—¿Sabe mi padre que deberíamos irnos a Toledo? Allí el clima es más benigno. Incluso podíamos pensar en ingresarlo en alguna clínica de la sierra de Madrid. A mi madre también estuvimos a punto de llevarla. Nos dijeron los médicos que era la única solución para su mal. El aire de la montaña podría mejorarla, incluso curarla, ¿no es así?
—Por supuesto, ya lo he hablado con su padre, pero no desea someterlas a ustedes a otro traslado.
—¡Qué tontería! Tampoco son tantos. Debería usted hablar con Mariana, doctor. Estoy segura de que mi padre aceptaría el traslado si se lo propusiera ella.
—No se preocupe, señorita Munda, su hermana ya sabe que su padre necesita aire seco. Aunque quizá debería hablarle usted también. Entre las dos sería más fácil convencerle.
Munda había acudido a la consulta del médico con la determinación de no salir de allí hasta que no supiera el alcance de la enfermedad de don Francisco. Había pasado una semana desde que el marqués se desmayó en el jardín, y ni él ni Mariana querían confesarle su dolencia. Sabía que el doctor tampoco le desvelaría el diagnóstico, pero sólo necesitaba conocer el tratamiento para confirmar sus temores. Aquella tos era idéntica a la de su madre. Como la fiebre, el sudor y la falta de apetito.
Aún recordaba el llanto de Mani cuando salía de su habitación con las bandejas intactas. Adelgazó tanto que casi costaba reconocerla. Munda sólo tenía once años, pero la imagen de su madre continuaba tan viva como el último día en que la vio. Demacrada, sudorosa, con las ojeras devorándole las mejillas y aquella tos seca que ahora ahogaba a su padre.
No sabía nada de Manuel. No podía creer la falta de confianza que le había demostrado.
El tagalo intentó en varias ocasiones comunicarse con ella, pero ella no deseaba hablar, sólo trataba de encontrar la razón de aquella farsa. Había muchos cabos de los que deseaba tirar, pero aún no podía pensar fríamente, y al mismo tiempo no quería dejar que Manuel tomase la iniciativa. Ni cartas, ni emisarios, ni citas inesperadas. Ella misma buscaría las respuestas a las preguntas que se hacía. Tampoco acudiría a su padre, no se encontraba en condiciones de pensar más que en recuperar la salud. La última semana no había hecho otra cosa que acompañarle. Casi no se había separado de él. Mariana y Alejandra se turnaban para salir con María Francisca y su tata al jardín, pero ella permaneció junto a la cabecera de su cama hasta que don Francisco pudo levantarse.
Poco a poco, el enfermo consiguió pasar de la cama al sillón, de ahí a la mecedora del porche, y del porche a dar pequeños paseos, que incluso le permitieron subir a un carruaje para llegar hasta el parque de la Luneta.
Munda aprovechaba las ausencias de Mariana y de Alejandra para conversar con él como cuando era pequeña. En una semana hablaron más que en los últimos dieciocho meses. Excepto la visita a los detenidos, apenas les quedó nada por contarse. Munda le habló de Manuel, de la casa de la calle Real esquina con Legazpi, de su disfraz de tagala, de la gallera y de la ceremonia de iniciación de doña Lía. El marqués se llevó las manos a la cabeza cuando hubo terminado.
—¡Santo cielo, Munda! Has corrido un grave peligro. Todos los katipuneros son blanco de la Guardia Civil. ¿Conseguiste advertir al doctor Rubio para que no se entregase?
—No te preocupes por eso. Todo está resuelto.
—Este asunto no me gusta, hija, deberías alejarte cuanto antes. El Katipunan defiende la lucha armada y no creo que tú quieras eso. ¿No es así?
—¡Claro que no, papá!
—Volveré a hablar con el arcediano y con el gobernador para que trasladen al comandante. Y si el doctor Rubio ya no corre peligro, deberías olvidarte de él. No te conviene.
—No te preocupes, el comandante Ribó no nos molestará más, y de Manuel ya me he olvidado.
—¿Estás segura?
—Me equivoqué con él. Ni siquiera merece la pena que hablemos de ello. Estoy completamente segura.
—¿Y la carta de emancipación?
—Ya no la necesito, papá.
