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Desde la oficina de telégrafos de Singapur, Munda envió cuatro telegramas, uno con destino a Alejandría, otro a Toledo, otro a Puerto de Vega y otro a Manila, a la calle Real esquina con Magallanes. El último no lo firmó. Sólo decía tres palabras, «escala en Alejandría».

Mientras permaneció en tierra, acompañada de su hermana Alejandra, no perdió la esperanza de encontrarse con Manuel.

Le imaginaba en el café donde le escribió la carta que le entregó al cabo primero para ella; escondido detrás de alguna puerta para salir a su encuentro cuando menos lo esperase; en la pasarela del barco; en el muelle; o en cualquiera de las calles que desembocaban en el puerto.

Estuviera donde estuviese esperándola, Manuel no podía dejar sin respuesta el mensaje que debería haber recibido a través de la voz ronca del tagalo. «No quiero palabras». Pero tampoco en Singapur se cumplieron sus deseos.

Nada más regresar al barco, el primer oficial les transmitió un recado de Mariana para que acudieran al camarote de su padre. Su hermana las esperaba con los ojos llenos de lágrimas.

—Está muy mal, no dejéis que hable mucho. Quiere veros por separado.

El marqués se despidió de cada una de ellas entre pequeños golpes de tos que apenas le dejaban hablar.

A su hija pequeña le rogó que no abandonase el violín, hacía mucho tiempo que no la oía tocar; a Munda le entregó una llave y le pidió que guardase con el mayor de sus celos los libros que le dejaba en herencia. Ella sabía cómo debía conservarlos, como si se tratase de un tesoro.

—No encontrarás la verdad en ninguna parte, pero no dejes de buscarla.

Dos semanas más tarde, cuando el Isla de Luzón se encontraba a punto de avistar la costa de Alejandría, don Francisco de Asís Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda, decimoséptimo marqués de Sotoñal, cerró los ojos para siempre.

En ese mismo momento, el vapor de la señorita Inés enfilaba hacia la embocadura del puerto oriental, con la intención de acompañar al buque en las maniobras de aproximación al muelle.

Sobre la cubierta del vapor, dos figuras vestidas de blanco permanecían con la mirada fija en un punto que se acercaba desde la línea del horizonte. Ella, con una blusa blanca de encaje abotonada hasta el cuello y una falda de muselina, del mismo color, repleta de lazos; él, con un traje de lino, en cuyo bolsillo superior de la chaqueta se dejaba ver la punta de un pañuelo, y con una corbata negra; los dos llevaban el sombrero en la mano y contenían la emoción del encuentro.

Manuel se hallaba en Alejandría desde la semana anterior. Ni siquiera conocía la existencia del telegrama que Munda había enviado a la calle Magallanes, ni el recado que debería haberle entregado el tagalo de voz ronca si hubiera tenido ocasión. Pero no la tuvo. Él había salido de Manila dos semanas antes que la familia Camp de la Cruz, al día siguiente de escribir la última carta que Munda guardó en su escritorio sin abrir.

Viajó en el mismo barco que solía utilizar en sus desplazamientos por las islas para atender a sus enfermos, un pequeño vapor, propiedad de su padre, que formaba parte de una red a la que también pertenecía el barco de la señorita Inés. Embarcaciones capitaneadas por hermanos de distintas logias, que siempre estaban dispuestos para ayudarse mutuamente cuando alguien les necesitase. Numerosos Hijos de la Viuda Punang habían logrado escapar de las garras del comandante Ribó sirviéndose de las travesías encadenadas de aquellos barcos: de la isla de Luzón a la de Mindanao, y de allí a Singapur, Sri Lanka, Maldivas, Bombay, Suez, Port Said y Alejandría, donde el vapor de la señorita Inés enlazaba con otras redes que cubrían las rutas occidentales. En total, más de una veintena de barcos, desde pesqueros hasta mercantes, pasando por embarcaciones de recreo y grandes buques de pasajeros, en los que prácticamente se podría dar la vuelta al mundo con una invisibilidad casi absoluta.

