170

Manuel Arguindei salió de su despacho para recibirle. En las oficinas de la constructora el ambiente era tenso. Estaban todos con las caras largas, preocupación en el semblante. El recién llegado le estrechó la mano a su amigo.

—Te agradezco que hayas venido, León. Ya sé que los robos no son cosa tuya pero… No sabía a quién llamar.

—Nada, no te preocupes. Yo hablo con él.

—No sé si podrás, está hecho polvo.

—¿Dónde…?

—En el almacén. No quiere entrar aquí. Creo que está muerto de vergüenza. Ha llegado gritando como un loco, «¡Me han robado! ¡Me han robado!», y luego se ha tirado al suelo.

—Pobre diablo… ¿A quién se le ocurre mandar a un paleto al banco a por dinero? Desde luego…

—¿Y qué quieres? Hay días que estamos en cuadro.

—Si me pagas un buen sueldo dejo la policía —bromeó León.

Caminaron por el almacén, hasta la parte más profunda. La víctima estaba allí, doblado sobre sí mismo, sentado sobre unos sacos de cemento. Llevaba la misma ropa con la que había ido al banco una hora antes y se estaba rebozando de polvo. Tenía el rastro de sus lágrimas en la cara, reflejando toda la angustia que sentía.

Se detuvieron ante él.

—Antonio. —Habló primero el constructor—. Este señor es León Molas. Es inspector de policía. Cuéntale cómo ha sido el robo para que pueda detener a los ladrones.

Antonio levantó la cabeza.

Su expresión fue de terror.

—Tranquilo —le dijo el recién llegado.

—Yo…

—Vamos, calma. —Se dirigió a su amigo y le pidió—: Déjanos solos. Hablaremos mejor.

Manuel Arguindei se marchó.

León Molas se tomó tu tiempo. Le puso una mano sobre el hombro y se lo presionó con simpatía, para infundirle ánimo y valor.

—Antonio, ¿verdad?

—Sí señor. Antonio Cerón, para servirle.

—¿Una pastillita Juanola?

—No, gracias.

—Van bien para la garganta. —Siguió ofreciéndole la redonda cajita con los pedacitos negros de fuerte aroma.

—No, no, en serio.

El policía se la guardó en el bolsillo.

—Cuénteme lo sucedido.

Se encontró con su mirada ingrávida y perdida.

—Antonio, escuche. Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes podremos pillarles. Lo entiende, ¿no?

—Sí.

—Pues adelante. Haga memoria. Todo detalle cuenta.

Vaciló. Le tembló el labio inferior. Hizo un esfuerzo para contenerse. Le cayeron dos nuevas lágrimas por las mejillas cubiertas de arrugas prematuras.

La mano seguía en su hombro. Se lo presionó de nuevo.

—Eran… dos —comenzó a hablar.

—Bien —asintió el inspector de policía.

—Uno… llevaba boina, iba muy mal vestido, con un zapato… de cada color. Le faltaban varios dientes en la boca. El otro… El otro era muy elegante, fumaba con boquilla…

—Siga.

—El de la boina fue el que me empujó. El otro me metió la mano en el bolsillo y…

—Le sacó el dinero.

—Sí.

—¿Cayó al suelo?

—Sí, por el empujón. Cuando me levanté ya estaban lejos.

—Debieron de seguirle desde el banco.

—Seguro.

—Todo muy rápido, claro.

—Mucho, en un visto y no visto.

León Molas dejó transcurrir unos segundos.

No dejó de mirarle a los ojos.

—En un visto y no visto —repitió.

—Sí, sí señor.

—Entonces, ¿cómo es posible que pueda describirles tan bien?

Antonio intentó sostener aquella mirada.

De pronto ya no era amigable.

Era la de un policía, un ave de presa dispuesta a hundir las garras en su víctima.

—¿Cómo…. dice? —exhaló sin apenas voz.

León Molas retiró la mano de su hombro.

—Conozco a uno de esos dos, el desdentado —dijo despacio—. Le llaman El Moreno y se dedica al tocomocho. ¿Y sabe una cosa, Antonio? Entre los chorizos hay un código no escrito, una especie de rutina. Siguen un patrón. El que roba no estafa, y el que estafa no roba. Cada cual a lo suyo, ¿me comprende?

Le comprendió.

Demasiado bien.

Cuando resbaló hacia el suelo y comenzó a llorar y a gritar, perdió la noción de la realidad.

171

El ambiente en la casa era de funeral, el aire pesado como si fuera de plomo, el silencio cargado de malos presagios. Nadie pedía la cena. No importaba. Antonio estaba en la habitación, postrado. Carmen y sus hijos en el comedor. A ella ya no le quedaban más lágrimas. Era la hora de la resistencia, de hacer frente, una vez más, a la adversidad.

Ginés y Úrsula acababan de llegar.

—¿Va a ir a la cárcel? —preguntó la chica rompiendo aquella catarsis infernal.

—No —dijo su madre—. El señor Arguindei ya ha dicho que no le denunciará. ¿Cómo va a hacerlo? Le debe mucho a tu padre. No se atreverá.

—Pero el dinero… —intervino Ginés.

—No sé.

—Tendrá que devolvérselo.

—¡No lo sé! Le ha dicho que se viniera para casa. No han hablado de eso.

—Mamá, que son quince mil pesetas. No va a regalárselas —apuntó Fuensanta—. Menudos son ésos. Se las va a descontar una a una, ya lo verás.

—Cojones… —suspiró Ginés.

—¡Esa boca! —le llamó la atención Carmen, haciéndole un rápido gesto para que se diera cuenta de que Salvador estaba presente.

Volvieron al silencio, a las miradas cruzadas, al sentimiento de culpa que, de alguna forma, les alcanzaba a todos por igual.

—¿Cómo se le ocurrió mentir? —Ginés dejó escapar una bocanada de aire.

—¿Y qué querías que hiciera? Estaba muerto de vergüenza. Cuando ha comprendido la estafa…

—¿Pero el número estaba ahí?

—Sí, claro que estaba en la lista de la lotería, y el otro ha puesto lo mismo, quince mil pesetas, para repartirse las cien mil del premio. El que se hacía el tonto bien que montaba el numerito: «Que si no puedo cobrarlo, que si se me escapa el tren, que si me dan lo que lleven y yo les doy el décimo a ustedes, que si…».

—¿Y a papá no le ha extrañado que ese otro hombre llevara tanto dinero encima?

—Por favor, basta ya. —Carmen hizo un gesto de cansancio.

—Ya está hecho. No sirve de nada lamentarse —la apoyó Fuensanta—. Son profesionales, expertos, y saben hacer su trabajo. Viven de eso.

—Siempre que el otro sea un ingenuo, claro.

—¡Ginés!

—Mira, mamá, lo único que sé es que habrá que devolver ese dinero, ¿estamos? Y nos va a tocar a todos pringar.

Carmen miró a Úrsula.

—¿Puedes pedirle un anticipo a tu empresario?

La chica se puso roja.

—No —fue tajante.

—Cariño, ahora eres nuestra esperanza. La que más gana. Ese hombre te avanzó dinero para que ensayaras y dejaras de trabajar. Yo creo que si le explicas…

—No, mamá.

—¡Es tu padre!

—¡No puedo pedírselo!

—¡No todo, algo, lo que sea!

—¡Que no puedo!

Creyeron que iba a ponerse a llorar. Fuensanta fue la que acudió rápida a su lado y la abrazó por detrás. Le dio un beso en la cabeza.

Úrsula temblaba.

—Yo traeré ese dinero —dijo de pronto Ginés.

Los diez ojos se dirigieron a él.

Pero sólo habló su madre.

—¿Tú?

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Haciendo de carbonero?

—Mamá…

—¿Hemos de salir de la sartén para caer en el fuego?

Ginés ya no respondió.

Se levantó de su silla, tan airado que casi la derribó al suelo, y se fue a su habitación, encendido igual que una antorcha.

172

Bajo la manta, el paraíso, los gemidos formaban parte de su aislamiento. Les acompañaban como una música celestial. Sus voces sonaban cariñosas unas veces, entrecortadas otras, silenciosas siempre.

—Te quiero…

¿De cuántas maneras podía decirse?

¿De cuántas formas expresarse?

—Ven.

—Estoy aquí.

—Quisiera fundirme contigo, con tu esencia.

—Ser uno.

—Sí, ser uno.

A veces el mundo parecía un lugar muy lejano.

Tan distante.

Se mecieron en el silencio. La soledad era el cielo y ese silencio la música que les acompañaba. Música de los sentidos. Cubiertos por la manta la oscuridad les pertenecía, era parte de su nuevo mundo. La oscuridad en la que se mecían tratando de dominar el tiempo.

Allí se veían con otros ojos.

Se sentían con el alma y se sabían vivos por los latidos de sus corazones.

—Jaime… —fue lo último que dijo Salvador.

Entonces se hizo la luz.

La luz real.

Comenzó la tempestad.

Primero fue la manta, arrebatada por una mano invisible. Después, al unísono, la noción del peligro, el miedo, la presencia de todas aquellas silenciosas personas que no habían oído llegar. Y por encima de todo, las primeras voces, hablando en tropel.

Una mujer:

—¿Lo ven? ¡Se lo dije, se lo dije! ¡Mírenlos! ¡Guarros, cochinos! ¡Si es que estaba segura!

Un hombre:

—¡Serán maricones!

Otro:

—¡Qué asco!

De vuelta a la mujer:

—¡Santo Dios! ¿Pero adónde iremos a parar!

Se dieron la vuelta. Salvador cayó más allá del colchón, sobre el suelo. Jaime lo hizo de lado. Los dos intentaron cubrir su desnudez con las manos. Los dos se buscaron el uno al otro con un atisbo de pánico. Boca arriba, primero les cegó el sol. Después, cuando los intrusos se interpusieron, consiguieron ver los uniformes, las porras.

Su mundo ya no era privado.

Ni estaba lejos.

Salvador sintió el vacío en su mente.

Un vacío extraño.

Como el de un cántaro que está a punto de llenarse de dolor.

Jaime intentó protegerle, se echó encima de él, pero ya era demasiado tarde.

173

Ginés dejó de empujar el carro y se secó el sudor de la frente. El hollín formó una pasta sobre su piel húmeda. Escupió al suelo lleno de fastidio y miró calle arriba y calle abajo.

Nadie.

Al menos nadie sospechoso.

Volvió a tomar las asas y se desvió a la derecha, para entrar en el callejón. No tuvo que dar muchos pasos. Primero silbó, una, dos veces. Un silbido penetrante, agudo. A unos cinco metros se abrió una puerta metálica y él enfiló hacia ella.

—¡Ayúdame con el bordillo! —gritó.

Un hombre salió de la oscuridad y corrió hasta situarse a su lado. El bordillo no era alto, había un vado, pero sí se necesitaba de más fuerza para empujar el carro hasta meterlo en el interior de aquel espacio vacío.

Lo hicieron entre los dos, a toda velocidad.

Luego lo dejaron en el suelo, apoyado sobre sus ruedas. Una bombilla colgaba del techo, solitaria, apenas iluminando las cuatro paredes con su luz mortecina.

—Puntual —dijo el tipo.

—Vamos, rápido. —Ginés se puso en movimiento.

—¿Es tabaco?

—Sí.

—Mejor.

Ginés movió el carbón con cuidado, desplazándolo lo justo. Retiró la manta tan sólo por un extremo, se sacó el guante de la mano derecha y cogió cuatro cartones. Eran de la marca Chesterfield. Se los pasó a su compañero y, tras colocarse de nuevo el guante, cubrió la carga con la manta antes de distribuir el carbón por los lados y por encima.

—¿Sólo cuatro? —se extrañó el hombre.

—Sí.

—No creo que noten si faltan más.

—La ambición es mala. Sé lo que me hago.

—De todas formas te la juegas.

—Necesito el dinero.

—Tampoco va a ser mucho.

—Todo ayuda. Tengo ahorros. Oye, tú con la boca cerrada, ¿eh?

—Pues claro, ¿por quién me tomas?

—Como digas de dónde ha salido eso… —Señaló los cartones de tabaco.

—Que no, pesado. ¿Dónde te mando el dinero?

—Yo te busco esta tarde.

—No sé si ya…

—Florencio, no me chinches… Esto sale como si nada. Te lo quitan de las manos en la calle. Y si no, se lo llevas al Damián, o al grupo de los Fernández. Pero quiero el dinero ya. Y más te vale no engañarme.

—Pues sí que hay confianza. —Florencio chasqueó la lengua.

—Ni una peseta. Ni un maldito céntimo. Lo quiero todo. Si sale bien, habrá más. Cada día un poco.

—De acuerdo. —El hombre metió los cartones en un capazo. Luego lo cubrió con un mantelito a cuadros, blancos y azules—. Esta tarde, por el barrio. Y si no, a las siete en el bar.

—Ayúdame otra vez.

Sacaron el carro a la calle, con cuidado de que no ganara velocidad al bajar por el vado. Una vez orientado en la dirección correcta, Ginés volvió a empujarlo en solitario.

Sólo había perdido tres minutos.

174

Antonio se esforzaba en entender lo sucedido.

¿Cómo había podido ser tan ingenuo? ¿De qué forma había surgido aquella ambición inesperada? ¿Por qué le cegó la posibilidad de ganar tanto dinero de golpe, y sin más, a costa de un infeliz y su maldito décimo de lotería falso?

Primero, lo de Marcelino Riera. Ahora esto.

No era una mala racha, era una condenación.

Un gafe.

O eso o Dios le estaba castigando por algo.

Y lo hacía a conciencia.

Se dio la vuelta en la cama. Una más. No sabía hacer otra cosa, agitado y nervioso. No podía dormir. No podía dejar de pensar. No podía dejar de llorar. Y tarde o temprano tendría que ir al trabajo, tragarse su vergüenza, porque lo único que no le estaba permitido era renunciar a su sueldo. El señor Arguindei no le había dicho nada del dinero, pero por dignidad…

La poca dignidad que le quedaba.

Volvió el sudor frío.

Temblaba, se sofocaba, sudaba, regresaba la tiritona; la fiebre del pánico era la peor. No conocía remedio. Una vuelta. Otra. Le pidió al policía que le metiera preso. Le pidió al señor Arguindei que le matara. Y probablemente les había dado pena. Lo peor que podía inspirar un hombre: lástima. Era un desecho humano, un desgraciado.

Se mordió la mano, el puño, hasta hacerse daño.

Dejó de hacerlo al abrirse la puerta de la habitación.

Vio a Ginés en el hueco.

—¿Papá?

Pensó en hacerse el dormido.

—¿Qué?

Ginés entró y cerró la puerta. Caminó hasta la cama y se sentó al lado de su padre. La luz de la lamparita era muy débil, de poca potencia. Todos los cuartos parecían velatorios en la noche. La bombilla de mayor intensidad estaba en el comedor.

—Te he traído esto.

Le dejó los billetes sobre la mesilla de noche. Había varios, de veinticinco, de cincuenta, hasta de cien.

—¿Qué es…? —Antonio arrugó la frente.

—Hay mil pesetas. Es todo lo que he podido reunir de momento. Dáselas mañana a tu jefe y dile que no se preocupe, que vas a cumplir.

—¿Mil… pesetas?

—Sí.

—¿De dónde las has sacado?

—Trabajando.

Antonio se acodó en la cama. Luego se incorporó lentamente, sin dejar de mirarle a los ojos.

—No se ganan mil pesetas así como así trabajando, Ginés —le dijo—. No me mientas.

—No te miento. —Su voz era serena.

—Llévatelo.

Lo dijo despacio, masticando la palabra, cada letra, una a una. Pero lo peor fue la rabia. Lo que de verdad le alcanzó fue ella.

Tan desesperada.

—Pero ¿qué dices, papá?

—Que te lo lleves. No lo quiero.

—¿Que no…? —Ginés se levantó. Fue un ramalazo de furia. Miró a su padre desde lo alto, los puños apretados—. ¿Te has vuelto loco o qué? ¡Te estoy ayudando!

—¡No así! —gritó rompiendo su forzada calma—. ¡Dime de dónde lo has sacado, qué haces, y entonces lo cogeré! ¡Si no, no! ¡Por Dios, Ginés! ¿Qué estás haciendo?

—Papá… ¿qué quieres de mí? —Dio una vuelta sobre sí mismo, ahora alzando las manos al cielo—. ¡Dímelo, maldita sea! ¿Qué quieres de mí?

—Vas a matar a tu madre de un disgusto —le disparó con un latigazo verbal.

—¡No metas a mamá en esto!

—¡Pues dime de dónde has sacado ese dinero!

La habitación se puso en movimiento. Una danza de gritos y gestos. Ginés dispuesto a irse. Antonio ya de pie. La puerta se abrió de golpe y por ella apareció Carmen, asustada, los ojos dilatados.

—¿Qué está pasando? ¡Por favor, no peleéis, no ahora!

Antonio apuntó a su hijo con un dedo, fuera de sí.

—¡Te has vuelto un misterio, no sabemos nada de ti, qué haces o adónde vas, ni te conocemos! ¿Llegas con mil pesetas y he de darte las gracias?

Los ojos de Ginés se volvieron vidriosos. Su voz, quebrada.

—¡Las he ganado para ti, para sacarte del lío en el que te has metido por idiota, papá!

La bofetada fue seca.

No hubiera habido otra, pero eso él no lo sabía. Le cogió la mano a su padre y casi pegó su cara a la suya.

—¡Ginés! —chilló su madre.

—No vuelvas a pegarme nunca más, papá. ¿Me oyes? Nunca más.

Le dejó la mano, cogió las mil pesetas de la mesilla de noche y se las puso a su padre en el bolsillo del pantalón.

Luego salió de allí.

Llegó al comedor, al recibidor.

Abrió la puerta para salir de la casa y se encontró de bruces con dos policías, uniformes grises, rostros cetrinos.

Apenas si pudo reaccionar.

—¿Vive aquí Salvador Cerón García? —le preguntó el que iba delante.

175

La primera vez había ido por cuestiones legales, papeleo de la droguería, burocracia. Ahora era distinto. Tan distinto que cada paso era más doloroso que el anterior, igual que si caminara sobre brasas ardiendo.

Pero sin vuelta atrás.

Se detuvo delante de aquella puerta.

Su vida iba a cambiar, y lo sabía.

Aunque de hecho había cambiado desde el primer día, desde que le dijo que no a Sebastián y se fugó con Antonio, desde la violación y el embarazo, desde el reencuentro inesperado en Barcelona.

Llamó con los nudillos.

A la segunda le abrió un hombre, enteco, huesudo, ojos hundidos en los cuévanos, bajito, bigote trazado con una regla y gafas cabalgando sobre su promontorio nasal.

—¿El señor Moreno?

—No sé si… —La miró de arriba abajo.

—Dígale que Carmen García Jumilla quiere verle.

La hizo esperar. Ella no se movió de donde estaba. Tenía los nudillos de las manos blancos de tanto apretárselas. En menos de un minuto volvía a estar allí.

—Pase, hágame el favor. —Se mostró servil y luego displicente.

El despacho estaba vacío.

—Siéntese. El señor Moreno vendrá enseguida.

Ocupó una de las dos sillas situadas frente a la mesa, para las visitas. Eran de cuero, imponentes y señoriales. Paseó una mirada por el despacho. La bandera, el retrato del Generalísimo, carpetas, papeles, una fotografía de una mujer relativamente atractiva, muy delgada…

—Carmen.

Volvió la cabeza hacia la derecha.

—Hola, Sebastián. —Se rindió a la evidencia final.

El hombre no fue hacia ella; caminó despacio hasta su lugar, la butaca situada al otro lado de la mesa. Vestía de manera impecable, traje, chaleco, corbata, zapatos. Destilaba algo más que poder y seguridad. Destilaba todo lo que los vencedores de la guerra habían ganado con su victoria.

Destilaba eternidad.

—Es toda una sorpresa. —Unió las yemas de sus diez dedos mientras se reclinaba hacia atrás—. Y muy agradable, créeme. De hecho has tardado menos de lo que me esperaba.

