133

Fuensanta comenzó a flaquear cuando enfiló calle Tantarantana arriba, y se le doblaron las piernas cuando se detuvo frente al portal en el que habían vivido aquellos dos años. Todo su valor se vino abajo. Su resistencia menguó. Los últimos días, sobreviviendo casi como indigentes tras la pelea con Anselmo, habían sido los más duros y amargos de toda su vida. Hubiera matado a Ginés con sus manos. Lo hubiera hecho sin importarle nada lo demás.

Ahora, justo al inicio de una nueva etapa, tenía que cerrar cuentas con el pasado, o al menos no torturarse con dudas en el presente.

Aquel día, arrojados a la calle igual que perros rabiosos, no había visto a quien más necesitaba tener cerca, aunque seguía sin saber por qué.

Tragó saliva y subió la escalera.

Al detenerse frente a la puerta, aplicó el oído a la madera. Del interior sólo se oía el sonido de la radio. Un programa musical. Cruzó los dedos esperando haber acertado en la hora y llamó al timbre.

Anselmo, en camiseta, se quedó paralizado al verla.

Fue a cerrar la puerta en sus narices.

—No, por favor… —le detuvo ella.

—Vete.

—Sólo será un minuto.

—Un minuto es mucho, Fuensanta. ¿Para qué has venido? ¿No habéis hecho bastante daño ya?

—Lo que hizo mi hermano, lo hizo mi hermano —quiso dejarle claro—. Cinco inocentes pagamos por él.

—¿Desde cuándo lo que hace alguien de una familia no recae sobre los demás?

—¿La vieja ley de la selva?

Otro intento de ir a cerrar la puerta. Fuensanta interpuso un pie. Luego la mano.

—Sólo quiero ver a Rogelio.

Anselmo la miró desde una distancia imposible, como si lo hiciera desde el otro lado de sí mismo. Al dolor inicial, tras encontrársela en el rellano, siguió de pronto otro dolor, más profundo, más estremecedor. El dolor de un padre hacia el hijo perdido.

—No está —desgranó con voz apagada.

—¿Cuándo…?

—Te digo que no está. —El tono aumentó un poco—. Ha desaparecido, ¿entiendes? Mi hijo…

Fuensanta se quedó pálida.

—¿Qué sucede, Anselmo?

—¿Qué más quieres que te diga? ¡No sé nada! —Sus manos se crisparon—. ¡No sabemos nada de él! Vino la policía a buscarle. Ni siquiera nos dijeron para qué. Maldita sea… Él y sus ideas…

Tuvo que apoyarse en la pared, digerir la noticia.

Su mente empezó a trabajar a marchas forzadas.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó.

—A los dos días de… —No quiso decirlo en voz alta, como si eso le manchara el alma.

—¿Y en todos estos días no ha dado señales de vida?

—¡No! ¡Y basta ya, vete de una vez!

Se habían quedado sin fuerzas, los dos. Pero Anselmo consiguió cerrar finalmente la puerta.

El trueno rugió por toda la escalera.

Fuensanta reaccionó demasiado tarde.

—¡Por favor! —le gritó desde el rellano—. ¡Vivimos en la Barceloneta, en la calle de la Sal, al lado de una panadería! ¡Por favor, díselo, Anselmo!

No tuvo ninguna respuesta.

Al otro lado de la puerta, el hombre lloraba.

134

En la parte final de la canción, cuando Úrsula subía el tono y lo cimbreaba en lo más alto hasta quebrar la voz y conducirla hacia el final del tema, Víctor pulsaba las cuerdas una a una, delicadamente, con tanta ternura que más que hacer sonar la guitarra parecía acariciar a una mujer con sus manos de seda. Luego, los dos, ella y él, dejaban morir la melodía, que se convertía en un susurro delicado.

Silencio.

Úrsula esperó el veredicto de su compañero.

—Otra vez —se limitó a decir él.

—¿Otra? —se asombró la chica—. Pero si ya nos queda muy bien.

—Muy bien no es suficiente.

—¡La hemos interpretado una docena de veces!

Víctor no parecía alterarse por nada. Era un remanso de paz y calma. Hablaba despacio, con voz serena, y únicamente se agitaba cuando sus manos volaban por encima de aquellas seis cuerdas de las que extraía todo lo que pugnaba por salir de su interior.

—Úrsula —dijo con voz de maestro aplicándose con una pupila rebelde—, el arte no se mide por hacer algo una docena de veces, ni dos docenas, ni cien o mil veces más. El arte se mide por la manera en que dominamos nuestros sentimientos hasta hacerlos formar parte de nosotros como una segunda piel, porque los sentimientos son libres, vuelan, y eso está bien, pero cuando hemos de regalárselos a alguien, a un público, hay que atraparlos en el alma y convertirlos en la perfección, ¿entiendes? La perfección.

—Eso no existe. Por más que ensayemos mil veces, siempre habrá algo diferente.

—Tú y yo podemos saberlo, o notarlo. La gente no. Un pintor hace muchos bocetos antes de plasmar en la tela lo que tiene en la cabeza o lo que siente a través de sus dedos. Y un escritor trabaja en su mente, o redacta borradores, antes de escribir su novela. Lo mismo pasa con la música, interpretada o cantada. Hay que trabajarla, ensayar cada día, no bajar la guardia ni pensar que «ya está bien».

—¿Tú ensayas cada día?

—Sí.

—Pues si sabes tanto, ¿cómo es que no trabajabas con alguien en lugar de ir de aquí para allá como me dijo el señor Bernabé?

Víctor la cubrió con una mirada serena.

También triste.

—Puede que esperara a alguien como tú.

—O sea que soy buena.

—Mucho.

—Pues que seas mi guitarra ha sido cuestión de suerte. Si el señor Bernabé no te hubiera llamado…

—La suerte no existe. Hay que ir a por ella.

—Pareces un filósofo.

—La vida enseña.

—¿Dónde aprendiste a tocar la guitarra? ¿Con quién has estado estos años? ¿Qué…?

Víctor rasgó las seis cuerdas.

—Otra vez —le pidió.

—Cuéntame algo, hombre, y así descansamos.

—Otra vez.

—No, espera… —Bufó de mal humor—. Dame un respiro.

—No hay respiro que valga. Ser artista no es salir a un escenario, cantar, bailar y recibir los aplausos del público. Ser artista es tener un compromiso, con tu arte, contigo misma, y también con los que te acompañan.

—¡No empieces!

—Canta.

—¡Me duelen los pies!

—Pues hasta que te salgan llagas.

—¡Se supone que eresmi guitarra! —Remarcó la penúltima palabra—. Se supone que la estrella soyyo.

Quizá otro se hubiera ido, enfadado. O hubieran tenido una pelea. No con Víctor.

—Estás equivocada. La estrella somos nosotros. Uno sin el otro está cojo. Vamos, cántala otra vez.

—¡Hagamos otro número, éste ya está bien!

—En primer lugar, va a ser con este número y otros dos con los que debutaremos, y hay que mejorarlo. En segundo lugar, va a ser con estos tres números con los que actuaremos las primeras veces. Cuando los tengamos bien, cuando sean perfectos, ensayaremos el resto del repertorio para que no seas únicamente una artista devarietés. —Ahora sí dejó la guitarra a un lado para expresarse con sus manos. Sus ojos destilaron ternura y pasión—. Eres buena. Te lo he dicho, mucho. Pero has de trabajar aún más por ello. Y obligarte por ello. Si fueras mediocre, podrías llegar a ser una artista decente. Siendo buena, te has de exigir el todo, llegar a lo más alto, buscar la excelencia. —Dejó fluir otra pausa mientras respiraba envolviéndose en un suspiro—. Trabaja, Úrsula. Trabajemos. No es sólo tu oportunidad. También es la mía. Te he estado esperando mucho tiempo. Mi guitarra va a sonar mejor contigo. Vas a obligarme a darlo todo. Y además… los dos saldremos de la miseria, te lo aseguro. Tenemos un pasaporte para vivir.

Se sintió atrapada por aquella cadenciosa vehemencia.

Una puerta abierta.

—¿Seré famosa?

—Muy famosa. —Víctor sonrió por primera vez.

Sostuvo aquella mirada apacible y a la vez apasionada, humana y vital. La mirada de un hombre que creía en algo y estaba dispuesto a darlo todo por ello.

—Está bien —dijo Úrsula.

Víctor tomó de nuevo la guitarra.

135

Había mucho que hacer en la casa nueva. Muchísimo. El techo era lo más urgente, para estar a cubierto, pero el resto exigía que todos colaboraran al máximo, sin horas. Limpiar, organizarse, tapar agujeros, convertir una ruina agónica en un hogar nuevo y lleno de esperanza…

Su suerte era que la señora Montse le daba mucha manga ancha porque la necesitaban en la droguería. Los achaques de la mujer parecían proliferar con el paso del tiempo, semana a semana, mes a mes. Cuando no era un dolor en la espalda eran las varices atormentándola, y cuando no era por ella era por su marido, que estaba peor dadas las circunstancias.

—¡Cierro! —les dijo desde la tienda.

—Gracias, Carmen, hasta mañana.

Bajó la persiana metálica, puso el candado y le echó la llave.

El hombre surgió a su lado antes de que pudiera incorporarse.

—Hemos cerrado ya, lo siento.

—Señora.

Se enderezó y se encontró con un uniforme. No de policía o guardia urbano o… Un uniforme extraño.

El coche, negro, estaba aparcado en la esquina.

Una mano fantasma le robó el aliento.

—¿Puede acompañarme, por favor?

—¿Adónde? —Siguió mirando el coche.

—Alguien quiere verla.

—No —protestó.

Sabía que era inútil. Los ojos del chófer fueron explícitos. Ni siquiera parpadearon.

Carmen se vino abajo.

Quizá lo esperase.

Desde aquel día, cuando se lo encontró en aquel sitio oficial, tan importante, con su cargo…

De vuelta al pasado.

—Por favor… —El hombre la tomó del brazo.

Se dejó llevar, o mejor decir arrastrar. Paso a paso. Los quince metros se le hicieron eternos. Una distancia espantosa. Aquella noche, en el 36, habían sido menos. Y los había cubierto él, acorralándola.

Su cara de bestia…

A un metro del automóvil, la puerta trasera se abrió. La mano retrocedió muy rápido. El chófer se apartó para que ella entrara en aquel espacio. El infierno. El infierno con el diablo dentro. Se agachó y le vio cómodamente sentado a un lado, serio, trajeado, igual de obeso que en el día de su reencuentro.

Sebastián Moreno.

—Pasa, Carmen.

No fue una invitación, fue una orden.

Le obedeció. Sabía que no se le decía que no a los hombres como Sebastián. Nunca. Un sí era malo. Un no era peor. El poder era suyo, y lo ejercían. Para eso habían hecho una guerra. Para eso habían matado a la media España que sobraba.

Estaba mareada, pero sabía que si vomitaba allí lo pasaría mal. También sería un signo de debilidad aún mayor del que desprendían sus ojos o el temblor de su cuerpo y sus manos. Dominó la arcada, acabó de entrar en el coche y se sentó a su lado, tratando por todos los medios de no rozarse con él. Ni con su ropa.

Sebastián se dirigió a su conductor.

—Espérame fuera, Eneas.

El hombre cerró la puerta y se alejó unos pasos.

Estaban solos.

No quiso mirarle, pero no pudo hacer nada para evitar que él la mirara a ella, con el cuerpo ladeado, igual que si estuviera en un trono. Sintió los ojos de Sebastián recorriendo su cuerpo cual manos: la cara, los labios, el pecho, la cintura, los brazos, las piernas… Había muchas formas de violar a una mujer y todas eran igual de dañinas.

—Hola, Carmen —habló por fin.

Estaba acorralada, así que su única opción era enfrentarse a él.

—¿Qué quieres, Sebastián?

Abrió las manos en un gesto indiferente no exento de superioridad.

—Verte, mujer.

—¿Cómo me has encontrado?

—Llevaste unos papeles al registro. Pregunté por ellos. Ahí estaban las señas de esa droguería. ¿Trabajas en ella?

—Sí.

—¿En una droguería?

—Y antes fui criada, sí.

—No es digno de ti.

—¿Y qué es digno de mí? —Le miró por primera vez.

—Sabes que mereces mucho más.

Ella no le respondió.

—Y que podrías tenerlo. —Él remató su comentario.

—Ya me has visto. ¿Puedo irme?

—No.

Intentó no llorar. Sentía más miedo que dolor, así que intentó no llorar. El miedo producía rabia, y necesitaba de toda su rabia para tensarse, estar alerta. Tenía la cara de Sebastián mientras la violaba grabada en su mente, a fuego. La cara de un hombre babeándola, hundiéndole su sexo una y otra vez, gritando enloquecido con el orgasmo.

No se mató por sus hijos.

Luego, cuando los republicanos del pueblo lograron imponerse y él se marchó, pensó que podría olvidar.

Salvador nunca la dejaba olvidar.

Su viva imagen.

—Esto es absurdo, Sebastián —gimió agotada por el envaramiento de su cuerpo.

—No lo es —dijo él—. ¿Crees que uno olvida el amor de su juventud?

—¡Han pasado muchos años!

—¿Y qué?

—¿Y qué? —No pudo dar crédito a lo que oía—. ¡Por Dios!, ¿estás ciego? Me casé con Antonio, he tenido cinco hijos. ¡Mírame!

—Veo a la mujer que amé con locura, con quince años de más, sólo eso. Estás igual de guapa. No has cambiado. Guapa y…

—¡Cállate!

—Ya no es tiempo de callar.

—¿No te das cuenta de que sólo fui una obsesión? —Señaló su anillo—. Tú también estás casado.

Sebastián se encogió de hombros.

—¿Y qué? —dijo.

—¿No respetas a tu mujer?

—Me casé, sí, pero nunca te olvidé ni la quise como te quise a ti. Cuando pensé en volver al pueblo… Fue imposible. Ya era tarde.

—Me violaste.

Apartó los ojos de ella, como si esa palabra le doliera. Miró por la ventanilla del coche. El mundo se movía a su alrededor y nadie reparaba en ellos a pesar de que el coche era lujoso y demasiado visible.

—Me hiciste daño.

—¿Que yo te hice daño? —No pudo dar crédito a lo que oía—. ¿Yo a ti?

—Mira, Carmen… Aquella noche todos nos volvimos locos. Todos. Y yo estaba desesperado. Tú eras mía…

—No lo fui nunca.

—Tú eras mía. —Continuó remarcando sus palabras con determinación—. Tenías que haberte casado conmigo en lugar de con ese pobre diablo.

—Antonio.

—¡Maldita sea, mira qué vida te ha dado!

—¡La vida que yo elegí! ¡Por Dios, basta ya! ¡Debería…!

—¿Qué, Carmen? ¿Deberías qué?

Podía hacerles daño, mucho daño. A todos. A Antonio, a Ginés, a ella misma…

—Yo te hubiera convertido en una diosa. —Cerró los puños como si quisiera descargarlos en alguna parte—. Eras muy joven, de acuerdo, pero te equivocaste. Y yo también, lo admito. Me equivoqué aquella noche, y me equivoqué después, al casarme con Milagros. —El nombre de su mujer le hizo desesperarse—. Ni siquiera me ha dado hijos. Moriré solo, ¿puedes creerlo? Yo… ¡te pido perdón! ¿Qué más quieres?

—¿Perdón? ¿Crees que con eso basta?

—¡No lo sé!

El grito la hizo brincar del asiento del coche.

Sebastián no había cambiado. Nunca cambiaría. Seguía siendo peligroso.

—Déjame ir —le suplicó.

—He venido a verte.

—Ya me has visto.

—No me refiero a hoy. Quiero verte más, mañana, cuando quieras…

Una expresión de horror tintó la expresión de Carmen. No pudo evitarla. Surgió de su interior con tanta fuerza como un vómito.

—¡No!

—Carmen… —Por primera vez la tocó, le puso la mano encima, la sujetó por un brazo electrizándola, devolviendo la arcada a su pecho—. Piénsalo… No es tarde, ni para eso ni para nada. Sigues siendo toda una mujer…

—¿Te has vuelto loco? —Se sintió más desnuda de lo que lo había estado nunca—. No puedo, ni quiero… ¿Vas a convertirme en… tu querida?

—Te cubriría de oro. A los tuyos no les faltaría de nada. Buenos trabajos, buenos jornales… Carmen…

Ya no pudo contenerse. Extendió las manos hacia ella e intentó atraparla. Carmen se apartó al máximo, se pegó al lateral del coche. Ya no pudo ni quiso detener las lágrimas, y se quebró igual que un tallo bajo la ferocidad de un huracán.

—Por favor… —gimió.

Ya la había forzado una vez, desesperado. Y podía volver a hacerlo, allí mismo, en el coche, protegido y aislado del mundo entero porque él era Sebastián Moreno, el de siempre, el hijo del cacique, el cacique, el monstruo.

No era necesario que le preguntara si mató a su padre.

—Por favor… —gimió de nuevo al congelarse la escena.

El hombre alargó la mano.

No la tocó.

Le abrió la puerta del coche.

Carmen reaccionó rápido. Estaba bajo el mar y encontraba el corcho que la devolvía a la superficie. Se precipitó hacia el exterior buscando aire que llevar a sus pulmones.

Lo último que escuchó fue la voz de Sebastián.

La misma de siempre.

—Esto no acaba aquí, Carmen.

136

Oculto en el portal y protegido por su penumbra, en la acera de enfrente, Salvador no apartaba los ojos del edificio donde había sido tan feliz con Fernando, con Ana, con la señora Elena y con el señor Francisco. Una espera larga, mayor de la que hubiera creído. Tanto que ya estaba dispuesto a regresar a casa para llegar antes de que le riñeran.

Respiró aliviado cuando le vio aparecer en la calle.

Con su uniforme.

Casualidad o no en ese momento, en ese día, lo que representaba el padre de Fernando se agigantaba para darle la determinación que necesitaba.

Salvador salió al exterior y cruzó la calle a la carrera.

—¡Señor Francisco!

Su voz le detuvo. El falangista volvió la cabeza para ver quién le llamaba. Cuando lo descubrió a él, su faz cambió. Primero, la sorpresa. Después, un rictus de dolor. Por último, el desprecio.

Un desprecio amargo, tan intenso que fue como una bofetada.

El chico se detuvo en seco.

Los ojos del hombre hicieron el resto.

Lo aplastaron igual que a una chinche.

—Señor Francisco…

—¿Qué quieres?

—Yo…

Se dio cuenta demasiado tarde.

No lo sabía.

¿El perdón? ¿Un abrazo? ¿La comprensión de un padre? ¿Una sonrisa? ¿Un aliento?

La cara del señor Francisco lo decía todo.

Le decía que lo sabía, que Ana, o tal vez el propio Fernando, se lo habían contado.

«Maricón, maricón, maricón…»

—Ni te acerques —le previno apuntándole con un dedo—. Como te vea cerca de mí o de mis hijos…

—Señor… —quiso suplicar al límite de su resistencia.

—Será mejor que te confieses cuanto antes, Salvador. Eso lo primero. —No le dejó seguir, manteniendo su mismo tono de voz cortante—. Después vete al médico. Que te lleven tus padres. Estás enfermo, ¿comprendes? Enfermo. Siento mucha lástima de ti. Una piedad infinita. Pero he de proteger a mi familia. Lo que más lamento es que nos hayas engañado todo este tiempo. Yo… llegué a creer en ti, ¿sabes?

—Yo no le engañé. —Las lágrimas le convirtieron en lo que era: un niño asustado. Un niño al que le quitaban casi la vida—. Yo no sabía… Déjeme…

—No. Lo siento. —Le amenazó de nuevo con su dedo índice, inflexible, directo como un rifle entre los ojos—. Da gracias a Dios de que no te lleve a la policía o te denuncie, pero si te vuelvo a ver cerca de mis hijos o de mi casa, no te quepa duda de que lo haré. Y en el correccional, o en la cárcel, te aseguro que no tratan muy bien a los que son como tú. —Movió la cabeza negativamente y añadió un parco—: Ahora vete, va.

