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En el palacio de la calle de Santa Clara se respiraba el nerviosismo que suele producir cualquier cambio. Los criados transportaban toda clase de bultos hacia la puerta de carruajes. Paquetes, baúles, sombrereras, maletas y cajas de diferentes tamaños procedentes del piso superior. La mayor parte de los muebles había salido la víspera hacia el barco que los trasladaría al puerto de Barcelona, el mismo que los había llevado a Filipinas hacía casi dos años, el Isla de Luzón. Desde Barcelona, viajarían en tren a Madrid, y de allí a Toledo.

Mariana había tomado las riendas de la mudanza. Ella misma comprobó que todo se embalase correctamente, y numeró las cajas en las que volvían a España los enseres que la familia había acumulado durante veinticinco años. El día anterior lo había pasado en el puerto, controlando la estiba junto al asistente personal de don Francisco. Al marqués le hubiera gustado encargarse personalmente, pero tanto Munda como ella le rogaron que delegase en su hija mayor. No se encontraba en condiciones de realizar ningún esfuerzo.

A pesar de las protestas de Mariana, don Francisco había ordenado que enviasen el mobiliario al Cerro del Emperador, a la casa de la que salió Lucía para casarse con él.

El palacete blasonado que les regaló su padre en el centro de Toledo, con motivo de su matrimonio, se alquiló cuando ellos se trasladaron a Filipinas. Los inquilinos eran amigos de la marquesa viuda, y don Francisco no quiso desalojarlos.

Pero el cigarral permanecía desocupado desde que murió el padre de Lucía. A excepción de los guardeses que cuidaban de la vivienda y de los frutales, nadie habitaba el inmueble. Don Francisco no lo dudó ni un instante cuando decidió trasladarse a Toledo. A su esposa le habría gustado que su familia se instalara en su casa.

Mariana prefería vivir en el centro, comprar otro palacete y reproducir allí el que siempre había conocido desde que era una niña, pero cuando las tres hijas le plantearon al marqués la necesidad de volver, su única condición, además de la promesa de que todas estarían conformes, fue la de vivir en el Cerro del Emperador. Un gesto que podría reconciliarle con Lucía después de tantos años, quizás así podría mirarle con una sonrisa, desde donde quisiera que le esperase.

Al fin y al cabo, las cosas sólo son cosas, a Lucía no le importaría que esta vez no se trasladaran todas con ellos. El interés que había mostrado siempre por reproducir su casa en cada palacete en los que habían vivido era más bien una forma de sentirse en el cigarral del Cerro del Emperador, donde se quedaron los recuerdos que la habían seguido desde su infancia en Ultramar. De alguna manera, aquel deseo de encontrarse con sus cosas, cuando llegaban a un nuevo destino, era una forma de sentirse segura.

La mayoría de los amigos y conocidos se habían despedido de ellos. La noticia de que volvían a España corría de boca en boca por todo Intramuros, lo que provocó que, durante el mes y medio que duró la preparación del traslado, en el palacete no se dejaran de recibir visitas.

También acudió el comandante Ribó. No podía permitir que se marcharan sin verles. En cuanto llegó el rumor a sus oídos, se vistió su uniforme de gala, se colgó la condecoración que le otorgaron por la pérdida del ojo, una Medalla de Oro a los Sufrimientos por la Patria con distintivo verde y amarillo, que tuvo que pagarse él mismo como cualquier soldado que recibía honores en aquellos tiempos de escaseces, y se unió a un grupo de oficiales que se disponían a cumplir con el compromiso de despedirse del marqués. Don Francisco no habría recibido al comandante Ribó de habérsele ocurrido presentarse solo en Santa Clara. No obstante, para evitar tensiones desagradables, le saludó junto al resto del grupo con un gesto general, y después evitó mirarle en los pocos minutos que permanecieron en el jardín del palacete.

Mariana, Munda y Alejandra controlaban la entrada y la salida de las visitas para que fuesen lo más breves posible y no cansasen demasiado al enfermo. Don Francisco se agotaba cuando permanecía demasiado tiempo sometido a la tensión del protocolo. La de los oficiales de la Comandancia apenas duró un cuarto de hora.

El comandante Ribó aprovechó el tiempo que permaneció en el palacete para hablar con Munda sobre su último encuentro.

Parecía incómodo. Se le notaba que intentaba disimular su disgusto por su marcha, y que le había contrariado el hecho de no poder despedirse del marqués como a él le hubiera gustado, dominando la situación. En el fondo, nada le hubiera gustado más que poder reconciliarse con ellos, e intentar conquistar a Munda por última vez.

—Confío en que se haya repuesto del susto.

—Descuide, no me asusté.

—¡Vaya! Pues yo hubiese dicho que sí. Le alegrará saber que detuvimos a los que secuestraron al fraile. No eran Hijos de la Viuda Punang, aunque le andaban muy cerca. ¡Todos los masones son iguales!

Munda sintió una punzada en el estómago. No había llegado a creer que Manuel y su madre tuviesen algo que ver con ningún crimen, pero aquella revelación la liberaba de un sentimiento que se parecía demasiado a la duda.

—Observo cierto resentimiento, comandante. ¿No habrá querido ser usted masón alguna vez?

El comandante continuó hablando como si no la hubiera oído. Su tono desenfadado se contradecía con el gesto de despecho que se le marcaba en la cara.

—¡Por cierto! ¿Sabe que me estoy preguntando cómo es posible que se marche usted sin su prometido? Aún es un prófugo de la justicia. No lo olvide.

—No estoy prometida.

—¿Y la carta de amor?

—Usted mismo lo dijo, hay cosas que no son lo que parecen.