—¿Sabías que vendría?

—Por supuesto.

No quiso decirle que eso era mentira. No quería jugar con su altivez. No era hora de juegos.

—Necesito tu ayuda. —Prefirió no perder el tiempo.

—¿Mi ayuda?

—Sí.

—Interesante. —Arqueó una ceja—. ¿Y para qué necesitas mi ayuda exactamente, Carmen?

—Han metido preso a mi hijo pequeño.

La noticia no le causó emoción alguna. Ni siquiera sorpresa.

—¿Qué ha robado?

—Nada, no es de ésos.

—Entonces, ¿en qué lío se ha metido? Espero que no sea nada político.

Carmen tragó saliva.

—Lo encontraron desnudo… y con otro muchacho.

Sebastián Moreno no se movió.

Ni un ápice.

—Por favor… —Carmen se estremeció.

—Desnudos.

—Sí.

—Mal asunto.

—¡No hacían nada malo!

—Sabes que sí, no te hagas la inocente. Los dos sabemos cómo se llama eso. Con la ley en la mano va a caerle el pelo. Dos o tres semanas en la cárcel no se las quita nadie. Y luego está la ficha: quedará marcado.

—Es un niño, por Dios… Acaba de cumplir quince años.

—¿Y el otro? —Pasó por alto el detalle de la edad.

—No lo sé, diecisiete o dieciocho.

—¿Puede afirmar que le indujo, le forzó…?

—No lo sé… —Su resistencia empezó a hundirse—. No me han dejado verlo, sólo…

Sebastián la dejó llorar.

Apenas si fueron diez segundos de caída libre.

—¿Por qué debería ayudarte, Carmen? —preguntó.

—Porque Salvador es tu hijo.

En la guerra, las bombas estallaban en medio de una enorme explosión, ensordecedora, capaz de romper los tímpanos de los que estuvieran cerca y lograran salvarse.

Allí, la bomba estalló de la misma forma, pero en silencio.

—¿Cómo… has dicho?

—Aquella noche, ¿recuerdas? —Forzó una mueca en parte sarcástica en parte dolorosa—. ¡Oh, sí, claro que lo recuerdas! Dijiste que no la olvidarías nunca. Dijiste muchas cosas mientras me violabas.

El hombre miró las dos puertas, la de la entrada y la que comunicaba con alguna oficina o el despacho de su secretario. Fue un movimiento fugaz, nervioso.

—¿Crees que me gustó hacerlo?

—No lo sé. Dímelo tú.

—¡Estaba desesperado, loco, celoso…! —exclamó en voz baja—. ¡En medio de aquella barbarie ni siquiera recuerdo…!

—¡Cállate! —Se enjugó las lágrimas con un pañuelo—. Por favor, Sebastián…

—Un hijo mío no puede ser maricón.

—No lo llames así —gimió ella.

—¿Y cómo quieres llamarlo? Maldita sea, Carmen, ¿qué es lo que intentas?

—No intento nada. Únicamente que saques de la cárcel a tu propio hijo.

—Te repito que…

—¿Que no puede ser hijo tuyo? ¿Porque es… lo que sea? ¿Cómo lo sabes? ¿Tienes más?

Sebastián deslizó una mirada en dirección al retrato de la mujer. Muy rápida.

—Ya te dije que no.

Carmen abrió su bolso. Llevaba la fotografía preparada. La extrajo y se levantó para ponérsela a él encima de la mesa. Le costó moverse. Estaba anquilosada, con los músculos en tensión. Más que volver a sentarse lo que hizo fue caerse en la silla.

El padre de Salvador miró aquella imagen.

Su vivo retrato.

Como dos gotas de agua.

Se dejó caer hacia atrás, pálido.

—¿Vas a ayudarle? —preguntó ella.

La respuesta tardó unos segundos. Un mundo para ambos. Los ojos del hombre viajaban en el tiempo. De pronto la guerra estaba allí de nuevo. Y aquella noche.

La noche que ahora volvía a ser omnipresente entre los dos.

—Un hijo…

—Lo único bueno que… —Dejó la frase sin terminar.

—¿Lo sabe tu marido?

—No.

—¿Nunca…?

—No.

Sebastián bajó la cabeza. La fotografía era un grito sobre la mesa. Su rostro pasó de la conmoción y la sorpresa a una extraña contención.

Volvió a mirarla.

Ojos de hielo derritiéndose lentamente.

—Tú lo has dicho, Carmen —reconoció—. Nunca he olvidado aquella noche. Jamás. Me porté como una bestia, pero fuiste mía. La única vez. Y he vivido con ese recuerdo todos estos años. Me ha ayudado a seguir. Cuando estaba dentro de ti, te tocaba, te…

Carmen cerró los ojos, incapaz de resistirlo.

—No sabes cuántas veces he deseado volver a hacerlo, pero con tu consentimiento, sin tener que luchar por ello. Hacerlo de verdad.

—Eso es…

—Mírame.

Tuvo que abrir los ojos de nuevo.

—Acuéstate conmigo y liberaré a tu hijo.

Fue igual que si la abofeteara.

—¿Cómo dices?

—Has venido a pedirme ayuda. Lo has hecho después de nuestra conversación en mi coche y de la forma en que te fuiste. ¿Pensabas ahora que con decirme así, de pronto, que ese chico es mi hijo, ya iba a ayudarte?

—Sí.

—No le conozco. —Apartó la foto de su vista—. Pero a ti sigo deseándote más que nunca. —Esperó un par de segundos más antes de agregar—: Acuéstate conmigo y tu hijo saldrá de ese calabozo.

Carmen abrió bien los ojos.

—No puedes pedirme eso —balbuceó.

—Lo estoy haciendo. Y sabes que hablo en serio.

—¡Estoy casada!

—Y yo también.

—¡Ni siquiera soy aquella niña, por Dios! ¡Estás loco!

—Sigues siendo la mujer de la que me enamoré.

—¡Cuando uno ama, no fuerza a la otra persona como hiciste tú, como quieres hacer ahora! ¿Qué clase de amor es ése?

—El único que puedo tener, lo sé. Pero soy pragmático. Acepta acostarte conmigo tres veces. Tres. —Hizo hincapié en el número—. Y acepta hacerlo bien, como una mujer complaciente. Ése es el trato. Di que sí, y todo arreglado. Hasta haré que destruyan su ficha policial. No quedará marcado. Di que no, y yo me encargaré de que tu hijo siga en la cárcel aunque la ley diga que deba salir en dos semanas.

—Eres un monstruo. —Quedó abrumada por su desprecio.

Sebastián no se movió.

—¿Sabes lo que les hacen en prisión a los que son como Salvador? —Carmen se estremeció.

—Te haré llegar una llave y una dirección. Y también la hora. Mañana nos veremos. Después de la primera vez, tu hijo saldrá en libertad, quizá mañana mismo o pasado. Las otras dos veces lo haremos una vez superado el susto. Si no cumples, volverá a prisión. Ahora dime sí o no. Tengo trabajo.

—Eres…

—No lo digas o no hay trato.

Carmen se puso en pie. Su cabeza era un avispero. En ella se mezclaban todos los demonios, todas las imágenes, el cuerpo de su padre muerto, la violación, el momento en que supo que estaba embarazada…

La pregunta flotó en su interior, sin que llegara a formularla.

«¿Mataste a mi padre?»

En alguna parte de su mente vio a Salvador muerto de miedo en una celda.

—Está bien. —Se rindió.

Llegó a la puerta, la abrió.

—Si me quisieras tan sólo un poquito, sería más fácil —se despidió la voz de Sebastián—. Te daría tanto, Carmen. Tanto, a ti y a los tuyos. Te tendría como una reina.

Ella salió de allí cerrando la puerta muy despacio.

176

Lo peor de la prisión no era el miedo.

Era el silencio.

No el silencio exterior, porque no existía. Voces, gritos, ruidos, golpes. Se trataba del silencio interior, el que obedecía a las normas, el rigor de los guardias, el desprecio con el que se trataba a los delincuentes, y más a los que eran como él.

—Por favor, sólo le pido que me diga cómo está. Por favor…

—¿Quieres cerrar la boca, bujarrón?

—Ayúdeme…

El golpe en los barrotes con la porra fue demoledor. Resonó en la celda, y más allá de ella.

—¡Métesela en el culo a ése! —tronó alguien.

—¿Encima un premio? ¡Si es lo que les gusta! —dijo otro.

Risas.

Salvador se acurrucó sobre el camastro, hecho un ovillo.

—Como vuelvas a abrir la boca te quedas sin dientes, ¿estamos? —le amenazó el guardia.

Veía a Jaime sangrando, herido, apaleado. Y sentía casi en sí mismo aquel último golpe, en la sien. La forma en que su amigo se había estremecido, convulsionado…

No, no era su amigo: era su amor.

—Señor, Señor… —suplicó.

Ya no le importaba nada, ni estar marcado socialmente, ni lo que pensaran los suyos, ni acabar en un correccional de menores o donde le llevaran. Lo único que le importaba era Jaime.

Esperó una hora.

Dos.

Se produjo el cambio de guardias. El nuevo parecía más afable, menos rudo. Aguardó su oportunidad y cuando pasó ante él le llamó.

Un simple gesto.

—¿Qué quieres?

—¿Sabe si Jaime Torralba está bien?

—¿Quién es ése?

—Lo detuvieron conmigo. Estará en la enfermería, o en el hospital. Le dieron un golpe muy fuerte en la cabeza.

—¿Un golpe?

—Uno de los policías…

—Los policías no damos golpes, chaval —lo interrumpió—. Tuvo que ser él quien le diera a la porra con la cabeza.

—Podría preguntar…

—¿Cómo os detuvieron?

No supo qué decirle.

El guardia frunció el ceño.

—Vosotros sois los maricones, ¿no? Esos a los que trincaron en pelotas.

—Jaime Torralba. —Se aferró a los barrotes prescindiendo de su comentario—. Pregunte, por favor… Me basta con saber si está bien.

—¿Cómo va a estar bien un maricón, si dais asco?

Estaba solo.

Dio un paso atrás cuando el hombre uniformado se pegó a la reja.

—Como vuelva a oírte abrir la boca —dijo despacio, sin alterarse—, te juro que entró ahí y ni tu puta madre te va a reconocer, ¿estamos?

Lo peor no era su amenaza. Lo peor eran sus ojos.

177

Fuensanta tenía la cabeza en todas partes menos en el trabajo. Caminaba sonámbula, perdida. Una clienta le había pedido una colonia y ella le dio otra. Un cliente le entregó un billete de cincuenta pesetas y equivocó el cambio. Ahora, un frasco de perfume, caro, había estado a punto de escurrírsele de entre los dedos y estrellarse contra el suelo.

Raquel se le acercó por detrás.

—Tranquila.

Ella buscó la forma de poner en orden sus ideas, se apoyó en el mostrador con las dos manos, respiró profundamente.

—No puedes seguir así —continuó Raquel.

—¿Así, cómo?

—Píllalo.

—¿Qué?

—No lo dejes escapar. ¿No ves que no te lo sacas de la cabeza? Está enamorado, es joven, atractivo, tiene dinero… Jolín, chica, ¿estás tonta? No lo pienses más. ¿A qué esperas? Dile que sí.

—No es eso.

—Claro que lo es. —La encargada de la tienda adoptó el papel de hermana mayor—. ¿Crees que me chupo el dedo? ¿Por qué otra cosa va a ser?, anda, dime. A tu edad todo es cosa de hombres. Y a mí no me engañas, mujer. ¿Viene un mirlo blanco y le haces ascos? Con él tienes la vida asegurada. Por Dios, llegaste hace tres años con una mano delante y otra detrás, sin nada. ¡Es tu oportunidad, cásate con él!

No le había contado a nadie lo de Salvador.

Era un tema tan privado…

—No es por Pablo —fue lo único que pudo decir.

—Ya.

—Y si fuera por él… ¿Tú te casarías sin más, sólo por ser quien es?

—Ahora sí. A mi edad, y con lo que sé, sí. A lo peor a la tuya haría lo mismo: ser estúpida.

—Una no puede casarse sin estar segura.

—¿Segura de qué? ¿Vas a hablarme de amor, como una adolescente romántica? Tienes veintiún años, y eso es fantástico. Pero dentro de muy poco, y te aseguro que ni te darás cuenta, tendrás treinta, y cuarenta, y si no tienes a nadie, o no puedes alimentar a tus hijos porque escogiste a uno por amor sin ver más allá… Entonces lo lamentarás.

Un hombre entró en la perfumería. Fuensanta hizo ademán de ir a atenderle.

—Ya voy yo. —Raquel la detuvo—. Tú ordena esto.

Fuensanta la dejó marchar al encuentro del cliente. Escuchó su conversación de lejos, sin prestarle atención. Buscó la forma de concentrarse en el trabajo por enésima vez, y fracasó.

Veía a Salvador en la cárcel.

Humillado, maltratado, quizá golpeado con saña por los demás presos o por los guardias.

Pero junto a su hermano, y desde antes de su detención y la sorpresa de su inclinación sexual, por su mente vagaba otro jinete de su Apocalipsis personal.

Rogelio.

Su petición de escapar juntos.

El hecho de no saber qué hacer.

Porque desde luego… lo estaba considerando.

Cada vez más.

178

La casa era unifamiliar, pequeña, de una sola planta. Una torrecita en la calle Gomis, hacia el final, tocando al paseo del Valle de Hebrón. Las señas habían sido precisas. El tranvía, el 26, acababa de dejarla en la esquina del paseo con la avenida de la República Argentina. La calle Gomis corría paralela a esta última. Bajó la pronunciada pendiente y se detuvo al llegar al número escrito en la nota, junto a la hora y las demás instrucciones. Por allí, bajando a mano derecha, todo eran casitas con un largo, muy largo y estrecho jardín que llegaba hasta el otro lado.

En la acera de enfrente, una mujer cosía a la puerta de la suya, mucho más humilde y discreta. Las dos se miraron un instante.

Luego Carmen sacó la llave y la introdujo en la cerradura.

La casa era antigua, y olía a rancio, a poca ventilación. Buscó el interruptor de la luz tanteando la pared y cuando lo localizó se encontró en un amplio vestíbulo con escasos muebles. Un paragüero, una mesita, un espejo con dos adornos a los lados y poco más. El mosaico del suelo aparecía roto en algunos lugares.

Se orientó.

La habitación principal, con la cama de matrimonio, olía de otra forma, como si allí, de tanto en tanto, alguien pasara un rato. Un buen rato. La cama estaba hecha, sábanas limpias, un edredón liviano de color azul. En el armario no había nada. En una silla, una combinación de seda, hermosa, suave, de color rojo. En la pared frontal, la ventana que daba a una de las fachadas laterales; en la otra un retrato de Jesucristo con un corazón llameante en el pecho.

Carmen se lo quedó mirando.

¿Era el mismo al que le había rezado el Viernes Santo?

Apartó los ojos de él y salió de nuevo. Buscó el cuarto de aseo. Una vez localizado, regresó a la habitación y se sentó en la cama.

Faltaban quince minutos.

Fue el momento de llorar.

Tenía que hacerlo ya, descargarlo todo, porque cuando llegara Sebastián no podría verter ni una lágrima. Él no se lo consentiría. Él sería implacable.

Lloró un minuto o dos, se vació, después se desnudó por completo y fue al baño. Empleó casi cinco minutos en lavarse, a conciencia. Cara, sobacos, sexo, pies. El jabón era perfumado. El frasquito de colonia, de los buenos. Se puso unas gotas. De vuelta a la habitación, tomó aquella prenda tan exótica y se la puso. Se miró en el espejo del armario. Parecía una puta.

Era una puta.

La primera vez, la noche del 19 de julio del 36, Sebastián había matado por ella y luego la había forzado.

Ahora no.

Aunque había otras formas de violar a una mujer.

Carmen pensaba que estaba mentalizada, pero todo se le vino abajo al escuchar el ruido del coche deteniéndose en la puerta. Creía que con sólo imaginar a Salvador en la cárcel, tendría fuerzas para resistirlo todo, abrirse de piernas y fingir, cerrar los ojos y apretar los puños.

No era así.

La puerta de la casa se abrió y se cerró.

Unos pasos.

Temblaba como una hoja, pero dejó de hacerlo cuando él apareció en la puerta y la contempló.

—Carmen…

Todo podía ser muy rápido si lo hacía bien. Los hombres ansiosos solían correrse deprisa. Bastaba mentir…

—No sabes cuánto he esperado este momento. Cuántas veces lo he soñado, cariño.

Llegó hasta ella.

Y la tocó por primera vez.

179

Los aplausos atronaron la sala del cine cuando Úrsula acabó de cantar y bailar el tercero de sus temas.

Algunos espectadores incluso se pusieron en pie.

Sonaron gritos.

—¡Olé!

—¡Poderío!

—¡Eres la mejor, Granadina!

Saludó desde el escenario. Se inclinó una vez, dos, tres. Luego señaló a Víctor. Se apartó a un lado para que todo convergiera en él. El guitarrista también agradeció los aplausos, serio, como siempre. Le devolvió el gesto, indicando que la estrella era ella, y los dos se encontraron en el centro. Unieron sus manos.

Más saludos.

Hasta que se retiraron entre bambalinas.

Los aplausos no cesaron, al contrario.

—¡Sal a saludar otra vez! —le gritó el encargado de organizarlo todo entre bastidores.

Úrsula cogió a Víctor.

—No, ve tú sola.

—¿Qué dices? ¡Vamos los dos!

No se resistió demasiado, sobre todo porque era tarde. Reaparecieron en escena, con la mitad de la platea y el anfiteatro ya en pie.

El resto se levantó en ese momento.

—¡Otra!

—¡Guapa!

—¡Más, más!

La ovación y el entusiasmo, unánimes, derivaron en una especie de éxtasis colectivo. Emoción en los rostros. Una energía capaz de envolverles y catapultarles a lo más alto. La perfecta comunión artista-público. Saludaron tres veces más y se retiraron de nuevo.

Los aplausos siguieron, y siguieron, y siguieron.

—¡Vuelve! —le gritó el encargado—. ¡Los tienes locos!

—Ahora vas tú sola. —Víctor acercó sus labios al oído de su compañera.

—No seas…

Él mismo la empujó.

Úrsula se encontró en mitad del escenario.

Sin nadie más, por primera vez.

Se llevó las dos manos al rostro, se lo tapó a la altura de los ojos. Miró a la platea, al anfiteatro. La ovación no decaía. Podía ver sus rostros, uno a uno, y captar su luz, su devoción, lo bien que se encontraban después de verla y escucharla. Se dio cuenta de que lo que sentía en ese momento era inenarrable, superior a cuanto hubiera soñado jamás. Y estaba en un cine.

¿Cómo sería sentir aquello en una sala de fiestas, o en un teatro, donde las estrellas eran los artistas, no las películas que se proyectaban?

Retrocedió hasta llegar a las bambalinas. Alguien tuvo entonces la buena idea de correr la cortina del escenario. Los aplausos persistieron. Algunos espectadores protestaron.

Fue el final de la explosión de entusiasmo, gradual, camino del ocaso.

Escuchó la voz de Bernabé Castaños a su espalda.

—Enhorabuena.

Se volvió rápida. No le había visto la primera vez. El empresario sonreía feliz. Un poco más allá se encontró con los ojos de Víctor.

Una mirada fugaz.

El músico la desvió para dirigirse al camerino.

Estaba sola.

—Gracias.

—Ven. —La tomó del brazo y la llevó hasta la parte de atrás, lejos del bullicio y de la presencia de otras personas. Antes de llegar ya tenía unos papeles en la mano, quizá extraídos del bolsillo de su chaqueta—. Quiero que veas esto.

—¿Qué es?

—Tu contrato para el Rigat, firmado por ellos.

No supo qué decir.

—Falta mi firma, nada más —continuó Bernabé Castaños—. Debutarás en un mes… si quieres. Depende de ti.

Úrsula miraba los papeles, hipnotizada.