—¡No! —gritó él en medio de la calle.

Algunas personas le miraron.

—Da gracias también de que seas un niño y piense en tus pobres padres. —El señor Francisco reanudó la marcha eludiéndole—. Seguimos siendo demasiado misericordiosos con vosotros.

No hubo más.

Sus pasos, su prestancia alejándose de su lado, la identidad que le hacía sentirse diferente, y especial.

Sobre todo especial.

Como lo era todo aquel que se sabía en posesión de la verdad.

137

Lo peor era la suciedad.

Ginés se rascó por enésima vez, incómodo, con picores por todo el cuerpo a causa de aquella ropa infecta. El pobre diablo que la hubiese llevado, a buen seguro que había muerto de una infección en el Hospital del Mar, adonde iban a parar todos como paso previo a la tumba. Además de asquerosa por el aspecto, lo era por el olor. Desde luego, ningún policía o guardia civil en su sano juicio se le acercaría.

Necesitaría un buen baño cada vez para desprenderse de aquella pestilencia.

—Muchacho, pareces rebozado en mierda —le soltó uno de los hombres.

—A alguien le toca el trabajo sucio, ¿no? —dijo él.

—¿Sucio? ¡Y que lo digas!

Se echaron a reír los dos mientras acababan de cargar el carro con los cartones de tabaco. Había doscientos, por lo menos. Americanos. Lucky Strike. Los alineaban en el centro, apretados unos contra otros, y cuando terminaron los protegieron con una manta que por el lado de abajo estaba tintada con un material impermeable. Una vez cubiertos los cartones, diseminaron el carbón por los lados y por encima de la manta; la cantidad justa para que no cayera ningún pedazo al suelo y para que no se viera lo que protegían.

Su cometido terminó ahí.

—Mira a ver si puedes con ello —le preguntó el mismo que se había reído de él.

—Pues claro que puedo.

—No cacarees tanto, venga.

Ginés asió los dos extremos del carro y lo levantó aunque no con facilidad. Pesaba, y era difícil de manejar. Si lo arrastraba y tiraba de él, no veía la carga. Si lo empujaba, la fuerza era mayor, pero así podía controlarlo. Decidió empujarlo. A fin de cuentas era la primera vez. Con la práctica todo sería mejor.

—¿Bien?

—Sí —asintió.

—¿Sabes la dirección?

—De memoria.

—Recuerda que si te pillan o pasa algo…

—Lo sé.

—Tú no conoces a nadie.

—Lo sé.

—Vas a la cárcel, pero si hablas tu familia lo pasará mal.

—Lo sé, lo sé, coño…

—Y no te pongas nervioso por nada.

—¡Ya, ya!

—Anda, vete.

Les dio la espalda y empujó el carro con el contrabando. En el mercado negro aquello valía su buen dinero. No era como para hacerse rico, pero con muchos carros y muchos viajes…

Un buen negocio.

Gaspar Santos, el señor Gaspar, se lo había montado bien.

Salió de las entrañas del puerto. El barco más cercano era elCabo de Buena Esperanza. Puro lujo. Pura quimera. El vigilante que participaba del negocio le abrió la reja sin más. Cruzó la tierra de nadie, posiblemente el tramo más complicado, y llegó a las primeras casas en pocos minutos.

—No corras —se repitió a sí mismo haciéndose eco de las instrucciones del día anterior—. No corras. Eres un carbonero llevando carbón. Los carboneros no corren, van despacio para que no se les caiga ningún pedazo. Van despacio porque si corren han de hacer más viajes, y el suyo es un trabajo asqueroso, tragan hollín, se mueren con los pulmones reventados. No corras y pon cara de asco.

Barcelona se veía distinta empujando aquel carro.

¿Qué diría Susana si se tropezara con ella?

Su niña de terciopelo.

Su capricho.

Continuó su camino, ciego, sordo, mudo. Ni siquiera era ya una persona. Era un mulo. Un mulo de carga. El mejor disfraz para pasar desapercibido.

Su primer viaje y a cobrar.

Intentó no sonreír, pero le costó.

138

Seguía acompañándola hasta la calle Princesa, o la del Comercio. Una vez allí, se decían adiós. Luego ella bajaba hasta la Barceloneta. Si le daba vergüenza que la viera en Tantarantana, más se la daba que descubriera su nueva casa, hecha de retales, poco a poco habitable pero tan y tan vieja, heredada de una guerra que se empeñaba en recordarles a todos que seguía ahí.

—Fuensanta…

—¿Qué?

Lo esperaba todo menos aquello.

—Quiero presentarte a mis padres.

El color huyó de sus mejillas. Fue un golpe doble: en su razón y en su pecho. Posiblemente hasta ese momento no hubiera pensado que, con Pablo, las cosas seguían un hermoso camino lleno de normalidad. Un hombre, una mujer, los sentimientos. Una suma fácil de interpretar.

Fue como si despertara de pronto.

¿Qué había creído, que podría mantener aquella situación indefinidamente?

—No seas absurdo —logró decir sin que la traicionara la voz.

—¿Absurdo? —Alzó las dos cejas sorprendido.

—Es… precipitado.

—¿Qué hay de malo en ello? Les he hablado de ti, como es natural, y quieren conocerte. No pasa nada.

—Sí pasa. —Trató de explicárselo—: No sé aquí, pero en Murcia eso es un compromiso.

—¿Y si lo fuera?

—Pablo, llevamos muy poco…

—Mis padres se conocieron un lunes y a la semana ya eran novios. Tardaron en casarse por las circunstancias, pero novios, y formales, en siete días.

—¿Por qué eres así? —Su dulzura fue amarga.

—¿Así, cómo?

—Un encanto, y lo sabes.

—Estoy enamorado.

Fuensanta se estremeció.

Siempre había pensado que el amor era una extraña combinación de locura y ansiedad. Cada ser humano, en sí mismo, vivía solo, muy solo. El amor era el nombre que se daba a la compañía. Primero crecía con la ceguera, la pasión, la tortura del corazón herido. Después…

—¿Tú no sientes lo mismo? —preguntó Pablo ante su silencio.

—No lo sé. —Sintió la necesidad de ser sincera.

—No te creo.

—¿Por qué no me crees?

—Porque lo veo en tus ojos, lo siento en tus labios, lo percibo en tu forma de estremecerte cuando te toco, te abrazo, tomo tu mano…

—El gran soñador.

—Fuensanta, estamos bien juntos, nos compenetramos, somos la pareja perfecta. ¿De qué tienes miedo?

—De todo.

—¿Qué quiere decir eso?

—No soy de aquí, no pertenezco a tu mundo. Estas últimas semanas he vivido un sueño del que no he querido despertar, pero puede que ya sea hora de hacerlo.

—¡Eh, eh, espera! —Se asustó de verdad—. ¿De qué hablas? En primer lugar, lo de pertenecer o no a un mundo, como dices, no es más que una tontería. Estamos aquí, los dos, en Barcelona, así que éste es nuestro mundo. En segundo lugar… ¿Un sueño? ¿Llamas sueño a esto? —La atravesó con una mirada apasionada—. ¡Yo no quiero despertar, ni quiero que lo hagas tú!

—No es tan sencillo, Pablo. Las cosas siempre son complicadas más allá de uno mismo. Tus padres…

—¡Te adorarán! —la cortó en seco.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Fuensanta, mi niña…

La abrazó sin que ella pudiera evitarlo. Y fue un abrazo pletórico, lleno de entrega, vibrante. Un abrazo en el que Fuensanta se dejó llevar y arrastrar, hasta desvanecerse entre la firmeza de él. Cerró los ojos y quiso creer que sí, que todo era sencillo, que Pablo tal vez tuviese la varita mágica más allá de su ingenuidad.

—Confía en mí —le susurró al oído—. Que tú no me dejes ver dónde vives por miedo no significa que yo deba tenerlo o sea como tú. Confía en mí, por favor… Te quiero, te quiero, te quiero…

Buscó sus labios y Fuensanta no se los escondió.

Necesitaba aquel beso para sentirse mujer de una vez.

139

Desde el encuentro con Sebastián Moreno, Carmen había vivido en un estado de completa tensión. Desde su aparición y su diálogo en el coche, la tensión se había convertido en pánico.

Ya no era ella.

Era un cadáver ambulante, un nervio herido que se agitaba por todo y que saltaba al menor ruido o se hundía en el abismo por las noches.

De vuelta al pasado.

Loco o no, obsesionado o no, se lo había dejado muy claro.

No iba a soltarla.

La radio, su primera compra en la casa nueva, por pura necesidad de evasión, formaba un eco sordo a su lado, porque ella no la escuchaba. Oía únicamente las voces de su cabeza. Sentada en una silla, con la mirada perdida en ninguna parte, se convertía en un autómata a cada momento, y más cuando estaba sola.

Una voz de mujer, hablando despacio, trataba de ayudar a las personas que lo necesitaban.

—Querida amiga, debes cuidar y proteger a tu hija. Es cierto que está casada, y pertenece a un hombre, pero tú eres y serás siempre su madre. Aconséjala bien. Dile que hable con él. Es posible que esos malos tratos a los que te refieres sean producto del cansancio, de que su marido pase por un mal momento. Tienen tres preciosos hijos fruto de su amor. Y el amor, seguro, debe de estar en su hogar, tal vez apartado momentáneamente, o escondido, pero lo encontrarán si lo buscan. Tu hija ha de ser fuerte, paciente, confiar en la providencia. Una bofetada, dos, no son más que el resultado de un mal momento. En toda vida matrimonial hay altos y bajos. En los altos hay que encontrar la fortaleza para superar los bajos. Que las lágrimas de su dolor no oculten el bosque de su felicidad. Que sea paciente y le hable como esposa y madre, abnegada y firme. La compañera con la que él se casó y de la que…

Carmen bajó el volumen. La voz del Consultorio de Elena Francis perdió intensidad.

Cada día, un puñado de mujeres recibía consejos.

Consejos de una extraña a través de las ondas.

¿Y si escribía ella?

¿Qué podría contar, que había sido violada por uno de los vencedores de la guerra, el más que seguro asesino de su padre, del que había quedado embarazada, y que ahora acababa de reaparecer en su vida, él ocupando un puesto relevante en la Administración y ella no siendo nada, una más, una desgraciada?

¿Y cuál era la pregunta?

—Nadie va a ayudarte —musitó para sí misma.

Cerró los ojos.

Le vio.

Siempre le veía, encima de ella, con los ojos desorbitados, la boca abierta, la baba cayendo sobre su cara, una mano apretándole los pechos, abriéndola más y más de piernas mientras la empujaba enloquecido para penetrarla.

—Maldito seas… —gimió.

Por suerte, cuando le dijo a Antonio que Salvador había llegado antes de tiempo, la creyó. ¿Por qué no iba a creerla? Siempre pensó que engendró a su último hijo aquella noche, la de la partida al frente. Que no se pareciera en nada a Ginés, a Fuensanta o a Úrsula no tenía importancia.

Sin saber los motivos, Antonio también había sufrido mucho, y ella era consciente de eso.

Odiaba el sexo. Se lo negaba a su propio marido.

Sí, en el caso de escribir al Consultorio de Elena Francis, ¿qué podía decirle o preguntarle? ¿Cómo ayudar a un esposo que se venía abajo, hundiéndose en sí mismo, y más a partir del desgraciado accidente en la obra?

Volvió a subir el volumen de la radio.

Otra consulta.

—…eres su mujer, para lo bueno y lo malo. Tu marido trabaja, trae el pan a casa. De noche, él te ama, te necesita, y tú eres la mujer que le da calor y amor, la mujer sin la cual él no tendría fuerzas, quizá, de levantarse por las mañanas. Debes comprenderle, ayudarle. Si él te lo pide, si lo necesita, accede. Piensa en lo importante que eres, y hazlo sin egoísmos…

Apagó la radio definitivamente pero no se puso en pie.

No pudo.

Aquel peso…

No sabía ni la hora que era, así que cuando Antonio apareció ante ella de improviso, salió de su letargo y lo contempló igual que un fantasma antes de reaccionar.

—¿Carmen?

—Oh, ¿qué hora es? Dios… lo siento…

—¿Qué te pasa? Pareces cansada.

—Nada, nada. —Se levantó para ir a la precaria cocina en la que, de momento, lo único que se podía hacer era cocinar con el fogón.

—¿Y Salvador?

—En su cuarto, estudiando.

—¿Sigue tan silencioso?

—Sí.

—Algo le pasa a este chico —lamentó su padre—. Y es tan callado…

—Déjalo. Es la edad.

—¿Voy a verle?

—No le fuerces. Ya dirá lo que le pasa cuando esté mejor o si se siente más cómodo. El cambio de casa, la escuela nueva… ¿Qué quieres? Son muchas cosas para un niño, y él siempre ha sido muy sensible, ya lo sabes.

—Demasiado sensible —reconoció Antonio.

Se miraron en silencio.

—Voy a ir preparando la cena —dijo Carmen dejándolo solo.

140

En su habitación, Salvador pensaba en la muerte.

Si la vida era tan asquerosa, la muerte tenía que ser una liberación.

Dios estaría al otro lado, esperándole, para conducirle al paraíso y a la eternidad…

No, Dios no le querría.

Era un maricón.

Estaba enfermo, se lo había dicho Fernando, se lo había dicho Ana, se lo había dicho el señor Francisco.

Maricón, maricón, maricón.

Antes de matarse, si quería ir al cielo y ver a Dios, tendría que confesarse, y la sola idea de hacerlo le aterraba. El cura saldría del confesionario y le haría arrodillarse, le pegaría, le arrancaría el mal del cuerpo y el diablo del corazón. Los curas perdonaban, pero eran inflexibles. Cuando los pecados eran veniales, se portaban muy bien, llenos de comprensión y amor. Cuando los pecados eran mortales, la comprensión menguaba y el amor se adelgazaba. Y el peor de los pecados mortales era todo aquel relacionado con la carne. Tocarse era malo. Tocar a otros, a una chica, malísimo. Amar a un chico siendo del mismo sexo…

No quería vivir.

No podía morir.

¿Qué le quedaba?

Pero si estaba enfermo, podía curarse. Aunque eso requería ir al médico y contárselo.

¿Cómo se curaba un sentimiento equivocado? ¿Con inyecciones, supositorios, cataplasmas?

Matarse también debía de doler mucho.

David, uno del barrio, se había caído por una ventana. Cinco pisos. Decían que murió en el acto, porque se estrelló contra el suelo de cabeza, pero cinco pisos eran cinco pisos. Se tardaba algunos segundos en ir de un lado a otro. Así que él lo habría sabido. «Voy a morir, y antes me haré daño.»

¿Y si se tiraba al mar para ahogarse?

No, cuando tragaba agua era igual de asqueroso.

La muerte dolía.

Pero la vida…

Se llevó una mano al pecho. El corazón desbocado.

Si era hermoso estando solo, ¿cómo sería acompañado?

Pensó en Fernando y se estremeció.

Dolía, dolía, dolía…

Si era así con catorce años, ¿cómo sería después?

141

El cine estaba lleno, a rebosar. No había ninguna butaca libre y mucha gente esperaba de pie en los laterales, dispuesta a saltar a la que alguien se levantara para irse. La técnica era la habitual: echar algo, una chaqueta, un bolso, para ocupar el asiento y convertirlo en una propiedad mientras se luchaba por llegar cuanto antes pasando entre las filas. Pero en la media hora de lasvarietés, eso era prácticamente imposible. Todo el mundo quería ver el espectáculo.

Úrsula estaba segura de que actuarían en primer lugar, por ser los debutantes.

Y no.

Eran los últimos.

Entre bambalinas, vieron primero la actuación de la reducida orquesta, con un cantante llamado Segismundo Vallehermoso. Lo hacía bien, era romántico, acariciaba el micrófono como si fuera la cabeza de una mujer a la que fuera a besar. Vestía con elegancia y sonreía sin cesar, lanzaba besos al término de cada canción y se abrazaba a sí mismo dando a entender que con ese abrazo lo que hacía era quererles a todos. Interpretó tres canciones y se retiró.

Nada más salir del escenario, dejó de reír.

De ser agradable.

—¡Mierda, qué calor! ¿Habéis visto a la vaca de la primera fila? ¡Has vuelto a equivocarte en la misma nota, Pascual!

Él y la orquestita desaparecieron de su vista.

Le tocó el turno al mago.

Era bueno. Úrsula nunca había visto a uno, así que se quedó absorta tratando de saber de qué forma había hecho desaparecer aquellas cartas o cómo era posible que cortara en dos a su ayudante sin que a ella le sucediera nada.

A su lado, Víctor hacía digitación en silencio.

—Fíjate, ¡fíjate!

—Tranquila.

—¡Es fantástico!, ¿no?

—¿Quieres calmarte? Deberíamos estar ahí atrás, concentrados. Como salgas y te quedes en blanco…

—¡Ay, calla, pájaro de mal agüero!

Víctor esbozó una sonrisa.

Su tranquilidad le daba confianza. Su forma de ser, apacible, segura, transmitía aplomo. Era el mejor compañero que jamás hubiera podido imaginar o soñar. La había hecho trabajar duro, y reconocía que valía la pena.

Su debut.

Un día inolvidable.

El mago llevó a cabo su último número, muy espectacular. Hizo desaparecer a su ayudante dentro de una caja. Se retiró entre aplausos y unos mozos sacaron del escenario suatrezzo. Fuera de los ojos del público, la muchacha salió de la parte de atrás de la caja. El doble fondo era invisible.

—¡Ahí va! —dijo Úrsula.

—Os toca —les recordó el encargado de organizar lasvarietés.

La hora de la verdad.

Entonces sí.

El choque con la realidad la despertó de golpe.

—¡Ay, Víctor! —Se echó a temblar.

—Mírame.

—Te miro.

—Todo es mentira, Úrsula. Todo menos tu arte. Ahora sal ahí y demuéstralo. Son tuyos.

—Sí.

—Y recuérdalo.

—Cada actuación es la primera y la última. Hay que darlo todo.

—Muy bien.

—¡Venga, ya! —les apremió el hombre—. No tenemos toda la noche.

Víctor le guiñó un ojo.

Salió el primero a escena, arrastrando la silla en la que iba a sentarse. En la sala se hizo el silencio. Los carteles lo anunciaban con letras muy grandes. La Granadina, acompañada por Víctor Mendoza. Sólo eso. No hacía falta repetirlo. El guitarrista se sentó a un lado del escenario y entonces levantó una mano con la palma extendida.

Úrsula tomó aire.

Su entrada.

Con su precioso traje de flamenca, rojo con lunares blancos, los zapatos igualmente rojos, la peineta sobre el cabello perfectamente peinado, el maquillaje que la hacía parecer mayor…

Dio el primer paso y apareció en el escenario.

Y se encontró con su primer público.

Intentó no buscar a su familia, pero le fue imposible dejar de hacerlo. Luego se arrepintió. Su madre lloraba. Sintió algo extraño en su interior, un vértigo implacable. Bernabé Castaños estaba al fondo, de pie.

Entonces Víctor pulsó la primera nota de su guitarra.

Úrsula se olvidó de todo.

De todo salvo de cantar y bailar.

Como en los ensayos.

Como siempre.

Su voz rasgó el aire y se apoderó de sus conciencias.

142

Le costaba quitarse de encima toda aquella suciedad, y odiaba hacerlo en casa por las preguntas. Las malditas preguntas.

—¿Que has dejado la constructora? ¿Y a cuál has ido?

—¡Has perdido la antigüedad!

—¿Cómo que ganarás más haciendo de carbonero?

