No soportaba la inactividad. Lucio Luzón vigilaba el palacio desde una de sus esquinas, donde podía controlar la puerta de carruajes y la de la verja del jardín que daba a la entrada principal. No podía moverse, pero tenía que hacer algo para avisar a Manuel antes de que cometiera una locura. Estaba segura de que no consentiría que su madre permaneciera en prisión un minuto más de lo que él pudiera evitar. Si existía alguna posibilidad, por mínima que fuera, de que liberasen a doña Lía a cambio de que se entregara, él se entregaría.
No sabía cómo ayudar a Manuel, pero después de dar vueltas y más vueltas de un lado a otro de la casa, llegó a la conclusión de que algo se podía hacer, algo para lo que necesitaba la ayuda de Mani y de Alejandra. Un encargo que ellas podrían hacerle sin levantar sospechas.
Su hermana no puso impedimento alguno para llevar a cabo su plan, pero Mani veía enemigos detrás de su sombra.
—¿Tú te has vuelto loca, niña? ¡Hasta aquí nos trajo el río! ¿O es que quieres que ahora persigan también a tu hermana? ¿No te basta con lo que el comandante hace contigo? ¿Y qué pretendes, que me vista yo también como una india?
—No hace falta que os disfracéis. ¿No vais algunas mañanas a dar un paseo en la calesa? Pues os desviáis un poquito del camino y pasáis por allí. Ni siquiera tenéis que parar, sólo comprobáis si las casas están cerradas o abiertas. Después, veré yo qué se puede hacer.
—No hay problema, nosotras lo haremos. ¡Mani, no te preocupes, no hay peligro! Ya he ido otras veces.
Además, a nosotras no nos sigue nadie, y aunque nos siguieran, ¿qué hay de extraño en que nos demos un paseo por Manila antes de comer?
—¡Pues claro! ¡Por favor, Mani! ¡Alejandra no puede ir sola! Es muy importante. Hay que avisarle de que es una trampa.
—¡Está bien! ¡Está bien! Pero que conste que voy contra mi voluntad.
Mani y Alejandra subieron a uno de los coches descubiertos de la familia y se dirigieron a la calle Real esquina con Legazpi, después pasarían por la esquina con Magallanes. Si alguna de las dos casas continuaba abierta, Munda podría enviarle a Manuel un recado. Lucio Luzón observó cómo se alejaban de la casa, pero no hizo intención de seguirlas.
Munda las despidió con la mano desde la ventana de su dormitorio y se encaminó después hacia el ala derecha del palacete. Necesitaba ver a Ricardo, quizás él pudiera conseguirle permiso para visitar a doña Lía en los calabozos de la Comandancia, pero antes de llegar a su despacho Mariana la interceptó. Desde la visita del comandante Ribó al palacio, hacía más de una semana, apenas se habían dirigido la palabra. Ni siquiera habían coincidido en el comedor. Desde aquella noche, Mariana pedía todas las comidas para ella y para María Francisca en su gabinete, y sólo salía de sus habitaciones para llevar a la niña a su paseo diario por el parque de la Luneta.
Cuando Mariana observó que Munda se dirigía al despacho de su marido, se colocó delante de la puerta y le cortó el paso.
—¿Adónde vas?
—Necesito ver a Ricardo. ¿Está en casa?
—No. Pero si estuviera, yo no permitiría que lo involucraras también a él en tus correrías. No pretenderás tener a toda la familia pendiente de ti. Ya me parece demasiado que hayas conseguido que papá ande de acá para allá como una peonza. Por cierto, ¿se puede saber qué os traéis entre manos?
—De lo que no quieras saber, no preguntes, Mariana.
—¿Es que no le has hecho suficiente daño? ¿No te basta con lo que ha sufrido ya? ¿Y con lo que le queda por sufrir todavía?
—¡Déjame, Mariana! No tengo tiempo ahora para tus tonterías.
—¿Tonterías? ¿Acaso no te acuerdas del estado en que lo dejaste cuando te permitiste el lujo de retirarle la palabra? Y ahora, ¿para qué se la devuelves? ¿Para qué te saque de los líos en los que te metes tú solita? ¿Crees que si yo no le hubiera cuidado mientras tú le dabas la espalda, ahora podría andar detrás de ti como hace?
—No sabes de lo que hablas, Mariana. ¡No sabes nada!