La borrachera del éxito no le dejaba pensar.

Aunque desaparecía muy rápido.

—No me haga eso… —le suplicó en vano.

—¿Yo? Te lo haces tú misma, cariño. ¿No has visto lo que acaba de pasar? ¿No quieres que esto sea igual cada noche? ¿Es que vas a despreciarlo?

—Pero yo… no le quiero —fue lo único que acertó a decir.

Los ojos del empresario destellaron.

No se enfadó, al contrario. Su tono se hizo más dulce.

—No te pido que seas mi amante ni nada de eso. Sólo que me correspondas, que valores lo que hago por ti, que me des un poco de cariño, y ya verás cómo con el tiempo… —La expresión se volvió dolorosa de pronto—. Estoy muy solo, y me gustas. Eres un ángel y yo quiero ser tu Dios. Ahora tienes que decidirte, porque no voy a esperarte mucho más. No sin saber que…

Pareció a punto de abrazarla.

Querer besarla.

Un hombre pasó cerca cargando uno de los decorados.

Pero lo que realmente cambió la escena fue la voz de Víctor.

—Úrsula, ¿vienes?

Había vuelto y estaba allí, a unos metros, impasible.

—¡Voy!

Bernabé Castaños la sujetó por el brazo, reteniéndola.

—No te habrás enamorado de él, ¿verdad? —La fulminó con un ramalazo de incredulidad.

—¡No!

—Es un buen guitarrista —le recordó—, pero un muerto de hambre. Todos estos están locos. Su arte, su arte. Ten cuidado, Úrsula. Tienen ideas propias, se sienten diferentes. Pero la diferente eres tú. Única y especial. Yo no soy una mala persona. Quiero lo mejor para ti. Y lo mejor para ti soy yo, no te quepa duda. —Le apretó un poco más el brazo y se lo repitió—: Yo.

—He de pensarlo, por favor… Se lo ruego…

La dejó ir.

Los papeles temblaron en su otra mano.

Úrsula trató de alejarse sin correr, pero no lo consiguió.

180

Ginés lanzó el silbido al aire por segunda vez, sin dejar de empujar el carro.

La puerta metálica se abrió y por ella asomó Florencio. Se encontró con la embestida de Ginés y se colocó a su lado justo a tiempo de ayudarle a subir el carro al vado y luego al interior del local.

—¡Coño!, ¿dónde estabas?

—¡Meando! Has tardado más de la cuenta.

—Había mucho lío en el puerto, y encima lo que llevo hoy es más delicado?

—¿Ah, sí? ¿Qué traes?

—Carne.

—¿Carne?

—Sí, carne, de la de comer. Venía en unas cosas refrigeradas, no sé.

—Pero ¿cómo van a traer carne en barco, hombre?

—¡Y yo qué sé! —gritó—. ¡Pero lo que hay ahí debajo del carbón es carne, y de la buena!

—¿Por eso te seguían esos perros? —le hizo notar.

Estuvo a punto de echarles un pedazo de carbón.

Se contentó con espantarlos desde la puerta.

—Carne —repitió Florencio—. Ahora que ya puede comprarse, que no está racionada…

—Y quién tiene dinero para comprarla en la carnicería, ¿eh? Vamos, coge dos pedazos.

—¿Sólo dos?

—Creo que los han contado, no sé. Son grandes, y hay muchos, pero es mejor no pasarse, te lo dije. Y si los echan en falta siempre puedo decir que me han asaltado esos perros.

—Parece buena, sí. —Florencio sopesó los dos trozos envueltos en papel de periódico y todavía fríos—. Aunque no sé yo quién me comprará eso ni a qué precio.

—¿Me traes algo? —Ginés arreglaba ya la manta y colocaba el carbón por encima.

—Doscientas pesetas.

—¿Sólo?

—No te engaño. —Florencio levantó las manos—. Puedes preguntar.

—¿A quién?

—¡A los Fernández! —El hombre se enfadó—. Hay productos que salen más rápido y otros que no. Lo de anteayer se lo vendí a ellos por doscientas cincuenta, y cincuenta es mi parte, ¿no?

—Venga, dámelas. —Le tendió la mano.

Florencio sacó los billetes arrugados de su bolsillo. Los contó, uno a uno. Ginés los guardó en el suyo.

—Oye, ¿puedo hacerte una pregunta?

—No.

Se la hizo igualmente.

—¿Para qué quieres tú tanto dinero y tan rápido? ¿Te has vuelto ambicioso?

—Anda, cállate y no te metas donde no te importa.

Volvió a tomar las asas del carro y salió a la calle.

—¡Con Dios, figura! —le deseó Florencio.

Retornó a su camino original. Los perros estaban allí, esperándole. Esta vez le siguieron a una mayor distancia, olisqueando el aire a su paso.

A lo lejos vio a una pareja de la guardia civil.

Apretó los dientes.

No era más que un obrero; peor, un carbonero sucio.

Pero si le pillaran…

Pensó en Salvador, preso, por joven que fuera, y fue incapaz de imaginarse a sí mismo en la cárcel. Sencillamente no pudo. Se moriría.

Un sudor frío le inundó de arriba abajo.

Y encima su padre era incapaz de valorarlo.

Cagüen Dios, papá… —rezongó.

Lo valorara o no, infeliz o no, estúpido o no, le ayudaría.

Para algo era el hijo mayor.

181

La luz del sol le golpeó los ojos.

Fue como si llevara allí tres meses en lugar de tres días.

Los cerró, se los frotó y trató de habituarse despacio al cambio de intensidad.

—Regresarás, mariquita —le dijo uno de los guardias que estaba a su lado.

No se volvió hacia él. Tenía los ojos fijos en la puerta. Al otro lado, la libertad. No sabía cómo, ni por qué, pero ahí estaba. Después de todo no se pudriría dos semanas en un calabozo, como le habían dicho. Quizá no le hubieran aplicado la Ley de Vagos y Maleantes. Quizá su edad le eximía de cumplir más condena. Quizá sólo le habrían fichado por escándalo público, peligrosidad social, toda la jerga que solían utilizar con ellos.

Se abrió la puerta.

—Vamos, comepollas. —Otro de los guardias le empujó.

—Ponte un tapón en el culo —se despidió un tercero.

Caminó en dirección a la salida. Ya veía mejor. Cojeaba un poco, le dolía el cuerpo, sentía las costillas machacadas; los hematomas, rojos el primer día, ahora mostraban una coloración cárdena. Pero cualquier cosa se minimizaba con la libertad. El dulce sabor del aire puro.

—¡Salvador!

Las vio a un lado, en la acera, esperándole.

Su madre, Fuensanta y Úrsula.

Más atrás, Ginés y Antonio.

Ellas felices, radiantes, corriendo a su encuentro para abrazarle. Su hermano serio, distante, cubierto por una máscara de solemnidad, con la mirada puesta en el edificio que acababa de abandonar. Su padre rígido, ensombrecido por una tristeza difícil de describir.

—¡Salvador, hijo!

Le abrazaron entre las tres. Le apretujaron hasta hacerle emitir un gemido de dolor cuando le presionaron las costillas. Dejó que su madre llorara y le besara sin parar. Úrsula y Fuensanta se limitaron entonces a ser testigos de la explosión de amor materno. Cuando se enfrentó a su padre y a su hermano, las cosas fueron diferentes.

Ya no había máscaras.

Sabían lo que era.

Salvador bajó los ojos al suelo.

—Vamos a casa —dijo Carmen.

—Yo he de volver al trabajo, mamá —le recordó su hija mayor.

Sólo le importaba el chico. Lo tenía abrazado, más bien sujeto, revestida de ansiedad. Se apartaron del lugar en el que había estado retenido pero apenas si pudieron dar unos pasos.

—¿Sabéis algo de Jaime? —preguntó Salvador.

Se encontró con el silencio.

Un silencio espantoso.

—Mamá…

—Díselo —propuso Úrsula.

—¿Decirme qué?

Carmen se mordió el labio inferior.

—Tu amigo murió en el hospital, Salvador. —Tomó el relevo Fuensanta—. Es todo lo que sabemos.

182

El tranvía número 26. La parada en la esquina de la avenida de la República Argentina con el paseo del Valle de Hebrón. Un trecho hasta la calle Gomis. El descenso. La calle vacía. Ni la mujer de la otra acera a la puerta de su casa. La torrecita. La llave.

El ritual.

Lavarse, ponerse aquella prenda sedosa de color rojo. Esperar.

La hora.

La mente inundada de pensamientos y amarguras.

Sebastián llegaba tarde.

—Dios, por favor, llévame contigo.

Diez, quince minutos.

El coche deteniéndose en la puerta.

Entonces reaccionó, se levantó corriendo y fue a vomitar, rápida, antes de que él lo viera.

183

—Úrsula, háblame.

Estaba distraída, con la cabeza en otra parte, mustia y encerrada en sí misma.

Lo habitual en los últimos días.

—¿Qué pasa? —reaccionó.

—Nada. Pasar, no pasa nada. Pero necesito que me lo cuentes.

—¿Contarte…?

—¿No confías en mí?

—Sí.

—Pues dime lo que te sucede, aunque creo que ya lo sé.

—¿Ah, sí?

—Necesito oírtelo decir.

—¿Por qué? ¿Para qué?

El guitarrista se sentó a su lado, en el suelo, a la entrada del pequeño local en el que ensayaban. No había nadie en el patio. La primavera hermoseaba el aire. Crecían dos flores en una maceta, poniendo una gota de color en el lugar.

—La otra noche no quisiste decirme nada.

—¿Qué noche? —Se puso roja.

—La noche que te saqué de las garras de Bernabé Castaños.

Úrsula volvió la cabeza hacia él.

Sus ojos eran vivos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque sé lo que está pasando, y tenía la esperanza de que me lo contaras por ti misma.

—No. —Miró de nuevo al frente.

—Escucha. —Su voz era un remanso de paz—. Conozco a los tipos como él. Los conozco bien porque llevo años trabajando con ellos. Empresarios, representantes, agentes… Si caes, sucumbes. Si resistes, pueden aplastarte. Yo soy un corcho, floto. Pero tú eres una mujer, muy joven, y sabes que muy guapa. Eso es tanto una bendición como una maldición. Has de afrontarlo.

—¿Y qué quieres que haga?

—No quiero perderte.

—No vas a perderme, seguiremos juntos.

—No así.

—Víctor…

—¿Recuerdas cuando te hablé de mi sueño?

—América, sí.

—Vámonos.

Volvió la cabeza hacia él por segunda vez. Todos los interrogantes de su rostro se disolvieron al ver su determinación.

Hablaba en serio.

—Lo he estado pensando —reflexionó el guitarrista—. No voy a dejar que te hagan daño. Quizá esto sea una señal.

—¿Quieres que nos vayamos a América… los dos?

—Sí.

—¿Estás loco?

—La loca serás tú si te quedas. Con él serás una desgraciada, una marioneta. Sin él te hundirás, te aplastará. A veces tomamos los caminos por voluntad propia y otras por necesidad. Piénsalo, aunque no tienes demasiado tiempo, ¿verdad?

—¿Qué haríamos en América, solos, sin dinero?

—Puedo pedir algo para el viaje, y tengo ahorros de estas últimas semanas en las que hemos trabajado tanto. Eso no es problema. Ni tampoco actuar allí. El arte tiene esas cosas. Basta con que te vean cantar y bailar una vez. Trabajaremos a los dos días. En España serás una artista. Allá serás una estrella. Y si lo eres tú, lo seré yo.

—¡Pero no puedo irme! ¿Y mi familia?

—Tu arte es tu familia, te lo dije. Estás casada con él. Cuando tienes un don, a veces es una carga, pero no puedes apartarlo, forma parte de ti. Tú tienes un don. Vívelo hasta el final. Disfrútalo y déjame ser parte de él. Si tu familia te quiere, lo entenderá. No será el fin; al contrario, será el principio. Y ten por seguro algo: yo cuidaré de ti, te acompañaré hasta el final. No te molestaré, serás libre, sólo estaré ahí.

Tuvo deseos de abrazarlo.

Se contuvo.

Fuere como fuese, lo que le proponía era una locura.

Una locura.

—Soy menor de edad, mis padres nunca me dejarían.

—No te pido que se lo digas, ni tampoco que lo entiendan. Deberás marcharte sin decírselo.

—¿Quieres que me escape? —Abrió los ojos.

—Puedo conseguir papeles falsos, un libro de familia en el que se diga que tienes veintiún años y estamos casados. En una semana estarían listos.

Se le aceleró el pulso.

—Piénsatelo —insistió Víctor—. O eso o… ya sabes lo que te espera.

—¿Qué harías tú si…?

—Irme. —Se levantó—. No podría soportarlo.

184

La docena de personas, enlutadas, llorosas, formaba una piña resguardada del sol, una mancha negra al amparo de una de las paredes llenas de nichos. Los dos albañiles, en la opuesta, retiraban la losa que cubría el espacio en el que sería depositado el ataúd, de madera barata, con un crucifijo en la parte superior como único adorno.

Salvador no apartaba los ojos de él.

La última vez que le había visto fue el día de la paliza. La última imagen, la de aquel brutal golpe en la sien. Unos segundos antes había estado dentro de su amigo.

Haciendo el amor.

Una clase de amor que nadie entendía pero que era suyo, les pertenecía.

¿Y ahora qué?

¿Crecía y mataba a todo el mundo?

—No odies. —Escuchó la voz de Jaime en su cabeza—. No odies, porque tú estás hecho para amar.

Quiso correr hacia el ataúd y abrazarlo, abrir la tapa, verle por última vez.

—Recuérdame siempre.

Primero había sido el dolor. Después el pánico. Ahora no sentía nada.

El ataúd fue depositado en el nicho.

—Mi niño… —gimió la madre de Jaime.

Sus hermanas la abrazaron, la sostuvieron. Era la tercera vez que amagaba con desmayarse. La piña se apretó todavía más, envolviéndola. Una especie de cucaracha con una docena de cabezas y los rostros blancos.

El rezo final.

El sacerdote profiriendo sus palabras póstumas.

Tanta falsedad…

Ellos y los uniformados, los que anatemizaban la diferencia, los que hablaban de pecado, de enfermedad, de atentado contra las buenas costumbres, de desviación, de asco. Los que defendían el pensamiento único, la rigidez, las normas.

Ellos.

Salvador supo en ese instante que nunca podría volver a ver a un sacerdote o a un militar, policía o guardia civil, con la equidad de un ser humano.

Porque ya no era un ser humano.

Le habían arrebatado el alma.

Apretó las mandíbulas.

Guardó en la memoria la escena, el día, el momento.

Los dos albañiles cerraron el nicho, despacio, como si modelaran una obra de arte o construyeran un pequeño edificio que luego poblarían personas felices. El ritual entró así en su recta final.

Fue entonces, en la diáspora de cierre, cuando la madre de Jaime se acercó a él, todavía sujeto por Carmen.

Le miró con ternura y le acarició la mejilla.

Una sonrisa.

Sólo eso.

La gratitud y el perdón. El amor y el adiós. La rendición y la paz.

Echaron a andar por las calles del cementerio de Montjuich rumbo a la salida, para demostrarse a sí mismos que la vida seguía, que el tránsito de unos era el acicate de otros.

Se lo comentó entonces.

—Mamá, voy a estudiar mucho.

—¿Por qué lo dices?

—Quiero ser abogado.

—¿Y eso?

—Alguien tendrá que defender a los Jaimes del mundo.

Carmen le ocultó el rostro.

—No llores —le pidió él—. Ya no vale la pena llorar.

—No lloro. Es sólo que…

—¿Qué, mamá?

—¿Y quién va a defenderte a ti, hijo mío?

Se encontró con sus ojos y entonces, de repente, apreció el cambio, la diferencia, el enorme salto del niño al adulto, del pasado al futuro, aunque en medio quedara un largo presente.

—No será necesario, créeme —dijo Salvador.

185

Barcelona era un río humano.

Dios estaba allí.

Y Franco llegaba ese día, para estar a su lado.

—¿Tú habías visto tanta gente?

—No —dijo Fuensanta.

A Raquel se le escapó un sarcasmo irreverente.

—Si en lugar de vender perfumes vendiéramos rosarios o estampitas, nos hacíamos de oro.

Se santiguó de inmediato.

—¿Cuánta gente crees que habrá venido por lo del Congreso Eucarístico? —preguntó Fuensanta.

—¿No has visto el periódico de hoy?

—No, nunca lo miro.

—Pues deberías.

Raquel caminó media docena de pasos y regresó con un ejemplar deLa Vanguardia. El Congreso, bajo el lema «La Eucaristía y la Paz», había empezado el día anterior, domingo 27 de abril. Lo colocó frente a ella y leyó:

Casi dos millones de personas se congregarán en Barcelona hasta el próximo día 1 de mayo. Este Congreso, el más grande de la historia, y es el número 35, congregará a religiosos y fieles de 80 países, con 49 cardenales, 225 arzobispos y abades, 20.000 seminaristas y sacerdotes, 356 corresponsales de prensa nacionales y 124 extranjeros, 300.000 congresistas inscritos y muchos más datos que hablan de su importancia. Entre los actos más destacados están las misas solemnes, la adoración al Santísimo, las procesiones, los debates, las exposiciones y en la ceremonia de clausura, que tendrá lugar en la parte alta de la avenida del Generalísimo, se estima que el número de asistentes rondará el millón y medio de personas…

—Pero ¿de dónde sale tanta gente? —Fuensanta mostró sus dudas—. ¿Seguro que no engordan las cifras?

—Si lo dice el periódico…

—¿Qué pasa, que todo lo que sale en los papeles es verdad? ¿Tú te lo crees?

—Yo sí, ¿por qué no iba a creerlo?

—¿Qué más dice? —se interesó ella.

—Pues… que se van a ordenar ochocientos veinte nuevos sacerdotes en el estadio de Montjuich y que estará lleno de fieles, y que gracias a esta iniciativa del obispo de Barcelona, monseñor Gregorio Modrego, la ciudad va a cambiar mucho porque ahora somos un reflejo de la nueva España. Las familias más pudientes de Barcelona han contribuido generosamente para que se construya ese nuevo barrio, el del Congreso, con quinientas sesenta viviendas.

—¿Los ricos dan dinero a los pobres?

—Lo dice aquí, mujer. —Raquel insistió señalando el dato.

Fuensanta miró el periódico como si se tratara de algo abstracto, irreconocible. Lo único que sí sabía era que el racionamiento se terminaba, que trece años después de acabada la guerra el futuro parecía mejor. Una corriente de optimismo iba de aquí para allá llenando de esperanza a la gente.

Aunque ella no la sintiese por ningún lado.

Raquel siguió hablando, y sus palabras, de pronto, fueron casi un eco de sus pensamientos.

—Por lo menos todo el mundo habla de nosotros. Mi marido dice que eso nos pondrá en los mapas, que es un reconocimiento internacional a lo bien que nos van las cosas. Se va a acabar el racionamiento, todo el mundo lo da por seguro. Por fin, Fuensanta. Por fin. Eso sí será el fin de la guerra.

—¿Y la gente que aún está presa? —Se sentía tan irritada como combativa.

—¡Ay, calla! —La contempló preocupada—. ¿Y tú cómo sabes eso?

—No es un secreto.

—Pues depende de con quién estés, mira tú. Yo no sé nada.

—Aquí nadie sabe nada, pero siguen pasando cosas.

—Si siguen presos será porque tenían delitos de sangre.

—Será.

—Oye, ¿estás bien?

—Sí.

—Chica, no hay quien te entienda.

Fuensanta pensó en Salvador, en Rogelio…

—Da igual. Nadie entiende a nadie.

Ya no pudieron seguir hablando. Un hombre entró en la perfumería. Era joven, alto, elegante, como de treinta años. No llevaba anillo de casado.

—Es tuyo —le dijo Raquel.

Fuensanta caminó a su encuentro. La escena, de pronto, tuvo un suave sabor adéjà vu.

—Señorita, querría un perfume.

—¿Alguna marca o tipo de aroma concreto, señor?