—¿Carbonero? ¿Con horario libre?

—¡Ay, hijo, que nos matarás a disgustos!

El hollín se pegaba al pelo, se incrustaba en los poros, se metía bajo las uñas, formaba una asquerosa capa negra imposible de quitar con uno, dos o tres lavados. Tenía que sumergirse en agua caliente, después de calentar varias ollas, y frotarse, frotarse, frotarse hasta casi arrancarse la piel. Cuando se vestía le dolía, porque la tenía roja, en carne viva.

Se miró las uñas. Era lo peor. Unas manos con las uñas sucias denotaban miseria, un trabajo obrero, lo más bajo del escalafón social. Lo sabía y por eso desde su llegada a Barcelona se las había cuidado, trabajando con guantes. Pero con el carbón no había guantes que valieran.

Quizá con el tiempo, si era bueno… y listo, podría subir en el escalafón, dejar de empujar el carro, tener otro papel, como Isaías.

Aunque no tenía ni idea de cuál era el trabajo de Isaías dentro de la organización o lo que fuera aquello que dirigía el señor Gaspar.

Ya era hora de que conociera la Barcelona de las oportunidades, la ciudad secreta, la que realmente valía la pena.

Se miró una vez más en el último escaparate por el que pasó. El cabello bien peinado, la ropa elegante, la primera ropa comprada con el primer dinero que le habían dado después de aquella semana de transportes. Nada menos que cuatro. Zapatos, pantalones, camisa, corbata, chaqueta… Por el bolsillo asomaba el capuchón de una pluma estilográfica auténtica. La corbata quedaba sujeta a la camisa mediante una aguja dorada que un día sería de oro. El cinturón tenía una hebilla espectacular.

Y olía bien.

La mejor colonia.

Todo eso y su físico.

Le sonrió al espejo y se guiñó un ojo a sí mismo.

Susana tardó unos veinte minutos en salir por la puerta de la universidad. Lo hizo acompañada por otras tres amigas. Reían, y el sonido de sus voces se expandía igual que un reclamo de vida. Las compañeras también eran guapas, mucho, aunque Susana brillaba con luz propia por encima de ellas. Un par de chicos se encandilaron con su presencia. Ellas ni los vieron.

Ginés esperó.

Manos en los bolsillos, aspecto indiferente, apoyado en una de las farolas de la plaza.

No hizo falta que la llamara.

Como si fuera un reclamo, ella miró en su dirección.

Abrió los ojos.

Le dio la espalda y siguió hablando con sus amigas, un minuto, dos.

Ginés continuó inmóvil.

Con la segunda mirada, volviendo la cabeza en un suspiro, la hija de Carlota Arguindei les dijo algo a sus compañeras y caminó hacia él llevando los libros sujetos sobre el pecho con las dos manos.

Sus amigas reían.

Le desnudaron con los ojos.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó en un tono de voz nada amigable.

—¿Yo? Nada. —Frunció los labios en una mueca que podía significar cualquier cosa—. He venido a buscarte.

—¿Y te presentas así, sin más?

—¿Querías que te avisara?

—¿Es que no trabajas?

—Ahora lo hago por mi cuenta.

—Míralo, el emprendedor —se burló ella.

Ginés empleó una de sus mejores armas: su sonrisa.

Curvó el lado izquierdo de sus labios hacia arriba.

La combinó con una mirada cálida.

—Pareces distinto —dijo Susana.

—La ropa se pone y se quita —dijo él—. Lo que importa es lo que hay dentro. Eso no cambia. —Decidió que ya estaba bien de cháchara preliminar y se apartó de la farola—. ¿Te acompaño?

—No.

—¿Por qué? —Mantuvo la misma sonrisa y el mismo tono cálido de su mirada.

—Porque estoy con ellas.

—Diles que te vas.

—Y mañana todo serán burlas y comentarios.

—No creo que sean tan crías.

—El experto.

—Pues que vengan todas.

—Ya te gustaría.

—Y a más de una. No me quitan el ojo de encima.

—Eres un creído, Ginés. Un creído insoportable. Un chico siempre es una novedad.

Una carcajada procedente de las tres amigas estalló en la distancia. Susana se movió inquieta, insegura.

—No puedo ir contigo. —Se puso seria.

—Venga, mujer.

—Vete. —Se dispuso a dar media vuelta.

—No. —La cogió por un brazo.

La chica miró la mano y su seriedad se agravó.

Ginés la soltó.

—No me iré sin quedar contigo —le dijo.

Susana se rindió. Lo hicieron sus ojos, brillando con intensidad, antes de hacerlo sus palabras.

—Mañana por la tarde.

—¿Dónde? —preguntó Ginés.

143

Fuensanta se detuvo frente al portal.

Miró el edificio.

Aquel día, Rogelio había entrado allí. Fuera quien fuese, alguien le conocía, y ese alguien tal vez le dijera dónde estaba o le contase por qué ya no daba señales de vida.

Si estaba en la cárcel…

Por lo menos iría a verle, le llevaría tabaco, sabría que se encontraba bien.

Se mordió el labio inferior.

La casa, estrecha, mantenía su presencia oscura, con la fachada ennegrecida, las ventanas cerradas o clausuradas, persianas y cristales rotos, señales de miseria y decrepitud. No era distinta a otras del Raval. Cuando subió los primeros peldaños, combados por el uso y el paso de los años, tuvo un simple ramalazo de miedo y ansiedad.

Lo venció.

Ya no iba a echarse atrás. Después de pensárselo mucho, la decisión no había sido fácil y estaba allí.

Acabaría lo que había empezado.

Se detuvo frente a la puerta del primer piso y llamó con los nudillos porque no encontró ningún timbre y el picaporte había sido arrancado.

No obtuvo respuesta.

Lo probó en la segunda planta.

Otra llamada, el mismo silencio.

¿Y si no vivía nadie en toda la casa? ¿Y si estaba abandonada? ¿Y si los que conocían a Rogelio no regresaban hasta la noche?

Tercer piso.

Tenía aldaba, así que la utilizó. Los golpes sonaron quedos al otro lado. Golpes acompañados por un ruido, un mueble desplazándose y unos pasos aproximándose a la puerta.

Fuensanta lo esperaba todo menos aquello.

Rogelio.

Se quedaron mirándose igual que si hiciera años que no se veían. Miradas de pasmo mutuo, de sorpresa marcada por el desconcierto. Ella estaba como siempre. Él no. Rogelio llevaba el cabello algo más largo, lucía un bigote que le hacía parecer mayor, y posiblemente llevase dos o tres días sin afeitarse. La casa debía de ser fría, porque llevaba un jersey sobre la camisa. También estaba más delgado.

Extrañamente guapo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó él.

Quizá esperase una muestra de alegría, un abrazo, un saludo cordial. La sequedad de su amigo la atravesó y le hizo daño. La llenó de inseguridades que trató de dominar y vencer.

—Te vi entrar un día, por casualidad.

—Maldita sea, Fuensanta… ¿De dónde sales? ¿Y si te han seguido?

—¿Cómo iban a seguirme? —Tembló—. ¿Y quién?

Rogelio venció su nerviosismo y se rindió a la evidencia.

—Anda, pasa —la invitó.

—Si te molesto tanto…

—No, perdona. Es que… Va, pasa.

Obedeció su orden. Cruzó el umbral y él cerró la puerta. El piso era muy pequeño, minúsculo, y carecía de todo, muebles, luz, lo más elemental. No había nada. Al pasar por delante de una de las dos únicas puertas, vio un colchón en el suelo y ropa amontonada a un lado. En la otra, lo mismo, con la única diferencia de que el colchón era doble. Rogelio no vivía solo. Pero era imposible saber cuál de las dos era su habitación o si allí compartía aquel espacio con una mujer. En el comedor, tres sillas, una de cada tipo, y algunos cajones de madera robados de cualquier almacén. Las ventanas que daban a la calle estaban cerradas.

Lo más inquietante fue descubrir la pistola, el revólver, lo que fuera aquello.

Fuensanta abrió bien los ojos.

Ya no pudo más, se dio la vuelta y se enfrentó a él.

—¿Qué haces aquí, Rogelio?

—No seas niña, ¿quieres?

—Fuiste tú, ¿verdad?

Su amigo hizo una mueca. En parte, de desagrado; en parte, de cansancio. Sus ojos la escrutaron un poco más a fondo y de cerca. Fue como si apreciara su madurez, la serenidad de su belleza, el cambio experimentado en ella. Algo que la hacía diferente.

—Tú y tus amigos pusisteis aquella bomba.

Más silencio.

Más crepúsculo en la mirada.

—Eres un anarquista. —Fuensanta suspiró.

La palabra le hizo reaccionar.

—Te lo dije una vez. No quiero vivir así. Si es necesario, moriré matando.

—¿Por qué has de morir? —se agitó ella.

—Si no lo entiendes…

—Es una guerra de unos pocos contra muchos; no se puede ganar, por Dios. ¿Qué queréis, poner unas cuantas bombas, matar a unos cuantos políticos o militares? Hay más. Siempre habrá más. Yo… te admiro por lo que haces, te lo juro. Te admiro, y te respeto, pero no te entiendo. Un día acabará el racionamiento, la guerra quedará definitivamente atrás, conseguiremos salir adelante…

—¿Y la República?

—¡Pasó! ¡La historia está llena de cambios!

—¡No pasó! —gritó él—. ¡Nos la robaron! ¡El fascismo ha sido aniquilado en toda Europa menos aquí! ¡Y nadie va a ayudarnos a cambiar las cosas, depende de nosotros! ¿Quieres vivir así toda la vida?

—Quiero vivir, Rogelio. Sólo eso.

—¿Y qué dirás a tus hijos cuando seas vieja?

—¡Que gracias a seguir viva pude tenerlos!

Rogelio se pasó una mano por la cabeza. Hablaban de pie, en mitad del comedor, con la pistola como mudo testigo de su refriega verbal. Dio un par de pasos en una dirección, otro par en otra. Tampoco se podían dar más. Cuando se detuvo lo hizo frente a Fuensanta.

Miró sus ojos, sus labios.

Casi pareció que iba a besarla.

Ella tembló.

—Tengo miedo —susurró.

—Yo también —reconoció él—. Miedo de ese conformismo, de lo que nos están haciendo con su falsa paz, miedo de que los miles de muertos que hay en fosas comunes nunca más vuelvan a ser recordados, miedo de que los presos se extingan en sus cárceles y mueran allí, o fusilados cada amanecer.

—¿Tus padres saben que estás bien?

—Sí, aunque ignoran dónde. Y espero que tú no se lo digas.

—No puedo ir allí. ¿Sabes…?

—Lo sé —confesó Rogelio.

—Lo siento.

—No sé como mi padre no la mató.

No cargaba los pecados de su hermano, y sin embargo Fuensanta bajó la cabeza, culpable.

—¿Quién vive aquí contigo? —preguntó.

—¿Cómo sabes…?

—He visto dos habitaciones, dos colchones.

—Cuanto menos sepas, puede que sea mejor para ti.

—¿Estás con alguien?

Rogelio captó su intención, el verdadero fondo de la pregunta.

—Vivo con una pareja. Para los del barrio, yo soy el hermano de la mujer.

—¿Y los tres sois…?

No terminó la pregunta, ni él se la respondió por evidente. El diálogo llegaba a un punto muerto, superada la emoción del reencuentro y la tensión de lo que acababan de decirse. Fuensanta deslizó una rápida mirada en dirección a una de las sillas.

Rogelio fue más rápido.

—Debes irte —le dijo.

144

El pequeño camerino era común. Allí se vestían y desvestían todos, la orquesta, el cantante, el mago y ellos. Había una cortina para aislar a las mujeres, que en este caso sólo eran dos, la ayudante del mago y ella. Lo peor era al comienzo, cuando lo hacían casi de golpe. Luego, era más escalonado. Como actuaban los últimos, cuando llegaban de nuevo al camerino, el mago y su ayudante ya habían terminado.

Esta vez la sorpresa fue inesperada.

El ramo de flores estaba en el tocador. Era muy hermoso. Rosas, claveles, gladiolos… Por si quedaba alguna duda acerca de quién era la destinataria, la tarjeta lo decía bien claro.

«La Granadina.»

—¡Víctor, mira!

Tomó el ramo y lo olió. El aroma era embriagador. Sus primeras flores. Otro sueño. Abrió el sobre con el corazón palpitando en su pecho, emocionada y temblorosa.

—Dice que es para la mejor tonadillera ybailaora que ha visto, y me da las gracias. —Abrió unos ojos como platos—. ¡Me da las gracias!

El guitarra guardaba su instrumento en la funda.

Callado.

—¡Víctor! —insistió Úrsula.

—¿Qué?

—¡Di algo!

—¿Qué quieres que diga? Son tus flores.

—¡Pero somos nosotros, los dos!

—Tienes un admirador. El primero. No será el único.

—¡Sólo hemos actuado cinco veces!

—¿No has oído los aplausos?

—Sí.

—¿Recuerdas que hayan aplaudido igual a la orquesta o al mago?

—No. —Fue sincera.

—Pues entonces…

—¿Cómo puedes ser tan frío? —Se disgustó.

Víctor dejó la guitarra a un lado, ya guardada en la funda. Cuando la miraba tan serio, ella no dejaba de preguntarse qué sentía. Había algo en sus ojos que acariciaba tanto como penetraba en el alma. Sus ojos eran como sus dedos, rápidos, cadenciosos, profundos y cargados de un misterio insondable. Ojos llenos de vida, de secretos.

—No me conoces —dijo él.

—Lo intento.

—No soy frío. Soy cauto.

—Te han hecho daño, ¿verdad?

—Tal vez.

—Y no quieres que me lo hagan a mí.

—Es tu vida —manifestó despacio—. Pero no, no quiero que te lo hagan a ti.

—¿Por aquello que dijiste de que juntos íbamos a triunfar?

—Por aquello y por todo, ¿qué te crees? Vamos a pasar mucho tiempo juntos.

Úrsula pensó que algo así era lo más parecido a un matrimonio, pero no se lo dijo.

—¿Qué piensas de estas flores? —le preguntó.

—Todo se marchita. —Se encogió de hombros.

—Ay, Señor… —Puso carita de pena—. Por lo menos alégrate un poco, ¿no? Digo.

—¿Crees que no me alegro? Lo hago. Me siento feliz por ti. Pero ten cuidado. Hoy son las flores, mañana será una invitación, y si aceptas te llevarán a lugares bonitos, a cenas, a espectáculos maravillosos. Hasta puede que te regalen cosas caras. Y ése es un camino lleno de peligros, Úrsula. Un camino del que cuesta mucho escapar una vez te metes dentro.

—Yo no aceptaré ninguna invitación.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Y por qué?

—Tú lo dijiste: el éxito cuesta, y hay que trabajar mucho para llegar a él. No quiero perderlo antes de empezar, ni después, si lo alcanzamos. Quiero cantar siempre, sentir lo que siento en el escenario. Oh, Víctor, es tan… —Puso cara de éxtasis—. No te lo había dicho, pero cantando y bailando delante del público es…

—Como tocar el cielo con las manos.

—¡Sí!

—¿Y crees que no lo sé?

—¿Cuántas veces…?

—Siempre —dijo él.

—Pero…

—Unas veces más que otras, pero sí, Úrsula, siempre. A mí me basta con tocar la guitarra.

—Tu vida sale de tus manos, ¿verdad?

El rostro de Víctor se iluminó.

—Veo que lo vas comprendiendo.

Actuaban en lasvarietés, de día ensayaban. Tenían ya un repertorio muy bien trabajado, aunque él, perfeccionista, insistía e insistía en los ensayos. Estarían preparados para cuando dieran el salto, como sugería Bernabé Castaños. De cantar tres canciones en un cine a hacerlo en una sala elegante, tal vez un teatro.

Se estaban dejando la piel.

Y cada día era más increíble lo que surgía de ambos.

—Voy a cambiarme. —Úrsula sonrió—. Mi madre debe de estar ya afuera esperándome, la pobre.

145

Asun vivía en la casa de al lado.

Tendría su misma edad, unos veintidós o veintitrés años, y era menuda, vivaracha, bonita. Con el pelo muy negro, del color del azabache, su rostro formaba un óvalo perfecto, delicioso, enmarcando sus ojos intensos y sus labios generosos, largos como un río caudaloso. Cuando reía, iluminaba el mundo. Se movía siempre con nervio, tenía la lengua rápida, no paraba quieta, desprendía una energía de la que parecía rebosar.

A Ginés le encantaba provocarla.

—Hola, princesa.

—Anda con lo que me sales tú, zalamero. ¿Princesa yo? Las ganas. Si fuera una princesa llevaría ropas bonitas, no zurciría los harapos de los demás.

—Algún día alguien te cubrirá de sedas.

—Pero no serás tú, desde luego.

—¿Y tú qué sabes?

—Mírate. ¿Adónde vas, tan peripuesto?

—A pasear. ¿Te vienes?

—¿Y quién trabaja, eh?

Ginés se apoyó en la pared. Asun cosía a la puerta de su casa. Por la parte de atrás había un pequeño patio, pero nunca lo hacía en él. Le gustaba ver pasar a la gente. Sus ojos se movían igual que dardos. Era perceptiva y muy, muy intuitiva. Su madre trabajaba en la plaza. Su padre era pescador. Fuensanta le había dicho que procedían de Almería.

Muy cerca de Murcia.

—¿Tienes novio?

Casi la hizo pincharse. Fue una sacudida.

—¿Quieres apuntarte?

—Sólo te lo pregunto.

—Entonces haz cola.

—Huy…

—Es lo que hay, guapo.

—Tú lo has dicho: guapo. Eso debería ponerme en primera línea.

—Pues ya ves, para mí no es lo más importante, ni lo que cuenta. Antes está esto. —Se tocó el pecho a la altura del corazón—. Y ándate con cuidado que ya sabes que tengo cuatro hermanos, y todos mayores.

—Está bien. —Se apartó de la pared para reiniciar la marcha—. No volveré a hablarte más.

—Que te crees tú eso.

—¿Dónde duermes? Quizá lo hagamos juntos, separados sólo por una pared.

—Anda, vete, vete ya y no digas disparates. —Movió una mano señalándole el camino a seguir—. Y ay de la pobre a la que vayas a ver.

—¿Por qué se supone que voy a ver a una chica?

—¿Tan elegante? Como si me chupara el dedo.

Era coqueta. Inocente pero coqueta. Ideal para charlar, divertirse, pasar un buen rato contando cosas…

La amiga perfecta.

La mujer perfecta.

Aunque no para él.

—Adiós, prenda.

—Con Dios, Gregory Peck.

—Pues sí que me ves mayor.

—¡Más quisieras tú que ser Gregory Peck!

Ya no le contestó. Con Asun era imposible decir la última palabra. Siempre la tenía ella en los labios. Le dio la espalda y caminó calle arriba.

No volvió la cabeza.

Estaba seguro de que ella le miraba, pero no se arriesgó a comprobarlo.

146

A determinadas horas, sobre todo al anochecer, los urinarios de la plaza de Cataluña eran un mundo endógeno. Apenas bajaban personas, el enrasillado blanco semejaba el de un hospital sucio, y el olor acumulado durante el día se hacía casi insoportable. Un subterráneo para urgencias y necesitados. Un paréntesis forzado. El último refugio de los que guardaban secretos.

En su caso, sólo quería orinar.

Salvador calculó lo que tardaría en llegar a casa y optó por lo más elemental: aliviarse cuanto antes.

Tras tomar la decisión, dejó de contenerse, salió de la calle Fontanella, echó a correr y bajó las escalinatas a la carrera.

Ni siquiera se dio cuenta de lo que sucedía hasta que fue demasiado tarde.

