Aquella noche, las sampaguitas, las cortinas de color rojo, Manuel y su madre, las bandas bordadas con las iniciales de los Hijos de la Viuda Punang, los fusilamientos de la Luneta y el fraile quemado como los espetos, colgado de manos y pies, bailaron en su duermevela en una danza macabra. Nada más levantarse, se vistió con su pijama filipino, se dirigió a las cocheras y buscó al mozo de la voz ronca. Debía comprobar qué había de cierto en las acusaciones del comandante Ribó.
—Necesito entrevistarme inmediatamente con la señora Punang. Es muy importante.
—Pero ¡señorita Esclaramunda, eso es imposible! El señorito Manuel dejó instrucciones para… Munda no le dejó terminar.
—¡Para nada! El señorito Manuel no tiene por qué dejar instrucciones que conciernan a esta casa. Si no me llevas tú a ver a la señora Punang, encontraré otra forma de dar con ella. ¡Me voy a la calle Real esquina con Magallanes, seguro que allí saben decirme algo!
—Señorita Munda, por favor, hágame caso, el señorito Manuel dijo que no nos moviéramos de aquí.
—¡O vienes conmigo, o me voy sola!
El criado se puso su salakoty salió detrás de Munda por la puerta de carruajes. Ella caminaba tan deprisa que el tagalo a veces tenía que dar una pequeña carrera para alcanzarla. En menos de cinco minutos estaban llamando al timbre de la casa en que Manuel la había besado por primera vez. Detrás de la puerta se escucharon unos pasos, y al momento se notó cómo se abría la mirilla. Munda obligó al tagalo a colocarse delante, mientras ella bajaba la cabeza para esconder la cara tras el sombrero.
—¡Dile que abra!
El tagalo hizo una señal a la persona que estaba detrás de la puerta, y esta les abrió. Munda enseguida la reconoció. Se trataba de la chica con la que cruzó el puente sobre el río Pasig, cuando se encontró con Manuel disfrazado de aguador. La tagala llevaba puesto un pijama filipino blanco y el pelo recogido en dos trenzas. Cuando la vio dejó escapar un grito de sorpresa.
—¡Señorita Esclaramunda!
El interior de la vivienda era muy similar al de la calle Real esquina con Legazpi. El mismo patio central con las balaustradas y las puertas pintadas de verde, los mismos jarrones chinos, las mismas macetas. Incluso los muebles se parecían. También allí había un bargueño lacado con incrustaciones de marfil. La tapa que servía de escritorio descansaba sobre dos cabezas de leones. Munda lo estaba observando cuando escuchó una voz a su espalda procedente del piso superior.
—Son muebles gemelos.
Debería haberlo sospechado, Munda reconoció la voz de doña Lía inmediatamente. Se dejó caer hacia atrás el salakot y se lamentó de no haber sido más sagaz. En las dos ocasiones en que estuvo con Manuel en aquella casa, el día en que le dio el primer beso y cuando volvieron de la montaña de Montalbán, él entró en la propiedad como si le perteneciese. Recordó que le había extrañado que el carruaje no se detuviera para llamar a la puerta. En aquel momento, pensó que los criados habían abierto porque conocían el coche, pero ahora se daba cuenta de que hubiese dado lo mismo que no lo conociesen, ya que era Manuel el que viajaba en el pescante. La casa era suya.
Munda se giró despacio, buscando las palabras con las que pedirle explicaciones a la señora Punang, que bajaba las escaleras con el mismo porte que la había deslumbrado desde que la conoció, como el de una reina.
—¡Mi esposo tenía estas manías! Cuando le regalaba algo a su amante también me lo regalaba a mí. Ella murió sin herederos hace unos años, nadie conoció nunca la relación que mantenía con mi marido. No me preguntes cómo lo hicieron, pero conservaron el secreto hasta que él murió. Le dejó esta casa en usufructo. Ahora es mía, pero pocas personas lo saben, por eso se me ocurrió que aquí no me buscarían. La gallera y la hacienda no son seguras después de las últimas detenciones.
