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Don Francisco trataba de ocultar su empeoramiento a pesar de que sentía cómo se agravaba la enfermedad, pero sus hijas eran conscientes de que el final se imponía con más rapidez de lo que nadie pensó cuando subieron al buque. La situación se complicaba de tal manera que el médico de a bordo no les garantizaba que al enfermo le quedasen fuerzas, ni siquiera para llegar a Alejandría.

Mariana se encargó de comunicarle los cambios de planes cuando llegaron a Singapur.

—Munda ha desembarcado para telegrafiar a la señorita Inés. Ella nos alojará en su casa hasta que estés mejor y podamos continuar el viaje hacia Barcelona.

Don Francisco le pidió que se acercase. La piel se le pegaba a los pómulos como si no hubiera nada entre ambos. Los ojos hundidos, los labios secos. Continuaba con su perilla y su bigote de siempre, pero tan canosos que a pesar de que todavía no había cumplido los cincuenta y un años de edad, se diría que se trataba de un anciano.

—Dile que avise también a mi madre. Yo no voy a llegar a Barcelona, corazón.

Mariana no pudo reprimirse. No quería llorar, pero dos goterones le caían sobre las mejillas mientras le acariciaba la frente.

—No digas eso, papá. Ya verás como te pones bueno.

El marqués se quitó el anillo de ágata que había heredado de su padre, símbolo del marquesado de Sotoñal, y se lo puso a su hija.

—Llévalo con dignidad, y piensa que no sólo vas a heredar un título, sino la responsabilidad de una estirpe. Sé justa siempre, cuida de los intereses de tus hermanas hasta que ellas alcancen la mayoría de edad o se casen. Y cuando se abra el testamento, ocúpate de que todos los criados obtengan una gratificación por la lealtad que me han demostrado.

La futura marquesa se sujetó el anillo con la mano derecha sin dejar de mirar al marqués. A pesar de que sólo encontraba palabras en las que no podía creer ninguno de los dos, trató de animarle.

—Papá, ya verás como…

Pero don Francisco no la dejó continuar.

—Por favor, deja que termine antes de que vengan tus hermanas.

Hablaba despacio, respirando con dificultad, procurando que la tos no le interrumpiese a cada momento. De vez en cuando, se tapaba la boca con un pañuelo que después escondía debajo de las sábanas.

—Cuando llegue la hora, llamad a un sacerdote. Quiero que me llevéis después con vuestra madre, y que ofrezcáis una misa diaria por mi salvación. Las suyas las encargué yo hace muchos años.

Su asistente personal no se había movido de su lado desde que embarcaron. Llevaba media vida a su servicio, y tampoco pudo evitar que se le escapasen las lágrimas. El marqués le sonrió, le extendió una mano para estrecharle la suya y le pidió por favor que abandonase el camarote. Después continuó con sus recomendaciones a Mariana.

—Mi asistente te ayudará con la dirección de las empresas. Puedes confiar en él como en mí mismo, pero no lo dejes todo en sus manos, dirige personalmente los negocios. Estoy seguro de que lo harás muy bien y de que Ricardo no pondrá impedimentos en que seas tú quien controle las empresas.

Mariana no pudo soportar la tensión por más tiempo y rompió a llorar.

—¡Papá, por Dios, no digas esas cosas! ¡Te vas a poner bien, ya lo verás!

Pero ambos sabían que el tiempo que les quedaba sólo podía entenderse como un aplazamiento. Desde que abandonaron Manila, trataron de simular que aún quedaba una esperanza en los cambios de aire, pero aquella postura sólo era una forma de parecer más fuertes, un intento de engañarse a sí mismos que ya no daba más resultados. El doctor nunca les ocultó la gravedad de la situación.

En realidad, don Francisco embarcó para acompañar a sus hijas la mayor parte posible del trayecto. Desde el primer momento supo que únicamente ellas llegarían a su destino, pero, a pesar de que sentía que sus fuerzas se agotaban, se alegró de haberse decidido a iniciar el viaje. De esta manera, las dejaba a salvo y en ruta, camino del Cerro del Emperador. Por el contrario, de haberse quedado en Manila se habría despedido de ellas con la sensación de que las abandonaba a su suerte.

Aquel cerro les proporcionaría las raíces de las que él se alejó para vivir de otra manera. Un espacio familiar y seguro, reconocible, propio. Un lugar al que poder volver desde cualquier punto del mundo.