Ellos eran dos, no mucho mayores, como de veinte o veintiún años. El que estaba siendo golpeado con saña en el suelo quizá rondara los dieciséis o diecisiete. Difícil saberlo con exactitud. La paliza se hallaba en su apogeo. Uno le golpeaba con los puños, inclinado sobre él. El otro le daba patadas en las piernas.

Su presencia fue una sacudida.

Los dos agresores se lo quedaron mirando.

Salvador temió lo peor.

No fue así.

—¡Vámonos! —dijo uno de ellos.

El otro descargó un golpe final en el flanco del chico caído en el suelo. Luego se incorporó. Salvador no pudo hacer otra cosa que apartarse. No estaba loco. Pasaron por su lado. Uno sin mirarle. El segundo llevándose una mano a la garganta y haciendo un gesto significativo, como si fuera a cortársela, previniéndole de que no hablara.

Desaparecieron igual que dos exhalaciones.

Las ganas de orinar se le habían ido. Incluso vaciló, sin saber si acercarse al herido u optar por marcharse, por si acaso.

Un gemido del chico le hizo reaccionar.

Llegó hasta él y se agachó. El muchacho se cubrió de nuevo.

—Tranquilo —le dijo—. Se han marchado.

Bajó los brazos despacio. Tenía sangre en la nariz y en la comisura del labio, un ojo machacado y un desgarro en la sien. No parecían golpes graves. Aun así, Salvador arrugó la cara.

La sangre siempre le mareaba.

—¿Te han roto algo? —le preguntó.

—No sé… No creo…

—¿Puedes levantarte? Esto está asqueroso. —Hizo una mueca de asco al ver la humedad del suelo.

—Sí…

Le ayudó. Estaba mojado y olía mal por haberse rebozado en aquella porquería. Tuvo que resignarse. Le sostuvo como pudo y una vez en pie echaron a andar en dirección a la escalera. La subieron peldaño a peldaño, hasta llegar arriba. Luego no caminaron mucho. Lo suficiente para alejarse de allí. Llegaron a la parte central de la plaza y se tumbaron en la hierba.

—¿Quieres que llame a la policía? —preguntó Salvador.

—No, ¿estás loco?

—¿Loco? No, ¿por qué?

El agredido no le respondió. Movió un poco la cabeza en círculo, destensando los músculos agarrotados por el miedo o los golpes.

—¿Les conocías?

—No.

—Entonces, ¿por qué te pegaban?

El chico le miró de soslayo. Frunció el ceño, sólo eso.

—Me equivoqué —dijo.

—Pues vaya equivocación. Casi te matan.

—Si no hubiera sido por ti, igual sí. Me llamo Jaime.

—Yo Salvador.

—Le haces justicia a tu nombre. —Logró sonreír, aunque lo lamentó de inmediato—. Mierda…

—¿Vives lejos?

—Por el Paralelo.

—Yo en la Barceloneta. Y me estaba orinando.

—Puedes volver abajo. Ya estoy bien.

—Mejor no —consideró él.

Otro intento de sonrisa, mejor que el anterior. Jaime se palpó el pecho, el vientre, las costillas. Su respiración se acompasó poco a poco.

—Sí, ya estás bien —dijo Salvador.

—No te vayas, espera.

—Me van a reñir. Es tarde.

—Tengo dinero. Te acompañaré en taxi. Pero no me dejes ahora. Dame unos minutos.

Observó a su compañero, sus rasgos delicados, casi femeninos, sus ojos rasgados, su hermosa boca, la piel suave. Incluso se parecía un poco a Fernando. Un poco. Jaime era mucho más atractivo, mayor…

—De acuerdo —dijo Salvador—. Pero no tardes demasiado en recuperarte del todo.

147

La comida era suculenta. Nada de cartilla de racionamiento. Comida de verdad, abundante, comprada en tiendas o en el mercado negro del estraperlo, poco importaba. Los platos llenaban la mesa, eran apetitosos, estaban cocinados con mano de ángel.

También el piso era precioso.

Fuensanta trataba de no mirar, pero le era difícil.

Cada detalle caro, cada mueble, cada retrato, cada cortina, cada alfombra, las lámparas, los platos y copas de cristal tallado de la mesa, los cubiertos, las servilletas…

—¿Más vino, querida?

—No, por favor.

—¿Te gusta la carne?

—Deliciosa.

Al comienzo no se había atrevido a tocar nada. Primero se fijó en qué cubierto se utilizaba para cada ocasión. Sus ojos mesuraban cada paso a dar, su mente racionalizaba cada palabra que surgiera de sus labios. Era el centro de atención, todos la miraban. Pablo con orgullo de enamorado. Sus padres con la discreción y la curiosidad normales en un caso así.

—Salvadora, ¿puede traer más agua, por favor?

—Sí señora.

La criada era murciana. Hablaba con su mismo acento. De haber estado a solas unos segundos, le habría preguntado de qué parte de la región procedía.

Aunque fuese una estupidez.

Otro miedo marcado por su condición social.

—Eres muy guapa —concedió la mujer—. Pablo nos ha dicho que trabajas en una perfumería.

—Gracias. —Le lanzó a él una rápida mirada casi asesina—. Sí, en la calle Caspe.

—Creo que la conozco.

—Es pequeña, pero muy buena.

—¿Cuándo llegaste a Barcelona? —preguntó Miguel Sanromá.

—En el 49.

—Ya te lo dije, papá —intervino Pablo.

—Lo había olvidado, lo siento. Pero siempre es mejor oírselo decir a ella. —El tono era agradable, distendido, en modo alguno un interrogatorio o un examen, por lo menos no ostensible. Siendo la invitada, la desconocida, era lógico que le preguntaran cosas—. ¿Te gusta Barcelona?

—Mucho.

—¿Tu pueblo…?

—Es muy pequeño, ya puede imaginárselo.

—¿Y al llegar aquí…? —continuó la señora Teresa.

—Trabajé en la Hispano Olivetti.

—¡Oh, vaya! —se sorprendió agradablemente ella—. Tenemos un conocido ahí, ¿verdad, Miguel? ¿En qué departamento trabajabas?

—Bueno, era más bien… en la fábrica. No llegué a conocer a nadie de las oficinas, y menos a los directivos, salvo al jefe de personal.

Teresa Sanromá rezumaba inocencia, era transparente. Su marido, el abogado, lo que desprendía era perspicacia. Una mirada suya equivalía a diez preguntas con sus respectivas respuestas. El refinamiento también formaba parte de un estado de ánimo. Era fácil acostumbrarse a él, siempre y cuando los que aspirasen a merecerlo se olvidaran de sus culpas.

Fuensanta no podía.

Le dolía la espalda debido al envaramiento, la cabeza por la tensión, los músculos por el control que ejercía sobre ellos.

Y sin embargo lo que la rodeaba era cariño, paz, comprensión.

Tomaron el postre, una delicia, y después el café en una salita a la que llamaban precisamente así, «la salita del café». Dos de las paredes estaban llenas de libros. Una enorme biblioteca hasta el techo. La ventana daba a la calle Balmes, lo bastante lejos del cruce con Aragón como para que no se escuchara el ruido de los trenes ni el humo de las locomotoras obligase al aislamiento. El piso ocupaba toda la planta.

Allí habrían podido vivir dos familias como la suya, y sin tropezarse a cada momento, estaba segura.

—¿Puedo ir al…? —vaciló sin saber qué palabra emplear.

—¿El servicio? Sí, es la segunda a mano derecha.

Se levantó estirando la falda hacia abajo y caminó entre ellos rumbo a la puerta de la salita. Sintió sus ojos devorándola. De nuevo sin mala intención, pero examinándola con interés. Pablo le dijo que nunca había llevado a una mujer a su casa. Eso significaba mucho. La situaba en un nivel único.

¿Por qué había aceptado?

¿Por la vehemencia de su enamorado?

¿Por curiosidad, por probarse a sí misma, como un reto?

Entró en el cuarto de baño. Porque era eso, un cuarto de baño. No faltaba de nada. Mientras orinaba trató de imaginarse allí a sus padres, tomando café con los Sanromá.

Cerró los ojos y se estremeció.

Los quería, los adoraba, pero se trataba de dos mundos.

Agua y aceite.

Se lavó las manos con jabón, aspiró aquel suave aroma y tras secárselas salió de nuevo al pasillo. Se encontró con Salvadora, la criada.

Las dos se miraron.

Se reconocieron.

Eran la misma persona, pero situadas a ambos lados del espejo.

Salvadora pasó por su lado rumbo a la cocina y Fuensanta sintió de pronto el nudo en el estómago, el retortijón implacable, como si la buena comida no hallara espacio en sus intestinos o los nervios hubieran acabado por revolvérsela.

Volvió a entrar en el cuarto de baño, y esta vez quiso desaparecer por el retrete.

148

La cabeza de Ignacio apareció por la puerta que comunicaba las oficinas con el almacén.

—¡Antonio, ven!

Dejó lo que estaba haciendo, ordenar unos materiales de construcción. Se frotó las manos con un paño húmedo y luego se las secó con otro. Cuando cambió de mundo, de universo, por el simple hecho de cruzar aquella puerta, buscó a derecha e izquierda en las oficinas. Por la izquierda quedaban los dos despachos principales, el del constructor y el del aparejador. Por la derecha la zona en la que lo hacían los tres empleados, todos muy jóvenes. Ignacio era el que se ocupaba de los números, de pagar al personal.

Los sábados por la mañana, todos iban de cráneo. Los miércoles por la tarde se recogían las horas trabajadas por los obreros; los jueves se calculaba lo que tenía que cobrar cada uno y el número de billetes y monedas que se necesitarían mientras se escribían los nombres y el importe en los sobres; los viernes, al banco, a por el dinero, y a llenar los sobres uno por uno; y el sábado por la mañana, obra por obra, a pagar. Solían repartirse, la mitad de las obras las recorría Vicente y la otra mitad Fortunato. Ignacio se quedaba siempre de apagafuegos porque no sabía conducir. Cada uno llevaba los sobres en coche. Cualquier olvido o descuido representaba más trabajo, así que todo tenía que salir bien para evitarse problemas. A fin de mes también se pagaban los sueldos de todos ellos, los de la oficina.

Era sábado, y fin de mes.

—Tienes que ir al banco, Antonio.

—De acuerdo.

—Cámbiate y te preparo el cheque.

Regresó al almacén y se puso su ropa, bufanda incluida. Un regalo de Úrsula. Se lavó las manos de nuevo. Cuando volvió a la oficina, Ignacio le tendió un talón bancario. Antonio miró la cifra escrita en la parte superior derecha.

Siete mil quinientas pesetas.

Mucho dinero.

—Caramba —dijo.

—Es del Banco Español de Crédito, el que está en la esquina, ¿recuerdas? Que te lo den de esta forma. —Le tendió un papel con el desglose de billetes.

No era la primera vez que hacía mandados así, ir al banco, pero había cantidades y cantidades. Una cosa era ir a por dos o tres mil pesetas, y otra hacerlo por…

—A ver si un día tenemos un disgusto —fue su tímida protesta.

—¿A qué te refieres?

—A un amigo le robaron por menos.

—Pues mételo en los huevos, y si hace falta, que se te los lleven, pero el dinero tráelo —bromeó Ignacio con su habitual cachaza y humor grueso.

Antonio se guardó el cheque.

Era sábado, Ignacio estaba solo. Allí trabajaban todos, y él, por lo general, era el que menos ocupado estaba siempre. Más que encargado del almacén se sentía como el chico de los recados.

Y tanto le daba ir a llevar paquetes o recoger sobres. Le gustaba. Tomaba el autobús, el tranvía, el metro, se paseaba. Pero lo de los bancos…

—No tardes, que el banco cierra en veinte minutos —le apremió Ignacio.

149

Llegaba tarde.

Así que corría, corría, corría con el susto en el cuerpo porque si algo era Víctor, además de buen guitarrista y mejor persona, era puntual y cien por cien profesional. En el poco tiempo que llevaban juntos, ya podía recordar no menos de una docena de frases lapidarias, de las que costaba olvidar.

«Tu tiempo es oro, el de los demás, platino. No hay que hacérselo perder.»

—¡Ay Dios! —Intentó correr más rápido.

Se le había escapado el 29, el de circunvalación, el tranvía que tomaba siempre. Y el siguiente había tardado doce minutos. Doce. Eso equivalía a llegar casi diez minutos tarde. Además, de la parada al local de ensayo que Bernabé Castaños les había dispuesto quedaba un trecho, y la calle solía estar intransitable cuando llovía, resbaladiza, con los adoquines salidos, huecos enormes. Lo que menos deseaba era tropezar y caerse. Hacía demasiado frío.

Cuando llegó al callejón no tenía aliento, su respiración formaba una nube cada vez que expulsaba una bocanada de aire.

Difícilmente iba a ponerse a cantar y a bailar sin más.

El local de ensayo no era más que una gélida habitación, un cuartucho sin nada, ideal para pillar unos buenos sabañones, situado en un patio que en otro tiempo probablemente sirviera de almacén. Tenía una puerta, con la llave escondida en una maceta, de forma que cualquiera de los dos podía llegar el primero y meterse dentro. El patio se comunicaba con el callejón mediante otra puerta, en este caso rota. Una vez, de ello no hacía muchos días, se encontraron con unos gitanos instalados allí. Víctor les convenció de que se fueran sin causar problemas, y les dio un poco de dinero, por solidaridad.

Cruzó el patio cuando hasta ella llegó el sonido de la guitarra.

Eso le hizo detenerse.

Llegar a la puerta y escuchar.

Por lo general, Víctor la acompañaba con brío, sabía interpretarla, como si la conociera de toda la vida. Ya le bastaba un gesto, una mirada, para saber qué haría o de qué manera se arrancaría a bailar, cuándo se detendría en seco y cuándo marcaría el ritmo con un taconeo persistente para crear un clímax. Sabía subir o bajar la intensidad, calibrar la energía, convertirla en un susurro, hacer que la música fluyese igual que un guante para arroparla. Pocas veces hacía un solo en mitad del número, porque la estrella era ella.

Y sin embargo…

Úrsula escuchó aquel sonido perfecto, la manera en que Víctor y las cuerdas de su guitarra se convertían en una sola entidad, inseparables uno de las otras. Tocaba algo clásico, estaba segura. No conocía el nombre de la pieza, pero la recordaba de alguna parte. Era bellísima. Un universo de formas sugerentes que él hacía suyo.

Todavía jadeaba por la carrera, pero ahora lo hizo también por la emoción.

Era un maestro.

Un maestro que estaba a su lado, acompañándola por un azar del destino.

¿Cómo era posible?

Le decían que era buena, que tenía temperamento, que cantaba bien, bailaba bien. Le decían que sería una estrella. Se lo decían a ella.

¿Y Víctor?

¿Por qué nadie quería escucharle solo? ¿El arte puro no interesaba? ¿La preferían a ella por ser joven y guapa además de un terremoto escénico?

La melodía culminó con el trazado final, la suave alfombra por la que deslizó las últimas notas hasta terminar el tema. Entonces la guitarra enmudeció.

Úrsula contó hasta diez y abrió la puerta.

—Llegas tarde —le dijo Víctor.

150

El carro ya estaba cargado, y en esta ocasión abultaba más y también pesaba más por lo que iba a transportar: cajas de whisky. Nada menos. Una bebida de ricos. El carbón cubría la manta que protegía las cajas, pero con el traqueteo el riesgo era que alguna parte quedara al descubierto. Los dos hombres llegaron a mojar con pegamento algunos pedazos de la pequeña montaña, para que quedaran adheridos a la manta y no rodaran por los lados.

—Mañana vuelve —le dijo el que siempre daba las órdenes.

—¿Otro envío? —preguntó Ginés.

—No, si te parece es para que veamos tu cara.

—¿Más whisky?

—¡Y a ti qué te importa! ¡Vuelves y sanseacabó!

—Oye, ¿estás de mal humor o qué?

—Es que siempre andas con preguntas. Tú a lo tuyo y nada más, ¿entiendes?

—Que sí, que lo entiendo.

—Ya puedes irte —dio por concluida su intervención.

Ginés miró el carro. Tendría que moverlo más despacio, tardar más tiempo, vigilar muy bien por dónde transitaba, evitar baches o movimientos del carbón y lo que protegía. Todo eso con aquel tiempo lluvioso y el maldito frío congelándole el cuerpo.

Tomó las dos asas.

Empujó.

—Por lo menos eres un burro guapo. —El hombre soltó una risa.

Ginés estuvo a punto de detenerse.

Enfrentarse a él.

No lo hizo. El dinero era bueno. Aquellos mamarrachos tenían su vida. Él la suya. Y con dinero compraba lo que quería, perseguía sus sueños, iba lanzado hacia su meta.

Cinco días seguidos, cinco transportes.

Ginés enfiló la salida del puerto, los músculos al máximo, la mente en el filo.

No era de rezos, pero rezó para que no lloviera durante una hora o dos.

151

La primera Nochebuena en su nueva casa.

El techo acabado, sus pocas pertenencias colocadas aquí y allá, la sensación de que, poco a poco, salían adelante, unidos, juntos.

Carmen paseó una mirada por su familia.

En noches como aquélla, parecía imposible que la maldad existiera, que en alguna parte, allí, cerca, en la misma Barcelona, la bestia durmiera esperándola. En noches como aquélla quería llorar, pero no de angustia, desazón o miedo, sino de felicidad. Todos reían, cantaban villancicos, y era la cena más abundante que jamás hubieran preparado en toda su vida.

Una cena de verdad, hasta con cosas compradas en el estraperlo.

¿Y qué?

Antonio tenía su nuevo trabajo, mucho mejor que andar por los andamios con aquel frío. Un trabajo más digno y más dinero con el que vivir y sentirse una persona respetable. Úrsula salía adelante, se esforzaba mucho, triunfaba por las noches con susvarietés y la esperanza de un futuro mejor. Fuensanta, siempre la más seria, apenas si hablaba de lo que hacía fuera de la perfumería, pero era evidente que salía con alguien. Demasiado evidente. Por desgracia era una tumba, callada, de la que no lograba extraer nada. Incluso Salvador, que había pasado unos días horribles, deprimido, tanto que hasta le dio miedo, ahora había vuelto a recuperar la sonrisa.

En cuanto a Ginés…

Ganaba más, pero nadie sabía qué hacía.

Porque lo de ser carbonero…

A veces pensaba que cuando un hijo miente a sus padres comete el peor de los pecados. Tanto como mentirse a sí mismo.

—¡Vamos a brindar!

Levantaron sus copas. La sidra era barata, pero peleona. Hasta Salvador tenía un poco en su vaso. Se pusieron en pie los seis y los cristales tintinearon en lo alto.

Bebieron.

—¡Por un feliz 1952! —propuso Úrsula.

—Eso lo diremos el 31 de diciembre. Hoy vamos a brindar por la Navidad, por estar todos juntos —propuso Carmen.

—¡Por los Cerón!

—¡Por los Cerón!

—¡El año que viene nos compraremos un Topolino! —propuso Salvador.

La ocurrencia les hizo gracia. El coche «de moda», recién aparecido un mes antes, casi costaba veinticinco mil pesetas.

—¡Va, cantemos!

Úrsula se arrancó con un villancico. No sólo se arrancó a cantar, sino también a bailar. Dio un par de vueltas y acabó sacando a su hermano mayor. Era un villancico, pero lo bailaba igual, con temperamento.

Los demás tocaron palmas.

Carmen se mordió el labio inferior. Sólo le faltaba José. La vida, arrastrando los años, se había movido rápida, en tropel. Unas veces atropellándoles, otras al paso pero sin detenerse. Cuatro hijos y cuatro mundos. Sin olvidar a Antonio.

Deseó abrazarlo y besarlo.

Desde la aparición de Sebastián Moreno le necesitaba más.

El villancico seguía.

Arre borriquito,

vamos a Belén,

que mañana es fiesta

y al otro también.

