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Sus hijas tenían razón. El día menos pensado, el clima de Manila terminaría cerrándole los pulmones para siempre. Había que marcharse. Le dolía admitirlo porque, en cierto modo, aquella vuelta significaba un fracaso. Volvía sin su esposa, sin Lola y sin Inés. Con un heredero muerto y sin haber triunfado en nada, excepto en el arte de perder a las personas que amaba.

Desde que cayó sin sentido en el jardín, no había vuelto a tocar en la catedral. Ni siquiera se había pasado a ver al arcediano para renunciar a su puesto como organista. Él mismo fue a visitarle en varias ocasiones mientras permaneció en reposo, y le aconsejó que abandonase cualquier actividad, incluida la del órgano. Por él no tenía por qué preocuparse, ya estaba buscando un sustituto.

Casi podría decirse que se alegró de que le liberasen de aquel compromiso, se cansaba demasiado desde hacía meses y el esfuerzo le resultaba agotador.

Sus hijas y su nieta María Francisca se habían convertido en su única preocupación. El gobernador también le había sustituido en sus ocupaciones en Gobernación General, y, debido a la creciente inestabilidad que se vivía en las islas con los independentistas, poco a poco había ido cerrando las delegaciones asiáticas de sus negocios de exportación. Nada le retenía ya en Manila.

Era cierto que la decisión más acertada que podía tomarse era la de volver a Toledo. Pero él sabía que los problemas de Munda todavía no se habían resuelto, marcharse significaba alejarse de cualquier posibilidad para ella. Abandonar antes de haber plantado su última batalla. No quería que algún día pudiera arrepentirse, como le había ocurrido a él.

Jamás lo admitiría delante de los otros, pero ante sí mismo no le quedaba otro remedio. Amó mucho, y le amaron mucho más, pero no supo valorar hasta dónde debía comprometerse, y le dolería que Munda cayese en el mismo error.

Le inquietaba su tristeza. Nunca había sido así. Se le marcaban tanto las ojeras que parecía más enferma que él. Como si escondiera un sufrimiento que sólo encontrara la sombra de sus ojos para liberarse. Apenas sonreía y, cuando lo hacía, la sonrisa se veía tan forzada que más bien parecía un rictus de dolor. No había querido contarle la causa, pero don Francisco sabía que se trataba del doctor Rubio, y por mucho que le preocupase aquella relación, más le preocupaba que Munda hubiese heredado tan sólo una cosa de él: la terquedad que le mordía los sentidos, y podía llevarla a renunciar a lo que la habría hecho feliz.

En más de una ocasión, la encontró en la biblioteca buscando entre los libros que tanto la atraían cuando era pequeña. Ella sabía que él guardaba algunas cosas bajo llave, pero nunca se las pidió. Le miraba con ansiedad y se mordía los labios delante de los cajones cerrados, pero cuando él le devolvía la mirada, y le hacía ver que no los abriría, Munda se daba la vuelta y continuaba buscando en las estanterías. Siempre respetó sus secretos.

Sólo una vez le preguntó abiertamente por su condición de durmiente en su logia. Él se había sentado en uno de los sillones de la biblioteca, frente a otro en el que ella leía un libro de un autor del siglo XVII, que trataba sobre ética y geometría. Cuando él vio el título de la obra Ética demostrada según el orden geométrico, sonrió.

—¿Entiendes ese libro?

—No lo leo para entenderlo, sino para pensar sobre las cosas que dice. Por ejemplo, escucha esta frase: «Las acciones del alma brotan sólo de las cosas adecuadas; las pasiones dependen sólo de las inadecuadas». O esta otra: «La voluntad no puede llamarse causa libre, sino sólo causa necesaria».

—¿Y qué conclusión has sacado de ellas?

Munda le miró directamente a los ojos. Se diría que no había escuchado su pregunta, pero al mismo tiempo parecía que la de ella se extraía de las frases que acababa de leerle.

—Papá, ¿por qué te expulsaron de la masonería?

El tono de su voz era tan definitivo que ni siquiera se planteó negarse a contestarle.