—Discreto, elegante. Es para una mujer mayor. Mi madre.

Disimuló su sonrisa cargada de ironía.

Aquella vez, a Pablo, le había dado tres alternativas. Esta vez optó sólo por una.

Le dio al hombre el mismo perfume que él compró.

—Éste sale mucho para señoras de edad, como es su caso.

El hombre olió el aroma.

—¿Le importaría ponerse una gota en la muñeca, para hacerme el efecto?

Otra sonrisa contenida.

—Por supuesto, señor.

Se puso la gota, la frotó y le tendió la mano con la palma hacia arriba al cliente. De entre las dos opciones, tomarle la mano o no hacerlo, él escogió la primera: se la tomó. Acercó la nariz a la muñeca y aspiró el perfume con los ojos cerrados.

—Cambia de una piel a otra, por supuesto —dijo Fuensanta—, pero le aseguro que es el mejor. Suave, fresco, nada estridente.

—De acuerdo —asintió—. Usted es la experta.

—Si quiere pasar por caja… ¿Se lo envuelvo para regalo?

—Por favor.

Se acercaron a la caja. Raquel estaba al otro lado, fingiendo trabajar aunque no les perdía de vista. Fuensanta envolvió el perfume con esmero.

No esperaba aquello.

—Señorita, ¿sería muy osado por mi parte preguntarle a qué hora libra usted de su trabajo?

Pablo lo había hecho mejor.

Continuó envolviendo la cajita, sin alterarse. Ya no hubo sonrisa que contener.

—Me temo que sí, señor, que sería muy osado —dijo empleando el mismo tono ceremonioso—. Se lo agradezco pero lo siento.

—Yo también.

—No pasa nada.

—Espero no haberla incomodado.

—Al contrario. —Le entregó el regalo y recibió un billete de cien pesetas—. Ha sido muy amable. Se lo agradezco.

No hubo más intercambio de palabras. El cliente salió de la perfumería con toda su maltrecha dignidad por delante.

Unos minutos antes, pensaba en Salvador y en Rogelio.

Ahora, inesperadamente, su cabeza se llenó de Pablo.

—¿Qué te decía? —Raquel apareció a su lado.

186

Desde que ya no iba a la droguería, desde que había dejado de trabajar, le costaba centrarse en el hecho de que ahora era, simplemente, un ama de casa.

Ya no pasaban penurias extremas; restaba el gasto de las reparaciones, las últimas deudas, pero los malos tiempos iban quedando atrás. Y sin embargo se sentía inútil.

Inútil y sucia.

Se pasaba el día lavándose, llorando, sacando su rabia y luego, casi al mismo tiempo, su pena.

Salvador, Salvador, Salvador.

Lo hacía por él.

Pero el peso en su alma era enorme.

Le quedaba una cita para pagar su deuda. Una más. Lo peor era que temía que Sebastián no se conformase. Ya no la dejaría en paz. Y entonces, ¿qué? La única salida era morirse.

Le dolía el sexo de tanto frotárselo.

Necesitaba arrancar hasta la más mínima huella del paso de aquella mala bestia por él.

Se vio reflejada en el espejo. Por el contrario, a Antonio ya no se atrevía a mirarle. Estaba segura de que la culpa se reflejaba en su semblante. ¿Cómo podía Sebastián desearla? ¿Qué veía en ella? ¿Por qué tanta obsesión? Si se hubiera casado con él, lo más seguro es que ya ni la tocara. Tendría una amante. Pero le rechazó. ¿Era sólo por eso? ¿El rechazo era capaz de generar una locura obsesiva como aquélla, tantos años alimentada?

Le quedaba una vez más.

La última entrega.

Después sería libre, de una forma o de otra.

Intentó mantenerse ocupada, así que se dispuso a ir a la compra. Recogió el monedero, el capazo, y cuando se disponía a salir llamaron a la puerta.

Lo dejó todo y abrió.

Conocía a la mujer que se le apareció en la calle. Nunca la había visto en persona. Sólo en foto.

En el retrato que Sebastián tenía encima de su mesa.

Su esposa Milagros.

—Buenos días. —Habló primero su visitante.

Carmen no supo qué decir. Se quedó muda.

—Me llamo Milagros Ballesta, o señora Moreno, si lo prefiere.

Era inútil fingir. De pronto aquello ya no era entre Sebastián y ella. Era de mujer a mujer.

Recuperó el aliento.

—Pase —la invitó.

Milagros obedeció a su gesto. Cruzó el umbral. No daba la impresión de ser una persona cargada de odio o animadversión. Estaba relajada. Sólo sus ojos, el fondo de sus pupilas, denotaba dolor y amargura. Lo dominaba con su elegancia, su saber estar, su porte. Vestía con exquisita corrección, iba muy bien peinada, calzaba unos zapatos de tacón que la hacían más alta de lo que era. En algún momento del pasado, cuando era joven, debió de ser atractiva. No guapa. Pero sí atractiva. Pasados los cuarenta mantenía algunos de aquellos rasgos, pero el tiempo, más que la edad, dejaba ya su huella indeleble en su imagen. Bolsas bajo los ojos, arrugas en los labios, manos cruzadas por venas como sarmientos. Eso y la tristeza.

Llegaron a la sala.

—¿Puedo sentarme?

—Por favor.

Dejó el bolso en la mesa y ocupó una de las sillas. Carmen vaciló, hasta que comprendió que las rodillas acabarían dejando de sostenerla. Necesitaba ser fuerte. No sabía qué iba a suceder, pero lo necesitaba.

Las dos mujeres sostuvieron sus respectivas miradas unos segundos.

Todos los interrogantes flotaron entre ellas.

—Imagino que sabe a qué he venido —rompió el silencio Milagros Ballesta, que por alguna extraña razón no utilizaba o no llevaba el apellido de su marido.

—En parte sí, aunque no estoy segura.

Los ojos de su visitante la atravesaron.

—Es usted muy guapa.

—Gracias.

—Aun así no entiendo…

—¿Ha hablado con él?

—No.

—Entonces, ¿Sebastián no sabe que está aquí?

—No.

El nuevo silencio fue crepuscular, un ocaso que las relajó a las dos. Por lo menos para que, de forma inconsciente, alcanzaran una difusa paz.

—¿Cómo ha dado conmigo, señora?

—Sebastián llevaba unos días raro, nervioso. Algo inusual en él, que es un hombre reflexivo y calculador al máximo. Yo intuí que algo sucedía, pero no sabía qué podía ser hasta que sacó a ese chico de la cárcel.

—Mi hijo.

—Su hijo, sí —asintió su visitante—. No recordaba haberle visto tan nervioso y excitado. No suelo espiarle, soy discreta, pero aquella noche se encerró en el despacho que tiene en casa, hizo unas llamadas… Imposible no escucharle. Hablaba a gritos, con pasión. Le dijo a alguien que liberar a ese muchacho era una cuestión personal, y que se lo agradecería toda la vida. Lo que me alertó fue un comentario. La persona con la que hablaba debió de preguntarle algo y él le respondió: «Ella vale la pena».

Carmen era una estatua.

—Se lo he dicho, soy una mujer discreta. Nunca me metí en sus asuntos, nunca le hice preguntas. Sé cuál es mi papel. Pero en esta ocasión sentí que sucedía algo, ya ve, y le seguí. —Hizo una pausa tensa—. Supongo que más que despecho sentía curiosidad. La misma que me ha impulsado a venir a verla. Los años me han hecho comprender por qué se casó conmigo y aceptar nuestra vida en común. Por si fuera poco, no le di hijos. Pero le quiero, ¿sabe usted? En lo bueno y en lo malo, como dijo el sacerdote.

—Señora…

—No, déjeme acabar. —Levantó una mano con delicadeza—. Seguí a Sebastián en un taxi y le vi detener el coche en esa casa de la calle Gomis. Era de un amigo íntimo que murió sin nadie y se la dejó a él. La puso en alquiler, pero queda lejos y al final… Bueno, ahí está. Me esperé un rato y cuando él se marchó continué allí, hasta que la vi salir a usted.

—Y también me siguió.

—Hasta aquí.

—¿Por qué no vino a verme ese día?

—Porque no sabía qué hacer. Porque estas cosas les pasan a los demás, no a una, y son amargas, muy duras de aceptar. No he podido hacerlo hasta armarme de valor y saber qué podría decirle.

—¿Lo sabe ya?

—Deje a mi marido, por favor. —Fue directa—. No sé cuál es su relación con él, si es un capricho o una aventura, aunque… —Sin pretenderlo, paseó una rápida mirada por lo que la envolvía, llenándose de aquella sencillez y humildad—. Usted está casada, tiene hijos. Le repito que no entiendo lo que sucede pero…

—Su marido no me interesa para nada, señora. —Carmen no pudo contenerse.

—Entonces…

—Es una larga historia.

—Cuéntemela.

Lo consideró y se rindió. Estaba harta. Lo único que ya no podía aceptar era que aquella mujer, la esposa de la bestia, creyera lo que no era.

—Sebastián y yo somos del mismo pueblo. Hace unos años, siendo yo muy joven, me pretendió.

—¿Y usted?

—Me casé con otro. Con el hombre al que amaba.

—Sigo sin entender cómo él…

—¿Porque soy una mujer vulgar?

—No se trata de eso.

—¿Qué quiere que le diga, que para su marido soy una obsesión?

Escucharon el ruido de la puerta. Las dos dejaron de hablar. La voz de Salvador las alcanzó desde el pequeño recibidor.

—Mamá, ya estoy en casa.

El chico entró en el comedor.

—Hola, Salvador —lo saludó su madre.

Milagros Ballesta no dijo nada. Miró al recién llegado.

Los ojos dilatados, la boca poco a poco desencajada.

—Hola, señora —la saludó el muchacho antes de dirigirse a su madre para decirle—: Voy a mi cuarto, tengo que hacer un trabajo.

Fue un visto y no visto.

Desapareció.

Carmen se enfrentó al desconcierto de su visitante.

—Su marido me violó la noche del 19 de julio de 1936. —Se lo susurró sin evitarle la contundencia de la realidad—. Acostarme con él ha sido el pago para que liberara a su propio hijo de la cárcel, aunque él ni siquiera sabía que lo tenía hasta que se lo dije yo.

187

Salvador se estaba poniendo los pantalones del pijama cuando Ginés entró en la habitación sin llamar.

—Oye, ¿puedes dejarme la…?

El gesto fue instintivo. Ante la desnudez de su hermano pequeño, desvió la mirada, casi estuvo a punto de dar media vuelta y salir.

Salvador acabó de subirse el pantalón. Se lo anudó a la cintura.

—¿Qué querías?

Pareció haberlo olvidado.

—Da igual.

—Espera —lo detuvo el chico.

Ginés le observó desde la puerta. Salvador estaba muy tranquilo. Se mantenía así desde que le habían soltado. Una sorprendente reacción. Ni miedo ni vergüenza: serenidad.

—Sigo siendo el mismo —le dijo.

No supo qué responderle, pero tampoco se movió de donde estaba, con medio cuerpo fuera y medio cuerpo dentro del cuarto,

—Me gustaría ser como tú, Ginés —hablaba despacio, mesurando cada palabra—, pero ya ves, no lo soy.

La pausa fue extraña. Por un lado les unió. Por el otro abrió nuevas grietas entre ambos.

—¿Qué sientes? —quiso saber Ginés.

Salvador se encogió de hombros.

—Los curas dicen que eso es pecado —insistió Ginés.

—¿Qué crees tú?

—No lo sé.

—Pero ya no soy tu hermano, ¿verdad?

—Siempre serás mi hermano, aunque no te entienda ni comprenda cómo pueden gustarte los que son como tú y no las mujeres. —Por un momento estuvo a punto de estallar. Por un momento—. ¡Leches, Salvador, las mujeres son tan ricas, están…!

—Ya no te pido que seas mi hermano, pero sí que seas mi amigo.

—¿A qué viene eso?

—Cuando pueda me iré de casa.

—¿Por qué?

No hubo respuesta, sólo el color de su mirada, gris y opaco.

—No eres más que un crío —lamentó Ginés.

—Ya no —aseguró él.

No hubo más diálogo. Primero porque Ginés hizo ademán de marcharse. Segundo porque, antes de que lo completara, su padre apareció en la puerta.

Estaba muy pálido.

—Vete, Ginés. Déjanos solos —le pidió.

Su hijo mayor salió de allí. Antonio cerró la puerta. Luego él y Salvador se miraron desde una distancia infinita. La distancia que difícilmente lograrían ya salvar.

El hombre se sacó el cinturón, despacio.

—Papá, no.

—Hay que arrancarte eso de encima, hijo. No se puede vivir así.

—Papá…

Se acercó a él con el cinturón en la mano, la hebilla colgando. Salvador retrocedió, sobre la cama, hasta tropezar con la pared. Una vez acorralado por ella, no hizo sino cubrirse.

Su padre alzó la mano armada.

—Me duele esto más que a ti —dijo antes de asestar el primer golpe.

188

Llegaba tarde.

Más de media hora tarde.

Carmen bajó del tranvía y aceleró el paso. Caminó desde la esquina de la avenida de la República Argentina, por el comienzo del paseo del Valle de Hebrón, hasta la calle Gomis, por la que dobló a la derecha. La pendiente la bajó todavía más a la carrera, con el alma en vilo.

La calle estaba siempre vacía.

Salvo por aquella mujer, que de pronto salió de su casa, con la silla en la mano, para sentarse a coser en la acera y ver pasar una vida que por allí apenas si tenía movimiento.

La última cita.

La tercera vez que renunciaría a todo, a su dignidad, a su propio ser; se abriría de piernas y…

El coche de Sebastián estaba aparcado justo delante de la torrecita. La reñiría. Se enfadaría con ella. Él quería llegar y encontrársela ya a punto, para que le desnudara, le tocara, fingiera todas las mentiras que quería escuchar. Lo peor era que ahora sería él quien la desnudase a ella.

Resistiría un poco más.

Tres encuentros.

Tres.

Dos consumados. Ya no iba a rendirse estando tan cerca.

Aún se preguntaba por qué aquella mala bestia le propuso tres encuentros y no cinco, o diez, o convertirla en su amante para siempre. ¿Pensó que ella aceptaría ese número? ¿Fue una prueba? ¿Le exigiría más ahora, con la amenaza de hacerle daño a Salvador, a su propio hijo?

¿Y su esposa?

¿Le habría dicho algo de su conversación?

No, de eso estaba convencida. Su mujer callaría, como Dios mandaba, por prudencia, recato, orgullo… y miedo.

Abrió la puerta y trató de calmarse. Todavía tenía la imagen rota de Salvador en su mente, machacándole los precarios restos de su ánimo. El médico que acababa de atender sus heridas casi se lo había llevado al hospital. Toda aquella infausta noche sangrando y con fiebre…

De no haber sido por Ginés, Antonio le habría matado.

Tan enloquecido…

Carmen cerró la puerta. No se tenía en pie. Le dolía la cabeza, el pecho, el alma. El peor de los dolores era el dolor invisible, el último. Envolvía igual que una mano fría apretando, apretando, apretando hasta ahogar toda resistencia.

—¡Lo siento! —gritó desde la entrada—. ¡No he podido llegar antes, perdona!

Ningún sonido.

Reapareció el asco en su vientre, la arcada, pero esta vez contuvo el vómito porque no podía escaparse. Llevó aire a sus pulmones y apretó los puños. La primera vez había sido muy rápido. La segunda un poco más lenta. Si tenía suerte…

Creía que nada podría ser superior a la noche de la violación, y estaba equivocada. Cuando la forzó, ella al menos pudo luchar, pelear por su dignidad. Ahora simplemente se entregaba. Al asco del acto en sí, se sumaba el que sentía por sí misma.

Entró en la habitación.

Y se detuvo en seco.

Sebastián Moreno estaba allí.

La miraba sin verla.

Carmen no se movió.

La sangre, abundante, ya manchaba toda la cama y goteaba en el suelo formando una laguna a sus pies. Caído boca abajo, con la cabeza vuelta hacia la puerta y los ojos abiertos en una mueca de estupor, incrédulo frente a la muerte, las cuchilladas le habían masacrado el cuerpo, probablemente incluso después de exhalar el último aliento de vida. El cuchillo seguía allí, enterrado en mitad de la espalda, testigo póstumo del final de algo que, tiempo atrás, tal vez fuera un ser humano.

Carmen no pudo gritar.

No pudo reaccionar.

Quería coger aquel cuchillo y hundírselo una vez más, a modo de grito silencioso.

La última emoción.

No supo cuándo echó a correr. Fue incapaz de recordarlo. De pronto se vio a sí misma calle Gomis abajo, agotada, a punto de tropezar, y al detenerse se reconoció a sí misma en el espejo de un escaparate.

—Eres libre —fue lo único que acertó a decirse.

189

Pasear por Barcelona, con los ecos del Congreso Eucarístico dominando la vida de la ciudad de punta a punta, era igual que hacerlo por una enorme iglesia al aire libre. Devoción, recogimiento, la sensación de que, de pronto, el destino la había convertido en una especie de ciudad santa, sotanas, hábitos, el estallido de la fe se convertía en una montaña insalvable. Por las paredes todavía se veían pegados los carteles del acontecimiento, con las dos palomas, alas desplegadas, sosteniendo la Eucaristía sobre un hermoso cáliz flanqueado por hojas de olivo y diversas banderas de los países participantes. Casi todo el mundo se sabía de memoria el himno, compuesto por Luis Aramburu y con letra de José María de Pemán, porque había sonado hasta la saciedad desde semanas antes. Se decía que en la clausura, en la parte alta de la avenida del Generalísimo, más allá de las últimas casas y casi fuera de los límites de la urbe, el gentío había sido tan impresionante como jamás se recordaba en su historia. Cardenales, obispos, Franco…

Barcelona, la elegida.

España, reserva espiritual de Occidente.

Un extraño universo.

Todo volvía a la calma. O casi.

—¿Tomamos algo?

—No, ya es tarde.

—De acuerdo —se resignó Ginés.

Asun era cambiante. La misma siempre, sí, pero como una piedra preciosa, con muchas facetas. Con todas las mujeres con las que había estado, el sexo era lo principal, flotaba a flor de piel, era lo más presente. Tal vez lo único presente.

Con ella no.

Con ella se reía.

Curiosa cosa la risa.

Le daba paz al cuerpo y alimentaba el espíritu.

Se acercaban a la calle de la Sal, despacio, paso a paso. El paseo había sido más delicioso que el del Jueves Santo, cuando después de todo se fueron a merendar pulpitos a Las Dos Hermanas, al Paralelo.

Aunque el ambiente religioso casi parecía el mismo.

—Últimamente te veo más —manifestó Asun.

—Casualidad.

—Antes estabas menos en casa.

—No sé.

Desde lo de Susana y su madre no había vuelto a estar con ninguna mujer. Susana había sido la última. Recordaba la seda de su piel, el fuego de sus ojos, la perfección de su cuerpo, pechos, sexo, manos, pies…

Parecía que desde aquello hubiera transcurrido una eternidad.

—Ginés.

—¿Qué?

—No, nada.

—Venga, di.

—Sólo quería decir tu nombre.

—¿Por qué?

—Es bonito.

—Qué tonta eres.

—Supongo que sí.

Lo mejor de los paseos eran los pasos perdidos, los que se daban lentamente, poniendo un pie delante del otro con la vista fija en ellos y en el suelo. Había algo poético, romántico, de tiempo capaz de extenderse, de distancia jamás cubierta. Los paseos eran la calma del alma.

Se fijó en ella.

Cada vez que la miraba, de reojo o fijamente, se sorprendía.

A su lado la vida era distinta.

Y eso le daba todavía más miedo.

Era como era, no iba a cambiar. No quería cambiar. Asun merecía algo más. No sabía si mejor. Pero algo más, sí.

—¿Cómo se sabe lo que merece cada cual? —se oyó decir a sí mismo en voz alta.

—Te lo ganas —dijo ella.

—¿Y el destino?

