Casi dieciséis. Soy mucho mayor que tú.
—No tanto. Mi padre tiene siete años más que mi madre, pero mi tía Pepa tiene cinco más que mi tío Alberto. La edad no importa.
—¿Ni ser la criada?
La sonrisa de Jorge se hizo mayor. A veces era encantador, otras un pesado, las más un desconcierto. Pero la ayudaba. Con lo del catalán sobre todo. Ya la había sacado de más de un apuro cuando estaba en casa, porque entonces lo tenía pegado a su sombra.
Se escuchó un ruido en la puerta principal.
—Mira, tu padre —lo alertó.
Jorge salió a escape. Úrsula continuó con lo suyo. No estuvo sola más allá de cinco minutos. A su espalda escuchó un carraspeo. Cuando se volvió se encontró con el señor.
No supo qué hacer, ni si había hecho algo malo.
—Buenos días… Digo buenas tardes. —Contuvo su ansiedad.
El hombre era tan afable como su esposa, menudo, delgado, y vestía siempre con mucha elegancia, traje, corbata, chaleco. Apenas si tenía mucho cabello en la cabeza.
—¿Cómo va todo, Úrsula?
—Bien, señor.
—¿Ya te estás adaptando? Mi mujer dice que haces muchos progresos con el catalán.
—Poco a poco.
—Bueno, con el tiempo… Ten paciencia con ella.
Ella tenía que tener paciencia con la señora.
Lo que faltaba.
—Está bien, señor.
—Hasta luego. —El hombre dio media vuelta y, sin dejar de andar, de espaldas, se despidió agregando—: Y no te olvides de prepararme otra olla murciana como la de anteayer. Estaba riquísima.
23
La habitación de la señora Dalmau era un santuario.
Un santuario en el que sólo faltaba un altar y un reclinatorio.
El crucifijo situado encima de la cama era tan grande que si se desprendía de la pared estando ella dormida, la aplastaría sin remisión. En él, colgado de pies y manos, sangrando y con una expresión más que dolorida, Jesucristo transmitía todo el dolor de su pasión. Y ese dolor parecía fluir de su figura, con una rara energía, para alcanzar y atormentar al que lo contemplara; por eso Carmen se negaba a mirarlo. Le daba miedo. La angustiaba como si la culpa y los pecados del mundo recayeran sobre su pobre ser. Pero el crucifijo no era lo único del santuario. Estaban también las vírgenes, no menos dolorosas, no menos doloridas, con puñales clavados, expresiones de locura y turbación, ojos que miraban al cielo o al suelo, pero jamás de frente. Había dos en forma de cuadro, a ambos lados del crucifijo, una estatua de tamaño natural en un rincón de la pieza y otras dos imágenes sobre el tocador, presidiendo una colección de fotografías de la familia de la dueña de la casa. En el espejo, jalonando los cuatro lados, catorce estampas más, recordatorios de defunciones o comuniones. Todos con las mismas imágenes desprendiendo su angustia.
Siempre que entraba allí para limpiar, procuraba hacerlo rápido.
Irse cuanto antes.
Y desde luego no caer en la trampa o tentación de mirar aquel enjambre de rostros.
Creía en Dios, y en la Virgen, pero no de aquella forma, ni en aquel Dios o aquella Virgen torturados, lejos de la bondad o la sonrisa del amor.
Esa mañana, sin embargo, se detuvo frente a los retratos del tocador.
Sobre todo los de los niños.
Uno tenía la edad de su José al morir, alrededor de los dos años, y hasta se parecía a él, como si todos los niños se pareciesen en el fondo, gracias a su inocencia, antes de cumplir los tres o cuatro años.
A veces le costaba darse cuenta de que habían transcurrido ya doce años desde su muerte.
José seguía tan vivo, tan presente en su memoria…
Dejó el plumero y tomó la fotografía del niño. El marco era de plata y pesaba mucho. El retratista, además, la había retocado. Era una imagen de estudio muy bonita, con la piel del pequeño casi brillando en su tono mate, con el trajecito impoluto, perfecto, como lo eran todos los trajecitos de los niños y las niñas en las fotos que debían de perdurar por los siglos de los siglos.
A José no le tomaron jamás su foto.
A veces, su rostro se le diluía en la mente.
El marco y el retrato temblaron.
Y estuvo a punto de soltarlo cuando la voz de la señora Dalmau la atravesó con su habitual gelidez.
—¿Qué haces?
El sobresalto activó todos sus reflejos. Volvió a depositar el marco en su lugar, dominó las lágrimas que estaban a punto de brotar de sus ojos, recuperó su tono servicial, aferró el plumero con la mano y se volvió hacia ella intentando serenarse.
—Perdone, señora, es que…
—No te pago para que te ensimismes ni pierdas el tiempo.