El marqués volvió a preguntarle si estaba segura, y ella volvió a responder afirmativamente, pero no era cierto, no podía estarlo hasta no averiguar por qué la había utilizado Manuel y, sobre todo, desde cuándo.
En una de las ocasiones en que su padre salió de casa para dar un paseo por la Luneta con Mariana y María Francisca, tal y como acostumbraban hacer antes de caer él enfermo, Munda se dirigió nuevamente a la Comandancia. Necesitaba saber cómo llegó la carta de Manuel a las manos del comandante Ribó y, a ser posible, volver a ver a los detenidos.
Antes de salir del palacete, Mani quiso detenerla.
—¡Ay, niña Munda! ¡Tú estás loca! ¿Otra vez te meterás en la cueva de los lobos? ¿Y qué piensas hacer allí? ¿Crees que el comandante te dirá lo que los otros no te dijeron?
—Ya no sé qué pensar, Mani. Creo que Manuel y el criado son hermanos de logia. Es curioso, ¿no? Yo siempre defendiendo la capacidad de las mujeres para guardar secretos, y ni siquiera ellos han confiado en mí. Al menos Manuel podría haberlo hecho.
Munda se dirigió a la Comandancia en la calesa, pero no salió por la puerta de carruajes, no quería que el mozo de la voz ronca conociese sus movimientos. Ordenó al mayordomo que preparasen un coche y que la recogieran en la puerta de la verja del jardín. Mientras tanto, Mani se encargó de entretener al tagalo.
Hacía días que Lucio Luzón ya no la vigilaba. Desde que apresaron a la señora Punang, parecía que las sospechas habían dejado de recaer sobre ella.
Y sin embargo, a pesar de que no había nadie a la vista, Munda no podía evitar la sensación de que alguien la seguía. Tan sólo se trataba de un presentimiento, pero decidió tomar precauciones y, en lugar de dirigirse directamente a la Comandancia, le pidió al cochero que la llevara a la catedral. Una vez allí, bajó del carruaje y se metió en el templo por una de las puertas laterales. Después de rezar durante unos instantes, atravesó el crucero, hizo una genuflexión ante el sagrario y salió por la puerta principal, donde alquiló una berlina.
El comandante Ribó parecía de buen humor aquella tarde. Algunos soldados limpiaban sus armas en el patio y otros jugaban a las cartas. Todavía podían distinguirse en el ambiente los olores del sinigang que habían comido al mediodía, una sopa acidulada con frutas del tamarindo que al comandante siempre le subía los ánimos. No hacía demasiado calor. A pesar de que se encontraban a mediados de mayo, se estaba adelantando la temporada de lluvias, lo que suavizaba el ambiente tórrido de los meses anteriores.
El comandante la saludó con más amabilidad de lo habitual, como si volviera a considerarse el amigo con el que la familia compartió mesa en el comedor de oficiales del Isla de Luzón.
—¡Señorita Munda! ¡Me alegro mucho de verla! ¿Cómo sigue su padre?
—Está mejor, gracias. ¿Puedo ver a los detenidos?
—¡Vaya! Pensé que lo sabría por su cuñado. La señora Punang y su hijo ya no se encuentran aquí.
—¿Dónde entonces?
—Mucho me temo que no podré darle esa información. Es confidencial.
Munda sintió que alguien se movía a su espalda. No se giró, pero supuso que se trataba de Lucio Luzón. Lo había visto caminar hacia ella cuando entró en el patio del cuartel.
El comandante levantó la barbilla e hizo un gesto con la mano para que el tagalo se retirase. Después miró a Munda con cierto aire de condescendencia.
—¡No se preocupe! Lucio ya no la molestará más. Ahora sé todo lo que tenía que saber. Pero le aconsejo que tenga cuidado. Ya se lo dije en una ocasión, debería elegir mejor a sus amistades. ¿Se le ofrece alguna otra cosa?
Munda negó con la cabeza.
—Entonces permítame que la acompañe a la salida.
El comandante le señaló con la mano la puerta por la que había entrado a la Comandancia y se colocó a su lado. Su sonrisa recuperó el rictus ácido de los últimos tiempos.