Acabaron aplaudiendo y los dos se sentaron. Carmen se dirigió a su hijo pequeño.

—Ahora tú, Salvador.

—¡No!

—¡Vamos! ¿Te va a dar vergüenza?

—¡Sabe uno en catalán! —dijo Úrsula.

—Chivata.

—¿Lo cantamos juntos? Yo también me lo sé. ¡Anda que no me dio la tabarra la señora María con todo eso! Venga, ¿vamos?

Salvador se rindió.

Y se arrancaron juntos.

El vint-i-cinc de desembre,

fum, fum, fum.

El vint-i-cinc de desembre,

fum, fum, fum.

Ha nascut un minyonet

ros i blanquet, ros i blanquet;

fill de la Verge Maria

és nat en una establia,

fum, fum, fum.

Aqui dalt de la muntanya,

fum, fum, fum.

Aqui dalt de la muntanya,

fum, fum, fum.

Si n’hi ha dos pastorets,

abrigadets, abrigadets,

amb la pell i la samarra,

mengen ous i butifarra,

fum, fum, fum.

La canción seguía, pero estallaron todos en risas, en parte por el acento de Salvador, en parte por el énfasis que le ponía Úrsula. Cuando las carcajadas cesaron se dieron cuenta de algo.

—Mamá, ¿qué te pasa? —preguntó Fuensanta.

—Querría brindar por alguien —dijo ella.

—¿Por quién?

Se puso en pie con su copa y lo proclamó sin tristeza, sólo con ternura y nostalgia.

—Por la abuela, que en el cielo esté.

152

La película era trepidante, y sin embargo ellos parecían estar más pendientes el uno del otro que de ella.

No les importaban los indios, ni los vaqueros, ni los soldados. No les importaba el chico, ni la chica. No les importaba la historia, ni el más que seguro final feliz, cuando la música subía y subía y sobre la pantalla a todo color aparecían las habituales dos palabras: «The End».

Se importaban a sí mismos.

Para Salvador, era el renacer.

La sorpresa.

No estaba solo, había un mundo, otro mundo. Un universo poblado de complicidades, secretos, misterios, roces, guiños, palabras, miradas y amor.

Amor.

Qué extraña palabra.

Destruida por Fernando, por Ana, por su padre.

Renacida gracias a Jaime.

El protagonista disparaba una bala tras otra, rodilla en tierra, herido. La sangre le caía de un costado, estaba sucio, polvoriento. Ni siquiera apuntaba. Tenía el revólver a la altura del vientre y apretaba el gatillo. Los indios saltaban sobre sus caballos, caían a tierra revolcándose en el polvo, a veces también lo hacían sus monturas, o quedaban enganchados a ellas y se convertían en muñecos inanimados arrastrados por la estampida de las bestias. El desenlace era inminente.

Hasta que a lo lejos se oía la trompeta.

Ta-tarat-tari-tarat-tariii…

La mitad del cine se puso a aplaudir.

Las parejas estaban en la parte de atrás, el único lugar del mundo donde podían besarse o acariciarse lejos de las miradas ajenas, sepultados por las sombras y la distancia. Para ellos tampoco había película, únicamente la necesidad impuesta por su condición de amantes secretos. El amor estaba prohibido en las calles. El amor era un arma demasiado poderosa.

Ellos estaban delante, en las primeras filas, compartiendo otra forma de soledad.

Rozaban sus brazos, buscaban sus manos, jugaban con sus dedos, vivían el desconcierto de su nueva realidad.

En el repentino silencio de la sala, el protagonista lograba incorporarse, dejaba caer el revólver ya sin balas y veía la huida de los pocos indios que quedaban mientras la caballería de los Estados Unidos se acercaba al galope.

Entonces corría en dirección a la carreta, donde ella estaba inconsciente.

La reanimaba.

La chica abría los ojos.

Y justo cuando sus labios iban a besarse, presos de amor, el plano se cortaba y en el siguiente ellos se separaban.

Ahora, en el cine, se escucharon los abucheos de protesta.

La película estaba a punto de terminar. El doble programa era de sesión continua, así que podían quedarse un poco más. Pero ya era tarde. Demasiado. Jaime cogió la mano de Salvador y la llevó hasta los labios.

La besó.

La música ya crecía, el chico y la chica caminaban juntos hacia los soldados.

«The End.»

Jaime dejó la mano de Salvador cuando se encendieron las luces de la sala.

153

Raquel se lo había preguntado dos veces a lo largo del día.

—¿Qué tienes?

Y en ambas ocasiones le dijo lo mismo:

—Nada.

Luego, la clientela navideña la había sumergido en la vorágine de las compras, como si de pronto todo el mundo fuese rico, o tuviese dinero para gastar, regalos que hacer, lejos de la penuria, las cartillas de racionamiento y la miseria de los pobres.

Se decía que pronto acabaría el racionamiento de carne y aceite.

Un pequeño gran paso hacia la normalidad.

Siempre se decían cosas, se daban esperanzas.

Aunque no se comiese de ellas.

A la hora del cierre de la perfumería, Fuensanta no supo si tomárselo con calma o salir de inmediato para acabar con aquella zozobra.

—Vete a casa —le dijo Mercedes Blanch—. Tienes mala cara. Estás pálida.

—Gracias.

Salió la primera.

Pablo ya estaba allí, esperándola, con su sonrisa, su talante, su impecable aspecto, su amor.

Dejó que la besara en la mejilla y echaron a andar.

—¿Te encuentras bien?

También él.

Fuensanta contó hasta tres, apretó el puño de la mano que tenía libre, vació su mente de todo lo que no fuera lo que tenía que manifestar y lo dijo:

—Pablo…

—¿Sí?

—Quiero hablarte y… quiero que me escuches, sin interrumpirme, sin preguntarme, sin…

—Cariño, estás blanca…

—¿Lo ves? —Se detuvo en mitad de la acera, cerca de la Vía Layetana, sabiendo, de todas formas, que pedía un imposible—. ¿Quieres dejarme decir lo que tengo que decirte?

—Bueno, perdona…

Nunca la había visto así, era consciente de ello.

Con todo ningún mal presagio se apoderó de él.

—Pablo, vamos a dejarlo. —Logró articular las cuatro palabras sin que le temblara la voz.

Su compañero tardó en reaccionar, sin entender el sentido de todo aquello. Fuensanta mantuvo la iniciativa.

—Sé que te será difícil de entender, quizá imposible, pero créeme, es mejor así. Yo… —Cambió el sesgo de sus palabras—. Han sido unos meses muy hermosos, muchísimo. Lo que me has dado es algo que jamás olvidaré. Contigo me he sentido libre por primera vez. Pero la libertad también tiene sus cadenas. Y yo necesito romper éstas.

Ahora sí, el rostro de Pablo era una máscara petrificada.

—¿De qué estás hablando?

—De ti y de mí. De nosotros. De que no puede ser y ya está.

—Fuensanta, me estás asustando.

—Pablo, ¿por qué me quieres?

—¿Cómo que por qué te quiero? —Se le antojó la pregunta más absurda y extraña del mundo—. ¡Me he enamorado de ti!

—El amor suele ser un espejismo.

—¡No me vengas con frases hechas! ¡Dos personas se conocen, se gustan, comparten cosas…! ¡Eso es el amor! ¡Yo te quiero y tú me quieres!

—Es que yo no sé si te quiero. —Contuvo un primer atisbo de lágrimas al llegar al límite de su resistencia.

—¡Pues claro que me quieres! —gritó boquiabierto.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Lo veo en tus ojos, y lo siento con cada beso! ¡Me quieres, por Dios, me quieres! ¿Por qué diablos tendríamos que dejarlo?

—Soy yo la que lo hace.

—¡Es lo mismo! ¿Por qué?

—¡Porque no saldría bien, porque pertenecemos a dos mundos muy diferentes, porque no soy más que una emigrante murciana mientras que tú…!

—¿Yo qué? —Su espanto alcanzó el cenit—. ¿Soy un catalán burgués y toda esa cantinela?

—Sí.

—¡Santo cielo, Fuensanta! ¡Viniste a casa, enamoraste a mis padres, ya no han dejado de preguntarme cosas, incluso cuándo pensaba pedirte oficialmente y todo eso! ¡Les encantaste!

—No seas tonto. Les encantó que su único hijo fuese feliz, no yo. Tus padres son maravillosos, te quieren, desean lo mejor para ti y yo no lo soy. Te lo juro. No lo sería. Te estoy haciendo un favor.

—No puedo creerlo. —Comenzó a hundirse en sí mismo al ver la terquedad y la determinación en el semblante de ella—. Fuensanta, cariño, ¿a qué viene toda esta historia? ¿Es por tus padres, por esa manía de no querer decirme dónde vives, ni que les conozca? ¿Es por ellos? ¿Te lo prohíben ellos?

—No, ni siquiera les he hablado de ti.

—¿No les has hablado…?

—No.

—¿No saben que existo?

—Siempre he tenido miedo —le reveló—. Me engañé a mí misma, me mentí, acepté salir contigo, ir a cenar, al cine, a pasear… Creí que lo superaría, que conseguiría convencerme, llegar a la normalidad, pero no puedo. Lo he intentado, pero no puedo. Por eso es mejor dejarlo ahora que estamos a tiempo, cuando las heridas son pequeñas y las cicatrices sanarán pronto.

—Fuensanta, me estás matando. —Tocó fondo—. ¿De qué herida y de qué cicatriz me hablas? Si me dejas… Yo estoy enamorado de ti. Más de lo que jamás creí poder amar a alguien. Ya no puedo concebir la vida sin compartirla contigo, por favor… No me hagas esto. No te lo hagas a ti misma. Podemos…

—No.

—¡Sí, podemos superarlo todo, juntos, juntos, cariño!

—Soy una emigrante murciana, una muerta de hambre que había olvidado cuál es su sitio. No quiero vivir una mentira.

—¡Fuensanta!

Había echado a andar para no llorar delante de él.

—¡Fuensanta! —Pablo la atrapó.

Se soltó de su mano. Lo hizo casi con violencia.

Ya no dijo nada.

Reanudó la marcha.

Y esta vez él ya no la siguió.

154

El pequeño bar era agradable. Un rincón, en mitad del barrio, formando una placita de reducidas dimensiones, tan discreta como callada. La lluvia les había detenido al salir del ensayo. Una lluvia que había caído de forma brutal, intensa, y que pese a haber menguado, todavía calaba hasta los huesos si no se llevaba paraguas, como era su caso. El de los dos.

Por arte de magia, el contratiempo se había convertido en una ocasión insólita para hablar a solas, sin música, sin nada que no fuera la necesidad de quemar unos minutos de tiempo. Sentados frente a frente, ella con un vaso de agua entre las manos y él con una caña, parecían una pareja como cualquier otra, un hombre y una mujer, por más que los diez años de diferencia a veces fueran más un abismo que una frontera.

Úrsula le miró las manos, los dedos, aquellos filamentos apasionados, de uñas largas para rasgar las cuerdas de la guitarra, suaves salvo en los callos de las yemas, tan sólidos después de años y años de práctica.

—¿Cuándo empezaste a tocar?

—De niño.

—Toda la vida.

—Toda la vida—confirmó.

—Yo también bailaba de niña, sola, por instinto, sin que nadie me enseñara.

—A mí me enseñó mi tío Nicanor.

—¿Dónde está?

—Murió.

—¿Y tu familia?

—Murieron todos, Úrsula.

Casi no pudo creerlo.

—¿Estás solo?

—Sí.

—Pero ¿cómo…?

—Hubo una guerra, ¿recuerdas? Y nosotros éramos gitanos.

No quiso ahondar más. Pero tampoco dejarlo.

—¿Por eso eres tan reservado?

—No.

—Entonces…

—¿Qué quieres saber?

—No sé, algo. ¿Tienes novia?

—No.

—No puedo creerlo.

—Pues créelo.

—Pensaba que los gitanos os casabais muy jóvenes.

—Estuve casado.

—¿En serio?

—Estuve casado, tenía una niña preciosa.

El terreno dejó de ser resbaladizo y se hizo pantanoso. Úrsula se dio cuenta demasiado tarde.

—Perdona —lamentó.

—Tú querías saber.

—No imaginaba…

—No importa. —Pasó un dedo por el borde del vaso de cerveza—. Si estamos juntos, también tienes tus derechos. Y no pasa nada. Ya no. Hace tiempo que me blindé. Incluso dejé de odiar porque eso me estaba matando. Supongo que la música me salvó. Es increíble lo que puede darte la música, una guitarra, cerrar los ojos y dejarte llevar.

—¿Qué les pasó?

—Ella murió de tuberculosis. Mi hija…

—Lo siento.

—Te habría gustado. Se parecía a ti. Alegre, risueña, feliz, con temperamento… Pero eran tiempos difíciles, muy duros. Y a los gitanos no siempre se nos acepta. Mejor dicho: nunca se nos acepta. En mi caso, y gracias a la música, he conseguido lo que pocos consiguen, ya ves.

—¿No te duele estar solo?

—No.

—A mí me aterraría.

—La soledad te obliga a pensar, y cuando piensas, decides, y cuando decides, actúas.

—No te entiendo.

—¿Tú no tienes sueños, Úrsula?

—Claro.

—Cantar, bailar, triunfar…

—Supongo que sí.

—El mío es irme a América.

—¿Por qué?

—Porque allí no importa que seas gitano o payo, ni que seas republicano o nacional. Allí importa esto. —Le mostró las manos con el dorso por delante—. Esto y lo que le pueda sacar a mi guitarra. América, Úrsula. América. —Era la primera vez que le veía apasionado y le escuchaba hablar con el corazón—. La del norte, donde está el dinero, y la del sur, donde se habla español como aquí. Todo muy grande. Todo disponible. Allí el arte se aprecia, no tiene color, ni nada que no sea lo que vale por sí mismo. ¿Has visto esas películas musicales que se hacen en ese sitio, Hollywood? —Lo pronuncióJollyvú—. Hay siempre artistas latinos, directores de orquesta, músicos. ¡Incluso flamenco vi en una! A la música no le hace falta un idioma, es universal.

—Claro que he visto algunas de esas películas desde que estoy aquí, y me fascinan, pero ir a América sí que me parece un sueño.

—¿Por qué?

—No sé. Supongo que nunca lo había pensado. Eso está muy lejos.

—Ya no. Hay barcos. En tres semanas…

—No hemos hecho más que empezar aquí, ¿y ya piensas en irte?

—Te he dicho que era mi sueño, desde hace mucho.

—Tú eres guitarrista. Yo canto en español.

—¿Vendrías conmigo?

Úrsula parpadeó un par de veces. La pregunta la pilló por sorpresa. Incluso la desconcertó.

—Víctor, tendremos actuaciones en Barcelona, ya lo verás. Me lo dijo el señor Bernabé. Primero lasvarietés, después salas de fiesta, algún teatro, espectáculos, y más tarde España entera. ¿Te imaginas? Iremos a Sevilla, a Bilbao, a Madrid, a Zaragoza, a Valencia… ¡Somos cabeza de cartel en el cine, y acabamos de empezar! Cada vez nos aplauden más. Tú tenías razón: somos buenos. Tenemos algo. ¿Por qué hay que ir a buscar a América lo que se tiene aquí?

—¿Piensas en tu familia?

—También.

—Pues un día tendrás que escoger —repuso él—. No hay otra forma.

—¿Por qué debería escoger?

—Porque el arte es el arte, y no se compagina con nada. Se tiene o no se tiene. Y si se tiene, ha de volar, como los pájaros. —Imitó el vuelo con los dedos de las manos—. Tú ya no tienes padres o hermanos, Úrsula: tienes vida.

155

La llamada fue tan inesperada que casi se le cayó el cacharro que sostenía entre las manos.

—¡Señora Carmen!

Lo dejó sobre el fogón apagado, salió de la cocina, llegó al comedor y se asomó a la ventana. Vio a Asun en la calle, con los brazos en jarras, esperando su aparición. La muchacha iluminó su rostro con una de sus habituales sonrisas de oreja a oreja.

—¡Qué susto me has dado, hija! —protestó.

—Vaya, perdone. Es que pensé que con todo cerrado no me oiría. Este frío…

—Tú no pareces tenerlo.

—A mí es que me sobra energía, señora —se jactó ella.

—¿Qué querías?

—Necesito un hombre.

—¡Huy, mírala ésa! —Se echó a reír—. Pues sí que vas tú desesperada.

—¡Que no es eso! —Levantó una mano juvenilmente airada pero también divertida—. Lo necesito para ayudarme a cargar unos muebles, que yo sola no puedo y mis hermanos están todos de picos pardos. ¿Está su hijo?

—¿Salvador?

—No, mujer, no. Ginés.

—Pues también está de picos pardos —se lamentó—. A esta hora y en domingo…

—Vaya por Dios. Nunca están cuando se les necesita, ¿verdad?

—Ya puedes decirlo, ya. ¿Es urgente?

—No, puede esperar, pero quería arreglar unas cosas hoy, que mañana con el trabajo…

—Le diré a Ginés que se pase.

—Se lo agradeceré mucho.

Ni la una ni la otra se movieron de donde estaban.

—¿Cómo va todo? —preguntó Carmen.

—Ya ve, tirando. —Hizo un gesto de indiferencia—. Pero no puedo quejarme. ¿Y usted? Apenas la veo.

—Es que con el trabajo en la droguería, que ahora me pilla más lejos, y lo de acompañar o recoger a Úrsula…

—La vi el domingo pasado. ¡Qué buena es la condenada! ¡Menudo poderío!

—Nos ha sorprendido a todos.

—Ésa va para estrella.

—Ya veremos, ya veremos, que es una vida muy dura la de artista. No todo son alegrías.

—Con lo joven que es… A mí lo único que me extraña es lo de La Granadina. ¿Qué tiene ella de Granada?

—Nada, hija. Pero su empresario se empeñó, y es el que manda.

—¿Y ha de ir a buscarla cada vez? Pero si ya es mayorcita, y muy seria, digo yo.

—Eso sí es cierto, que me canso mucho y duermo menos. Y me toca a mí, no a su padre o a Fuensanta o a Ginés. A mí. La verdad es que tampoco acaba tan tarde, y es menos de lo que yo creía.

—¿Y qué creía usted?

—Pues que ese mundo de artistas era un poco loco; ya sabes, manga por hombro.

—No, mujer. Aunque admiradores tendrá.

—Como que le mandan flores.

—Ya ve. El día menos pensado la casa con un novio rico y les saca a todos de apuros. A mí el que me gustó mucho fue su guitarrista. Guapo, muy guapo. No tanto como su hijo pero…

—¡Qué cosas tienes!

—La verdad.

—Pues anda, que mi Ginés está soltero y sin novia.

—¡Huy, poca cosa soy yo para él, que desde hace una temporada va como un pincel!

—¿Poca cosa? ¡Ya querría él encontrar a una chica buena y limpia como tú! ¡Y yo, para que sentara la cabeza!

—Limpia sí, pero buena… —Puso cara de mala.

Soltaron sendas carcajadas.

—En serio, señora Carmen, que su Ginés es demasiado guapo. Todas las chicas de la calle, del barrio, lo comentan. Ha alborotado el gallinero.

—Pues mejor que sea guapo, ¿no?

—No, mejor uno feo, que los guapos son como las golondrinas: van de nido en nido.

Otra carcajada, más breve, más distendida.

—Bueno, la dejo, que usted tiene quehacer y yo también —se despidió Asun.

—Le digo a Ginés que vaya a verte.

—¡Gracias!

Una se alejó en dirección a su casa y la otra reculó cerrando la ventana.

El silencio retornó a la calle.