—Nadie tiene capacidad para expulsar a otro de la masonería. Me pidieron que abandonara la logia por un tiempo, y así lo hice. Tu abuelo y yo pensábamos que se debería hablar abiertamente de nuestros rituales, para evitar la desconfianza que provoca el secretismo en algunos no iniciados. Escribimos varios artículos que distribuimos por las logias de nuestra Obediencia, pero no conseguimos convencer al Gran Maestro ni a otros maestros de Grandes Logias. Nos acusaron de haber faltado a nuestra palabra de honor, habíamos prometido no hacer público nada referente a la masonería. Pero nosotros teníamos que obrar en conciencia. Nadie puede pedirle a otro que actúe en contra de lo que cree moralmente correcto. A los dos nos enviaron a «dormir». Continúo «en sueños» porque todavía no han aceptado mis propuestas en mi logia. Pero seguiré defendiendo los principios de mis hermanos hasta la muerte.

Munda no dijo nada. Hizo un gesto afirmativo y continuó leyendo, satisfecha por la explicación y por la falta de evasivas. O al menos esa impresión le dio.

Muchas veces volvió a encontrarla con aquel tomo en las manos. Apuntaba frases en un cuaderno, o dibujaba figuras geométricas junto a las que escribía párrafos larguísimos, tan ensimismada que a veces ni se daba cuenta de que él había entrado en la biblioteca.

Otras veces la encontraba sola leyendo en el jardín, él se sentaba a su lado y, al cabo de un rato, ella le cogía la mano sin decir nada y se la pasaba por la mejilla, como si quisiera grabar aquella caricia en su memoria.

Se parecía tanto a su madre que a veces daba vértigo mirarla.

La pequeña Inés también se parecía, pero sus rasgos eran más marcados, más duros. Ella también le preocupaba. A sus quince años se había convertido en el soporte de toda la familia. Mariana no hacía nada sin pedirle que cuidase de su hija, o que la acompañase en sus salidas del palacio.

María Francisca la quería tanto que a veces Inés tenía que reprimirla, para que su madre no desarrollase celos contra ella, como había sucedido con la tata y con Munda. Pero la pequeña Inés sabía cómo ganarse a su hermana mayor. Tenía una habilidad especial para tratar a cada uno como pensaba que debía ser tratado, siempre con amabilidad y con respeto, pero sin concesiones ni adulaciones. A Mariana la hacía sentir importante en los detalles en que lo era. El gobierno de la casa, el cuidado de su padre, el médico, el trato con los criados o la elección del menú de cada día; a Munda la apoyaba en todo, y la acompañaba en sus alegrías y en sus penas como un pañuelo de lágrimas; y a él le cuidaba con tanto mimo, que jamás habría podido imaginar que los pequeños detalles de su bienestar dependerían algún día de su hija pequeña. Siempre la encontraba a su lado cuando algo le hacía falta.

Mariana, por su parte, parecía una roca. Cada día más sólida y firme, más eficaz, más segura. Controlaba sus sentimientos como si se tratasen de algo tangible, algo que se podría introducir en una botella a voluntad, e ir administrándolo cuando tuviera la certeza de que no correría riesgos al entregarlo. Todos los que la rodeaban lo sabían. Lo aprendió cuando su madre murió, y lo agudizó tras la muerte de su hijo, después de soltar un mar de lágrimas que la desahogaron los primeros días.

Parecía insensible, pero no podía disimular el terror de sus ojos, cuando se acercaba a la cabecera de su cama y le daba las gotas que le calmaban la tos.

No conocía la pereza, y cada problema que podía solucionar lo tomaba en sus manos hasta hacerlo desaparecer. Su relación con el mundo era tirante la mayor parte de las veces, no sólo con los que podían ensombrecerla, como Munda, sino también con los que se sometían a su persona, como los criados, su hija, o incluso su marido.

No se sabía muy bien si su belleza endurecía su carácter, o su carácter intensificaba el azul de aquellos ojos. El caso es que imponía.

La pequeña María Francisca también le preocupaba. No le convenía crecer en un ambiente tan hostil. Distinto hubiera sido que los partidarios de Rizal siguieran aspirando a la autonomía de las islas, pero la situación estaba derivando en un conflicto independentista difícil de resolver, un polvorín que podía estallar de un momento a otro.

Inés tenía razón cuando le advirtió de los peligros a los que iban a exponerse.