—Permítame también que le dé un consejo, señorita Munda. Es sólo un consejo, desde luego, y todos sabemos lo que hay que hacer con ellos, pero yo que usted me apartaba de los conspiradores. A menos que no le importe que la identifiquen con los Hijos de la Viuda Punang.
—¿Los hijos de qué viuda?
—No se moleste en disimular. Sé perfectamente que no tenemos al hijo de la señora Punang que andábamos buscando. Pero no se deje engañar por las apariencias, el suyo tampoco es el auténtico.
—No le entiendo, comandante.
—Yo creo que sí me entiende, pero está usted en su derecho de negarlo. Al fin y al cabo, creo que ha sido más víctima que cómplice.
Munda vio en aquel comentario la oportunidad de preguntarle lo que había ido a averiguar.
—¿De veras?
—¿Acaso es cómplice?
—¡Claro que no! ¿Puedo preguntarle algo?
—¡Naturalmente!
—¿De dónde sacó la carta?
El comandante se detuvo en seco y soltó una carcajada.
—¡Mi muy admirada Esclaramunda! ¿Tendré que admitir finalmente que usted no sabe nada? ¡Venga conmigo!
El comandante Ribó la llevó hasta las cuadras de la Comandancia, donde pidió un carruaje en el que invitó a subir a Munda. Cuando la joven tomó asiento, se colocó frente a ella y le gritó al cochero.
—¡Soldado! ¡A la calle Real esquina con Legazpi! ¡Deprisa!
Las banderas de Filipinas ya no colgaban de los balcones de la casa de doña Lía, y los cuadros del doctor Rubio y de su esposa, que presidían antes la fachada, habían desaparecido, al igual que los crespones negros de las banderas de España. La puerta del zaguán presentaba signos de haber sido forzada.
El comandante Ribó saludó al modo militar a dos números que montaban guardia en la calle. Los dos hombres devolvieron el saludo y les abrieron paso para que entraran en la casa.
Todo estaba revuelto. Los cajones de las cómodas abiertas, la tierra de las macetas por el suelo, los arcones con las tapas levantadas… Desperdigadas por el suelo, se veían las piezas del juego de té, hechas añicos.
Munda observó el bargueño en el que doña Lía había guardado su carta. Estaba tirado en medio del patio, completamente vacío, y con los cajones desvencijados. El comandante Ribó se colocó delante de ella y se dirigió escaleras arriba.
—¡Venga conmigo!
Munda sintió que violaba un espacio que no le pertenecía. Pero no había sido la primera. El piso superior se encontraba en las mismas condiciones que la planta baja. Tanto en el corredor como en los dormitorios se veían objetos desparramados por todas partes. El comandante Ribó la sujetó por el codo para ayudarla a sortear los montones. Papeles, vestidos, sábanas, libros, abanicos, conchas, jarrones, cuadros y todo tipo de adornos. Nada continuaba en su lugar.
—Perdone el desorden. Mis hombres a veces resultan algo toscos. Tenga cuidado, no se haga daño.
Se detuvieron delante de una habitación que permanecía cerrada. El comandante sacó una llave de uno de los bolsillos de su uniforme y abrió la puerta.
—Si tuviéramos que cumplir con el rito, entraríamos con el pie izquierdo.
Munda no podía creer lo que estaba viendo. Dos columnas salomónicas daban paso a una habitación cuyas paredes aparecían revestidas por cortinajes de terciopelo rojo. El techo representaba la bóveda celeste. En la base de una de las columnas se dibujaba la letra J, y en la de la otra la B. En el centro de la habitación había una alfombra ajedrezada, en dos de cuyos vértices se levantaban otras dos columnas de aproximadamente un metro y medio de altura. En medio de la alfombra, una mesa cubierta con un mantel rojo sobre la que descansaba otra columna. Las tres llegaban a la misma altura y tenían una luminaria en la base superior, cuya mecha carbonizada indicaba que ya habían sido encendidas.
Contra las paredes laterales, había colocadas varias sillas, de algunos de cuyos respaldos colgaban bandas azules bordadas en hilos de colores.
El comandante le señaló un cuadro que descansaba sobre un atril, junto a unos sillones que presidían la habitación.