156

El beso, intenso, húmedo, parecía una pugna por devorarse el uno al otro. Unas veces eran sólo los labios, pero las más, abrían la boca y sus lenguas se unían, se entrelazaban, buscaban ocupar el espacio de su oponente. Bebían de sus salivas, se mordían los labios, se apretaban con la pasión del primer amor y de todas sus sensaciones mal medidas. Las manos también exploraban las profundidades del cuerpo ajeno, acariciando la piel, pellizcando la carne, navegando por los surcos abiertos al deseo. Sus geografías florecían vírgenes, necesitadas de un Colón que las descubriera. Cada secreto violado era un goce para los sentidos. Cada gemido, una revelación. Manos, brazos, pecho, vientre, piernas, pies, sexo…

Sobre todo sus sexos.

Libres.

Y en el caso de Salvador, por primera vez.

En su mente, todo era color, luz.

Dejó que Jaime le lamiera la cara, la perfumara con su sabor, y se estremeció al sentir el frío del anochecer en su piel. Los ojos, la nariz, las mejillas, las orejas, los labios…

Más besos.

Se abrazaron entre las sombras del solar abandonado. Un rectángulo de tierra perdido entre las casas que les rodeaban, con una tapia medio derruida. El día menos pensado, allí se construiría una casa; surgiría de la nada y el espacio se llenaría de obreros. Entonces tendrían que encontrar otro paraíso perdido. Y había muchos en la Barcelona que seguía cicatrizando heridas, derruyendo lo que la guerra había dejado en pie, a veces más que en precario, para empezar a levantar el futuro.

—Te quiero —jadeó Salvador.

—No, querer es posesivo. Es mejor amar.

—Entonces te amo.

—Yo también.

—Dios… si no hubieras bajado aquella noche a los urinarios…

—Te habría encontrado igual.

—¿Lo crees de verdad?

—Sí.

—Eres un romántico.

—Y tú muy guapo.

—Tú me haces guapo.

Se quedaron mirándose el uno al otro en silencio. Dejaron de hablar sus gargantas para permitir que lo hicieran sus ojos. Sus miradas eran limpias. Brillaban con luces desconocidas. Para Salvador todo era un sueño. El día que Fernando le dio la espalda pensó que llegaba el fin. Ahora descubría un nuevo horizonte. La vida volvía a tener un sentido.

Recordó cuando pensó en suicidarse.

Hacía una eternidad de ello.

Acarició el rostro de Jaime mientras él tocaba su sexo masturbándole despacio.

—¿Te gusta?

—Sí.

—Házmelo también tú a mí. Corrámonos los dos a la vez.

Buscó su miembro por debajo de los pantalones. El de Jaime era mayor, mucho mayor que el suyo. Pero a ninguno le importaba el tamaño del otro.

Creían que el tiempo era eterno.

Tenían toda una vida.

—Jaime…

—¿Qué?

—¿Crees que estamos enfermos, como dicen los curas?

—¡No!

—Pero lo normal es querer a una mujer.

—¿Lo normal? ¿Y qué es lo normal? —Jaime se enfadó—. Lo normal es querer, nada más. ¿Piensas que somos los únicos? Son ellos, y su maldita religión, lo que nos aparta y trata de convertirnos en monstruos. Pero no lo somos, Salvador. Te lo juro. No lo somos. Por eso yo no creo en ningún Dios que no sea tolerante. ¿Cómo voy a creer en algo que te aparta de la vida y te condena? Que debamos escondernos no significa nada, salvo que para los que mandan formamos parte de otra realidad que no aprueban ni aceptan. Los sentimientos son raros, pero libres. Aparecen y ya está. Los tienes o no los tienes. Nos amamos… ¿Crees que hay algo más fuerte que eso?

—No, pero vivir así, escondidos…

—Escucha. —El movimiento de su mano perdió intensidad para dar mayor vehemencia a sus palabras—. Cuando en una casa se cierra la puerta, nadie sabe nada de lo que pasa dentro.

—Pero yo ni siquiera tengo quince años.

—Y yo sólo diecisiete, ¿y qué?

—Nos falta tanto…

—Chist… —Reactivó el movimiento de su mano.

Salvador gimió.

Cerró los ojos y se concentró tanto en su placer como en el que le proporcionaba a Jaime.

Su placer.

Se estremeció enseguida, como casi siempre, con la sorpresa del perpetuo descubrimiento de su cuerpo. Se corrió dulcemente. A veces era intenso, otras brutal, las más suave. Jadeó sin dejar de gemir, de gemir, hasta que los espasmos cedieron poco a poco.

Su compañero le besó.

—Con la boca —susurró lleno de cadencias—. Házmelo con la boca…

Salvador se agachó para encontrarse con él.

157

¿Por qué tenía que dormirse siempre después de hacerlo?

¿Por qué era incapaz de mantenerse despierto?

¿Estaba loco?

Vio la hora y no pudo creerlo. Tenía que haberse marchado hacía por lo menos treinta o cuarenta minutos. Por lo menos. Para prevenir todo posible susto. Lo lógico era que a los cinco, después de unas carantoñas y unos besos, hubiera saltado de la cama. Cinco minutos, suficientes. Lo de las carantoñas y los besos era por norma. Ellas, todas, se enfadaban si se marchaba sin más una vez saciado, aunque las dejara satisfechas y felices. Tarde o temprano le acusaban de egoísta. Querían cariño. Curiosa la feminidad y la sexualidad de las mujeres. Querían cariño, mayores o jóvenes. Que las abrazara, les dijera lo bonito que había sido, lo maravilloso que resultaba hacerlo con ella, lo especial, único, singular de su relación. Palabras suaves al oído, caricias en los senos, el vientre. Sobre todo el vientre, como si ya esperasen un hijo del amor.

Trató de no hacer ruido, de encontrar su ropa sin delatar su presencia, pero Susana tampoco dormía del todo.

—¿Ya huyes?

—Se ha hecho tarde.

—Cobarde.

—No teníamos que haber subido.

—¿Y qué querías, un lugar sórdido, un descampado, con el frío que hace? Ya te he dicho que cuando mi madre va a ver a mi abuela, tarda.

—Por si acaso.

—¿Le tienes miedo?

—¿Tú no?

Susana se encogió de hombros.

—Mi madre tiene su vida. No se mete mucho con la mía. A veces creo que también tiene sus cosas.

—Eres muy moderna tú.

—Moderna no sé, pero loca… —Le vio ponerse los pantalones.

—¿Loca por qué?

—Aún no sé cómo he podido hacerlo.

—Pues virgen no eras.

—Grosero.

—Ya.

—Grosero y desagradable, por Dios —refunfuñó herida.

—No, si está bien. Y no sé a qué viene tanto remilgo ahora y tanto sentirse culpable. Lo deseabas tanto como yo.

—Eres un cerdo.

—Desde la primera vez…

—Va, calla. ¿Cómo voy a confesarle esto al padre Mario?

—Miente.

—Desde luego… Qué fácil es todo para ti, ¿eh? Mis amigas ya me lo advirtieron.

—¿Ah, sí? ¿Qué te dijeron? —Acabó de arreglarse, vestido, calzado, a punto de irse.

—Que eras…

No llegó a decirlo. Ginés le tapó la boca con la mano. Luego le besó la frente.

Bajó por la nariz, el mentón, los pechos, el vientre, el sexo…

—¡Vete! —Susana se estremeció riendo.

La obedeció. Feliz. Su primera niña rica. Su primer helado. Su primer bombón. Un acto puro, diferente. Una copa vacía que llenar. Las chicas de los barrios altos eran como las de los barrios bajos. La diferencia era la clase. Pero desnudas… Los sentimientos no cambiaban.

Y menos para él.

La había conseguido.

Apretó el puño en señal de victoria y abrió la puerta del piso.

Carlota Arguindei estaba en el rellano, con la llave en la mano, dispuesta a entrar en su casa.

La sorpresa fue radical para ambos.

El miedo no.

Sólo afloró en el rostro de Ginés, desarmándole.

Carlota estaba tan guapa como siempre, arreglada, maquillada, enjoyada. Toda una mujer. Toda una dama. El mejor de los regalos para alguien como él. La mejor de las conquistas. Un premio.

Ginés intentó lo imposible.

Sonrió, esgrimiendo su mejor arma.

—He venido a verte pero…

No la engañó.

La madre de Susana miró la puerta de su casa, le miró a él, olió el sexo en su cara, en sus manos. Lo olió y lo vio. Su reacción no fue la de una mujer engañada, sino la de una madre ultrajada, rabiosa.

—Cabrón…

La bofetada fue rápida. Posiblemente, aunque hubiera podido esquivarla, no lo habría hecho. Era lo menos. Pero le pilló de improviso. Estalló en su cara y se la hizo girar noventa grados.

No hubo más.

—Si vuelvo a verte una sola vez, una sola, será tu final, ¿me has entendido? Tu final, hijo de puta.

Carlota Arguindei pasó por su lado, furiosa, levantando una espiral huracanada tras ella, y cerró la puerta con toda la violencia de que fue capaz.

Aunque estaba en su piso, el grito pudo escucharse desde todo el edificio.

—¡Susana!

Ginés se apresuró a bajar la escalera lo más rápido que pudo.

158

Bernabé Castaños parecía otro.

Menos nervioso, menos rápido de palabra y obra, menos empresario cuyo tiempo para hacer negocios le ocupa la totalidad de la vida. Afloraba en él un relajamiento evidente. Sonreía al mirarla, como si por primera vez apreciara algo más que su talento artístico o la posibilidad de ganar mucho dinero con ella. Sonreía y sus ojos se deslizaban por su cuerpo, fotografiándola despacio.

—Siéntate.

Úrsula le obedeció. Se sentó en una de las sillas, frente a la mesa de despacho. Creía que el hombre haría lo de siempre: ocupar una esquina.

Continuó de pie.

—Úrsula, Úrsula, Úrsula… —Suspiró.

Se colocó a su espalda y la chica no supo si volver la cabeza. Prefirió no moverse y esperar.

Las manos de Bernabé Castaños se posaron en sus hombros.

Una presión.

—¿Estás bien, querida?

—Sí, sí señor.

—¿Feliz?

—Mucho.

—Me alegro. —Las manos abandonaron el contacto.

Otros tres pasos. Otro silencio. Ahora sí se colocó delante. Le brillaban los ojos. Jugueteó con el anillo de oro de su mano derecha. Un sello con su inicial. La B.

—Sabes que te he ido a ver casi cada vez, ¿no?

—Sí.

—Estoy muy sorprendido con tu progreso.

—Gracias.

—Has nacido para la escena, desde luego. Fuera de ella eres una mujer preciosa, un encanto, y con los años serás increíble, porque ya te has convertido en toda una mujer. Pero en un escenario te creces, te agigantas. La forma en que te comes al público… Eso se tiene o no se tiene, créeme. Sin embargo…

—¿Qué? —Se alarmó al ver que él se detenía.

El rostro del empresario perdió la sonrisa. Se quedó serio.

—Me he portado bien contigo, ¿no? —preguntó cambiando el tono de su voz.

—Sí, mucho.

—Te adelanté dinero para que pudieras ensayar tranquila y dejaras tu trabajo. Aposté por ti.

—Dijo que era buena.

—Y lo eres, Úrsula. Y lo eres. Te lo repito. Además, en estas semanas has dado un prodigioso salto hacia delante. Es extraordinario lo que has crecido, como artista y como persona.

—Eso ha sido gracias a Víctor.

—No, no te minusvalores. Eres una esponja. Lo absorbes todo, y rápido. El equipo no es el que formáis Víctor y tú. El equipo es el que formamos tú y yo. Hay muchos guitarristas.

—No como él.

—Es bueno, mucho. Por eso te lo puse de acompañante. Pero no te engañes: la gente irá a verte a ti, no a oírle a él.

—Pues es una pena.

Bernabé Castaños arqueó una ceja.

—Me alegra que os defendáis. Me alegro mucho. —Se acercó de nuevo a ella y le pasó una mano por la cabeza, acariciándole el pelo—. Eso dice mucho de ti, de tu lealtad. Pero en este mundillo no has de ser ingenua, ¿sabes? Tienes que aprender dónde están las oportunidades, ir a por ellas. ¿Crees que él no te dejaría si encontrara algo mejor?

—No lo sé. —Sintió un extraño rubor en las mejillas.

—Mira, Úrsula —la mano se posó en su mejilla—, éste es un negocio hermoso pero cruel. He visto nacer, crecer y morir a muchos artistas en cuestión de muy poco tiempo. Unos no se adaptan, otros se creen dioses antes de consolidarse, otros se quedan en el camino… Y yo no quiero que eso te suceda a ti. —La mano bajó hasta acariciarle el mentón—. Tú vas a ser mi prioridad… si quieres.

—Claro que quiero —dijo demasiado rápido.

—Bien. —Bernabé Castaños perdió su contacto, colocó ambas manos a la espalda, dio un par de pasos deliberadamente lentos y, ahora sí, se sentó en una de las esquinas de su mesa, la más próxima a ella.

Se inclinó hacia delante.

—Aquí encima de la mesa tengo un montón de contratos —dijo—. Todos con tu nombre. Sólo falta firmarlos. De entrada, para que des el salto y cantes en el Rigat de la plaza de Cataluña.

—¿La sala de…?

—Sí.

A Úrsula se le paró la respiración.

—Pero el Rigat no será más que un primer paso —continuó el empresario—. Un mes allí, dos, y rápidamente el salto. A Madrid. ¿Qué me dices?

—Yo…

—No tienes palabras, lo sé. —Reapareció la sonrisa—. Y lo más importante es que yo te acompañaré. Lo dejaré todo para estar contigo. Vas a ser mi prioridad si tú lo quieres.

—Claro que lo quiero.

—¿En serio?

—Sí.

—¿Seré yo la tuya?

No comprendió la pregunta.

—¿Qué quiere decir?

Bernabé Castaños alargó sus dos manos. Tomó una de las de ella. Le acarició la palma, el dorso, las yemas de los dedos. Úrsula miró aquel contacto con un primer resquemor en su alma. Una señal de alarma empezó a sonar en su cabeza. Aun así se quedó quieta.

—Yo pondré todo de mi parte, Úrsula. Pero tú también tienes que poner de la tuya.

—Cantaré y bailaré como nadie, se lo juro.

—No me refiero a eso. —Sus manos se apoderaron de la de ella. Ya no era una caricia, era una posesión—. Te ofrezco algo más que ser mi mejor artista, querida. Te ofrezco la luna. ¿Sabes que mi esposa está enferma?

—No.

—No le sienta bien el frío. Se ha ido al sur, a Cádiz, con su hermana. Lo que te estoy ofreciendo, pidiendo, es que tú y yo…

Úrsula retiró la mano. Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo. Bernabé Castaños la dejó ir.

—¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

—Sí.

—¿Y…?

—Por favor, no me haga eso… —le suplicó.

El hombre sostuvo su mirada.

Inflexible.

—Eres buena —repitió una vez más—, pero hay otras. Otras que matarían por tener la mitad de lo que tienes tú o una cuarta parte de lo que te ofrezco. Depende de ti. Tu contrato en el cine acaba en dos meses. Te espera el Rigat —señaló el montón de papeles en su mesa—, y Madrid, y lo que tú quieras. Estás preparada, pero sin mí… Piensa que de la misma forma que voy a encumbrarte, puedo hacer que nadie te dé trabajo, en ninguna parte. Tú no querrás eso, ¿vedad? Lo tienes todo tan cerca, el éxito, la fama…

Úrsula tragó saliva.

—¿Puedo irme? —preguntó sin apenas voz.

—Claro. —El empresario se puso en pie.

Se acercó y le dio dos besos en las mejillas aprovechando que ahora ella era una estatua de sal.

—¿Te parece bien lo que hemos hablado?

—No lo sé, señor. —Sintió el frío recorriendo su cuerpo.

—Puedes pensártelo —dijo en tono amable—. Tal vez haya sido demasiado brusco. No hay prisa. Tranquila. Ya verás como todo sale bien. La felicidad está hecha de pequeñas cosas, pero si son grandes… es mucho mejor. Yo soy buena persona, lo sabes. Te trataré bien, Úrsula. Muy bien. Seremos uña y carne.

La chica dio el primer paso rumbo a la puerta.

Del paraíso al infierno en apenas diez minutos.

—Úrsula.

—¿Sí?

—Esto es entre tú y yo, por supuesto. Hay que ser discretos. Si lo hablas con alguien…

—No señor.

—Buenos días, cariño.

«Cariño.»

Cuando llegó a la calle, temblando, se dio cuenta de que el mundo entero a su alrededor era espantosamente gris, feo, oscuro.

159

Carmen se dio la vuelta en la cama y quedó de cara a su marido. Antonio no dormía. Estaba boca arriba y tenía los ojos abiertos y fijos en el techo.

Hacía tanto que no la tocaba que…

—Antonio.

—Dime.

—¿Estás bien?

Él se encogió de hombros. No dijo nada.

—¿En qué piensas?

—En Ginés.

—¿Por qué?

—¿Tú qué crees?

Carmen reflexionó. Los quería a todos por igual, pero de alguna forma, sin saber por qué, tal vez por haber sido el primero y el que engendraron en su escapada, Ginés era su debilidad. Su niño. Siempre había creído en él.

—No es tonto —susurró—.Echao p’alante sí, pero tonto no. Aún es muy joven.

—Estás ciega, Carmen.

—No es verdad.

—Sí lo es. —Antonio ladeó la cabeza para mirarla—. ¿Qué trabajo es ese que no hace sino dos o tres días a la semana y por el que le pagan más que ningún otro?

—No lo hace dos o tres días a la semana.

—Que salga de casa no quiere decir que vaya a trabajar. Se mete en un bar, pasa el tiempo, juega al billar, revolotea por Barcelona…

—¿Cómo lo sabes?

—¿Crees que me chupo el dedo? Ayer le vieron tomando vermut, como un señorito, en el Zurich, ese local de la plaza de Cataluña. ¡El vermut, a las doce de la mañana, en jueves!

—¿Quién te ha dicho eso?

—Uno, no le conoces.

—¿Y le haces caso al primero que habla mal de tu hijo?

—No me habló mal de él. Sólo me dijo que le había visto, guapo, bien vestido, como un marqués.

—Siempre ha tenido suerte. Es de los que caen de pie —insistió ella.

—¡Carmen, por Dios!

—¿Y qué quieres? ¡Háblale!

—¿Yo? A mí no me hará ni caso. Y no quiero que me mienta. Le pondría la cara del revés si sé que me miente,cagüen Dios.

—Vamos, no seas así. Se porta bien. Trae dinero a casa. ¿Por qué no confías en él?

—Porque fui monaguillo antes que monje y me conozco el paño. Por eso. El dinero no cae de los árboles, ni te lo dan así como así o por tu cara bonita. Además, a tu hijo le gustan demasiado las faldas. Va a perderle toda esa seguridad que tiene y que se basa tan sólo en su aspecto. Ser guapo no es un aval. Puede llegar a ser una maldición.

—Le preguntaré yo.

—Hazlo, aunque no te dirá nada. A ti se te torea.

Dejaron que el silencio apaciguara la súbita tormenta. Antonio seguía igual, con las manos bajo la cabeza. Carmen vuelta hacia él. Por un momento, sólo por un momento, estuvo a punto de tocarle.

Excitarle.

Dejar que…

No lo hizo.

Cerró los ojos, cansada, y apartó la idea de su cabeza.

—A mí la que me preocupa es Fuensanta. —Suspiró.

—¿Fuensanta? Es la que lo tiene más claro; trabaja, es responsable, ayuda, con la cabeza sobre los hombros…

—Pero siempre está seria, y estos últimos días más.

—Todo el mundo pasa malos ratos.

—Ayer la oí llorar en su cuarto.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Le preguntaste?

—Me dijo que le dolía la menstruación.

—Pues ya está.

—Nunca le había dolido antes.

—Tú decías que salía con alguien, pero que no quería que lo supiéramos.