Manuel sabía que el Isla de Luzón repostaría en Singapur, como era habitual, pero desconocía los cambios de planes de la familia del marqués y el empeoramiento de este. Llegó a Singapur con dos semanas de ventaja sobre el buque de pasajeros. Su primera intención fue la de esperar allí a Munda e intentar embarcar en el buque con la ayuda del capitán, quien, aunque no se había iniciado todavía en ninguna logia, y nunca había participado en las estrategias de fuga, no ocultaba ante nadie sus simpatías por los venerables hermanos masones.

Estaba seguro de que el capitán no le negaría la posibilidad de permanecer a bordo durante el carboneo, para entrevistarse con Munda, pero, al llegar a Singapur, le esperaba un telegrama de su contacto en el palacete de don Francisco. El criado de voz ronca le informaba del registro que la Guardia Civil acababa de realizar entre las pertenencias del marqués, y le advertía sobre la presencia en el buque de dos agentes de paisano, que vigilarían todos los movimientos de Munda desde el mismo momento en que embarcase. Si el doctor Rubio se acercaba a ella, tenían órdenes de detenerle.

Manuel se decidió entonces a esperarla en la bocana del puerto de Alejandría, en el vapor de la señorita Inés, donde le sería fácil encontrarse con el Isla de Luzón y burlar la vigilancia de los hombres de Ribó sin poner en peligro a Munda. Probablemente, cuando los dos barcos se encontrasen, el marqués aceptaría trasladarse por unas horas al vaporcito para recordar otros tiempos con su examante, y, con la excusa de que la señorita también necesitaba hablar con ella, Inés podría convencer a Munda para que acompañara al marqués hasta su barco. Él la esperaría escondido en el camarote. Una vez que Munda pisara el vapor de la señorita, ya no habría escapatoria, tendría que escucharle.

Hablarían en medio del mar, sin espacios íntimos que se interpusieran entre ellos, ni peligros de que alguien pudiera encontrarlos juntos, como sucedió en las habitaciones de Munda.

Sólo el mar. El mismo mar en el que se descubrieron el uno al otro. El mismo cielo. El mismo azul.

Desde Singapur, Manuel navegó hacia Alejandría con la esperanza de llegar a la ciudad antes de que el Isla de Luzón llegara a Port Said. De esta forma tendría tiempo de avisar a la señorita Inés de que la familia del marqués se dirigía a Barcelona, y podría poner en marcha su plan de salir al encuentro del buque. Todavía no sabía que, en el palacete de la señorita Inés, se recibiría un telegrama días antes de su llegada. No podía saberlo. No sabía que Inés iría con él hacia la bocana del puerto oriental, sin saber todavía que el marqués no podría embarcar en el vaporcito. Ya no sería necesario que él se ocultase en el camarote, ni que nadie convenciera a Munda para que acompañase a su padre. No. No lo sabía. Como tampoco sabía que Munda les saldría al encuentro en un bote del Isla de Luzón cuando los dos barcos se avistasen.

Ella iba a mirarle desde la cubierta del buque, con los ojos sorprendidos y húmedos. Iba a mirarle con tanta tristeza que ni él ni la señorita Inés necesitarían siquiera intuir qué había ocurrido. Manuel no sabía que sería ella misma quien le pediría al capitán que le preparase el bote en el que trasbordaría al pequeño vapor, para darle personalmente a Inés la noticia a la que no pudo adelantarse. No. Inés no llegó a tiempo, pero él todavía no lo sabía. Él salió de Manila después de entregar la última carta para Munda, cambió de barco una docena de veces, mientras la familia del marqués preparaba su mudanza, y llegó al palacete de la señorita Inés sin saber que la familia alteraría su ruta debido a la enfermedad del marqués.

Lo único cierto para él era aquel viaje, que emprendió con la esperanza de conseguir que Munda le mirase a los ojos. Casi un mes de travesía para tratar de sorprenderla en el cascarón de un barco, en medio del mar, de donde no podría pedirle que se marchara.