—Eso no existe. La vida es una partida de cartas. Cada día alguien las reparte y te toca lo que te toca. Uno sale y lo atropella un tranvía. A otro le vale la lotería. Los más ni ganan ni pierden. Puede que también sea como la Liga de fútbol, que al final el que más puntos tiene se la lleva, lo cual no significa que los demás merezcan cielos o infiernos por ello.

—Pues los que bajan a Segunda División, desde luego es porque se han merecido el infierno.

—Pueden subir al año siguiente.

Doblaron la esquina y alcanzaron su calle. Anochecía. A unos quince metros, las dos casas aparecían desiertas, sin luces, aunque en la suya Salvador debía de seguir en cama, recuperándose de aquella brutal paliza. Había tenido que arrebatarle el cinturón a su padre de la mano tras derribarlo al suelo de un empujón. No lo soltaba. Le pegaba, lloraba, y no lo soltaba. Jamás le habían visto así. Un autómata sin otra voluntad que la de curarle, curarle, curarle, como lo gritaba una y otra vez.

No quiso pensar en ello.

No a punto de despedirse de Asun.

La joven se detuvo a unos diez metros, bajo la zona más oscura de la calle. Caminaban unas pocas personas y nadie parecía prestarles la menor atención.

A ella le importó poco.

Se le acercó, se subió sobre las puntas de los zapatos y le besó en la boca.

Un beso rápido pero intenso.

—Gracias —dijo él.

—De nada. —Le guiñó un ojo.

—¿Por qué…?

—¿Por qué no?

—Eres increíble. Se supone que…

—¿Que has de ser tú? Anda ya. Los tiempos cambian, y cambiarán más. Te he besado porque me apetecía y porque por lo menos quiero eso.

—¿Cómo que por lo menos?

—Algún día será todo lo que tendré de ti.

—¿Un recuerdo tan pequeño?

—El tamaño no importa. —Volvió a guiñarle un ojo—. La intención sí.

—Puedo darte más. —Quiso abrazarla.

—No. —Asun se zafó haciendo un rápido movimiento—. Si quisieras darme más, ya lo habrías intentado antes. Y si no lo has hecho es porque tienes conciencia. Consérvala, créeme.

—Mira que eres rara.

—Eso decís los hombres cuando una mujer os puede u os desconcierta.

—¿Y si me apetece besarte yo a ti?

—Llegas tarde.

—Nunca es tarde.

—Tienes dos cosas que me hacen ser juiciosa, Ginés. No sé si malas o buenas. Depende de cómo se interpreten aunque se acercan más a lo primero. —Se cruzó de brazos formando una barrera entre los dos—. Eres demasiado guapo y no eres bueno. Yo no quiero sufrir, ¿sabes?

—¿Y si fuera más bueno y menos guapo?

—¿Y si la luna estuviera siempre llena? —se burló ella.

—No, en serio. Entonces, ¿qué?

Asun le acarició la mejilla, le miró con ojos dulces.

Inició el camino final hacia su casa.

—Si fuera así, ya sabes dónde encontrarme —se despidió de él.

190

No habían vuelto a hablar de ello.

No era necesario.

A veces, Víctor la miraba, y en sus ojos latía una promesa, el recuerdo de sus palabras. A veces, ella le miraba a él, y en los suyos flotaban mil desazones.

Nada era lo mismo.

Víctor se marcharía, y se quedaría sola con Bernabé Castaños.

Intentaba concentrarse, pero le costaba. Cantaba con fuerza, pero sin alma. Bailaba con rabia, pero sin duende. Ya no era la niña, la criada, la aprendiz. En unas semanas se había convertido en todo lo que siempre había soñado.

Y tenían razón.

Ya era una mujer.

De los pies a la cabeza.

Tenía que pensar y actuar como una mujer.

Úrsula trató de imaginarse a sí misma con Bernabé Castaños y no pudo. Luego trató de imaginarse cantando y bailando sin Víctor y tampoco pudo.

Ya no.

Se acercó a él y se enfrentó a su mirada de ojos tristes.

—¿Cuidarás de mí?

—Sí.

—¿Estarás a mi lado?

—Sí.

El suspiro final.

—Prepáralo todo. —Habló firme y segura—. Cuando estés listo, avísame.

191

Creía que con el fin de todo, la muerte de la bestia, acabarían la angustia y las pesadillas.

Pero se equivocaba.

Ahora cerraba los ojos y no le veía encima de ella, penetrándola y babeando, manoseándola hasta la náusea, sino muerto, cubierto de sangre, y con aquella mirada vacía e inexpresiva dirigida a ninguna parte.

Ni siquiera se preguntaba quién.

Alguien le odiaba más que ella misma.

Y tuvo más valor.

Volvió a lavarse.

No había habido tercera vez. El horror se limitó a las dos primeras, pero no por ello dejaba de sentirse menos sucia. El asco la estaba volviendo loca, paranoica. Temía que las huellas de Sebastián la delataran, que Antonio le oliera, que la verdad asomase al exterior a través de sus ojos.

Se frotó el sexo, se metió los dedos hasta el fondo, se hizo daño al clavarse las uñas en la carne. Luego la cara, la boca. El espejo le devolvió la imagen de una mujer aterrada, convulsa, de mirada extraviada y edad indefinida, porque de repente ya no tenía cuarenta y un años y era una mujer en la plenitud. De repente era una vieja al límite de sus fuerzas.

Regresó al comedor. La radio emitía el programa de Elena Francis. Más mujeres con problemas. Más mujeres aconsejadas. Así de sencillo. Una carta, y la respuesta de una desconocida lo arreglaba todo.

—Querida amiga, este hombre te quiere, pero no lo sabe, y eso le hace vulnerable, tanto que te desconcierta. Pero está en tus manos, en tu valentía, en tu fe como mujer, conseguir que cambie y sea aquel con el que sueñas y, sin duda, te mereces. No renuncies a tus esperanzas…

Apagó la radio.

Estaba sola en casa y las paredes se le caían encima.

Se volvería loca.

Se acercó a la única fotografía en la que se les veía a los seis juntos, a poco de llegar Ginés a Barcelona, y cuando la tomó con ambas manos para serenarse, sonó el timbre de la puerta.

Dejó el retrato y fue a abrir.

Aquella vez, apenas unos días antes, eran dos, grises, circunspectos, preguntando si vivía allí Salvador Cerón García.

Esta vez también eran dos, sólo que uno no llevaba el uniforme gris de la policía, sino que iba de paisano, traje negro, bigote recto, semblante grave.

—¿Carmen García Jumilla?

—Soy yo.

Todo fue muy rápido. El policía de uniforme colándose dentro para cortarle el paso o lo que fuera que se imaginara. El de paisano diciéndole aquello con su voz grave y espesa, cargada de aristas.

—Señora, queda usted detenida por el asesinato del señor Sebastián Moreno Mendoza…

Ya no escuchó nada más.

Se le quedó la mente en blanco.

192

El despacho era muy elegante. Unas oficinas con clase, personas yendo de un lado a otro, jóvenes, bien vestidas, cien por cien ocupadas. Las paredes, de madera, rezumaban distinción. Por todas partes, desde el mismo vestíbulo hasta los pasillos, las librerías acristaladas, del suelo al techo, rebosaban libros, la mayoría muy viejos, gruesos, de cubiertas rojizas o negras. Los detalles eran preciosos, sin cargar el ambiente. Cuadros con motivos legales, diplomas, reconocimientos…

No tuvo que esperar mucho en la sala.

Pablo apareció al instante.

A la carrera, con el pasmo aleteando en su rostro, la huella de la esperanza iluminando su cara.

—¡Fuensanta!

Ella no supo qué hacer. Estaba preparada para cualquier cosa, pero no había calibrado su reacción, qué haría en el momento de estar frente a él.

Y tuvo la única posible.

Lógica.

Se echó en sus brazos y se dejó proteger.

—Pablo… —Empezó a llorar.

—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —Se asustó por completo.

Fue incapaz de hablar. Le apretó más contra sí, o más bien se fundió con él. Había ido a pedirle ayuda, porque era la única persona que podía dársela, y con lo que se encontraba era con su rendición.

El fin de cualquier resistencia.

—Cálmate, por favor… Respira, ya me lo contarás. Lo importante es que estás aquí.

Sintió cómo la besaba. El cabello, la frente.

Tan dulce como siempre lo había sido.

Rogelio y él, dos mundos tan opuestos…

—Es mi madre. —Consiguió suspirar—. Pablo… —Levantó la cabeza para mirarle a los ojos al decírselo—. La detuvieron ayer y la acusan de asesinato. ¡De asesinato! Pero ella no lo hizo, Pablo, no lo hizo, debes creerme. ¡Mi madre es incapaz de matar a una mosca, y menos a un hombre de veinte puñaladas! Yo…

Lo absorbió, despacio. La mantenía sujeta por los brazos, por miedo a que se le escurriera de entre las manos y acabara en el suelo. Fuensanta tenía el rostro demudado. Una suerte de mano fría le había robado el color. Estaba rota, deshecha.

—Pero ¿cómo…?

—No sabía a quién acudir. —Llegó al final de su súplica—. Tu padre es abogado. Ni siquiera tengo dinero para… Por favor, Pablo… Por favor… Ayúdame y te juro que yo…

Volvió a hundirse en sí misma.

—Fuensanta.

La obligó a levantar la cabeza.

—Así no. —Su tono era cortante—. Así no, cariño. Te ayudaré pero no quiero que…

No le dejó continuar. Le sujetó la cara con ambas manos y le besó.

Le besó como nunca le había besado antes.

No hizo falta que le pidiera perdón.

193

—Antonio…

—No entiendo nada, Carmen. Nada.

—Yo no le maté.

—Eso lo sé, no tienes que decírmelo. Pero… ¿Qué hacía en tu vida otra vez? Nunca habíamos vuelto a hablar de él. No era más que un recuerdo del pasado, ¿verdad?

Le costaba enfrentarse a sus ojos, al desconcierto que los poblaba, al miedo que los empequeñecía hasta no ser más que residuos de sí mismos. Su marido parecía aplastado por una mano de gigante.

—Perdóname.

—¿Por qué?

¿Qué le contaba? ¿Cómo decirle…?

—Háblame, Carmen, por favor.

—¿Qué quieres que te diga?

—Todo.

—No es tan fácil.

—¿Por qué no ha de serlo?

—Porque si eres el hombre con el que me casé, lo entenderás. Pero si eres el hombre capaz de apalear a Salvador por ser como es, entonces no.

—¿Y qué tiene que ver…?

—Mucho, Antonio. Lo tiene que ver todo.

—Carmen, no soy muy listo, ya lo sabes. Estoy hecho un lío. ¡Tienes que ayudarme!

Él estaba fuera, ella dentro, pero había muchas clases de cárceles. Y las peores eran las del alma.

Ayudarle… sin hundirse a sí misma.

De todas formas, en el juicio, todo saldría a la luz.

—Parece que hayamos pisado mierda. —Antonio se pasó una mano por el alborotado cabello.

—No te has afeitado —dijo ella.

¿Cuántas vueltas en círculos tendrían que dar?

Carmen miró al policía que les observaba de cerca. Tenía la vista al frente, pero deslizaba continuas miradas en su dirección. Las carceleras eran mujeres, pero allí, en la sala de visitas, había un hombre.

Antonio se hundió un poco más, y un poco más.

—Me encontré a Sebastián hace muy poco, aquí, en Barcelona —confesó Carmen ya rendida—. Creí que lo había olvidado todo y no fue así. Me pidió vernos, dijo que seguía enamorado, que no me perdonaba haberte preferido a ti. Intenté hacerle ver que estaba loco y…

—¿Y qué?

—Tenía poder, ¿sabes? Mucho. Y el poder hace que la gente se crea capaz de todo. ¿Recuerdas cómo era en el pueblo?

—Una mala bestia.

—La gente no cambia. Ahora era peor.

—Pero volviste a verle después de ese primer encuentro.

—Sí.

—¿Para qué? ¿Qué hacías en esa casa?

Carmen tomó aire.

Ningún secreto duraba toda una vida.

—Fui a pedirle que ayudara a Salvador.

—¿Fue él quien le liberó?

—Sí. Le bastó con un par de llamadas.

—¿Y lo hizo sin más?

—No.

—Entonces…

Otra bocanada de aire, más profunda.

Había muchas formas de matar a un ser humano, y ella estaba a punto de matar a su propio marido.

—¿Recuerdas la noche del 19 de julio del 36?

—Claro.

—Sebastián mató a mi padre. —Desgranó las palabras una a una—. Mamá y yo estábamos seguras de ello.

—¿Fue él?

—Sí, Antonio, tuvo que ser él, pero no sólo por ser del otro bando. Lo hizo porque sin mi padre cerca, yo me quedaba sola, desguarnecida. Tú estabas fuera. Mamá oculta con los pequeños. Seguía obsesionado por mí.

Antonio empezó a dilatar las pupilas.

Finalmente, la primera luz.

—Sebastián Moreno me violó aquella noche —dijo Carmen—. Salvador es hijo de ese hombre.

El impacto fue igual que una bomba silenciosa. Lo sacudió, lo destrozó por dentro. Luego esparció sus pedazos por el contorno de su geografía y más allá.

—Coño, Carmen… —gimió una eternidad después.

—Lo siento. —Cayeron las primeras lágrimas por su rostro.

—Maldita guerra…

—Nunca lo supo. —Intentó aferrarse a la esperanza—. Se lo dije cuando le pedí ayuda. Ésa es la verdad, Antonio.

—Maldita guerra de los cojones… —Volvió a suspirar sin apenas aire—. ¿Es que nunca se va a terminar?

—Ahora así. Al menos para nosotros.

—Está Salvador.

Carmen se inclinó sobre la mesa, aferrada a ella con sus uñas.

—¡Es tu hijo, Antonio! ¡No importa quién lo engendrara! ¡Es tu hijo, no lo olvides nunca! ¡Le viste nacer, le criaste! ¡Es tuyo y mío! Por Dios… —Se ahogó con sus propias lágrimas—. Antonio, si alguna vez me has querido…

—¿Cómo puedes hablarme así? ¿Si alguna vez te he querido? ¡Carmen, coño!

—Pues sigamos siendo una familia.

—¿Cómo, si te meten presa?

—Estás tú, y has de ser fuerte.

—¡Pero si no lo hiciste no pueden condenarte! —gritó.

—¡Eh, tú, baja la voz! —espetó por primera vez el guardia que les vigilaba.

Naufragaron en un silencio áspero, cargado de aristas. Seguía flotando en el aire la última pregunta, la más importante. Y Antonio acabó haciéndola.

—¿Y esa casa?

—Fui a darle las gracias —dijo Carmen—. Cuando llegué ya estaba muerto.

Fin.

Antonio se calló.

Era extraño pero lo hizo.

—Es la hora —les interrumpió el guardia de pronto.

194

Estaban todos, los cinco, pero faltando su madre la casa de repente parecía vacía.

Fuensanta entró en el comedor, donde la esperaban Úrsula y Ginés en silencio. Se dejó caer sobre una de las sillas libres y se enfrentó a sus ojos.

—Se ha dormido —suspiró.

—¿Y Salvador?

—También.

Era la primera vez que estaban juntos y solos, enfrentados a sus propios fantasmas. La primera vez que hablaban cara a cara de lo sucedido.

Y era como si el tiempo les apremiara.

—¿Sabéis algo que yo no sepa? —preguntó Úrsula.

—¿Por qué deberíamos saber algo que tú no supieras? —se extrañó su hermana mayor.

—Porque durante años he sido «la niña». El papel que ahora le toca a Salvador.

—No seas tonta.

—¿Ginés?

—Los hijos nunca saben nada de los padres —afirmó él.

—Pero ¿quién era ese hombre? —insistió Úrsula. Se dirigió a Fuensanta—: Tú tienes que saber algo. Si el padre de Pablo va a defenderla, ha de conocer la historia.

—Lo único que sé, por lo que me ha dicho Pablo después de hablar con su padre, es que viene de atrás, del pasado, del pueblo, de antes de la guerra. Papá y mamá se fugaron para que les dejaran casarse, eso lo sabe todo el mundo porque a los nueve meses nació éste. —Señaló a su hermano—. Pero se fugaron porque la abuela y el abuelo querían que mamá se casara con el tal Sebastián Moreno, que tenía tierras, dinero… Lo de siempre.

—¿Ves? Yo no conocía eso —quiso dejar claro Úrsula.

—Yo tampoco, hasta ahora.

—¿Y tú, Ginés? —Úrsula mantenía la voz cantante.

—Ni idea —reconoció él.

—¿Y Sebastián Moreno estaba enamorado de mamá?

—Es probable, no lo sé —reconoció Fuensanta—. Mamá era la chica más guapa del pueblo, eso tenlo por seguro. ¿Has visto sus fotos de aquella época?

—Y luego, ¿qué?

Fuensanta abrió las dos manos en un gesto de impotencia.

—Luego nada. —Se encogió de hombros—. Estalló la guerra y ese hombre desapareció porque allí ganaron los republicanos. Mamá no volvió a verle hasta hace unos días. Se lo encontró en Barcelona convertido en un tipo poderoso. Cuando detuvieron a Salvador fue a pedirle ayuda. Eso es todo.

—¿Sacó él de la cárcel a Salvador?

—Sí.

—O sea que seguía enamorado de mamá y por eso la ayudó.

—No lo sé. Puede que actuara como un amigo

—Vaya por Dios… —Úrsula se dejó caer hacia atrás.

—No tiene sentido que ella le matara —intervino Ginés—. Le hizo un favor, y grande. Estaba en deuda con él.

—¿Y si quiso cobrársela y ella no aceptó?

Fuensanta y Ginés cubrieron a su hermana con una mirada que más pareció una campana destinada a ahogarla.

—Mamá no pudo hacerlo —sentenció Fuensanta.

—El padre de Pablo es bueno, ¿verdad? —preguntó Ginés.

—Mucho.

—¿Te has arreglado con él? —intervino Úrsula.

—Eso parece.

—¿Eso parece?

—Bueno, sí.

—¿Lo has hecho para que ayude a mamá?

Tardó un segundo de más en responder.

—No.

Úrsula no quiso insistir. Era tarde. Demasiado para seguir hablando.

—¿Y el dinero? —quiso saber Ginés.

—No quieren nada —dijo Fuensanta—. Ni un céntimo.

Su hermano mayor calibró el alcance de esa respuesta.

—Tienes un buen novio. —Asintió con la cabeza mientras sonreía levemente.

195

Miguel Sanromá dejó la cartera de piel sobre la mesa y luego se sentó en su silla. La distancia que le separaba de Carmen no era muy grande, pero sí representaba una frontera, con un mundo a cada lado. La detenida era una mujer empequeñecida y hundida, con ojeras, el cabello ralo, su belleza marchita, las manos nerviosas. El abogado intentaba transmitir seguridad, aplomo, pero también amistad. Y por dos motivos. El primero, para proporcionar calma y serenidad a la presa, hacerle ver que podía confiar en él. El segundo, porque se trataba de la madre de la mujer a la que amaba su hijo. Y eso para él era suficiente.

—Señora Cerón…

—Llámeme Carmen, por favor.

—De acuerdo. —Lo agradeció—. El otro día apenas si pudimos hablar y lo entiendo. En su estado… Pero lo que me contó acerca de ese hombre, su pasado, sus motivos para ir a verle por el problema de Salvador… Entienda que ahora hemos de enfrentarnos a esto de una forma decidida y rápida. ¿Me comprende?

—Sí.

—Soy su abogado, y también su amigo, su confesor, todo. Olvídese de que Fuensanta es la novia de Pablo. Olvídese de quién soy yo salvo de que estoy aquí para defenderla. Nada de lo que me diga será revelado si usted no quiere. Ni en el juicio. Pero yo he de saber la verdad. Toda la verdad, hasta el más mínimo detalle, o no podré hacer nada más que asistir a su derrota. Los cargos son graves; se trata de un asesinato, y además con alevosía por esas veinte puñaladas. Encima tenemos el agravante de que Sebastián Moreno era un hombre importante. Demasiado. Ellos —no aclaró quiénes eran «ellos»— querrán su cabeza, y van a volcar todo el peso de la justicia para cortársela.