—Hablo de que eres una egoísta, querida. Y de que nuestro padre no está en condiciones de andar de un lado a otro de Manila, para arreglar lo que tú estropeas. ¡Tú sí que no sabes nada! Pero se vive mejor así, ¿verdad? ¡Es mucho más fácil! A mí también me gustaría no saberlo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que te gustaría no saber? ¿Le pasa algo a papá?
Mariana se recogió su falda de polisón y se dispuso a bajar a la planta principal. Munda la siguió escaleras abajo. Confiaba en que aquellas palabras sólo fueran una treta más de las muchas de las que se servía su hermana para molestarla desde que eran pequeñas, pero le asustó la expresión que descubrió en sus ojos, muy diferente a la que solía utilizar cuando sólo deseaba hacerle daño. Munda la sujetó del brazo a mitad de las escaleras y la detuvo.
—¿Está enfermo?
—Tú misma lo has dicho hace un momento, no preguntes sobre algo de lo que no quieras saber. Y tú llevas casi dos años sin querer saber nada de él.
Su padre estaba enfermo y ella ni siquiera lo sabía. ¿Cómo había podido dejar que ocurriera?
¿Cómo había consentido que pasara el tiempo, mientras la distancia entre ellos aumentaba? ¿Hasta dónde había llevado su castigo? ¿Tuvo razón en condenarle sin haberle escuchado siquiera? Quizá debería haber hablado con él, antes de consentir que el dolor transformara su relación en vacío, el mismo vacío que su padre llenó con tristeza y agotamiento, y quizás incluso con aquella enfermedad que ocultaba sin que Munda entendiera el porqué, el mismo vacío que ella había llenado de indiferencia.
Durante más de dos horas, lloró encerrada en su cuarto, tendida sobre la colcha, pensando a la vez en su padre y en Manuel, deseando que no fuera verdad lo que Mariana acababa de insinuarle, y deseando que Alejandra y Mani volvieran con la noticia de que podrían ayudar a Manuel a ponerse a salvo.
No reparó en que se había quedado dormida hasta que llamaron a la puerta. Munda descorrió el cerrojo, segura de que Alejandra y Mani le traían las noticias que esperaba, pero, al abrir, se encontró con el tagalo que solía esperarla en la esquina de la calle Real con Magallanes. Su voz ronca la sacó del aturdimiento.
—Señorita Esclaramunda, la esperan en el cuarto de la plancha.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—El señorito Manuel la espera.
No quiso correr. Él le había dicho que estuviese preparada para salir hacia La Habana en cualquier momento. Aquella tarde debería ser la primera de otras muchas, camino de la tierra donde nacerían sus hijos.
Bajó las escaleras intentando saborear las últimas gotas de esperanza. Pero Munda sabía que aquellos planes ya se habían desmoronado, que la espera y la incertidumbre, presentes en su relación con Manuel desde que esta empezó, no terminarían nunca.
El tagalo la acompañó hasta el cuarto de la plancha. Al entrar, Munda vio un artilugio de aguador sobre la mesa.
No se giró. Cuando escuchó que el cerrojo de la puerta se cerraba detrás de ella, cerró los ojos y esperó.
Manuel le besó la nuca y se abrazó a su espalda.
Munda no podía evitar el presentimiento que arrastraba desde que apresaron a doña Lía. No quería volverse hacia él, no quería escuchar lo que había ido a decirle, no quería mirarle.
Pero él la cogió por los hombros, la giró y le rodeó la cara con las manos.
—¡Mi querida Esclaramunda!
—¡Por favor, no permitas que nos separen otra vez!
—Yo siempre te llevo en mi corazón, nada ni nadie conseguiría separarme de ti.
—Yo también te llevo en mi corazón, pero no se trata de eso, Manuel. Por lo que más quieras, no les sigas el juego, sería un sacrificio inútil.
—No temas, confía en mí. Nuestros hijos nacerán en Cuba.
Munda se abrazó a Manuel con la misma desesperación con que le abrazó en el Isla de Luzón. Con la misma ansiedad con que se abrazaron después en cada uno de sus encuentros. Con la inevitable sensación de que aquel era el último. Con la misma desazón, pero con más angustia. Con toda la angustia.
—Tengo que irme, Esclaramunda.
—Pero no puedes dejarme así. ¿Qué voy a hacer yo ahora?