El comandante estalló en una carcajada que se escuchó en todo el jardín.

—Miente usted muy mal, señorita Esclaramunda.

No añadió nada más. Se despidió de la familia junto al resto de los oficiales y se marchó, pero cuando llegó el momento del traslado, mientras Mariana controlaba la estiba del mobiliario en el Isla de Luzón, el comandante ordenó que sus hombres revisaran la carga del barco bulto por bulto, especialmente los baúles y los armarios en los que podría esconderse un polizón. Mariana no se lo comentó a su padre, no había necesidad de preocuparle en su estado, pero llamó a Munda a su gabinete en cuanto volvió del muelle.

—Creí que tus problemas con el comandante se habían terminado. ¡Por lo que más quieras! ¡Dime que no nos perseguirán hasta Toledo!

Durante el último mes y medio parecía que se había producido un acercamiento entre las hermanas. Vivían pendientes de la salud del marqués y colaboraban en los detalles que debían tenerse en cuenta a la hora de preparar el traslado de la familia a la metrópoli. Tanto Munda como Alejandra atendían las indicaciones de Mariana como si hubiesen asumido su autoridad de una forma natural. Había muchas cosas que hacer a la hora de desmontar una casa, y ella se encargaba de dirigirlas como si hubiese nacido con ese don. Por supuesto, los criados se ocuparon de embalar y de trasladar los bultos al barco, pero ellas debían decidir el destino de cada uno y en qué momento debían enviarse. El cigarral del Cerro del Emperador se encontraba amueblado y listo para su llegada, no hacía falta que se trasladaran allí todos los muebles del palacete, pero debían hacer inventario. Aquellos que no se destinasen al cerro se almacenarían en una nave a las afueras de la ciudad, a la espera de decidir qué se hacía con ellos.

Por la misma razón, tampoco hacía falta que se desmontara la casa por completo antes de su marcha, en especial los dormitorios y los salones, que podrían mantenerse hasta que se cerrase la casa definitivamente. El marido de Mariana no se trasladaba todavía: había solicitado un puesto en el Alcázar, y la recomendación de su suegro le avaló para que se lo concediesen sin problemas, pero no se haría efectivo hasta que no llegase un reemplazo de tropas, por lo que permanecería en Manila hasta entonces. Él seguiría en el palacio de Santa Clara, y se encargaría de organizar el resto de la mudanza antes de marcharse.

Desde que el marqués enfermó, Munda pasaba la mayor parte del tiempo con él, con sus hermanas y con su sobrina. Mariana no estaba acostumbrada. Hasta entonces, se podía decir que Munda había hecho su vida al margen de la familia, casi siempre leyendo en su cuarto o en la biblioteca, o metiéndose en líos de los que Mariana no llegó a saber nunca demasiados detalles.

Pero siempre había sido así. También cuando vivían en Alejandría y en Palma de Mallorca. Desde que eran pequeñas, Munda se había construido su mundo aparte. Sin embargo, en las últimas semanas parecía que esa vida se hubiera desmoronado. No mostraba interés en nada, ni siquiera en llevarle la contraria a su hermana mayor, y nunca protestaba cuando le hacía algún comentario. Aún vestía de negro, pero, unas semanas antes de salir de Manila, Mariana aprovechó las buenas relaciones por las que atravesaban para pedirle que abandonase el luto. A su padre no le hacía ningún bien. Deberían alegrarle la vida, y aquellas prendas oscuras sólo podían traerle malos recuerdos.

Munda sacó sus vestidos blancos del arcón y ordenó a Mani que embalase los demás. Se vistió de blanco por darle gusto a su hermana y no entristecer a su padre, e intentó disimular la desgana que le pesaba desde que vio a Manuel por última vez. Sonreía y charlaba con todos, procuraba salir al jardín siempre que lo hacía el resto de la familia, y se mostraba como si no existiese en su vida ninguna sombra, pero no hacía falta conocerla mucho para saber que estaba fingiendo.

Las cartas que le había enviado Manuel a través de Alejandra permanecían guardadas y cerradas. No quería leerlas, las palabras no iban a ninguna parte. Pero cuando Mariana le contó que Ribó había ordenado un registro de los bultos que se habían trasladado al barco, sintió un latigazo en el estómago que le recorrió todo el cuerpo. Todavía no se sentía capaz de hablar con él, pero en aquel momento deseó que estuviera escondido en uno de esos armarios y que consiguiera burlar la vigilancia del comandante.

Mariana insistió en su pregunta.

—Dime, Munda, ¿no irás a decirme que te llevas a Toledo los problemas que tenías aquí con el comandante?

Al día siguiente, una caravana de carruajes esperaba en la puerta del palacete. Los criados que volvían a España con la familia ocuparon una carretela y una calesa. Los que se quedaban en Manila formaron en la puerta del jardín perfectamente uniformados. El marqués, sus hijas y su nieta se despidieron de ellos uno por uno y subieron a los coches. La última fue Munda, quien, antes de subir a la calesa que compartiría con Mani, le estrechó la mano al tagalo de voz ronca, se acercó a su oído y le dejó un recado para Manuel.

—Dile que no quiero palabras.

Después, subió a su coche con el convencimiento de que aquella misma mañana le vería otra vez, camuflado entre la gente que transitaba bajo los toldos echados de los soportales, con su traje de chaqueta de lino y su jipijapa calado hasta casi ocultarle la mitad de la cara, o vestido con su pijama de rayas moradas y verdes y con el artilugio de aguador en el hombro.

Pero nadie le sonrió, como él le habría sonreído, en todo el trayecto.