Carmen estaba pálida.

—No quiero engañarla, por eso soy tan directo —añadió el abogado—. Ahora dígame, ¿va a confiar en mí?

—Sí.

—¿Me contará la verdad?

No le respondió. Bajó los ojos y los hundió en sus manos. El fuego de su mirada debió de quemárselas porque las cerró de golpe y las escondió debajo de la mesa.

—Carmen…

—Está bien —accedió.

—Entonces adelante —la invitó a seguir.

—¿Me jura que esto no lo sabrá nadie?

—¿Ni en el juicio?

—Ni en el juicio.

—¿Y si la condenan?

—Prefiero la cárcel a la vergüenza.

Miguel Sanromá calibró todo lo que aquello significaba.

—¿Vergüenza?

—Mi marido, mis hijos… Por favor. —Se hundió un poco más sobre sí misma.

—Es su vida.

—No, es la de ellos. Puede que yo muriera aquella noche.

—¿Qué noche?

—Dígamelo para que yo le crea. —Carmen se enfrentó a su mirada con una renacida dureza.

—Tiene mi palabra de honor de que haremos esto juntos, y respetaré sus deseos —prometió él.

—Gracias.

El abogado abrió su cartera. Extrajo un pliego de documentos. Los dejó a un lado, sobre la mesa. Colocó una libreta delante y tomó una pluma estilográfica. La primera hoja en blanco fue igual que un lienzo a punto de ser pintado.

—¿Se encuentra bien?

—Sí —mintió Carmen.

—Le repetiré la misma pregunta que le hice la primera vez. ¿Le mató?

—No.

Estudió sus ojos, intentó penetrar en su mente.

—Se lo juro por mis hijos —insistió ella.

—Hábleme de su relación con Sebastián Moreno.

No tardó más allá de cinco minutos. Y lo hizo con voz átona, sin apenas inflexiones, como quien repite una oración largamente conocida, aprendida de memoria. Ya no había dolor, sólo la pesada carga de los sentimientos. La escapada con Antonio, el rencor y la obsesión de Sebastián, la muerte de su padre, sus sospechas, la violación, el embarazo de Salvador, el paso de los años, la llegada a Barcelona, la vuelta de la bestia, su acoso, la detención de Salvador, su petición de ayuda, el pacto, su rendición…

Todo.

Miquel Sanromá no movió un solo músculo de su cara.

Cuando Carmen terminó, soltó una larga bocanada de aire.

—Lo siento. —Fue como si le diera el pésame.

—Debe de creer que soy…

—No —la interrumpió rápido—. En primer lugar, yo no creo nada. Soy su abogado. Pero en segundo lugar, aunque sea el padre de Pablo y si se casa con Fuensanta lleguemos a ser familia, tampoco puedo juzgarla. No sin entender por todo lo que ha pasado.

—Gracias.

—Lo malo es que veo difícil que la verdad no se sepa.

—¿Por qué? —preguntó inquieta.

—Si el parecido de Salvador con su padre real es tan asombroso como ha dicho…

—Antonio también sabe ya que Salvador no es suyo. Se lo conté ayer.

—¿Le afectó?

—¿Usted qué cree?

—¿Y sus hijos?

—No, pero ellos son jóvenes y fuertes. Hace tiempo que comprendí que tarde o temprano tal vez tuviese que contárselo yo misma. Lo que nadie puede saber es que me avine a acostarme con Sebastián. Ni siquiera por sacar a mi Salvador de allí. Ésa es mi suciedad. No quiero que les salpique a ellos ni que se avergüencen de mí.

—Usted fue a una casa deshabitada para verse con él. No acudió a su despacho ni… Se vieron allí, y no una, sino dos veces. Tres contando la del día del crimen. Esa mujer, la que la vio salir corriendo, le contó a la policía que ya la había visto. Dio detalles. Lo hizo justo el día antes de que Salvador saliera libre.

—No hay ninguna prueba de que… nos acostáramos.

—Sebastián la quería. Obsesión o no, la quería, usted misma me lo ha dicho. Pudo contarle a alguien lo que iba a hacer o lo que hizo con usted. Ese tipo de hombre es así. Un cazador disfruta mostrando sus presas. Pero aunque callase, ¿cree que el ministerio fiscal no habrá sumado ya dos y dos juntando todas las piezas?

—Pudo citarme allí, sólo eso. —Se aferró a su única esperanza—. ¿No entiende que eso mataría a mi Antonio? ¿Primero saber que Salvador no es su hijo, y ahora descubrir que me acosté dos veces con…?

—Dice que eso matará a su marido.

—Sí.

—Y prefiere morir.

—¡Sí!

Miguel Sanromá anotó algo en la libreta. Lo hizo con letra clara, hermosa. La letra de alguien válido. Carmen lo admiró. Siempre había envidiado a las personas que escribían bien y sabían cosas.

Saber era maravilloso.

—¿Por qué le pidió hacerlo tres veces?

—No lo sé.

—¿Confiaba en que después de eso la dejaría en paz?

—No lo sé. —Hizo una mueca amarga.

—¿Conocía usted algo de la vida actual de Sebastián?

—No.

—¿Le dijo algo, le comentó alguna cosa…?

—No, nada.

—Entonces, ¿no tiene ni idea de quién pudo ser?

—No, aunque…

—¿Qué?

—Su esposa vino a verme.

—¿Cómo dice? —El abogado se puso tenso.

—Después de la segunda vez, apareció en mi casa. Sospechaba de él, le había notado nervioso esos días, escuchó la conversación que tuvo con alguien para liberar a Salvador. Así que le siguió hasta la casa de la calle Gomis. Cuando se marchó, esperó, y al verme salir… me siguió. Después de armarse de valor, me visitó.

—¿Tuvieron una escena?

—No. Es una mujer muy correcta, muy señora. Me pidió que dejara a su marido, como si fuéramos amantes o… Entonces llegó mi hijo Salvador, y al verle…

—Se dio cuenta de que era como Sebastián Moreno en niño.

—Sí.

—¿Le contó la verdad?

—Sí.

—¿Toda?

—Sí, la violación, el pacto para liberar a Salvador…

—¿Cree que ella pudo asesinarle por despecho, o al ver que volvía a esa casa para encontrarse con usted?

—No me pareció una mujer capaz de perder los papeles. Ni siquiera creo que le dijera nada, por cautela, precaución, saber estar en su sitio… Si estaba casada con él tenía que saber de sobra que a Sebastián Moreno no se le enfrentaba nadie.

—Pero es una buena candidata. —El abogado se rascó la barbilla.

—¿Cómo dio la policía conmigo tan rápido?

—Antes no lo sabía, forma parte del secreto de sumario. Ni lo entendía tampoco. Pensaba en una agenda del muerto con una anotación o algo parecido. Ahora sí. Tuvo que ser la esposa de Sebastián. Ella les puso sobre su pista.

—Santo Dios…

—¿Y sus hijos?

Carmen arrugó la frente sin comprender el alcance de la pregunta.

—¿Mis hijos?

—¿Y si alguno de ellos sabía algo?

—¡No!

—Salvador, por ejemplo, si ese día la oyó hablar con ella en su casa. O su hijo mayor, Ginés.

—¡No, no, no! —Se puso en pie de un salto, temblando—. ¿Se ha vuelto loco? ¡Ni se le ocurra pensar eso! ¡No, por Dios…! ¡No!

Un policía ya se dirigía hacia ella para obligarla a dejar de gritar y sentarse de nuevo.

196

Era un muchacho joven, de entre diecisiete y diecinueve años, con la ropa muy desaliñada. Los pantalones le venían cortos, la chaqueta ancha. Sus ojillos eran vivos, perspicaces. Parecía recién salido de una fábrica textil en la que fuese el mozo. Cuando se detuvo frente a ella, se la quedó mirando con arrobo, impresionado. Aun así, quiso asegurarse.

—¿Eres Fuensanta?

—Sí.

—¿Fuensanta Cerón?

—Sí, soy yo.

Se sacó el sobre del bolsillo de la chaqueta. Un sobre cerrado sin nada escrito ni por delante ni por detrás. Estaba algo arrugado.

—Esto es para ti.

—¿Quién…?

No terminó la frase.

El sobre tembló en su mano, igual que si a través de él se comunicara con la de quién había escrito algo en su interior y después lo había cerrado.

—Gracias —dijo.

El muchacho dio media vuelta. En la puerta de la perfumería se cruzó con dos mujeres muy bien vestidas y enjoyadas que le miraron con desagrado. Una de ellas hasta le siguió el rastro con unos impertinentes que cabalgó sobre su nariz. Parecían salidas de un calendario del sigloXIX.

Raquel fue hacia ellas.

Fuensanta continuó con el sobre en la mano.

Inmóvil.

Sin atreverse a abrirlo.

—¿Algo importante? —Mercedes Blanch apareció a su lado.

—No lo sé.

—No es bueno que esa clase de chicos entre aquí.

—Lo siento, señora Blanch.

—¿Estás bien?

—Sí.

—El trabajo te conviene. Mejor que estar en casa. Así dejas de pensar.

—Claro.

La dueña de la perfumería se alejó.

Dejar de pensar.

Ahora era la hija de una «presunta» asesina.

¿Cuánto tardaría Mercedes Blanch en despedirla?

Tampoco le importaba demasiado.

Ya no.

Abrió el sobre despacio, como si temiera rasgarlo, y extrajo de su interior aquella simple hojita de papel. Cuando se asomó a ella, temblaba, porque sabía qué contenía, y su significado, y de qué forma su futuro dependía de lo que decidiera tras leerla.

Aquellas pocas palabras.

Un mundo.

Mañana. A las 10. Córcega esquina Enrique Granados. Frente carbonería. Todo listo. Puntual. Imposible esperar. Ven.

R.

«Ven.»

Fuensanta miró la puerta de la perfumería, como si esperase ver aparecer a un enjambre de policías.

Luego rompió la nota.

Ya no la necesitaba.

Tenía su contenido grabado a fuego en su mente.

197

El dinero volvía a estar sobre la mesilla de noche.

Otras quinientas pesetas.

Antonio alargó la mano, tocó los billetes, sintió que le quemaban y la retiró.

Todo iba tan rápido que ya era incapaz de pensar.

Salvador, Carmen, su estupidez arriesgando aquel dinero que no le pertenecía…

Demasiado para soportarlo.

Se frotó los ojos y dudó entre tumbarse en la cama, una vez más, encerrándose en su habitación pero sobre todo en sí mismo, o salir fuera de aquella trampa para estar con sus hijos cuando más le necesitaban.

—Dios, ¿por qué no me caí yo por aquel agujero?

Dios nunca contestaba.

Sólo golpeaba.

Después del Congreso Eucarístico, cuando Barcelona se había vuelto religiosa y santa, él debía de ser el único que ya no creía en nada.

—¿Para qué sirvo? ¿Qué diablos hago en este mundo?

Más silencio.

No tocó las quinientas pesetas. Se levantó con el mismo peso que le aplastaba día tras día y salió del cuarto. Fuensanta y Úrsula preparaban la cena. Escuchó sus voces a lo lejos. Salvador estaba encerrado en su habitación. No le hablaba. Y no podía matarlo. Sobre todo ahora, cuando se suponía que tenía que quererle más.

Se detuvo frente a la puerta de Ginés y llamó con los nudillos, por si acaso.

—Pasa.

Ginés estaba fumando en la cama.

—¿Puedo…?

—Si has venido a liarla…

—No. —Cruzó el umbral y cerró la puerta, aunque no avanzó más. Se quedó con la espalda apoyada en la madera.

—Tengo que ayudarte —dijo Ginés previniendo la bronca—. Soy tu hijo.

—Lo sé.

—Pues no discutamos, va.

—Ya no tengo fuerzas para discutir —reconoció él—. Pero precisamente porque eres mi hijo, debo preocuparme por ti. ¿Lo entiendes?

—Ya soy mayor de edad.

—Para mí siempre serás un niño, tengas la edad que tengas. No hace ni dos días te limpiaba el culo. —Llegó a esbozar una sonrisa que se evaporó como una neblina fugaz—. Mira, Ginés, he cometido muchos errores, supongo que porque no doy más de mí ni he sido una persona de muchas luces, pero el peor error sería dejaros de la mano. No sé lo que haces y me da miedo.

—¿Por qué no confías en mí?

—Porque el dinero no llueve del cielo, y si no es honrado quema. Mira lo que me sucedió a mí, lo ciego que estuve con esa estafa maldita. Nosotros somos obreros, hijo. Eso no se cambia de un día para otro. Naces con ello y por lo general mueres con ello.

—No soy un delincuente, papá.

—¿Qué llevas en ese carro?

—¿Me has visto? —Frunció el ceño.

—Me lo han contado.

—Entonces te habrán dicho que es carbón.

—¿Sólo carbón?

—Y del bueno. Se paga muy bien.

No iba a sacárselo, lo sabía. Era inútil, aunque se pelearan, por mucho que le gritara. Y con Ginés no podía emplear el cinturón. Era más fuerte.

Tampoco quería perderle.

—Prométeme…

—Cuando acabes de pagar lo que le debes al constructor trabajaré menos.

—Me ha dicho que no corre prisa, que tampoco es necesario que se lo devuelva todo. No es un mal hombre. La empresa no da para ganar millones. Todo el mundo hace lo que puede, Ginés.

—Tú lo has dicho: todo el mundo hace lo que puede.

Ginés acabó de fumar el cigarrillo. Sacó otro de la cajetilla y lo prendió con la colilla.

—Dame uno —dijo Antonio.

Y caminó hasta la cama para tomar el paquete que le ofrecía su hijo.

198

Salvador escuchaba el murmullo de la conversación de su padre y su hermano. Casi estuvo a punto de pegar el oído a la pared para enterarse de lo que hablaban.

No lo hizo.

Ya todo le daba igual.

Salvo una cosa.

Estudiar.

Se lo había dicho a su madre el día del entierro de Jaime. Y no era una broma. Ni el sueño de un niño. Era su cruzada. El mundo estaba regido por normas inamovibles marcadas por los de siempre y dividido en dos. En la guerra los rojos y los nacionales. En la vida los hombres y las mujeres. En la sociedad ellos y los otros, entendiéndose por «otros» a todos los poderes que les dominaban a ellos: gobernantes, militares, curas… Y había más, el bien y el mal, diferentes según cada criterio, y la cara y la cruz, y las fronteras que separaban países y religiones, y el palo y el miedo, y el dinero y la pobreza…

No quería ser de los que prohibían, los que pegaban y mataban, los que imponían sin escuchar, pero necesitaba de su propia fuerza para no quedarse a un lado y ser machacado. Necesitaba ser listo.

Los abogados eran listos.

Y ayudaban a cambiar las leyes.

Su padre y su hermano seguían hablando.

Salvador se concentró en el libro.

Ni siquiera odiaba. No valía la pena. Fernando, Ana, el señor Francisco, Jaime, su padre, la policía…

—Jaime… —susurró a media voz.

Nadie le arrebataría eso.

Apretó los dientes y trató de concentrarse en el libro.

—No podrán conmigo, no podrán, no podrán…

Lo único que tenía, además de toda su energía, era tiempo.

Un día sería abogado, y entonces…

Su padre y Ginés habían dejado de hablar.

199

No había cenado apenas nada.

No tenía hambre.

Entró en su habitación y se dejó caer sobre la cama, de bruces, sacudida por todas sus tormentas.

—¿Y ahora qué? —gimió.

Víctor se iría sin ella.

Estaba atrapada.

Volvía al callejón sin salida. ¿Cómo irse, dejando a su madre en la cárcel? ¿Cómo darles la espalda a todos, cuando podían incluso condenarla al garrote vil? ¿Cómo quedarse, si su única salida era entregarse a Bernabé Castaños u olvidarse de sus sueños de ser artista?

Úrsula quiso gritar.

Volverse loca.

¿Cuánto tiempo tardaría antes de que pudiera intentarlo de nuevo?

¿Y si la sombra del empresario era mucho más alargada de lo que imaginaba, prolongándose eternamente?

—Mamá…

Se aferró a la colcha, a la almohada. Clavó sus uñas, sus dientes. Quiso rasgarlas y se comió el alarido que pugnaba por estallar en su garganta. La palabra «acorralada» era muy poca cosa para reflejar su estado de ánimo.

No se dejaría tocar por Bernabé Castaños, eso seguro. Antes le mataría.

Volvería a ser una criada.

Quizá Jorge tuviera razón y su único camino fuera esperarle a él.

Se le antojó un chiste.

Un mal chiste.

En algún momento de la siguiente media hora, sin darse cuenta, sin desvestirse, debió de cerrar los ojos agotada y dormirse sin más.

200

Asun canturreaba en el patio mientras tendía la ropa.

Ginés se asomó para verla, pero sin decirle nada.

Sólo quería retener esa imagen.

Guardarla antes de decirle adiós.

Todo lo de su madre, y antes lo de su padre, le había hecho reflexionar, y mucho. En la vida no cabían las medias tintas. Blanco o negro. Se era o no se era. Se tenía o no se tenía. La noche anterior su padre se lo dijo: eran obreros. Y eso no cambiaba sin más. Lo único que podía hacerlo era el dinero.

Eso y saber moverse.

Como él, al comienzo, con Luisa, con Carlota, con Susana.

Si caían como moscas, seguirían cayendo. Habría otras Luisas generosas, otras Carlotas ávidas de sensaciones. Y otras Susanas con las que soñar. Alguna le sacaría del agujero si era necesario. Úrsula poseía un don, su voz y su temperamento. Salvador, pese a todo, era listo, y lo sería más cuando estudiase para ser algo en la vida. Fuensanta ya tenía a su chico rico.

Él disponía de otro don.

Su físico.

Mejor que el contrabando, el estraperlo, lo poco que robaba para sacarse el extra que darle a su padre para que pagara cuanto antes su deuda con el constructor. Su físico era la llave de todas las puertas. Primero, pasarlo bien, disfrutar con las más posibles. Después… ya se vería. Asun lo había calado a las mil maravillas. A la perfección. No era bueno y era guapo. Una combinación explosiva. Eso la excluía. La apartaba de su camino aunque le gustase, y mucho, sorprendentemente. ¿Cómo podía querer a una chica normal y sencilla cuando disponía de todas las de Barcelona para disfrutar?

Resultaba absurdo…

La voz de Asun, cantando para sí misma, cimbreó con gracia una subida que redondeó con un gorgorito.

Se le encogió el corazón.

Tuvo que cerrar los ojos y meterse dentro, renunciar a seguir espiándola.

Le ardía aquel beso en los labios.

Quería bajar al patio, llegar hasta ella, cogerla y besarla él, de verdad, como les gustaba a todas.

No se movió.

Contó hasta diez y para cuando terminó, ella ya no estaba allí.

201

Fuensanta había llegado a la esquina de la calle Córcega con Enrique Granados a las nueve y media. La carbonería era pequeña y estaba situada al lado de una pastelería. Quedaba a unos pocos metros del chaflán. Lo que hizo entonces fue dirigirse al otro extremo del cruce, en diagonal, y ocultarse detrás de un pequeño quiosco.

Los minutos transcurrieron muy despacio.

Ni siquiera se parecía a sí misma. Llevaba un pañuelo en la cabeza, un abrigo subido hasta el cuello, pese a que ya hacía mucho calor en aquel mayo luminoso, y unos zapatos sin tacones, perfectos para echar a correr si era necesario.

Si, pese a todo, él la descubría.

Caminó un poco, arriba y abajo de Córcega y de Enrique Granados, para no levantar sospechas si se quedaba quieta en el mismo lugar. Miraba su relojito de pulsera con tanta insistencia que hasta se lo llevó al oído para comprobar que funcionase y no estuviese parado. Las nueve y cuarenta, y cuarenta y cinco, y cincuenta…

El coche, viejo y renqueante, apareció cuando faltaban dos minutos para las diez de la mañana.

