Pequeñas banderas de papel, con los colores de España y de Filipinas, adornaban los cabos del Isla de Luzón como si se tratase del escenario de una verbena. Multitud de guirnaldas de colores destacaban sobre los cuellos de los viajeros y de los familiares y amigos que habían acudido a despedirles. Algunos de los que se quedaban envidiaban a los que se iban, y muchos de los que se iban sabían que abandonaban unas islas donde nadie podía predecir el futuro.
Los conflictos armados entre la Guardia Civil y los independentistas se multiplicaban por toda la colonia. Todavía se trataba de episodios aislados que no habían traspasado las murallas de Intramuros, pero cada día se escuchaban más historias sobre pueblos que se rebelaban contra los constantes abusos de los frailes y de la Administración local.
El marqués y sus hijas se dirigieron directamente a sus camarotes cuando subieron a bordo. Don Francisco no se encontraba bien, necesitaba echarse al menos un rato para reponerse del ajetreo del carruaje. Nada más tumbarse en su litera, Mariana le suministró una dosis de láudano, le tapó con un cobertor y le sugirió que cerrase los ojos e intentara dormir. Desde ese momento, no volvió a levantarse de la cama, y las tres hijas se turnarían para cuidarle.
Mariana, Munda y Alejandra ni siquiera salieron del camarote de su padre en el momento de la despedida. Cuando notaron que el barco se movía, las tres hermanas se asomaron por el ojo de buey y saludaron a Ricardo, que les sonreía y les decía adiós desde el muelle, blandiendo su gorra militar como si se tratase de un pañuelo.
Cientos de personas se agolpaban frente al buque para despedirse de los viajeros. Munda buscó entre los trajes de chaqueta blancos y entre los pijamas filipinos. Bajo los jipijapas, los salakots y los sombreros de copa. Entre los mestizos, los tagalos, los chinos y los peninsulares. Entre todos ellos, no estaba Manuel.
Antes de que el barco hubiese completado la maniobra de separación de la popa del muelle, un aguacero tropical comenzó a descargar sobre la bahía de Manila. Los paraguas y las sombrillas abiertas sustituyeron a los pañuelos blancos que inundaban antes el puerto, como si todos hubieran previsto el diluvio. Durante un momento, el muelle se convirtió en un campo de varillas arqueadas que tensaban toda clase de telas, desde los algodones, estampados a juego con los vestidos de las señoras, hasta las gabardinas oscuras de los paraguas de los caballeros. Al principio, los familiares y amigos de los viajeros permanecieron en el muelle, y continuaron diciendo adiós entre los paraguas, pero la lluvia era tan intensa que acabaron desperdigados por el puerto.
Todos corrían en busca de refugio mientras el buque comenzaba su singladura. Entre todos ellos, y a pesar de que todavía no estaba preparada para perdonarle, Munda deseó que una sola persona permaneciese quieta en el muelle, mojándose, mirándola con una expresión en la que se adivinase que sabría esperar el tiempo que a ella le hiciese falta.
Pero el muelle se quedó vacío en unos segundos.
La lluvia continuó descargando durante unas horas. Hacía calor y la humedad se pegaba a la piel como el vaho se pega a los cristales.
Pese a la oposición inicial de su madre, María Francisca y Alejandra compartían camarote. Mariana, la tata, Munda y Mani ocupaban compartimientos contiguos a los de Alejandra y la niña. El resto de la servidumbre viajaba en camarotes compartidos de dos en dos, en la segunda cubierta.
De vez en cuando volvía a llover, a veces una lluvia fina y otras un vendaval que mantenía al pasaje encerrado en sus camarotes durante jornadas enteras. Los de primera clase, en la cubierta superior, reclamaban la atención del médico de a bordo en cada marejada, y el doctor los atendía de la misma manera que si se tratase del médico de la familia. Cuando llegaron al mar de la China, un tifón los mantuvo en sus literas durante más de cuarenta y ocho horas. El doctor se esforzó por atender los mareos de todo el pasaje, incluidas las hijas y la servidumbre de don Francisco, que permanecieron en sus camarotes mientras duró el temporal. El marqués, entre tanto, intentaba esconder la tos que le deshacía los pulmones.
El tifón les retrasó al menos una semana. En la cubierta inferior viajaba un grupo de soldados de reemplazo que volvían a sus casas licenciados, casi todos aquejados de beriberi, de paludismo y de fiebre amarilla, sucios, con los uniformes convertidos en harapos y tiritando a causa de la fiebre. Ninguno había declarado su enfermedad antes de embarcar, tal y como aconsejaban las ordenanzas, por miedo a que el capitán se negase a que subieran a su barco.
Desde que empezaron los mareos, el doctor se dividía entre los pasajeros de primera y los soldados enfermos. Nunca mezclaba el instrumental con el que atendía a las dos clases de pacientes, pero pronto comenzaron a presentarse síntomas de la cubierta inferior en los camarotes que costaban más de dos veces el sueldo de un capitán.