Manuel se inclinó para recoger su artilugio de aguador, se lo colocó en el hombro y la besó en la frente.
—Déjate guiar por los acontecimientos. Confía en tu instinto, y ten presente que todo, absolutamente todo lo que pase de ahora en adelante, sólo tendrá sentido si confías en mí.
Munda estaba a punto de contestarle cuando se escucharon unos golpes en la puerta. Le hubiera gustado decirle que no le pidiese una confianza así, tan ciega, como la que había guiado a su madre a disparar contra ella en su ceremonia de iniciación al Katipunan, no era esa la clase de confianza en la que había aprendido a vivir.
Pero los golpes insistían.
—¡Niña Munda! ¡Abre!
Munda abrió, y Mani y Alejandra entraron en el cuarto y cerraron la puerta tras de sí. El médico saludó a Mani con una inclinación de cabeza, y a Alejandra le extendió la mano que tenía libre.
—Ha crecido usted mucho, señorita Inés, ¿o debo llamarla señorita Alejandra? Apenas si parece la misma niña que viajaba en el Isla de Luzón. Está preciosa.
—Gracias, Manuel, me gustan mis dos nombres, elige tú. Pero no tenemos tiempo para cumplidos. Tienes que irte ya. El comandante Ribó viene hacia aquí.
Manuel besó de nuevo la frente de Munda, se ajustó el artilugio de aguador y se dispuso a salir, pero antes, Alejandra se acercó a él y le besó en la mejilla.
—Ten mucho cuidado. La casa de tu madre está vigilada, no vayas por allí. La otra está libre.
—Gracias, pequeña, lo tendré en cuenta.
El tagalo de voz ronca, que esperaba en el pasillo desde que condujo a Munda hasta el cuarto de la plancha, guio al médico hacia la salida de carruajes. Antes de llegar a la puerta, cogió un cántaro de barro de una cantarera y se lo extendió al doctor. Manuel se colocó en el quicio de la puerta, vació en el cántaro el contenido de su olla, esperó a que el tagalo le diera unas monedas y se marchó.
Lo último que Munda vio de él fue su espalda, encorvada bajo la barra de aguador. Le hubiera gustado que se girase para mirarla, quizás aquella podría ser la última vez, pero no lo hizo y, en el fondo, Munda lo agradeció, no quería que la viera llorando.
No sabía lo que le deparaba el destino, ni los acontecimientos de los que hablaba Manuel, pero, por mucho que confiase en él, por mucho que se dejara guiar, no podía evitar imaginarse la figura de la nodriza caminando entre dos guardias civiles hacia el parque de la Luneta.
El miedo puede convertirse, en sí mismo, en la peor pesadilla.
El tagalo de voz ronca, el que la había interceptado por dos veces cuando se dirigía a casa de doña Lía, y la acompañó hasta el barrio de Binondo el día de la fiesta de Mariana, no siguió a Manuel cuando salió del palacete, sino que cruzó la puerta hacia el interior de la vivienda y se dirigió a la cocina.
Munda no salía de su asombro, miró a Mani y se tapó la boca para hablar en susurros.
—¿Qué significa esto?
—¿Qué cosa?
—¿Quién es ese hombre? ¿Por qué se ha metido en nuestra cocina?
—¿Y dónde quieres que se meta? Es uno de los mozos de las cocheras. Aunque no me preguntes cuál ni cómo se llama, estos indios son todos iguales. ¿Por qué?
Munda no sabía qué contestar.
—¿Cómo puedes decir eso, Mani?
—Porque es así, y si no, ¿por qué no lo reconociste tú? Has tenido que verlo muchas veces antes que hoy. No sólo trabaja en las cocheras, también ayuda al jardinero cuando hay que cortar los setos.
Munda sintió una punzada en el estómago. Le hubiera gustado no tener que admitirlo, pero en aquel momento se dio cuenta de que era el mismo que abría la puerta cada vez que llegaba un carruaje. Nunca se había fijado. Por segunda vez, desde que llegaron a Filipinas, no reconocía a una persona después de haberla visto varias veces. La primera fue con Lucio Luzón, el criado de la serpiente, y ahora con el tagalo de la voz ronca. ¡Trabajaba en la casa! Con razón podía encontrarla siempre en el mismo lugar: no se trataba de que la esperase allí, ¡la seguía desde el palacete!