Viajaban cuatro personas, tres hombres y una mujer. Rogelio era el que iba al lado del conductor. Llegó a bajar para escrutar la calle y el cruce por los cuatro lados.

Fuensanta se escondió un poco más.

Sólo quería verle.

Decirle adiós.

Aunque le hubiera gustado tanto hacerlo en persona, abrazarle, darle aquel último beso…

Un minuto.

Dos.

Las diez en punto.

A duras penas tragó saliva, y más cuando apreció que discutía con los otros tres. Tuvo que dominarse. Rogelio tenía el mismo aspecto que la última vez, aunque estaba más delgado.

Las diez y cinco minutos.

El tiempo se convirtió en una losa muy pesada.

Hasta que Rogelio, vencido, regresó al coche.

—Adiós, cariño. —Fuensanta suspiró.

Sabía que no volvería a verle, que ése sería su recuerdo final, aquel que la alimentase el resto de su vida mientras lo imaginaba feliz, en cualquier lugar de un mundo que, ojalá, fuese lo bastante libre para él.

Y sabía que lo conseguiría.

Rogelio sí.

Lucharía por ello.

El coche enfiló por la calle Enrique Granados.

Fuensanta se apoyó en la pared y se deshizo en mil pedazos.

202

Miguel Sanromá entró en la penumbrosa sala, como si la propia casa estuviera de luto además de su dueña. Había dos butacas y un sofá, así que esperó a que Milagros Ballesta se sentara primero. Cuando la mujer lo hubo hecho, obedeció su gesto. Ocupó la butaca de la derecha, contigua al extremo del sofá habitado por ella.

La viuda de Sebastián Moreno parecía una muñeca de cristal, entera pero sin vida. Vestida completamente de negro, con el cabello recogido en un moño, su imagen resultaba quebradiza. Los labios apenas si eran una línea rosa entre sus mandíbulas. Los ojos, dos cabezas de aguja negra. Las manos, las de una anciana, pese a que distaba mucho de serlo a sus cuarenta y pocos años.

—Ante todo quiero darle las gracias por haberme recibido, señora Moreno. Comprendo que en estas circunstancias tan duras para usted…

—Le he recibido por educación, señor…

—Sanromá. Miguel Sanromá.

—Perdone, sé que acaba de decírmelo pero…

—No importa.

—Mire. —Buscó la forma de que su dignidad estuviera en consonancia con sus palabras—. Usted es el abogado de esa mujer, la asesina de mi marido… —Levantó una mano para detenerle, al apreciar que iba a interrumpirla—. Sé que usted cumple con su trabajo. No tengo nada que objetar. Sin embargo… ¿Qué espera que le diga? Ni siquiera entiendo qué hace usted aquí. Debería saber que su presencia, en cierta forma, me ofende. Me han arrebatado la vida, y lo único que espero, lo único que deseo, es que ella pague por lo que hizo. Nada más.

—¿Es usted religiosa?

—Católica practicante, sí.

—Entonces conoce sobradamente términos como piedad, amor, perdón…

—¿Conoce usted el término justicia?

—Precisamente por esa razón estoy aquí.

Milagros Ballesta no se movió.

—Mi clienta no mató a su marido, señora Moreno.

La pausa fue demasiado larga.

—¿Ha oído lo que le he dicho?

—¿Cómo sabe usted eso?

—Porque me lo ha dicho ella.

Esbozó una sonrisa sarcástica.

—No creo que esta conversación tenga demasiado sentido. —Continuó inmóvil—. Se citaba con mi marido en esa casa, la vieron salir corriendo el día del asesinato. Por Dios, señor Sanromá. Diga, en serio, ¿a qué ha venido? ¿A suplicar?

—Hay cosas que no encajan.

—¿Y quiere que le ayude a que encajen? —Puso cara de sorpresa.

—Usted le contó a la policía que sabía que su esposo se veía con la señora Cerón en la casa de la calle Gomis. Lo sabía porque le siguió primero a él y luego a ella.

—Es natural. Cuando me preguntaron…

—¿Por qué fue a ver a Carmen Cerón?

—Para pedirle que dejara de verlo.

—¿Habló con él?

—No.

—¿Por qué?

—Eso es cosa mía, señor. No tengo por qué darle explicaciones de cómo llevaba mi matrimonio.

—¿Le tenía miedo a su marido?

—¡Haga el favor! —Se envaró—. ¡No le consiento…!

—Señora Moreno —la detuvo ahora él a ella—, he estado haciendo preguntas, indagando. Su marido tenía mucha influencia, mucho poder, y como casi todas las personas con ese poder, era descuidado. No guardaba demasiado las apariencias. Quizá en casa sí, pero fuera de su hogar…

—¿Qué quiere decir?

—Carmen Cerón no fue la primera.

Milagros Ballesta se puso en pie.

—Váyase —dijo cortante.

—No, ya no voy a irme ahora. Tendrá que escucharme, y hablar conmigo. Y créame: mejor ahora que en el juicio, donde si todo sale a la luz, le hará más daño.

—¡Salga de aquí! ¿Cómo se atreve?

Miguel Sanromá continuó sentado.

—Me atrevo porque no quiero que condenen a una inocente.

—¡Fue ella!

—No,usted quiere que sea ella.

—¡No sea ridículo!

—Le dio el hijo que usted no pudo darle y por lo cual su matrimonio se vino abajo.

Fue igual que si la golpeara con el puño.

Ella acusó el golpe.

Incluso se tambaleó ligeramente.

Él ya no quiso soltarla.

—¿Le mató usted?

—¡No!

—¿Quién pudo ser?

—¡Ella, ella, ella! —Cerró los puños y caminó hasta el centro de la estancia, donde se dio la vuelta para mirarle con ojos encendidos—. ¿Quién si no? Quizá Sebastián la obligara a acostarse con él, ¡no lo sé! Quizá siguiera obsesionado con su recuerdo, ¿y qué? Si es cierto que la violó en 1936 y la reencontró en Barcelona, si es cierto que sacó a su hijo de la cárcel a cambio de volver a estar juntos, es evidente que le asesinó para acabar con eso.

—La señora Carmen Cerón no es su enemiga, señora Moreno. Usted misma lo ha dicho: él la violó, y a cambio de liberar a su hijo le pidió que se acostaran tres veces. No puede odiarla. Quiso salvar a ese niño, el propio hijo de su marido. Usted fue a verla, estuvo cara a cara con ella, reconoció al chico. Y ésa es la clave: que fue a verla. La pregunta es: ¿por qué se sintió amenazada por ella y no por las otras?

Pareció a punto de doblar las rodillas.

—¿Otras? ¿Qué otras? —apenas si pudo preguntar.

203

El fantasma de Carmen flotaba entre ellos, como a cada hora del día, pero de forma muy especial en la noche, el tiempo de los silencios, el momento en que cada cual, en su habitación, se enfrentaba a sus propios miedos.

Mirarse unos a otros les inquietaba.

Eran espejos.

Fuensanta, convertida en inesperada madre, se ocupaba de la casa, de la cena, de casi todo, pero su mente estaba puesta en Rogelio, en su viaje, en la forma en que habría cruzado la frontera. Y se preguntaba cómo serían sus primeros pasos en Francia, dónde acabaría.

Con quién.

Hasta él encontraría a alguien.

—Úrsula, ayúdame, que no puedo con todo.

Úrsula se movía igual que una sonámbula. No había hablado con Víctor. No le había dicho que ya no habría viaje porque con su madre presa no podría dejar a la familia. Tampoco había visto a Bernabé Castaños para decirle que no.

Dignidad por sueños.

—¡Ginés!, ¿estás atontado o qué?

—No me grites.

—¡Pues mueve el culo, hombre! ¿Qué, interesante la pared?

—Estaba ensimismado.

—Por Dios, si es que todos sois…

Ginés no quería discutir. Ya no. Podía dirigir su vida, conducirla a su antojo, pero no podía manejar lo que sentía. Las emociones iban por su cuenta, se movían como caballos desbocados y embravecidos. Toda su fuerza menguaba igual que un helado al sol.

Le era imposible apartar aquel beso de su memoria.

Salvador era el más silencioso. Ya no hablaba. Ya no decía nada salvo que le preguntaran. Rehuía la mirada de su padre y de su hermano. Fuensanta y Úrsula parecían estar más cerca de él. Tal vez por ser mujeres, por suplir a su madre. Lo más sorprendente es que ya no lloraba. No desde la paliza de su padre.

Se había endurecido.

Extraño.

Tanto como el hecho de blindar su corazón y, casi, su mente.

Antonio les miraba con el desconcierto del padre que, de pronto, se encuentra con unos hijos adultos sobre los que ha perdido todo control. Unos hijos que no conoce, que le resultan un misterio. Ginés y sus secretos. Fuensanta y la seguridad de que pronto se casaría y se marcharía. Úrsula, capaz de asombrar al mundo con su arte. Salvador y aquella peligrosa inclinación que le marcaría para siempre… unido al hecho de que no le pertenecía. Era su padre por ley, no por sangre.

Y Carmen.

Su Carmen.

Súbitamente otra, llena de secretos, de angustias, de pasados que se habían hundido en su alma como garrapatas imposibles de ser extraídas.

El maldito Sebastián Moreno la había matado en vida.

A ella y a él.

Todas aquellas noche sin sexo, porque su mujer estaba muerta.

La radio seguía muda. Nadie quería escuchar música, o el parte informativo, o noticias que ni les iban ni les venían. Su mundo estaba allí, en la casa, con una prolongación en la cárcel de mujeres.

—Papá.

—¿Qué?

—Come.

—No tengo hambre.

—Ninguno tiene hambre, pero vamos a comer.

—Déjalo, Fuensanta.

—No. Sólo faltaría que nos pusiéramos enfermos. Vamos a hacerlo por mamá, ¿estamos?

Les costaba tragar. Masticaban la comida pero luego la bola no bajaba por el interior del cuerpo. El sonido de los tenedores, los cuchillos o las cucharas resultaba ensordecedor. Todo lo magnificaban el silencio y la tensión.

El timbre de la casa les sobresaltó.

—¿Y ahora qué? —Fuensanta suspiró.

Abrió la puerta ella misma por el simple hecho de que era la única que estaba en pie. La figura de Miguel Sanromá se dibujó bajo la noche inesperadamente.

El abogado sonreía.

—¿Estáis todos?

—Sí.

—Ven, rápido.

La tomó de la mano y él mismo cerró la puerta. Cuando desembocaron en el comedor se lo quedaron mirando. La sonrisa se hizo mayor, sus ojos brillaban. Ni siquiera se prestó a fórmulas sociales. No dijo ni «Buenas noches». No era la imagen de un hombre serio, ni mucho menos la de alguien que portaba malas noticias.

Todo lo contrario.

—Siéntate —le pidió a Fuensanta.

Le obedeció, sin abrir la boca.

Entonces se lo dijo.

—Han detenido a una joven, Serafina Martos, veintinueve años. Era la amante de Sebastián Moreno.

Fuensanta se llevó una mano a la boca. Salvador cerró los ojos. Úrsula abrió los suyos. Ginés sintió un chorro de viento frío en su cuerpo. Antonio se estremeció.

Cinco reacciones.

Una realidad.

—¿Ha sido… ella? —quiso tenerlo claro Fuensanta.

—Sí, ha sido ella —confirmó el abogado, todavía de pie—. Ha confesado. No ha sido difícil.

—Pero ¿cómo…? —vaciló Úrsula.

—Sebastián Moreno llevaba unos días raro. Reencontrarse con el amor de su juventud le alteró mucho. —No quiso mirar a Antonio al relatarlo—. Lo cierto es que era un hombre cruel, loco, como le describió vuestra madre, y en estos años, al estar dotado de tanto poder, eso aumentó. Creía estar por encima del bien y del mal. A su amante, que tenía en un pisito como una reina, la colmaba de regalos, le prometía muchas cosas… De pronto, en unos días, ella empezó a sospechar algo. Ya no la atendía igual, no iba a verla, le notaba distante. Las amantes desarrollan sextos sentidos, aún más fuertes que los de las esposas traicionadas. Saben que antes probablemente hubo otras, y temen que sus hombres, cuando ellas se hagan mayores, acaben sustituyéndolas igual. Es un puro mecanismo de defensa. Así que la tarde del crimen le siguió y descubrió la casa de la calle Gomis. Una sorpresa. No era tonta. Imaginó que él iba a encontrarse con alguien y se sintió amenazada. Su cabeza hizo el resto. —Ahora sí miró a Antonio—. Llamó, se metió dentro, discutió con Sebastián Moreno, probablemente se pelearon y le mató. Los detalles casi ni importan. Las veinte puñaladas sí. Se volvió loca; quizá estaba harta de mentiras, o le amaba de verdad. —Se encogió de hombros—. Se marchó tratando de que nadie la viera y a los pocos minutos apareció Carmen, justo en el momento en que la dichosa vecina de delante salía de su casa para sentarse en su puerta y hacer calceta. Fue la que la vio salir corriendo, la describió a la policía, y cuando la policía habló con la mujer de Sebastián Moreno…

—Esa señora estuvo aquí —dijo Salvador de pronto.

—Se enteró de todo y quiso conocer a tu madre —repuso rápido el abogado—. Según me ha dicho, hablaron, Carmen la tranquilizó y ella se marchó.

Continuó llevando la iniciativa Fuensanta.

—Pero ¿cómo han encontrado a esa mujer?

—La prueba de su existencia la hemos hallado en los libros y la contabilidad de Sebastián Moreno. Era muy minucioso. Lo anotaba todo, regalos, el piso… Hemos tenido suerte. Mucha suerte, no lo dudéis. La policía habría dejado de investigar, puesto que ya tenían a una culpable, de no haber insistido yo en que lo hicieran. Y también tengo mis influencias. —Sonrió con orgullo—. Todavía hay muchos puntos oscuros, como por ejemplo si Milagros Ballesta conocía la existencia de la amante de su marido por más que lo niegue. Todavía las están interrogando a las dos, aunque para lo que nos importa, esto es lo de menos.

—Si vino aquí celosa de mamá, ¿no es lógico que supiera algo de la otra? —consideró Úrsula.

—Tal vez. No sería de extrañar. Mantuvo el tipo cuando fui a verla, pero… —El gesto del abogado fue dudoso—. En tal caso es probable que Milagros Ballesta pensase que una amante era algo que podía consentir. Se calla y punto. No sería la primera. —Trató de justificar más sus palabras—. Quizá no lo entendáis, porque sois muy jóvenes, pero es así, y más en según qué estratos sociales, donde las apariencias importan más que la verdad o mantener una posición es más relevante que ser feliz. —Suspiró para dar mayor énfasis a sus palabras—. Pero tu madre venía del pasado, del momento de la vida en el que los sentimientos son más fuertes. Su marido había estado muy enamorado de ella. —Intentó no mirar a Salvador—. Enamorado y enloquecido. Por lo tanto, Carmen sí era una amenaza. Esa mujer, la esposa, acabó de hacerse una idea de todo cuando vino aquí y la conoció. Entendió la historia. Es más, que prefiriera a vuestro padre fue lo que pudo acabar de convertir a Sebastián Moreno en un resentido, algo que arrastró toda su vida. Para un hombre como él, sentirse despreciado debió de ser un golpe muy duro. A saber por qué se casó con su mujer. ¿Intereses, necesidad? Una historia triste, en la que hubo de todo menos lo más importante: el amor.

Ginés alargó la mano, tomó la jarra de agua y se sirvió un vaso lleno. Lo engulló de tres tragos.

—¿Por qué fue mamá a verle a esa casa? —preguntó Úrsula.

Miguel Sanromá mantuvo el tipo. Después de todo, era abogado. Su voz sonó de lo más natural:

—Cuando detuvieron a Salvador… ¿Qué queríais que hiciera? La única persona importante que conocía era él. Una bestia, sí, pero influyente. Cualquier padre hace lo imposible por sus hijos. Se tragó su orgullo y le pidió ayuda. Después fue a darle las gracias y él la citó en esa casa, probablemente para estar a solas y hablar del pasado. Ella no sabía nada. Fue a verle, inconsciente…

—Así que todo fue por mi culpa —musitó el niño.

—No. —Miguel Sanromá fue tajante—. No hay nada peor que las culpas o los sentimientos derivados de ellas. La vida es una concatenación de hechos que se entrelazan entre sí y nos unen los unos a los otros, para lo bueno y lo malo, no una serie de causas y efectos de los que tengamos que avergonzarnos. No asumas algo que no es, hijo. Soy abogado y estoy acostumbrado a tratar con muchas clases de personas. Incluso Serafina Martos mató por algo. Pagará por ello, será declarada culpable, pero su culpabilidad es diferente al hecho de que sienta esa culpa de una forma o de otra. Quizá para ella fue un acto de justicia, tal vez se volvió loca, quizá Sebastián la trató mal. Has de asumir que tu vida es tu vida, y que formas parte de una familia en la que todos estáis para algo.

Sus últimas palabras habían sido más duras, más directas y firmes. De la alegría de la noticia al peso de una realidad. Salvador lo escuchó con entereza.

Fuensanta abrazó a su hermano por detrás y le dio un beso.

—Ahora debo irme —dijo el padre de Pablo—. Sólo quería que supierais la feliz noticia de mis labios. Estad tranquilos. La pesadilla ha terminado.

—¿Cuándo la dejarán libre?

—Depende del papeleo. Tal vez mañana, aunque es probable que tarden un día más. Hasta que el juez no estampe la firma en el auto…

—Le acompaño —dijo Antonio poniéndose en pie.

—Gracias, señor Cerón.

Fuensanta ya no hizo nada. Se quedó con sus hermanos. En el momento de salir Antonio y Miguel Sanromá hacia el recibidor, se abrazó con Úrsula. Luego las dos hicieron lo mismo con Salvador.

Ginés seguía aplastado en su silla.

«Una historia triste, en la que hubo de todo menos lo más importante: el amor.»

Ya en la puerta, Antonio le hizo la última pregunta al abogado.

La que Miguel Sanromá temía.

—Usted lo sabe todo, ¿verdad?

—¿A qué se refiere?

—A lo que sucedió aquella noche de julio del 36, a Salvador…

—Sí, su mujer me lo contó. Soy su abogado, ¿recuerda? De todas formas no tema. Eso se queda entre nosotros. Su hijo no tiene por qué saber nada. Ni él ni sus hermanas. Quiéralo: usted es su padre. Milagros Ballesta bastante tiene con lo suyo. No creo que vuelvan a verla nunca más. Eso ya no tiene por qué saberse.

—¿Sebastián quería que Carmen…? —Dejó la frase sin terminar.

—Es probable. —Fue cauto—. Pero ahora está muerto.

—¿Ella fue a esa casa sólo a darle las gracias por liberar a Salvador?

Le miró a los ojos, con tanta fijeza que casi le hipnotizó.

—Su esposa le quiere, y quiere a su familia más que a nada en el mundo. Hizo lo que tenía que hacer: como madre, sacar a su hijo de la cárcel; como persona, comportarse como Dios manda. Lo que deseara hacer Sebastián murió con su crimen y ya no habrá juicio en el que puedan hacerse interpretaciones erróneas. La asesina se ha declarado culpable. —Le puso las dos manos en los hombros y le miró con toda la humanidad que le fue posible—. Antonio, lo único que importa en este momento es que ella saldrá libre y que le necesita. Se necesitan los dos para superar este mal trago. No piense más. La vida vuelve a empezar. Es todo lo que cuenta. Sigan adelante, vale la pena. —Sonrió y agregó—: De momento Fuensanta y mi hijo van a casarse, así que ya ve.

—Gracias. —Se dejó llevar por la paz que acababa de darle aquel hombre inesperado en su horizonte.

—Buenas noches —se despidió Miguel Sanromá.

Se estrecharon la mano con todas sus fuerzas.

204

El ramo de flores era muy bonito, delicado, con media docena de colores armonizados y unos adornos preciosos. La florista, coqueteando con él, se lo había preparado con un mimo exquisito, preguntándole una y otra vez si era para su novia.