Si no mejoraba el panorama antes de que llegaran a Port Said, desde donde enviarían el último informe telegráfico al puerto de Barcelona, las autoridades portuarias ordenarían la cuarentena del buque. Y no parecía que se esperasen cambios positivos.
El capitán procuró que no cundiera la alarma entre el pasaje, pero, poco a poco, se extendió la noticia en el buque sin que él pudiera desmentirlo. Cada vez había más enfermos. Unas horas antes de la acostumbrada escala de carboneo en Singapur, reunió a las hijas del marqués en el cuarto de oficiales y les informó de la situación.
—Deberían ustedes regresar a Manila. No sería la primera vez que tengo que anclar en la embocadura del puerto de Barcelona, hasta que desembarcan a cuentagotas a la tropa. El Gobierno quiere evitar los desórdenes que se producen en los muelles cuando llegan sus soldados hechos una calamidad. Hay quien asegura que no se trata de evitar el contagio, sino que no les gusta que les recuerden que no saben cuidar de sus tropas ultramarinas.
Mariana no pudo ocultar su preocupación ante las noticias y tomó la palabra. Sus hermanas asentían mientras hablaba con el capitán, como si la hubiesen elegido portavoz de la familia, y se mostraban igualmente preocupadas.
—Pero mi padre está muy enfermo, no podemos volver. El doctor nos recomendó que lo llevásemos a un clima seco.
—Entonces les aconsejo que desembarquen en Alejandría. El clima desértico siempre será mejor que esta humedad. Les aseguro que, por muchas influencias que tengan ustedes, será muy difícil desembarcar a un enfermo cuando lleguemos a España. Y no creo que soporte lo que nos queda de trayecto, más los cuarenta días que no nos quita nadie en la bocana de Barcelona.
Alejandra, Munda y Mariana se miraron como si cada una supiera lo que pensaban las otras. La mayor seguía ejerciendo de portavoz improvisada de las tres.
—¿Podemos enviar un telegrama cuando lleguemos a Singapur?
—¡Naturalmente! Les avisaré cuando avistemos el puerto.
El capitán salió del cuarto de oficiales dejando a las tres jóvenes sin saber cómo reaccionar. Cuando se cerró la puerta tras él, Mariana y Munda se dejaron caer en el sofá donde su padre se había repuesto del síncope en el viaje de ida. Nunca se habían parecido entre sí, pero en ese momento, cualquiera que hubiese entrado en aquella habitación habría asegurado que les unía un vínculo de sangre.
Mariana miró a Munda. Las dos se entendieron antes de intercambiar una sola palabra. Las dos pensaban en la misma persona, aunque ninguna de ellas la nombró. A Mariana le temblaba la voz.
—¿Se lo envías tú?
—¡Claro que sí! Estoy segura de que ella podrá ayudarnos.
Alejandra se abrió un hueco entre ellas, se sentó y le cogió una mano a cada una.
—Yo iré contigo.
Munda apoyó la cabeza en el hombro de su hermana pequeña, y esta se echó sobre el de Mariana, como si el peso de una hubiera empujado a la otra. Parecían perdidas. Desorientadas. Aturdidas en una tristeza que las mantuvo mirando a ninguna parte durante un buen rato. En ningún momento de sus vidas habían sentido aquel desamparo. Nunca habían pensado que la tierra puede resquebrajarse debajo de los pies, sin colchones ni redes que amortigüen el golpe. No era la primera vez que sufrían el dolor de una pérdida, pero sí la primera en que su anuncio se anticipaba a ese momento en que el corazón se parte sin remedio.
Hasta entonces, siempre habían recurrido a las manos de su padre. La seguridad no era otra cosa que aquellas manos que todo lo abarcaban, aquella fuerza capaz de resolver cualquier conflicto, incluso en los momentos en los que él también las necesitaba.
Las tres miraban al mismo punto de la pared cuando se abrió la puerta y apareció María Francisca con su tata. Mariana alargó el brazo, le hizo una señal a la criada para que permaneciese en el corredor y atrajo hacia sí a su hija. Desde que murió el pequeño Francisco no la había acurrucado. La niña se sentó junto a su madre y esta, de la misma manera que si hubiese sido algo natural en su comportamiento, le pasó el brazo por encima del hombro y la apretó contra su costado. Inés continuaba apoyada sobre su hombro, y sujetando en el suyo la cabeza inclinada de Munda. Las cuatro se apretaban unas contra otras como si buscasen un refugio donde resguardarse, un punto de referencia que se mantuviese firme cuando el marqués las dejase. Una verdad incuestionable. La única que les quedaba.
Permanecieron así hasta que volvió el capitán para avisarlas de que, en pocos minutos, atracarían en Singapur.
Las cuatro juntas, las cuatro iguales, las cuatro solas.