Vestía con un traje de mestiza. La falda de rayas azules y verdes, la sobrefalda negra y el cuerpo de tela de piña bordado con hojas y con bodoques. A Munda le hubiese gustado seguir admirándola.
Esperó a que bajase las escaleras, se mantuvo en la distancia para que no la saludase con un beso y señaló el bargueño.
—¿También guarda cartas ahí?
Doña Lía le pidió que la siguiera hasta un saloncito chino muy parecido al que había en la casa de la esquina con Legazpi. Munda insistió en su pregunta.
—¡Dígame! ¿Qué significaba la carta realmente?
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué te han contado, pequeña?
—Poca cosa, pero ahora sé que la carta podía leerse de otra forma a como yo la leía.
—Se llevaron todas mis cosas cuando registraron mi casa. Las cartas también. Lamento que utilizaran la tuya para incriminarnos. Pero todo el mundo conoce los métodos del comandante Ribó.
En lugar de los sillones en los que solían sentarse para tomar el té en la otra casa, en aquel saloncito había dos mecedoras. Doña Lía le señaló una de ellas y se sentó en la otra.
—¡Créeme, querida, no es fácil decirle que no al comandante! Ningún detenido lo hace.
Munda permaneció de pie. No estaba dispuesta a que doña Lía la llevase a su terreno. Había ensayado cada frase que debía decir cuando estuviera ante ella, para evitar que dominase la conversación, pero no le hizo falta utilizarlas, la señora Punang le estaba facilitando las claves. Ella sólo tenía que seguirla.
—Lo sé muy bien. Nunca podré olvidarme de la pobre nodriza, ni de la última vez que la vi con mi sobrino en brazos. Yo no sabía entonces que me había vestido con un enorme letrero plagado de sampaguitas.
Doña Lía se levantó de la mecedora como si fuera un resorte.
—¡Por el amor de Dios, criatura, ¿de qué me estás acusando?!
—¿Va a negarme que he sido un muñeco al que han llevado de acá para allá según su conveniencia?
—¡Naturalmente que lo niego! Pensábamos que el comandante dejaría de torturar a los detenidos si se aseguraba de que ya tenía al autor de la carta. Por eso permitimos que fueras a verlos. Pero su crueldad no tiene límites, tú lo sabes, los torturó hasta que confesaron todas las barbaridades que necesitaba para incriminar a más de veinte mujeres inocentes.
—¿Por qué tengo que creerla, señora Viuda Punang? Munda recalcó el apelativo de viuda.
Doña Lía se acercó hasta ella y, en un gesto de cariño, le colocó las trenzas delante de los hombros.
—No permitas que te vuelva contra nosotros. La primera Viuda Punang fue mi madre. Se la llevaron al mismo tiempo que a mi marido, acusada de esconder a los propagandistas en una de sus fincas. Elegí su nombre cuando fundé una organización en la que empezamos a reunimos las mujeres y las hijas de algunos condenados a muerte. Yo estaba en los dos casos. Al principio, ni siquiera pensé que estaba creando una logia masónica. Después me di cuenta de que perseguíamos lo mismo. Luchamos por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los mismos valores que tú has perseguido siempre.
—¿Y tenían que utilizarme a mí para conseguirlos? Permitieron que creyese que Manuel y usted habían caído presos. ¿A eso le llaman fraternidad?
—Querida Esclaramunda, estaba en juego la vida de dos personas. ¿Qué habrías hecho tú de estar en nuestra situación?
—Yo siempre he confiado en ustedes. No es justo que me haga esa pregunta.
Munda no pudo impedir que se le saltasen las lágrimas. Aquella casa olía a Manuel, a su tabaco de pipa, a sus besos y a sus abrazos.
Pero algunos hilos se tensan hasta más allá de su límite.
—Dígale a su hijo que me voy a Toledo. Mi padre está enfermo y necesita un cambio de aires.