Ginés también coqueteó con ella.

No respondió a la pregunta.

No pensaba coger un tranvía con un ramo de flores en las manos, así que levantó la cabeza a la caza de un taxi. El día lo valía. El momento lo valía. También llevaba su mejor ropa.

Ellos surgieron de la nada, a su espalda, igual que un viento helado que se cuela inesperadamente por entre las rendijas de una casa.

—Ginés.

Les conocía de vista. Juan Perales y Roberto Baños, aunque les llamaban El Pera y El Lagarto. Lo del primero era por acortar su apellido, no porque tuviera cara de pera. Lo del segundo era por su aspecto sibilino. Se movía rápido, en silencio.

—Hola, ¿qué hacéis por aquí?

—Bonito ramo.

—Es para mi madre.

—Ah —dijo El Pera.

—El jefe quiere verte —dijo El Lagarto.

—¿Ahora?

—Sí —dijeron los dos.

—Pues decidle que iré luego, esta noche.

—Ahora.

—Eh, eh. —Les miró más inquieto que incómodo—. Mi madre sale de la cárcel. Vamos toda la familia a buscarla y tengo que…

—Sube al coche.

El automóvil estaba parado en la esquina, con el motor en marcha. Al volante iba otro conocido, que no amigo. Lo llamaban El Cejas, porque las tenía espesas y enormes. No sabía su nombre real.

—¡Maldita sea, chicos! —protestó atrapado Ginés—. No me hagáis esto. Decidle que no me habéis encontrado. Por favor…

No le hicieron caso. Ni le contestaron. Ya no. El Pera se colocó a su lado derecho. El Lagarto al izquierdo. La presión de sus manos se hizo ostensible. El primero abrió la puerta de atrás del Fiat 1100, un coche elegante. El segundo se aseguró de que entrara y luego entró él. Juan Perales no ocupó el asiento contiguo al del conductor. Rodeó el automóvil y se instaló también atrás, de forma que su «invitado» quedara en medio.

—Pero ¿qué está pasando aquí? ¿A qué viene tanta urgencia? —Ginés acabó por alarmarse.

El Cejas arrancó. Sentado atrás, entre los dos, con el ramo en las manos, se sentía ridículo, en parte asustado, en parte preocupado.

—Decidme al menos qué…

—Cállate, Ginés —dijo El Pera.

—Sí, cállate, Ginés —dijo El Lagarto.

Hicieron el trayecto en silencio. La distancia no fue mucha. Conocía de sobra el almacén de Gaspar Santos. Pero aunque sólo hubieran sido doscientos metros, empezó a sudar, y no por el calor primaveral o lo pulcro de su traje de señorito. Empezó a sudar por el miedo que surgió de sí mismo a la que se puso a pensar.

¿Era posible que…?

No, ¡no! Había sido cauto, nada avaricioso. No tenía sentido…

¿O sí?

El Pera y El Lagarto no eran la alegría personificada, pero en esta ocasión sus caras parecían más pétreas de lo normal, de eso estaba seguro. Así que, fuera lo que fuese lo que iba a encontrarse, no podía ser bueno.

Dependía de su calma, su sangre fría.

Su encanto.

Aunque nunca funcionaba con los hombres.

En la entrada del almacén de Gaspar Santos les esperaba otro hombre. A ése no le conocía. El Cejas aparcó el vehículo dentro y él cerró la puerta de inmediato. Ginés bajó llevándose el ramo de flores. Formaba ya parte de sí mismo. Una prolongación de lo absurdo del momento.

Gaspar Santos estaba sentado detrás de una mesita de madera. Una mesita muy simple, nada relevante. Era un hombre mayor, como de sesenta y pocos años, nariz enorme, picoteada como un pequeño promontorio bombardeado por el tiempo, mejillas hinchadas, labios aplastados por ellas, sotabarba ampulosa y cuerpo orondo. Comía bien. A ambos lados dos hombres más: uno de su misma edad, muy parecido a él; otro más joven, con traje y corbata.

Lo peor de la reunión es que semejaba un funeral.

Nadie reía.

Pero no era un funeral: era un juicio.

Ginés supo que estaba acorralado. Lo supo demasiado tarde. Aunque echara a correr, le atraparían. Y de todas formas no tenía sentido escapar. Sabían dónde vivía, quién era, qué hacía.

Lo sabían todo.

—Señor Gaspar…

Fue a tenderle la mano. Un gesto inútil. El Pera y El Lagarto le sujetaron rápido.

Pensó que le preguntaría por el ramo, pero no fue así.

Gaspar Santos era un hombre directo.

—¿Por qué, Ginés?

—No entiendo nada. —Hizo de actor lo mejor que pudo, siempre buscando la calma necesaria para ser lo más sincero posible—. Me han traído aquí, sin decirme… ¿Qué está pasando?

—Mira, hijo, puedes hacerlo fácil o difícil. Tú eliges.

—¿Elegir? Señor, pero si… En serio, ¿qué está pasando?

—¿No lo sabes?

—¡No!

—Debes de creer que somos estúpidos.

—¿Cómo voy a creer eso, y más de usted?

La pausa fue breve, aunque tuvo un punto dramático. Gaspar Santos hablaba sin alterarse, despacio. Su voz fluía igual que una letanía monocorde.

—Unos perfumes, unas medias de cristal, unos cartones de tabaco… Pero lo de la carne… Eso fue lo más estúpido por tu parte.

—¿La carne? —Fingió hacer memoria—. ¡Oh, la carne! —Elevó la mano libre al cielo mientras su expresión se revestía de fastidio—. ¡Lo había olvidado! Unos perros me asaltaron. Famélicos, oiga. La olisquearon, se volvieron locos y se me echaron encima. No pude hacer nada. Volcaron el carro y bastante hice con salvar el resto. Se llevaron dos piezas, sí. Tuve que volver a ponerlo todo en orden y seguir mi camino rápido. Por suerte nadie me vio.

—¿Cuántos perros?

—Tres… No, cuatro.

—¿Y se llevaron dos pedazos de carne?

—Los dos más grandes, sí.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Señor… —empezó a sentirse acorralado y también más y más asustado—, ¿qué quería que hiciera? Tuve miedo. Es natural, ¿no? Pensé que no me darían más trabajo, que creerían que soy un descuidado… ¿Y si les daba por imaginar…?, ¡qué sé yo! Por Dios, señor Gaspar…

Aquella voz tan cadenciosa, casi la de un padre dolorido.

—Ginés, Ginés…

—Lo siento, de veras. Si es culpa mía le pagaré lo perdido. ¿Qué le parece?

—Un trozo podría ser un error al contarlo, por las prisas. Pero dos… Dos no, Ginés.

—Le juro…

—No jures. —Se santiguó—. ¿Sabes una cosa? Si hubiera sido para ti, para que comiera tu familia, lo habría entendido. Somos humanos. Tengo buen corazón, todos lo saben. Lo tengo. —Ahora sí le atravesó con una mirada acerada, ya sin careta—. Pero se lo vendiste a los Fernández. El tabaco, la bebida, las medias de cristal, el perfume, la carne, todo. Y eso sí me duele, Ginés. Me duele mucho, porque yo me porto bien con la gente, y quiero que la gente se porte bien conmigo. Sin respeto no hay nada, hijo. Sin respeto somos igual que bestias.

—Señor Gaspar. —Finalmente se dio cuenta de su acorralamiento—. Déjeme que…

—Demasiado tarde.

El Pera y El Lagarto continuaban sujetándole. Trató de soltarse de su contacto pero el gesto no hizo sino despertarles, como si también estuvieran hipnotizados por la forma de hablar de su jefe. El ramo de flores cayó al suelo.

Nadie se preocupó de recogerlo.

—¡Mi padre! —gritó por primera vez Ginés—. ¡Fue por él, señor Gaspar! ¡Fue por él! ¡Perdió mucho dinero, se lo robaron…! ¡Tuve que hacerlo por él!

—Encomiable. ¿Es eso cierto?

—¡Sí!

—Por un padre se hace lo que sea.

—¡Sí!

—Ah, la familia… —Gaspar Santos miró a derecha e izquierda, hacia la complicidad de sus dos compañeros de mesa. Luego retornó a Ginés. Su expresión volvía a estar marcada por un punto de dolor—. Siendo así no te mataré, ¿ves?

Ginés se vino abajo. Rompió a llorar. El Pera y El Lagarto impidieron que se cayera al suelo.

—Por favor…

—De todas formas reza, hijo —sugirió el hombre.

—¡No!

—Dicen que eres muy guapo, ¿verdad? —suspiró Gaspar Santos.

205

Unos días antes, habían ido a buscar a Salvador. La historia se repetía con un cambio de personajes y otras motivaciones. Ahora, la que salía de la cárcel, otra muy distinta, era ella.

Y lo hacía después de una larga y angustiosa espera, contada minuto a minuto bajo el sol de la primavera.

Carmen estuvo a punto de tropezar y caerse cuando echó a correr para abrazar a su marido y a sus hijos aun antes de que las puertas de la prisión se cerraran.

Fuensanta y Salvador se fundieron con ella. Antonio vaciló sólo un instante. Primero pareció quedar al margen, perdido. Luego abrió los brazos y les abarcó a todos.

Quedaron formando una piña en mitad de la acerca. El único que no participó de todo ello fue Pablo. Se quedó a un par de pasos, sonriendo.

De pronto todos estaban llorando.

Los cuatro.

La explosión de sentimientos duró algunos segundos, hasta que Carmen consiguió recuperarse y preguntar:

—¿Dónde están Ginés y Úrsula?

—No lo sé, mamá. —Fuensanta se enjugó las lágrimas con un pañuelo—. Habíamos quedado aquí, todos, pero de eso hace ya más de una hora.

—No lo entiendo —se extrañó.

—Ginés tenía algo que hacer, se ha ido temprano —explicó su hija—. Úrsula no sé. Ha dicho que… Bueno, ya sabes cómo es. Estaba tan atolondrada esta mañana, tan nerviosa. Parecía una loca.

Carmen miró calle arriba y calle abajo.

Dudosa.

—¿Les esperamos?

—Has tardado casi una hora en salir. Ya no vendrán. Imaginarán que nos veremos todos en casa.

«Casa.»

Una dulce que palabra que no siempre se valoraba debidamente.

Fuensanta apoyó la cabeza en el hombro de Pablo.

Con amor.

También con muchos otros sentimientos cruzados, calma, serenidad…, resignación.

Sus ojos eran apacibles. Los de Carmen en cambio brillaban más allá de las lágrimas.

En cualquier caso les envolvió un bálsamo de paz.

—Sí, vamos a casa. —Carmen suspiró y cogió a Antonio de una mano.

206

No había sido una carta fácil.

De hecho, una vez sabido que su madre saldría aquella mañana, se había pasado todo el día anterior escribiéndola, dándole forma, una y otra vez, una y otra vez. Víctor la había ayudado, y él sí sabía de palabras.

Aunque el párrafo en que hablaba de él era suyo y sólo suyo.

La leyó una vez más, la última, para estar segura de que era correcta, decía lo que quería decir, valía para lo que tenía que valer.

Un mundo.

Mamá, papá, Ginés, Fuensanta, Salvador:

Perdonadme lo que voy a escribiros. No sé si lo haré bien. He hecho y rehecho esta carta varias veces hasta darle forma y no me ha sido fácil, tachando, buscando las palabras… Lo que vais a leer quizás no lo entendáis como deseo. Las cosas son como son y en una vida hay momentos que no se escogen. Éste es un día especial para vosotros. Pero también es mi momento.

Me voy de casa.

Me voy a América, para cantar y bailar allí.

Me voy para ser libre porque aquí no puedo.

Estaré bien, de verdad. Os escribiré para deciros siempre dónde estoy y lo que hago, y si gano algo y me sobra, os lo mandaré. Sé que volveremos a vernos, que esto es sólo un «hasta luego».

No me voy sola. Víctor me acompaña. No penséis mal. Él toca la guitarra y yo canto y bailo. Seremos una pareja profesional, aunque Dios y sólo Dios sabe qué será de nosotros. Es la mejor persona del mundo. No me importaría nada enamorarme de él, ni que él se enamorara de mí. Os aseguro que seré feliz, porque habré elegido la vida que deseo.

Mamá, perdona. Si me quedara para verte y darte la bienvenida en este día tan especial, quizá no me fuera ya nunca. Y no quiero perderme mi propia vida. Sólo tengo tres caminos: quedarme y volver a ser la que era antes de subirme a un escenario, quedarme y tragar toda la mierda que me pongan delante para poder ser artista, o marcharme. Y he elegido marcharme. Por favor, confiad en mí. Sé que os disgustaréis, y os enfadaréis, pero he de hacerlo.

Mamá, me alegro de que estés libre y vuelvas a casa, porque eres el alma de todos. Eres la mejor madre del mundo. Me gustaría ser la mitad de fuerte que has sido tú. Papá, no te castigues pensando que no lo has hecho bien o te has equivocado. Lo has hecho lo mejor posible. No sé cómo fue tu guerra, pero sé que las personas cambian con ellas. Sólo te pido que no vuelvas a sacar nunca más el cinturón. No se quiere a golpes, se quiere por necesidad, y nosotros te necesitamos siempre.

Fuensanta, sé feliz. Has elegido un camino. Ahora síguelo. No te arrepientas. No vale la pena pensar en lo que pudo ser, sino en lo que es. Pablo está loco por ti. Supongo que serás la primera en dar nietos a papá y a mamá, y sobrinos a mí y a los demás. Te quiero. Te quiero mucho. Y lo mismo os digo a vosotros, Salvador y Ginés.

Salvador, ante todo sé libre. Libre dentro de tu cabeza, que es donde ha de existir la verdad. Un día serás un gran abogado, lo sé. Tal vez antes de que yo vuelva a España convertida en una famosa artistas, tú puedas viajar a donde sea para reunirnos. Todos creemos en ti.

A ti, Ginés, mi guapo hermano mayor, lo que quiero decirte es que te fijes más en lo que tienes cerca, justo al lado, y no tanto en lo que está lejos y es difícil de alcanzar. Lo cercano se consigue extendiendo la mano. Lo otro renunciando a ser uno mismo. Mira, la vida ya está demasiado llena de malas personas, egoístas y ciegas. Te quiero, Ginés. Pero lo que necesitas tú es quererte a ti mismo de verdad.

Volveré. Creed en mí. Me voy para no venderme por un plato de lentejas, ni cambiar, ni dejar de ser yo misma. Soy vuestra hija, recordad siempre eso.

Os quiero.

ÚRSULA

Apartó el rostro de la hoja de papel para no mancharlo con sus lágrimas.

Ninguna tachadura, todas las palabras que necesitaba. El resto lo echaría a una cloaca al salir. No quería arrojar los borradores a la basura.

Luego ya no esperó más.

La introdujo en el sobre, y lo dejó encima de la mesa del comedor.

Cuando salió por la puerta, con una única maleta atada con una cuerda y lo más indispensable en ella, escuchó a su vecina, Asun, hablando con alguien en el patio.

Casi en susurros.

No le hizo caso y echó a correr sin mirar atrás.

207

Siempre que tendía la ropa canturreaba; formaba parte de sus rituales y la hacía sentirse viva, positiva. Por más que muchas cosas la convirtiesen en la criada de su familia, de sus hermanos, cantar la liberaba.

Se pasaba el día canturreando.

Salió al patio y levantó los ojos medio cerrados para fijarlos en el espléndido sol.

El eco de su voz casi no la dejó escuchar aquel susurro.

Tuvo que mirar a su alrededor.

—Asun…

Lo descubrió a un lado, medio oculto por unos cestos. Tenía que haber saltado por la tapia, aunque eso era lo de menos.

Le reconoció a duras penas.

Aquel rostro desfigurado…

—¡Ginés!

Dejó caer la ropa y de un salto llegó hasta él, temblando por la imagen que se descubrió ante su espanto. Se arrodilló sin saber qué hacerle, si tocarle o no, porque la sangre le cubría buena parte de la cara, el pecho y las manos.

—No grites… —El herido consiguió abortarle la primera señal de alarma.

—¡Ginés! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho?

—Chist…

Sonreía. Lo más sorprendente es que sonreía. Una sonrisa que afloró en mitad de su cara machacada, con la nariz rota y los dos profundos tajos en las mejillas, desde el pómulo hasta la barbilla. Levantó una mano para acariciarla antes de darse cuenta de que era una mancha roja. Eso le detuvo. Ella sin embargo no lo hizo: le abrazó, prescindiendo de todo.

—Ginés… —Se echó a llorar.

—Estoy… bien. —Suspiró abatido por aquella dulce presión.

Asun puso la cabeza de él en su regazo. La sangre ya no le impidió besarlo, aunque lo hizo con cuidado, con una ternura infinita. La frente, los labios. Luego quiso restañarla con el delantal. Ya no manaba, aunque los cortes eran tremendos. El hueso de la nariz sobresalía por entre la brecha que le desfiguraba por completo.

Ginés la miraba con una extraña dulzura.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Me he caído.

—Hemos de ir a la policía.

—¡No!

—Al hospital…

—No.

—¿Por qué?

—Porque harán preguntas y no puedo contestarlas. De todas formas ahora soy libre. Se acabó, Asun.

—¿De qué estás hablando?

—Llama al doctor Linares. Él me curará. Pero antes…

—¿Qué?

Ginés volvió a sonreír. Eso era lo que más les había sorprendido cuando le sacaron del almacén y le metieron en el maletero del coche: que sonriera.

A fin de cuentas estaba vivo.

Le habían echado en mitad de la calle, frente a su casa, como un perro, tras asegurarse de que no hubiera nadie cerca… y estaba vivo.

—¿Qué? —volvió a decir Asun.

—Dijiste que era guapo y no era bueno.

—¿A qué viene eso ahora?

—Ya no soy guapo, y si me ayudas… puedo ser bueno.

—Cállate, ¿quieres? —Le besó de nuevo sintiendo en su boca el sabor de la sangre—. Lo que me importaba a mí que fueras guapo.

—Entonces… ¿para qué me he caído?

—¡Por Dios, qué tonto eres! —Logró forzar una sonrisa sin dejar de acunarle, abrazarle, besarle…

—No dejes que mi madre me vea así. No tardarán en llegar todos. Por favor, ve a por el médico, anda.

Se resistió a dejarle.

El último beso fue muy largo.

Tanto que le hizo daño.

Cuando se separaron, les bastó con mirarse para saber que lo esencial ya estaba dicho.

208

En el tranvía nadie hablaba.

Carmen y Antonio iban sentados. Ella cogida del brazo de él. Muy juntos. Callados hasta el último rincón de su ser. Después de todo, los dos sabían que ya no habría preguntas.

El silencio, a veces, era una esperanza.

Fuensanta y Pablo, de pie, se miraban a los ojos.

En los de él, ella veía más amor del que jamás hubiera imaginado. En los de ella, él imaginaba ese amor que debería ganarse a pulso.

A fondo.

Fuensanta apoyó la frente en su pecho.

Unos eran libres, otros tendrían que aprender a serlo en sus pequeñas cárceles.

Salvador, de reojo, a quien miraba era a un chico de su misma edad, bastante feo, pero lleno de encanto.

Un chico especial.

Flotó un destello de complicidad entre ambos.

Quizá un juego.

El mundo era un lugar curioso, como una olla murciana en la que cabía de todo. Y por detrás de los ruidos de la vida siempre estaban los silencios, misterios y secretos de cada cual.

Salvador dejó de mirarle.

Barcelona pasaba al otro lado de las ventanillas.

Siempre le gustaba ir en tranvía.

209

Víctor estaba allí, tal y como habían quedado.

En una mano, un hatillo. En la otra, su guitarra.

Sombras en el tiempo.

Se miraron el uno al otro mientras ella se aproximaba.

Hasta que Víctor, unos pasos antes de que se detuviera frente a él, sonrió.

En ese momento Úrsula supo que todo iba a salir bien.