Más que a ninguna otra persona, a Munda le dolía tener que decirle a la señorita Inés que su padre había muerto. Cuando la vio vestida de blanco en la cubierta de proa, deseó que aquel luto no hubiera significado más que la constatación de una protesta, una forma de negarse a su viudez y a la ausencia de sus hijos, pero no era así, aquel blanco no sólo significaba una reivindicación, sino una forma de decir que todavía sufría, que aquella herida seguía abierta, y latiendo.

Se separó del marqués porque no quería cifrar su felicidad en ningún hombre, y sin embargo había centrado su vida en la ausencia de todos ellos. Y ahora, cuando se aproximaba el buque que podría haberle devuelto la posibilidad de reencontrarse con don Francisco, los ojos de Munda le decían que había llegado tarde. Aquellos ojos tan tristes.

Munda la miraba a ella y después miraba a Manuel. Mientras el Isla de Luzón y el vapor se acercaban, mientras ambos echaban el ancla, mientras ella subía al bote que la trasladaría de una embarcación a otra, Munda los miraba. Inés nunca supo por ella la causa de su distanciamiento. Ni una sola carta desde que salió de Alejandría, ni unas líneas añadidas a las que le enviaba de vez en cuando don Francisco, ni un recuerdo de su parte, ni una explicación de por qué su despedida consistió en un beso de compromiso. Nada.

Aunque no le hacía falta. Ella vio cómo les miraba en el puerto el día en que se marchaban a Manila; la vio en el muelle, presenciando una despedida que no podía engañarla; y en la borda, cuando señalaba el edificio de Capitanía, donde se había detenido la berlina de la Pícara Lola; y la vio después, antes de que ella cruzase la pasarela del barco y levantase la mano por última vez, sin girarse, para que don Francisco no descubriera cómo le brillaban los ojos.

Ella misma le había enseñado a deducir, a aplicar la lógica.

Les había descubierto, y, con toda probabilidad, su disgusto se debiera más al hecho de que se lo hubiesen ocultado que al desacuerdo con la relación que les unía, Munda sería incapaz de recriminarle a su padre que fuera feliz, y también se mostraba dolida con él.

Pero ahora la miraba desde el bote que las estaba acercando como si nunca hubiera existido aquella distancia, como si esperase su abrazo para llorar lo que aún no había llorado, como dos personas a las que les une la misma pérdida y sólo en presencia de la otra son capaces de llenar el vacío que las ahoga. Pero Munda no lloró.

Cuando el bote se situó junto a la escalerilla del vapor, Manuel se colocó en la borda con los brazos extendidos, con medio cuerpo en el aire, inclinado hacia ella, ofreciéndole ayuda para subir. Munda esperó hasta el último tablón de la escala para sujetarse por sí sola a las cuerdas que servían de pasamanos. Llevaba los ojos clavados en la señorita Inés, pero cuando llegó al final de la escalerilla y puso el pie en la borda, ambas mujeres dirigieron su mirada hacia él como si se hubiesen puesto de acuerdo. Entonces él la cogió por la cintura, y ella se dejó abrazar. Manuel la sentía temblar, acurrucada contra su pecho, pero también sentía cómo trataba de controlarse.

Había cambiado desde la última vez, ya no buscaba su abrigo como antes, ni la protección de sus manos rodeándole la cara. Se refugiaba en él, sí, pero no como si estuviera desvalida, ni como si él pudiera calmarle la pena. Se apretaba contra él abandonada en un gesto donde no se precisaban palabras, segura de que aquel hombre era suyo, y que había cruzado el mar sólo por ella.

El viento se escuchaba entre las chimeneas del vapor, y se mezclaba con el olor a salitre y con la humedad que se colaba por todos los poros. No hacía frío, pero Munda no dejaba de temblar. Se aferró al cuerpo de Manuel y hundió la nariz en su traje de lino.

—¿Dónde está tu olor a tabaco?

—He dejado de fumar.

—Mal hecho. Ahora no podré saber cuándo me sigues.

—No hace falta. Te seguiré siempre.