—Lo siento, señora Dalmau. —Quiso salir de allí como fuera.
La mujer estaba en la puerta y no se apartó.
—¿Estás llorando?
—No. Bueno, es que… Ese niño es tan hermoso…
—Son mis nietos y mis nietas —proclamó con orgullo—. Mi hijo sirve en la frontera, así que les veo poco. ¿Por qué lloras?
—No lloro.
—Ibas a hacerlo. Dímelo.
Buscó algo de energía y valor de donde no tenía nada. Ni siquiera aspiraba a la comprensión o a la piedad de su dueña.
—Mi José se me murió con dos añitos, ya en plena guerra…
—¿Guerra? ¿Qué guerra?
No supo qué decir.
La señora Dalmau sí.
—¿Te refieres a la Cruzada?
—Sí —balbuceó.
—Pues no lo llames guerra. En una guerra se lucha contra un enemigo. Los rojos no eran ni eso. Eran bestias. No lo olvides.
—No, señora Dalmau.
—Acompáñame. —Dio por acabada la conversación—. Está lloviendo y voy a misa. No quiero resbalar.
Deseó odiarla, pero no se vio con fuerzas para ello.
24
Habían retenido a Fernando en la academia, así que Ana y Salvador estaban en la calle, sentados en el bordillo, esperándolo. Al comienzo sólo eran ellos dos, dos niños forjando una amistad firme y cómplice. Poco a poco, sin embargo, Ana completaba ya el trío, inseparable.
Fernando lo había dicho.
—Antes Ana nunca quería jugar conmigo, iba siempre a la suya, pero ahora…
Salvador se asomó a la luz de sus ojos, la caricia de su sonrisa, la suavidad de su piel inmaculada. Le gustaba cómo olía, y también cómo vestía. Desprendía pureza, un tono angelical que sólo su ánimo y sus ganas de reírse convertía en algo más terrenal y alejado del cielo.
A veces le rozaba.
Y no era accidental.
Era la transmisión de algo, la búsqueda de sus horizontes.
—Tarda —dijo él.
—No importa, ya no llueve y se está bien, ¿no?
—Sí.
—Le hemos hablado mucho a mamá de ti. Quiere que subas un día a merendar. ¿Se lo dirás a tu madre?
—Claro.
—Y te dejará, ¿no?
—Ella nunca está en casa ahora, sólo los jueves y los domingos por la tarde. Tampoco es que fuese a enterarse de si llego a una hora o a otra. Pero sí, me dejará. Mis hermanas tampoco es que se pasen el día encima de mí.
—Debe de ser estupendo eso de tener hermanos mayores.
Salvador se encogió de hombros.
—A mí me gustaría —continuó Ana—. Pero Fernando y yo sólo nos llevamos diez meses. Nacimos el mismo año, enero y noviembre.
No se había atrevido a formularle aquella pregunta a Fernando.
Todavía no.
Pero sabía que a ella sí podía planteársela.
—¿Por qué algunos niños llaman a Fernando «el falangista»?
—Porque papá lo es. —Su rostro se revistió de indiferencia—. Menuda tontería, ¿no? El padre de Marisa es abogado y a ella no la llaman «la abogada», y el de Berta es tendero y el de Joaquina lampista…
—¿Lleva uniforme y todo eso?
—A veces. Oye —cambió de tema sin más—, podríamos ir al cine una tarde.
—Nunca he ido al cine.
—¿Qué? —Ana no pudo creerlo—. ¡No hablarás en serio!
—En el pueblo vi algunas películas, en la parroquia, porque Cartagena está lejos. Quiero decir que nunca he ido al cine aquí, en Barcelona, en una sala de verdad y todo eso.
—¿Te das cuenta de la de cosas que te quedan por hacer?
—Todas, supongo.
—Pues las haremos, ya verás.
Más que envolverle con su sentido positivo de la vida, lo hizo con su ternura. Era como si nada pudiese salir mal estando con ella. El camino de la esperanza.
Salvador frunció el ceño sin saber por qué.
—En Granada había cines, aunque ya casi ni lo recuerdo —reflexionó su compañera.
—¿Cuándo llegaste a Barcelona?
—Tenía cinco años. Poco a poco las imágenes se me van desvaneciendo en la memoria.
—Sí, cuando nos cambiamos de casa es como si nos mataran algo.
—Nunca lo había pensado. —La niña se puso tan seria como él.
Les sobrevinieron unos segundos de silencio.
Hasta que ella recuperó el ánimo.
—No te preocupes—su mano tomó abiertamente la de Salvador—, ahora estamos todos juntos aquí.
Parecía un pacto, o un compromiso.
La mano se convirtió en una caricia antes de soltarse.
—¡Nos vamos! —gritó la voz de Fernando aterrizando de pronto entre los dos.