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La casa se sostenía en pie, era lo único importante, lo que contaba. Pero a primera vista parecía un desecho, una completa ruina a punto de derrumbarse. Por toda la Barceloneta había otras como ella, mejores, peores, con las huellas de los bombardeos todavía visibles en sus paredes doce años después de acabada la guerra.
Un milagro de resistencia.
—No se fíen de lo que ven. Imaginen, imaginen —les pidió el hombre.
Trataban de imaginarlo.
Les costaba.
—Sólo es el techo —insistió el vendedor—. Toquen los muros. Vamos, tóquenlos. Si aguantaron las bombas, ¿creen que se va a venir abajo ahora? Con unos apaños… Usted me dijo que era albañil, ¿no?
—Sí —dijo Antonio—. Y mi hijo también.
—Entonces… —Al hombre le pareció de lo más evidente—. Esto lo arreglan en un par o tres de semanas.
Fuensanta se mordió el labio inferior para no llorar.
Carmen era la única que le veía el lado positivo.
—Tendremos nuestra propia casa —dijo—. Algo es algo, ¿no?
Pasearon por las habitaciones ruinosas, vieron las ventanas arrancadas, las puertas inexistentes. Además del trabajo, necesitarían de todos sus ahorros. Tal vez incluso sería necesario pedir un préstamo.
—El señor Arguindei te lo dará, ¿no? —razonó Carmen.
—No lo sé.
—Claro que sí. Él…
—Calla, Carmen.
Salvador daba la impresión de ser el más feliz.
—¿Podré quedarme esta habitación? Hay cinco, ¡cinco! Son muchas. Cada uno tendrá una, ¿verdad? Mamá…
Siguieron caminando entre los cascotes, las plantas que habían surgido en el suelo, tratando de ver si algo era aprovechable, calculando costos, haciéndose una idea de lo que les esperaba. De todas las que habían visto, sin embargo, aquélla era la mejor.
—Todavía no estamos seguros de si podremos comprarla —dijo Antonio.
—Mire. —El vendedor adoptó una pose convincente y su tono se hizo serio, profesional—. Pueden alquilarla, claro que sí. Eso sin duda les será beneficioso ahora. Pero la diferencia entre no tener nada y ser dueños de algo… Qué quieren que les diga. A la larga lo agradecerán. Ser propietarios representa tener una garantía de futuro. Será su casa, nadie podrá echarles, y si piden algo a un banco, tienen con qué avalarlo. Piense en sus hijos. Son éstos, ¿no? Cuatro. Cuatro hijos. Menos el chaval, todos deben de trabajar, ¿me equivoco? Son cinco jornales. ¿Qué representan unos años duros, difíciles, cuando luego lo tendrán todo de propiedad y asegurado?
—Llevamos muchos años difíciles, señor Quesada.
—¿Cuánto hace que llegaron del pueblo?
—En el 49 ellos, yo cuatro años antes.
—¿Lo ven? ¡En el 49! ¡Y ya pueden ser propietarios de una casa!
—Una ruina —quiso dejar claro Carmen.
—Una casa, señora, perdone. ¿Cree que me gusta desprenderme de ella vendiéndola tan barata? ¡Como que casi se la regalo, aunque no lo crea! Si no fuera porque estoy solo y tengo donde vivir… Cuando la hayan arreglado ya no pensará igual. Será suya, ¡suya!
—Aquí hay muchas horas de trabajo —refunfuñó Ginés.
Las miradas de rabia fueron de sus hermanas. La protesta la hizo su madre.
—Tú cállate. No estaríamos en éstas si no fuera por ti. Tener que vivir todos estos días realquilados en dos cuartos… como si fuéramos…
—Y además echados como perros y llenos de vergüenza —le recordó Fuensanta.
—Bueno, bueno —quiso calmar los ánimos Antonio—. Que por mucho que un hombre quiera, y quieren todos, si una mujer dice que no… es que no.
—Eso, sigue defendiéndole —le espetó Carmen.
—No le defiendo, pero fue ella la que se metió en su cuarto.
—¡Queréis dejarlo! —exclamó Úrsula con fastidio—. ¿Vamos a estar siempre igual, recordándolo?
Callaron todos, los seis, y continuaron moviéndose por aquel mundo formado por cascotes y ruinas. Antes de la guerra, incluso durante ella, allí había vivido alguien, en cada habitación. Vidas tal vez rotas, truncadas. No querían preguntar si las bombas habían matado a alguien. No necesitaban saberlo.
—¿Qué hacemos? —susurró finalmente Antonio al oído de su mujer.
—No podemos seguir realquilados. —Ella expresó el cansancio que sentía.
—Pero es mucho trabajo, aun para Ginés y para mí. Y sólo tenemos el sábado por la tarde y el domingo.
—Con que arregléis el techo, para que si llueve no nos mojemos, con lo demás nos apañamos las niñas y yo.
—¿Y lo de comprarlo?
—Sí. —Carmen fue tajante.
—¿En serio?
—No quiero irme de la zona del puerto ni alejarme del mar. Ahora todos los que llegan se van a Hospitalet. Ya la llaman «la pequeña Murcia». Pero está lejos, demasiado; tendría que dejar la droguería, y te repito que me gustaría seguir aquí. Ya lo conozco, Antonio. No quiero más cambios. Estoy cansada.
—¿Y el dinero?
—Empeñaremos todo si hace falta. Todo. Está lo de mi madre, los anillos de casados… —Apretó los puños con determinación.
—De acuerdo —accedió él.
El señor Quesada esperaba un veredicto. Se encontró con el cabeza de familia llevando la mano extendida hacia él. Su rostro se iluminó.
—La compramos —dijo Antonio.