Manuel le rozó el lunar del hombro como si lo estuviera dibujando.

—¿Estás bien?

—No. Pero no me queda otro remedio que parecerlo.

—¿Y tus hermanas?

—Las dos son fuertes, pero tendré que cuidar de ellas por una temporada. Lo siento, no podré viajar a Cuba por ahora.

—No importa, volveré a pedírtelo cuando Filipinas sea una tierra libre. He de volver a Manila. ¿Me esperarás?

—Es lo que he hecho siempre. ¿Acaso lo dudas?

—No. Me consta que eres una mujer paciente. ¿Aún continúas queriendo ingresar en una logia?

—Así es.

—Serás una buena masona, Esclaramunda, la paciencia es una de nuestras mejores virtudes. Munda abrazó a la señorita Inés en la seguridad de que ella tampoco necesitaba palabras. Cuando se comparte el dolor, después de haber compartido la utopía y las ansias por acercarse a la verdad, aunque sólo fuera para rozarla, no hay nada que pueda sustituir al calor del reencuentro. Pero aun así, aunque supiera que la señorita Inés tampoco quería palabras, Munda no podía callar. La necesidad era suya.

—Lo siento, no supe entenderos. Debiste de quererle mucho.

Inés no contestó. Permanecieron abrazadas hasta que el Isla de Luzón hizo sonar su sirena, la señal para que Munda regresara a bordo. Aquel sonido les devolvió al dolor que ambas compartían. En un segundo, regresaron de sus paseos por el Palacio de Montazah, de sus tardes de playa, de sus compras en el zoco, de sus conversaciones en el jardín del palacete del marqués, mientras le esperaban para salir a navegar en el vaporcito. Cuando escuchó el segundo aviso, Munda se separó de ella, cogió sus manos entre las suyas y las besó.

—Nos veremos en tierra. Él te quiso más de lo que yo era capaz de admitir.

Antes de subir al bote, volvió a abrazar a Manuel. —Te esperaré en el Cerro del Emperador. Querido, no tardes.

Horas después, Munda desembarcaba con sus hermanas y su sobrina, tras el féretro que guardaba los restos de su padre. Vestida de negro, serena, dulce, como si hubiese aprendido que la diferencia entre la vida y la muerte no es una frontera que separa, sino el punto que necesita una línea recta para alcanzar el equilibrio.

Todo Alejandría sabía ya que el marqués había muerto. Sus amigos del Consulado esperaban en el muelle, y su madre, recién llegada de Toledo, advertida por el telegrama que Munda le envió desde Singapur, se arreglaba para asistir a la misa funeral. La acompañaba una numerosa representación de la familia y algunos amigos de su marido. La marquesa viuda lloraba desconcertada. A pesar de lo alarmante de las noticias que recibió de su nieta hacía dos semanas, nunca pensó que no llegaría a tiempo de despedirse de su hijo. Había conseguido viajar más rápido de lo habitual. De Toledo a Alicante en tren, y de allí a Alejandría en un barco alquilado de vapor que utilizaba a veces su marido para enviar correos urgentes a sus delegaciones en Egipto. Pero la prisa por llegar no acorta las distancias, y su hijo no pudo esperar.

Manuel acompañó a Munda cuando la comitiva marchó entre los deudos que esperaban en el muelle. Todos vestidos de negro, a ambos lados de un camino que terminaría en la misma iglesia donde habían despedido a su madre once años atrás.

La señorita Inés asistió sola al entierro. Había cambiado el color de sus ropas por el negro riguroso, un negro que la hacía parecer más alta, más delgada, más avejentada. Llevaba el pelo recogido en un moño que cubría con un velo, y la pechera del vestido le desdibujaba las formas que desearon más hombres de los que ella quiso provocar.

Nadie la reconoció, pero ella continuaba debajo de aquel luto que nunca fue su luto, de aquel peinado con el que parecía la marquesa que no quiso ser, de aquel velo negro. Nunca más volvería a vestir de blanco, ya no era necesario.