—Este es el cuadro del taller. Representa todo lo que hay en este templo. Aunque faltan algunas cosas. Estas sociedades secretas sólo muestran una parte de sus ritos, otras siempre permanecen ocultas. Como en todas las logias, la escuadra y el compás lo presiden todo. Pero en este escudo hay algo muy característico. ¡Observe! ¿Qué flor diría usted que es esta que aparece en lugar del laurel que suelen utilizar para adornar la letra G de sus emblemas?
El comandante no esperó a que Munda contestase. Cogió una banda de una silla y se la mostró.
—Mire el dibujo de esta orla. ¿No le suena de algo?
Munda reconoció el bordado de su traje de mestiza, pero no le dijo nada al comandante, quien devolvió la banda a su silla después de hacer un ademán de triunfo con los brazos abiertos.
—¡Sampaguitas! ¡Me encantan las casualidades! ¿Y a usted?
La imagen de la señora Punang disparando sobre ella la asaltó por un segundo. Las manos comenzaban a sudarle.
El comandante colocó la banda como la había encontrado, formando una uve sobre la parte delantera del respaldo. Todas las bandas eran iguales. Entre las sampaguitas, se podían distinguir las mismas abreviaturas bordadas en hilo de plata: L:.H:.D:.L:.V:.P:.
—Creo que no hace falta que le descifre el significado, ¿verdad? ¿Sabe usted cuántas viudas Punang hemos encontrado en los alrededores de la cueva de Bernardo Carpio? Veintidós.
Munda miraba atónita las inscripciones de las bandas. Todavía no sabía adonde quería llegar el comandante.
—Usted conoce a algunas. Se enfadaron con su hermana cuando le criticó en la fiesta su vestido de mestiza. No volvieron por su casa, ¿verdad?
El único ojo del comandante recorría la habitación como si estuviera contemplando un trofeo de caza, deleitándose en cada objeto que describía, como si le perteneciesen.
—Unos dicen que la J y la B significan Juan Bautista, y otros que representan las columnas que había a la entrada del Templo de Salomón, las que llamaban Boaz y Jakim, que son los positivos y sus contrarios, el mal y el bien, el fuego y el agua, la fuerza y la sensibilidad, lo masculino y lo femenino. En fin. ¡Vaya usted a saber! Mire aquella figura de la esquina. Es la diosa de la sabiduría. Observe el libro que lleva en las manos.
Munda se acercó a la estatua de Palas Atenea que le señalaba el comandante y contempló el libro. En sus páginas abiertas podía leerse el nombre de otras diosas de la antigua Grecia.
—¡Curioso, ¿verdad?! En esta logia mandan mucho las mujeres. Me consta que algunas de ellas se han unido ya al Katipunan. ¡Aunque sean mujeres, hacen su daño, no lo crea! ¿Sabía usted que dos días después de entregarle la carta a la señora Rubio, intentaron secuestrar a un agustino y a un jesuita? A uno a las doce de la mañana, y a otro a las tres de la tarde. ¿Recuerda usted el contenido de la carta?
Munda se sabía de memoria la carta de Manuel.
No vaya antes de las doce de la mañana, suele estar en la iglesia de los Agustinos hasta esa hora, y no la encontraría. Tampoco vaya después de las tres de la tarde, a esa hora duerme la siesta, y luego acude al rosario de los Jesuitas, tampoco la encontraría en casa […] las actividades de algunas logias empiezan a dirigirse hacia caminos violentos y peligrosos […].
No podía ser casualidad. Los labios le temblaban cuando el comandante la sujetó por el codo y la llevó hacia la puerta.
—¡Marchémonos! No la debería haber traído aquí.
Una vez fuera de la habitación, el comandante volvió a cerrarla con llave.
—¿Le he dicho que el día siguiente a la muerte de su sobrino consiguieron secuestrar a un fraile? Acabó quemado vivo, colgado por las manos y por los pies.
—¡Dios mío!
Por un momento, el tono de su voz había sonado como si Munda le preocupara, pero al volver a la calesa recuperó su pose de triunfador.
—Lo único que necesitaban los conspiradores era la señal para dar el golpe.
—¿Qué me quiere decir, comandante?
—Piénselo, mi muy admirada Esclaramunda, a veces una carta no es sólo una carta, y un vestido no sólo un vestido.