—Pues ya no debe de salir, porque ahora llega antes a casa, y el domingo se fue al cine con la chica de al lado, Asun.

Otro silencio.

Más largo.

—¿No tienes sueño? —musitó ella.

—No.

—¿Sigues oyendo ese grito y…?

Antonio tardó unos segundos en responder.

—Sí —exhaló.

—Tienes un buen trabajo. Aprovéchalo. —Carmen se dio la vuelta—. La suerte tiene muchas caras.

Ya no volvieron a hablar.

160

Fuensanta cerró la puerta de la casa y se abrochó el último botón del abrigo al notar el frío persistente de la recta final del invierno en aquel marzo ventoso. Apenas si pudo dar tres pasos porque al otro lado de la estrecha calle le vio a él.

Pablo.

Allí, esperándola.

Se quedó absorta, convertida en un árbol cuyas raíces se desparramaban por el interior de la tierra. Lo peor fue el vértigo, el zumbido de su cabeza, el súbito e intenso dolor en su vientre.

La sacudida fue brutal.

No estaba preparada para ello. Ni remotamente. Por eso se vino abajo de golpe, como un torrente recién abierto en la montaña, y en la misma medida tuvo que recuperarse, sacar fuerzas de donde no las tenía, tratar de convertirse en la mujer de hielo que llevaba días imponiéndose a sí misma.

Fue directa hacia él.

—¿Qué haces aquí?

Pablo la miró con dolor, más por el tono que por ninguna otra cosa. En su expresión convergían muchas formas, muchos sentimientos y emociones, muchas ansiedades mal medidas.

—Fuensanta…

—Respóndeme. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Creías que iba a resignarme, o que sería incapaz de encontrarte?

—Muy bien. —Señaló en dirección a la casa, ya con mejor aspecto pero igualmente sencilla y humilde, con las huellas de la guerra y la pobreza impresas en su fachada—. Vivo aquí. ¿Quieres conocer también a mis padres? —lo desafió—. Deberás esperar, porque él es albañil y sale más temprano que yo. Mi madre ayuda en una droguería y mi hermana canta en un cine. Ginés dice que hace de carbonero y el pequeño estudia. ¿Qué más quieres saber?

—¿Por qué te haces esto a ti misma?

—¿Yo?

—Sí, Fuensanta, tú.

—Más bien es al contrario, Pablo.

—Cállate, va.

—No. —Su rabia aumentó—. Has venido a buscar respuestas, y vas a tenerlas todas, de golpe. —Aspiró con fuerza el fresco aire de la mañana con sabor a salitre dada la proximidad del mar—. Vivo aquí, y antes vivía en la calle Tantarantana, compartiendo el piso con otra familia. Soy lo que te dije: una emigrante. Vengo de un pueblo y llegamos muertos de hambre. Hoy comemos, pero seguimos siendo lo mismo, unos muertos de hambre. Ahora dime qué tenemos en común.

—¡Nos queremos! —casi gritó él.

—Los espejismos dicen que también parecen reales, pero son una mentira.

—¿Cómo puedes hablar así? ¡Nos hemos besado, acariciado, mirado a los ojos! ¡Los dos, no únicamente yo, los dos! ¡Yo sé lo que es eso, lo que he sentido, lo que he notado en ti! ¡Y tú también lo sabes, por más que te lo niegues a ti misma!

—¿Cuánto duraría eso?

—¡No tengo ni idea! ¡Nadie lo sabe!

—No tenemos nada en común, Pablo.

—¿Te parece poco querernos?

Sostuvo su mirada desesperada. Tuvo que tragar saliva, hacerse fuerte, bloquear sus instintos. Una parte de sí misma quería abrazarle. Otra que la abrazara. Pero la más fuerte era la que surgía de su sentido común, de la firmeza con la que había tomado la decisión marcada por él.

—Déjame, por favor —le suplicó.

—¡No!

—Un día me lo agradecerás.

—No puedes hacerme esto, Fuensanta. Somos tú y yo, nadie más. Es nuestra vida, partiendo de cero.

—Llámalo dignidad.

—¡Lo llamo estupidez!

—Entonces ódiame. Siempre es mejor.

Le hizo daño, a conciencia, pero ya no se echó para atrás.

Le costó dar el primer paso.

Los otros ya no.

Se alejó por la calle de la Sal temiendo que Pablo la alcanzara de nuevo y la desarbolara por completo.

Pero lo mismo que cuando le dijo que habían terminado, él ya no se movió.

161

Habían encontrado el colchón roto, abandonado, lleno de bichos, en otro solar perdido, no muy lejos del suyo. Si era de un indigente, se lo robaron, pero al no haber nada más a su alrededor estuvieron seguros de que no era así. La manta procedía de casa de Jaime. Y era lo único que necesitaban. En el rincón donde se amaban no había goteras. Lo malo era estar literalmente a la intemperie, pero eso se hacía soportable porque estaban juntos, porque bajo la manta lo que tenían era calor, salvo que se revolcaran mucho y entonces algo quedara al aire libre.

Ya no había ninguna parte de sus cuerpos por explorar; habían seguido todos los caminos, amado cada centímetro de piel, acariciado cada valle o promontorio, profundizado en cada hueco, y sin embargo, la sensación era la misma del primer día, de todos los días: la sorpresa de lo inesperado, el descubrimiento de su nuevo universo.

A veces ni siquiera necesitaban hablar.

Sólo mirarse.

Minuto tras minuto.

—Dime que estaremos siempre juntos.

—Sí.

—No, dímelo.

—Estaremos siempre juntos.

—Salvador…

—Estoy aquí.

—Salvador…

—Jaime…

—Pensaba que nunca te encontraría.

—Ni siquiera sabías que existía.

—Sí, sí lo sabía. Estabas aquí —se llevó un dedo a la frente— y aquí —otro al corazón—. Incluso veía tu cara. Me faltaba únicamente el nombre.

—Eres muy romántico.

—Y tú un cielo.

Otro beso, otra caricia, los cuerpos pegados, el frío del mundo exterior contrastando con el ardiente calor de debajo de la manta.

Nada podía ser mejor.

Su soledad y poco más.

—¿No te parece que la vida es lo más bonito que hay? —dijo Jaime.

—No —musitó Salvador—. Lo más bonito es el amor, porque la vida ya la tenemos, pero el amor…

—Te quiero. —Le besó con pasión.

En alguna parte, lejos, muy lejos, una sirena rasgaba el aire.

Había otros mundos, pero no estaban allí.

162

La vio pasar cargando una canastilla llena de ropa, a menos de diez metros, con la vista fija en el suelo, y por un momento estuvo tentado de no llamarla.

Cambió de idea de pronto.

—¡Asun!

La muchacha volvió la cabeza y le descubrió allí, solitario, sentado en primera fila, al sol. Las mesas y las sillas, desperdigadas por la acera, estaban llenas de hombres, mujeres y niños tomando el vermut. No quedaban más que unas pocas libres. Después de dos días de lluvia, la mañana dominical invitaba al ocio, al paseo. Se anunciaba la primavera.

—¡Ven! —La llamó al ver que no se movía de su sitio.

Asun vaciló.

Los parroquianos de Casa Paco iban bien vestidos, con sus ropas de domingo. Ella no. Llevaba alpargatas, la falda manchada por la que asomaban las puntas de la combinación y una blusa gruesa con una bufanda y una manteleta por encima de los hombros. El cabello, recogido en un moño, dejaba libre su cara risueña, de mejillas redonda y ojos vivos. Preciosa pese al desarreglo. Llena de vida pese a la humildad de su aspecto gris.

Ginés insistió, ahora con un gesto.

Finalmente ella caminó en su dirección.

—Hola —la saludó él antes de que se detuviera frente a la mesita.

—Tú sí que vives bien. —Se fijó en el vermut con salpicón, las aceitunas, las anchoas y los boquerones. Lo más caro.

—Siéntate y tómate algo.

—¿Cómo voy a sentarme con esta pinta?

—Deja la canastilla en el suelo, va.

—Que no.

—Hazme compañía, pesada.

No le hizo caso, pero tampoco se marchó. Sostenía la canastilla apoyándola en una cadera y sujetándola con una mano. Miró sus zapatos, sus pantalones, su camisa, su chaqueta.

—Pareces un rey.

—Lo soy.

—¡Anda ya, pedante!

—¿Te vas a quedar aquí como un pasmarote?

—Voy a irme, para dejarte el campo libre y que se fije en ti alguna chica guapa.

—Más que tú, ninguna.

—¡Huy! —Puso cara de no creérselo—. Muy zalamero te veo a ti hoy. ¿Seguro que no necesitas gafas?

—Me gustaría comprarte un vestido bonito.

—Y yo que me dejaría.

—Cinco minutos, va —insistió con determinación.

Asun calibró la propuesta. Puso cara de mala.

—Lo haré a cambio de algo.

—¿De qué?

—Te vienes conmigo el Jueves Santo a ver monumentos.

Lo esperaba todo menos aquello.

—¿Yo en una iglesia…?

—¿Lo ves? Me voy.

—Espera, espera. —La detuvo—. ¿Por qué quieres que haga eso?

—Porque es bonito, porque las iglesias están adornadas, porque es una vez al año, porque es diferente y porque te conviene un poco de cordura y normalidad.

—¿Todo eso?

—Y más. ¿Sí o no?

—¿No podríamos ir a pasear o algo así?

—Es un paseo. Yo lo hago todos los años desde que estoy aquí. Visito unas cinco o seis iglesias, veo la procesión y luego meriendo.

—¿Sola?

—Si vienes tú, no.

—Vendré a cambio de una cosa.

—A ver.

—Que seas mi novia.

La carcajada fue tan espontánea, tan libre, que los ocupantes de las mesas más próximas la miraron.

—¡Ya te gustaría! —se burló Asun.

—¿Y a ti no?

—¿A mí? —Reflejó su incredulidad—. No, hijo, no. Que estoy yo muy tranquilita y feliz con lo mío. Además, no lo dices en serio.

—Lo digo en serio.

—Mucha labia y mucho pico tienes tú, que ya te lo dije. Ves unas faldas y… ¿Novia? Tú tienes una en cada esquina. Por ahí se habla mucho, se dicen cosas.

—¿Qué cosas?

—Que picas alto, que sólo te fijas en la gente rica.

—¿Eso dicen?

—Y más.

—¿Qué más?

—Déjalo. —Hizo un gesto de desagrado, algo más seria—. Yo no hago caso de las habladurías. La gente es muy envidiosa.

No iba a sentarse. Lo supo interpretar. Ginés se fijó un poco más en su rostro, atravesó sus defensas. Daba igual que estuviera desarreglada. Los ojos eran chispas vivas, luminosos. La boca preciosa, suave. La piel nacarada. Era muy bonita. Mucho. Y también era de las suyas.

Quizá eso fuera lo peor.

Lo malo.

Una más, como él.

Descubrió que le gustaba.

Le gustaba Asun.

Tan extraño…

Porque si le gustaba de verdad, no podía hacerle daño.

Y se lo haría, a la larga se lo haría.

—¿Y ahora qué miras? —dijo la chica.

—A ti.

—Desde luego…

Asun se disponía a marcharse.

Podía salir con ella, sin pasarse, como amigos.

Qué diablos…

—Te acompañaré. —Se rindió.

—¿El Jueves Santo?

—Sí.

—¿Y harás todo lo que yo te diga?

—Sí, menos una cosa.

—Ya me extrañaba a mí.

—El lugar de la merienda lo escogeré yo.

163

Cuando llegaron al camerino ya no había nadie en él. Estaban solos. Víctor dejó la guitarra y se sentó en una de las sillas. Cabalgó una pierna sobre la otra, se apoyó en el respaldo y la miró.

Úrsula se dio cuenta, pero no dijo nada.

Fue tras la cortina para quitarse el vestido de faralaes y ponerse el de calle.

El mismo silencio.

Ominoso.

Se secó el sudor con una toalla. La mojó en la jofaina del suelo y se la pasó por los sobacos y el pecho. La cortina formaba una frontera y pese a todo se sentía vulnerable estando desnuda tras ella, o simplemente con ropa interior. Se puso el vestido y se asomó para ver qué hacía el músico.

Víctor continuaba igual.

Inmóvil, mirándola.

—¿Qué? —No pudo más.

—Ven.

—Espera a que acabe.

Se calzó, se puso bien la falda, ajustó la blusa y se pasó una mano por el pelo.

Ya empezaba a conocerle demasiado.

Salió de su defensa y se cruzó de brazos sin decir nada.

Lo hizo él.

—¿Qué te pasa?

—¿A mí? Nada, ¿por qué?

—Has cantado mal.

—No.

—Sí, y lo sabes.

—¡Qué voy a cantar mal!

—Úrsula…

—¡Me he ido un poco, nada más! ¡Hay que ver qué mirado eres!

—Ha sido más que eso, pero lo malo es que si hoy lo hemos notado tú y yo, mañana lo notará el público.

—¿Tú no te equivocas?

—No.

—¡Anda ya!

—Para eso ensayamos, una y otra vez, para que luego en escena todo salga perfecto.

—¡Yo canto y bailo, no puedo medirlo todo al milímetro! ¡Me gusta improvisar! ¡Me he hecho un lío, sí! ¿Y qué, por Dios?

—No es la primera vez, pero sí la más grave. Llevas así varios días. ¿Qué tienes?

—Oye, vamos a dejarlo, ¿quieres?

—¿Por qué no me lo cuentas?

—¿Me cuentas tú a mí tus cosas? —le gritó.

—Yo no tengo nada que contar. —Se encogió de hombros—. Mi vida es de lo más vulgar.

—Estoy cansada. —Se vino abajo—. ¿Te importa que lo dejemos? Quiero irme a casa.

—Te irá bien descansar por Semana Santa —repuso Víctor—. Todo esto ha ido quizá demasiado rápido para ti. Hay cosas que no se asimilan así como así.

—No soy una niña. —Se sintió rabiosa, desesperada.

—Ya lo sé —asintió él—. Y puede que eso sea lo más importante: que te has convertido en una mujer de la noche a la mañana. Tan de pronto que…

—¿Que qué?

—Nada.

—Dilo.

—La vida asusta, y tú estás llena de vida.

—Así que estoy asustada.

—Sí —Víctor volvió a asentir—, aunque no sé por qué y eso es lo que me da miedo.

Pensó en coger el bolso y marcharse sin más, sin acabar de arreglarse. Pero lo hizo él: se levantó de la silla, metió su guitarra en la funda, recogió su ropa de calle y salió del camerino con la misma que había actuado.

164

Carmen apenas si pudo dar media docena de pasos sin volver la cabeza.

Todas aquellas sensaciones…

El hombre de la esquina, leyendo el periódico con indolencia. El del automóvil aparcado en la calle, esperando a alguien o fingiéndolo. El que ojeaba los titulares en el quiosco. El que paseaba el perro dejando que el animal olisqueara cualquier rincón donde hacer sus necesidades. El que tomaba el sol sentado en el banco del paseo.

Todos.

Cualquiera podía ser el enviado de Sebastián, para espiarla, para contarle qué hacía, cómo, cuándo, dónde.

Tenía los nervios a flor de piel.

Y en ocasiones sentía que ya no podía más.

No iba a dejarla en paz, de eso era consciente. Sebastián estaba enfermo. Su obsesión ya no era normal. Pero no saber en qué momento aparecería de nuevo en su vida era lo peor, porque la espera la agotaba, la mantenía en una tensión brutal, elevando su angustia a cotas indescriptibles. Día a día, semana a semana.

¿A qué esperaba?

¿El momento oportuno?

Un hombre pasó por su lado y la miró. Un poco más allá, otro contemplaba un escaparate, así que tal vez la controlaba por el espejo, de espaldas a ella. A los veinte pasos, un tercero le lanzó un piropo agridulce.

Llegó a la droguería y, una vez a salvo, escrutó la calle en busca de nuevos indicios, más sospechas, otros candidatos.

Sebastián no se arriesgaría sin más.

Era cauto, calculador, jugaba siempre con ventaja.

—Carmen, ¿puedes venir, por favor?

—Sí, señora Montse.

Abandonó la cristalera que daba a la calle, con los productos que llenaban el escaparate, y siguió a la dueña hacia su despachito. La mujer andaba despacio, renqueante. Su marido tampoco había ido a la tienda. Y ya llevaba dos días faltando, aquejado una vez más de cualquier cosa. Carmen esperó a que la mujer se sentara. El bastón se apoyaba en la pared, aunque raramente lo utilizaba.

—He de darte una mala noticia —fue directa y al grano la señora Montse.

Quizá lo imaginase. Quizá lo esperase.

—Vamos a vender la droguería. —La anciana suspiró.

—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Mi marido ya no puede atender, cada vez está peor, y yo… —Hizo un gesto de resignación—. En estos últimos meses, suerte hemos tenido de ti. Has sido el alma, Carmen, de verdad. Pero ya hemos llegado a un punto…

—Tal vez pueda seguir con los nuevos propietarios —aventuró.

—Van a cerrar la droguería, querida —manifestó con dolor—. Se acabó el negocio, ya ves. Quieren convertir esto en una sucursal bancaria. El país se recupera. Ahora todo son bancos. Pronto habrá más que bares, que ya es decir. Este espacio es muy bueno, muy grande si incluimos el almacén, y la zona aún es mejor. Por lo menos eso es lo que me ha dicho el comprador.

Carmen ya no supo qué agregar.

Todo estaba dicho.

—Encontrarás otro trabajo —quiso alentarla la señora Montse—. Eres lista, rápida, hábil, tienes capacidad y además muy buena prestancia, ya lo sabes. Cualquier tienda te tomará de dependienta. Yo escribiré una carta explicando lo estupenda que eres.

Otro trabajo.

Otra lucha.

Por un momento pensó que tal vez ya fuera hora de quedarse en casa, cuidando de Salvador, porque, a fin de cuentas, con el dinero que traían Antonio, Fuensanta y Úrsula, más el que aportaba Ginés, disponían del suficiente.

¿Por qué no?

La señora Montse se echó a llorar.

—Carmen… —gimió.

Fue hacia ella y la abrazó.

Toda una vida en su droguería, toda una vida que se les terminaba con los años.

El implacable paso del tiempo.

—Venga, mujer. Ahora a descansar, tranquila, que ya ha trabajado bastante.

Quiso que sus palabras fueran un consuelo, pero no lo consiguió en absoluto.

165

Una última mirada en el espejo. Un último toque. Sentía una extraña sensación. En parte, felicidad, un estado de ánimo diferente al de tantas otras veces, cuando iba a ver a una mujer o salía con ella sabiendo lo que quería y dispuesto a todo para conseguirlo. Y en parte, miedo, o mejor llamarlo respeto, porque Asun no era como ninguna de ellas. Ni siquiera como Susana, por no hablar de su madre o de Luisa.

Salió a la calle, caminó siete pasos y llamó a la puerta de su vecina.

Le abrió ella misma, ya lista.

—Hola, señor. —Lo abanicó con sus pestañas.

Ginés no se abstuvo de mirarla, porque ella danzaba a su alrededor disfrutando del momento, luciéndose, vestida con discreción por ser Semana Santa pero también diferente, guapa, nada que ver con la Asun habitual. Llevaba un precioso vestido gris, con la falda acampanada, la blusa blanca y una chaquetilla azul oscuro. Con el cabello suelto, los labios ligeramente pintados y los zapatos de tacón, casi parecía mayor. Un ángel caído del cielo con forma de mujer.

—Vaya. —Silbó.

—¿Bien?

—Sí, mucho. ¿Y yo?

—No preguntes.

—¿Qué pasa?

—¿Quieres que te endulce los oídos? Venga, tirap’alante.