Munda la saludó con la cabeza cuando la comitiva pasó junto a ella en dirección al edificio de Capitanía. Después del entierro, acompañaría a Manuel a la bocana del puerto, donde él trasbordaría al vapor en el que iniciaría el viaje de vuelta a Manila, embarcación tras embarcación, para seguir participando en las actividades de los Hijos de la Viuda Punang, al lado de su pueblo mestizo.

Los hombres del antiguo consulado de su padre levantaron a hombros la caja y la introdujeron en la carroza que encabezaría el cortejo. En la iglesia donde se celebraría la misa corpore insepulto esperaba ya la marquesa viuda, al lado de su familia y de los representantes del resto de las legaciones diplomáticas de Alejandría.

Munda ocupó un coche descubierto junto a Manuel, sus hermanas, y la pequeña María Francisca. Antes de salir del puerto, buscó al fondo del muelle una berlina. Apenas podía divisarse entre la multitud, que inclinaba la cabeza al paso del féretro, pero allí estaba, ocupando el lugar que siempre habían reservado para ella.

Días después del entierro del marqués, en Filipinas, los insurgentes lanzarían el Grito de Balintawak, su grito de independencia, con el que los miembros del Katipunan harían pedazos las cédulas de propiedad de los terrenos, consideradas como símbolos de subyugación. Algunos decían que aquella sociedad secreta, nacida de una pequeña fraternidad de Manila, sumaba más de treinta mil miembros, otros hablaban de quinientos mil, pero fuesen treinta o quinientos, la colonia española se derrumbaba, después de un vasallaje de más de trescientos años.

A causa de la revuelta, el doctor Rizal, que se dirigía en barco hacia Cuba tras conseguir que le conmutaran el confinamiento de Mindanao, fue acusado de instigar la insurrección y devuelto a Manila.

Su Liga Filipina, que perseguía cohesionar a los tagalos en la conciencia de una identidad común, y de la que salieron algunos miembros fundadores del Katipunan, siempre se opuso a la lucha armada, pero Rizal fue juzgado y condenado, acusado de haberse convertido en el alma de la rebelión.

Murió en una ejecución pública en el parque de la Luneta, ante un pelotón de fusilamiento en el que obligaron a disparar a ocho soldados indígenas, bajo la amenaza de ser ejecutados por sendos guardias civiles que se situaron a su espalda.

Los enfrentamientos armados se extenderían por el archipiélago en cuanto se conoció la noticia. El marido de Mariana y el comandante Ribó defenderían la bandera española al lado de otros soldados que creían en el honor de la patria, y que no pudieron pagar seis mil reales por librarse de una guerra que terminó para todos dos años después, con la victoria del pueblo tagalo. Para todos, menos para un batallón de Cazadores atrincherado en Baler, que no supo que se había firmado el armisticio hasta once meses más tarde.

Los últimos militares españoles en Filipinas recibirían honores de los vencedores, tras haber permanecido sitiados en la iglesia de Baler durante casi un año, sin saber que España había perdido definitivamente la colonia. Trescientos treinta y siete días. Olvidados, sin municiones, sin víveres y sin esperanza de auxilio, pero defendiendo su posición como auténticos héroes.

Mientras tanto, en la metrópoli, los atentados y los fusilamientos no dejaban de cobrarse vidas, entre ellas la de Antonio Cánovas, cuya muerte sería el principio del fin del sistema de alternancia en el poder entre liberales y conservadores, que imperaba en España desde la Restauración borbónica.

Y en el Cerro del Emperador, ajenos por completo a los sucesos que terminarían con los últimos vestigios del imperio de un rey que le dio su nombre a Filipinas, se esperaba la llegada de las hijas del marqués de Sotoñal como el regreso de las hijas de la indiana. Las hijas de la niña que vino de Cuba con el enigma grabado en sus ojos. Y como ella, sus hijas y su nieta no sólo llevarían el enigma grabado en los ojos, llevarían también otras tierras, otras costumbres, otros mundos que guardar en la memoria.

Las cuatro juntas, las cuatro parecidas, las cuatro diferentes. Las cuatro filipinianas.