Se colgó de su brazo, sin más, sin menos. Con la mayor de las naturalidades, sin artificio o segundas intenciones. La tarde era hermosa, plácida. La primavera ya alborotaba los sentidos. El silencio de la Semana Santa daba la impresión de haber impregnado toda la ciudad. De muchos balcones colgaban las mejores colchas de cada casa o se adornaban con las palmas y los palmones que no habían llevado a la iglesia. Caminaron como una pareja normal, hablando de trivialidades hasta el paseo, rumbo a su ex barrio de la Ribera. Algunas personas les miraron. A él, las chicas. A ella, los chicos.

—¿Cómo se puede ser tan pizpireta?

—¿Cómo se puede ser tan tonto?

—¿Te vas a meter mucho conmigo?

—Cuando tú dejes de meterte conmigo.

—Parecemos el perro y el gato.

—Bueno, en el fondo se necesitan. Son almas complementarias.

—Asun…

—Cállate y no estropees la tarde, va.

La primera iglesia que visitaron fue la de Santa María del Mar. El altar estaba precioso, lleno de palmas y palmones. Mucha gente hacía lo que Asun, lo que en Jueves Santo se llamaba «visitar» o «recorrer monumentos». La tradición exigía entre cinco y siete, aunque eso dependía de cada cual.

Ginés se preguntó qué demonios estaba haciendo.

Sólo una vez.

La miró a ella y lo entendió.

Asun estaba arrodillada, rezando. Su rostro tenía una pureza única. Su imagen era la de cualquier chica joven, cualquier mujer en plenitud. Había algo tan natural y fresco en ella… Algo que turbaba, complacía, daba serenidad. Con las otras existía el sexo, siempre él. Con Asun lo que sentía era complicidad.

Se reía con ella.

Extraña cosa la risa.

Servía para alimentar el alma, la vida.

Escuchó una voz procedente de su interior. Una voz irreconocible en sí mismo:

—No, con Asun no. No puedes ser tan cabrón. No le hagas daño. Además, vive al lado. Otra vez lo de Benita no. Y tiene cuatro hermanos mayores. Cuatro bestias. Que sea la chica perfecta no significa que sea la ideal. ¿Perfecta para quién? Para el Ginés del pueblo, no para el Ginés de Barcelona ni para el Ginés del futuro.

Tenía planes.

Cada vez más.

En cuanto tuviera algo ahorrado se iría, por su cuenta. Libre.

Directo a la cima.

No dejó de mirar a Asun, su perfil, su devoción, hasta que ella lo notó y, sin dejar de orar, tiró de su manga, le obligó a arrodillarse y se lo dijo:

—¡Reza, que buena falta te hace!

166

Úrsula le gritó desde la puerta de su habitación.

—¿Estás ya? ¡Se va a hacer tarde!

—Ya estoy lista. —Fuensanta salió de la suya completamente arreglada.

—Venga, mujer. No nos va a dar tiempo a ver más que tres o cuatro. Hasta Ginés se ha ido hace un buen rato.

—¿Y qué? —No la entendió.

—También ha ido a recorrer monumentos, con Asun.

—¿Ginés? —No pudo creerlo.

—Me lo ha dicho ella.

—No sé qué es más extraordinario, si que salga con Asun o que vaya a visitar iglesias.

—Pues ya ves. —Úrsula no le dio más importancia—. Lo único que espero es que no le haga daño a esa chica.

—Es bastante fuerte de carácter.

—Díselo a él.

—Anda, vámonos.

Fuensanta abrió la puerta de la casa. Úrsula salió la primera. Luego lo hizo ella. Nada más cerrarla escuchó la voz de su hermana pequeña expulsando de su cuerpo aquel profundo suspiro.

—¡Ay Dios!

Fuensanta volvió la cabeza. Casi en el mismo lugar en el que días atrás la había esperado Pablo, vio a Rogelio.

Aspecto más y más patibulario, desarreglado, ropa demasiado liviana pese a que en abril la temperatura ya era muy agradable, zapatos viejos, barba de dos o tres días.

Úrsula miró a su hermana mayor.

No dijo nada.

Se apartó para dejarla pasar y se quedó allí mismo, en la entrada de la casa, esperándola, lejos de su proximidad aunque dispuesta a mirarles de reojo.

Fuensanta caminó al encuentro del aparecido.

—¿Qué haces aquí?

—Necesitaba verte.

—¿Por qué? ¿Sucede algo? —Se asustó.

Rogelio bajó la voz. Su aire de conspirador se acentuó todavía más.

—Pusimos una bomba —dijo.

—Dios mío… —gimió ella.

—En febrero hubo un consejo de guerra contra varios de la CNT. Era nuestra represalia. Lo malo es que estalló antes y mató a uno de los nuestros. Tuvimos que ocultarnos pero…

—¿Qué?

—No creo que podamos estar más tiempo yendo de un lado para otro. Franco viene el 28, por lo del Congreso Eucarístico. Van a peinar la ciudad y es probable que estén sobre nuestra pista. No nos queda más remedio que escondernos hasta que haya pasado todo ese lío.

—¡Rogelio, no! —Se asustó aún más.

—Escucha, Fuensanta. —La tocó por primera vez, sujetándola por un brazo, descargando en ella toda su energía, la presente y la retenida desde el mismo día en que se habían conocido—. Estoy organizando las cosas para irme de España.

—¿Adónde? —La palidez se hizo absoluta.

—Primero a Francia. Luego ya se verá. Lo importante es salir de esta mierda.

—Pero si te vas, ya no…

—No volveré, si es eso a lo que te refieres.

—¿Y tu lucha? Pensaba que era aquí donde querías llevarla a cabo.

No respondió a su pregunta, ni a su comentario.

Seguía sujetándola.

La miró a los ojos.

—Vente conmigo.

El disparo verbal la alcanzó de lleno. Fue un impacto directo a su razón. La sacudió de arriba abajo. La conmocionó.

—¿Quieres que yo…?

—Sí. —Los ojos destilaron fuego, seguridad—. Aquí no tienes nada. Está tu familia, tu trabajo, de acuerdo, pero no vas a tener una vida. Este país vivirá en un túnel mientras exista ése y su régimen. Y puede que después de muerto también, durante demasiado tiempo. No quiero llegar a viejo lamentándolo. Las cárceles siguen llenas de presos de la guerra aunque con lo del Congreso habrá una amnistía. Las calles se llenarán de cadáveres ambulantes, rendidos y sin ganas de seguir luchando. Tenías razón: somos unos pocos contra muchos y tarde o temprano nos matarán a todos. Ven conmigo y sé libre, Fuensanta.

—¿Estás loco?

—No, lo estarás tú si te quedas. Eres diferente a ellos. —Movió la cabeza en dirección a su casa—. Puede que aún no lo sepas, pero yo sí lo sé. Desde el primer día. Una parte de ti se aferra a la realidad, pero la otra te grita desde dentro y se rebela. Una u otra ha de ganar, a la larga. Las dos no pueden coexistir. Pero cuanto más tardes en resolverlo, será peor para ti. Yo te ofrezco la posibilidad de decidirlo ahora.

—¿Quieres salvarme?

—Sabes que no es sólo eso.

El fuego y la seguridad se hicieron gelatina, como un magma maleable y sometido a la mayor de las temperaturas antes de volverse sólido. Por un momento creyó que él iba a abrazarla. Por un momento pensó que lo deseaba. De los ojos pasó a los labios. Las palabras de Rogelio flotaban dentro y fuera de sí misma. Un guante para su piel. Una esperanza para su alma.

La vida cambiaba con un simple chasquido de dedos.

—He de irme. —Rogelio suspiró—. Me estoy exponiendo y no quiero comprometerte.

—Espera, por favor…

—Te enviaré un mensaje llegado el momento, con la hora, el día y el lugar. Puede ser dentro de un mes o de dos semanas, pero lo más probable es que sea pasado el Congreso Eucarístico, cuando toda la gente que acudirá a Barcelona se vaya. Nos iremos a la frontera y nos pasarán a Francia por los Pirineos. Allí tenemos amigos; no estaremos solos ni nos moriremos de hambre.

—Tú y yo… —apenas si pudo musitar Fuensanta.

—Juntos tendremos una oportunidad. La necesitamos y la merecemos.

Esperaba una palabra más.

Sólo una.

Pero Rogelio no la dijo.

—Piénsalo, Fuensanta —se despidió de ella.

Le vio alejarse, encorvado, hurtándoles su rostro y su presencia a los demás. Se convirtió en una sombra. Luego en un punto perdido que se evaporó entre la gente.

Úrsula se detuvo a su lado.

—¿Qué quería? —le preguntó.

—Nada. —Dominó sus emociones.

—Le cogerán y le matarán —dijo la chica con voz quejumbrosa.

Fuensanta la miró irritada, casi violenta.

Herida.

—Cállate, ¿quieres? —la conminó.

167

Lo que menos soportaba de las procesiones de Semana Santa era el dolor.

Y había mucho, mucho dolor.

Los hombres de los capirotes, fantasmas vestidos de blanco o de negro, con los dos agujeros en la capucha para poder ver el mundo desde su oscuridad. Falsos mártires arrastrando cadenas, cruces, descalzos, moviéndose de rodillas, castigándose el cuerpo ensangrentado por su penitencia. Los que llevaban las imágenes, cargando sobre sus hombros aquellos pesos bajo el redoble de los tambores, las trompetas y las fanfarrias. Las saetas crepusculares que entonaban los protagonistas selectos. Las velas, las flores, los rostros de los conversos, los rosarios en las manos, la curiosidad de los niños. La pasión y la muerte.

La muerte.

Ginés se fijó en la cara de las estatuas, las vírgenes dolorosas o los jesucristos crucificados. Caras de máxima contrición, convertidas en paradigmas de la angustia.

Ninguna reía.

Ninguna transmitía paz o amor.

La religión era sufrimiento, pecado, miedo.

Aquella irrealidad lo atravesó.

Se preguntó por qué a Asun le gustaba ver aquello, si era por costumbre, por devoción o porque en un Jueves Santo no había otra cosa que hacer, y menos gratis.

No se lo dijo a ella.

—Mira qué manto.

La gente tenía hambre, pero las iglesias eran palacios.

—Fíjate. ¿Sabes lo que debe de pesar esa cruz?

¿Por qué un hombre cargaba con la cruz de otro? ¿Por qué había que derramar sangre para probar una fe? ¿Por qué cada año se consagraba una semana al dolor?

—Estás serio.

—¿Cómo quieres que esté? —habló por fin.

—No te gusta mucho.

—No.

—Pues da que pensar.

—¿Pensar en qué?

—En muchas cosas: en la suerte que tenemos de estar vivos, sanos, con un trabajo…

—¿Tú harías eso? —Señaló a uno de los hombres que avanzaba de rodillas sobre los adoquines de la calle.

—No.

—Entonces…

—Hay que tener mucho valor y mucha fe.

—Pero tú crees. —No fue una pregunta, fue una afirmación.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque hay que creer en algo. De lo contrario te pierdes. Sin ello la vida no tiene sentido. ¿Tú no crees en nada?

—No pienso que haya un cielo ni nada de eso. —Fue sincero.

—Yo tampoco, pero sí que existe un Dios. De lo contrario…

—¿De lo contrario qué?

Asun se estremeció.

—¿Y la esperanza? —respondió a su pregunta con otra.

—La esperanza te la ganas tú. Depende de ti.

—No sé por qué salgo contigo —repuso ella.

—¿Tú conmigo? —Lo pronunció con estupor—. ¡Soy yo el que sale contigo! ¡Tú me lo propusiste!

—Míralo, el pobrecito. Qué castigo.

—¡Eres increíble!

—Eso ya lo sé. Y tengo cola, entérate.

—Entonces, ¿qué haces aquí conmigo?

—Es Semana Santa. Hay que portarse bien y hacer buenas acciones.

Ginés estuvo a punto de ponerse a gritar allí en medio, por encima de los tambores y las fanfarrias.

Ella se echó a reír.

Luego se colgó de su brazo una vez más.

—Anda, vamos a merendar. Tengo hambre —dijo.

168

Faltaban apenas cinco minutos para las tres de la tarde y Carmen tomó el mando.

—Venga, cada uno a su cuarto. Y a ver qué pedís.

Ninguna discusión. Silencio. Antonio se encaminó a la habitación de matrimonio. Los demás, a las suyas. Carmen se quedó en el comedor. Se arrodilló nada más salir su marido y sus cuatro hijos. Apagó la radio en el momento en que un solemne locutor les recordaba que aquel Viernes Santo, 11 de abril de 1952, era el día en el que el mundo católico se unía para rezar a la mayor gloria del Creador.

—Señor —cerró los ojos y unió las manos con todas sus fuerzas—, danos salud, paz, amor. Que mis hijos crezcan sanos, libres de mal. Que Fuensanta y Úrsula encuentren buenos hombres que las hagan felices. Que Salvador estudie mucho y siga tan contento como está ahora. Que Ginés vaya por el buen camino si es que se ha apartado de él y siente la cabeza, que también él encuentre a una buena mujer. Perdona a Antonio, te lo ruego. Sabes que es un buen hombre. Perdónale y cura sus males. En cuanto a mí… Sabes que nunca te he pedido nada. Ni en los días malos. Pero ahora te necesito. —Su voz se convirtió en una súplica—. Por favor te lo pido, mi Dios. Por favor, aparta de mí a esa personificación del diablo. Que no vuelva a verle, que nos deje tranquilos. Te lo pido, Señor…

En la habitación de matrimonio, Antonio también estaba arrodillado, al lado de la cama, con las dos manos unidas y la cabeza baja.

Un año antes había pedido salud, un trabajo mejor.

Tenía el trabajo, pero a qué precio.

¿Acaso jugaba Dios con sus vidas?

«Cuidado con lo que pides porque puedes conseguirlo.»

—Perdóname, Señor —susurró con voz apenas audible—. Fue un accidente, y lo sabes. Por otra parte, ¿qué podía hacer yo? Tenía que pensar en mi familia. ¿Cómo luchar contra todos ellos? La verdad no habría servido de nada. Te lo ruego… ayúdame. Sólo te pido eso. Por favor, Dios…

Ginés no estaba arrodillado, sino sentado en la cama, preguntándose qué sentido tenía todo aquello.

Eran tres deseos, o eso decían. Y no sabía qué pedir.

Dios, en el caso de que existiera y le escuchase, no daba dinero así como así, ni otra Susana, ni nada que realmente le importase. Dios mandaba guerras, pestes, terremotos, incendios, cosas al por mayor, para que la humanidad le temiera y le respetase. Por lo tanto lo que pudiera pedirle era tan relativo como absurdo.

¿Qué más daba?

Tres deseos.

Se tumbó en la cama y trató de imaginarse aquellos deseos cumplidos.

Dinero para vivir y ser feliz.

Una Susana con la que hacerlo cada día, borracho de sexo.

Otras mujeres, para pensar que todo valía la pena.

¿Por qué no?

Los deseos no se cumplían gratis, pero siempre quedaba la posibilidad de ir a por ellos, a piñón fijo, sin que importase nada más.

Salvador sí tenía un deseo, único.

—Dios, cuida a Jaime, que esté bien, que sigamos como hasta ahora, felices y unidos. Y si está mal lo que hacemos, si crees que estamos enfermos, perdónanos, pero no nos lo quites, te lo ruego. No hacemos daño a nadie. Si siempre has predicado amor, ¿qué de malo hay en que lo sintamos como lo sentimos nosotros? Señor, te rezaré todas las noches…

Fuensanta estaba arrodillada, pero no rezaba, ni mantenía las manos unidas frente a la pared desnuda. Tampoco sabía qué pedir, ni cómo.

Hasta que se oyó a sí misma decir:

—Ayúdale.

Su voz la despertó, le agitó la conciencia.

—Ayúdale, por favor. No dejes que le pase nada malo. Y ayúdame a mí a…

¿A qué?

¿A tomar una decisión?

¿A descubrir la verdad?

—¿Por qué le he querido siempre y no lo he sabido hasta ahora, cuando puede que sea demasiado tarde?

Cerró los ojos y apoyó la frente en la pared.

El frío le cauterizó la herida del cuerpo.

La del alma no.

Úrsula, como su madre, rezaba arrodillada, con las manos unidas, los ojos cerrados, temblando.

Llena de fe.

—No lo permitas, Señor. Por favor, no lo permitas. Sabes que no podría hacerlo. Pero si me quitas esto, si me quitas lo único que tengo… Te lo ruego, mi Dios, te lo suplico… Por favor, por favor, por favor…

Fue la única que lloró.

Y la última que salió de su habitación, a las tres y cinco, pasado el rezo del Viernes Santo.

169

La euforia era contagiosa.

Incluso para él, que seguía siendo del Español.

—¡Antonio, otra Liga! Este Kubala… ¡Y mañana la Copa! El Valencia no tiene nada que hacer. ¡Nos vamos a cansar de ganar títulos!

Puso cara de circunstancias. Los de la oficina eran todos del Barcelona. A veces, los lunes, discutían un poco, sobre todo si el jefe no estaba. O entraba él en los despachos, ya con toda confianza, o alguno se metía en el almacén para comentar la jornada liguera. Traían periódicos, fumaban unos cigarrillos, se echaban unas risas. Como el día anterior había sido festivo en Barcelona, era martes; la Semana Santa quedaba atrás. Pero el trabajo seguía, y sus costumbres. El jefe, el aparejador y dos de los empleados estaban diseminados por las obras, para controlar el trabajo después de los días festivos y calibrar las ausencias.

—Tendrás que ir al banco —le dijo Ignacio cuando acabaron de comentar las expectativas de que el Barcelona también ganara la Copa del Generalísimo.

—¿Otra vez?

—Venga, Antonio, que a ti te gusta.

—¿Llevar tanto dinero encima? Pues no.

—Esta vez sí que vas a llevar. Hay unos pagos. Son quince mil pesetas.

Se quedó mudo. No tenía sentido protestar. Fue al almacén, se cambió y recogió el talón. La cifra le mareó. Durante unos minutos, lo que duraba el trayecto del banco hasta la oficina, sería rico. Nunca había tenido tanto dinero en las manos. Los viernes, el día que llenaban los sobres para pagar a los obreros los sábados, iban a por más, pero entonces lo hacían ellos, Ignacio en solitario o los otros dos, por lo de transportar billetes y monedas que abultaban. A él sólo le encomendaban las urgencias, lo inevitable.

Caminó hasta el banco, se colocó en la fila y esperó a que le tocara el turno. El cajero le tenía visto. Cuando recogió el cheque le lanzó una mirada rápida.

—¿Trae desglose?

—No, no me han dicho nada. Todos de mil.

Se los entregó y él se los metió en el bolsillo del pantalón. Ya no pensaba sacar la mano hasta sentirse de nuevo seguro y a salvo en la oficina. Regresó al exterior y en tres minutos enfiló la calle Asturias, en dirección a la plaza del Diamante.

El hombre surgió de la nada, a los pocos metros de la esquina.

—Oiga, perdone… —le dijo

Parecía un pobre tonto. Llevaba boina, le faltaban varios dientes de la boca y vestía con ropa ajada y remendada. Llevaba un zapato de color, el izquierdo medio abierto.

Intentó seguir su camino pero el hombre se lo impidió. Llevaba un décimo de lotería en la mano.

—Por favor, es que he de irme corriendo a la estación —las palabras se le atropellaban; más que hablar, farfullaba—, y no sé ver si me ha tocado algo en… —Agitó el décimo ante sus ojos—. ¿Podría ser tan amable y comprobarlo por mí?

—Lo siento, no puedo…

—Está ahí —insistió el de la boina—. Vea. Ahí mismo…

El estanco, con la lista de la lotería pegada al cristal, quedaba a unos pasos.

Un segundo hombre, éste muy bien vestido, elegante, bien peinado, fumando con boquilla, se les acercó.

—¿Algún problema? ¿Puedo ayudar? —se ofreció sin más.